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LAS DISTOPIAS DE THOMAS DISCH
por Orlando Mejía Rivera
"El infierno que Dante describe es intemporal. Es el infierno que cada uno
de nosotros esconde en la parte más secreta de su alma".

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La República de Platón es el paradójico origen simultáneo de la utopía y de la distopía. Su sociedad ideal es la respuesta a las preguntas que él se hizo a sí mismo en su libro de Las Leyes: "¿Cuál es el mejor modo de organización para una comunidad, y cuál es el mejor método para que una persona disponga de su vida?" El arquetipo de esta estructura platónica ha estado presente siempre en el pensamiento occidental: el sistema de castas, el rey filósofo, la eugenesia, la expulsión de los poetas y de los disidentes, el arte oficial, la sociedad cerrada como símbolo de un orden perfecto que justifica el poder ilimitado de lo político.

Desde La Utopía (1516) de Tomás Moro hasta Neuromancer (1984) de William Gibson, la literatura utópica/distópica ha tenido al libro de Platón como su matriz intertextual y el énfasis positivo o negativo ha dependido de la manera como se ha leído el libro en las distintas épocas de la historia. De hecho, libros clásicos como El mundo de los tontos (1552) de Doni, Cristianopolis (1619) de Valentín Andrae, La ciudad del sol (1623) de Campanella y la famosa Nueva Atlántida (1627) de Francis Bacon, son variantes utópicas de La República. Sólo un autor anterior al siglo XVII fue precursor de una lectura distópica y satírica de la sociedad platónica. Me refiero a Rabelais y su famosa Abadía de Thelema que aparece en el libro primero de su Gargantua y Pantagruel (1532). Allí su personaje, el hermano Juan, arremete contra el orden arquetípico del filósofo y defiende una sociedad donde la única ley que se debe cumplir es la siguiente: "Haz lo que quieras".

Nace así la tensión entre el totalitarismo colectivo y el libre albedrío individual. Por eso, los héroes de las futuras distopías son personajes que luchan por la preservación de la intimidad y el pensamiento propio, ante sistemas que buscan la uniformización de los ciudadanos.

El otro gran antecedente de la línea distópica es Jonathan Swift y el tercer viaje de su héroe Lemuel Gulliver a la isla de Laputa (1726). La importancia contemporánea de este texto es que corresponde a la primera crítica directa a una utopía científica, mediante la satirización de La casa de Salomón del libro de Bacon. En la Nueva Atlántida el pensador inglés defiende la sabiduría, la responsabilidad y la prudencia de los científicos y, por ello, le parece obvio que su sociedad se someta a sus directrices. Sin embargo, Swift al crear La gran academia de Lagado muestra la otra cara de los científicos: son vanidosos, tontos, sin sentido común y pueden llevar a la sociedad a la perdición total.

No obstante, la visión científica optimista y esperanzadora, en parte del siglo XVIII y en el siglo XIX, condujo al predominio de la utopía de base científica en la mayoría de obras literarias. La obra descomunal de Julio Verne es un ejemplo del utopismo científico del siglo XIX y sus nexos con la sociedad capitalista. Pero también otros libros como Mirando hacia atrás (1888) de Edward Bellamy y Noticias de ninguna parte (1890) de William Morris son utopías científicas asociadas a la ideología socialista. Bellamy sitúa su héroe en el año dos mil, donde se ha logrado la prosperidad material y psicológica de todos los ciudadanos, gracias a la combinación de un socialismo político y un gran desarrollo tecnológico que libera del trabajo pesado a los hombres. En la utopía de Morris las máquinas están al servicio de las necesidades humanas porque el socialismo tiene claridad de la prioridad de las personas sobre la esfera económica. Esta tendencia optimista se cierra con el Wells tardío de Una utopía moderna (1905).


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El siglo XX abandona el utopismo científico y la utopía política. Leemos y reescribimos el texto de Platón en una sola clave: la distópica. Si la utopía fue, de acuerdo con el neologismo de Moro, "un buen lugar que no existe", la distopía en el siglo XX ya no es sólo la definición decimonónica de Stuart Mill: "un mal lugar que no existe"; si no algo más radical y paradójico: Un no lugar que siempre existirá. Me explico: El antropólogo Marc Augé en su libro Los no lugares, espacios del anonimato (1992) los definió así: "si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar".

