FUENTE DE LA VEJEZ
Novela corta ganadora del Premio Nebula 2008

Nancy Kress

Estados Unidos

La tenía en un anillo. En aquellos días, uno llevaba encima trozos de personas. No como hoy.

Un mechón de pelo, una gota de sangre, un beso de lápiz labial en un papel... esas cosas eran reales. Uno podía guardarlas en un relicario, o en un estuche de bolsillo, o en un anillo; podía llevarlas consigo, acariciarlas. Nada que ver con estos hologramas. ¿Quién puede atesorar sombras de láser? O las "re-creaciones" de la nanotecnología... peor aún. Bah. ¿Acaso el Amo del Universo "re-creó" al mundo después de que explotara un poquito? Nunca. Se las arregló con el original, como toda persona sensata.

Así que la tenía en un anillo. Y conservé el anillo cuarenta y cuatro años, antes de que el mundo moderno se lo comiera. Literalmente, se lo comiera... díganme: ¿dónde está la justicia?

¡Ah, y era tan hermosa! No malformada por la genemod como esas chicas modernas, de cinturas tan flacas y traseros enormes y senos repulsivos. No, ella era natural, una mujer real, una diosa. Cabellera negra, salvaje como las aguas turbulentas, piel olivácea, ojos verdes. Recuerdo el tono exacto de verde. Ni césped, ni esmeralda, ni moho. Su propio tono. Recuerdo. La...

—¿Abuelito?

...conocí cuando estaba de licencia en tierra, en Chipre. La guerra de Medio Oriente acababa de terminar... una de las guerras, porque ¿quién puede resolver todas? Conocí a Daria en una taverna y pasamos una semana juntos. Nadie sabrá jamás lo gloriosa que fue esa semana. Además, ella era una chica muy agradable, a pesar de ser una... Para sobrevivir, la gente hace lo que debe hacer. Nadie lo sabe mejor que yo. Daria...

—¡Abuelito!

...me regaló un mechón de pelo y un beso estampado en un papel. En aquel entonces, los guardé en una burbuja de plastolux, lo único que podía pagar, pero más tarde hice poner el pelo y el papel, plegado hasta quedar diminuto, dentro de un anillo. Mucho después, cuando tuve dinero y Miriam ya había muerto y...

—¡Papá!

Y así volvió a empezar. Con mi hijo, mis nietos. La vida nunca sabe cuánto es suficiente.

—Papá, los chicos te hablaron. Dos veces.

Mi hijo Geoffrey suspira. Los chicos —seis y ocho años, y qué tiene que hacer este viejo de cincuenta y cinco con hijos tan pequeños, pero Gloria es su segunda esposa— han desaparecido por el corredor. Van, vienen. Es domingo por la tarde y estamos sentados en mi habitación —una habitación bonita; tiene que serlo, por lo que pago— del Geriátrico Estrella Plateada. Geoff viene todos los domingos; nos sentamos, nos miramos fijamente. A veces viene Gloria, a veces los chicos, a veces no. Todo es tensión.

Entonces los pequeños vuelven a pasar abruptamente por la puerta y esta vez algo entra con ellos.

—Reuven, ¿qué mierda es eso?

Geoffrey me dice, irritado:

—No digas malas palabras frente a los niños y...

—¿"Mierda" es una mala palabra? ¿Desde cuándo?

—... y es "Bobby", no "Reuven".

—Y es zaydeh, no "abuelito", y yo te puedo enseñar lo que son las malas palabras. ¡Aleja esa cosa de mí!

—¿No es astronómico? —dice Reuven—. ¡Acaban de regalármelo!

La cosa está tratando de treparse a mi regazo. No es como la última mascota, el gato rosado que saltaba hasta el techo. Tenía genes de canguro, qué tontería. Ésta ni siquiera es de verdad: es una especie de bot, como aquellos perros metálicos retro que tanto fascinaban a los japoneses hace setenta años. Salvo que es apenas una sugerencia de perro: lustrosas líneas plateadas que a veces parecen desaparecer.

—¡Tiene revestimiento antidetección! —grita Eric—. ¡No se ve!

Yo lo veo, pero sólo de manera intermitente, cuando la luz le da en el ángulo correcto. La cosa se sube a mi regazo de un brinco; sacudo los brazos para espantarla y trato de empujarla, pero cuando lo hago ya no está más. Tal vez.

Como si fuese una explicación, Reuven aúlla:

—¡Tiene microprocesadores!

Geoff dice, con su habitual actitud envarada:

—El bot toma imágenes digitales de cualquier cosa que esté detrás de él y las transmite continuamente en holo hacia delante, de modo que cualquier distancia mayor que...

—¿En esto gastas mi dinero?

—Ahora es mi dinero. Una parte, al menos —dice, rígido.

—No porque te lo hayas ganado, muchachito.

Los delgados labios de Geoffrey se hacen más delgados. Detesta que le recuerde quién hizo todo ese dinero. Yo detesto que se le olvide.

—Papá, ¿por qué tienes que hablar así? Todas esas frases simplonas... nunca hablabas así cuando yo era niño y tampoco lo haces en tu ambiente actual, ¿verdad? ¿Por qué, entonces?

Viniendo de Geoffrey, es un ataque atrevido. Podría explicarle el motivo, pero no le gustaría, no lo entendería. No entendería cómo empezó esta forma de hablar "simplona", ni por qué, ni para qué me sirvió. Ni siquiera entendería por qué un hábito persiste aunque ya no sirva para nada y que uno se aferra a él porque, de lo contrario, puede dejar de ser quien es, aunque lo que es no represente gran cosa. ¿Cómo podría Geoff comprender algo así? Apenas tiene cincuenta y cinco años.

De pronto, Eric grita:

—¡Rex se fue!

Los chicos salen en estampida por la puerta de mi habitación. Veo a la Señora Petrillo avanzando centímetro a centímetro por el corredor con su robot guía. Lanza un alarido cuando los niños pasan corriendo junto a ella, aunque al menos no la tiran al suelo.

—¡Ve tras ellos, Geoffrey, antes de que alguien se lastime!

—No lastimarán a nadie y Rex tampoco.

—¿Y cómo sabes eso? Un edificio lleno de ancianos, tambaleándose por todos lados como grullas con patas de repuesto, y tú piensas...

—Cálmate, papá. Rex tiene un dispositivo incorporado para esquivar objetos y...

—¿Me estás hablando de software? ¿A , muchachito?

Ahora está verdaderamente furioso. Lo sé porque se calla y se pone rígido. Más rígido, si tal cosa es posible. Este hombre es una barra de fibra de carbono.

—En realidad, no es que hayas desarrollado ningún software, papá. Sólo te lo robaste. Fui yo el que legitimó la compañía, y además...

Pero es entonces cuando advierto que mi anillo ha desaparecido.



Ilustración: Valeria Uccelli

Daria era persa, no griega, ni turca, ni árabe. Si piensan que por eso me resultó más fácil encontrarla, están locos. Regresé después de finalizado mi último viaje en la fuerza y la busqué... ¡cómo la busqué! En Chipre nadie la conocía, nadie la había visto nunca, nadie quería admitir que ella existía. Ningún registro: "destruido en la guerra".

En nuestra última mañana, bajamos hasta una playita rocosa. Habíamos partido de Nicosia el día después de conocernos, para ir a esta diminuta aldea costera que la guerra no había arruinado demasiado. En la playa, hicimos el amor mientras los suaves guijarros se incrustaban en nuestros traseros: primero en el suyo, después en el mío. Daria se cortó un mechón de su pelo salvaje y estampó un beso en un papel. Unas flores silvestres, pequeñas y rosadas, crecían entre la maleza. Ambos lloramos. Yo le juré que regresaría.

Y lo hice, pero no logré encontrarla. Otra prostituta más de Chipre... ¿quién podía seguirle el rastro a esa gente? Al final tuve que desistir. Regresé a Brooklyn y guardé en el plastolux el mechón y el beso, con ese lápiz labial tan rojo... hoy todas usan un dorado y parecen lámparas descascaradas. Después, escondí la burbuja en mi uniforme del Ejército, donde Miriam no podría encontrarla. Pobre Miriam... por mérito propio, fue una buena esposa, una buena madre. No tuvo la culpa de no ser Daria. Nadie era Daria.

Hasta ahora, por supuesto, cuando hay centenares de personas que son ella, o que al menos lo son en parte. ¿Centenares? Miles, probablemente. Cualquiera que pueda pagarlo.


—¡Mi anillo! ¡Desapareció mi anillo!

—¿Tu anillo?

—¡Mi anillo! —Seguramente, hasta Geoffrey habrá notado que tengo puesto un anillo noche y día desde hace cuarenta y dos años.

Lo notó.

—Debe haberse caído cuando espantabas a Rex.

Tiene sentido. Ahora estoy más delgado, mis brazos parecen percheros y el anillo me queda —me quedaba— flojo. Paso las manos por la silla: nada. Lentamente, me agacho hasta el suelo para buscarlo.

—¡Cuidado, papá! —dice Geoffrey, y en su voz hay algo que suena mal. Levanto la vista para escudriñarlo y lo sé. Sencillamente, lo sé.

—Fue ese... ese dybbuk. ¡Ese bot!

—Aspira objetos pequeños —me dice él—. Pero no te preocupes, los guarda en un depósito interno... Papá, ¿qué es ese anillo? ¿Por qué es tan importante?

Ahora hay sospecha en su voz. Tardó cuarenta y dos años en tener sospechas, una buena demostración de por qué nunca podría haber tenido éxito en mi profesión. Pero eso ya lo sé desde que él tenía siete años. ¿Por qué va a importarme ahora? Soy muy viejo; puedo hacer lo que quiera.

Le digo:

—Ayúdame a levantarme... no, así no, ¿quieres que me rompa algo? El anillo es mío, nada más. Lo quiero de vuelta. Ahora, Geoffrey.

Me acomoda en la silla y se va, sacudiendo la cabeza. Pasa mucho tiempo antes de que regrese. Miro a Tony DiParia pasando frente a mi puerta con su silla de ruedas eléctrica. Saludo con la mano a Jennifer Tamlin, que está esperando la visita de sus hijos. Pasan veinte minutos con ella cada dos meses. Examino el culo de la enfermera Kate, que es redondo y firme como un buen zapallo. Cuando Geoffrey regresa con Eric y Reuven, le miro la cara una sola vez y ya sé lo que ocurrió.

—Los chicos encontraron la tubería del incinerador —dice Geoffrey, con culpa y ya resentido conmigo por esto— y pensaron que sería divertido vaciar allí el depósito de Rex... ¡Eric, Bobby! ¡Pídanle perdón al abuelito!

Ambos mascullan algo. Yo estoy devastado... y después ya no.

—Está bien —les digo a los chicos, moviendo la mano como si fuese la Reina Mónica de Inglaterra—. ¡No se preocupen!

Se los ve confundidos. De pronto, Geoffrey parece desconfiar. En cuanto a mí, siento como si mi corazón fuera a abrirse por todas las costuras. Porque sé lo que voy a hacer. Voy a conseguir otro mechón y otro beso de Daria. Porque ahora, por supuesto, sé dónde está ella. Todo el mundo sabe dónde está.

—¡Quieto, Rex! —grita Eric, pero yo no veo al estúpido bot. No estoy mirando. Sólo miro el pasado y el futuro y, repentinamente, por primera vez en décadas, me parece ver un lazo, un cordón brillante, que los une.


El Geriátrico Estrella Plateada es para personas que se han dado por vencidas. Si quieres continuar viviendo de verdad, vas a un centro de renovación. O a Sequene. Pero si ya has sobrevivido a todo y a todos los que te importan y estás listo para emprender la retirada, o si no tienes dinero para ir al centro de renovación, vas al Estrella Plateada a esperar la muerte.

