CEPAS

Juan Pablo Noroña

Cuba

La lanzadera espacial se desplazó entre las paredes del dique receptor, lenta y centrada como hebra en la trama. Cuando toda su longitud estuvo dentro compensó el impulso proyectando un chorro de gases por las toberas frontales y se detuvo. De ambos lados brotaron las grapas de sujeción y por debajo el tubo para descarga de pasajeros y mercancía.

Seridyo apartó la vista de las grandes pantallas que mostraban el desembarco a todos en la sala de espera y se levantó del sillón. Estiró el cuello, se puso en puntillas y miró en todas direcciones, incluso a la pasarela alta que además de rodear la sala conectaba los pasillos del nivel inmediato superior. Chistó, molesto, y se encaminó hacia la rampa de subida a la pasarela, sorteando a las personas que iban de aquí o allá para ninguna parte. Al levantar la mirada al pie de la subida descubrió a Soco apurándose por el paso elevado. Seridyo se apresuró, tratando de no perderlo de vista. Se le escapó por unos segundos, pero ya arriba lo volvió a ver donde el puente se convertía en pasillo, entrando a un bar llamado "El Viejo Lugar". Al menos se detenía, pensó mientras se acomodaba el uniforme, especialmente los distintivos de su rango como sargento en la Guardia del Hábitat. Caminó despacio, haciendo compostura mientras llegaba a la entrada.

Se asomó por sobre las mamparas de estilo antiguo de la puerta, con el aire casual de quien pasa a chupar un trago. El local era pequeño, pero bien distribuido, con tres mesas a cada lado y una barra a todo lo ancho del fondo. El único cliente era Soco, sentado justo delante del barman.

—¿Están aquí? —saludó Seridyo.

—Aquí —dijo el barman—. ¿La vida?

—Nada —contestó el guardia.

—Es lindo —dijo Soco, sin volverse—. Ven con tu perro.

Seridyo entró y ocupó la banqueta junto a la de Soco. Sus hombros quedaban a la altura de la cabeza del otro y por su anchura casi invadían el espacio ajeno. —Llega la lanzadera de la última nave.

—Le tengo tiempo —dijo Soco, apartando apenas la boca de una cápsula de cerveza amarga—. En poco voy a recibir Nuevos.

El guardia tamborileó sobre la barra, indeciso. Soco volvió a chupar de su cápsula de cerveza.

El barman miró a uno y a otro, con expresión de fastidio jocoso. —Dicen, Soco —habló de repente—, ¿pagas el aire? Quita ojos no tenerte al techo. Te debían salir de la Hamburguesa, a pasear con estrellitas.

Soco se rascó la nariz con aire de extrañeza. —Es no sé, Pachin. Nunca pagué, y es nada flotó, ni me botaron al Frío.

—¿Es no sabes? Seridyo sabe.

El guardia enarcó las cejas. —¿Yo sabía?

—Es no lo pasean por no pagar la grave y el aire como tú o yo.

Seridyo se encogió de hombros. —Cuenta tú —dijo molesto—, es no muerdo frases.

El barman echó una sonrisa sardónica y remplazó la cápsula vacía de Soco. —Oh, muerdes lo que sirve, hermano —apoyó ambas manos en la barra, mirando a quien no le hablaba—. Muerdes si la bonita no te pisa. Ver, quiero que te la dé ahora, de la más que tiene. ¿Lo veo?

Soco se tragó una carcajada y puso cara de loco. —Es no hay nada, Pachin —dijo sacando una tarjeta de crédito de un bolsillo en la chaqueta—. Lo ves —y le alcanzó la tarjeta a Seridyo.

El guardia de seguridad atrapó la ficha y la escondió en su ropa. —Mierda ustedes: por pedirlo, por gozarlo. ¿Y si me miran de Arribas? —dijo tirando con un dedo del párpado inferior hasta mostrar la esclerótica del ojo.

—Te ven falto de latas —respondió Pachin—. Tienes algodón en esos vidrios. ¿Es no comes? ¿Quemas que no da la bonita de Soco para mierdas como papeo?

—Seridyo ya no quema duro —intervino Soco—. Está que piensa —le pasó un brazo por encima al guardia—. Cuida su templo; el algodón es viejo, quedó.

—Es lindo. Usa leche con vitas y minos: carga la roja en dos días. Y es no doy más alcoholes.

—¿Crees? —Soco le dio una fuerte palmada a Seridyo—. Pachin te quiere.

Seridyo hizo un mohín. —Me quiere reír, o darme vuelta con los Arribas. ¿Decir que la des aquí?

Soco se zafó del guardia y tomó la cápsula. —Es nunca; Pachin sólo quiere decir que sabe que sabemos que sabe; muy sabido. ¿Dónde te doy mejor la bonita, si no entre tus perros?—. Soco se llevó el envase a la boca y comenzó a succionar, inclinado.

El barman le guiñó un ojo a Seridyo. —Jau —dijo.

—Hay amor —respondió el guardia y alzó su cápsula. El barman le detuvo la mano antes de que se la llevara a los labios.

—¿Te dejo? —preguntó Pachin—. ¿Y la roja?

Seridyo suspiró mientras agitaba la cápsula. —Cómo queda.

—Gracias —Soco extendió la mano y tomó la bebida del otro.

Pachin meneó la cabeza, riendo. —Igual debíamos pasearlo con estrellitas.

Soco miró a Pachin por entre las cejas, la cápsula mal colgando de los labios como un biberón seco. —No, es no deberías salirme de la Hambu, mi perro —masculló—. ¿Quién trae, ver? —dijo sacando del bolsillo un pequeño cilindro plateado y mostrándolo al barman como dulce a un niño—. ¿Traigo?

Al barman se le cortó la sonrisa. —Malo, Soco. Malo mañana y ayer.

El aludido alzó los ojos malditos y señaló con el tubo al entrecejo de Pachin. —Trabaja aquí —dijo—. Es limpio, pero trabaja aquí. ¿Pachin usa limpio, Seridyo? Limpio es más caro.

El barman apartó la cara del cilindro, pero al momento dio un manotazo para atraparlo; Soco le dejó el aire.

—¿Quieres ver, Seridyo? —preguntó Soco, dándose golpecitos en la barbilla con el pequeño tubo.

Seridyo sonrió feroz. —Quierísimo.

Soco puso el objeto a media distancia entre él y Pachin. El barman hizo otro intento de tomarlo, pero Soco chasqueó la lengua. —La bonita —dijo.

Pachin resopló. Rostro de hastío, abrió un pequeño pad de datos en la barra y tocó varias órdenes. —Supercrédito para Soco; es no paga en la casa.

El otro se encogió de hombros y estiró el cilindro hasta un bolsillo de la camisa de Pachin. —Prefería bonita; mejor como diga mi perro. ¿Ves, Seridyo?

El guardia asintió.

—Mandas, Soco —dijo Pachin—. Puro látigo.

—¿Látigo? —se asombró Soco—. No, es no. Puro perro. Somos todos perros.

Pachin se envaró y mostró las palmas de las manos. —Lo que dice Soco; es perros.

El traficante le correspondió con un ademán de camaradería. —Me voy —dijo levantándose de la banqueta—. Una Hamburguesa muy grande allá afuera, de oportunidades; no coman las paredes. ¡Eh! —Soco miró de repente a un punto detrás del barman—; tu pared tiene catarro, dicen.

Pachin se dio la vuelta, sorprendido. Entre los cristales del bar había una tabla de madera auténtica, con un letrero rojo de alguna marca; por el borde inferior escurría un fluido claro.

—¡Con! —exclamó el barman y se apresuró en sacar una ventosa de bajo la barra. La puso contra la madera, la activó y tiró con fuerza. Cayó atrás. Dio duro, asombrado, los riñones contra la barra, pero sin quejarse. Observaba con susto la madera, que chorreaba. Y aún más chorreaba el agujero dejado por la tabla entre los espejos. Era un cuadrado de una materia lisa, rosada y violácea, con textura de carne curada. El fluido parecía brotar de toda la superficie, como mucho sudor.

—La Hambu alergia a tu anuncio de cervezas antiguas —dijo Seridyo—. Lo retiras.

—¿Alergia? —se maravilló Pachin—. Meses ahí, años en paredes de otras Hambu. ¿Alergia ahora?

- Ahora —dijo Soco—. Sí, ahora —repitió apartándose de su banqueta—. Algo hay que hacer, creo. Pero raro... quizás es otra cosa, aparte del anuncio.

—Llevo ese anuncio —anunció Seridyo—, se lo hago llegar a Darius el biológico.

—Con, Seridyo —protestó Pachin—. Es no vuelve.

—No es mi problema.

—¿Tiene que ser el mío? Lo guardo.

—Enferma la carne de la Hambu. Es problema de la Hambu.

—¿Desde te preocupan los problemas?

—No me pises la cara, Pachin, mientras somos perros.

Soco dejó al barman y al guardia discutiendo detrás de sí y salió del bar. Caminó por el pasillo de su derecha, el más amplio y concurrido, hasta que se convirtió en la pasarela, tendida como un balcón sobre la sala de espera. Al llegar al medio se asomó sobre la baranda y revisó el área de allá abajo. Había mucho personal pasando, sentándose, levantándose, haciendo y deshaciendo paquetes. Cualquiera de tantos no era a quien buscaba; buscaba a alguien incómodo, fuera de lugar. Nuevo para esta Hamburguesa, o mejor, para las Hamburguesas en general.

Vio en una esquina a dos muchachas de pie, muy juntas, cada una con varios paquetes, mochilas a la espalda todavía. Tenían detrás de ellas un banco pegado a la pared, cómodo, y no lo usaban para armar campamento, descargar e ir por turnos al servicio sanitario. Miraban en todas direcciones, aunque sin mover el cuerpo. De seguro no sabrían siquiera qué buscar; Soco decidió ser encontrado. Fue hasta la rampa al final de la pasarela, bajó como un señor y se encaminó recto hacia donde estaban las mujeres, hecho una sonrisa.