Es decir, en este contexto las distopías del siglo XX son espacios congelados y repetidos, vacíos de símbolos y de tradiciones históricas, donde los individuos sin memoria habitan arquitecturas sin memoria. La imagen arquetípica de este "No lugar" universal es el centro comercial de cadena, idéntico en todas las regiones de la tierra, que desplaza los colores locales de los individuos, que transforma en consumidores a los ciudadanos, que uniformiza la mente y el cuerpo de acuerdo con el estrato socioeconómico.
En esta postal universal, en que se ha convertido el mundo, todo está lleno de luminosidad y de vidrios transparentes. Es el nuevo panóptico del higiénico mercado infinito, donde la gente sólo aspira a consumir los productos de sus estantes, desde el nacimiento hasta la muerte, y huye de las sombras, de las ruinas, de la suciedad. Desde la ciudad burbuja de edificios de cristal en Nosotros (1922) de Zamyatin, hasta las calles de Chiba City, en el Neuromancer de Gibson, donde las luces de neón brillan las veinticuatro horas.

Las arquitecturas, de buena parte de las distopías literarias del siglo XX, representan los no lugares de una sociedad humana que ha llegado a la última escena de la película de la especie: en un "zoom" perpetuo se repiten las imágenes televisivas del Gran Hermano del 1984 (1948) de Orwell y su lema "la guerra es la paz"; del blanco Centro de incubación y condicionamiento del Londres del Mundo Feliz (1932) de Huxley y su personaje Forster diciendo: "Este es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento tiende a esto: a lograr que la gente ame su inevitable destino social"; de las vitrinas abarrotadas de cosas inútiles de Mercaderes del espacio (1953) de Pohl y Kornbluth, donde los individuos sólo se pueden realizar como personas a través del consumo.


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Sin embargo, esta definición espacial de distopía no agota otros matices de su interpretación literaria en el siglo XX. La utopía científica está unida al concepto de progreso, es decir, a la esperanza en un futuro mejor. Pero la llamada crisis de la modernidad tiene una relación estrecha con el cuestionamiento de la idea de progreso y, a su vez, el escepticismo ante el progreso se interconecta con la problemática de la racionalidad, la historia y las consecuencias sociales y políticas del proyecto moderno de la ilustración.

Mientras los siglos XVIII Y XIX fueron las épocas donde la idea de progreso de la humanidad alcanzó su máxima expresión de credibilidad, esta idea fue criticada de manera reiterada a lo largo del siglo XX, tanto por las élites intelectuales y científicas, como también por la población en general. Entonces, ¿Cuál han sido las razones o situaciones para que la civilización occidental esté dudando del principio filosófico del progreso? Las respuestas son numerosas e intentaré una enumeración de las mismas.

1- La idea del progreso de la humanidad como necesidad tiene su origen en los fundamentos de la religión judeo-cristiana, a partir, sobre todo, de San Agustín, el cual asoció la concepción del tiempo como proceso lineal e irreversible, con la idea de una progresiva evolución material y espiritual de la humanidad. El futuro siempre sería mejor porque Dios había creado en el hombre la potencialidad de la perfección y ésta incluía el mejoramiento del entendimiento y el dominio de las fuerzas de la naturaleza, además del desarrollo espiritual. Nisbet en su Historia de la idea del progreso (1996) ha mostrado que esta concepción de San Agustín fue fundamental para la posterior idea de progreso comprendida como desarrollo de la racionalidad, que llevaría luego a la construcción de la idea de progreso científico.

Lo importante de este hecho es que la idea de progreso tiene su origen y una profunda relación en su desarrollo con la religión judeo-cristiana y, explica hoy, en parte, como la crisis religiosa del cristianismo tiene nexos con la crisis de la idea de progreso como necesidad, así ésta concepción haya sido secularizada, más en su superficie que en el fondo, por los intelectuales de los siglos XVII, XVIII Y XIX.