Estoy aquí porque supuse que ya era tiempo de marcharme, que ya había tenido bastante; sólo me quedaba Geoffrey, que nunca me gustó demasiado. Pero tengo muchísimo dinero. Toneladas de dinero. Tanto dinero que al segundo siguiente de poner un pie fuera del Geriátrico, el día después de la visita de Geoffrey, los federales se me vienen encima como el frío del espacio. Igual que en los viejos tiempos; casi me inspiran nostalgia.

—Max Feder —dice uno, y no es una pregunta. Tiene importantes realces incorporados; no he olvidado cómo darme cuenta. Como si los necesitara, con un viejo como yo—. Soy el Agente Joseph Alcozer y esta es la Agente Shawna Blair. —La chica sería una belleza si no tuviera esa figura deformada por la genemod, como de avispa, y la picadura de una avispa en la mirada.

Respiro el aire estival reconstituido, artificialmente dulce, del Domo Brooklyn. Las flores genemod se abren plácidamente en sus pulcros canteros. Flores que se portan bien; me recuerdan a Geoffrey. Desde la silla de ruedas eléctrica, digo:

—¿Qué puedo hacer por usted, Agente Alcozer? —Mientras, la enfermera Kate, que no es justamente una persona de muchas luces, está atónita, mirándonos a mí y al federal, al federal y a mí.

—Puede explicarnos las grandes cantidades de dinero que recientemente depositó el Grupo Feder en su cuenta personal.

—¿Y tendría que hacerlo por qué?

—Sólo para satisfacer mi curiosidad —dice Alcozer, y es bastante cierto. Ellos tienen derecho a investigar todas mis finanzas a perpetuidad, como consecuencia del desafortunado mal paso que di cuanto tenía cuarenta y tantos. De seis a diez años, de los cuales no llegué a cumplir cinco, en el Centro de Justicia Federal Themis. También como consecuencia del Decreto de Seguridad Económica, que apareció antes, inmediatamente después del Cambio. Y yo tengo derecho a decirles que se vayan al diablo.

Casi siento el sabor de la antigua excitación, el juego del cazador y la presa, pero en realidad no. Soy demasiado viejo y tengo otras cosas en mente. Además, Alcozer en verdad no espera respuestas. Sólo quiere que yo sepa que me están observando.

—Hable con mi abogado. Seguro que sabe dónde encontrarlo —le digo, y acelero hacia el coche que me espera.

Me llevan al Centro de Renovación de Brooklyn, exactamente en el borde del Domo Brooklyn, y reservo una suite. Durante un mes, los médicos meterán genes en algunos de mis órganos, realzarán algunas hormonas, estimularán ciertas sinapsis. No será un trabajo súper efectivo ni durará demasiado, lo sé. Soy viejo y no es mucho lo que pueden hacer. Pero será suficiente.

Escrupulosa como un rabino, la médica me pregunta si no quiero un tratamiento-D en lugar de éste. Le digo que no, no quiero. Sí, estoy seguro. Ella sonríe, aliviada. Para hacerme el tratamiento-D tendría que ir a Sequene, no aquí, y el centro de renovación perdería sus altísimos honorarios.

Luego, la doctora, que parece de treinta y cinco años y hasta es posible que los tenga, me dice que estaré totalmente inconsciente todo el mes, que ni siquiera voy a soñar. Se equivoca. Sueño con Daria, y cuando sueño vuelvo a ser joven, y siento la tibieza de su boca roja contra la mía en una taverna mugrienta. Las calles malolientes de Nicosia huelen a flores y especias, y no sé qué tendrá ese perfume primaveral, pero te hace doler de tanto ansiar cosas que no puedes tener. Después aparecemos en la playita rocosa, en nuestra última mañana juntos, y no quiero despertar nunca más.

Pero me despierto y Geoffrey está sentado junto a mi cama.

—¿Papá, qué estás haciendo?

—Me estoy renovando. ¿Qué estás haciendo tú?

—¿Por qué transferiste trescientos cincuenta millones de la cuenta del Grupo Feder el mismo día en que nos fusionábamos con la Corporación Vientos de Shanghai? ¿Sabes cómo nos hiciste quedar?

—No —le digo, aunque sí lo sé. Pero no me importa. Cuidadosamente, levanto el brazo derecho por encima de mi cabeza y éste se eleva tan rápida y fácilmente que lanzo una carcajada. No hay presión en la vejiga. Siento que la sangre circula por mis venas a toda velocidad.

—Nos hiciste quedar como descapitalizados y deshonestos, y Vientos de Shanghai ha postergado toda la... ¿Por qué transferiste ese dinero? ¿Y por qué ahora? ¡Echaste a perder toda la fusión!

—Ya vendrán otras fusiones, muchachito. Ahora déjame en paz. —Me siento y balanceo las piernas, quizás demasiado rápido, al borde de la cama. Espero hasta que la cabeza se me despeja—. Necesito hacer algo.

—Papá... —dice él, y ahora percibo un miedo genuino en sus ojos, y por lo tanto me suavizo.

—Todo está bien, Geoffrey. Estrictamente legal. No voy a volver a mis viejas mañas.

—¿Entonces por qué en mi sistema hay seis llamadas de tres agencias federales diferentes?

—No les gusta perder la práctica —digo, y vuelvo a acostarme. Tal vez eso lo convenza de irse.

Papá...

Cierro los ojos. Brevemente, considero la posibilidad de ponerme a roncar, pero ya sería demasiado. Esas cosas quedan sobreactuadas. Geoff espera cinco minutos más y luego se marcha.


Después de la guerra, después de no haber podido encontrar a Daria en Chipre, regresé a casa. Por un tiempo, anduve a la deriva. Era la época del Cambio y medio país estaba a la deriva: desempleados, amotinados, acostumbrándonos a vivir de subsidios en lugar de trabajar. No nos necesitaban. Los Domos se estaban construyendo; de pronto, los robots estaban por todos lados y haciendo cada vez más trabajos; solamente se necesitaban tantos trabajadores con experiencia, bla bla bla. Hice un poco de esto, otro poco de aquello; finalmente, conocí y me casé con Miriam, que me obligó a elegir uno de los "aquellos". Así fue que encontré un empleo como controlador de sistemas de seguridad, porque en ese entonces mi expediente estaba muy limpio. Supongo que al Amo del Universo le encantan los buenos chistes.

Vivíamos en una cueva de ratas, fuera del Domo Brooklyn, al lado de la casa de su madre. Desde el principio, Miriam y yo peleamos mucho. Ella estaba desesperada por tener un hijo, pero no le gustaba el sexo. No le gustaban mis amigos. A mí no me gustaba su madre. A ella no le gustaban mis ronquidos. Una vida pequeña y agobiante, y fue de mal en peor. Yo sentía que algo crecía en mi interior, algo peligroso, hasta que llegó a parecerme que ese algo me haría explotar y desperdigar mis tripas angustiadas por todo nuestro horrible apartamento. Por las noches, salía a caminar. Caminaba por barrios cada vez más peligrosos y a veces me detenía en los muelles a las tres de la madrugada —¿qué demencia es ésa?— y contemplaba el mar hasta que algún roboguardia me echaba.

Entonces, aunque yo no había logrado encontrarla, la historia encontró a Daria.

Un jueves por la mañana, el 24 de agosto... ¿creen que podría olvidarme de la fecha? Ni por casualidad. Nubes grises, 33 grados, 60 por ciento de probabilidad de lluvia, baja calidad del aire. Camino al trabajo, pasé junto a un kiosco mediático de nuestro vecindario de mala muerte y allí, en la pantalla exterior, durante veinte segundos, apareció su cara.

No recuerdo cómo entré al kiosco ni cuándo introduje mi chip de crédito. Sí recuerdo, por algún motivo, las letras de color verde veneno de las opciones, las cuales se enumeraban en seis idiomas: PORNO, BIBLIOTECA, COMLINK, FINANZAS, NOTICIAS. Me tembló el dedo cuando oprimí el último botón y luego ENTREGA ESTÁNDAR. El kiosco olía a orina y sexo.

"Hoy cunden las especulaciones en el hospital ViaSalud del Domo Manhattan. La semana pasada, Daria Cleary, esposa del multimillonario financista británico Peter Morton Cleary, se sometió a una cirugía para extraerle un tumor cerebral. La operación, que aparentemente tuvo éxito, fue seguida de un alza repentina y vertiginosa de las acciones bursátiles de ViaSalud y de incontables rumores —algunos, al parecer, filtrados deliberadamente— acerca de unas extrañas propiedades asociadas con el estado de la señora Cleary. En la organización Cleary se negaron a hacer declaraciones, pero ayer se celebró una reunión sin precedentes en la sucursal Manhattan de las Empresas Cleary, a la que asistieron no solamente los directores de varias transnacionales norteamericanas y británicas, sino también altos funcionarios del gobierno, incluida la Inspectora General de Sanidad, Mary Grace Rogers, y el jefe de la FDA, Jared Vanderhorn.

"Tanto el señor como la Señora Cleary tienen antecedentes interesantes. Peter Morton Cleary, hijo del legendario Chatsworth 'el Aguerrido' Cleary, es famoso por su excentricidad personal y por sus prácticas comerciales agresivas. Hace tiempo se rumorea que la tercera señora Cleary, a quien conoció hace seis años en Chipre, donde también se casaron, trabajaba de camarera en un bar o de meretriz. El..."

Daria. Un tumor cerebral. Casada con un pez gordo británico. Ahora en Manhattan. Y yo nunca me había enterado.

La operación, que aparentemente tuvo éxito...

Pagué para volver a mirar el video noticioso. Y otra vez más. Las palabras soldadas entre sí y luego lijadas: un zumbido de hierro. Yo me limitaba a observar fijamente el rostro de Daria, que no parecía más viejo que cuando la había visto por primera vez, apoyada sobre sus codos, en aquella taverna. Una y otra y otra vez.

Después me senté en el mugriento borde de la acera como un borracho, un drogadicto, un vagabundo, y lloré.


En aquellos días era más fácil entrar en Manhattan; el domo estaba a medio terminar. No era tan fácil entrar en el hospital ViaSalud. De hecho, era imposible entrar legítimamente; allí había demasiada gente rica enferma y en estado vulnerable. Tardé seis semanas en encontrar a alguien que pude sobornar. El soborno consumió la mitad de nuestros ahorros, los míos y de Miriam. Ingresé en el sistema como supervisor de bots de limpieza, después de registrar mis escaneos de retina y voz en los archivos de manera muy endeble. No resistiría una verificación sistemática de mis antecedentes, ¿pero por qué iban a hacer una verificación sistemática de los antecedentes de un supervisor de limpieza? El más bajo entre los bajos.

Luego descubrí que la persona a quien había sobornado me había estafado. Estaba dentro del hospital, pero no tenía autorización para subir al piso de Daria.

Había robocams por todas partes. Ascensores controlados con sensores de voz y de huellas digitales. No podía salir de mi piso, no podía ni acercarme a ella. Con el soborno, había comprado mi estadía en el sistema por apenas dos días. Tenía sólo dos días de licencia en el trabajo.

Al final del segundo día, estaba desesperado. No hice caso de las indicaciones que me murmuraba mi auricular —"Enviar bot F-3 a desinfectar Habitación 678"— y me quedé dando vueltas cerca de los ascensores. Diez minutos después, se subió una mujer entrada en años, demasiado bien vestida y demasiado renovada, con ropa flamante y blanca y zapatos que tenían joyas en los tacones. Colocó el pulgar sobre el sensor de seguridad y dijo:

—Piso de cirugía.

—Sí, señora —dijo el ascensor. Justo antes de que se cerrara la puerta, me lancé a su interior.

