DUENDES

Ramiro F. Sanchiz

Uruguay

Rex había conocido a un ingeniero químico, o algo así, que terminó por convertirse en una de sus principales fuentes de sustancias. El tipo vivía bastante lejos del centro, en el complejo de edificios Euskalherría, que nos quedaba más o menos a cuarenta minutos de viaje en el 113; Rex le compraba sus productos más o menos una vez por mes, casi siempre variantes mejoradas de drogas conocidas, químicos de diseño y sopas primigenias que no tenían nada que envidiarle a lo que tomarían los tarahumaras, los yaquis o los antiguos habitantes del valle del Indo, que se colocaban todas las tardes con el dulce Soma. Estábamos —un miércoles a las cinco y media de la tarde— en camino con ochenta dólares y mucha ansiedad, sobre todo Rex. Nos habían llegado noticias de tres nuevos tipos de pastillas, metanfetamina combinada con alguna variedad nueva de LSD o mescalina. Rex siempre intentaba pescar algo de las técnicas del "ingeniero", pero era imposible. Había descubierto apenas que el laboratorio no estaba en aquel apartamento, usado nada más que como puesto de venta, y que no tenía ayudantes. Más allá de eso sólo había especulaciones y nos gustaba creer que podíamos hablar de ingeniería molecular, de neuroquímica, de diseño genético inteligente y mil patrañas más.

El 113 avanzaba con una lentitud deplorable.

—Hace unos meses —decía Rex, aferrándose al pasamano y mirándole de reojo el culo a una chica de unos dieciséis años— me consiguió una variedad nueva de marihuana, obviamente desarrollada a través de ingeniería genética. Marihuana transgénica, se supone que es. Impresionante. Lástima que no pude comprarle mucho pero fueron los mejores porros de mi vida. Al efecto estándar multiplicalo por cien, algo muy superior a la tripa común. Es una pena que el tipo sea tan esquivo; te vende lo que quiere —era la primera vez que yo lo acompañaba y todo el asunto tenía algo de viaje iniciático—; no podés ir y elegir de un catálogo. Él viene y te dice "Esto tengo hoy" o "Puede ser esto otro", vos ves; al mes siguiente, si es que te recibe —porque tenés que concertar la cita con un proceso bastante complicado—, las ofertas seguro van a cambiar. Lo bueno del sistema es que siempre te va a sorprender; lo malo, que muy difícilmente puedas repetir algo que te gustó. La historia de mi vida.

Nos reímos. Miré por las ventanas; el ómnibus se internaba en la jungla como la barca de Apocalypse Now y mi Virgilio... bueno, mi Virgilio era Rex. Con eso basta.

—Estuve meses preguntándome qué vio el tipo en mí, ¿entendés? No le vende a cualquiera. Tiene que haber un nexo. Vos lo ves y parece un nerd, no te podés imaginar qué es lo que hace en verdad o lo que puede hacer, entonces empieza a hablar y te transporta. La mente de este tipo es algo de otro planeta. No me extrañaría que fuese un alienígena varado en la Tierra. Nos está preparando para algo a través de las drogas que vende. Como la terraformación pero sobre la gente, sobre los habitantes del planeta. Poco a poco nos va convirtiendo en mentes como la suya; al menos a algunos, claro, y cuando seamos suficientes y hayamos evolucionado a su nivel, nos llevará a su planeta o, mejor, vendrán otros como él y habitarán entre nosotros. Ahí tenés material para un cuento.

Asentí. La chica del culo prominente se bajó. Rex la siguió con la mirada.

—Se cuentan cosas muy raras —prosiguió—. Un conocido, que fue el que me presentó, cuenta que una vez le compró un alucinógeno increíble. Le hizo tener visiones de un mundo subterráneo, un mundo-tumba, como decía Philip Dick. O sea... el alucinógeno Philip K. Dick total, con paranoia y todo, ojo en el cielo, cosas así. Entonces va y le pregunta qué tiene. No se aguantó. Él sabía, claro que sabía, que era como preguntarle el truco a un mago ¿no? Digo... esas cosas no se hacen, pero este conocido mío va y le pregunta y el tipo qué le contesta... le dice "Mirá, es adrenalina semidescompuesta de rata, con una colonia de hongos microscópicos metabolizándola". Y le cuenta el proceso para generarla: ratas crucificadas, ratas en ruedas que parecen de tortura. Ahora, este conocido mío contaba todo como si lo hubiese visto, cosa que dudo porque eso implicaría que estuvo en el laboratorio y eso es muy, muy inverosímil.