2- La asociación entre racionalidad, desarrollo científico-tecnológico y mejoría moral y social de la humanidad se estableció con pensadores como Saint Pierre, Diderot y Comte, entre otros. Ellos recibieron la influencia de las utopías del Renacimiento (en especial La Utopía de Moro y La Nueva Atlántida de Bacon) unida a la concepción de las etapas del progreso de la humanidad del pensador medieval Joaquín de Fiore, y todas estas creencias se transformaron en un nuevo ideal de progreso, donde la ciencia y la tecnología eran la posibilidad indiscutible y necesaria para alcanzar la sociedad utópica de la humanidad en la propia tierra. Los grandes sistemas metafísicos del siglo XIX, como la filosofía de Hegel, afirmaron la idea de un progreso necesario y de una evolución de la razón humana, y teorías políticas como el marxismo tienen otra lectura, cuando se comprende cómo Marx creía que la historia necesariamente progresaría hasta la victoria de la sociedad comunista, luego de pasar obligatoriamente por las etapas previas de la sociedad feudal y del capitalismo.

Lo fundamental de este punto es enfatizar que la idea de progreso comprendida como desarrollo científico y técnico mediante la expansión de la racionalidad, escondía, en el fondo, una creencia de "necesidad" del progreso que se expresó en la ciencia y la filosofía como una teleología del progreso científico, unida a la idea de una mayor verdad del conocimiento de la realidad, hasta llegar a la meta del descubrimiento de la verdad "definitiva" del mundo. Por supuesto, parte de la crisis contemporánea de esta noción "teleológica" del progreso científico, radica en el cuestionamiento a la racionalidad como la vía posible para fundar una sociedad humana justa, libre y moral. El desencanto en el progreso asimilado al desarrollo racional, surge del incumplimiento del ideal de la ilustración, en el cual progreso científico y racional era sinónimo de progreso moral y justicia social.

De allí que la crítica al progreso por parte de filósofos como Weber, Adorno, Lyotard, entre otros, se basa en cuestionar el "incumplimiento" de la racionalidad con respecto a la aparición de una sociedad utópica auténticamente humana: la acusación de Weber del predominio de una "razón instrumental" que convertiría, en el futuro, a la cultura occidental en una "jaula de hierro"; Adorno y Horkheimer quienes en su Dialéctica del iluminismo (1947) denuncian que la razón científica es totalitaria y ha conducido a la humanidad a una nueva barbarie regida por la alienación tecnológica; Lyotard y su comentario en La condición posmoderna (1979) de que se ha perdido la credibilidad en los grandes metarrelatos incluido el metarrelato del progreso de la ciencia; e, incluso, la perdida total de confianza en la racionalidad ha llevado a Vattimo en su Ética de la interpretación (1992) a postular que hoy nos encontramos ante: "el descubrimiento de que justo en la medida en que va cumpliendo cada vez de modo más perfecto su programa, y por lo tanto no por error, accidente o distracción casual, la racionalización del mundo se vuelve contra la razón y contra sus fines de perfeccionamiento y emancipación".

Es decir, se ha pasado a pensar, en unas pocas décadas, que la racionalidad no sólo ha incumplido sus promesas de emancipación humana, sino que ella lo único que puede producir, en su íntima naturaleza, son "monstruos" de la razón. Claro está, que otros pensadores, como Habermas, siguen defendiendo el proyecto ilustrado de la racionalidad humana unido a la construcción de una sociedad democrática regida por los valores de la ciencia moderna.

3- Socavada en sus raíces la idea de progreso como necesidad y desarrollo de la racionalidad expresado en un adelanto acumulativo de la ciencia y la tecnología, se han generado distintas posiciones ante el problema, pero predomina la tendencia de los que renuncian, de manera definitiva, a cualquier concepción de progreso y retoman el aforismo de Nietzsche: "el progreso no es más que una idea moderna, es decir una idea falsa". La mayoría de los denominados filósofos de la posmodernidad (Lyotard, Vattimo, Baudrillard, etcétera.) han tomado esta postura.


Los escritores de ciencia ficción han recibido el doble legado de los pensadores posmodernos de no creer ni en el progreso científico, ni en la racionalidad instrumental ejercida por los científicos. El resultado ha sido la creación de distopías donde la tecnología está al servicio de la alienación y la destrucción humana por medio de la guerra. Como ejemplo de esta relación está, entre otras, Limbo (1952) de Bernard Wolfe, quien fue guardaespaldas de León Trotsky. Esta es una de las novelas distópicas más brillantes y descarnadas en donde queda explícito el vínculo entre la guerra y la tecnología. En un futuro orwelliano la guerra es un estado permanente donde todos los adolescentes están obligados a participar. El desespero y la opresión llega a tal punto que algunos se amputan sus extremidades de manera voluntaria, para evitar ser reclutados por el ejército. Pero la cibernética se orienta a reconstruirlos para que recuperen su capacidad de guerreros letales.