—Hay una persona no autorizada en este ascensor —dijo el ascensor, logrando conjugar la calma con la urgencia—. Señora Holmason, por favor, salga inmediatamente. Persona no autorizada: permanezca inmóvil o será neutralizada.

Permanecí inmóvil, miré a la señora Holmason y dije:

Por favor. Conocí a Daria Cleary hace mucho tiempo, en Chipre; sólo quiero verla de nuevo un minuto, por favor, señora. No tengo intenciones de lastimar a nadie, oh, por favor...

Su expresión cambió cuando oyó la palabra "lastimar". Las comisuras de su boca dibujaron una sonrisa pequeña y cruel. No me tenía miedo; habría apostado mis ojos a que ella nunca le había tenido miedo a nada en toda su vida. Protegida por su dinero, nunca había tenido por qué.

—Hay una persona no autorizada en este ascensor —repitió el ascensor—. Señora Holmason, por favor, salga inmediatamente. Persona no autorizada: permanezca inmóvil o...

—Esta persona es mi invitado —dijo la señora Holmason, tajante—. Código 1693, ascensor. Piso de cirugía, por favor.

Una pausa. Todo el universo contuvo la respiración.

—En mi sistema no figura ningún registro del mostrador de recepción sobre este invitado —dijo el ascensor—. Por favor, regrese al mostrador de recepción o complete el código verbal para...

Todavía con la misma sonrisita, la señora Holmason me dijo:

—¿Así que conoció a Daria cuando era prostituta en Chipre?

Éste era el precio por dejarme usar el ascensor, entonces. Pero, de cualquier modo, los periodistas pronto sacarían a la luz todo lo referido a Daria.

—Sí —dije—. La conocí, y eso era ella.

—Ascensor, Código 1693 Abigail Louise. Piso de cirugía. —Y el ascensor cerró las puertas y se elevó.

—¿Era buena? —dijo la Señora Holmason.

Quería darle un puñetazo en esa cara artificial, pegarle hasta dejarla tendida en el suelo. Perra amargada, asquerosa y malcriada. La miré con firmeza y dije:

—Sí. Daria era buena.

—Bueno, tenía que serlo, ¿no? —dijo con dulzura. El ascensor se abrió y la señora Holmason se alejó serenamente por el corredor.

En las puertas no había nombres, pero todas estaban abiertas. No tenía mucho tiempo. El código secreto de la perra me había llevado hasta ese piso, pero no me serviría para permanecer allí. Sin darse cuenta, fue Peter Morton Cleary el que me ayudó, o al menos su ego. El roboguardia instalado delante de la tercera puerta llevaba un logo ostentoso: EMPRESAS CLEARY. Me lancé hacia allí y él me agarró, estrujándome como una dolorosa prensa.

Pero Daria, acostada en la cama blanca, dentro de la habitación, estaba despierta y ya me había visto.


El Centro de Renovación me hace quedar una semana más. Yo protesto, pero no demasiado. ¿De qué sirve marcharme antes y caerme en la calle como cualquier viejo? Está bien, podría alquilar un roboguardia... pero no es buena idea tener uno del Grupo Feder. No quiero que Geoffrey me rastree. Ya tengo al Agente Alcozer y a la otra Agente, la belleza de ojos duros cuyo nombre no recuerdo. Mi memoria ya no es lo que era. La renovación no llega a tanto.

Después de todo, no es como el tratamiento-D.

Pero no quiero un roboguardia, entonces me quedo una semana más. No atiendo las llamadas de Geoffrey. Hago la fisioterapia con la que insisten los médicos. Me preocupa el lugar de mi dedo huesudo donde antes estaba el anillo. No miro las noticias. ¿A mi edad, acaso puedo encontrar algo que no haya visto ya? Salomón estaba en lo cierto. Nada nuevo bajo el sol, y el sol mismo tampoco es tan interesante. Y menos para alguien que no sale del Domo Brooklyn desde hace diez años.

Entonces, en mi último día de estadía en el Centro, por fin aparece el mensajero.

—Ya era hora —le digo—. ¿Por qué tardó tanto? —No me contesta. Es irritante, así que le digo—: ¿Katar aves? ¿Stevan? ¿Lo envía Stevan?

Frunce el ceño, me entrega el paquete y se va.

No es buena señal.

Pero el paquete viene como lo solicité. El comlink tiene software con encriptado cuántico, de nivel militar, montado a caballo sobre satélites que no tienen idea de que los están usando. Los satélites no lo saben, los países propietarios de los satélites no lo saben, el sistema de rastreo federal no puede detectarlo... y eso que los federales rastrean todo; no crean en esas patrañas sobre los derechos civiles que escuchan en los kioscos. Llevo el comlink al jardín, lo uso para descubrir insectos, aplasto a dos y hago unas llamadas.

Al día siguiente me dan el alta. Saludo con la mano a la agente federal encubierta que finge ser enfermera, me meto en el coche que se detiene frente al portón y desaparezco.

~

—Max —dijo Daria desde la cama de hospital, tantas décadas atrás, con todo un mundo de maravilla contenido en su voz. Bruscamente, en farsi, le ordenó algo al bot guardián. Éste me permitió entrar y regresó a su puesto junto a la puerta.

—Daria. —Me acerqué lentamente a la cama; las piernas apenas podían sostenerme. Daria tenía media cabeza afeitada, la mitad derecha, mientras que su cabellera negra y salvaje se derramaba del otro lado. Tenía una agresiva costura roja en el cuero cabelludo rapado, manchas oscuras bajo los ojos, una venda en el cuello, que era un solo moretón violeta. Sus labios se veían secos y resquebrajados. Me sentí débil, más débil, de deseo.

—¿Cómo... cómo has... ? —Su inglés había mejorado en esos diez años, pero el acento permanecía inalterable, igual que su adorable voz grave y entrecortada. Para mí, esa voz entrecortada era la feminidad, era Daria. Ninguna otra mujer la había tenido jamás. Sus ojos verdes se llenaron de lágrimas.

—Daria, ¿estás bien? —La pregunta más estúpida del mundo: se encontraba en un cuarto de hospital, tumor en el cerebro, con la expresión de haber visto un fantasma. ¿Pero el fantasma era yo o ella? Recordaba a Daria en muchas actitudes: riendo y lujuriosa y llorando y, una vez, tirándome un jarrón por la cabeza. Pero nunca esta expresión de estar atrapada, esta amargura en sus ojos verdes, muy verdes—. Daria, te busqué, te...

Sacudió la mano, un gesto repentino y chispeante que me trajo una segunda oleada de recuerdos. Nunca nadie tuvo manos tan expresivas. Y supe instantáneamente lo que quería decirme: estaban vigilando la habitación. Por supuesto.

Me agaché para acercarme a su oído. Tenía un olor lejanamente ácido, a medicamentos y desinfectantes, pero el aroma de Daria también estaba presente.

—Te llevaré lejos de aquí. Ni bien te repongas, te...

Me apartó de un empujón y me clavó una mirada incrédula. Y, por un segundo, el universo se dio vuelta y vi lo que Daria veía: un putz harapiento, sin afeitar, con un anillo de matrimonio en la mano izquierda, de quien ella no tenía noticias y a quien no veía desde hacía ocho años.

La solté y retrocedí.

Pero ella estiró el brazo para tocarme, una mano delgada, con la manga del camisón de encaje cayendo de su muñeca delicada, y la Daria que yo recordaba regresó, mi Daria, llorando en una playa rocosa, la mañana en que se me terminaba la licencia. "¡Oh, Max, quédate!", había gritado entonces, y yo le respondí: "Sería un desertor. ¡No puedo!".

—No puedo —susurró ahora—. No es posible... Max... —Entonces sus ojos se abrieron como platos, mientras miraba algo por encima de mi hombro.

Se lo veía más viejo que en los hologramas, y más corpulento. Vestido con un traje formal de alta costura, con una faja diagonal de un agresivo color carmesí: ropas cortadas a medida, ya que un hombre como él no tenía necesidad de llevar encima toda su electrónica, ni su tarjeta de identificación, ni sus chips de crédito. Cabello castaño, barba castaña, pero ojos de un gris pálido, casi blanco. Como glaciares.

—¿Quién es tu visitante, Daria? —dijo Cleary, con esa voz tranquila que a los británicos les sale mejor que a nadie. Presté servicios bajo las órdenes de muchos británicos en la guerra. Aunque no eran como éste; nunca me había cruzado con alguien así.

Ella le tenía miedo. Más que verlo, lo sentí. Pero su voz se mantuvo firme cuando dijo:

—Un viejo amigo.

—Me lo imagino. Creo que es momento de que tu amigo se vaya. —Yo estaba seguro de que, en no más de una hora, él estaría enterado de todo lo que había que saber sobre mí.

—Sí, Peter. Dos minutos más. A solas, por favor.

Se miraron. Ella siempre había tenido coraje, pero esa mirada me congeló hasta la última célula. Recién unos años más tarde tuve la suficiente experiencia como para reconocerla, cuando el Grupo Feder participó de negociaciones hostiles: Te ofrezco esto a cambio de aquello, pero te desprecio por obligarme a hacerlo. ¿De acuerdo? La mirada se prolongó un minuto entero, noventa segundos. Parecía que no quedaba más aire en la habitación.

Finalmente, él dijo:

—Por supuesto, querida —y salió al corredor.

¿De acuerdo? ¡De acuerdo!

¿En qué se había convertido Daria desde aquella mañana en la playa rocosa de Chipre?

Me atrajo hacia sí.

—Hoy noche a las nueve, junto a Linn's, en callejón que corta calle grande Amsterdam. Cuidado no te sigan. —Lo susurró en mi oído, tan suavemente que me inundaron los recuerdos eróticos. Y, con ellos, la angustia.

Ésta no era mi Daria. Me habían robado a mi Daria, que podía haber vendido su cuerpo, pero nunca su alma. Mi Daria había desaparecido, controlada por esta arpía manipuladora y mentirosa que pertenecía a Peter Morton Cleary, que vivía con él, que se acostaba con él...

Espero no volver a sentir una furia como aquella. No era humana, esa furia.

La golpeé. No en el cuero cabelludo medio afeitado y tampoco con fuerza. Pero le di una bofetada en la hermosa boca y le dije:

—Admítelo, Daria. Siempre fuiste una puta. —Y me fui.

Que el Amo del Universo me perdone.


Nunca he podido recordar las horas que pasaron entre el hospital ViaSalud y el callejón que cortaba la Avenida Amsterdam. ¿Qué hice? Debo haber hecho algo; un hombre posee un cuerpo físico y ese cuerpo debe estar en un lugar o en otro. Debo haber puesto en práctica maniobras de evasión y vuelto sobre mis pasos y todas esas tonterías que hacen en los holos para perder a los perseguidores. Debo haber tirado el comlink; esas cosas se pueden rastrear. ¿Comí? ¿Me acurruqué en algún sitio, detrás de unos cubos de basura? No me acuerdo de nada.

Recupero la memoria cuando estoy de pie en el callejón, detrás del local de Linn's, una franquicia de RV de mala muerte. Allí todo es claro, hasta el último detalle. Mientras me dirigía hacia la puerta trasera, unas figuras borrosas pasaron junto a mí, quizás clientes en busca de fantasías pornográficas o excitantes, o quizás tan tristes como la mía. Un muchacho que vestía uno de esos ridículos suéters espejados con capa que estaban de última moda entre los jóvenes. Una mujer con un largo abrigo negro y las manos en los bolsillos. Un anciano con los ojos más azules que he visto. Todo esto está grabado a fuego en mi memoria. Hasta podría dibujarlos a todos ellos hoy en día. El callejón apestaba a cubos de basura y orina... ¿cómo era que Daria conocía un lugar así?