—¿O sea que asustaba a las ratas para que generaran adrenalina?

—Yo qué sé, es una posibilidad. Probablemente toda esa explicación fue una tomadura de pelo, onda no me jodas más, pendejo, pagáme y andate. Pero cada tanto suelta algo de información. Mirá: anoche me llamó para contarme que viajó a Buenos Aires y le robó unas ideas a unos drug-designers que conoció en Palermo Soho. La cosa más cheta del mundo de las drogas, dijo. Y eso vamos a buscar. Ochenta dólares es mucho para tres o cuatro píldoras, pero estoy seguro de que va a valer la pena. Con Jon estamos tratando de convencerlo de que nos sintetice cosas chotas que aún no probamos. Eso no puede llevarle ningún tipo de esfuerzo... metadona, cosas así, morfina, heroína, codeína, demerol, todas las porquerías con que se daba Burroughs. Pero hasta la fecha no quiere saber nada. Es como si les pidiera a ustedes que grabaran canciones de los Beach Boys, dice.

Se liberaron dos asientos. Le hice un gesto a Rex y corrimos a ocuparlos.

—Lo que se sabe es que tiene poderes psíquicos. Telepatía, supongo. Jon tiene la teoría de que se activó esos poderes él mismo a través de alguna sustancia. Habría que tener más confianza con él y preguntarle algo, con clase, con sutileza; en una de esas hasta se le podría convencer de que nos venda lo que sea que usó para activarse las cualidades psíquicas, ¿no? Salvo que haya nacido con ellas. Hay una leyenda —esto me lo contaron en el baño en una fiesta privada en Punta Gorda, una de las mejores rave de mi vida, te puedo asegurar—, que dice que hace unos años el tipo contactó con mutantes psíquicos y les extrajo muestras de médula ósea...

—¿Mutantes psíquicos?

—Sí, como los de Total Recall... vos la viste, ¿no?

—Claro, Rex, está entre mis favoritas. Y tengo el cuento de Dick en el que se basó.

—Bueno, entonces me entendés.

Recordé una niña con media cara corriente y la otra mitad de monstruo. Se le acercaba a Arnold y le decía "Te adivino el signo por una moneda. Tauro". Y Arnold le daba su moneda. Ah, y creo que también aparecía la madre, igual que ella, con las dos caras a lo Harvey Dent; sólo que los poderes de la mujer eran mayores. Cosas que se activan con la primera menstruación, supongo.

"Tengo que ver esa peli de nuevo", pensé. Rex seguía hablando.

—Pero lo de los poderes es verdad. Telepatía, presciencia, algo de eso tiene. Cuando me conoció, me invitó a tomar el té... un té común y corriente, o sea, té del fino, pero té y nada más; yo esperaba alguna sopa rara pero resultó ser Twinings, Earl Gray. Él mismo exprimió unas gotitas de limón en mi taza. Parecía una mezcla de geek con un lord inglés del siglo XIX, y "Vos tenés un duende", me dijo. "¿Cómo?", le pregunté. "Sí, un duende. En tu casa hay un duende y vos te comunicás con él".

Rex puso cara seria y me miró a los ojos.

—Lo cual es verdad —afirmó—. Pero... ¿cómo lo supo?

—Pará, pará... ¿cómo que es verdad?

—Y sí... se corresponde a los hechos observables. En mi casa hay un duende.

—¿Un duende? ¿Un enanito pelirrojo con patillas, sombrerito hongo color verde y...?

—No, no un leprechaun, un duende. Son seres que están en otro plano dimensional y a veces hacen que su mundo intersecte con el nuestro. Ésa es la definición de duende. No tienen forma humana ni piensan como nosotros, por eso a veces las cosas que hacen las confundimos con el azar o con un acontecimiento neutro como la lluvia o la niebla. Roban cosas, te esconden las llaves, a veces se ponen más jodidos. Será cuando se enojan.

—Pará, Rex, ¿me estás hablando en serio? La única cosa de otro plano dimensional que puede hacer que olvides tus llaves es tu inconsciente... ¿de qué duendes me estás hablando?

Sonreía como el gato de Cheshire.

—Nos tenemos que bajar. Al final nos sentamos por cinco minutos pero peor es nada.

Dimos cinco pasos hasta la puerta delantera y esperamos a que parara el ómnibus. Se abrió la puerta y bajamos.