De otro lado, las distopías del subgénero del ciberpunk desarrollan una relación ambigua entre cibertecnología y naturaleza humana. William Gibson, Bruce Sterling, G.A. Effinger, Neal Stephenson (precursor del tema de la nanotecnología en la ciencia ficción contemporánea con su novela La era del diamante, manual ilustrado para jovencitas (1995)) han construido atmósferas del futuro cercano que se pueden sintetizar así: dominio neofeudal de las megacorporaciones, contaminación ambiental del mundo real, disolución del cuerpo humano a expensas de su virtualización simbólica y mental, invasión y penetración de la realidad digital en la realidad material.

Case, el antihéroe de Neuromancer de Gibson, es un "vaquero" de "inteligencias artificiales" que trabaja para la mafia japonesa obligado a "hakear" dentro de la red. Es en esta novela donde por primera se menciona el ciberespacio como: "Una alucinación consensual experimentada diariamente por billones de legítimos operadores, en todas las naciones, por niños a quienes se enseña altos conceptos matemáticos... una representación gráfica de la información abstraída de los bancos de todos los ordenadores del sistema humano". En esta atmósfera ya no hay un por qué ni un para qué, ni proyectos, ni destino, sólo confusión y alienación. Para Case no existe el triunfo, ni la derrota, sólo sobrevivir y maldecir su "vieja carne" en la que se siente "prisionero". Ni futuro, ni pasado, más bien un eterno presente virtual, un infierno digital de luces y sonidos que embotan su cerebro.


La desconfianza en el uso del poder tecnológico lleva también a las distopías ecológicas, ocasionadas de manera directa o indirecta por la soberbia y la prepotencia de las grandes potencias tecnocráticas. En Todos sobre Zanzibar (1968) de John Brunner la contaminación y la superpoblación es tan asfixiante que las personas pagan por estar solas unos pocos minutos. En Hagan sitio, Hagan sitio (1966) de Harry Harrison la superpoblación mundial y el desequilibrio alimenticio conduce a grandes hambrunas y a que la humanidad termine utilizando la tecnología para reciclar en forma de alimento los propios cadáveres humanos. La versión cinematográfica de este libro fue la película Soylent Green (1973) del director Richard Fleischer, con un Charlton Heston inolvidable para mí, por encima de su papel en el Planeta de los simios.

Pero la distopía ecológica paradigmática del siglo XX es la trilogía de J. Ballard Mundo sumergido (1962), La sequía (1964) y Mundo de cristal (1966). Con su cruda narrativa habitual él aborda las catástrofes derivadas del abuso tecnológico manejado con estupidez y ceguera ambiental: la contaminación por el agujero de la capa de ozono, la polución del agua dulce, la aniquilación de las especies vegetales y animales, la llegada a un punto de desequilibrio donde la especie humana ha generado su propia destrucción. La contemporaneidad de esas novelas en este siglo XXI es asombrosa e inquietante.


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Thomas Michael Disch nació en Des Moines, Iowa, en el año de 1940. Desde niño, luego de leer Bóvedas de acero de Asimov, quiso ser escritor de ciencia ficción, pero su periplo biográfico es inusual. Estudió ballet clásico y canto operático. A los 17 años ingresó a la marina norteamericana y desertó al poco tiempo. Luego se entregó y debió pasar casi dos años en una especie de hospital mental del ejército. Trabajó en la Metropolitan Opera de Nueva York como figurante y en el coro de diversas óperas y tuvo papeles de esclavo negro en Espartaco y en Don Giovanni de Mozart. Su vida ha transcurrido la mayor parte del tiempo en Nueva York, pero ha vivido por periodos prolongados en Londres, México, Turquía y España.

Es crítico de teatro y de ópera, poeta y reputado antologista de la poesía estadounidense contemporánea, ensayista que ha trabajado para el New Yorker, el Times y el New Statesman, escritor de novelas históricas, de terror, de cuentos para niños. Además, creó una novela interactiva en formato de video juego llamada Amnesia y escribió el libreto de la ópera Frankenstein del músico Grez Sandow. Como escritor de literatura de Ciencia Ficción Disch pertenece a lo que se conoce como el movimiento de "La nueva ola".