Una de ellas hizo contacto visual con él apenas se aclaró de personas el espacio entre ambos. Soco iba con los brazos abiertos, alegre como todo un comité de bienvenida. La mujer apartó la vista mientras decía algo por lo bajo; Soco llegó con la última palabra de ella y dijo la suya: —¡Hola!

La chica más baja y joven tocó el codo de la otra. —Parece haber una persona igual en cada Hábitat.

—Está bien —dijo la segunda mujer, más alta y de pelo más largo y oscuro—. Con que sirva de verdad, no como el anterior.

Soco se rió ruidosamente. —¡Pero hago tanto por recién llegados! —dijo—. Indicar alojamientos que cumplen la propaganda, bienes y servicios que valen su precio, conseguir cosas, poner en contacto. Yo soy la primera persona que vio cualquier persona que vino a la Hambu. Me conocen todos, de años; ustedes me conocerán, si se quedan.

—Qué honor. Bueno, veo que al menos puedes hablar como persona civilizada.

—Nací en la Hambu, pero domino el hablargo a la perfección.

—Es un alivio —dijo la más joven, que tenía el pelo rubio cobrizo—. Hemos vivido en Hábitats por meses, pero todavía no se nos da muy bien hablar con la gente.

Soco abrió los brazos al máximo. —Bueno, qué tal si las ponemos a las señoras en un lugar donde puedan secar la ropa —dijo con expresión acogedora—. ¿Qué tal también si conocen los lugares más importantes? ¿O toman algún refrigerio?

La mayor se acomodó la mochila. —Yo sólo quiero descargar esto. ¿Y tú? —preguntó a la otra.

—Me muero por ropa interior limpia. Qué rayos, me muero por no tener ninguna ropa encima.

Soco se acercó a la mujer más alta por un lado e hizo ademán de tomar una de sus mochilas. —¿Me permite?

La mujer se mostró agradablemente sorprendida. —Hey, gracias. ¿Cuál es tu nombre?

—Soco. ¿Y ustedes?

La más baja acercó la mano extendida. —Graciela, y ella es Marci.

—Marcia para ti, Soco —dijo la mayor—. Pero vas por buen camino.

El hombre asintió convencido. —Mis caminos son buenos y llevo gente buena conmigo.

—Llévanos a un buen lugar, entonces —pidió Marcia.

Soco echó a andar de espaldas, invitando a las mujeres con un brazo extendido. Sólo cuando lo siguieron se dio la vuelta y caminó de frente. —¿Y qué es bueno para ustedes? —preguntó.

Graciela frunció los labios. —No somos exigentes. Basta con que esté limpio. ¡Ah, mira! —señaló a la otra—. Mi amiga tiene miedo de la Singularidad; ¿podrías ponernos lejos del centro?

—No hay problema —dijo Soco—. ¿Cuánto? Porque lo más alejado queda a la corteza de la Hambu, pegado. ¿Pueden ahí?

—Claro que sí —respondió la mayor—. ¿Porqué sería un problema?

Soco meneó la cabeza. —Algunos recién llegados no confían en la corteza. No creen que detenga al espacio y sus cosas malas y prefieren andar por el centro de la carne.

—Y supongo que estarán equivocados.

—Completamente —Soco enfiló hacia un pasillo que salía de la sala de espera—. La corteza era buena para la Cepa cuando las Hamburguesas no eran Hamburguesas y la Cepa vivía en rocas flotando en el espacio. ¿Por qué íbamos a ser peores que la Cepa? Además, si la corteza no para al espacio, la Carne y los plásticos menos.

Marcia refunfuñó. —A la corteza vamos, entonces. Supongo que también sea barato, si hay tanta aprensión.

—Es barato —afirmó Soco—. Pero es no hay aprensión. Todos aman a la Hambu, en especial a su corteza. Sólo muy recién llegados se ponen nerviosos, por un tiempo. Yo digo, la Hambu es a prueba, y lo mejor es que no la inventamos personas.

—¡Esa es nueva! —dijo Graciela—. ¿Qué se lee en la etiqueta?

—Ni hombres ni mujeres. Como todas las cosas buenas, la Hambu la inventó la naturaleza; como a la Madre Tierra. ¿La Hambu, es una gran roca de Cepa? Y es no falla. Jamás se rompe una Hambu, jamás se rompe la Tierra: no las hizo el ser humano. El humano sólo puso a la Cepa a crecer más, en piedras más grandes.

—Tienes razón. No inventamos los Hábitats, sólo los fabricamos.

—¡Y eso! —dijo Soco—. La Cepa crece sola —se detuvo ante un elevador. Las mujeres se pararon detrás de él, y cuando se abrió la puerta lo siguieron a la caja, junto con varias personas más.

—Abajo —cantó la voz del elevador.

Las dos mujeres miraron en dirección a Soco, que observaba impávido el indicador de niveles. La cifra decreció a intervalos marcados por aperturas de la puerta hasta que la pantalla llegó a un cero muy redondo. Ninguna de las mujeres dijo nada, pero sudaban el silencio.

La puerta se abrió. Soco se puso en el pasillo de un solo paso que casi era un salto, y las mujeres salieron deslizando los pies sobre el umbral. Soco tomó la izquierda, ladeando la cabeza para echar un reojo a las piernas de ambas: vio cómo andaban con más vigor del requerido por la gravedad, y faltas de compás en el suelo ligeramente convexo.

—Lleva tiempo, ¿eh? —dijo Soco.

—¿Cómo? —preguntó Marcia.

—Adaptarse, dicen. Gravedad dos tercios, suelo doblado.

—Ah, claro —reaccionó Graciela—. Es que... hemos vivido en Hábitats bastante tiempo, pero casi siempre estábamos en las fábricas exteriores.

Soco meneó la cabeza. —Tenemos pocas fábricas, están llenas. Esta Hambu es de servicios y transporte. Nodo.

Se cruzaron con unas pocas personas. Soco hizo de rompehielos hasta que llegaron a una encrucijada donde la doble curvatura del suelo se hizo evidente, y el hombre volvió a tomar a la izquierda. —Es truco —explicó—; vamos al mismo nivel, cortamos por el centro. La Hambu es redonda —y tras unos pasos se detuvo ante un elevador—. Damas.

Marcia y Graciela entraron al elevador sin chistar, y también en silencio salieron al llegar al piso de destino. Era el mismo del puerto y la sala de espera, pero en aquella parte los pasillos eran más estrechos, tanto que debieron ponerse en fila india por el lado derecho para avanzar sin toparse con otras personas. Soco las llevó hasta la entrada de un corredor perpendicular más angosto aun, a cuya entrada había una placa de interfase en forma de rostro humano, andrógino. Al acercarse ellos los rasgos del rostro se masculinizaron un poco.

—Bienvenidos al pasillo hotel "Descanso retribuido" —dijo la interfase, con voz varonil— Todas las amigas de Soco son nuestras amigas.

—Mis perras, Descanso; Descanso, mis perras —presentó Soco—. ¿Les muestro?

—Ni lo preguntes, Soco —sonrió la interfase.

Las mujeres siguieron al guía por el pasillo lleno de puertas, en tanto la interfase volvía a su aspecto anterior. Graciela se la quedó mirando. —Qué curioso —dijo—. No habla como la gente de aquí, con acento.

—Está programada —informó Soco, deteniéndose ante una puerta—. ¿Tienen tarjetas?

Marcia sacó una del bolsillo de la chaqueta y se la extendió.

—No es mal lugar —dijo el hombre—. Para dos, caben bien —y pasó la tarjeta ante un dispositivo identificador situado junto a la puerta—. Entran con esta tarjeta solamente. ¿Quieren añadir otra?

Graciela los alcanzó, llevando su propia tarjeta. Soco la tomó y repitió la operación. —El gasto se repartirá entre ambas tarjetas y pueden entrar con las dos —explicó mientras abría la puerta. Las dos se asomaron detrás de él.

La habitación era profunda, dos metros de ancho por tres de largo. A la izquierda estaban los armarios y anaqueles, a la derecha primero una mesa y después una litera de dos niveles. Todo parecía bastante limpio y nuevo.

—Quedan en casa —dijo Soco alcanzándole a Graciela la mochila que llevaba—. No se coman las paredes.

—Eh, no te vayas aún —dijo Graciela—. ¿Te debemos algo?

—Todo arreglado con Descanso —respondió Soco, que ya se apartaba caminando de espaldas—. Si están agradecidas recuerden a Soco. Me vieron primero que a ninguno, y conozco a todos. Busquen cualquier solución a sus problemas conmigo. —Se dio la vuelta y echó a andar apurado por el pasillo.

Las mujeres lo vieron marcharse.

—Qué personaje —dijo Graciela—. Me gustaría entrevistarlo, con seriedad.

—Ya los verás, cuando sea un refugiado. ¿Cómo fue eso último que dijo?

—¿Qué?

—Lo de que no nos comamos las paredes. ¿Decían eso en la otra?

Graciela se encogió de hombros. —Ni idea. Anda, adentro.

Entraron y cerraron la puerta.

—¿Qué fue eso de miedo a la Singularidad? —preguntó Marcia de repente.

—Pensé que sería más discreto alojarse lejos de las zonas más importantes, que quizás estén vigiladas. Además, daría una idea de cuán extendido está el prion, si lo encontramos aquí.

Marcia asintió. —Tienes un sentido natural para estas cosas; yo me quedé en los asuntos técnicos, la verdad.

Graciela se lanzó a la cama de abajo. —¡Uf, qué cansancio! —se quejó—. ¿Qué tal huelo?

—Si no te bañas no duermes aquí —dijo Marcia tirando su mochila sobre la cama de arriba—. En serio.

La más joven se sentó de mala gana y abrió su paquete. —En algún momento de la historia se inventaron los aromatizantes —murmuró.

—No cuando yo estaba por ahí. Si hubiera sido en mi guardia le hubiera roto la cabeza al tipo. Porque seguro fue un hombre; eso de encubrir malos olores sin pasar trabajo...

Graciela esbozó una sonrisa. —Está bien, bien —protestó sin gran empeño—, haré un esfuerzo.

Marcia no respondió y se puso a tantear la pared del fondo mientras la otra sacaba efectos de higiene. Graciela se dio cuenta de lo que hacía su compañera y rezongó. —Eres insoportable —dijo—. ¡Descansa!