¿Y qué esperaba yo? ¿Qué viniera a mí otra vez, estropeada y enflaquecida por la enfermedad, tambaleándose bajo la luz mortecina? ¿O que apareciera Peter Cleary con sus matones y sus pistolas? ¿Que estos fuesen mis últimos minutos en la Tierra, aquí, en un callejón hediondo, bajo la sombra de las vigas que en algún momento sostendrían al Domo Manhattan?

Esperaba todo eso. No esperaba nada. Estaba trastornado, como nunca lo había estado antes ni volví a estarlo desde entonces. Así no, así no.

A las nueve en punto, un chico pasó a mi lado, rozándome, y entró en el local de RV. Tenía la cabeza gacha, como un adolescente avergonzado o turbado por estar entrando al Linn's, y por lo tanto sólo pude entrever su rostro. Podría haber sido griego, o persa, o turco, o árabe. Hasta podría haber sido judío. El paquete que cayó en mi bolsillo era tan liviano que ni siquiera lo sentí. Sólo sentí su mano, ligera como la brisa.

Era un chip de crédito, fuertemente envuelto en un papelito que me hizo recordar a aquel otro papel, el que tenía el beso de Daria. En una tinta que se borraba y desaparecía conforme yo leía, con letras mayúsculas de trazo infantil, decía: LARGAVIDA INC. ¡DEBES COMPRAR HOY!

El chip contenía medio millón de créditos.

Ni siquiera estaba enterado de que ella sabía leer y escribir.

~

Están siguiendo al coche que me aleja del Centro de Renovación de Brooklyn, por supuesto. Los federales, y quizás también Geoffrey, aunque no creo que sea tan inteligente. ¿Pero quién sabe? Nunca es bueno subestimar a las personas. Una gallina puede matarte a picotazos.

El automóvil desaparece en las calles subterráneas. La superficie es para los parques, los senderos, las pequeñas tiendas y todo lo demás que permite que los habitantes del Domo sigan fingiendo que no viven en un mundo desesperado, enojado, famélico, demasiado caluroso. Me inclino hacia delante, hacia el conductor.

—¿Usted es un Adams? —Es una pregunta importante.

Me mira por el espejo; este coche no está en automático. Bien. En automático se puede rastrear. Pero, en fin... Stevan conoce el negocio.

El conductor sonríe.

—Nicklos Adams, gajo. Nieto adoptivo de Stevan.

Me tranquilizo de inmediato. ¿Quién hubiera dicho que, hasta ese momento, mi cuerpo renovado estaba tan tenso? Con razón: pasaron diez años desde la última vez que vi a Stevan y las cosas cambian, las cosas cambian. Pero "gajo", el término romaní que significa "forastero impuro", fue pronunciado con ligereza, y un nieto adoptivo ostenta una posición de honor entre los gitanos. Stevan no está haciendo esto a regañadientes. Envió a su nieto adoptivo. Seguimos siendo wortácha.

Nicklos permanece bajo tierra mientras abandonamos Brooklyn, pero no toma la arteria Manhattan. En cambio, estaciona en una bahía de servicio mal iluminada. Nos desplazamos rápidamente —casi corriendo... me había olvidado de lo bien que se siente correr— hasta otro nivel, y nos subimos a otro coche. Con él entramos en Manhattan, donde volvemos a cambiar de vehículo en otra bahía de servicio. No cuestiono las complicaciones; no tengo por qué. Stevan y yo somos wortácha, socios en una empresa económica. Una vez, nos enseñamos mutuamente todo lo que sabíamos. Bueno, casi todo.

Cuando el coche emerge a la superficie, aparecemos en campo abierto, rumbo a los Catskills. Viajamos por un mundo del que sólo he leído durante los últimos diez años, desde que ingresé en el Geriátrico Estrella Plateada. Granjas resguardadas por e-cercos o perros genemod, irrigadas con costosa agua. Fuera de las granjas, los pueblos fantasmas de los muertos, los villorios de los apenas vivos. Hasta que el microclima vuelva a cambiar —dentro de una década, tal vez— esta parte del país sufrirá de sequía. En cualquier otro lugar, los extensos campos se han convertido en junglas exuberantes, en ciudades inhabitables sumidas en el calor o en conejeras abarrotadas de desahuciados, pero aquí no. Un niño solitario, muerto de hambre, que no sonríe, saluda al coche y yo aparto la mirada. No es vergüenza... no soy la causa de esta miseria. Tampoco es disgusto. No sé qué es.

—El coche tiene escudos antidetección —dice Nicklos—. Muy nuevos. Nunca habrá visto nada parecido.

—Sí, lo he visto —digo. El perro bot de Reuven, un destello de luz casi invisible, mis brazos espantando a esa cosa estúpida. Mi anillo con el pelo de Daria, con su beso. De pronto, la euforia por escapar de Brooklyn se desvanece. Qué tontería. Sigo siendo un viejo con un dedo desnudo y un dolor en el corazón, haciendo una idiotez. Muy probablemente, mi última idiotez.

Nicklos me mira por el espejo.

—Fuerza, gajo. So ci del o bers, del o caso.

No hablo mucho romaní, pero reconozco el proverbio. Stevan lo repetía a menudo. Lo que no llega en un año, puede llegar en una hora.

Que Dios te oiga.


Del callejón que estaba detrás de Linn's, fui directamente a un kiosco público. Así de poco sabía yo en aquellos días: sin testaferro, sin corporación fantasma, sin cuentas en el exterior. Sin tiempo, además. Deposité los quinientos mil créditos en la cuenta que compartía con Miriam, aumentándola a un total de 500.016. Por suerte, comprobé que el depósito era imposible de rastrear, porque Daria sabía más que yo... ¿cómo? ¿Cómo había aprendido tanto y tan rápido? ¿Y cuánto le había costado ese conocimiento?

Pero en ese momento se me ocurrieron esas ideas compasivas. No se me ocurría nada, solamente sentía. Los créditos eran dinero manchado de sangre, algo que ella me debía por la pérdida de la otra Daria, mi Daria. La Daria que me había amado y que nunca podría haberse casado con Peter Morton Cleary. Le grité a la pantalla del kiosco público; golpeé las teclas con un salvajismo tal que tendrían que haberme arrestado. Ni bien quedó registrado el depósito, entré en un sitio bursátil, leí las instrucciones a través de la niebla roja de mi mente frenética y compré medio millón en acciones de LargaVida Inc. Ni siquiera reparé en que eran las acciones de menor valor, las más baratas de la Bolsa. No me habría importado. Estaba siguiendo las indicaciones de Daria, partiendo de la retorcida idea de que, de alguna manera, al hacer esto la aplastaba, contaminaba su mundo por el solo hecho de entrar en él, perdiendo esos créditos falsificados exactamente de la misma forma en que la había perdido a ella. Arrojándole a la cara el fragmento de ese sucio mundo suyo que me había regalado. No estaba en mi sano juicio.

Después fui a emborracharme.

Fue la única vez en mi vida que me emborraché de verdad. No sé qué ocurrió, adónde fui, qué hice. Desperté en un umbral; me habían robado las botas y el chip con dieciséis créditos; me habían escupido la camisa. Si hubiese sido invierno, me habría muerto congelado. No era invierno. Vomité en la acera y regresé a casa, tambaleante.

Miriam chillando y llorando. Me latía la cabeza y me temblaban las manos, pero, junto con el vómito, había expulsado la demencia de mi interior. Miré a esa mujer que no amaba y se me ocurrió el primer pensamiento claro en semanas: No podemos seguir así.

—Miriam.

—¡Cállate! ¡Sólo cállate! Dime dónde estuviste; no apareces en casa... ¿qué se supone que debo pensar? Nunca vienes a casa; cuando estás aquí, es como si no estuvieras. ¿Esto es vida? Me ocultas cosas...

—Yo nunca...

—¿No? ¿Qué es esa burbuja de plástico que está en tu uniforme viejo? ¿De quién es ese pelo, ese beso? No puedo confiar en ti, eres falso, eres frío, eres...

—¿Revisaste el uniforme del Ejército? ¿Mis cosas?

—¡Te odio! Eres un hijo de puta que no sirve para nada, hasta mi madre lo dice, ella lo sabía, me dijo que no me casara contigo, encuentra un mensch de verdad, me dijo, éste no lo es, y no vayas a creer que alguna vez te amé, a un maniático sexual repugnante como tú, pero... —Calló.

Miriam no era estúpida. Vio mi expresión. Sabía que iba a dejarla, que acababa de decir cosas que me hacían posible abandonarla. Continuó, sin tomar aliento ni cambiar de tono, pero con un repentino aire de triunfo enfermizo que envenenó el resto de las décadas que vivimos juntos. Las envenenó más, como si ese "más" fuese posible... pero los "más" siempre son posibles. Eso aprendí aquella noche. Que siempre puede haber más. Dijo, y entonces todo se cerró para mí, para siempre:

—... pero estoy embarazada.

~

La tecnología ha sido buena con los Rom.

Siempre existieron los orfebres, los artesanos en cestería, los mecánicos de carrocería, los adivinos: cualquier ocupación que utilice herramientas ligeras y que permita trasladarse fácilmente de un lugar a otro. Y los ladrones, claro, pero que sólo les roban a los gaje. Es vergonzoso robarle a otro romaní, e incluso trabajar para otro romaní, porque entonces una persona queda en posición de inferioridad respecto de la otra. No. Es más honorable formar wortácha, sociedades económicas cincuenta y cincuenta, que sirven para robarles a los gaje, quienes, después de todo, han esclavizado, torturado, ridiculizado, azotado, idealizado y degradado a los Rom desde hace ocho siglos. Gracias a la tecnología, el robo es más seguro y más efectivo.

Nicklos conduce por las carreteras montañosas, tan empinadas que tengo el corazón en la boca. Me dice:

—Si es tan aprensivo, opaque las ventanillas.

Y eso hago. No sirve. Cuando finalmente nos detenemos, lanzo un jadeo de alivio.

Stevan abre la puerta de golpe.

—¡Max!

—¡Stevan! —Nos abrazamos, mientras unos niños curiosos nos espían y la esposa de Stevan, Rosie espera a un costado. Me vuelvo hacia ella y le hago una reverencia; sé muy bien que no debo tocarla. Rosie es feroz y fuerte, como debe serlo una esposa romaní, y nadie la contradice, ni siquiera Stevan. Él es el rom baro, el gran hombre, de su kumpania, pero tradicionalmente son las mujeres Rom las que mantienen a sus hombres y las responsables de su importante limpieza ritual. Si un hombre se vuelve marimé, sucio, la vergüenza recae más sobre su esposa que sobre él. Nadie que tenga sentido común ofende a Rosie. Yo tengo sentido común. Le hago una reverencia.

Ella asiente, elegante como una reina. Igual que Stevan, Rosie ya está vieja... los Rom no se hacen ningún tipo de genemods, que son marimé. A Rosie le faltan dientes del lado izquierdo, tiene el cabello gris, las mejillas hundidas. Pero esas mejillas relucen de color, sus ojos negros son mordaces y mueve el considerable peso de su cuerpo con la rapidez y seguridad de una muchacha. Lleva mucho oro encima, faldas largas y la pañoleta tradicional de la mujer casada. Cuanto más presiona a los Rom el nuevo siglo, más se aferran ellos a las viejas costumbres, salvo en lo que concierne a las nuevas maneras de robar. Así es como continúan siendo un pueblo. ¿Quién puede decirles que están equivocados?

—Adelante, adelante —dice Stevan.

Me lleva hacia la casa, una más en un círculo de cabañas que rodean una zona de césped pisoteado. Los bosques de las montañas se cierran muy cerca de las viviendas. El interior del hogar Adams se parece a cualquier otra casa Rom que he visto: sin paredes interiores, para formar una sola habitación enorme que Rosie ha decorado generosamente con espesas alfombras orientales, pesadas cortinas rojas, gigantescos sofás excesivamente mullidos. Es como entrar en un útero de tapicería.

