EXPRESO INFINITO

Matías Barberis

Argentina

Desperté en mi asiento, sin ganas: había dormido poco. Apenas habrían pasado un par de horas desde que salimos de la ciudad. Ya sentía el olor del campo, el de las afueras del infierno, la frescura del aire. Pude distinguir que el tren penetraba una densa capa de niebla: la espesa humedad no dejaba ver más allá de los durmientes.

Aparté la cabeza de la ventanilla mientras bajaba la cortina: me protegería del vacío infundido por el aire de la madrugada. Me reacomodé en el asiento, y aunque no se respiraba mucho frío en aquel vagón —sin querer y por costumbre quizá—, tomé mi abrigo.

Aburrido en mi intento por sumergirme en el sueño, observé a los demás viajeros: el joven sentado frente a mí no tendría más que dieciocho años. De contextura mediana, vestía un traje pulcramente oscuro que contrastaba con el blanco de su camisa y su palidez. Los ojos cerrados, no parecía dormir: a pesar del estrepitoso zarandeo del tren, mantenía su cabeza en perfecto estado vertical. Llevaba un portafolio sobre el que apoyaba una mano. Traté de imaginar su nombre, de dónde venía, sus propósitos, sus anhelos.

Entonces, envuelto en estas reflexiones, procuré recuperar el sueño. Y cerré mis párpados para animarlo a volver, y al rato me supe soñando, recordando. Y pude verme en uno de los últimos días en casa de mis padres.

El típico desayuno preparado por mamá. ¡No había mejor forma de comenzar el día! La mesa puesta, el aroma de las tostadas, las charlas antes de comenzar la batalla. Recuerdo la última vez como si hubiese sido ayer. Besé a mi madre en la frente, igual que siempre, y a mi padre lo despedí con un ligero saludo: todavía no nos habíamos reconciliado por mi "huida". Entonces con mi hermano nos subimos al auto riéndonos ante cualquier estupidez. Lo llevé hasta la puerta del colegio y esperé hasta que entró con sus amigos.

Y me fui, sin saber que jamás volvería a verlo. Que jamás volverían a verme.


La luz vertiginosa de un tren en sentido contrario me hizo volver de aquella duermevela. Y volví con un sabor amargo.

Pesadamente me reacomodé. A mi lado descubrí a otra pasajera, una señora mayor. La examiné de soslayo, quería repetir el procedimiento que antes me había hecho dormir. Había subido con el otro joven y llevaba un sombrerito que apenas cubría sus canas. Dormía, pero me di cuenta de que no descansaba. ¿La interrumpirían malos sueños, recuerdos de tiempos felices? Llevaba un abrigo ajado y lúgubre, que seguramente estaría por regalar. En su cuello, dos zorritos apolillados mostraban sus garritas.

Las manos inquietas y finas de la mujer son las de mi madre. Tiernamente me acariciaban cuando yo no podía dormir. Sus abrazos y rezos lograban calmarme, caía rendido en mi cama. ¡Y su expresión al saber que yo me iría de casa! ¿Hacerse a la idea de que ya no tendría cerca a su hijo mayor? ¡Y por una mujer —una "negrita"—, otra a quien yo adoraba más que a ella! Y pensar que me he arrepentido.

El cuarto pasajero era un viejo desaliñado, envuelto en un oscuro sobretodo. Adiviné el tono de la ropa que llevaría debajo, igual al de los demás viajeros. Dormía con los brazos cruzados. Respiraba pesadamente, dando resoplidos esporádicos. Su cara, curtida y surcada por los años, se contraía de amargura. Pero a veces iba relajado, aunque nunca lo abandonaba un dejo de resignación o abatimiento. ¿Qué fue? ¿Qué pudo haber quebrado su espíritu?

Se me cierran los ojos, los párpados me pesan: el sueño anda cerca; a no espantarlo con recuerdos y reflexiones azarosas que no son fines sino medios para llegar a él.

Me avengo nuevamente con el sueño... y reconozco a mi padre: de pie junto a una columna de hierro, en el andén, como petrificado. En su dureza adivino enojo por mi decisión. Pero la acepta. A regañadientes, pero la acepta: no puede retenerme. Su mirada verifica el orden de todo.

A unos pasos, mi hermano y mi madre. Con dulces lágrimas amargas, nos desean mucha suerte.

Después, mi padre. Nos estrechamos la mano. Cuidate, me ordena. Y nada más.