La otra sacudió la cabeza. —Mientras tú te bañas yo tengo tiempo de adelantar.

—¿Ansiosa por trabajar? Apenas llegamos.

—Es sólo algo que tenemos que hacer. Simplemente quisiera hacerlo en tiempo.

Graciela se quedó pensando, los artículos de baño en una mano. —Sabes, es una cultura. Vamos a destruir una cultura.

Marcia bufó. —Difícilmente —dijo mientras golpeaba una pared con los nudillos—. Ni siquiera hablan una norma de lenguaje tan diferenciada; no tendrán problemas en integrarse cuando sean relocalizados.

—Pero este Soco está muy orgulloso de su Hábitat, y eso que es técnicamente un lumpen. Era igual en el anterior, con todas las personas que conocimos.

—Yo no conocí a nadie; simplemente interactué. Espero que sepas la diferencia. Y sólo estuvimos allí dos días, más o menos lo que estaremos aquí.

Graciela se miró las manos. —No puedo ver las cosas así como tú —dijo—. Ojalá Hugo no se hubiera enfermado; yo no estaría aquí diciéndote tonterías que te desagradan.

—¡No, por favor! —Marcia se volteó hacia su compañera—. No resisto trabajar con hombres. Se ponen tan nerviosos que quieren acostarse con una, lo cual no es correcto en una misión, y luego, de vuelta en el cuartel de la Compañía, olvidan sus ofertas. Decepcionante —y siguió rozando los paneles plásticos del mamparo.

—He hecho cosas —dijo Graciela—, toda clase de cosas; pero esto se me hace cuesta arriba.

—No estamos haciendo nada —Marcia detuvo la mano en uno de los paneles— Sólo comprobamos lo que hizo otro equipo. ¡Ah! —exclamó—. Tesoro.

Graciela se puso de pie y se acercó.

—Dame las herramientas —pidió la mujer más alta.

La otra se inclinó, rebuscó con urgencia en su mochila y sacó un pequeño envoltorio que enseguida le dio a Marcia. Esta abrió el paquete y tomó un pequeño tablero. Lo aplicó a la pared, tocando la superficie de control con tanto apresuramiento que cometió algún error irritante. Reparó el descuido e insistió.

—¿Bueno? —preguntó Graciela.

—Ya está anestesiado. Dame las ventosas.

Graciela sacó cuatro discos de succión con asas y los aplicó al panel. Entre ambas tiraron hasta arrancarlo.

El recuadro liberado bajo el panel plástico era rosáceo, con la textura granulosa de una estructura de refuerzo. Sin embargo, en el centro tenía un pequeño círculo rojo de aspecto suave y húmedo.

—Una terminal nerviosa —dijo Marcia.

Graciela se acercó a mirar. —No en balde la llaman Hamburguesa —dijo—. Realmente parece carne.

—No es por eso; es el acrónimo. Hábitat Mecano Biológico Unitario: HAMBU. Lo convirtieron en Hamburguesa. Aunque quizás el aspecto ayudó. Dame lo del muestreo y el secuenciador.

Marcia colocó una sonda biológica contra el redondel rojo. —Ahora veremos si ya tiene al menos el prion de la Cepa iota —dijo—. El de la épsilon va a ser difícil de hallar, dicho sea de paso.

—¿Por qué? —preguntó la más joven—. No me mires así; tú misma dijiste que no estaba preparada.

Marcia gruñó. —El prion de la Cepa iota es el que daña los sincronizadores neurológicos —explicó a desgana—. La mutación estaría también en los receptores. El de la Cepa épsilon, en cambio, es el de los macrotúbulos; tendremos que hallar tejido profundo.

—Ah —entendió Graciela—. ¿Pero en ambos no sería evidente, por los síntomas? ¿Por qué el secuenciador?

—La infección debe ser menos sintomática en este Hábitat. Es de Cepa alfa, la prevalente, que además de tener macrotúbulos y sincronizadores, persigue y devora a las demás sin morir por efecto de los priones defensivos originales; bien pudiera ser resistente a los de laboratorio.

Graciela colocó una mano cerca de la sonda. —Esta es la super Cepa, entonces. Las nuestras son... inferiores.

—Adoro tu sentido de la lealtad a la Compañía. ¿Y por qué no te has ido a bañar?

—Te estoy ayudando —se asombró Graciela—. Soy tu asistente, ¿recuerdas?

—Humm —masculló la mayor—. Pues te empeñas en hacérmelo olvidar. Mira, asísteme explorando los baños, ¿quieres?

—Ah, déjame ver. Por lo menos dime si las cosas van bien. O mal, según como lo mires.

Marcia suspiró aparatosamente y se dio la vuelta para estar de frente a la sonda. —Pantalla —pronunció cuidadosamente, los labios cerca del aparato, y de éste se levantó una imagen tridimensional de gráficos y datos. La mujer la observó con seriedad durante un par de minutos. —Oh, me... —se lamentó—. No está funcionando como debiera.

—¿Qué pasa?

—Está funcionando como una infección común y corriente. Todas nuestras versiones modificadas del prion iota se han expandido y están en el metabolismo, pero cuando se integran a las células no modifican las cadenas ni disparan la lisis celular; simplemente causan una respuesta inmunológica.

—Oh, mierda —Graciela se mostró contrariada. —Eso quiere decir que todo ha fallado.

—No necesariamente. Todavía no sabemos cómo le fue al prion épsilon.

La más joven se tendió sobre la cama con las manos cruzadas detrás de la nuca. —Cepa Alfa, uno; priones, cero.

—Quizás modificaron demasiado al prion iota y lo hicieron casi inofensivo, pero fue otro equipo el que hizo las versiones del épsilon —dijo Marcia—. Todavía hay esperanza. De todas maneras, hay que reconocer que la Cepa Alfa es dura.

—¿Y ahora qué hacemos?

Marcia se dio la vuelta hacia su compañera y la miró con cara de circunstancia. La joven bufó y comenzó a levantarse de la cama, recogiendo sus artículos de aseo. —Está bien, está bien, casa sola —masculló—. Hazlo todo tú y gánate otra prima por tu heroísmo solitario.

—Ey, eso es injusto —protestó la mayor—. Yo nunca me adjudico todos los méritos.

—Ah, no, claro que no te los adjudicas —Graciela sacó una muda de su mochila—. Pero de cierto no se los dejas a nadie. Adiós... generala... —abrió la puerta con algo de furia y desapareció en el pasillo, dejando a la otra con la palabra en la boca.

Graciela caminó velozmente, impulsada por el malhumor y una pequeña victoria; sólo al cabo de un minuto recordó mirar las paredes en busca de señalizaciones que le indicaran el camino a los baños. Éstas eran idénticas a las del Hábitat anterior, y supuso que eran iguales para todos, a pesar de que cada Hamburguesa fuera un mundo propio y las hubieran construido diversas Compañías. Como también serían muy similares las estructuras, la organización, las costumbres; cada día estaba más convencida de hallarse frente a toda una cultura, unitaria a pesar de la dispersión. Los habitantes de las Hamburguesas se estaban convirtiendo en una humanidad paralela, pensó, dijera lo que dijera Marcia; la otra tendría más entrenamiento como bióloga, pero no era la mejor formada en ciencias sociales.

Las señales la dejaron en un vestíbulo cuadrado que se abría en uno de los lados del pasillo. Para su sorpresa, había tres puertas, una en cada una de las paredes. A la derecha tenía el símbolo de Marte, a la izquierda el de Venus; al centro, nada. Graciela estaba acostumbrada a la división de servicios sanitarios por géneros, allá en la Tierra, y en el Hábitat anterior había descubierto la separación por sexo biológico; pero esta era tercera puerta era algo totalmente nuevo.

—¿Puedo?

Graciela se volteó, interesada en la voz masculina. Detrás de ella había un hombre de aspecto centroasiático, apenas más alto que ella pero muy robusto. Tenía un rostro amable. "Seguro que es dulce", pensó Graciela.

—Pues sí. Vengo a bañarme y veo tres puertas. ¿Qué se traen aquí?

El hombre sonrió. —Ah, nueva —dijo—. Los laterales son duchas, la central el resto.

—Vaya, todos juntos. Muy bien, muy prometedor; aunque no sé si me guste. Los caballeros, bueno, no son... ordenados.

—Somos —el hombre mostró enfado intencional—. Otro orden.

—Ajá —dijo Graciela, y miró al hombre de arriba abajo. La bata de baño dejaba ver que tenía buen desarrollo del tronco y brazos, además de pantorrillas sólidas. Por instinto, la joven quebró la cadera y cruzó los brazos bajo los pechos; sabía cuáles eran sus bazas. —Entonces, veo que aquí perfuman el agua.

—No, es no. ¿Perfume?

—¿Viene contigo el buen olor, entonces?

El hombre volvió a sonreír, extrajo un envase a presión del bolsillo de la bata y se lo mostró a Graciela con los letreros por delante.

—Muy bien —dijo la mujer observando el envase—. Pero que muy bien —repitió mirando al hombre a los ojos.

—Darius —dijo el hombre, correspondiendo la mirada de Graciela mientras guardaba el envase—. Aquí vivo.

—Graciela, y tengo muchas ganas de quedarme un tiempo en esta Hamburguesa, como la llaman ustedes.

—Una buena Hamburguesa —Darius abrió los brazos—. Bienvenida, Graciela.

La mujer se quedó en silencio, observando a Darius por un rato. —Bueno —dijo al cabo—. ¿Esta es tu hora de baño?

—Sí, última.

—Es una buena hora. ¿Me permites compartirla?

Darius asintió. —No es problema.

Graciela asintió también. —Magnífico. No faltes —y entró por la puerta marcada con el signo de Venus, el rostro vuelto hacia Darius hasta que atravesó el umbral.

Darius se quedó parado en el acceso, meneando la cabeza con una sonrisa en los labios. Se acercó un brazo a la cara y olió con delicadeza. Pensativo, se fue intentando captar su propio aroma mientras caminaba por el pasillo, tan ensimismado que dejó pasar los saludos de varias personas.

