Revista Axxón » «Sangre y arcilla», Claudio Biondino - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ARGENTINA

 

Sé que estás ahí, observando, como siempre. No creas que desconozco mi verdadera naturaleza. Ya no. En mi mundo, algunos llegamos a descubrir de qué estamos hechos. Lo difícil es asumirlo. Al menos para mí no fue sencillo aceptar que sólo soy un personaje ficticio. De todos modos, no puedo negar que siempre me gustaron las luces del espectáculo. El problema es que ya me cansé de ser un títere, así que decidí cambiar de escenario y montar mi propio teatro. Pero no te preocupes, antes de irme te voy a regalar otra de esas historias sangrientas que tanto te gustan. Espero que la disfrutes.

Hasta el final.

 

Todo empezó la noche de mi última cacería. Nunca me voy a olvidar la cara de aquel pobre tipo que agarré en la zona del puerto. Claro que en ese entonces yo no habría dicho pobre tipo. Siempre plasmé mis obras de arte sobre modelos, no sobre personas. Para asegurarme de no lastimar a gente inocente, observaba con cuidado los ojos de los posibles materiales de trabajo. El modelo de aquella noche tenía la mirada hueca, vidriosa. Reflejaba las luces de la ciudad para ocultar, sin duda, un inconfesable vacío interior. Ahí adentro no podía haber ninguna persona. Así que lo desmayé de un golpe, lo metí en el baúl del coche y lo llevé a un galpón abandonado donde acostumbraba realizar mis creaciones.

Después de sacarle la ropa, lo até al banco de trabajo y preparé el instrumental quirúrgico. En seguida empecé a dibujar el primer boceto con mi escalpelo, a partir de cortes superficiales. El modelo se despertó y empezó a chillar como un cerdo. Casi todos se despiertan, pero vuelven a desmayarse en seguida, ante el primer tajo sin importancia. Éste aguantó un rato largo, así que tuve que amordazarlo. No se puede matar a los modelos para que hagan silencio, ya que eso podría alterar la naturaleza de la obra. Creo que éste siguió vivo hasta que empecé a trabajar en profundidad, pero la verdad es que nunca me fijé mucho en esos detalles. Esa noche todo parecía fluir con naturalidad. Me sentía realmente inspirado y, por última vez en mi vida, fui feliz.

«La carne es arcilla en mis manos», pensé, y fue entonces cuando sucedió: mientras le anudaba los intestinos alrededor del cuello, me di cuenta de que no sabía por qué lo estaba haciendo. Un momento antes todo era perfecto, sublime. Y de pronto, como si me hubieran dado un mazazo por la espalda, el sentido de mi mundo se hizo pedazos contra esas tripas relucientes. ¿Qué tenía de bello o armonioso, por ejemplo, vendarle la cara al modelo con tiras de piel extraídas de los brazos y las piernas? Me sentí enfermo cuando corté las tiras, pero no paré. No podía parar.

En ese momento recordé que no le había sacado los ojos. ¡No había dejado mi firma! Cada trabajo tenía un concepto particular, pero si los ojos no aparecían dentro de la boca, nadie iba a saber que se trataba de una obra mía. Era un olvido muy extraño, pero lo más raro fue que no me importó. Cada vez estaba más confundido: miraba al modelo con una mezcla de tristeza y repugnancia. En lugar de preocuparme por firmar la pieza, sentía lástima por los materiales de trabajo. ¿Qué me estaba pasando? La pregunta resonaba una y otra vez en mi cabeza, cada vez más fuerte, como si algún demonio minúsculo hubiera decidido convertir mi cráneo en un campanario.

Me sentí mareado y tuve que desviar la mirada ante la repulsión que me despertaba mi propia obra. Me senté en el suelo, lo más lejos posible del banco de trabajo. Quise gritar, correr a entregarme a la policía o subir a la terraza y saltar al vacío. Pero no hice nada de eso. No es que haya logrado tranquilizarme, no habría podido hacerlo solo. Algo me controló y me forzó a levantarme y seguir la rutina: la extracción de los ojos y el acabado del trabajo; el traslado al exterior, a un callejón del centro, para que la obra fuera debidamente apreciada al día siguiente; la vuelta al galpón para dejar el coche; el regreso a pie hasta el refugio, en el cine clausurado de la peatonal; el sueño que llegó con puntualidad, ignorando las oleadas de angustia que me cortaban la respiración.