Esta tendencia nació a mediados de los años sesenta con la creación de la revista londinense New Worlds, dirigida por Michael Moorcock. Allí conoció Disch la obra de John Brunner, de Brian Aldiss y, en especial, de J. Ballard, una de sus más fuertes influencias. Después hizo parte de la Nueva Ola norteamericana en compañía de otros escritores como Samuel Delany, Joanna Russ, Roger Zelazny, Philip Farmer, Harlan Ellison (famoso por su antología Visiones Peligrosas), y Norman Spinrad.

Este grupo de escritores le dieron a la ciencia ficción anglosajona otra dimensión intelectual y nuevas búsquedas creativas y temáticas. Por un lado, abandonaron las historias fáciles para adolescentes representadas en el subgénero de las óperas espaciales y en las invasiones alienígenas inspiradas en las revistas Pulp y en sus "monstruos de ojos brotados" que habían nacido de La Guerra de los mundos de Wells. Ellos abandonaron las historias del "espacio exterior" y convirtieron en un programa creativo la propuesta de J. Ballard de incursionar en el "espacio interior" de la mente humana con las herramientas de la ciencia ficción.

De allí, obras tan extrañas sobre la sexualidad y lo erótico como El Hombre-Hembra de Russ y Los Amantes de Farmer; o también novelas de gran complejidad intelectual como La intersección de Einstein de Delany que explora la vigencia moderna de los arquetipos míticos, o Señor de la luz de Zelazny que utiliza la extrapolación ucrónica para profundizar en la religión y en la filosofía brahmánica de los hindúes.

De otro lado, la Nueva Ola se constituyó en una corriente crítica de la política bélica de los Estados Unidos en Vietnam y pienso que la novela La exhibición de atrocidades (1972) de Ballard es la mejor obra que se ha escrito sobre el tema, incluyendo a la literatura general. De hecho, Spinrad y el mismo Disch fueron más contundentes en su antibelicismo que los mismos Beatniks (Ginsberg, Burroughs) y los intelectuales del movimiento Hippie (Kesey, Learly).

Además, ellos incorporaron las técnicas literarias de Dos Passos y de Joyce a la Ciencia Ficción y descubrieron autores como Borges, que fue leído y difundido por los narradores de la Nueva Ola como escritor de Ciencia Ficción y eso explica que las primeras traducciones y reseñas de Borges en inglés se hicieran en el ámbito de la literatura del género. La aparición de un autor tan singular como Thomas Pynchon, y su extraordinaria novela El arco iris de la gravedad (1973), sólo se comprende si se conoce la gran influencia de los escritores de la Nueva Ola en la narrativa norteamericana contemporánea.

Lo que pasa es que en nuestro medio intelectual seguimos pensando que la literatura de Ciencia Ficción fue y es una subliteratura para el exclusivo entretenimiento de las masas. Teniendo en cuenta el contexto de la formación intelectual de Thomas Disch voy a analizar lo que quiero denominar como su trilogía novelística distópica: Campo de concentración (1968), 334 (1972) y En alas de la canción (1979).


Campo de concentración es el diario del poeta Louis Sacchetti que ha sido llevado a Campo Arquímedes, un centro de reclusión secreto que tiene el ejército para prisioneros intelectuales que han desertado de la guerra o que han defendido su derecho al pacifismo. Allí conoce a otros: artistas, dramaturgos, pintores, filósofos, etc, que tienen en común su alto coeficiente intelectual y una mirada crítica de la política exterior bélica de su país. Pero al poco tiempo Sacchetti descubre que el Centro es un laboratorio de investigación médica y ellos son los conejillos involuntarios de un experimento macabro: se les aplica una bacteria que se conoce como Palidina, y es de la familia del Treponema Palidum, el germen que causa la sífilis. Esta bacteria va destruyendo el sistema nervioso de los reclusos y al mismo tiempo incrementa su coeficiente intelectual. Al cabo de nueve meses o un año habrán logrado una genialidad asombrosa y de manera simultánea morirán por la enfermedad.