Después de la primera esquina Darius bajó el brazo y fue más rápido, pero sin abandonar la sonrisa pasillo tras pasillo, y sonriendo entró en el camarote. Ghero, su compañero de cuarto, leía acostado en la litera superior y alzó la vista por un segundo al verlo llegar, en movimiento automático de bienvenida; enseguida volvió a levantar la mirada.

—Ey —dijo Ghero—. ¿La sonrisa?

—Me ligaron —respondió Darius—. A la salida del baño.

Ghero apuntó con el índice. —Tuyo.

Darius hizo un ademán vanidoso y comenzó a poner poses de músculo, en tanto su compañero aullaba con falso ardor.

—Ahora trabajo —dijo de repente Darius, deteniendo la exposición, y se tiró en su cama. Después de rebotar sabrosamente se dio vuelta y tomó su consola. —¿Qué tengo hoy? —revisó la lista de mensajes y tareas pendientes.

—Quiero tu trabajo —dijo Ghero—. Mensajes y despachos el día entero.

—Tengo —dijo Darius—. Son importantes; este es —se concentró en el que acababa de abrir.

—¿Dice?

Darius leyó el mensaje con detenimiento. Era un boletín para el personal de Control Biológico de los Hábitats e informaba sobre una rara enfermedad en muchos artefactos construidos con Cepas delta y kappa. La distribución de los casos indicaba que era infecciosa, y los síntomas eran disfunciones en los mecanismos de sincronización neurológica y debilidad en las proteínas que regulaban las paredes de los macrotúbulos y los portales de las células botella. Hasta el momento se conocían sólo las causas inmediatas; para un caso, desequilibrio en los pares proteicos cuya interacción temporizaba las cápsulas mensajeras, y para el otro, deformaciones en las coronas que formaban los extremos receptores de las cadenas trenzadas de cierre. Como resultado, los artefactos de Cepa delta o kappa sufrían una mengua de sus facultades para coordinar el metabolismo y manipular radiaciones y partículas de alta energía, lo cual los reducía a las capacidades anteriores a la manipulación genética. Por ejemplo, un Hábitat de Cepa delta, cuyo nombre se mantenía secreto, no podía ya generar suficiente gravedad artificial para sus habitantes ni acelerar a más de una décima de G; aunque no perdía vitalidad estaba volviéndose inmóvil e inhabitable.

—Mucha de la mierda —murmuró Darius.

—¿Cómo es? —se interesó Ghero.

Darius meneó la cabeza. —Dime, Ghero —dijo de repente—. ¿Cuándo la última vez que inspeccioné el Abajo?

Ghero se asombró. —¿Es no recuerdas?

—Mal recuerdo. Tienes mejor memoria.

—Pues... ver... siete jornadas, o más, creo. Hablaste que era pérdida de tiempo, es la Hambu no se enferma.

El biólogo caviló callado durante unos minutos. Después se paró y fue a su armario, de donde comenzó a sacar cosas desordenadamente y a ponerlas sobre la cama. Dejó las puertas abiertas y se puso a escoger equipos e instrumentos del montón.

—¿Qué? —preguntó Ghero.

Darius farfulló un cuarto de respuesta mientras metía equipos en una bolsa de mano y salió como una tromba de la habitación. El camino hasta el Abajo le era tan conocido que recorrió como un suspiro pasillos, elevador, puertas, escaleras y túneles, apenas sin pensar en otra cosa que en terribles síndromes sin precedentes. Finalmente llegó a una pequeña habitación de registro de las Estructuras Profundas y pegó instrumentos por doquier en una pared de materia semiviva de la Cepa. Darius no esperaba diagnóstico definitivo por un análisis de las capas superficiales, pero si algo malo estaba muy avanzado, se notaría. En cambio, si había una infección oculta o en sus etapas iniciales, necesitaría exploración interna para detectarla. Las pocas enfermedades de una Hambu eran como su ciclo vital, lentas e imperceptibles. Incluso con las manipulaciones y mejoramientos introducidos por el hombre, el ritmo de la Cepa estaba signado por la base original de su metabolismo, extremófilos criptolíticos capaces de sobrevivir en el espacio devorando rocas o polvo, los cuales convertían en nutrientes para otros microorganismos anaerobios, en una cadena cada vez más alta en la complejidad de la materia viva, hasta llegar a los frágiles y dependientes tejidos neuroides. Todo era lento, sutil, en pequeño, eficiente al máximo y sin derroche; requería mucha atención notar los cambios o alteraciones, y Darius se entregaba a las lecturas de los aparatos, intentando pescar la minucia delatora. Por eso se sobresaltó al escuchar un carraspeo a sus espaldas. Se dio la vuelta, ahogando un grito, y detrás de él estaba Soco recostado a una pared.

—Dicen —saludó Darius—, ¿estás aquí?

Soco se encogió de hombros. —Soy yo.

—¿En qué? ¿Un alijo?

Abúlico, Soco negó. —Es soledad —dijo—. Me estreso.

—Te cuidas. Descansa. Es, descansa más; tú no trabajas.

Soco gruñó. —¿Es no trabajo? —se molestó—. ¿Cuando estudiaste, te prorrogué un examen? ¿Te conseguí instrumentos? ¿Suministros?

—Perro, Soco —el biólogo levantó ambas manos—. Hay amor.

En repuesta, Soco se recostó contra la pared opuesta a los macrotúbulos, murmurando y moviendo el pie derecho sobre el piso. Darius lo miró de soslayo. —Eh, Soco —dijo—. ¿Te molestas?

—Paga el aire —dijo Soco con tono aflautado—. Trabaja fijo. Besa mi culo.

—Pagar el aire sería lindo —afirmó Darius—. Vienen jefes nuevos, ven que no pagas, es explicar, convencer. Diez problemas, Soco. Haces cualquier cosa.

—Soy bueno aquí.

—Oh, eres. Pero, ejemplo: es no debieras estar aquí abajo. Restringido.

—Es no me restringen —dijo Soco—. ¿En la Hambu? Soy alguien.

El biólogo volvió a su instrumental, meneando la cabeza.

—¿Sabes? Es no saben cómo evolucionó la Cepa —dijo de repente Darius, estudiando los indicadores—. Adaptada a las estrellitas, pero es no pudo hacerse compleja en el espacio. Dicen, la Cepa es la fusión en organismos coloniales de ecosistemas enteros de un planeta que se partió a poco, por eso tiene genoma largo como miles de animales juntos. Al final, superquimera, organismo colonial, pero de especies. A poco, según se achicaban los pedazos de planeta, acumulación horizontal de genes. ¿Es chino, Soco?

—La Hambu es la casa. —Soco se encogió de hombros—. Es no comerse las paredes; ¿qué más saber?

—Pues la Cepa tiene secretos y maravillas—. Darius sacó del bolsillo una linterna y apuntó a la estructura. —Soco —dijo alumbrando la pared negrísima—. ¿Viste? —y movió el haz arriba y abajo para mostrar el contraste de la reflexión; el halo, visible en el suelo, desaparecía en el cilindro, como tragado.

—Con, sí —convino el contrabandista—. Es lindo, y los brillitos.

—¿Brillitos? —el biólogo acercó la cara a la pared y enfocó la linterna justo delante de sus ojos. En el fondo de negrura resplandecían unos ínfimos puntos de luz que brillaban o desaparecían según los movimientos del haz. Darius frunció el entrecejo. —Es no puede, es trampa de fotones perfecta.

—¿Perfecta? —resopló Soco—. ¿Chueca?

El biólogo palideció. —Es no puede. Si los emetés dejan ir luz, dejan mucho más de partículas. Es menos va a las cebés, menos va a la Singlu, y es no hay energía, no hay grave; es no hay Cepa.

—Deja ver —Soco caminó hasta Darius y acercó el rostro a la luz de la linterna—. ¿Cómo era?

—Si las galerías de suspiro salen fotones, además partículas con alta energía, y así es no aceleran las ultras. Estará comenzando.

Soco apartó la vista. —Está enferma.

—Sí —reconoció Darius, inquietándose—. Es no sé que es, pero debe saber el Arribas Uno, antes que sea mucho de lo malo.

—Nunca tarde. ¿Vas?

Darius respondió con un gruñido y guardó la linterna. —Me culpan seguro, por no vigilar más. Pero es no hay otro síntoma, nada en los secuenciadores. Ah, vamos —y se levantó.

Soco esperó a que el biólogo recogiera todo su instrumental y lo acompañó, afectuoso, dándole apoyo mudo por todas las escaleras, escotillas y pasarelas hasta la salida del área restringida.

—Mal día, Soco, por uno y dos —se quejó Darius mientras salía al corredor de servicio—. Pensaba que es bueno, pero es no. Ligué temprano, pero ahora tengo mucho de trabajo.

—Ajum —rezongó Soco, cerrando la puerta—. El Arribas te pone a curar a la Hambur.

—No, es no de enseguida. Primero se avisa al Centro, y se consulta. A partir de medio turno es no descanso más.

—Te relajas. Seguro es nada.

—Es no sabría determinar. Hacen falta comprobaciones que autoriza el Arribas. Soy sólo un cuidador, Soco.

—¿Te preocupas, entonces?

Darius dejó que Soco saliera antes que él al pasillo general. —Da lo mismo —se encogió de hombros mientras pasaba el umbral—. Malo es que esto puede ser grande; recuerdo una información sobre epidemia, que no sé si el Arribas sabe también. Seguro se pone nervioso, se desquita conmigo. Y ese hombre sabe cómo desquitarse. Tiene talento para comerse a uno.

—Haz vida —propuso Soco—. Algo divertido, después del Arribas y mientras esperas el trabajo. Estarás mejor cuando llegue el trabajo.

—¿Crees?

—Creísimo —Soco señaló el ascensor—. Mejor para la Hambu si trabajas con cabeza despejada. La Hambu es todo.

Darius dejó ir media sonrisa. —Me relajo entonces, por la Hambu.

—Eres patriota.

—Voy al Arribas Uno, aguanto, salgo y me emborracho.

—Es no obligatorio emborracharse —Soco saltó dentro del ascensor—. Mejor algo sin efectos. ¿Es no te gustaba el billar?