—Es en aquel edificio —me señaló una mole gris. El lugar estaba lleno de híbridos de hiphoperos, skaters, reggaetoneros, cumbiavilleros y varias tribus más que no supe identificar. Empecé a ponerme nervioso; el típico miedo del chico del centro, etc.

—Apurate, Rex. Vamos derecho al edificio.

—Hacé como si nada y si te miran, vos saludá.

Llamamos al portero automático. Una voz medio robótica preguntó quiénes éramos.

—Aquí Rex. ¿Subimos?

—Adelante —y se activó el portero. Abrimos la pesada puerta de vidrio y metal y entramos a lo que parecía una versión un poco más prolija del hall del edificio de Alex en La naranja mecánica. El ascensor, en este caso, funcionaba. Piso ocho.

—Si no me creés lo del duende, cuando volvamos a casa te lo muestro.

—¿Pero cómo? —pregunté— ¿Se ve? ¿Es visible?

—Claro, qué te pensabas... ¿qué se ve sólo "con los ojos de la imaginación"? —dibujó las comillas en el aire—. ¿Me tomás por un tarado lector de Coelho a mí, vos?

Me reí. Bajamos del ascensor y caminamos por un pasillo gris y bastante oscuro. Nos paramos ante la puerta y Rex golpeó.

Nos abrió un tipo de más o menos uno setenta, vestido de camisa blanca rayada y un vaquero negro medio desteñido. Estaba bien peinado y usaba lentes. No me pareció tan nerd. Su mirada era de inteligencia y astucia. Al entrar reparé en una nutrida biblioteca. Asumí que serían libros técnicos. Nos hizo tomar asiento y se sentó en un sofá muy amplio.

—Éste es tu amigo el escritor —le dijo a Rex y luego me miró. No sentí nada especial en su mirada, poderes psíquicos o no—. Leí algunas cosas tuyas. Muy buenas. Buenos cuentos.

Le agradecí.

—Otro día que venga no tengo problema en traerte alguno de mis libros —le dije—, dedicado y todo.

Me sentí un estúpido. Él se rió y me dio las gracias.

—Traélo, sí. Yo no tengo ninguno, los leí en la casa de una amiga. Ahora, a lo nuestro —se levantó y sacó un paquetito de una especie de alhajero sobre uno de los estantes—. Tomá. Olvidate de lo de Buenos Aires, esto lo sinteticé anoche. Son tres variedades, una de ellas un desarrollo de la Perla, el comprimido que te vendí hace dos meses, si no me equivoco, y las otras dos son uppers de última generación, con todos los efectos que cabe esperar.

Rex asintió, ávido.

—Todos —repitió el tipo.

—Buenísimo —dijo Rex, tendiéndole los billetes.

—Ochenta, perfecto. Muchas gracias.

—A vos —le dijo y me hizo un gesto. Era nuestro pie para retirarnos.

En el viaje casi no hablamos de drogas. Rex empezó a contarme de la rave en Punta Gorda que había mencionado, enganchando anécdotas sobre dos chicas que conoció. Yo estaba ansioso por tocar el tema del duende, pero no quería presionar. Nos bajamos en 18 y Acevedo Díaz y caminamos hacia su casa.

Cuando entramos Rex se fue derecho a la cocina, abrió la heladera y sacó una cerveza. La destapó y me la pasó. Tomé un buen trago del pico, como era nuestra costumbre, y se la di.

—Bueno, ahora vas a ver al duende. Vení —dijo, bebiendo rápido y volviendo a guardar la cerveza.

Lo seguí hacia el living. Me pidió que me agachara y mirara en dirección a la cocina.


Ilustración: Valeria Uccelli

—¿Ves el punto exacto donde termina la mesada y hay una rendija y sigue el horno?—yo ya había asumido la posición— Bueno, prolongá esa línea hacia adelante, como viniendo para acá, por el piso. Ojo con el trazado de las baldosas que te puede engañar. ¿Ves cuando toca la pata de la mesa? Concentrate en ese punto. Miralo fijo por un rato y vas a ver.

—¿Qué voy a ver?

—¿Cómo que qué vas a ver? ¡Al duende! Yo lo voy a llamar. Mirá bien —me mostró las drogas—; tres pastillas, ¿no?

