EL HOMBRE ARTIFICIAL

Horacio Quiroga

Uruguay

La rata yacía inmóvil, patas arriba, entre las blancas manos de Donissoff. Los tres hombres, con la respiración suspendida, estaban doblados sobre el animal tendido en la mesa.

—¿Y...? —exclamó Ortiz, ansioso.

Donissoff tardó un rato en contestar. La belleza angelical de su rostro había adquirido un tono duro, implacable, como si la terrible voluntad que se albergaba dentro de aquella cabeza gentil hubiera traspasado el semblante.

—Nada, todavía —respondió al fin—; no es tiempo aún.

De pronto un centelleo fugaz cruzó por sus pupilas.

—¡La temperatura baja! ¿Qué hacer, Ortiz?

El interpelado salió corriendo, y desde el laboratorio se pudo oír el golpe seco de las chispas eléctricas en los conmutadores. La mirada de Donissoff no se apartaba del termómetro suspendido frente a la mesa.

—¿Sube? —gritó Ortiz desde la pieza contigua.

—Sí... 39... 39° 10...39° 30... ¡Basta!

Ortiz volvió enseguida. Entretanto, la rata, preocupación intensa de los tres hombres, continuaba inmóvil. A ambos lados del grupo, dos grandes mesas ostentaban los más complejos aparatos de química, anatomía y bacteriología. En el laboratorio inmenso y casi todo él en penumbra, a excepción de las ocho lámparas eléctricas con pantalla verde que proyectaban su luz sobre la mesa, los tres experimentadores ofrecían un aspecto poco común y aun sombrío, inclinados y con el alma en suspenso, sobre una simple rata. El calor era asfixiante, pero ellos no parecían darse cuenta. Doblados sobre el animal, el ansia retratada en sus rostros, continuaban devorando con los ojos el inmundo animalucho entre las manos de Donissoff.

—¡Sivel, la jeringa! ¡Ya comienza la reacción! —exclamó de pronto Donissoff. Sivel dio un salto, recogió de la gran mesa el objeto pedido, y extendiéndolo al joven sabio, sujetó entre sus manos la cabeza de la rata. Frío, seguro, a pesar de la inmensa ebullición de su alma y la de sus compañeros, Donissoff inyectó al animal el rojo líquido de la jeringa.

Pasaron diez segundos, quince, veinte, un minuto. Lo que aquellos tres hombres han sentido en ese interminable tiempo no es fácilmente apreciable. Ni uno habló; ni uno se movió; apenas pestañearon. Por eso, cuando en el silencio angustioso sonó la voz de Donissoff, algo como un inmenso suspiro levantó los tres pechos.

—Se mueve... —había dicho Donissoff, cuya mano, colocada sobre el corazón de la rata, acababa de temblar.

Su voz también temblaba. Sivel y Ortiz, con el rostro radiante y el cuerpo entero sacudido por la más violenta emoción, se miraron. ¡Luego era cierto! ¡Ellos, sólo ellos habían hecho eso que estaba allí! Todos los trabajos, todas las horribles inquietudes de esos tres años se desvanecían para siempre. ¡Y ellos, nada más que ellos!

Se doblaron de nuevo sobre la rata, y de nuevo quedaron inmóviles, mientras la fina mano de Donissoff continuaba sobre el corazón que había latido.

—Sigue... —murmuró Donissoff después de un largo rato—. Esperemos más...

Esperaron aún otro interminable minuto. Al fin la mano de Donissoff se apartó lentamente del corazón de la rata; alzó el rostro transfigurado de emoción, en que los ojos brillaban con el más alto orgullo que quepa en mirada humana, y con voz clara dijo a sus compañeros:

—Han pasado dos minutos... Los glóbulos viven ya... Ya está viva.

Entonces se vio la cosa más asombrosa, tratándose de un sabio en la más honda acepción de la palabra.

De un salto trepó sobre la mesa próxima y bailó allí la más desordenada danza de los mundos posibles e imposibles. Enseguida se arrojó al suelo y se envolvió en el linóleum, girando sobre sí mismo. De allí dentro surgió su voz ronca y:

—¡Hurra por Donissoff! ¡Hurra por Sivel! ¡Hurra por Ortiz!

Al fin se apaciguó aquel loco delirio, y Donissoff quedó rendido.

Entre tanto, Sivel se había sonreído de aquella chiquillada. Donissoff, sentado en una mesa con las rodillas entre los brazos, se mantenía inmóvil, la vista perdida.

Como suele acontecer a menudo, el formidable prodigio que acababa de realizar, gracias a su genio y con la ayuda de sus compañeros, acaso el triunfo no hacía sino recordarle todos los fracasos, todas las amarguras de su vida anterior. Además, sus nervios, capaces de soportar una altísima tensión, estaban también expuestos a caer en una extenuación equivalente, y eso era sin duda lo que le pasaba.

—Bueno, Donissoff —dijo Sivel, poniéndole cariñosamente la mano en el hombro.

—Estoy rendido; tengo una sed horrible. Vamos a descansar un rato. ¿Sabe qué hora es?

—¡Las cuatro! Y no nos hemos sentado desde las seis de la mañana. Y ese personaje —añadió volviéndose de reojo a la rata tendida de lomo— comienza con un buen sueño su iniciación a la vida... Pero no tengo hambre; sí sed.

—Yo tomaría té —apoyó Ortiz—. Pero con la condición de que lo haga Donissoff.

—¿Donissoff...?

—Vamos —repuso simplemente éste, y los tres sujetos que habían asociado su profunda capacidad científica, los tres magos a quienes trescientos años antes la Inquisición hubiera quemado sin perder un segundo, se dejaron caer quebrantados en los divanes del comedor.


Estos tres individuos que acababan de "hacer" un ser vivo se llamaban Nicolás Ivanovich Donissoff, Luigi Marco Sivel y Ricardo Ortiz.

Donissoff era ruso, y último descendiente de una de las más nobles familias del imperio.

Perdió a sus padres cuando aún era muy niño, y fue encargado de su educación y la administración de su inmensa fortuna un viejo amigo de la familia, el príncipe Dolgorouky.

Donissoff se formó en un ambiente de profunda adhesión al zar. Su familia, desde tiempo inmemorial, había participado íntimamente en la administración del imperio moscovita, y entre los baluartes de la reacción contra las agitaciones de los últimos tiempos, el zarinato contaba al padre de Donissoff. Se explica así la veneración del niño por todo lo que suponía gobierno imperial. Su alma se iba formando también en ese ambiente de autocracia, y esto duró hasta que el joven tuvo dieciocho años. En aquella época, sus lecturas o, lo que es más posible, ciertos sentimientos que despertaban en él haciéndole ver de otro modo las cosas, transformaron completamente su espíritu.

Una noche, ya de madrugada, el príncipe Dolgorouky, que volvía de una recepción en palacio, se extrañó al ver luz en el cuarto de su pupilo. Entró en él y encontró a Donissoff tendido en la cama, vestido aún de frac, leyendo uno de esos libros que cuestan el cuello a quien los escribe.

Quince días más tarde Donissoff fue sorprendido por agentes de policía secreta en un café que frecuentaban estudiantes. Si se hubiera tratado de otro noble cualquiera, el joven hubiera concluido sus días en Siberia, pero no era posible ese proceder con el hijo de Alexis Donissoff.

No obstante, las reconvenciones llovieron sobre él, y aun el gran duque Iván se dignó detenerle una tarde a su salida de palacio.

—¡Mucho cuidado! —le dijo sonriendo—. Acuérdate de otro príncipe como tú, que también ha escrito libros como el que leías.

El gran duque aludía al príncipe Kropotkin.

—Ignoro a qué libro se refiere su alteza —respondió Donissoff, poniéndose colorado.

El gran duque lo miró atentamente.

—¿Por qué mientes, príncipe? —le dijo.

—Con perdón de su alteza, yo no miento —repuso Donissoff, mientras el rubor y la indignación le abrasaban el rostro.

Esta vez el gran duque tuvo compasión de él, y con una nueva sonrisa le empujó suavemente del hombro.

—Bien, Nicolás Ivanovich. Si no leíste esos libros, no los leas ni vayas a cafés de estudiantes, aunque "no" hayas ido nunca. Sigue en paz.

Durante días enteros Donissoff bebió hasta las heces el remordimiento de su mentira.

Se sentía envilecido, y en especial porque había mentido por miedo. "He tenido miedo de decírselo; soy un cobarde —se decía—, un miserable cobarde. ¡Y esto, que a cualquiera de ellos hubiera costado tanto como ponerse la mano en el bolsillo, ha sido demasiado para mí! ¡He tenido miedo de decir que había leído aquel libro!"

Al final de esos diez días, Donissoff tuvo una entrevista con su tutor, a quien quería entrañablemente. Como consecuencia de la misma, Donissoff renunciaba a las prerrogativas de su posición y a su inmensa fortuna. Y si un curioso se hubiera asomado, seis meses más tarde, a una helada buhardilla del más sórdido barrio de San Petersburgo, hubiera visto a un joven, tiritando de hambre y escasez de ropa, de codos sobre sus libros de medicina.

Para vivir había comenzado por cargar baúles en la estación; meses después limpiaba tubos en un instituto de bacteriología, y como el genio que debía más tarde llevarlo adonde sabemos comenzaba ya a flamear en su cabeza, muy pronto pasó a preparador, y muy pronto llegó a ser la cabeza dirigente del célebre instituto.

De tarde en tarde iba disfrazado a su ex palacio a reconfortar su alma filial con aquel puro cariño.