—Soy el mejor —Darius se paró junto a Soco, los ojos algo más alegres—. Los del bar tiemblan como ratas.

—Mátalos. Haz a ellos lo que quieres hacer al Arribas.

—Los hago pedazos, los quemo y orino encima.

—Esísimo.

Las demás personas en el ascensor se apartaron lo más posible de ellos, aunque con discreción. Al cabo de varios pisos Soco lo notó, y reprimiendo la risa le dio un codazo a Darius. El biólogo se inclinó para responderle por lo bajo, pero entonces se abrió la puerta y Soco salió apresuradamente. Ya en el pasillo, antes de que se cerrara la puerta, le mostró a Darius un pulgar en alto, que el otro correspondió con algo de entusiasmo.

Después que el ascensor se fue Soco se apartó del camino pegándose a una pared. Su expresión se había vuelto seria y se mordisqueaba la uña del mismo pulgar con que había despedido jubilosamente a Darius. Durante un buen rato estuvo parado sin moverse, la vista baja y reflexiva. Finalmente echó a andar, primero a lo largo del pasillo principal y luego, tras un par de esquinas, por uno secundario, poco concurrido. Encontró una puerta pequeña, la abrió subrepticiamente y entró a un corredor estrecho que se retorcía en vericuetos inquietantes y penumbrosos. Caminó hasta llegar a una puerta manchada de humedad y la empujó con el hombro; la hoja chirrió contra el suelo, contra las bisagras, contra el mismo hombro. Finalmente cedió, dejando pasar luz hacia el pasillo y los ojos de Soco. Éste se cubrió el rostro con un antebrazo y entró. La puerta daba a una habitación de techo muy alto, con al menos diez metros de pared a cada lado de la entrada. No se veía mucho del local porque casi frente a la puerta había un enorme contenedor de plástico, y otros más a izquierda y derecha, en hilera cerrada casi hasta los mamparos laterales.

—Te tomaste tu tiempo, Soco.

A unos pasos de la puerta y reclinado contra un contenedor estaba un hombre pequeño pero atlético, vestido con uniforme de navegante de una Compañía. Sonreía amigablemente.

Soco hizo un gesto de disculpa. —Me demoran problemas, siempre —explicó—. Soy solo.

—Claro, claro —el hombre se separó del contenedor y caminó hacia la puerta restregándose las manos en el pantalón—. Manejas todo personalmente, sin ayudantes —le tendió la derecha a Soco.

—Mejor yo —dijo Soco estrechando la mano del navegante.

El navegante asintió, comprensivo. —Claro que es mejor —dijo—. En ese tiempo pude hablar con Delluro. Él sabe cuál contenedor es; aquí está la lista —y le alargó un papel a Soco—. Espero que esa sabandija no te haga ninguna triquiñuela. Yo mismo le traje el ojo de repuesto la última vez que lo intentó.

Soco tomó el papel, sonriendo con malignidad. —Él recuerda. Le guiño un ojo cada vez; el nuevo le queda bien, pero es no puede guiñar.

—¡Ja! —se rió el navegante—. Eres malo, Soco. Pobre Delluro. Bueno, no hablemos más de él. Te quería ver para decirte en persona que no nos veremos por algún tiempo, Soco —dijo el navegante—. Van a poner en cuarentena nuestras naves, para curarlas de una infección. Parece que un virus normal pasó la barrera biológica y atacó a las Cepas.

Soco enarcó las cejas. —Raro, dicen —y se rascó la barbilla mientras guardaba la lista en un bolsillo—; sé poco, Tomás, pero es raro.

—Por lo que sea, se nos van a cortar los negocios. El sueldo me lo van a bajar al treinta por ciento, también. Entonces, te tenía una proposición: tú acaparas la mercancía que yo te he venido trayendo, y cuando se corra la noticia, subes y subes el precio. No es por avaricia, es para compensar la mala racha.

—Es lindo. Es no podemos perder de la bonita por catarro de tus Cepas enfermizas.

—Eh, deja eso —se molestó Tomás—. Siempre la historia de que tu Alfa era mejor, la prevalente, la más abundante; las cucarachas son muchas también, y son eso, cucarachas.

—Mucho de amor —sonrió Soco—. Dímelo.

Tomás correspondió la sonrisa. —Bueno, hablando de otra cosa seria —dijo, cambiando de expresión—. ¿Te sirvió la información que te di?

Soco se miró la punta de los zapatos y asintió en silencio.

—Te lo tenía que decir, con todo y el riesgo —continuó el navegante—. Ese departamento de mi compañía se dedica a hacer daño a la competencia, y si envían agentes a una Hamburguesa en una misión secreta no es para saludar, ¿me entiendes?

—Dos veces —murmuró Soco.

—Pero debes ser discreto; nos jugamos la vida yo y el sobrecargo, si se sabe que te pasamos esta información. Se considera traición corporativa. Pero qué rayos, mi mejor entrada es el negocio contigo; mi salario ni se acerca. Por eso te pasé el dato. ¿Pudiste identificarlos?

—Creo. Se verá.

El navegante hizo un ademán de desinterés. De pronto pareció recordar algo, y le señaló a Soco una insignia en su bocamanga. —Mira, me ascendieron —dijo con alegría—. Ahora soy piloto certificado para el Cinturón de Asteroides; efectivo a partir del regreso a la Tierra. La próxima vez que veas mi nave atracando en un Hábitat, que espero que sea pronto, yo estaré al lado del capitán.

—Es lindo —dijo Soco y palmeó el hombro del navegante—. Mis perros son triunfadores.

—Trabajo me costó identificar al tipo adecuado en la Comisión de Ascensos —Tomás se secó un sudor hipotético—; no se puede engrasar la mano a cualquiera, hay que buscar alguno de peso.

—¿Es Jamal no te dijo quién?

—Sí, fue por Jamal... espera —el navegante se desconcertó—; ¿cómo sabías que él? ¡Ah! Fuiste tú quien le dijo a Jamal. Pero él... él... qué hijo de su madre.

—Psé. Deja.

—Sí, pero me cobró el supuesto favor; le presté mucho dinero sin esperanza de vuelta.

—Volverá la bonita —Soco le apretó amistosamente el hombro a Tomás—. Lo arreglo.

—Imposible. Volvió a la Luna, el maldito...

Soco extendió el brazo izquierdo y señaló la distancia entre el puño y el hombro con el índice de la otra mano. —Es no termina aquí; llega a la Tierra, llega a Plutón. Es no me muevo, y llego al Sol.

Tomás rió. —Cierto, Soco. No sé cómo aún hay tontos que se cruzan contigo.

—O con mis perros.

—Claro, claro —el navegante sonrió complacido—. Somos los mejores perros en toda la elíptica, tú y yo. Ah, bueno. Ya todo está arreglado —y cambió de postura—. Tengo que volver a la nave.

Se dieron las manos y Soco se marchó por donde había venido, sin volver la espalda. Iba reconcentrado, masticándose los pelos del bigote que caían ante sus labios. De vuelta en los pasillos principales tomó un elevador para arriba. Viajó pegado a la pared del fondo, con los ojos semicerrados, laxo, y al llegar al piso superior, en vez de salir siguió así, quieto e inmóvil. Sólo cuando el aparato inició la bajada abrió los ojos, y descubrió con irritación como el indicador de niveles descontaba pisos. Esperó hasta llegar abajo, después de nuevo arriba, y salió echando pestes por los pasillos, esquina tras esquina, buscando su camarote.

Pero algo lo alertó en una vuelta que todavía no era la última, al pasar ante la oficina de contratación. La más alta de las dos Nuevas estaba en una cola de personas ante la terminal de solicitudes, con un papel en la mano, ya cerca del aparato. Soco detuvo su carrera para observar la espalda de la mujer, demorando una decisión, reflexivo; tras dos minutos enteros de espera caminó hacia la cola de personas y se acercó a Marcia. —Chica trabajadora —dijo—. ¿Buscando?

La trigueña se dio la vuelta, sonriente. —¿A qué esperar? ¿A que alguien del mismo vuelo ocupe una plaza que me conviene?

—No esperes. ¿Y te va?

—Como todos, vengo a entregar la planilla.

—Deja, te ayudo.

Marcia se quedó inmóvil por unos segundos, pero al cabo le dio la hoja que tenía en la mano. Soco la estudió con el ceño fruncido.

—Vas Abajo, donde tienes miedo.

—No te entiendo.

—Con esta hoja, vas a Biológica, quizás profundo. Por la Singularidad.

La mujer puso cara de contrariedad. —Ah, cierto —se encogió de hombros—. Tendré que hacer de tripas corazón.

Soco palmeó la espalda de Marcia afectuosamente mientras le devolvía la hoja. —¿Te pongo en lista? —preguntó—. Mientras consigues plaza Abajo.

—¿Una lista? ¿De qué?

Soco se asombró. —La lista. ¿Nunca?

Marcia negó.

—Dicen, si quieres entrada extra —Soco puso cara de circunstancia—. Hay tipos con mucha de la bonita, poco tiempo, no saben ligar. Tengo lista de ellos y lista de mujeres que quieren la bonita extra. También lista de chicos lindos y mujeres con la bonita. Una comisión para mí. ¿Tú en qué género?

—Pero eso es... eso es...

—Ilegal. Es legal salirte si no pagas la grave, y sin trabajo es no pagas la grave; por eso la lista. ¿Sí, no?

La mujer meditó por unos segundos. —Sí, está bien —dijo—. Por el momento, ponme en tu lista. Pero no me obliga a nada, ¿o sí?

—Yo te llamo. Mira, tu turno.

—¡Ah! —Marcia dio dos pasos adelante y puso la hoja contra el receptor de la terminal. El papel desapareció absorbido por la superficie con un ligero sonido de succión.

—Bueno, nos vemos —dijo la mujer—. Ojalá y tenga suerte.

—¿Tu amiga? ¿Es no trabaja?

—¡Ja! La has retratado. Está durmiendo en el camarote y así estará un buen rato.

Soco enarcó una ceja.