El diario de Sacchetti es irónico y luminoso. De manera explícita la voz narrativa nos cuenta que su obra tiene como referente a La casa de los muertos de Dostoyevski y es un homenaje al Doctor Faustus de Thomas Mann. Pero la novela, en mi concepto, tiene un núcleo argumental que se refleja en la mayoría de los personajes descritos: el papel del intelectual humanista en un mundo tecnocrático que ha puesto a la ciencia y a los principios de la democracia al servicio de la guerra. Es la soledad de aquellos que todavía pueden pensar por sí mismos y son capaces de confrontar de manera crítica a una sociedad que ha transformado a todo el universo en "un jodido campo de concentración".

La parábola dantesca de Disch es diáfana: los intelectuales sólo son aceptados si se someten a las estructuras del poder y para ellos estará reservado el reconocimiento social y económico y una forma de conocimiento que con ironía es denunciada por el personaje Mordecai como: "una filosofía que ha sido reducida a una epistemología famélica y de allí a una agnología aún más esquelética. La agnología es la filosofía de la ignorancia, una filosofía para filósofos". Recuerda esta "filosofía de la ignorancia" a la denuncia que ha hecho Edward Said de la crítica literaria contemporánea, como una crítica que ha huido de la realidad social y se ha refugiado en los limbos escapistas de la jerga filológica, del estructuralismo textual, del despojamiento de la fuerza crítica de las obras mediante procedimientos sofisticados como, por ejemplo, la autopsia gramatológica derridiana o la disección psicoanalítica lacaniana. Estas escuelas son auténticos y efectivos bozales que se les pone a las obras literarias para que no muerdan los dominios de los señores de la realidad oficial. Se pide una nueva oscuridad a los humanistas disfrazada de complejidad intelectual, pero que no incluya el juicio social en sus disquisiciones.

De ahí que los carceleros de Campo Arquímedes vean con satisfacción que el genio de Mordecai está dedicado a experimentar con la alquimia y la búsqueda del elixir de la inmortalidad. Los nuevos lenguajes de los intelectuales mimados por el poder se alejan de los hechos escuetos y de las palabras comunes. Se reciben con efusividad las corrientes reservadas a los "iniciados": la pedantería académica al servicio de la sumisión, los neologismos forzados que hacen inofensivo cualquier ejercicio de pensamiento. La simulación de una seudo erudición que nada tiene que ver con la vida de los seres humanos y su existencia cotidiana. Sin embargo, al final sabemos que Mordecai ha utilizado la "máscara" de la alquimia para engañar a sus carceleros y lograr la liberación de los intelectuales prisioneros.

La novela de Disch, con los intelectuales confinados a un campo de concentración, es una variante de la "expulsión de los poetas" de la polis de Platón, porque la imaginación que nace de la individualidad siempre será invulnerable a la propaganda de los totalitarismos disfrazada de destino histórico. Sacchetti y sus compañeros representan esa fisura que aparece en cualquier sistema que pretende ser absoluto, y encarnan ese mismo "tábano" socrático que ni siquiera con la muerte es dominado y acallado, pues el poder de sus palabras y acciones perdura a través de los tiempos. De allí esa frase de Sacchetti, a pesar de los vejámenes psicológicos y de los síntomas de su enfermedad, que escribe con el pulso débil pero firme: "Aunque la oposición es una tarea desesperada, la conformidad sería peor".


334 es lo que se denomina en la ciencia ficción como un Fix up, una cadena de seis relatos que pueden ser autónomos, pero que juntos forman una novela que tienen en común las historias de personajes anónimos en la ciudad de Nueva York, en un periodo que va del año 2021 al año 2026. Todos ellos viven en los edificios de: "334 este calle undécima, veinte unidades del programa MODICUM, con tres mil personas y 812 apartamentos". Esta distopía de Disch tiene una característica que, a mi modo de ver, la hace única dentro del corpus distópico de la Ciencia Ficción del siglo XX. Es una distopía burocrática. Acá los individuos ni son encarcelados y torturados como en 1984 de Orwell, ni son manipulados en sus genes en las etapas embrionarias como en el Mundo Feliz de Huxley, ni son manejados por reglas de juego desconocidas como en el universo kafkiano. Al contrario, el Nueva York del futuro cercano de Disch es una ciudad que está en manos de burócratas responsables que tienen reglas para todo y buscan que cada ciudadano reciba lo que le corresponde, de acuerdo a sus talentos y esfuerzos personales.