Ya en el vagón, desde la ventanilla, logro descubrirlo entre la multitud, al final del andén... pero no alcanza a terminar un gesto que siempre quiero recordar como un saludo afectuoso.


Hasta ese momento, el sueño repetía hasta el detalle la realidad de lo sucedido, sumergiéndome en un gran déją vu. Pero justo al entrar al túnel que separa la estación del trazado principal, me desdoblo: mi mente reconoce dos realidades entrelazadas. Como en una película de planos superpuestos me veo en el tren, y a la vez acostado en medio de un cuarto apenas herido de luz. Una sábana cubriéndome hasta el cuello, mi madre llorando a los pies de la cama. Y dos o tres figuras que no distingo intentan consolarla.

Me escucho preguntando sobre lo ocurrido: las figuras, que ahora se acomodan a los lados de mi cama, no me oyen. O no quieren hacerlo. Por fin entra un hombre bajo y enjuto. Se acerca, lento, me mira desde arriba inclinándose apenas, me cubre la cara con la sábana.

Y quedo enredado en la total oscuridad, y enseguida emerjo aturdido y sobresaltado de aquella pesadilla y me reconforta comprobar que me encuentro seguro en el tren hacia casa y que aún es de noche.

Un viento helado me recorrió. Me abrigué lo más que pude. Arrellanado en mi asiento esperé que el sueño volviera. Los demás no parecían notar el frío.

Y el sueño no venía.

Aunque... ¿puede llamarse "sueño" a ese estado de amortiguada vigilia? ¿A esa invasión de visiones de otros tiempos, de otros lugares que uno dejó atrás? ¿A ese aluvión de imágenes que simplemente logran llevarnos derecho y sin escala a un perturbador estado? Cuando uno sueña que no termina nunca de caer al abismo, se despierta entre terrores. La onírica caída no lastima, pero logra acelerarnos el pulso, arruinarnos la noche.

Bajo mis párpados y me apresto a abandonar de nuevo, dentro de mi cabeza, aquel camarote. En eso entra el guarda y examina el compartimiento. Lo hace sigilosamente, para no interrumpir el sueño de los otros. Anota algo en su libreta, y al descubrirme en mi asiento, bien despierto, se alarma.

—Ya que está despierto —dijo—, le informo de que nos atrasaremos un poco. Por la niebla, ¿sabe?

—¡Qué lástima! Quería llegar temprano y sorprender a mi familia.

—Pero... —dijo el guarda, desconcertado—, ¿no viaja usted con su familia?

—No —contesté, sin saber la razón de aquella desatinada pregunta—. No, viajo solo.


Ilustración: Valeria Uccelli

El tipo me miró con suspicacia. Sacó un papel del bolsillo, lo examinó como a un extraño insecto. Y dijo:

—¿Está usted en el vagón correcto, señor?

—Estoy seguro —dije, molesto— de que este es mi lugar.

—Me permite su pasaje por favor —el guarda me señaló como si empuñase un arma.

—Momento —dije, escondiendo las manos en los bolsillos—. Espere que lo tengo por aquí, ya lo voy a encontrar. Espere.

—Espere usted —dijo el guarda sorpresivamente—. ¿Cuál es su nombre?

—Rebagliatti —declaré con altivez—. Tomás Rebagliatti.

Volvió a mirar sus registros que le tapaban la cara. Enseguida me dirigió una mirada nerviosa. Había empalidecido.

Antes que yo pudiera decir algo, el hombre huyó.

En su apuro dejó caer una especie de libreta que llevaba dentro de sus papeles.

El registro de pasajeros.

Pasé las páginas en busca de mi nombre. En efecto: según aquel libro, mi familia se encontraba en aquel camarote.

¿Conmigo?

No. Mi nombre no figuraba allí.

Frenéticamente di con lo que buscaba. Yo viajaba, sí, pero no en ese vagón con mi familia...

Desesperado, recorrí las caras de los viajeros. No los reconocí, igual que antes.

Cerré los ojos, respiré profundo y nuevamente esas imágenes: las despedidas, el viaje, la oscuridad repentina repleta de llantos, y una luz cegadora.

Abro los ojos, busco de nuevo en el registro. ¡No! ¡No era un sueño! ¡No era una ilusión! Levanto la vista: el guarda regresa por su libro, mi padre despierta. Y yo... yo me desvanezco.

¡Al fin puedo dormir!




Este cuento se vincula temáticamente con "EL LADO OSCURO", de Guy Hasson (166)


Axxón 187 - julio de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Muerte : Argentina : Argentino).