—Le hablaré de tu lista —dijo Marcia—. Seguro se interesa. Y yo, voy a ver si como algo en mi cuarto, y a dormir. Estoy muerta del cansancio y del hambre.

Soco despidió la marcha de la mujer con ademán cansino. Cuando la perdió de vista se frotó el vientre a la vez que ponía expresión de desamparado. Chasqueó la lengua, y señalando una dirección con el índice en alto, echó a caminar mientras silbaba una canción sobre comida.

Encontró a pocos pasos la señal de un bar restaurante, empujó la puerta y entró despacio. Tras estudiar el local, las mesas, los viandantes, el ambiente, se dirigió con paso fatigado hacia el dispensador y se sirvió un bol de borsch en pasta y dos cápsulas de cerveza amarga; de allí arrastró los pies hasta un reservado, depositó los alimentos en la mesa y se dejó caer sobre el pullman. Tras rebotar blandamente contra el asiento, activó la supresión sonora y lumínica del reservado y se concedió un desplome total de toda inquietud o alerta. Acomodado en el respaldar a su izquierda, quedó inmóvil, despreocupado de los recipientes repletos, como si de repente el hambre o la sed fueran producto más de su mente que del cuerpo; reclinó la cabeza sobre un hombro y a los dos minutos sus ojos se cerraron. Fuera la gente pasaba, hacia la salida o desde ella, en busca de una silla o dejándola detrás; nadie prestaba atención al cubículo. Dentro, Soco dormitaba intranquilamente, moviendo los labios con casi la misma agitación que los párpados, en constante REM.

Al cabo de casi dos horas abrió los ojos. Se puso recto en el asiento, se restregó la cara con ambas manos y miró con aire perdido el borsch y la cerveza. Tomó cada recipiente con una mano, sintiendo la temperatura; farfulló sin gran pena al sentir la comida fría y la bebida caliente. Arrancó la cuchara adherida al bol y comenzó a comer por deber, alternando con sorbos tímidos. Masticaba muy despacio, meticuloso, como si fuera un ritual para despabilarse. Después de terminar sacó del bolsillo un caramelo de café, que sí saboreó con deleite, y un comprimido de higiene bucal. Ordenó entonces que la supresión de sonido y luz actuara sólo de afuera hacia adentro y se puso a observar el bar mientras chupaba la cápsula, invisible e inaudible como un dios testigo.

Conocía a todos los que estaban en el bar. Tenía negocios con cada uno. Si salía del reservado podía interpelar a cualquiera, el que le interesara; era cuestión de decidirse por quién. Se fijó entonces en la segunda mesa en cercanía, donde estaban sentados Seridyo y Ghero dándole el perfil, y aguzó vista y oído hacia los labios de ambos. Notó que tenían sobre la mesa el viejo anuncio de madera que había estado en el bar de Pachin.

Seridyo le palmeaba el hombro a Ghero y le decía: —¿Fuera? Triste. Búscate una, deja tú fuera a Darius.

Ghero se despejó la cara con una mano. —Van tres por él —se quejó—; es no ligo.

—¿Cuánto? —preguntó Seridyo tomando la muñeca del otro y mirando el brazalete reloj.

—Dos horas plus, y es no llama. Tengo sueño.

—¿Por qué no te tiras en reservado como Soco? Ahí —y señaló hacia el cubículo.

—Soco es piedra —Ghero apoyó la cabeza en la mano derecha—. Duerme seco. Y tiene de la bonita para reservados.

—Pídele, hay espacio.

Ghero murmuró algo incomprensible y cerró los ojos.

—¿Es no? —insistió Seridyo—. Soco es perro. Raro, y es perro.

—Quiero mi cama, es mía. Y una pelirroja Nueva para mí también.

Seridyo se echó a reír.

Soco chupó el poso de la pasta antiséptica en su boca, sacó la tarjeta de crédito y la puso en el cobrador automático; pagó el tiempo del reservado, y ya de pie, una hora de alquiler adelantado. Salió tranquilo y caminó hacia la mesa de Seridyo y Ghero, sorprendiéndolos.

—¿La vida, perros? —preguntó mientras se sentaba.

—Vuelta —dijo Seridyo. Ghero gruñó.

Soco movió la mesa como al descuido, causando que el soñoliento se agitara.

—¡Con, Soco! —protestó Ghero—. Aquí duermen.

—No es cama.

—Perdió la suya —intervino Seridyo—. Darius ligó, le pidió la habitación.

—Lo ligaron —aclaró Ghero—. Pelirroja, casi. Nueva, qué te digo.

—¿Baja, con carne?

—Y muestra. ¿La viste?

—¿Cómo?

Ghero miró a Soco con fastidio; este, indiferente, le tiró de la lengua con un ademán.

—Voy en la oficina del Arriba Uno —empezó Ghero, lento de palabras—, veo a Darius salir con mala cara; le pongo hombro. En el Azul, nos vemos a la pelirroja, que se conocen, y se pega. Los dejo a lo mío, que ella es mejor para él. Veinte minutos, termino, de vuelta a la habitación, y en el camino me llama Darius, que le doy unas horas. Y es no duermo, Soco.

Soco fijó la vista en la pared, en silencio, como si masticara la noticia. Los otros dos lo miraban un tanto desconcertados.

—Ese reservado, Ghero —Soco señaló a su espalda—. Queda una hora —se levantó de la mesa y dejó el bar a paso rápido.

El pasillo se empeñó en llenarse de gente apenas salió Soco. Este dejó toda civilidad a un lado y usó su fibroso hombro derecho como ariete contra la multitud de inoportunos. A poco los gritos de dolor y sorpresa lo precedieron, abriéndole camino, y anduvo más rápido por minutos y minutos de pasillo. Cuando llegó cerca del alojamiento de Graciela y Marcia fue más comedido, incluso sigiloso. Se pegó a una pared, se deslizó hasta una esquina del pasillo y asomó cauteloso la cabeza; justo en ese momento Graciela venía camino a su puerta. Soco se apretó contra el mamparo, a cubierto.

La mujer cadereó alegremente hasta la entrada de su habitación, sacó la tarjeta de un bolsillo de la blusa y abrió la puerta con discreción. Entró en el camarote a paso de espía, en el mayor silencio; pero casi profirió una palabrota al ver que su compañera había tomado la cama inferior. Reprimiendo un gruñido, se acercó a la litera y comenzó a subir.

Marcia se dio la vuelta y enfrentó a la recién llegada. —Bueno, dime al menos quién fue.

La joven se detuvo en seco. —Tienes más oídos de los que te convienen. Y preguntas también.

Apoyándose en un codo, Marcia levantó la cabeza y se movió el pelo. —Hijita, tengo atribuciones para preguntarte por tus deposiciones sólidas, si me diera la curiosidad.

Graciela terminó de subirse a su litera y se puso boca abajo. —¿Quieres detalles? Puedo decirte que tuve que mandarlo a callar, aunque me gusta que me hablen en la cama, porque adivinar lo que decía me sacaba de situación.

—Esa no era la pregunta —dijo Marcia, y bostezó.

La mujer más joven chilló. —Era el maldito Oficial de Control Biológico —dijo a regañadientes—. Fuerte, amable, caderas anchas pero ágil; te encantaría, si no fueras frígida.

Marcia hizo silencio por un minuto entero, meditando. —Está bien; podremos utilizar al Oficial biológico, si hiciera falta. ¡Hey! —exclamó—. ¿Quién es qué?

—No lo digo yo —Graciela hundió la cara en la almohada—. Lo dice el teniente Huss.

—¡Ja! Pues él dice que tú eres la fría y que un orgasmo tuyo lleva una hora de esfuerzo agotador. Me dijo que después de hacer el amor conmigo no lo haría contigo por nada del mundo, que no hay comparación.

Graciela se apartó con energía de la almohada y se asomó por sobre el borde de su cama. —Eso mismo decía él de ti.

—¡Hijo de su... padre! ¡No puedo creer que haya...! ¡Aghh, lo mataré!

La más joven volvió a la almohada. —Lo tenemos malcriado, a ese niño lindo.

Marcia levantó una pierna y pateó la litera de arriba. —Ve a dormir —dijo—. Malditos trucos baratos de galán de cuartel... y qué bien le funcionan... qué bien funciona el muy degenerado.

—Habrá que hacerle algo a la vuelta. Seducirlo o algo.

—Ese tipo no cree en el amor —gruñó Marcia.

Graciela respondió mugiendo bajito contra la almohada.

La mayor suspiró y se dejó caer en las sábanas, mirando hacia arriba en la oscuridad. Al cabo rió entre dientes y dijo—: Por esto me gusta ir de misión con otras chicas... hablar mal de los hombres justo antes de dormir.

Un pie de Graciela se asomó mudo por fuera de la litera. Marcia suspiró de nuevo y se puso de costado a pescar un sueño, preferiblemente de venganza.

Pero no pudo.


Ilustración: Guillermo Vidal

A la media hora se levantó, y en silencio hizo acopio de instrumental en una mochila pequeña. La ropa de dormir que llevaba puesta podía pasar por apenas muy informal en un Hábitat, y con un par de zapatillas cómodas sería sólo otra desaliñada en los corredores. Sin más preparativo salió al pasillo con la carga de equipo a la espalda, murmurando mientras caminaba—: ¿Quién dice que el insomnio no es productivo?

Había visto planos de circulación detallados y memorizado direcciones generales para no perderse. Del nivel de su alojamiento al más bajo asequible había más de veinte. Podía bajar directamente por un elevador; no obstante, decidió cambiar de camino cada cuatro pisos, para no darse a notar por un viaje tan largo hasta el mismo centro de la Hamburguesa. Si, como les había mostrado el tal Soco, era costumbre subir y bajar para recortar camino aprovechando la esfericidad del Hábitat, nadie se extrañaría de sus conmutaciones. Por suerte en cada nivel debía recorrer una distancia ligeramente menor para buscar otro elevador. Así que fue rápido, al menos hasta aquella puerta que tenía puesto el cartel de "Restricción UNO".