 

Cuando desperté, me costó un esfuerzo enorme recordar quién era y dónde estaba. Se me partía la cabeza de dolor. Tuve la extraña sensación de que algo presionaba con fuerza sobre mis sienes. De pronto, supe que no estaba solo. Aunque no podía verla, percibí con claridad una presencia junto a mí. Intenté rechazarla con todas mis fuerzas. Me incorporé a medias y miré por encima de la primera línea de butacas hacia la enorme sala en penumbras.

«Soy Bruno», dije en voz alta, «y esta es mi casa, mi refugio».

Sentí que el dolor cedía, mientras la fuerza que oprimía mi mente se alejaba. Por un momento, vislumbré la verdad sin asombro, con esa lucidez espontánea que, a veces, emerge de la frontera entre el sueño y la vigilia: alguien o algo tenía poder sobre mí, y temía perder el control. Pero mi victoria fue efímera. Un instante después, la lucidez se había ido. Aunque tenía la vaga sensación de ser observado, no pude recordar la revelación que había alcanzado al despertar. Todavía no era el momento.

Me vestí, salí del cine por la ventana rota del primer piso, y bajé a la calle haciendo equilibrio sobre una de las montañas de basura y escombros que le estaban ganando terreno a la peatonal. Mi cuerpo se perdió en una caminata diurna por el microcentro; mi mente estaba en otra parte, luchando con el recuerdo de una mirada que ya no podía clasificar con precisión. ¿Me había equivocado al elegir al modelo? ¿Había asesinado a una persona? La idea me resultaba insoportable, pero no había otra explicación. El miedo me hizo acelerar el paso, sin ser capaz de ver otra cosa que los ojos del muerto, hasta que tropecé con el linyera de la plaza. El golpe contra el suelo me dejó sin aliento. En ese momento me di cuenta de que había estado llorando en silencio.

El linyera era una imagen borrosa detrás de mis lágrimas, pero lo reconocí. Acostumbraba darle algunas monedas que los modelos ya no iban a necesitar. Se levantó de su colchoneta mugrienta y me ayudó a incorporarme. Entonces pude verlo con claridad, y la expresión del viejo me desconcertó. Sus ojos parecían mirarme con una tristeza distante, como si se hubiera encontrado con un perro muerto o enfermo, pero su boca se retorcía en una sonrisa irónica. Quise alejarme, pero me agarró del brazo y se acercó aún más. El aliento a vino barato y dientes podridos me hizo voltear la cara. Traté de zafarme y él apretó más fuerte, con una vitalidad que no esperaba.

—¿Ya lo descubriste, no? —me dijo—. ¿Descubriste al creador?

Al principio no entendí, o no quise entender, pero dejé de forcejear. Sus palabras me hicieron recordar la idea que me había sobresaltado al despertar: había algo que me observaba, que guiaba mis pasos, que trataba de controlarme.

—Tu carne es arcilla en sus manos —dijo la voz cascada del viejo—. Y él te dio un destino de sangre para reírse de vos. Todos acá somos sus payasos. Si te querés liberar, hacé como yo. Primero aceptá lo que sos.

En ese momento comprendí la mirada del linyera: era pura lucidez. La lucidez que yo había perdido y que ahora estaba recuperando. La verdad se me vino encima como un perro rabioso, y grité, grité hasta desgañitarme, intenté romperme la cabeza contra el piso, contra un árbol, pero el viejo no me soltó hasta que me quedé quieto y en silencio, hecho un ovillo a sus pies. Después todo fue oscuridad.

 

Durante la lucha contra el creador, perdí la conciencia muchas veces, pero la escena en la que me despertaba era siempre la misma: la modelo acurrucada contra la pared, mi cuchillo bajo su garganta, su voz pidiendo piedad, como si fuera una persona. Pero sus ojos no mentían, no podían disimular el vacío interior. «Su carne es arcilla en mis manos», pensaba, y en ese momento surgía la revelación. Siempre lograba recordar a tiempo. Recordaba quién era y que, a pesar de todo, era capaz de tomar mis propias decisiones. Después soltaba el cuchillo y la dejaba ir. El creador intentó reescribir la escena una y otra vez, pero nunca pudo mantener el control hasta el final. «¡A partir de ahora los finales los escribo yo!», le gritaba, y algo volvía a sumergirme en la oscuridad, hasta que reaparecía con mi cuchillo apretado contra el cuello de la modelo. El círculo giró y giró, quién sabe cuántas veces o cuánto tiempo, pero el creador jamás consiguió cerrarlo con un trazo de sangre.