Entre tanto, proseguía sus estudios académicos, frecuentando al mismo tiempo a los revolucionarios. Los violentos sentimientos de justicia no tardaron en llevarlo a las más avanzadas filas, y cuando en enero de 1902 el Comité Central de la revolución rusa discutió la muerte del príncipe Dolgorouky, Donissoff denunció como más nefasta la influencia de otro príncipe. Nadie ignoraba la veneración que Donissoff guardaba, pura e inmaculada, para el viejo príncipe.

Al oírlo, sus compañeros quedaron un momento inmóviles; a ninguno escapaba la grandeza de ese sacrificio.

—Creo —dijo alguno después de un momento— que la influencia de Galitzine es mayor.

—Creo que no —repuso Donissoff.

—Estoy bien informado —arguyó el primero.

—Y yo estoy seguro.

El otro lo miró largamente.

—Pero tú lo quieres mucho...

—Inmensamente —repuso Donissoff, mortalmente pálido.

Sus compañeros bajaron la cabeza para no ver dos lágrimas, lágrimas de sangre, lágrimas surgidas de lo más hondo de un alma abrasada en justicia, que rodaron por las mejillas de Donissoff.

Todos recuerdan los cinco tiros asestados en pleno pecho al príncipe Dolgorouky, el 11 de enero de 1903, a la salida del supremo tribunal. Donissoff pasó en su cuarto todo el día del atentado, sin querer ver a nadie. Fue inmediatamente arrestado y no quiso responder una palabra, decidido a hundirse para toda su vida en Siberia. Pero sus compañeros lo obligaron a evadirse, basándose para ello en las mismas razones por las cuales él mismo había hecho el sacrificio de su más grande afecto en este mundo.

Donissoff vivió un año en Viena entregado con toda su alma a sus experimentos científicos. De Viena pasó a París, permaneciendo en esa capital tres años.

Seguramente su alma no estaba suficientemente templada para el sacrificio que le había impuesto. Si hubiera tenido más edad, acaso una nueva explosión de amor a los que sufren hubiera apagado el dolor de aquella herida. Pero a los veintitrés años falta en las fibras del corazón espesor suficiente para resistir vibraciones de esa especie, y de ese modo Donissoff quedó herido para siempre. Recobró, sí, su voluntad, su indomable energía; pero no para ser aplicada a aquello, allá en Rusia. Luego, su genio, maduro ya, absorbía, o por lo menos dirigía, sus demás facultades. Estudió aún un año en Londres, y a fines de 1905 llegaba a Buenos Aires.


Stefano Marco Sivel era italiano, de una familia pobrísima. Su padre, ex bandido calabrés, y que había abandonado su profesión a causa de un brazo roto, ejercía con su hijo los mismos hábitos disciplinarios que tuvo con sus satélites. El pequeño Marco sufrió las más horrendas palizas que es posible recibir sin morir acto continuo, y conoció lo que es el hambre, encerrado en un sótano negro como la noche, empapado de agua y acribillado de ratas. Todo esto, porque era escaso lo que el pequeño obtenía pidiendo limosna en pleno invierno y con sólo una camisa para excitar más la compasión.

Más tarde, cuando alcanzó la edad suficiente para despertar una lástima lucrativa, su padre le hizo instruir por un viejo bandido como él en la ciencia del cicerone. El pequeño Marco aprendió en dos o tres horas cuanto sobre ruinas e historia romana sabía el salteador, y muchísimo más por su propia cuenta. Pero lo que el minúsculo cicerone no aprendió tan bien fue a ejercer su profesión. No pedía jamás un centavo de retribución, y se creía el más feliz de los mortales si algún viajero le regalaba una lira.

En estas ocasiones, como en todas, su padre se apoderaba del dinero. Pero, cuando la ganancia era nula, el viejo bandido entraba en sombrío furor y los golpes a puño cerrado llovían sobre la boca de la criatura.

Como su hijo jamás se quejaba, el padre creyó que no sentía los golpes y, en consecuencia, tomó el partido eficaz de mandarle buscar un alambre y, colgándolo del techo, le cruzaba el cuerpo con aquel horrible látigo.

—¿Cuánto? —preguntaba el viejo.

—Una lira.

—Dame —extendía la mano.

Al día siguiente:

—¿Cuánto?

—Nada.

—Está bien: anda a buscar el alambre.

Siempre era un alambre nuevo que la criatura debía ir a recoger en el arroyo. Volvía al rato con el instrumento de tortura y comenzaba a quitarse la ropa sin un suspiro ni una mirada a su padre.

Pasó así el tiempo, y Marco llegó a tener doce años. Una tarde recomenzó el diálogo de siempre.

—¿Cuánto?

—Nada.

—Está bien: anda a buscar el alambre.

—No —repuso el niño.

Su padre se volvió súbitamente, como si le hubieran dado una bofetada.

—¿Qué dijiste?

—Nada, que no voy a buscar el alambre.

Lentamente, el viejo se levantó. Su rostro se puso lívido, mientras un rayo lúgubre cruzaba por sus ojos de viejo salteador. Paso a paso, se aproximó a su hijo hasta casi tocarle el rostro.

—¿Dices que no vas a buscar el alambre?

—No —repuso Marco sin moverse, y tan pálido como su padre. El viejo lo contempló un rato sin mover un solo músculo. Ya no era un rayo lo que cruzaba por sus ojos, sino un relámpago siniestro que iba en aumento.

—¡Anda a buscar el alambre! —rugió cárdeno ahora de furor.

—No —volvió a responder la criatura. Y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, su padre, espantosamente lívido, había ido a descolgar su gorra.

—Está bien —silbó—; quédate, iré yo.

Y salió.

Cuando volvió, la criatura estaba sentada a la mesa, la cabeza echada sobre los brazos.

Su padre lo tocó ligeramente en el hombro.

—¡Desnúdate!

—¡No, padre! —repuso Marco sin levantar la cabeza.

—¡Madonna! ¡Ligero, ligero! ¡Desnúdate! —explotó al fin el viejo, haciendo saltar la mesa de un puñetazo.

—No —contestó aún el niño. Y con los brazos cruzados, cerró los ojos como en el momento de morir, y pensó en su madre: "Mamá... mamá querida...".

Pasó un momento, otro más. No se sentía el menor ruido. Temblando, Marco levantó la cabeza y vio a su padre, aún de pie, que lo miraba fijamente. La mano del viejo bandido cayó con lentitud sobre el hombro del niño.

—Está bien —le dijo con voz ronca, reseca por la profunda tempestad que bullía en aquel pecho—. Está bien, eres mi hijo, reconozco mi sangre. Eres digno hijo mío. Pero —añadió poniéndose aún más lívido— vete de aquí para siempre, porque te aplastaría la cabeza contra la pared. Nadie en el mundo ha hecho delante de mí lo que acabas de hacer tú. Eres mi hijo, te reconozco. ¡Pero vete enseguida, enseguida! ¡Jamás vuelvas a poner los pies aquí!

Y lo arrojó a la calle.

Después de sus primeros meses de libertad —libertad de criatura hambrienta, sin casa y sin cariño de ninguna especie—, Sivel tuvo la dicha de que un carpintero lo tomara de aprendiz, y entre golpe de cepillo y vuelta de taladro fortificó su ansia de estudio.

Estudió de noche, mientras comía, aún en el taller. Su aplicación despertó el cariño del maestro y pudo así seguir un curso regular. Más tarde, ya con otro empleo, hizo el bachillerato, ingresando con altísimas calificaciones en la Facultad de Medicina.

Al cabo de quince años nadie nombraba a una celebridad médica sin que el nombre de Sivel surgiera con todo el brillo de su gran aureola. En esta época su corazón, hasta entonces dormido, se encendió en vibrante amor por una joven que a su vez le había entregado su alma entera. El noviazgo corría en la más grande felicidad, cuando una mañana llegó a su clínica en el hospital una joven a quien una intensa hemorragia había privado de casi toda la sangre. De noche contó el caso a su novia.

—Es una pobre muchacha que necesita sangre a oleadas. Si mañana no ha reaccionado será menester operar una transfusión...

Su novia, que le conocía bien, le hizo jurar entre un mar de lágrimas que no le entregaría a la muchacha una sola gota de su sangre.

—¡No te querré más, te lo juro! —sollozaba—. ¡Te juro que si haces eso no te querré más!

Sivel la adoraba, y ese amor querido era la recompensa y la consagración de sus sufrimientos y de su gloria.

Pero a la mañana siguiente Sivel entregaba a las venas de la agónica oleadas de su propia sangre. Cometió un lamentable descuido en la operación, y Sivel cayó en su lecho, presa de una terrible infección general.

Esa tarde, su novia, ignorante aún del hecho, le escribía diciéndole que si le faltaba una sola gota de sangre le olvidaría para siempre. Sivel le respondió: "Hazlo. Además, me estoy muriendo".

Su novia rompió, Sivel estuvo dos meses entre la vida y la muerte, y cuando se levantó convertido en un espectro, horriblemente desfigurado por los tumores que le habían devorado el rostro, una joven vencida por los sollozos cayó de rodillas ante él. Era la joven del hospital, cuya alma romántica y llena de ternuras sintió al saberlo un inmenso agradecimiento hacia el pobre gran hombre que había sacrificado su felicidad por dar vida a una desconocida. Su agradecimiento había llegado muy pronto al más extremado amor.

La joven, en una convulsión entera de su cuerpo, oprimió con su boca la mano de Sivel, pero éste la retiró vivamente.

—¡No, no! ¡Levántese! —le dijo, mientras allá en el fondo de su corazón la gran herida de su amor se reabría ante aquella presencia amargamente evocadora...

—¡Perdón! ¡Perdón...! —sollozaba la joven, aún de rodillas.

—Si no tengo nada que perdonarle —tuvo fuerza Sivel para sonreírse—. Pero levántese.