Por todas partes hay niños sentados, riéndose. De la cocina llega el agradable aroma de la calabaza rellena, junto con las discusiones entre las nueras e hijas solteras de Rosie. En algún lugar, al fondo de la casa, hay dormitorios diminutos, poco importantes, porque es aquí donde transcurre la vida de los Rom, próspera, intensa y libre.

—Siéntate allí, Max —dice Stevan, señalando. La silla que reservan para los visitantes gaje. Ningún Rom se sentaría allí jamás, igual que ningún Rom comería del plato que yo tocara. Stevan y yo somos wortácha, pero nunca me dejé engañar ni pensé que, para él, no soy marimé.

¿Y qué es él para mí?

Necesario. Ahora más que nunca.

—Aquí no, Stevan —le digo—. Tenemos que hablar de negocios.

—Como quieras. —Me lleva de nuevo afuera. Los hombres de la kumpania se han reunido y se suceden las presentaciones en el círculo que encierran las cabañas. Entre los jóvenes, miradas cautelosas, pero no detecto verdadera hostilidad. Los más viejos, claro, me recuerdan. Stevan y yo trabajamos juntos durante treinta años, hasta que me jubilé y Geoffrey se hizo cargo del Grupo Feder. Stevan —que también es viejo, pero diez años menor y el hombre más inteligente que he conocido— y yo nos ayudamos mutuamente a hacernos ricos.

Más ricos.

Por fin, me conduce a un edificio aparte, que mi ojo entrenado reconoce como lo que es: una oficina súper reforzada, encerrada en una jaula Faraday. Indetectable, a menos que emita señales electrónicas, y yo apostaría la granja que nunca quise tener a que esas señales se emiten a través de cables subterráneos y que luego parten, fuertemente encriptadas, hacia cualquier lugar que Stevan y sus hijos quieran. Probablemente, por medio de los mismos satélites desprevenidos que yo utilicé para llamarlo.

Aquí también hay una silla marimé. Stevan la señala y allí me siento.

—Necesito ayuda, Stevan. Me costará cara, pero no te haré ganar dinero. Te lo digo honestamente. Sé que no me dejarás pagarte, por eso te pido que me ayudes en nombre de la historia y también de nuestra antigua wortácha. Te lo pido como amigo.

Me estudia con sus ojos oscuros, ahora hundidos, pero alguna vez pertenecientes al Rom más gallardo de su nación. Hay motivos para que las novelas tontas idealicen a los amantes gitanos. Antes de que responda, levanto la mano.

—Sé que soy un gajo. Por favor, no me insultes recordándome lo obvio. Y déjame decirte algo primero: lo que voy a pedirte no te gustará. No lo aprobarás. Involucra a una mujer de la que nunca te conté, alguien muy conocido. Pero apelo a ti de todas formas. Como amigo. Y en nombre de la historia.

Stevan sigue examinándome. Ya he dicho dos veces "en nombre de la historia", no "de nuestra historia". Stevan sabe a qué me refiero. Siempre hubo afinidad entre los romaníes y los judíos: ambos pueblos marginados, ambos nómades, ambos culpados, azotados y cazados por deporte por los gaje, los gentiles. Esclavizados juntos en Rumania, echados juntos de España, encarcelados y asesinados juntos en Alemania hacía apenas ciento cincuenta años. El chozno de Stevan había muerto en Auschwitz, junto con otro millón de romaníes. Murieron con la Z de Zigeuner, la palabra nazi para decir "gitano", marcada a fuego en los brazos. Mi tatarabuelo también estuvo allí, con un número azul en el brazo. Ciento cincuenta años no son nada para los romaníes, para los judíos. Ninguno de nosotros olvida.

Stevan no quiere hacer esto por mí, sea lo que sea. Pero aunque los Rom no forman familia con los gaje, son amigos leales y bien dispuestos. No miden el costo de sus esfuerzos, excepto cuando está en juego el honor. Finalmente, me dice:

—Cuéntame.

~

Dos días después de que compré las acciones de LargaVida, estalló la noticia. Daria Cleary no sólo tenía un tumor cerebral, sino otro tumor en la espina dorsal, y ninguno de los dos se parecía a nada que los médicos hubieran visto antes.

No soy científico, y en aquellos días sabía menos de genética de lo que sé hoy, que no es mucho. Pero la información estaba por todos lados, en los kioscos y en Internet y en los oradores callejeros y en la Casa Blanca. Todos hablaban del tema. Todos tenían una opinión. Daria Cleary era el paso siguiente de la evolución, era el Anticristo, era un monstruo inhumano, era la encarnación de una diosa, era —lo único en lo que todos estaban de acuerdo— mucho dinero en el bolsillo.

Sus dos tumores producían proteínas que nadie había visto antes, a partir de una especie de mutación genética. Las proteínas eran, hasta donde pude entenderlo, capaces de fabricar algo así como un depósito de células madre de repuesto. Renovaban los órganos, la sangre, la piel, todo lo que formaba parte de una persona adulta. Me había parecido que Daria aún tenía dieciocho años porque su cuerpo todavía era de dieciocho años. Posiblemente tendría dieciocho años para siempre. La fuente de la juventud, el fénix surgiendo de entre las cenizas, estamos a punto de convertirnos en dioses, bla bla bla. Sus tumores podrían cultivarse en un laboratorio y trasplantarse a otras personas, y luego esas otras personas también podrían permanecer jóvenes para siempre.

Lástima que, por supuesto, no resultó ser así.

Pero entonces nadie lo sabía. LargaVida, la esforzada empresa de biotecnología, de la que Peter Cleary se había apoderado secretamente para ejercer el control comercial de los tumores de Daria, se disparó a la estratosfera. Tan alta estaba que casi ni se la veía. Mi medio millón de créditos se transformó en un millón, en tres, en cien. Toda la economía global, ya debilitada por el Cambio y las alteraciones climáticas, volvió a tropezar como un borracho loco. Luego se recuperó y continuó avanzando a los tumbos, pero cambió para bien.

Cambió igual que mi vida. Gracias a Daria.

¿Debo decir que el éxito de mis nuevas acciones era como tener ceniza en la boca? Estaría mintiendo. ¿Quién odia ser rico? ¿Debo decir que fue una pura bendición, un regalo del Amo del Universo, algo que me hizo feliz? Estaría mintiendo.

—No comprendo —dijo Miriam, sosteniendo en sus manos la e-llave que acababa de entregarle—. ¿Compraste una casa? ¿Bajo el Domo Brooklyn? ¿Cómo podemos comprar una casa?

Nada de "podemos", pensé. Ya no existía el "nosotros", y quizás nunca había existido. Pero no hacía falta que ella se enterase. Miriam era mi esposa, embarazada de mi hijo, y yo estaba asqueado de nuestra mutua crueldad. Ya era suficiente. Además, estaríamos lejos de su madre.

—Me enteré de un dato sobre unas acciones de Bolsa, no importa cómo. Compré...

—¿Acciones de Bolsa? ¡Ah! ¿Cuándo puedo ver la casa?

Nunca volvió a preguntarme sobre mis negocios. Lo que fue bueno, porque el dinero me cambió. No, el dinero no cambia a la gente, sólo la convierte en más de lo que ya es. En mi interior, en alguna parte, siempre había estado la furia, la desesperación, el desprecio. En mi interior, en alguna parte, yo siempre había sido un malhechor. Pero no lo sabía.

Pude haber vivido el resto de mi existencia con el dinero que me obsequió Daria. Fácil. Miriam y yo pudimos haber tenido seis hijos o más; otro Jacob, con mis propias doce tribus personales. Bueno, tal vez no... Miriam seguía odiando el sexo. Además, yo no quería una dinastía. Nunca volví a tocar a mi esposa y ella nunca me lo pidió. A veces iba con prostitutas, cuando lo necesitaba. Formé alianzas comerciales con ciertos hombres, italianos, judíos, rusos y turcos, casi todos muy conocidos por los federales. Y allí fue cuando, para esas transacciones, adopté otra identidad: el judío simplón y anticuado que más tarde Geoffrey iba a detestar, el pintoresco Shylock que hablaba entre dientes. Celebré dudosos contratos de construcción y, más adelante, contraté Robin Hoods todavía más dudosos, unas ciber-ratas perdidas que robaban a los ricos para darles a los traficantes de drogas recreativas.

¿Pero dudosos para quién? Al Grupo Feder le iba muy bien. ¿Y por qué no podía saquear un mundo en el que Daria —Daria, a quien le había entregado mi alma— me regalaba dinero en lugar de a ella misma? Vender el alma por dinero, el pacto más antiguo de todos. Un mundo podrido hasta la médula. Un mundo como este.

No me arrepiento de nada. Miriam, a su modo, era feliz. Geoffrey tenía todo lo que podría querer un chico —salvo, quizás, respetabilidad— y cuando me jubilé se encargó de convertir al Grupo Feder en una empresa legítima y también se quedó con ella.

Puse el mechón de pelo de Daria y el beso de papel en una caja de seguridad del banco, donde Miriam y su nuevo ejército de limpiadores obsesivos, humanos y bots, no podían tocarlos. Después de que ella muriera en un accidente de tránsito, cuando Geoff tenía trece años, hice colocar el cabello y el papel dentro de mi anillo. Para entonces, LargaVida había "perfeccionado" la técnica para utilizar las células tumorales de Daria en la renovación de tejidos. El proceso, lo que luego se llamó el tratamiento-D, no podía rejuvenecerte. No hay nada que pueda revertir el tiempo.

Lo que podía hacer el tratamiento-D era "congelarte" en la edad que tuvieras en el momento de hacerte la operación. Peter Cleary, entre los primeros en ser tratados luego de la aprobación de la FDA (la aprobación de la FDA más rápida de la historia... mi alma no era la única que estaba en venta), tendría cincuenta años para siempre.

La supermodelo Kezia Dostie se quedaría en los diecinueve. La cantante Mbamba se quedaría en los treinta. Primero fue Hollywood, después la alta sociedad, después los políticos y después todos los que tuviesen suficiente dinero, que no eran tantos porque, después de todo, nadie quiere que el populacho siga abarrotando el planeta permanentemente. Cuando el Rey James III de Inglaterra recibió el tratamiento-D, ya todo quedó instalado. Respetable como el trasplante de órganos, seguro como un corte de cabello. A menos que al rey lo embistiera un autobús, la Princesa Mónica nunca lo sucedería en el trono, pero a ella no parecía importarle. E Inglaterra contaría para siempre con su amado rey, que de alguna manera se había transformado en el símbolo de la "renovación británica" provocada por la cabeza rapada de Daria.

Había complicaciones, por supuesto. Desde el primer día, mucha gente condenó la idea del tratamiento-D. Era antinatural, monstruoso, contrario a la voluntad de Dios, peligroso, prematuro y antipatriótico. Nunca entendí esto último, pero aparentemente el tratamiento-D ofendía el patriotismo de diversos países, en diversas partes del mundo. Los opositores redactaron cartas exaltadas. Los opositores se organizaron por Internet y, más tarde, por el Link. Los opositores citaron judicialmente a los científicos para que testificaran a su favor y algunos hasta intentaron hacer comparecer a Dios. Algunos hasta estaban seguros de haberlo logrado. Y, como era inevitable, algunos opositores no esperaron a que se desarrollara algo formal: simplemente, atacaron.

~

Me quedo dos días en lo de Stevan. Me aloja en un chalet para invitados, bien alejado de las mujeres Rom, cosa que me resulta inmensamente halagadora. Tengo ochenta y seis años, y aunque la renovación me ha hecho sentir bien otra vez, no es tan buena. La savia ya no corre por mis venas. No necesito savia; sólo necesito ver a Daria otra vez.