Entonces, Disch logra construir una distopía que nace de las entrañas de la utopía de la democracia y el utilitarismo norteamericano. Ninguno de sus personajes aguanta hambre o son violentados por otros, pero sus vidas son tan grises y vacías, que la mayoría de ellos duermen, ven televisión, copulan sin entusiasmo y viven de la asistencia social porque sus pruebas de clasificación genética e intelectual no les autoriza a la procreación. Este es el caso del personaje Birdie Ludd, del relato La muerte de Sócrates, un adolescente que ha tenido un mal puntaje en la prueba social porque su padre es un alcohólico y eso le quita muchos puntos. Birdie recibe clases de historia y literatura en el colegio, mediante una cinta de video, y mientras escucha de la existencia de Dante él piensa: "¿A quién le importa dónde nació Dante? Quizá ni tan siquiera había muerto. ¿En qué cambia eso la vida de Birdie Ludd? En nada. No estaba en la jodida Edad Media, estaba en el jodido siglo XXI y él era Birdie Ludd y estaba enamorado y se sentía muy solo y no tenía empleo". El joven trata de mejorar su puntaje y lee La República de Platón y en especial el capítulo de la caverna. Entonces, descubre que la vida si tiene sentido, pero al final se da cuenta que ese sentido ya no es para él, que Nueva York y su vida son una caverna donde nunca entrará la luz y olvidándose de todo decide alistarse en el ejército.

Los habitantes de 334 son adictos a la televisión, a las papitas fritas, a la Coca Cola, al béisbol, al sexo. Sin embargo, ya no tienen ilusiones auténticas, ni proyectos creativos, aunque a veces se aferran a ilusiones que con papeleos burocráticos pueden llegar a obtener. Boz, hijo de la señora Hanson, en el relato Emancipación, descubre que quiere tener un hijo con su esposa Milly, pero que desea ser la madre y por ello logra el papeleo para que le cambien el sexo y así le encuentra un sentido a su vida. Alexa, en la historia La vida cotidiana en los últimos tiempos del imperio romano, es una ejecutiva de clase alta que administra el conglomerado 334 y tiene el dinero para comprar "morbihamina sintetizada por los laboratorios Pfizer", que es un alucinógeno que permite dar la ilusión al consumidor de que viaja al pasado. Entonces su única aliciente es "viajar" a la época de la declinación del imperio romano, pues en su vida real ella: "Tenía un esposo, un hijo, un perrito, un psicoterapeuta, un fondo de pensiones que le asegura el 64% de su salario cuando se jubilara y una exquisita sensación de pérdida".

Lottie, hija mayor de la señora Hanson, es una obesa que vive de la pensión de viudez que le ha asignado el Estado y come todo el tiempo y llora viendo las telenovelas mientras sus hijos la odian por sucia y tonta. Gamba, la hermana menor de Lottie, es una lesbiana con un alto coeficiente intelectual, que vive de embarazarse por inseminación y entregar los hijos al estado, mientras siente que nunca podrá superar su pereza y abandona, sin comenzarlo, su sueño de ser artista plástica. La señora Hanson termina desalojada de su apartamento en 334 porque sus hijos la abandonaron y la regla burocrática dice que debe ir a una "casa para ancianos terminales". Pero luego de su desesperación inicial descubre que es lo mejor para ella y dice a la burócrata de turno que ya tiene todos los papeles en regla para solicitar su muerte pues: "le aseguro que es lo que quiero. Quiero morir. Deseo morir con tanto anhelo como algunas personas desean echar un polvo. Sueño con ello, y pienso en ello, y es lo que quiero".

En síntesis, la distopía de 334 nace del tedio y el vacío interior de unos ciudadanos que viven en una democrática burocracia eficiente, que ha regulado la vida cotidiana y extirpado la sorpresa de la incertidumbre de la existencia individual. La genialidad de Disch consiste en haber construido la atmósfera de un mundo kafkiano donde sus burócratas parece que leyeron a Kafka y decidieron corregir las inconsistencias de sus antecesores. Una burocracia perfecta que representa un infierno de códigos y reglas milimétricas, donde hasta para morir hay que tramitar una solicitud.