—No, no... Yo tengo la culpa...

Sivel tuvo entonces la sensación de que una mano indiferente, una mano cualquiera, estaba arañando su corazón. Su dolor era suyo y no de aquella extraña.

—¡Perdón...! ¡Yo tuve la culpa...! Fue por mí...

—¡Ah, no! Le pido perdón a mi vez —exclamó Sivel—. No lo hice por usted.

Los ojos de la joven se alzaron lentamente hasta Sivel.

—Sí; no lo hice por usted; me compadecí de su ser, de una existencia condenada a morir, como la suya, de su vida, en fin... pero no de usted. ¡Oh, no!

Cuando una esperanza de amor, lógica o no, se quiebra; cuando caemos de lo alto de un sueño de grandeza, como el que consiste en habernos creído inspiradores de un gran sacrificio, la caída es siempre terrible.

La joven, fijos los ojos desmesurados en aquel espectro, también de su amor, se levantó.

Retrocedió hasta la puerta y antes de que Sivel pudiera darse plena cuenta de la desesperación que anegaba aquella alma exaltada, la joven desapareció. Media hora después se hacía destrozar bajo un automóvil.

Sacudido así en las más hondas fibras de su ser, Sivel consideró su vida rota para siempre. Pasó quince días encerrado en el laboratorio, vagando en la semioscuridad de un lado para otro.

Decidido al fin a olvidarse de aquello, volvió a atraparle su pasión por la ciencia, esta vez con inmenso ardor. Parecía que todas sus facultades hubieran renacido violentamente orientadas hacia los estudios anatómicos. Mas, como a pesar de todo, su rostro desfigurado le tornaba odiosa su permanencia en Roma, abandonó la Ciudad Eterna, llegando a Buenos Aires en 1904.


Ricardo Ortiz era argentino, y había nacido en la Capital Federal. Su familia, de cuantiosa fortuna, le dedicó a la ingeniería eléctrica, para lo cual Ortiz mostraba desde muy pequeño fuerte inclinación. Hizo sus estudios en Buffalo con brillante éxito.

Volvió a Buenos Aires, y en vez de ejercer su profesión, se dedicó al estudio de pilas eléctricas; creía estar en la pista de un nuevo elemento de intensidad y constancia asombrosas. Como no frecuentaba el mundo y sus manos solían estar poco menos que imposibles, su familia consideró que muy poca carrera haría, a pesar de su ciencia. En consecuencia, el padre le comunicó que, o dejaba sus ácidos o le privaba de la mensualidad. Ortiz optó por sus ácidos y súbitamente se encontró en la calle. Como no era en absoluto hombre de negocios, se ofreció desde el día siguiente como profesor de inglés y matemáticas. Su familia halló mal esto, y el padre fue a verlo.

—¿Qué vas a hacer con eso? ¡Es una vergüenza para un ingeniero como tú!

—Tal vez —repuso tranquilamente Ortiz—. Seguiré trabajando.

—¿En eso? —señaló desdeñosamente el taller.

—Sí, en eso.

—¡Vamos a ver! Si te propongo...

—No me propongas nada, no aceptaré.

—¿Y vas a hacer eso toda la vida?

—Toda la vida.

—Inventando, ¿eh?

—Sí.

—¡Pero es que nos vas a deshonrar a todos con estas porquerías! —exclamó el padre indignado.

—Oye —lo miró fijamente Ortiz—: para decirme estas cosas podrías no haber venido.

—¡Es que me da vergüenza!

—A mí también, pero no de esto...

—¿De qué?

—¡De la vergüenza de ustedes! ¡Se acabó! No les pido un centavo, y quiero que me dejen en paz.

Su padre, entonces, profundamente irritado, le lanzó señalando el taller:

—Para tener tanto orgullo podrías abandonar también esto, que no compraste con tu dinero.

—Perfectamente —repuso Ortiz levantándose—, hiciste bien en recordármelo. Mañana me voy de aquí.

—Muy bien, es lo que debías haber hecho hace tiempo —contestó el padre, cada vez más irritado—. ¡Pero que no se te ocurra...!

—¿Quieres irte, por favor? —saltó Ortiz, lívido.

A la mañana siguiente Ortiz enviaba a su padre, junto con las llaves, el inventario de todo el taller.

Una semana más tarde, un primo de Ortiz hallaba por fin el nuevo domicilio de éste.

—¡Por fin te encuentro! Ya no tienes el taller, ¿es cierto?

—Sí.

—¿Y qué vas a hacer?

—No sé todavía.

—¿Sabes lo que haría yo? Hablaría a tu padre...

Ortiz, que desde el primer momento había imaginado que el primo venía enviado por el padre, lo detuvo, poniéndole la mano en el hombro:

—Mira, si fueras otro te habría echado ya. ¡No quiero cuentos de ninguna especie!

El primo se irguió altivamente.

—¿Eh? ¿Qué...?

—Esto, si no fueras también un idiota, te echaría a bofetadas de aquí. ¡Fuera!

Un año después moría el padre de Ortiz, y el hijo renunció a todos sus derechos: medio millón de pesos.

Así, estos tres hombres de carácter habían unido sus energías, asociándolas para prestarse mutua fuerza, y en tales circunstancias realizaron la más alta obra de genio que cabe en la humanidad: hacer un ser organizado.

Para el laboratorio, montado con los tipos más perfectos de máquinas e instrumentos que encargaron expresamente a Estados Unidos, Sivel había entregado su fortuna entera, Ortiz cooperó en la obra común con sus conocimientos de química, Sivel con los suyos de anatomía y Donissoff con su profunda ciencia enciclopédica y, sobre todo, bacteriológica.

A pesar del magnífico laboratorio y el talento de los tres asociados, la empresa había sido profundamente desalentadora por su dificultad, y más de una vez Donissoff, Sivel y Ortiz habían caído por semanas enteras en el más hondo desaliento.

—¡No se puede, Donissoff, es imposible! —clamaba Ortiz, tirando sobre la mesa sus probetas y análisis.

—Trabajemos, Ortiz —contestaba aquél sin levantar la cabeza.

—¡Es que estamos tentando a Dios o al diablo con esto! No vamos a conseguir nada.

—Si fuera a Dios nada más no sería mayor trastorno —explicaba Sivel—. Lo malo sería tentar al diablo.

Ortiz volvía de nuevo a la tarea. Pero otras veces le tocaba a él dar ánimo a alguno de sus compañeros, y así se sostenían mutuamente, hasta que los tres, ante nuevas y al parecer insuperables dificultades, tiraban todo y cerraban el laboratorio.

Su obra duró tres años. Carbono, hidrógeno, oxígeno, todos los elementos primordiales y constitutivos de la célula pasaron sucesivamente por la electrólisis de Ortiz, las disecciones de Sivel y los reactivos de Donissoff. A veces, la conquista de tres o cuatro elementos fundamentales se realizaba en semanas. Otras, un solo paso adelante les llevaba hasta un año. De este modo pudieron obtener la sangre y sus glóbulos en lo que media de mayo a septiembre, necesitando en cambio para la conquista del bulbo piloso dieciocho meses. Y por este estilo, facilidades increíbles donde no se hubieran sospechado y fracasos abrumadores en cosas aparentemente nimias. Hasta que el 23 de agosto de 1909, a los tres años menos doce días de haber empezado la rata, ésta surgía a la vida bajo la inyección de Donissoff.

Y ahora volvamos al comedor, donde los tres asociados, muertos de satisfacción y fatiga, descansaban.

—Por fin, ya era tiempo —gimió Ortiz, echándose cuan largo era en un diván—. Si esto demoraba diez días más, me moría, sencillamente.

—Sí; yo también estaba cansado, mucho más de lo que daba a conocer —apoyó Donissoff, sirviendo a sus compañeros el té que él, en su carácter de ruso, preparaba con gran prolijidad.

—Sí, pero hicimos la rata —concluyó Sivel.

—Y ahora que recuerdo —exclamó Ortiz incorporándose en un codo—, ¿por qué se me ocurrió una rata? Podíamos haber hecho otra cosa cualquiera.

—Ésas son cosas de Sivel —dijo Donissoff.

—Sí —afirmó Sivel, paladeando su té—, se me ocurrió por la gran analogía de la sangre humana con la rata. Esto lo descubrí por casualidad, hace ya muchos años, en un análisis.

—¿De veras, Sivel? —dijo Ortiz, levantando la cabeza—. ¿Y por qué no igual a la del mosquito?

—Ésa es una pregunta para ser hecha a un mosquito, sabio electricista. Y usted, que cree que la leche de burra es la más parecida a la de la mujer, ¿por qué duda de la sangre de la rata?

—No dudo, profesor; me asombro y me humillo.

—¿Está seguro, Sivel, de sus análisis? —interrumpió Donissoff, que desde un momento atrás miraba pensativo los vidrios de la puerta.

—Completamente, ¿por qué?

—Porque se me está ocurriendo —respondió sin apartar la vista de los vidrios— que podríamos hacer un hombre.

Ortiz se incorporó bruscamente, fijando sus dilatados ojos en Donissoff. Se rascó largo rato una uña.

—Nos daría más trabajo —prosiguió Donissoff, siempre con la voz perdida—, pero lo haríamos. No veo por qué se admira Ortiz.

—¡No, por todos los voltios de mis dínamos! Si de lo que me admiro es del hombre ese que haremos... ¿Hombre o mujer, Donissoff?

—Hombre, Ortiz. Si usted no fuera tan inteligente, parecería una criatura, a veces.

Sivel levantó al fin los ojos y su mirada dio un fulgor de sombría severidad a aquel rostro deforme y que antes brillara de belleza varonil.