Asentí, encogiéndome de hombros, mientras Rex dejaba el paquetito con las pastillas en el piso, a mitad de distancia entre donde yo estaba arrodillado y el punto de la cocina sobre el que debía concentrarme. Me sentí muuuy estúpido. Cerré los ojos, los abrí. Y entonces vi al duende. Y digo duende porque es el nombre que le daba Rex; lo que yo vi fue una sombra, una mancha de oscuridad casi imperceptible que se movía por el piso, deformando ligeramente las cosas como si fuera una lente apenas cóncava en movimiento sobre una página. Se encaminó al paquetito y luego retrocedió, luego se acercó a una de las paredes y pareció subir hasta más o menos un metro del piso. Y en ese punto dejó de ser una sombra. Había otra cosa, una luminosidad, una textura en el aire, una vibración. Sin poder contenerme, abrí la boca como para decirle o gritarle a Rex que lo había visto. Entonces el duende salió disparado en dirección a la cocina.

—Ja, pelotudo, lo asustaste. Ahora se escondió —me tendió una mano—. Levantate, vamos a mi cuarto a mirar algún video y en un rato volvemos. Si no, se va a enojar y el que tiene que vivir con él soy yo.

No entendía absolutamente nada.

—¿Vas a dejar ahí las drogas?

—Por supuesto. Tiene que tomar una, ¿no?

—¿Cómo que tomar una?

—Claro. Hay tres píldoras. Ahora que lo llamamos es una para mí, una para vos y una para él. ¿O te pensaste que para llevarse bien con un duende no hay que hacerle ciertos tributos? Me va a costar veintisiete dólares pero qué se le va a hacer. Tiene sus ventajas, además.

Entramos a la habitación. Rex encendió la tele, el DVD y el equipo 5.1.

—Bowie —sentenció—. Podemos ver algún tema del Reality tour. Ando con ganas de "The hotel". La versión de este concierto es espeluznante...

Me encogí de hombros, intentando conectar con la realidad. Rex puso el DVD y los familiares acordes de la canción me despertaron.


and there is no hell

and there is no shame

and there is no hell...

...like an old hell


Y pasó ese tema, pasó "Sister midnight", pasó "Ashes to ashes".

—No es la mejor versión. Prefiero la de la BBC en el 2000. Ésa es increíble —dijo, y sacó su celular para mirar la hora.

—Ya debe haberse ido —me hizo señas de pasar al living.

Allí estaba el paquetito con las pastillas. Lo tomó y me lo mostró: una píldora negra y otra blanca.

—¿Ves? Eligió uno de los uppers. Es tremendo este duende. Pero mejor, yo tenía miedo de que se llevara la variación de la Perla. Ésa es para mí... ¿No se te ocurre pensar en cómo nos verá el duende? Para él somos nosotros las criaturas de otra dimensión, para él nosotros somos los duendes.

No dije nada. Terminamos la cerveza y luego otra, y otra, y otra más.

—A veces me gusta imaginar —dijo Rex preparando un poco de vodka tonic con una polvorienta botella de Absolut a la que le quedaba un resto en el fondo— que mi vida comenzó con la llegada del duende. Sé que suena raro, pero me voy a explicar. El duende estaba en esta casa cuando nos mudamos; capaz que lleva en nuestro plano de realidad, o en la intersección del suyo y el nuestro, más tiempo que esta casa, que esta ciudad, que la fucking cultura humana, ¿me entendés? Y a veces me gusta imaginar, como te decía, que yo empecé a existir cuando el duende me percibió por primera vez... es decir, que soy una alucinación del duende —hizo una boba pausa dramática y añadió—: y por lo tanto, vos también lo sos.

Me reí. A veces uno no sabe qué contestarle a Rex cuando está sobrio, borracho, pasado de alguna droga, o lo que fuese. Al ratito apareció Jon y empezamos a hablar de estupideces, de música, de mujeres, y llamamos a tres chicas aparentemente fáciles (en clave de FA, las llamábamos) que al final no vinieron. Jon se quedó a dormir; yo caminé —eran las tres de la mañana—, aburrido y solitario, las siete cuadras que separaban la casa de Rex de mi apartamento, con la píldora negra en un bolsillo, envuelta en una servilleta. Para el fin de semana, había dicho Rex, y a mí me pareció bien

Estaba por acostarme cuando me puse a pensar en el duende, en duendes imaginarios, en duendes reales, en drogas, en un duende al que le gustaban las drogas, en los viajes y visiones de Rex, en los míos, en los del duende. Rex tenía razón: para él las criaturas extrañas debíamos ser nosotros. Seres misteriosos y fantasmales que le regalaban píldoras mágicas. Las alucinaciones del duende debían convivir con nosotros. Rex había dicho que éramos un producto de su mente sobrecargada de alucinógenos ¿y qué hacer con una idea así? ¿Escribir un cuento? ¿Discutirselá? Uno, repito, nunca sabía cuando Rex hablaba en serio.