—¿Por qué, Max? —pregunta Stevan, como no podía ser de otra manera—. ¿Qué quieres de ella?

—Otro mechón de pelo, otro beso en un papel.

—¿Y te parece que eso tiene sentido? —Se inclina hacia mí, con las manos en las rodillas: dos viejos sentados en un tronco caído, en los bosques de la montaña. Junto al tronco hay una serpiente, del lado de Stevan. La observo cuidadosamente. Ella también me observa a mí. Sentimos un disgusto mutuo, esa serpiente y yo. Si el destino del hombre fuese andar por los bosques vacíos, no habríamos inventado el servicio de habitaciones, para no hablar de las orbitales. Aunque, de hecho, estos bosques no están tan vacíos: toda la kumpania y sus tierras de arcaica lujuria están contenidas bajo un mini-domo invisible y muy caro, y se alimentan con irrigación subterránea. Esto se debe principalmente a mí, como Stevan lo sabe bien. No tengo que sacar a colación ningún recordatorio.

—¿Hay algo en el mundo que tenga sentido? —le digo—. Necesito otro mechón de pelo y un beso en un papel, eso es todo. Tengo que tenerlos. ¿Es tan difícil de entender?

—Es imposible de entender.

—¿Es necesario entender, entonces?

No me responde y me doy cuenta de que necesito decirle más. Stevan aún no ha notado la presencia de la serpiente. Tiene diez años menos que yo, todavía posee mucha fuerza en los brazos, vive rodeado de su esposa y familia. ¿Qué sabe él de la desesperación?

—Stevan, es así: ser viejo, de la manera en que yo soy viejo, es vivir en una zona de guerra. Paf, paf, paf... ¿quién es el próximo en caer? No lo sabes, pero ves caer a todos los que te rodean, a la gente que conoces. Las balas van a seguir llegando, lo sabes, y la próxima bien podría darte a ti. En algún momento, te dará a ti. Así que atesoras todas las pequeñas cosas que todavía te interesan, cualquier cosa que te diga que aún sigues entre los vivos. Cualquier cosa que te importe.

Sueno como un maldito idiota.

Pero Stevan se pone de pie pesadamente y se despereza, sin mirarme.

—Está bien, Max.

—¿Está bien? ¿Puedes hacerlo? ¿Lo harás?

—Lo haré.

Seguimos siendo wortácha. Nos damos la mano y mis ojos se inundan con las lágrimas fáciles de los viejos. Ridículo. Stevan finge no darse cuenta. De pronto, sé que nunca volveré a verlo, que con esto saldamos todas las deudas que los Rom puedan tener conmigo. Pase lo que pase, no prepararán una pomona sinia, una mesa de banquete fúnebre, para mí, el gajo. Y está bien. No se puede tener todo. Y, en todo caso, lo importante no es tener, sino querer.

Después de tanto tiempo, doy las gracias por querer algo.

Salimos de los bosques. Y tengo razón: Stevan nunca advirtió la presencia de la serpiente.

Nicklos me lleva nuevamente al Domo Manhattan en el coche.

BaXt, gajo.

—Adiós, Nicklos. —Los jóvenes... siguen creyendo que suerte es igual a éxito. No necesito suerte, ya tengo lo que planeé. Aunque esta vez he planeado las cosas sólo hasta un punto, de modo que tal vez sí necesite suerte. Sí, definitivamente.

BaXt, Nicklos.

Salgo del coche en el Puerto Espacial de Manhattan y aparece un bot que lleva mi pequeña bolsa de dormir y me conduce dentro. Me hace sentar en un cuartito. Casi de inmediato, entra una mujer vestida con el uniforme negro y verde de la Autoridad Espacial Federal. Es una hermosa shicksa, alta y rubia, con ojos violetas. Genemod, por supuesto. No me conmueve. Comparada con las mujeres Rom, parece esterilizada, una cosa fabricada. Comparada con Daria, es una pálida caricatura.

—¿Max Feder?

—Soy yo.

—Me llamo Jennifer Kenyon, de la AEF. Me gustaría hablar con usted sobre el viaje que reservó a Sequene.

—Apuesto a que sí.

Su rostro se endurece como una masa de bollos dejada al aire demasiado tiempo.

—Hemos notificado al Agente Alcozer de la OCI, que se presentará aquí en breve. Hasta entonces, espere aquí, por favor.

—He notificado a mi abogado, que se presentará aquí en holo en breve. Hasta entonces, tráigame un café, por favor. Algo para comer también sería agradable. —La comida de los Rom, aunque deliciosa, es demasiado picante para mis viejas tripas.

Ella frunce el ceño y se marcha. Un bot me trae un muy buen café y excelentes rosquillas. Max Feder es un réprobo que acaba de levantarse de entre los juiciosamente muertos, pero el dinero es el dinero.

Veinte minutos después, aparece el Agente Alcozer, sin compinche femenina. Él, la señorita Kenyon y yo nos sentamos: un trío afable. Casi estoy ansioso de que ocurra esto. Josh aparece en holo y se queda de pie frente a la pantalla mural, suspirando.

—Hola, Joe. señorita Kenyon, me llamo Josh Zyla, abogado representante de Max Feder. ¿Hay algún problema?

—Max Feder —dice ella— no está autorizado para los viajes espaciales. Tiene antecedentes criminales.

—Es cierto —admite Josh con cordialidad. Es aún más cordial que su padre, que me representó durante treinta años—. Pero si revisa el Decreto de Seguridad para Viajes Espaciales, Artículo 42, inciso 13a, verá que las restricciones de vuelo se aplican solamente a las orbitales registradas en los países firmantes del Tratado Land-Gonzalez y...

—Sequene está registrada en Bahrain, que firm...

—... y que hayan recibido fondos globales surgidos del Decreto de Expansión para subsidiar algunos o todos los costos de construcción y...

—Sequene recibió...

—... y que no hayan aprobado un formulario de aceptación de responsabilidad plena presentado por un determinado candidato al viaje espacial.

La señorita Kenyon se queda callada. Evidentemente, ella o su sistema no han verificado si Sequene aprobó el formulario de aceptación de responsabilidad plena que me permite abordar. Al menos no lo ha verificado en el transcurso de la última hora.

Alcozer arruga el entrecejo.

—¿Por qué Sequene habría de aprobar una aceptación de vuelo para Max Feder?

¿Por qué, en verdad? Las aceptaciones de responsabilidad plena se diseñaron para permitir que los diplomáticos procedentes de países violentos, que podrían oponerse violentamente a una exclusión, puedan asistir a las conferencias internacionales. Las aceptaciones implican un riesgo. Si dicho diplomático hace explotar todo el lugar, ningún gobierno es legalmente responsable por ello y ninguna compañía de seguros tiene que pagar nada. En ese caso, la demolición se considera una de esas "cosas que pasan". Las aceptaciones de responsabilidad plena son muy escasas y no están pensadas para los tipos como Max Feder.

Josh se encoge de hombros.

—Sequene no me comunicó cómo llegó a sus decisiones. —Esto es cierto, dado que Sequene todavía no sabe que yo estoy subiendo. El dinero no es lo único que se puede robar. Cada alteración de cada registro es una especie de robo. Los hombres de Stevan son muy buenos ladrones. Cuentan con ocho siglos de práctica.

Jennifer Kenyon, ese rubio puntal de la burocracia, termina de examinar su unidad manual y dice:

—Es verdad, el formulario está aprobado. Supongo que puede viajar, señor Feder.

Alcozer, aún con el ceño fruncido, dice:

—Creo que no...

—¿Va a arrestar a mi cliente, Agente Alcozer? —dice Josh—. Si no es así, la entrevista ha terminado.

Alcozer se marcha, descontento. Josh me lanza una mirada de perplejidad antes de que el holo desaparezca. Jennifer Kenyon dice, envarada:

—Necesito hacerle unas preguntas, señor Feder, para preparar los escaneos de retina y de seguridad. Por favor, tenga en cuenta que lo estamos grabando. ¿Cuál es su nombre completo y su número de identidad?

—Max Michael Feder, 03065932861.

—¿Cuál es su número de vuelo y su destino esta tarde?

—British Spaceways, vuelo 165, a la Orbital Sequene.

—¿Cuánto tiempo se quedará?

—Tres días.

—¿Y cuál es el objeto de su visita?

Nuestros ojos se encuentran. Sé lo que ella ve: un hombre muy viejo, con el rubor febril y temporario de la renovación animando artificialmente su rostro hundido, con brazos demasiado flacos, con piernas débiles. Un hombre al que le queda por vivir... ¿cuánto? ¿Un año? ¿Dos? Tal vez cinco, si tiene suerte y su mente no se muere antes. Un dinosaurio con el meteorito ya a treinta centímetros del suelo... y un dinosaurio criminal, además. Que ya debería estar preparándose para partir de este mundo, preferiblemente sin ocasionar demasiados trastornos a los que se quedan en la fiesta un rato más.

—Voy a Sequene a hacerme el tratamiento-D —le digo—, para quedarme en los ochenta y seis.


Quince años después de que establecí el Grupo Feder, una chica me detuvo cuando salía de la oficina. Una chica de aspecto extraño, vestida con una especie de túnica larga y amorfa y el cabello escondido bajo un gorro anaranjado con alas. No recordaba su nombre. La había contratado a regañadientes —el anaranjado era una especie de culto reaccionario y quién necesitaba problemas—, porque Moshe Silverstein había insistido. Moshe era mi... ¿qué? Si hubiésemos sido italianos, habría sido mi consigliere. Pero no éramos italianos. Moshe era mi número dos hasta que, esperaba yo, Geoffrey tuviera la edad suficiente. No era una esperanza muy sólida. Geoffrey, de dieciséis años en ese momento, era un mojigato.

—Señor Feder, ¿puedo hablarle un minuto? —dijo la chica.

—Desde luego. Hable.

Hizo un mohín. Bajo ese estúpido gorro, del cabello echado hacia atrás, tenía un rostro bonito. Era la contadora absolutamente honesta que servía de pantalla, encargada únicamente de la contabilidad del Grupo Feder, que también era honesto. Algo había que presentar en la Dirección Impositiva. "Es brillante", había argumentado Moshe. Yo le había retrucado que para esta pequeña parte de nuestras operaciones no necesitábamos gente brillante, pero esta chica lo era. Desde entonces, casi no la había visto, porque casi nunca iba a la oficina del Grupo Feder. Todos mis verdaderos negocios se llevaban a cabo en otra parte.

—He descubierto una irregularidad —dijo la chica, y de pronto recordé su nombre: Gwendolyn Jameson, y el culto que usaba esas túnicas modestas y los gorros anaranjados era el de las Hijas de Eva. Que se oponían a la ingeniería genética de toda especie.

—¿Qué clase de irregularidad, Gwendolyn?

—Inexplicable y grande. Por favor, venga a mirar esta pantalla de...

—No necesito pantallas. ¿Cuál es el problema? —Ya estaba llegando tarde a una cita con un hombre para cerrar un negocio.

—Un cuarto de millón de créditos —dijo ella—, transferidos del Grupo Feder a una entidad llamada Cypress Ltd., registrada en Hong Kong. No puedo rastrearla desde aquí, y aunque la autorización tiene nuestros códigos y aunque en los expedientes encontré la orden de respaldo escrita de su puño y letra, me parece que hay algo que no está bien.

Quedé paralizado. Yo no había autorizado ninguna transferencia y nadie tendría que haber podido relacionar a Cypress Ltd. con el Grupo Feder. Nadie.

—Déjeme ver la orden manuscrita.

Me la trajo. Parecía mi caligrafía, pero no la había escrito yo. Estaba dentro de nuestros expedientes en papel. Y alguien tenía mis códigos personales.

—Congele todas las cuentas, ahora. Nada entra, nada sale. ¿Comprende?