—Creo que va a ser difícil —murmuró.

—¿Por qué, si se puede...? —le preguntó Ortiz, sentándose correctamente esta vez.

—No sé... pero se nos va a quebrar la obra. Yo había pensado ya en eso, cuando empezamos a hacer la rata. No les dije nada, por el mismo temor que tengo ahora; no vamos a concluir la obra. Respirará, digerirá, verá, se moverá, pero nada más. Y usted comprende que hacer eso, únicamente, sería una eterna vergüenza para nosotros.

—Y pensará —replicó Ortiz.

—No, eso no. Dele usted todos los sentidos que quiera, buena transmisión de nervios, buen cerebro transformador; y por más sensaciones que tenga, no tendrá una sola percepción.

—¿Cuestión de alma, entonces? —profirió socarronamente Ortiz.

—No, electricista; no es cuestión de alma sino de herencia. Por vivas que sean las sensaciones, le faltará hábito al cerebro para percibir, primero, y para no confundir las sensaciones, después. Con sus acumuladores pasa lo mismo, creo. Cuando están recién hechos acumulan muy escasa electricidad y no devuelven nada. Toda la corriente se emplea en hacer el acumulador, en afinarlo. Las cargas y descargas sucesivas lo van modificando, hasta que llega a almacenar electricidad y devolverla normalmente. Esto pasará con el hombre que hagamos.

—Pero si forzamos la carga...

—Tardaríamos mil años. Fíjese en el proceso de afinación de nuestro cerebro; tiene millones de años, toda la edad de la humanidad. Nuestro hombre se encontraría, en cuanto a la inteligencia —o percepción, como se la llame—, en el mismo estado que un recién nacido.

Donissoff, que no había apartado los ojos de los vidrios, se volvió bruscamente a Sivel:

—Todo esto es perfectamente cierto; y mientras usted hablaba, iba yo haciendo iguales consideraciones. Pero, por lógico que sea su razonamiento, no es más que una conjetura. Creo que ésta es justamente la falla de su razonamiento: estamos juzgando como seres creados y no como creadores. ¿Quién puede decir qué facultades tendrá un sistema nervioso hecho en todos sus elementos con idéntica constitución a la de un hombre en plena edad viril? Su mismo argumento de los acumuladores eléctricos puede apoyar lo que digo: los fabricantes, desesperados del tiempo que empleaban las láminas de plomo en hacerse, cubrieron las láminas con una capa de óxidos, los mismos que se forman naturalmente en los acumuladores con el transcurso del tiempo. Es decir: dan a las láminas recién nacidas el sistema nervioso de un adulto. ¿Por qué nuestro hombre no se hallaría en las mismas condiciones, Sivel?

—Tal vez, pero creo que no.

En ese momento Donissoff se levantó y colocó los dos puños sobre la mesa, mirando fijamente a sus asociados. Esta actitud de conferenciante, que en otra persona cualquiera hubiera chocado, estuvo lejos de provocar esa impresión tratándose de Donissoff. Subía a su límpida mirada el temple de diamante de aquella alma. Su belleza angelical cobraba un tono, no de dureza, mas sí de firmeza de mármol, en que la voluntad trascendía hasta en la más leve línea de su rostro, algo, en fin, de la belleza sombría de un arcángel rebelde.

—Óiganme —les dijo con acentuación clara y cortante—. Vamos a hacer un hombre. La tentación es demasiado grande para que no la abordemos. Pero pongo una condición, sin la cual no me comprometo a nada: que me dejen dirigir el proceso de afinación, como dice Sivel. No sé aún qué haré, ni mucho menos cómo: ¿consienten?

—¡Sí, Donissoff, consentimos! —respondieron a un tiempo Sivel y Ortiz, levantándose.

El ardor de un nuevo triunfo había disipado por completo su cansancio y se hallaban de nuevo dispuestos a luchar con las sombras de la nada.

—¡Un momento! —les detuvo aún Donissoff—. ¿Confían en mí?

Entonces Sivel, que sentía por el arcángel profunda ternura y adoración, le puso la mano en el hombro:

—¡Niño sublime! —le dijo sonriendo, aunque sin poder ocultar su emoción. Donissoff levantó su bella cabeza:

—¡Bien! Ahora vamos a ver nuestra obra.

Se levantaron frescos y descansados ya, y con sus potentes cerebros vibrando otra vez ante la perspectiva de una nueva lucha.


Ilustración: Valeria Uccelli

En medio del laboratorio, sobre la mesa de mármol, y enfocada por la viva luz de las ocho lámparas eléctricas con pantalla verde, la rata continuaba tendida de espaldas.

Ortiz fue el primero en inclinarse sobre ella, y después de un momento de hondo examen se incorporó pálido:

—¡Este animal se está muriendo! —le dijo a Donissoff, mirándole a los ojos.

Donissoff y Sivel se inclinaron bruscamente sobre la rata y observaron a la negra bestia, con los ojos clavados en el corazón del animal, cuyos latidos de rapidez vertiginosa hacían vibrar la piel con una precipitación de timbre eléctrico.

La emoción de los tres asociados era demasiado grande para permitirles hablar. Allí, ante sus ojos, se iba, volvía a la nada de que había salido, llevándose consigo el inmenso orgullo de sus creadores, la rata artificial.

Diez largos minutos pasaron así, hasta que la voz de Donissoff sonó, clara y helada, en aquel silencio de angustia:

—Este animal se muere envenenado, Sivel, ¿está usted seguro de sus fórmulas?

—¿La de la sangre, Donissoff?

—Sí.

—Completamente seguro. En el ensayo de prueba no noté la más ligera disociación de elementos. Recuerdo que duró dos meses el ensayo.

—Con todo, ¿quiere traer su inventario?

Ortiz había dado el nombre de "Inventario" al cuaderno de fórmulas que rigieron la creación de la rata. Todas estaban allí, y cuando Sivel volvió, Donissoff hojeó febrilmente el cuaderno y se detuvo en las ecuaciones de la sangre.

—Sí... está bien; no, eso no... —murmuró—. Pero esa sangre está envenenada, sin embargo.

Mientras Sivel y Ortiz analizaban el aire expelido por los pulmones de la rata, Donissoff extrajo de las venas del animal unas gotas de sangre y se hundió en su análisis. Durante largo rato no se oyó en el laboratorio más que el golpe de los tubos de vidrio sobre el mármol. Al fin sonó la voz de Donissoff.

—¿Hay algo ahí?

—Nada —repuso Ortiz—. El aire está normal. ¿Y ahí?

—Aquí, sí. La sangre está enormemente fosfatada.

Durante meses y meses los tres asociados habían luchado en la formación del tejido óseo. A pesar del éxito de prueba obtenido, siempre habían temido que los fosfatos no estuviesen bien fijados. Más tarde, nuevos triunfos en nuevos elementos les habían hecho olvidar aquella preocupación. Pero ahora, ante la confirmación de sus dudas, la luz surgía clara: los huesos se disolvían; los fosfatos, arrastrados en el torrente circulatorio, estaban matando a la rata.

Lentamente, los tres hombres rodearon de nuevo al animal. Tres años, mil noventa y cinco días de lucha como nunca la habían tenido, de energía como nunca la habían hallado, de pasión como nunca la habían sentido, todos esos días de ardiente esperanza se desmoronaban en trágico silencio, arrastrando con ellos el orgullo, también en pedazos, de aquellos hombres de genio. Minuto tras minuto los huesos se disolvían envenenando la sangre. Y cuando a las nueve y media de la noche la rata quedó por fin inmóvil, reintegrada después de dos horas de prodigiosa vida con la nada de que había salido a fuerza de genio humano, los tres asociados no tuvieron ni una sola palabra. Sin mirarse, sin hacer un gesto, quebrantados, abrumados de cansancio y fatiga intelectual, se acostaron.

Sería de creer que en el estado de fatiga en que se hallaban, el sueño los rindió apenas recostaron la cabeza. Pero a altas horas de la noche, posiblemente las tres de la mañana, sonó vibrante la voz de Donissoff:

—¡Sivel! ¡Dos atomicidades más de carbón...!

—¡Una sola alcanzaría, Donissoff! —respondió instantáneamente la voz de Sivel—. Pero disminuyendo el...

—¡Nitrógeno! ¡Sí había demasiado! —continuó Ortiz. Los tres asociados, en vez de dormir, habían pasado la noche resolviendo la fórmula del tejido óseo.

Se durmieron enseguida. El hombre estaba ya hecho: los huesos no se disolverían más.

Y así, recomenzando las ecuaciones, análisis y ensayos que fueron casi su única vida durante tres años, los tres asociados hicieron un hombre. Elemento por elemento, miligramo por miligramo, todo había sido prolijamente dosificado, probado y ejecutado.

De modo que en la madrugada del 11 de junio de 1909, cuando Donissoff dio su golpe final de émbolo en las venas del prodigioso engendro, el pecho de los asociados se abrió en un profundo suspiro, como un gran efluvio de esperanza que esta vez —¡no!— no se frustraría.

Y no se frustró. La misma decoración que diez meses atrás había encuadrado la vivificación de la rata presidía ahora la del maravilloso ser creado. El laboratorio en silencio y a media luz: la mesa central —mas ahora con gruesas mantas—, vivamente iluminada por las ocho lámparas de pantalla verde, el vaho asfixiante de la vez anterior: los tres asociados rodeando el cuerpo en igual tensión de espíritu.

Donissoff, con el oído sobre el corazón del hombre, parecía una estatua. Sivel tenía los ojos clavados en el termómetro, introducido en la boca de aquél. Ortiz oprimía entre sus manos los pies del hombre, observando la temperatura.