Estaba en un pasillo de servicio estrecho, paralela a uno principal. No pasaba nadie ni había dispositivos conspicuos de vigilancia. Podría haber algo oculto, pero por lo que ella sabía, en los Hábitats Alfa existía muy poca cultura de seguridad interna. Marcia puso la ganzúa universal contra el pad de la puerta y la abrió en un minuto; como entrar a una guardería y llevarse los juguetes. La parte difícil sería no perderse en el laberinto de accesos a las áreas expuestas de los tejidos macrotubulares. A cada encrucijada o bifurcación se detenía a ponderar, a decidirse. Incluso cuando de hecho llegó a una pequeña habitación de registro en cuyo fondo se veía una Estructura Profunda, lo hizo pensando que aun le quedaba camino por delante. La pared de macrotúbulos, más negra que la noche, fue una sorpresa bienvenida.

Marcia caminó hasta la pared oscura donde, tras la mucosidad transparente, se alojaban haces de macrotúbulos y células botella. Capas y capas de tejido y concreciones acumuladas desde antes que hubiera vida en la Tierra; las más recientes eran contemporáneas con los primates ancestrales. En miles de milenios la evolución había producido una trampa de luz para acelerar un tipo de fotosíntesis, la había convertido luego en condensador de materia sólida, y aún después en máquina de manipular la gravedad. Los macrotúbulos cosechaban cuidadosamente cada partícula incidente, dirigiéndola con precisión subatómica, coordinando cada haz hasta el microsegundo mediante las células botella, y al final toda esa fuerza se fundía para cebar bosones de Higgs allá abajo en la Singularidad. Así una Cepa producía una gravedad ínfima que no obstante bastaba para facilitar el flujo metabólico, y lo más importante, creaba una zona de acrecencia de materia con la que alimentarse. A las variantes más evolucionadas les daba la capacidad de detectar objetos o concentraciones de polvo y moverse hacia ellos para devorarlos; incluso a otra Cepa. Las estructuras básicas eran simples: membranas celulares, galerías de suspiro, incrustaciones cristalinas y moléculas contráctiles. Sobre estimulando el proceso se podía obtener los dos tercios de G suficientes para permitir la supervivencia humana o el viaje estelar sin gasto de combustible. Sería una pena dañar esa maravilla, enfermarla, pensó Marcia; pero no sería permanente. Cuando todos los tipos de Cepa comenzaran a sufrir la infección de priones, originales o modificados, se desarrollarían curas, y por supuesto su Compañía tendría la delantera. En cambio, si se descubría que al menos la Alfa era inmune a todos los priones con que las Cepas se atacaban cuando chocaban para devorarse, la humanidad entera decidiría basar en dicha variedad toda la tecnología: naves, hábitats, satélites. La Compañía que tenía patente sobre la Cepa Alfa se enriquecería y las que explotaban las demás se arruinarían. Eso era inaceptable. Marcia comenzó a buscar el instrumental en su mochila, escrutando con ojos y dedos. Sintió entonces algo raro, como si la oscuridad en el interior del equipaje creciera hacia fuera, y con ella una extrañeza respecto al mundo circundante, mezcla de súbito desconocimiento, insensibilidad e indiferencia ante todo y hacia todo. Cayó contra la pared sin siquiera dolerse por el golpe en la frente, inconsciente antes de llegar al piso.

Soco asomaba la cabeza y una mano armada tras un mamparo a espaldas de Marcia. Al verla en el suelo salió por completo. —La gente por fin en estrellitas de fácil barato —dijo mientras guardaba la pistola de dardos—, y ustedes matan a las Hambu por asuntos de la bonita; hay que ser.

Sin apresuramiento sacó de un bolsillo de su chaqueta un paquete ligero de indumentaria estéril, plegado hasta caber en una mano. Constaba de una mascarilla facial entera de material translúcido, guantes hasta el hombro, un delantal con perneras y una capa sobretodo. Se lo puso todo con gran cuidado y se acuclilló junto a la mujer. La registró concienzudamente y sin pudor alguno; no reaccionaba ante ninguna manipulación. Nada encontró, excepto por casualidad el pinchazo del microdardo a mitad de la espalda, tan indistinguible en la piel como en la ropa. El proyectil ya estaría siendo absorbido por el cuerpo. Cuando terminó con ella le acomodó la ropa y pasó al equipaje. Estuvo observando y removiendo el instrumental durante un rato, perdido ante los controles y los datos, hasta que al final se dio por vencido. Tomó entonces el móvil de la mujer, lo conectó a la red de la Hambu e hizo uso de accesos ilegales para obtener de ésta el número de Darius; encontró el de Graciela en la misma memoria del aparato. Después hizo una llamada repetitiva al número del oficial y programó otra al número de la segunda mujer para cinco minutos más tarde. Puso el móvil en el suelo, y junto a este la pistola de dardos, no sin antes limpiarla minuciosamente. Finalmente se puso en pie y buscó con la vista un sitio escondido desde el cual vigilar el cuerpo inconsciente sin ser descubierto. Arriba, en la madeja de estructuras tubulares, algunas hechas por el hombre y otras apenas modificadas para su uso. De un salto se aferró a un haz aferente que colgaba a poca altura, y de ahí a otro y otro, como un mono con piel de caucho en una selva alienígena, hasta llegar a una encrucijada de gruesas tuberías vivas, veinte metros sobre el suelo. Se acomodó en compromiso entre equilibrio, ocultamiento y visibilidad del cuerpo de la mujer y cercanías. A esperar, boca arriba.

Para matar el tiempo sacó una agenda con programas de gestión financiera y activó hojas de cálculo repletas de su contabilidad. Por un par de minutos comprobó haberes, balances, índices, deleitándose en los números gordos, satisfecho. No introdujo datos nuevos ni computó viejos según fórmulas diferentes; simplemente disfrutó. Hasta que se escucharon pasos.

Soco se dio la vuelta con cuidado y asomó la cabeza. Abajo Darius se arrodillaba junto a la mujer, sin tocarla; sin embargo las manos se le fueron a la pistola de dardos. Soco se concedió la sonrisa de quien gana una apuesta consigo mismo, mientras abajo el oficial seguía toda las normas de preservación sanitaria pero violaba unas cuantas de las policiales.

Darius dejó la pistola en el suelo, se puso en pie y comenzó a hablar consigo mismo, como si quisiera tragarse las palabras. "Móvil implantado", pensó Soco, e hizo un gesto de desagrado general hacia todas las antinaturales inserciones de tecnología en el cuerpo humano. Esa forma de hablar reducía la proyección de la voz, y encima el gel que recubría las estructuras de la Cepa absorbía el sonido. Tampoco podía leer los labios desde arriba. Frustrado, Soco observó cómo el oficial se quedaba a respetable distancia de la inconsciente, mirando inmóvil el instrumental esparcido, y al cabo de unos buenos minutos de esa inactividad estuvo tentado de marcharse tuberías arriba, a otra habitación registro y de vuelta a los pasillos. Entonces llegó Graciela.

Soco se animó, fija la vista en la recién llegada.

Graciela y Darius intercambiaron frases apenas inteligibles para Soco. Se percibía, eso sí, recelo y miedo en los tonos, que se iban volviendo más oscuros, en prosodia más veloz, con palabras escupidas y en la mala compañía de ademanes nerviosos o invasivos. Al cabo de unas cuantas interjecciones y un empujón reciprocado, Darius se inclinó a tomar la pistola de dardos. Graciela lo sorprendió con una patada tan violenta que el hombre apenas pudo protegerse el rostro y cayó sentado, aunque apuntando con el arma. Otra patada de la mujer le arrancó la pistola de la mano, e inmediatamente ella se movió para aplastarlo. Darius rodó, escapando; los golpes de Graciela lo persiguieron, no obstante. Estaba inconsciente e inerme cuando llegaron cuatro uniformados que tuvieron problemas para dominar a Graciela, quien se defendió como si tres no hubieran bastado. Finalmente la sometieron contra el suelo sumando sus masas corporales, y uno pudo sacar su propia pistola para neutralizarla. Soco reconoció a ese último guardia como Seridyo.

La mirada de Graciela se vació de voluntad mientras Seridyo intentaba reanimar a Darius levantándole el tronco.

—Con, perro —dijo el guardia—. Te mató medio.

Darius abrió los párpados tumefactos. —Debí pensar —murmuró—. Es musculosa, dura bajo la piel.

Seridyo se asombró —¿Sabes eso? —preguntó mientras limpiaba de sangre el rostro del otro.

—Me ligó. Me la acosté.

—¿Quién es?

Darius asintió. —Es agente enemigo —dijo—. Seguro tiene que ver con la otra.

Seridyo se dio vuelta a ver el cuerpo inconsciente de Marcia.

—Misma —aseguró Darius—. La sorprendí con equipo biológico. Hay infección grave en las Hambus, Seridyo; en la nuestra también. Estas dos pueden tener que ver.

Seridyo movió la cabeza. —¿Será lo que te dije? El anuncio de Pachin, que te envié con Ghero.

El oficial de control biológico esputó sangre. —Puede, puede.

—¿De intención enfermando la Hambu? —se asustó Seridyo—. ¿Por qué?

—Les preguntamos. Cuando despierten. De dónde vienen, qué le hicieron a la Hambu, si fueron.

—¿Pero cómo... sabes?

Darius hizo silencio por un minuto entero. —Por esa —señaló a Graciela—. Me ligó, y la investigué. Acababa de llegar, con la otra —las palabras le salían lentas, como si las pensara entre sílaba y sílaba—. Soy oficial de control biológico; me alerto, compruebo, también vigilo mis relaciones. Esta me quería usar para sus planes, seguro.

Seridyo escuchó con los ojos entrecerrados. —Es lindo —dijo—. ¿Pero es todo?

—Todo —Darius se atragantó, tosió y se aclaró la voz—. Sabremos mejor si las interrogas.

El guardia chasqueó la lengua. —Espero. Eres listo, perro. Las descubriste solo. ¿O no?

—Tuve suerte, tropecé a la morena —dijo Darius—. De la otra sospechaba, pues me ligó. A la morena, pues decido revisar el Abajo, armado, y la encuentro aplicando aparatos a la pared de emetés. Es no la conozco, y la duermo. Llegó esta, la confronté, me ataca.