—Sí, señor.

Llamé a Moshe, que llamó a su sobrino Timothy, que era mi verdadero contador. Revisamos todo. Caminé por toda la oficina secreta, mientras Tim hacía correr un software con potente encriptación por el que había pagado la mitad de mi fortuna. Yo me mordía las uñas, maldecía, golpeaba la pared. Como si esas tonterías ayudaran en algo. No ayudaban. Finalmente, Tim levantó la vista.

—¿Y bien? —Mi garganta a duras penas pudo emitir esas dos sílabas.

—Faltan dos millones y medio. Violaron tres cuentas: Cypress, Nova y el Grupo Aurora.

—¿En Zurich? —dije—. ¿Entraron en Zurich?

—No.

Gracias, Amo del Universo. Gracias también a los suizos. En Zurich guardaba la gran mayoría de mis créditos.

—Este tipo es bueno —dijo Tim, y la admiración profesional que denotaba su voz sólo logró enfurecerme más.

—Encuéntralo —dije.

—No hago esa clase de...

—Yo lo encontraré —dijo Moshe—. Pero te costará. Mucho.

—No me importa. Encuéntralo.

Dos semanas después, me dijo:

—Lo tengo. No vas a creerlo... es un maldito gitano. El nombre que usa es Stevan Adams.

~

No es tan difícil secuestrar a un Rom. Basan su confianza en el ocultamiento, el movimiento, el sigilo, la lealtad de la nación gitana, no tanto en la fuerza bruta. Entre una cosa y otra, entre las sequías, las inundaciones, la guerra, el hambre y las bioplagas, la población de los Estados Unidos es la mitad de lo que era hace cien años. La población romaní se ha duplicado. Cuidan de los suyos, pero a su modo. Cuatro Roms en un camión destartalado, o aunque hubiese sido en un camión armado y blindado, no podían contra lo que yo les envié.

Moshe me hizo volar hasta una casa abandonada, en algún lugar de las montañas de Pennsylvania. La casa era vieja y muy peculiar. ¿Cómo se las arreglaban para vivir aquí sesenta años atrás? A kilómetros de todo, posada en una ladera montañosa, sin energía eólica, solar ni geotérmica, mirando al norte, con enormes superficies de cristal auténtico, ahora hecho añicos. Una casa de vacaciones, dijo Moshe. Lindas vacaciones... lo único que había era una buena vista, que yo no vi porque sólo usamos el sótano.

—¿Dónde está?

—Aquí dentro.

—¿Solo, Moshe?

—Como tú dijiste. Los demás están en esa habitación de allá, el lavadero, drogados. Él está atado.

—¿Estás seguro de que es la persona indicada? Ya sabes que los gitanos cambian de identidad. Usan más nombres para la misma persona que una novela rusa. —Había hecho un poco de investigación durante el vuelo.

Moshe se sintió insultado.

—Tengo al hombre indicado.

Abrí la puerta de lo que alguna vez pudo haber sido una bodega subterránea. Humedad, moho, arañas. Los hombres de Moshe habían puesto un reflector. Stevan Adams estaba amarrado a una silla: un hombre enorme, vestido con ropas rústicas, de cabello negro corto y un bigote exuberante. Sus ojos chispeaban de inteligencia, de desprecio. Pero de un desprecio controlado: este no era un ciber-ratero barato. Este era un hombre que habría que matar para poder quebrarlo. Yo no mataba, ni siquiera cuando perdía dinero. Había mucho dinero que podía robarle al mundo sin mancharme las manos de sangre.

—Soy Max Feder —dije.

—¿Dónde están mi hijo y mis sobrinos? —dijo él.

—Están a salvo. No lastimé a nadie.

—¿Dónde están?

—En el cuarto de al lado. Drogados, pero ilesos.

—Muéstremelos.

—Toma el otro lado de la silla y ayúdame a moverla —le dije a Moshe.

Moshe quedó perplejo... así no era como hacíamos las cosas. Pero así era como yo quería hacerlas ahora. Lo que mucha gente no entiende jamás es que hacer dinero no es suficiente. Ni siquiera es suficiente que nos regalen dinero, como Daria (a quien, en esos años, yo todavía maldecía) me lo había regalado a mí. También hay que ser capaz de conservar ese dinero, y para ello hay que saber juzgar bien a la gente. No... hay que saber juzgarla a la perfección. Y eso consiste en algo más que observarla detalladamente, leer su lenguaje corporal, fijarse en cuándo parpadea y bla bla bla. Es una especie de olor, un cosquilleo en la parte alta de la nariz, que yo nunca ignoro. Nunca. La mente ve lo que quiere ver, pero el cuerpo... el cuerpo sabe.

Ese olfato es un talento; el único que tengo, en realidad. Yo no soy contador ni experto en software (como Geoffrey nunca se cansa de decirme); ni siquiera soy un ladrón particularmente bueno cuando actúo solo. Siempre necesité de Moshe y de los Robin Hoods que utilizaba, esos sombríos jóvenes, tan hábiles para robarles a los ricos y tan malos, sin mi ayuda, en eso de no morir violentamente. En cuanto a mí, no me hace falta la violencia. Sé oler.

Moshe y yo agarramos la silla y la arrastramos fuera de la bodega, hasta el lavadero a medio derruir. Jadeábamos y nos movíamos fatigosamente; Stevan era pesado y nosotros no éramos lo que se dice atléticos. Tres jóvenes, uno apenas mayor que Geoffrey, estaban tirados en el suelo putrefacto, atados, con una sonrisa angélica en sus rostros dormidos. Sin importar lo que Moshe les hubiera dado, parecían estar felices.

—¿Ve, señor Adams? Respiran; están bien.

—Despiértelos para que pueda comprobarlo.

—¿Quién se piensa usted que...? —dijo Moshe.

Otra vez, lo interrumpí.

—Despiértalos, Moshe.

Hizo una mueca y gritó "¡Dena!". Su hija, nuestra médica, vino de afuera con el arma en la mano. Tenía el rostro enmascarado: yo no arriesgaba a nadie, salvo a Moshe y a mí. Les adhirió unos parches a los muchachos y éstos despertaron, profana y fácilmente. Stevan y ellos conversaron en romaní y, aunque yo no hablaba el idioma, me di cuenta del momento en que él les dijo que no tenía sentido intentar ninguna clase de ataque físico. El más joven me escupió, una tontería melodramática que le perdoné al instante. Eran buenos chicos. ¿Acaso Geoffrey habría hecho algo semejante por mí? Lo dudaba.

Arrastramos a Stevan de vuelta a la otra habitación y encerramos con llave a los muchachos amarrados, dejando a Dena de guardia. Aunque se soltaran —cosa que, según resultó, finalmente hicieron—, ella tenía gases para dejarlos inconscientes y todo lo demás que necesitaba.

—Usted robó dos millones y medio de créditos de cuentas que me pertenecen —dije.

—¿Y? —dijo Stevan.

¿Cómo transmito la actitud contenida en esa única palabra? No sólo desprecio, sino también placer, orgullo, provocación deliberada. Aunque lo matara, no iba a acobardarse. Un mensch.

—Y también robó mis códigos de autorización. Y además metió entre mis expedientes una orden de respaldo falsificada. ¿Cómo lo logró, señor Adams?

Otra vez, sólo esa mirada.

—No voy a hacerle daño, ni a usted ni a sus parientes. Nunca. De hecho, quiero contratarlo. A mi operación le hace falta un hombre como usted.

—No trabajo para los gaje.

—Claro. Lo sé. Generalmente, no trabaja para los gaje. Ustedes son independientes; es atrevido, pero les da más poder. Pero juntos, usted y yo juntos... puedo hacerlo más rico de lo que se imagina.

—No necesito más riquezas.

Para mi asombro, más tarde descubrí que era cierto, y no sólo porque Stevan ahora tenía mis dos millones y medio de créditos. A los Rom no les interesa ser dueños de mucho. No de inmuebles: prefieren alquilar, para poder mudarse fácil y rápidamente. Vehículos sí, incluidos aviones y helicópteros, pero siempre viejos y desvencijados, no llamativos. Oro para sus mujeres, pero no joyas, y además ¿cuánto oro puede llevar encima una mujer? Principalmente, quieren vivir juntos en sus habitaciones densamente alfombradas, conseguir todo lo que necesitan por medio del chisme y la pelea, y amarse los unos a los otros mientras les roban a todos los demás.

—Usted no tiene nada que yo quiera, gajo —dijo Stevan.

—Creo que sí. Mi capital es enorme, más vasto que cualquier cuenta en la que usted haya entrado. —Hasta ahora, al menos—. Y conozco gente. Puedo ofrecerle algo que no logrará conseguir en ningún otro sitio. Seguridad.

Moshe me hizo eco, inexpresivo.

—¿Seguridad?

Yo no le había contado esta parte.

—Sí —dije, hablándole a Stevan—. Tengo acceso a hardware militar. A una parte, como mínimo. Puedo conseguir versiones más pequeñas, portátiles, de los cercos de energía que protegen los domos. Podría mantener apartado de su comunidad, de sus hijos, a cualquiera que usted quisiera, sin armas. Más aún: puedo hacer mucho por lograr que no encarcelen a ninguno de ustedes que atrapen, a menos que cometan un asesinato o algo así.

Por primera vez, la expresión de Stevan cambió. La cárcel es lo peor que puede pasarle a un Rom. Significa separarse de la kumpania, significa asociarse con los gaje, significa que es imposible evitar el marimé. Los romaníes gastarían cualquier cantidad de dinero, harían cualquier cosa, con tal de mantener a uno de los suyos fuera de la prisión. Y también para que sus hijos estuvieran a salvo; nadie ama a sus hijos como los Rom. Y yo ya sabía que los gitanos no son asesinos. En este punto, los ocho siglos de mala prensa están completamente equivocados.

—Y, por supuesto —dije con astucia —, dinero... muchísimo dinero... Puedo ayudarlo con abogados y esas cosas en caso de que alguna de sus pequeñas operaciones resulte mal.

—No trabajo para los gaje.

—Date por vencido, Max —dijo Moshe con disgusto.

Stevan me echó una mirada. Finalmente, dijo:

—¿Alguna vez oyó hablar de la wortácha?


Jennifer Kenyon y la AEF me dejan volar a Sequene. No tienen otra opción, en realidad. Mi abogado está listo para armar un gran escándalo por mis derechos civiles si tiene que hacerlo. La presidenta actual, que no se ha sometido al tratamiento-D, no quiere escándalos por derechos civiles durante su gobierno. Ya tiene suficientes problemas constitucionales. Yo solía tener trato con algunas de las personas que los están causando.

Los encargados de seguridad del trasbordador te sacan todo menos el alma, aunque quizás te la mordisquean un poquito. Cada centímetro de mi persona es desvestido y examinado por máquinas, bots y gente. Si antes tenía encima otros pasajeros —piojos, lombriz solitaria, moléculas no humanas—, cuando Seguridad termina conmigo ya no los tengo. No puedo llevar mi comlink, no puedo vestir mi propia ropa, casi ni puedo usar mis propios huesos. Los trasbordadores y las orbitales son ambientes frágiles, me dicen. Nadie parece advertir que yo también soy un ambiente bastante frágil. Finalmente, vestido con un traje enterizo y unos endebles zapatos descartables, me permiten entrar con paso vacilante al trasbordador y desplomarme en una butaca.

Entonces comienza el verdadero castigo.

Para los jóvenes, el espacio es un juego. Para mi cuerpo, el vuelo es difícil, a pesar de mi renovación, a pesar de los aparatos, a pesar de todos los parches adheridos a mi piel como confeti rojo, azul, verde y amarillo. Tengo ochenta y seis años, qué quieren de mí. Poca gente espera tanto para hacerse el tratamiento-D. El asistente no me da un sedante porque, en ese caso, si se me rompiera algo vital él no se daría cuenta. Siento que todo se me rompe, pero en realidad llego de una pieza. No obstante, pasa mucho tiempo antes de que pueda salir del trasbordador caminando por mis propios medios.