Durante dos eternos minutos ninguno se movió. Al fin, Donissoff se incorporó, apartando de la frente su cabello rubio.

—Ya está —dijo sencillamente—. Retire el termómetro, Sivel: no hace falta. Lo mismo, Ortiz... corte la corriente... Veinticinco grados es suficiente.

Tal increíble perfección habían puesto en los más insignificantes detalles de su obra; tal mutua fe tenían en el genio inventivo de Donissoff, escudriñador de Sivel y aplicador de Ortiz, que los tres asociados no sintieron, ni remotamente, el loco entusiasmo de la otra vez, cuando vivió la rata. El alma les vibraba de gloria, sin duda, pero demasiado alta esa gloria para que se manifestara en turbulencia física. Se sentaron en la mesa próxima, las piernas colgantes, mirando en silencio su obra.

El ser que yacía de espaldas frente a ellos era un hombre de mediana estatura, de maravillosa proporción. Representaba veinticinco años. Las facciones tenían una serenidad sorprendente. Los ojos estaban cerrados y el pecho subía y bajaba rítmicamente.

Esto era lo que habían hecho Donissoff, Sivel y Ortiz, pasando de aquella rata, que se había devorado a sí misma a las dos horas de existencia, a ese maravilloso ser que yacía desnudo, respirando armoniosamente.

Además tenía nombre. Como desde los primeros momentos en que se pusieron a la obra, habían sentido la necesidad de llamar de algún modo a su hombre en formación, Ortiz había propuesto llamarle Biógeno, esto es: Engendro vida. En verdad, quienes la engendraron fueron ellos; pero el nombre les había gustado.

Después de un largo rato de muda contemplación de su obra, que condensaba un millón de torturas cerebrales, Sivel levantó la voz en aquel silencio:

—Ya hemos concluido nosotros, Donissoff. Ahora le toca a usted. Si lo despertamos abrirá los ojos y mirará, y si lo bajamos quedará de pie donde lo dejemos, porque no se le ocurrirá caminar, y si lo hacemos caminar chocará con todo, porque no tiene noción de los obstáculos.

—Usted no pretenderá que veamos eso, ¿no? En ese caso más valdría que nos hubiéramos pegado un tiro nosotros.

Donissoff, la vista fija en la mesa, parecía no haber oído. Su expresión tenía aquel sello de implacable voluntad de las ocasiones decisivas.

—¡No! —respondió al fin—. No hemos hecho eso para deshonra nuestra... ¿Se acuerdan ustedes de la promesa que me hicieron cuando decidimos los trabajos...? ¡Sivel, Ortiz! Necesito que me den plenos poderes para animar eso.

—¡Entendido, Donissoff! No necesitaba decírnoslo.

—Sí, necesitaba, porque...

—¿Por qué, Donissoff?

El rostro de éste se contrajo, y un rayo acerado cruzó por su mirada de arcángel.

—¡Un momento! ¡Nada más que un momento!

Y salió, atravesando el laboratorio.

Un rato después Donissoff entraba, acompañado de un hombre pobremente vestido, muy flaco y de semblante amarillento. Usaba anteojos oscuros. El sujeto, evidentemente tímido, miraba con gran sorpresa a los tres hombres hasta que su vista se fijó en las lámparas eléctricas, la mesa refulgente y el hombre tendido sobre ella. Entonces su rostro se demudó.

—Ya le dije —se dirigió Donissoff a él— que se trata de una operación. Ese hombre está cloroformizado. Necesitamos su ayuda para... ¡permítame un segundo!

Y volviéndose a Sivel y Ortiz les dijo rápidamente en inglés:

—Hay que sujetar enseguida a ese hombre. No perdamos un minuto, porque va a desconfiar.

Tan brusca fue la revelación para los dos asociados que a pesar del dominio que sobre sí tenían, se quedaron con los ojos profundamente abiertos.

—¡Vamos! No se olviden de lo prometido... ¡Enseguida! —repitió Donissoff con la voz ya casi angustiosa a fuerza de ser imperativa.

—¡Donissoff! —murmuró Ortiz.

—¡Ortiz! —chirrió aquél entre dientes, abrasándolo con la mirada. Y se volvió al hombre.

Éste, los ojos desmesurados de estupor y de desconfianza, retrocedió un paso. Pero el otro le puso la mano en el hombro:

—¡Ortiz...! ¡Sivel...! —llamó a éstos con su voz clara y cortante. Y en un segundo el sujeto estuvo ceñido entre los brazos, atado y sentado en una silla. Los anteojos se le habían caído en la lucha; estaba lívido, el pelo revuelto y el rostro traspasado de terror.

Los tres asociados, jadeantes, no se tomaron la molestia de alejarse para hablar.

—¿Y bien...? —preguntaban las miradas de Sivel y Ortiz, fijas en la de Donissoff.

—¡Y bien! —repuso éste—. Es el elemento definitivo; ya está hecho.

—Hable en inglés, Donissoff —repuso Sivel. Y agregó—: ¿Qué está hecho? ¿Ese hombre...?

—Sí.

—¿Y vamos a hacer...?

—Torturarlo.

Sivel, que iba a agregar algo, se detuvo y clavó su mirada profunda en Donissoff. Él lo miraba tranquilo, pero muy pálido.

—¡Nosotros, Donissoff!

—Sí... Nos es indispensable una intensa producción de dolor, una sobreaguda corriente de dolor, para provocar en su sistema nervioso una sensibilidad que sólo los años darían. Acuérdense de la discusión que tuvimos al principio, comparando nuestra obra a un acumulador... Ha sido fabricado como acumulador; pero ahora será una bobina, un carrete... la corriente obrará por influencia.

Esto exige alguna explicación, que fue la proporcionada por Ortiz varios días después, en la instrucción del proceso.

Si se enrolla un alambre aislado en un cilindro de hierro y se hace pasar por el alambre una corriente eléctrica, el hierro se imanta. Si ese cilindro así dispuesto se introduce en el hueco de un carretel, sobre el cual se ha enrollado también otro alambre perfectamente aislado, sin comunicación alguna con el cilindro, la corriente eléctrica del cilindro pasa por influencia a la del carretel, pero centuplicada en energía. Esto es lo que se llama carrete o bobina de Rumkhorff. Y a este fenómeno de corriente o sensibilidad, centuplicada sin contacto, es al que aludía Donissoff.

Esta explicación, necesaria para el juez de instrucción, no lo fue para Sivel y Ortiz.

Vieron enseguida, con un estremecimiento, adonde iba Donissoff.

En sus rostros se reflejó la admiración que les causaba ese audaz golpe de genio o locura. ¡Mas torturar a un hombre! Horrible era sin duda; pero para aquellos tres hombres que habían sacrificado a su ideal, uno su cariño de hijo, otro su amor, otro su fortuna, el tormento aplicado a un pobre ser inocente no podía ser obstáculo al triunfo de su ideal científico. Nada había más puro y sencillo que el corazón de aquellos tres hombres, y por eso, a pesar de todo, aunque su inteligencia decidía inexorablemente el martirio necesario, sus almas allá adentro lloraban de compasión. En Donissoff, sobre todo, hacía estremecer el profundo contraste entre su rostro de arcángel y la terrible voluntad que se sobreponía a sus sufrimientos, como una sombría bandera de combate clavada vigorosamente en su propio corazón. Y por esto mismo los ojos del pobre diablo —lívido de terror— se abrieron espantosamente al ver a Donissoff que hablaba, sin darse cuenta, en francés.

—¡Decidámonos, Sivel! Cuanto más tiempo ganemos, mejor. Ortiz: abra un poco la corriente.

—¿Para la tortura...?

Pero no pudo concluir. Un grito de horror, un alarido desgarrante había partido de la garganta del pobre diablo al oír tortura. Atemorizado ya al infinito con el lazo que le habían tendido, aquel laboratorio con su aspecto de infierno, y los tres demonios devoradores de hombres, su ser todo se había roto en un alarido al ver lo que le esperaba.

Hizo un esfuerzo terrible para romper las ligaduras y rodó por el suelo con una convulsión. Lo levantaron, le sentaron de nuevo, y Donissoff, poniéndole la mano en el brazo, le dijo fríamente:

—Es inútil que grite: no se oye absolutamente nada desde la calle. Ahora, si la seguridad de que nosotros sufrimos más que usted con su propio dolor puede servirle de algo, téngala en un todo.

El pobre diablo, los ojos desmesuradamente abiertos y con el rostro surcado por heladas gotas de sudor, quedó inmóvil, siguiendo a Donissoff con la vista. Desde ese momento no tuvo un gesto, ni se movió, presa de profundo estupor.

Entonces unieron una mesa con aquella en que yacía Biógeno y acostaron en ella a la víctima desnuda. Le sujetaron de los pies y las muñecas a la mesa; y mientras Ortiz abría más la corriente de su dínamo para levantar la temperatura del laboratorio, Donissoff fue a buscar al taller mecánico una pequeña herramienta: un alicate.

El hombre inmovilizado sintió la aproximación de Donissoff y el contacto de su fina mano en una de las suyas. Durante cinco segundos el corazón del pobre ser latió desordenadamente, muerto de angustiosa expectativa. Y de pronto lanzó un grito. Una de sus uñas, cogida por el borde con el alicate, acababa de ser arrancada hacia atrás.

Fue un solo grito, pero que llevaba consigo un delirante paroxismo de dolor. El laboratorio cayó de nuevo en profundo silencio. Los tres asociados, pálidos como la muerte y con los ojos fijos en Biógeno, acababan de notar un ligero estremecimiento en su párpados.

—Ha sentido...—murmuró Ortiz.