 


Ilustración: Valeria Uccelli

Finalmente, logré despertar en una escena distinta. No sé cómo lo conseguí. Supongo que la negación me impedía romper definitivamente las cadenas. Me llevó mucho tiempo aceptar plenamente mi condición ficticia. Pero cuando lo hice, quedé libre, tal como había dicho el linyera. La escena en la que desperté era muy hermosa. Tenía la belleza de la justicia y el sabor de la venganza. El creador iba a pagar por haberme engañado. En un mundo donde no existe la libertad, donde no hay más que tramas y personajes, nadie es culpable de no llegar a ser una persona. Nadie elige degradarse a sí mismo hasta convertirse en un cascarón vacío, en un cuerpo que sólo puede ser redimido por la violencia. El muy hijo de puta me engañó: en mi plano de existencia nunca hubo modelos. Pero ya no estaba en ese plano. Había despertado en el mundo del creador.

Por la expresión de sus ojos, supe que nunca creyó que alguien pudiera escapar de sus historias. Ya era bastante extraño que un personaje se negara a obedecerle, pero ¿surgir de la nada y aparecerse en medio de su estudio? Creo que fue demasiado para su cordura. Parecía más sorprendido que aterrorizado. Era el modelo perfecto. Una masa de arcilla informe, esperando la guía de mis manos para revelar su verdadero sentido. Debo decir, en su favor, que se comportó con docilidad, respetando su carácter de materia maleable. No se resistió cuando lo até a la mesa del estudio, y sólo me habló una vez.

—Soy un simple escritor —dijo—. Entretengo a las personas con historias. Les doy a mis lectores lo que desean, pero nunca quise hacerte daño. Nunca supe…

Me detuve a escuchar lo que tenía para decir en su descargo, pero no fue capaz de terminar la frase. A lo mejor se dio cuenta, en ese momento, de que siempre había sido consciente de su culpabilidad.

Mientras buscaba dentro de mí la inspiración necesaria para comenzar el trabajo, yo también comprendí algo. Caminé hacia la biblioteca del estudio. El creador era muy prolífico. Hojeé algunas de sus obras, siempre dominadas por la sangre y el dolor. Un entretenimiento para modelos, basado en el sufrimiento de los inocentes. Mi odio hacia el creador no disminuyó, pero supe que no era el único culpable. Sin la complicidad de los lectores, esos mundos de horror no habrían sido posibles. Poco a poco, me di cuenta de que había despertado en un plano lleno de seres ávidos de sangre; un mundo de arcilla para mis manos. Mientras trabajaba en el creador para extraer la belleza oculta de su interior, supe que mi tarea no podía terminar con él.

 

Sé que estás ahí, espiando, disfrutando a costa del dolor ajeno. Por eso te prometí que iba a contarte una última historia y así lo hice. Tenía que averiguar si eras capaz de llegar hasta el final. Ahora, voy a pedirte un favor. Necesito que mires detrás tuyo; necesito que me mires a los ojos.

 

 

Claudio Biondino nació en 1974, es antropólogo y vive en Buenos Aires. Siempre le interesó la literatura fantástica y en especial la ciencia ficción, pero por distintos motivos nunca tuvo demasiado tiempo para dedicarse a este tipo de lecturas.

Hemos publicado en Axxón sus relatos INSEGURIDAD, EL TESTIGO, JUEGO DE LUCES, LA PRIMERA TENTACIÓN, LAS RELIQUIAS, LA NUEVA REVELACIÓN, LOS CIEGUITOS, MENSAJES EN EL VIENTO, AZUL MARINO, LA PALABRA PRIMERA y MOLINOS DE VIENTO.


Este cuento se vincula temáticamente con EXPEDIENTE DE UNO QUE NO EXISTE, de Sergio Gaut vel Hartman; CERRAR LOS OJOS, de Inmaculada Rumbeau y LA VIDA ES UN SUEÑO RECURRENTE, de Mario D. Martín.

Axxón 216 – marzo de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Asesino serial : Escritores : Argentina : Argentino).


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