Aun así, la idea me gustaba. Me hacía sentir un replicante, con todas sus fotos falsas, su ternura y su hábito de sostener palomas en la mano para luego expulsarlas al cielo protector. Eran las tres y media de la mañana y no tenía sueño. ¿Qué hacer? ¿Leer a Philip Dick, ver Blade Runner, escribir el cuento sobre el duende de Rex? Me metí en el baño y me miré los ojos, la cara, el pelo. Good old me. Ése era yo, lo venía siendo hacía ¿cuánto? veintisiete años. En fin. Uno se cansa. Al menos los replicantes tenían eso. Y fuerza sobrehumana, etc. Miré por la ventanita que se abría justo arriba del tanque del WC. La ciudad en silencio, los árboles meciéndose casi imperceptiblemente en la brisa. Bostecé.

Estaba dirigiéndome a mi cama cuando algo llamó mi atención. Me detuve como paralizado por algún tipo de arma cienciaficcionera. Faltó el escalofrío, pero no faltó la sorpresa. Miré de reojo hacia la pared que había atrás de mi espalda, cargada de libros y CDs. En el ángulo inferior izquierdo, debajo del último estante y casi extendiéndose hacia el zócalo, se movía una sombra, una vaga luminosidad, una lente que deformaba el entorno.

Sonreí. Era el duende. ¿Me había seguido desde la casa de Rex?

Pensé en llamarlo, "Hola Rex, tengo tu duende, sí, responde al nombre de Duende, sí, pasá a buscarlo cuando puedas". También podía intentar arruinarle sus teorías sobre el amiguito interdimensional y la casa y la ciudad y la cultura humana o lo que sea que hubiera dicho... aunque seguro lo olvidó a los cinco minutos, como tantas de sus teorías, y de habérsela comentado, él hubiese terminado pensando que en realidad era mía. Pero no lo hice. Fui hasta mi escritorio (siempre intento ser un buen anfitrión), revisé un cajón y saqué el puñadito de merca que había sobrado de una fiesta, días atrás. Le di forma de dos rayas un poco débiles sobre ("si lo vamo' a hacer, vamo' a hacerlo bien") mi CD del álbum negro de Metallica y se la dejé de regalo de bienvenida al duende.

"Quién sabe cómo podrá afectar mi vida", pensé, acostándome como un niño que dejó pastito y agua para los tres camellos. "Nuevas fotos para el replicante", no tardé en responder.



Ramiro Sanchiz nació en 1978 en Montevideo. Sus primeras publicaciones fueron en la revista DIASPAR, seguidas por GALILEO, AD ASTRA y AXXÓN. En 2008 figuró en la antología "El descontento y la promesa" (Montevideo, editorial Trilce), que recopila 24 cuentos de autores nacidos entre 1973 y 1984; en "Esto no es una antología" (Montevideo, Ministerio de Relaciones Exteriores), también una muestra de narradores nuevos/jóvenes, y publicó la novela 01.lineal en Salamanca, por Anidia editores. Sus principales influencias son Alasdair Gray, Philip Dick, William Burroughs y Mario Levrero, y es lector asiduo de J. G. Ballard, Jorge Luis Borges, Angela Carter, Roberto Bolaño, entre otros. Entre 2002 y 2006 se desempeñó en varias bandas de rock alternativo en calidad de guitarrista y compositor, y en el presente trabaja de profesor particular de filosofía y literatura y periodista cultural. Desde hace un año mantiene el blog personal Aparatos de vuelo rasante.

Hemos publicado en Axxón sus ficciones: CAMINO DE RETORNO (93), SOBRE DESAYUNOS Y ENTROPÍA (194) y EL VIENTO Y LA CENIZA (195)

Hemos publicado en Axxón sus artículos: MARIO LEVRERO: EL OTRO Y YO (188), RÉQUIEM POR THOMAS M. DISCH (189)


Este cuento se vincula temáticamente con CREADOR DE MUNDOS, de Adhemar Terkiel (190), YASÍ YATERÉ, de Alejandro Ferreyra (159) y 1999, de Guillermo Lavín (54)

Axxón 196 - abril de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Drogas : Duendes : Uruguay : Uruguayo).