Ninguno respondió. Sí, la corriente había pasado; el ser recién creado, virginalmente puro de sensaciones, acababa de sentir en su sistema nervioso el primer choque del dolor llevado a su culminación.

Un momento después, otro alarido resonaba, más desgarrador aún que el primero; otra uña echada atrás con el alicate había desaparecido del dedo.

Y con largos intervalos, los alaridos se sucedieron, pero prolongándose cada vez más en un estertor lamentable.

Los tres asociados, fijos los ojos en Biógeno, constataban el creciente temblor de sus párpados, mientras la expresión de serenidad estatuaria comenzaba a desvanecerse. Iba adquiriendo ese algo cansado, doloroso, serio que caracteriza la expresión del adulto que ha sentido y sufrido, expresión visible aun cuando duerme. El acumulador se iba cargando.

Pero, entre tanto, a cada nuevo alarido del pobre ser torturado, la palidez de los operadores aumentaba. Cuando la sexta uña hubo sido echada hacia atrás, Ortiz puso la mano en el brazo de Donissoff y le miró con profunda angustia:

—No puedo más, Donissoff... Me voy.

Donissoff evitó su mirada y sacudió las ondas de sus cabellos sin responderle.

—Sufro demasiado... —continuó Ortiz en voz baja.

—Yo también —repuso Donissoff, con su rostro blanco y contraído—. Pero quiero llegar hasta el fin.

Ortiz se retiró. Al octavo alarido Sivel estrelló contra el suelo una pinza de operaciones que conservaba aún y se echó de brazos sobre una mesa. Donissoff lo contempló un rato y yendo hacia él le pasó suavemente la mano sobre la cabeza.

—¡Váyase, Sivel! Yo operaré solo.

Sivel levantó su rostro desfigurado, más blanco que el mármol, y clavó sus ojos en los de Donissoff. Durante largos segundos se observaron aquellos dos hombres de temple formidable, y durante esos segundos ambos volvieron al pasado lleno de sangre de sus propias almas.

Pero esta vez el acero de la voluntad de Sivel se había quebrado, no podía resistir más.

—Váyase, Sivel —repitió con dulzura Donissoff. Sivel se fue, y hundido con Ortiz en los divanes del comedor, continuaron oyendo los lamentos desgarradores del torturado.

Pasó así media hora. Ortiz, con las manos cruzadas detrás de la nuca, tenía la vista fija en el techo. Sivel, inmóvil también, fumaba. Pero el cigarro le duraba apenas unos minutos. Y acabado de tirar el décimo, los alaridos cesaron.

Un momento después entraba Donissoff, pálido como la muerte.

—¡Me muero de sed! —exclamó con la voz ronca—. ¿Quiere hacer té, Ortiz? Estoy un poco cansado.

Se dejó a su vez caer en el diván, junto a Ortiz, echando la cabeza atrás, con los ojos cerrados.

Durante un largo rato no dijeron una palabra. El silencio parecía ahora mucho más profundo.

—¿Concluyó? —le preguntó Sivel al fin, sin mirarle.

—Sí, pero no sé... Me moría de sed.

—¿Y ese desgraciado? —le dijo Ortiz.

—¡Un momento, Ortiz! ¡Déjenme descansar un momento...! Está desmayado ahora.

Cuando hubieron tomado el té, se levantaron y fueron al laboratorio. Sobre las mesas, mesas vivamente iluminadas, yacían los dos cuerpos, uno al lado del otro. El pobre ser torturado parecía ahora de una flacura cadavérica. Tenía el vientre horriblemente hundido y las costillas salientes, proyectadas para arriba por contraste, parecían romperle la piel. Tenía el rostro lívido y los ojos hundidos en el fondo de las órbitas. De sus fosas nasales caían dos hilos de sangre que cortaban paralelamente los labios y se perdían en la barba. No conservaba una sola uña en sus dedos.

Los tres asociados, después de pulsarlo y auscultarlo, se inclinaron sobre Biógeno. El temblor de los párpados había cesado; pero su expresión era otra: la expresión de un hombre que ha vivido, amado, sufrido. ¡Sí, aquella boca cerrada había gritado; aquellos ojos habían visto, aquella frente, ya no tersa, había pensado!

A pesar de las emociones de ese día y de los terribles choques que acababan de sufrir, los tres experimentadores sintieron sus almas refrescadas de glorioso orgullo. El corazón de Biógeno trabajaba con absoluta precisión, los pulmones quemaban su oxígeno hasta el último átomo y el cerebro, ahora, vivía. No era ya su sistema nervioso el de un recién nacido: su cerebro había vivido una existencia entera de sensaciones.

Pero para ello había devorado en dos horas todo cuanto cabe de dolor en un organismo humano.

La vista de sus creadores se apartó al fin de él, fijándose en la víctima.

—Ha sufrido horriblemente —murmuró Ortiz, bajándole el párpado inferior. Urgía levantar su depresión; desprendieron las ligaduras con exquisito cuidado y lo llevaron en brazos a la cama de Donissoff. Allí, gracias a una inyección de cafeína y a los cuidados que le fueron prodigados, el pobre diablo volvió en sí. Los ojos dilatados de estupor recorrieron lentamente la pieza y se fijaron al fin en los tres rostros que lo observaban. De pronto su rostro se contrajo horriblemente. Lanzó un grito desesperado en que iba toda la defensa que quedaba al pobre ser ante un nuevo martirio: acababa de reconocer a Donissoff.

—¡Retírese! —dijo Sivel a éste al oído—. Su presencia acabaría de enloquecerlo.

Donissoff salió; y entonces Sivel y Ortiz tuvieron el arduo trabajo de tranquilizar al mísero torturado, lográndolo al cabo de media hora larga. Luego lo dejaron solo, pero cerrando tras de sí la puerta con llave.

Los tres asociados se encontraron al fin solos ante su obra.

—Era tiempo de que concluyéramos —exclamó Ortiz, pasándose la mano por la frente—. Tengo la sensación de que hemos vivido mil años en este día.

—¡Sí, hemos concluido! —observó Sivel.

—¿Por qué no? Fíjese en esa expresión. Ese hombre tiene ya cuarenta años de vida cerebral.

—¿Duda, Sivel? —se volvió a él Donissoff mientras recogía de la mesa próxima su jeringuilla Pravatz.

—No sé... —contestó Sivel, sacudiendo la cabeza—. Temo mucho, al menos... Pero temo otra cosa.

—¿Qué?

—No sé bien... Inyecte, Donissoff.

Donissoff inyectó su suero excitante en el vientre de Biógeno, y un momento después éste abría los ojos. Fácil es darse cuenta de la profunda ansiedad con que los tres experimentadores observaron aquella primera manifestación de vida real. La mirada de Biógeno, clara, límpida, pero desprovista en un todo de expresión, se fijó directamente en el techo.

Pasó un minuto así, en profundo silencio. Donissoff, Sivel y Ortiz observaban aquella mirada; y la mirada aquella fija en el techo, sin pestañear. Al fin se oyó un murmullo.

—No sé —había susurrado Ortiz.

Instantáneamente, la cabeza de Biógeno se volvió hacia donde había sonado la voz, y sus ojos, con expresión de profunda inquietud, miraron a los tres hombres. Los tres sintieron al examinar esos ojos un hondo estremecimiento.

—¡Donissoff...! ¡Esa mirada! —murmuró Ortiz.

—Sí —repuso Donissoff, pálido—. Yo también la conozco.

—Eso es lo que... —iba a agregar Sivel. Pero las palabras se cortaron en su boca.

Biógeno, con expresión de agudo sufrimiento, acaba de recoger las manos, tocándose las uñas.

—¡Eso es lo que temía! —reanudó Sivel, con el ceño contraído—. ¡Ha absorbido todas las torturas del otro! ¡Hemos hecho un monstruo de dolor, Donissoff!

—¡No! —repuso éste, con su pálido rostro de arcángel—. El dolor está aún a flor de nervio... Se reabsorberá enseguida.

Entonces se oyó una voz que no era de ninguno de los tres experimentadores.

—¡Ay! ¡Las uñas!

El primer movimiento de Donissoff, Sivel y Ortiz fue volverse vivamente hacia la puerta del cuarto en que yacía el pobre torturado: habían oído su voz. Era su voz; y sin embargo, había salido de encima de la mesa: era él quien hablaba.

Los tres hombres se estremecieron violentamente. Esa sencilla frase demostraba ya sensación, percepción, todo cuanto hace del adulto un ser superior. ¡Pero la mirada era del otro! ¡La voz era del otro!

—¡Hemos hecho un horror, Donissoff! —clamó de nuevo Sivel, pasándose la mano por su frente angustiada—. Ese hombre no tiene vida propia. Es un maniquí; le hemos transmitido el alma del otro.

Donissoff se irguió; y mientras su mirada tornaba a acerarse, como en todos los casos en que irrumpía de su alma una explosión de voluntad o de genio, puso la mano en el hombro de Sivel.

—¡Sivel! Jamás le he asegurado yo de antemano una cosa de la cual no estuviera completamente seguro. Ese ser tiene vida propia, o la tendrá. La influencia del alma del otro persiste aún, y sería imposible que así no fuera. Pero se disipará en cuanto vuelva a despertarse. Y entonces...

—¿Entonces qué, Donissoff?

—Entonces —prosiguió Donissoff con un poco de lentitud y mirando a otra parte. Entonces es posible que sufra mucho aún. Cuando usted temía esta especie de avatar momentáneo, yo temía...

Pero no pudo concluir. Biógeno, que después de aquella frase de sufrimiento había caído en un profundo sopor, acababa de abrir los ojos y lanzar un grito delirante.

—¡Eso es lo que temía! —exclamó Donissoff, lívido—. ¡Ya empieza!