—Es lindo —Seridyo sonrió mientras guiñaba un ojo—. No es problema. Eres héroe, Darius.

—No digas —el biólogo rió dolorosamente—. Me pateó.

Seridyo señaló un corte sangrante en su pómulo. —A todos. Dura mañana y ayer. Me imagino en la cama, ¿o no?

Darius removió los ojos. —Mucha energía —dijo—. Más que la mayoría de los Nuevos, y más músculo. Como si entrenara mucho incluso bajo gravedad alta. Eso me hizo sospechar —explicó sin mirar a los ojos del otro hombre.

—Te alertas, perro. Bueno, ¿y?

El biólogo se encogió de hombros.

—Estás al mando —dijo Seridyo—, si es emergencia de enfermedad de la Cepa, también si es intencional. ¿Guerra biológica?

—Eso mismo. Es locura. ¿Enfermar a las Hambus?

Seridyo frunció el ceño. —Es no se cree —dijo—. ¿Vamos?

—Ustedes delante —dijo Darius—. Es todavía no me paro. Además, debo revisar si descubro qué hicieron a la Cepa, rápido. Mejor dejas sus cosas aquí.

—Es lindo —asintió Seridyo, poniéndose en pie—. Vamos —se dirigió a sus subordinados—. La grande entre dos; la baja la llevas, Quiro.

—¿La baja? —protestó el más robusto de los guardias—. Es maciza. Me ayudas.

—Llenita pero corta, Quiro. La llevas al hombro. ¡Vamos!

Los hombres cargaron a las mujeres inconscientes y se marcharon entre bufidos y reniegos, con Seridyo detrás avisando sobre esquinas y puertas.

Cuando Darius se quedó solo, gateó hacia donde habían quedado los instrumentos de Marcia, y el móvil. Con una expresión mezcla de extrañeza y alegría, Soco vio cómo el biólogo lanzaba el móvil por un resquicio entre el suelo y los haces de macrotúbulos. Si no hallaba obstáculos a su descenso, el aparato caería hasta cerca de la Singularidad y las turbulencias de campo lo destruirían sin recuperación. Soco silbó sin aire, apenas aflautando los labios, mientras bajo él Darius recogía el instrumental pieza por pieza. Esperó entonces a que se fuera, y un poco más, para escalar las estructuras hasta donde casi se hacían inextricables, diez metros hacia arriba, en las cercanías de una rampa de inspección, y se descolgó en esta, que llevaba a un pasillo de servicio. Enseguida tomó la dirección necesaria para alcanzar uno de los corredores centrales, el de las tiendas por departamentos.

Caminó un rato despacio de aquí para allá, haciéndose notar discretamente, usando frases y modos que harían pensar a los demás que llevaba horas por esos lugares. En algunas mentes maleables se haría real la impresión de que él había estado allí por horas, y en efecto durante casi una hora deambuló como amigo de todo el mundo, cordial y expansivo. Fue en el tránsito de una conversación entre compradores a un atasco de carga en el cual podría ayudar, que percibió el zumbido de su móvil. Soco tomó el aparato, se arrinconó en una esquina y lo abrió sólo con sonido. —Soy —habló—. ¿Seridyo?

—Es grave, Soco —se escuchó al guardia de seguridad—. Darius acaba de descubrir agentes enemigos.

—¿Qué es? —preguntó Soco, convincentemente extrañado.

—Dos Nuevas, que recién llegaron. Traían guerra biológica contra la Hambu. Darius las descubrió porque una de ellas intentó ligarlo, para usarlo, parece. Sospechó y la investigó, y después sorprendió a la compañera poniendo cosas en los haces emetés del Abajo.

Soco hizo una mímica superlativa de asombro y después sonrió con burla. —¿Guerra biológica? —preguntó manteniendo la sorna fuera de su tono de voz—. ¿Qué locura?

—Bueno, Darius la descubrió. Es lindo.

—¡Ah! —dijo de repente Soco, incorporando por completo la simulación a sus ademanes y expresiones—. Lo vi, con Darius. Estábamos en el Abajo. Yo quiero estar solo, relajar, él quiere revisar los emetés, nos encontramos, y él me enseña unos brillitos en la pared negra, que son enfermedad. ¿Es eso?

—Debe. Seguro Darius descubrió la enfermedad entonces. Y sabe más, algo oculta, es no me dice, lo huelo. No importa, su asunto, de él con los Arribas, si lo descubren.

—Es lindo. ¿Pero por qué me dices?

—Soy tu perro, Soco. Esas dos mujeres, Nuevas, ¿las recibiste tú? Cuando empiezan a investigar, si las recibiste saldrá tu nombre. Es los Arribas no te quieren mucho.

Soco caviló durante unos segundos, de repente serio. —Sí, las recibí. ¿Problemas, o no?

—Te aviso, perro. ¿Esto vale?

—Vale. Valísimo, mi perro, en mucho de la bonita y en el corazón de Soco.

—Come tu corazón, Soco, y dame la bonita. Después.

—Bueno, igual ellas me recuerdan y me dicen. Me avisas, y es nada.

—Es no. Estaban dormidas por dardo, las despertamos para interrogar; pues parece tenían cápsulas de amnesia en alguna parte, que dieron convulsiones, los síntomas, desmayaron. Es no recordarán nada que les pasó después de su primer novio, cuando despierten. Inocentes de nuevo, en todo. Te mueves.

Seridyo colgó.

Soco apagó el móvil y le dio unos golpecitos distraídos con el dedo índice. Lo guardó y se puso en camino presuroso, deshaciendo una vez más un dédalo de pasillos y elevadores para llegar ante el pasillo-hotel "Descanso Retribuido".

La interfase lo recibió con un rostro feminizado —¿En qué puedo ayudarte, Soco? —preguntó en tono maternal.

—Dame alfanumérico, Descanso —ordenó el hombre.

—Enseguida, Soco —bajo la barbilla del rostro holográfico aparecieron un teclado y una pantalla.

Soco se situó ante el tablero, cubriendo lo más posible con su cuerpo, y comenzó a introducir comandos a mano. —Descanso, me duele más por la bonita que pierdo —masculló—; es no daño archivos de los importantes, sólo de esas dos.

El rostro de "Descanso Retribuido" quedó congelado en la sonrisa. Soco tecleó furiosamente hasta que en la pantalla brilló una línea: "Base de datos modificada. ¿Desea algo más?". El hombre rozó un último botón y se apartó. —Cierra —dijo con algo de ira en el tono.

La pantalla y el teclado desaparecieron en tanto la interfase descongelaba sus líneas, que imitaban la sutil movilidad de un rostro vivo. —¿En qué puedo ayudarte, Soco? —preguntó con tono de pequeña urgencia, como si el hombre le hiciera perder tiempo parado ante ella sin hacer ni decir—. ¿Deseabas algo?

—Nada —dijo Soco, entre satisfecho y amargado—. Buen Descanso —y sin más entró por el pasillo hasta la habitación donde se alojaban Graciela y Marcia. —Abre —ordenó a la puerta, y enseguida saltó adentro—. Cierra.

Sin mirar las camas y el equipaje, Soco se acercó a la pared del fondo, contando paneles como escaques. Identificó uno, el mismo que Marcia había levantado y vuelto a poner, y notó la manipulación gracias a la falta de polvo en los rebordes, donde se acumulaba más y la superficie no tenía tiempo de absorberlo. —Qué maldita casualidad —gruñó mientras sacaba una pequeña ventosa del bolsillo. La aplicó, extrajo el panel sin gran esfuerzo y le dio la vuelta para observarlo por el lado interior. En una esquina tenía un ínfimo punto blanco, hundido en la felpa húmeda como una pequeña isla seca y plana. Soco lo pescó con la uña del meñique. Era un dispositivo espía, un biobug, y al sacar el panel Marcia lo habría separado del transmisor, que estaba en la estructura de la pared. No habían vuelto a coincidir, pues como el panel era cuadrado, Marcia lo había rotado inadvertidamente al reponerlo. —Así fue —se asombró Soco—. Qué casualidad, con —y puso el biobug en su lugar. Después tomó la placa con ambas manos, la esquina de biobug en posición correcta, abajo a la izquierda, y la reinsertó en la pared, presionando fuerte. Se alejó hasta la puerta y miró durante un rato el panel, indistinguible del resto. —Qué casualidad, qué casualidad —repitió malhumorado mientras salía y cruzaba el pasillo para entrar en la habitación de enfrente. Allí esperó hasta ver cerrada la puerta y sacó su móvil. —Vigilancia, Descanso, quince —ordenó. El aparato proyectó una holopantalla con una vista fija de la habitación de Marcia y Graciela. Soco se encogió de hombros, y guardando el móvil regresó al camarote que fuera de las agentes. En dos viajes pasó todo el equipaje al que estaba vacío, y en el tercero arregló las camas y ordenó un robot de limpieza, cuyo trabajo vigiló con esmero. Sólo cuando estuvo seguro de que no subsistía ningún rastro de la estancia de ambas mujeres permitió al robot, un brazo extensible que se descolgaba del techo, retornar a su nicho. Finalmente, en pie pero recostado contra los armarios, dejó caer los hombros, aflojando todo el cuerpo.

Soco se quedó mirando la cama inferior con deseo. Acababa de arreglar las sábanas, pero lo estaba invadiendo un sueño inexpugnable. Al cabo de unos minutos se deslizó suavemente sobre el cobertor, se puso boca arriba, juntó las manos tras la cabeza y ordenó que se apagara la luz. En pocos minutos estuvo dormido como un niño bueno.



A los que dicen que en América Latina no se escribe otra cosa que fantasía levemente salpicada de ciencia ficción mal digerida, ofrézcanle estas cepas cultivadas por Noroña, cubano de pura cepa.

Cuentos de Juan Pablo Noroña en Axxón: "Hielo" (136), "Invitación" (140), "Obra maestra" (142), "Todos los boutros versus todos los hedren" (144), "Brecha en el mercado" (147), "Proyecto chancha bonita" (148), "Quimera" (149), "Náufragos" (152), "Pareja (155) y "Shift" (157).


Axxón 159 - febrero de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Cuba: Cubano).