En alas de la canción es la novela más autobiográfica de Disch. Su protagonista Daniel Weinreb es el alter ego del autor y por eso su proceso vital reproduce la biografía exterior e interior del escritor. Ubicada en una Nueva York ucrónica, Disch nos muestra la visión de una Norteamérica y un mundo occidental en su etapa final de "la civilización del hombre de negocios". Es un mundo contaminado, con escasez de agua potable y de alimentos, devastado por guerras civiles y mundiales, con la economía en el suelo, donde las personas sobreviven en un sistema social que recuerda a la Edad Media, con unos cuantos señores dueños de feudos, una clase media llamada "los sumisos", masas de pobres y el poder de la iglesia Católica que está aliada a un partido político de extrema derecha, que ha prohibido la música y la enseñanza de teorías "paganas y mentirosas" como la de la evolución y tiene una especie de "Index" de lecturas inconvenientes.

En este ambiente de pesadilla post-apocalíptica Disch introduce un elemento fantástico en su trama: mediante la música y el canto algunas personas logran salirse de su cuerpo y volar. A éstos los llaman "las hadas" y cuando "vuelan" sus cuerpos quedan en un estado vegetativo y deben ser conectados a respiradores mecánicos. La mayoría nunca regresan a su cuerpo y a su mundo, pero a veces sí. Daniel desea poder volar, pero se da cuenta que es impotente para hacerlo. Él se casa con una heredera de un político muy rico y ella si logra "volar" y Daniel debe trabajar para pagar el mantenimiento de su cuerpo durante varios años, pues no quiso acudir a su suegro. Mientras tanto sobrevivirá de acomodador del teatro de la ópera y a pesar de sus condiciones precarias, tratará de persistir en su sueño de volar.

En realidad, para mi, Disch ha creado más bien una metáfora de la misión del arte y del artista en una sociedad decadente y al borde de la destrucción colectiva. Lo que hay es una alegoría del arte auténtico como el único camino que poseen los seres humanos para liberarse de la alienación de una sociedad consumista, dispuesta a degradar al nivel de mercancía todas las actividades humanas. Por eso, para "volar" no bastaba cantar bien, o ser reconocido por los críticos, o ser famoso; mas bien se tenía que tener "pureza de corazón" que es sinónimo de "desear una sola cosa". Es decir, de estar dispuesto ha entregar todas las energías al arte mismo, sin esperar recompensas de nadie ni de nada. Este esfuerzo de Daniel es la transfiguración del propio Disch, quien durante muchos años fue un escritor de culto para una minoría, pero no tuvo un éxito comercial.

Sin embargo, con esta novela cambió su situación: ganó el premio Campbell y le valió que el exigente Harold Bloom haya incluido En alas de la canción en su polémico ensayo El canon occidental (1994). La novela, más allá de la trama que parece un tanto simple al describirla, es una obra muy bien escrita, con fragmentos de prosa perfecta que recuerdan al lector que Disch es también un buen poeta. Pero, además, Disch logra conmovernos con la fuerza extraña y poderosa que tiene el proyecto de una vida creativa, como la única manera de escapar de la distopía social de una época oscura, que mientras agoniza continúa ofreciendo el paraíso terrenal con la forma de un centro comercial donde todos nos hemos transformado en productos que siempre están a la venta. El arte que nos permite "volar" no se negocia, no depende del éxito económico, no se entrega a cambio de fama o de poder social.

Al final de la novela Daniel es asesinado en el instante en que por fin logra levantar el vuelo con su canto, pero tengo la certeza de que Disch, con sus sesenta y siete años y una hepatitis crónica que lo tiene muy enfermo, ya logró el vuelo de su mente y de su corazón. Él es un "hada" que sobrevuela sobre la ciudad de la ciencia ficción contemporánea y se ríe de la narrativa basura que el marketing impone a la nueva clase de lectores de estos tiempos: los analfabetos simbólicos y los críticos de la literatura-farándula.

Thomas Disch, al igual que la mayoría de los buenos narradores de la ciencia ficción del siglo XX, entendieron muy bien la advertencia que en 1799 hizo Hiperión, el personaje de la novela epistolar del poeta Hölderlin, cuando dijo: "Siempre que el hombre ha querido hacer del estado su cielo, lo ha convertido en su infierno".


Orlando Mejía Rivera, autor de este trabajo, es escritor y profesor titular de la Universidad de Caldas, Colombia.


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