Sonó un nuevo grito y Biógeno se incorporó violentamente. Los tres asociados se lanzaron sobre él y apenas el ser sintió en el cuerpo el contacto de las manos de sus creadores, prorrumpió en alaridos de espantoso dolor.

Ortiz levantó la cabeza y miró fijamente a Donissoff.

—¿Y para comer, Donissoff... ?

Se hizo un mortal silencio. Evidentemente el sentido del gusto debía tener la misma espantosa irritabilidad del de la vista, del oído, del tacto...

—¡Eso es! —dijo Sivel—. No podrá comer. Preferirá la muerte, antes que los terribles dolores que le ocasionaría un simple trago de agua.... ¡Donissoff! —exclamó después de un rato de silencio, levantándose—. ¡Donissoff! —repitió mirándolo fijamente—: ¡Matemos eso!

Ortiz, que a horcajadas en la silla tenía la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados en el respaldo, levantó lentamente su rostro pálido. No se oía sino la respiración de Biógeno.

—¡Hemos hecho un monstruo, Donissoff! —repitió Sivel con la voz ronca—. ¡Matemos eso! Es más misericordioso.

Donissoff, que hasta ese momento no había hecho un solo gesto, se levantó. Fue a la cama, pulsó aquellas arterias, auscultó aquellos pulmones, y se volvió al fin con los ojos húmedos.

—¡Compañeros! Ustedes saben con cuánto cariño y energía hemos trabajado juntos cuatro años. ¡Cuatro años trabajando juntos...! ¡Les pido un día, nada más que un día de tiempo! Si mañana a esta hora su sistema nervioso no está aplacado, destruiremos nuestra obra... ¡Pero un día, por favor, Sivel!

Y sentándose al pie de la cama, dejó caer la cabeza en el respaldo.

Ahora bien; para Sivel y Ortiz, que conocían hasta el fondo el temple de aquel alma, esa exclamación de un héroe de la voluntad era más temible que cualquier honda protesta de desaliento. ¡Qué agudas y profundas debían haber sido las emociones de ese día para quebrantar como un diamante los nervios de aquel arcángel! La obra era común, sin duda, y a ella habían aportado la sustancia íntima de sus almas, transformada en talento y energía. Pero ni Sivel ni Ortiz ignoraban que aquello era obra de Donissoff. Las angustias habían sido, por lo tanto, triples que las de sus compañeros, y ahí ese derrumbe de su energía, que, como el de una montaña, arrastra junto con lo que halla a su paso a la montaña misma.

Ortiz quiso ir hacia Donissoff, pero Sivel lo contuvo con un gesto. Quedaron inmóviles.

Un momento después Donissoff se levantaba. No quedaba la más leve huella del desaliento sufrido. Su frente, sus ojos, su expresión entera tenían la limpidez acostumbrada.

—Creo que podríamos acostarnos —dijo sencillamente.

Sivel y Ortiz asintieron de muy buena gana. Cerraron antes herméticamente ventanas y puertas del cuarto a fin de evitar en lo posible impresiones a los sentidos de Biógeno, y salieron. Sivel y Donissoff durmieron en el laboratorio sobre una simple manta.

Al día siguiente los tres asociados se levantaron muy temprano. Se sentían molidos, quebrantados por las emociones de las últimas veinticuatro horas en que habían visto la realización, el fracaso y el resurgimiento de su sueño de tres años. Fueron al comedor, pero como no tenían hambre alguna desayunaron con naranjas. El ácido jugo fue un gran calmante para sus gargantas resecas; y luego, un poco más reconfortados ya, pasaron al cuarto de Sivel, donde el torturado, con las dos manos vendadas, dormía aún.

Sólo se despertó cuando los tres experimentadores estuvieron a su lado. Sus ojos dilatados en un profundo círculo negro, ojeras de sufrimiento y de terror pasados, vagaron apagados por el techo.

—Buen día —le dijo Sivel poniéndole la mano en la cabeza—. ¿Cómo se encuentra?

La mirada del mísero, que iba pesadamente de uno a otro, concluyó por fijarse en la de Sivel. Y lentamente, como una lámpara eléctrica que comienza a encenderse poco a poco, aquélla revivió.

—Bien... bien... —repuso al rato, con una voz que surgía rota del fondo de su naturaleza, trémula todavía por el sufrimiento pasado.

—¿Mucho dolor ahí? —prosiguió Sivel.

—No... nada... no me duele...

—¡Cómo...! Pero fíjese bien: ¿dolor, no? ¿No le duele nada, nada?

El otro cerró los ojos y sus labios temblaron un rato.

—No, nada...

Sivel y Ortiz se miraron intensamente. Donissoff, con la vista fija en los muñones vendados, no movió un solo músculo. Entonces Sivel salió, volviendo enseguida con una aguja de coser heridas. Se inclinó sobre él y, oprimiéndole fuertemente la muñeca, le preguntó:

—¿Siente?

—No.

Entonces Sivel hundió la aguja entera en el antebrazo.

—¿Siente?

—No.

Sivel, pálido, se incorporó. Volvió a cubrir al desvalido y, seguido por sus compañeros, abandonó la pieza.

—Este hombre se muere —dijo sencillamente, cuando estuvieron solos en el laboratorio. Donissoff no respondió en los primeros momentos.

—Sí —contestó—. Lo hemos matado. Sus nervios están quebrados para siempre. Son incapaces ya de la menor reacción sensitiva. Mañana no verá más, pasado no oirá y luego no respirará.

—Hemos descargado demasiado la pila —observó sordamente Ortiz.

—Y el acumulador, en cambio, se ha sobrecargado —apoyó Sivel, quedando un momento con la vista perdida. Cuando la alzó ya no estaba allí Donissoff.

—¿Y Doni...? —iba a preguntar. Y un grito terrible, un verdadero aullido de dolor llevado a su paroxismo, le heló las palabras. Se lanzaron de un salto al cuarto de aquél, pero Donissoff cerraba en ese instante la puerta por fuera.

—¿Qué, Donissoff? ¿Qué hay? —exclamó Ortiz.

—Nada —repuso aquél—. Entré y estaba en medio del cuarto...

—¿Y ese grito?

—En cuanto vio la luz... ¡Todavía!

Otro grito de dolor, efectivamente, acababa de oírse. Era Biógeno, a cuyo vibrante sistema nervioso la menor sensación arrancaba gritos de agudo dolor. Un pequeño rayo de luz le hacía el efecto de un deslumbrante fulgor en plena pupila. Si tocaba un objeto recibía una violenta quemadura. Y el gusto, el oído, el olfato, todos los órganos de la sensación, puestos en un grado de terrible excitabilidad por sus creadores, mantenían a aquel desgraciado en medio de la pieza, tembloroso, angustiado, empapado en frío sudor de tormento.

¡Sí! Había robado, absorbiendo hasta la última vibración, toda la potencia nerviosa que surge de una persona a la que se tortura. La absorción había sido completa, decisiva y fatal: mientras el uno sentía demasiado, hasta aullar de dolor por la impresión de un leve rayo de luz, el otro, con los nervios vaciados y muertos, iba a perder la vida por no sentir nada...

Los tres hombres habían quedado inmóviles ante la puerta cerrada. Al segundo grito había seguido un tercero y luego de nuevo el silencio.

—¡Quién sabe! —murmuró Sivel—. Tal vez cuando pierda un poco de excitabilidad... Entremos de nuevo, Donissoff.


Ilustración: Valeria Uccelli

Pero apenas hubieron hecho girar la llave, un angustioso grito les probó que el ligero ruido de la llave había torturado el tímpano de aquél. Retrocedieron, con sus esperanzas hechas pedazos, mientras en el cuarto los gritos continuaban: esta vez de mucha más intensidad y duración que la primera vez.

Así, durante dos días enteros, los tres asociados vinieron sintiendo sin la menor tregua el grito aquel que surgía del cuarto cerrado. Ya no era menester el chirriar de una puerta, la luz que entrara por ella: los ruidos apagados de la calle, las casi invisibles filtraciones de luz, el solo contacto de los pies en el suelo eran para aquella naturaleza que había cobrado vida por medio de alaridos de dolor un manantial inagotable de tormentos. No habían pretendido los experimentadores someterlo ni por un instante a la tortura de la alimentación. Aparte del dolor irresistible que le hubiera ocasionado un simple trago de agua, habría sido menester poner sus manos encima de él, violentarlo, exponiéndolo por consiguiente a que el sufrimiento paroxístico rompiera de una vez sus nervios, ya tirantes hasta lo indecible.

El otro, entre tanto, el mísero torturado, se iba extinguiendo en la vaciedad total de su organismo. Ya no veía, ni oía, ni sentía nada. Yacía tendido de espaldas, inmóvil, muerto en vida. El corazón latía cada vez más débilmente. Su respiración se apagaba, y aquel cuerpo joven, lleno de vida dos días antes, era apenas un organismo vegetal, insensible máquina que se había vaciado hasta la última gota en explosivas cargas de dolor.

Y en el cuarto de Donissoff los gritos de tortura continuaban, agudos, incesantes, hasta que, concluido el tercer día, cesaron de golpe. Los tres asociados entraron y hallaron a Biógeno desmayado en el suelo. Lo acostaron, y permanecieron de pie, a su lado, sumidos en tumultuosas reflexiones.

Dos días hacía que no lo veían, que no habían visto a aquel ser humano pensado, planeado y ejecutado por ellos. ¡Y cuántas esperanzas perdidas! ¡Qué desastre y qué triunfo al mismo tiempo, con aquellos nervios que sangraban vivos por exceso de sensación! Pero no era eso lo que ellos habían pretendido. Allí estaba, desmayado de extenuación nerviosa, por fin, después de dos días de tortura. Pero pronto volvería en sí.

—¿Qué le parece, Donissoff? —preguntó Sivel—. ¿Una gruesa inyección de morfina? La resistiría bien.

—Sí —repuso Donissoff, con la voz perdida—. La resistiría bien, pero mataríamos el alma. Y lo que precisamos es disminuir la sensibilidad exterior, nada más. Tal vez hubiera algo mejor...

—¿Qué?

—Descargar el acumulador.

—Es lo que está pasando desde anteayer...

—Sí, pero en corto circuito, como dice Ortiz. La descarga sobre sí mismo... Y hace falta una máquina receptora.

Sivel lo miró intensamente, y su rostro deforme palideció.

—¡No quiero más torturas, Donissoff! —repuso con la voz ronca.

—No torturaremos a nadie, Sivel —objetó aquél—. Pero podríamos hipnotizar a alguien. En ese estado es fácil recibir el exceso de carga de Biógeno.

—¿Pero a quién?

—A mí.

Sivel y Ortiz se volvieron bruscamente a Donissoff. Su belleza de arcángel centelleaba bajo el influjo de su genio y su voluntad. Sivel, que había vuelto a bajar la vista sobre Biógeno, la alzó esta vez completamente contraído:

—¡Donissoff! ¡Por lo que más quiera en este mundo, no haga eso!

—Por lo que más quiera... —murmuró Donissoff, mientras una sonrisa amarga se dibujaba en sus labios. Y su mirada, perdida en el vacío, reconstruyó otra escena de comité secreto, allá, muy lejos, en que había sacrificado algo más que su propia vida.

Sacudió la cabeza.

—¡Es menester! Allá en Rusia hice algunos experimentos de hipnotismo... Necesitábamos todos conservar nuestra potencia activa y pasiva en sugestiones. Como ustedes comprenden, en este estado me será fácil transformarme a mi vez en acumulador... pero será preciso torturar a Biógeno.

—¡No, no, Donissoff! —exclamó Ortiz—. ¡No podría oír ni un solo grito de esos!

—Ni yo, por eso quiero cambiar este insostenible estado de cosas. Hemos puesto en esta miserable máquina de sufrimientos todo cuanto nos une aún a la vida. Por lo menos a Sivel y a mí... Ortiz no ha sufrido aún. Los dolores que pueda sentir no son nada en relación a la tortura incesante de este pobre ser. Además, Sivel, dos o tres sacudidas bastan. Mis nervios recogerán la corriente, para devolverla apenas cese el estado hipnótico... fíjese en esto.

Y era evidente: el problema hallaba así prodigiosa y elemental solución. El pecho de Sivel y Ortiz se abrió a una nueva oleada de esperanza, que esta vez los llevaría al triunfo, ¡ya demasiado lleno de dolores!

Entonces, viva, febrilmente, se dispuso todo. Transportaron a Biógeno al laboratorio y le tendieron fuertemente ligado sobre la mesa donde naciera a su miserable vida. A su lado se tendió Donissoff, oprimiendo fuertemente la mano de Biógeno. La sala de tortura volvía a tener el mismo aspecto de la vez primera: el laboratorio oscuro en los rincones; las mesas de mármol vivamente iluminadas por las lámparas eléctricas con pantallas verdes, los experimentadores mudos, y la atmósfera quieta del recinto que parecía esperar angustiada nuevos gritos de tortura.

Sivel se inclinó sobre Donissoff y fijó su mirada profunda en los ojos de aquél. Ortiz, inmóvil, pulsaba a Biógeno. No se sentía el menor ruido en el laboratorio.

La voluntad de Sivel para que Donissoff durmiera sólo era igualada por la del propio Donissoff para querer dormirse. ¿Qué no hubieran podido obtener aquellas dos energías de acero, puesto todo esfuerzo en un solo pensamiento?

Al rato los ojos de Donissoff se cerraron. Sivel colocó el índice y el pulgar de su mano sobre los párpados de aquél, oprimiéndole los ojos suavemente.

—¿Duerme, Donissoff?

—Todavía no.

Pasó un largo rato. Se hubiera podido seguir por todo el laboratorio el zumbido de una mosca.

—¿Duerme, Donissoff?

Esta vez la respuesta se demoró.

—Sí, estoy dormido.

Sivel se volvió entonces a Ortiz.

—¿Y eso? —preguntó en voz baja.

—Ya comienza a estremecerse... ¡Empecemos enseguida!

No había tiempo que perder. Sivel se inclinó de nuevo sobre Donissoff.

—¡Donissoff! —le dijo con voz lenta, para insinuar más firmemente la sugestión. Usted tiene una gran debilidad nerviosa y necesita una fuerte excitación... ¿Me oye?

—Sí.

—Cuando la impresión que sienta llegue a ser dolorosa, ¿oye bien?, cuando sienta dolor, se despertará enseguida.

—Sí.

—¿Apenas sienta dolor, Donissoff?

—Sí. Sivel se reincorporó entonces, tranquilo. Con esta sugestión perentoria nada había que temer; sería imposible el menor trastorno.

Lo que pasó entonces fue tan terrible que ni Sivel ni Ortiz han podido después reconsiderar el tiempo justo que tardó en efectuarse la terrible catástrofe. Sivel había concluido apenas de enderezarse, cuando Biógeno se agitó violentamente. Era menester a toda costa evitar que se despertara normalmente.

—¡Rápido, Ortiz! —exclamó Sivel—. ¡Tortúrelo!

Ortiz se inclinó sobre el desgraciado con su instrumento de horror, y un segundo después, un alarido horrible, sobrehumano, como nunca lo habían oído, una verdadera expresión de dolor llevado a su paroxismo resonó en el lúgubre laboratorio. Y tras él, otro grito, pero ronco, de corazón que estalla, enloqueció a los operadores.

Donissoff acababa de incorporarse violentamente, con los ojos fuera de las órbitas y la boca espantosamente abierta.

—¡Donissoff! —gritaron a un tiempo Ortiz y Sivel precipitándose sobre él. Pero Donissoff había vuelto a caer hacia atrás, con un ronco suspiro, muerto, destrozado por aquella abominable máquina de dolor que había creado con su genio y que acababa de descargar de golpe todos sus sufrimientos acumulados: había estallado, matando a Donissoff.

Ortiz y Sivel, mudos de horror, quedaron anonadados. ¡Su compañero, el más grande y noble de todos los hombres, aquella criatura de genio y sacrificio, fulminado para siempre! ¡Estaba allí muerto, aquel arcángel de genio que había creado lo más grande que es posible crear en este mundo! ¡Y perdido para siempre!

Sivel, con un ronco y profundo sollozo, cayó sobre el pecho del héroe.

—¡Donissoff, niño querido! —exclamó—. ¿Qué hemos hecho de ti?

Ortiz no tenía fuerzas para secarse las gruesas lágrimas que rodaban por sus mejillas.

¡Todo estaba concluido! ¡Jamás, jamás volverían a aspirar a nada! ¡Nunca más entrarían en el laboratorio! Su porvenir entero estaba muerto ya, como había muerto el hombre de las manos vendadas; como había muerto su creación abominable; como allí —criatura sublime, arcángel de genio, voluntad y belleza— estaba muerto Donissoff.



Horacio Quiroga nació en el Salto uruguayo el 31 de diciembre de 1879 y se suicidó ingiriendo cianuro el 19 de febrero de 1937 en Buenos Aires, ante la perspectiva de tener que afrontar una enfermedad incurable.

Su carrera literaria se había iniciado con la publicación de un libro de poesía, Los arrecifes de coral (1901), antes de trasladarse a Argentina, donde transcurrió el resto de su vida. Signado por la tragedia, con la que llegó a establecer una relación tan estrecha que resulta imposible determinar quien llamaba a quien, desarrolló una actividad creativa de rara intensidad. Atraído por la selva, vivió largos períodos de su existencia en Misiones, cerca de las ruinas jesuíticas. Sus experiencias en una zona de frontera a la que sus lectores de la ciudad no tenían acceso, el conocimiento de gentes, animales y plantas "exóticas" que supo integrar a sus relatos, determinó que sus ficciones adquirieran una marca de estilo. También puede pensarse en él como un enfermo, un obsesivo que abandonó la vida refinada de la gran urbe para arribar, gracias a fatalidades y decepciones, a esa condición de escritor excéntrico y subversivo.

La síntesis de su vida es casi la de su estilo: la selva, la muerte, el dolor. Las relaciones que lo vincularon a otros seres humanos fueron siempre conflictivas. No se salvan de este calificativo padres, esposas, hijos, amigos, todos ellos trágicamente presentes en su obra literaria. Pero descubrió que escribir es un oficio, no un rapto de inspiración y en ese descubrimiento se asienta uno de los hitos básicos de la literatura argentina.

En 1898 conoció a Leopoldo Lugones en Buenos Aires, un escritor que habría de ejercer una importante influencia sobre él. En 1900 fue uno de los promotores de un movimiento literario en Montevideo que recibió el nombre de "Consistorio del Gay Saber". También es posible reconocer el ascendiente que tuvieron sobre Quiroga el italiano Gabrielle DŽAnnunzio y el norteamericano Edgar Allan Poe. Entre sus obras más importantes pueden citarse El crimen del otro (1904), Historia de un amor turbio (1908), Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte (1916), El Salvaje (1920), Cuentos de la Selva (1921), Anaconda (1923), El Desierto (1924), Los Desterrados (1926) y Más Allá (1934), su última obra.

Axxón 163 - junio de 2006
Cuento de autor rioplatense (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Experimentos: Clásico: Uruguay: Uruguayo: Argentina: Argentino)