—Señor Feder, por aquí, por favor. —Un hombre joven, fuerte. Me rehúso a apoyarme en su brazo. Pero observo todo. Nunca antes estuve en una orbital y, si el Amo del Universo quiere, nunca más volveré a estarlo. Algunas de estas orbitales están aquí arriba desde hace cincuenta años, ¿pero por qué iba yo a subir hasta ellas? El dinero y las influencias se mueven en paquetes cuánticos, no en trasbordadores. Y aquí arriba nunca hubo nada que yo quisiera. Hasta ahora.

La bahía para trasbordadores me decepciona: un garaje de estacionamiento como cualquier otro. Mi guía me conduce por una puerta, hasta un largo pasillo bordeado de más puertas. Otras personas caminan aquí y allá, pero guiadas por unos preciosos robotitos dorados, no por personas. Bueno, no es más de lo que esperaba.

Mi guardián me lleva hasta una habitación pequeña, vacía, blanca, muy parecida a la del Espaciopuerto de Manhattan. Esta gente necesita otro diseñador de interiores.

Entra una mujer.

—Señor Feder, soy Leila Cleary. ¿Cómo estuvo su ascenso?

—Bien. —Es la hija que tuvo Peter Cleary con alguna de sus esposas anteriores a Daria. Parece de unos treinta años pero, por supuesto, debe ser mucho mayor. Pelirroja, ojos azules, al menos en este momento, quién sabe. La mirada más dura que he visto en una mujer. En comparación, la colega de Alcozer y Jennifer Kenyon parecen dos peluches mimosos.

—Estamos muy contentos de que nos haya hecho el honor de venir a Sequene. Y muy sorprendidos, especialmente cuando descubrimos que Sequene le había aprobado un formulario de aceptación de responsabilidad plena.

—¿Descubrieron? ¿Cuándo, señorita Cleary?

—Después de que usted despegó de la Tierra y antes de que aterrizara aquí. ¿Cómo sucedió, señor Feder?

—No tengo idea, señorita Cleary. Soy un viejo y no puedo estar al tanto de todos esos formularios modernos. Por desgracia, mi memoria ya no es lo que era. —Hago temblar la voz a propósito. No logro engañarla.

—Entiendo. Bueno, ahora que está aquí, ¿en qué podemos servirle?

—Quiero un tratamiento-D. Sé que no he reservado cita, pero me quedaré en el hotel hasta que puedan hacerme un hueco. Y, desde luego, les pagaré cualquier adicional que me soliciten por el trabajo de urgencia. Lo que sea.

—No hacemos "trabajos de urgencia", señor Feder. Nuestros procedimientos médicos son meticulosos y se diseñan a la medida de cada individuo.

—Por supuesto, por supuesto. Todo el mundo lo sabe.

—Usted no es "todo el mundo", señor Feder. Y Sequene es una instalación privada. Nos reservamos el derecho de conceder o negar el tratamiento.

—Comprendido. ¿Pero por qué me lo negarían a mí? ¿Por mis antecedentes? Ya han tratado a otros con... historias complicadas, digamos. —No menciono nombres, aunque podría. Carmine Lucente. Raúl López-Reyes. El peor de todos, Mikhail Balakov. Pero se supone que el tratamiento-D es un asunto privado.

—Señor Feder, tiene ochenta y seis años. ¿Está seguro de saber lo que el tratamiento-D puede y no puede hacer? Si piensa que...

—No lo pienso —digo con aspereza. Amo del Universo, nadie sabe mejor que yo lo que el tratamiento-D puede y no puede hacer. Nadie—. ¿Qué le parece esto, señorita Cleary? Me quedo en el hotel, en la mejor suite, y su gente puede reunirse, hacerme todos los análisis que quiera. Esperaré el tiempo que ustedes gusten. Mientras tanto, sáquenme toda la sangre que deseen... hagan como si Sequene fuera Transilvania, ja ja.

El chiste no le hace gracia. Su mirada podría marchitar un cactus. ¿Hasta dónde sabe? Nunca, en cincuenta y seis años, descubrí qué fue lo que Daria le dijo de mí a Peter Cleary. Ni si Peter alguna vez supo que Daria me regaló ese primer medio millón de créditos, hace tanto tiempo. Mi suposición es que no, que Leila no sabe nada de todo esto, pero no puedo estar seguro.

—Muy bien, señor Feder. Haremos así. Alójese en el hotel y yo me reuniré con mi personal. Mientras tanto, la pantalla de la suite le informará sobre el procedimiento y todos los formularios de consentimiento necesarios. También puede reenviarlos abajo, a sus abogados y parientes. Que tenga una agradable estadía en Sequene.

No hay razón para no tener una agradable estadía en Sequene. Una vez que me alejo —o me aleja mi joven guardaespaldas no solicitado, siempre junto a mí— de la zona de la bahía de trasbordadores, el sitio se parece a un hotel de cinco estrellas al mejor estilo británico. No demasiado nuevo, no demasiado lustroso, nada de oropel neo-asiático. Comodidad y calidad más que ostentación, aunque Reggie (así se llama el guardaespaldas) me dice que hay un casino "para el placer del apostador". Probablemente, el resto también: las prostitutas, los muchachos bonitos y las drogas recreativas, todos ellos discretos y limpios. No pregunto, a pesar de sentir algo de curiosidad profesional. Tengo ochenta y seis años y estoy aquí solamente por el tratamiento-D: un viejo inofensivo que trata de esquivar a la Muerte por última vez. No salgo del personaje.

Mi suite es hermosa, aunque pequeña. En una orbital, el sitio cuesta caro. Paredes de color blanco y verde pálido —se supone que el verde tranquiliza—, armario antiguo para mi ropa, que ha llegado en otro trasbordador. RV de última generación, con rociadores de aromas y de efervescencias. La cama hace de todo menos sacar la basura. Una pared me habla, dándome instrucciones muy corteses sobre cómo "iluminar" la ventana. Las obedezco y resoplo.

El espacio. La suite se apoya sobre el casco de la orbital y sólo un mamparo, tan transparente que parece desaparecer, me separa de la negrura moteada de estrellas. Inmediatamente, vuelvo a opacar la ventana. ¿Quién necesita ver toda esa expansión, todo ese frío? A mí no me provoca ninguna sensación de maravilla, sólo escalofríos. Tres, quizás cuatro átomos por litro cuadrado... ¿quién quiere eso? Estamos hechos para la calidez, el aire y las moléculas bien compactadas de la carne viviente.

Daria está aquí arriba. En alguna parte, secuestrada, recluida. Está aquí. Y no voy a marcharme hasta que la encuentre.


Antes de que Stevan y yo nos volviéramos wortácha, él insistió en que conociera a Rosie. No tenía la obligación de hacerlo. Los hombres romaníes no necesitan de la cooperación de sus esposas para llevar adelante sus asuntos de negocios; no son episcopales. Pero Rosie y Stevan hacían las cosas a su modo. Él confiaba en ella.

Y en esa época, ella, realmente, era demasiado. Cerca de los cuarenta, cabellera negra ondulada, ojos mordaces junto a unos aretes dorados que se balanceaban, senos voluptuosos bajo la delgada blusa blanca. Una reina pagana. Desde Daria, no había conocido a otra mujer a la que admirara tanto. Ella me odió a primera vista.

Gajo —dijo, a manera de reconocimiento. Sus labios apenas se abrieron para pronunciar la palabra.

—Señora Adams, gracias por recibirme aquí —dije. Me salió de una forma muy sarcástica. Apenas se podía afirmar que yo estuviera "aquí": estábamos parados frente al edificio que la kumpania alquilaba en ese momento, un ex- club de baile del Domo Philadelphia. Nunca habría podido entrar en ese barrio sin Stevan y sus siete hermanos caminando a mi alrededor. A unas calles de distancia, explotó algo. Rosie ni parpadeó. Bloqueaba la entrada del edificio como un batallón defendiendo un puente.

—Rosie —dijo Stevan, entre la irritación y la resignación.

—¿Formó una wortácha con mi esposo?

—Sí —dijo Stevan. Había ganado la irritación—. Entra, Max.

Con cuidado y lentitud, pasé junto a Rosie, entré directamente en la enorme sala principal y me senté donde Stevan me indicó. No había nadie más presente, pero yo no sabía entonces lo significativo que era aquello. Todas las puertas del salón oscuro, densamente encortinado, estaban cerradas. La pantalla mural estaba apagada, aunque desde un cubo musical sonaba algo suave, con mucho bajo. En un rincón, un holo muy grande de un santo levantaba las manos hacia el cielo una y otra vez, mirándome con ojos de reproche.

—Café, Rosie —dijo Stevan.

Ella salió, enojada, regresando demasiado pronto —la tensión se había desplomado como una pared de ladrillos al segundo de que ella desapareciera— con tres cafés. Dos en vasos con borde dorado, uno en una taza descartable de las más baratas. Me gusta tomarlo con endulzante, pero no lo pedí. Nadie me lo ofreció.

Stevan le explicó a Rosie los planes tentativos que él y yo habíamos discutido. Ella no lo escuchaba. Finalmente, lo interrumpió para hablar conmigo.

—Usted rapta a mi esposo, a mi hijo, a mis sobrinos, ¿y ahora quiere hacer negocios con nosotros? ¿Que formemos una wortácha? ¿Con un gajo? ¿Está loco?

—Lo estaré muy pronto —dije.

—Es judío, Rosie —dijo Stevan, casi suplicante.

—¿Qué me importa? Es marimé, ¡y que tú, Stevan, que tú siquiera...! —Abruptamente, comenzó a hablar en romaní, que por supuesto yo no entendía, pero ya no interesaba, porque ahora era yo el que no escuchaba.

—... murió esta mañana temprano. Un vocero familiar dijo solamente que... —La música suave había dado paso al noticiero; al final no se trataba de un cubo musical, sino de uno de esos entrecortados links de noticias que disparaban la información como armas de tiro rápido— ...no fue en un accidente. Repetimos: ¡Peter Morton Cleary murió...

—¿Max?

—...y no fue en un accidente! Entonces... ¿falló el tratamiento-D? ¿Todos moriremos? Hasta...

—¡Max!

—...veremos más tarde! Incendio en el Domo Manhattan...

Y después Rosie estaba echándome agua en la cabeza, mientras yo escupía y jadeaba. Un montón de agua, mucha más agua que la necesaria.

Con cierto disgusto, Stevan dijo:

—Te desmayaste. ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?

—Fue por la noticia —dijo Rosie—. Sobre ese gajo marimé de los tumores. ¿Se ha hecho el tratamiento-D, gajo?

—¡No!

Me estudió. Como si yo fuese algo clavado en la mesa de un laboratorio de vivisección.

—Entonces, ¿conocía a ese hombre importante, el tal Cleary?

—No. —Y luego dije, ¿por desesperación o por picardía?... quién sabe—: Pero una vez, hace mucho tiempo, conocí a su esposa. Brevemente. Antes de que ella... cuando los dos éramos muy jóvenes.

A Stevan no le interesaba todo esto. A Rosie, sí. Me observó por largo rato. Recordé todas las viejas anécdotas sobre las gitanas que te adivinaban la suerte, las videntes, los poderes oscuros. Nadie me había mirado así jamás y nadie me ha vuelto a mirar así desde entonces, por lo que estoy inmensamente agradecido. Hay cosas que no son decentes.

Con el disgusto aún coloreando su voz, Stevan dijo:

—Max, si no estás bien, quizás yo...

—No —dijo Rosie, y su voz tenía la autoridad de la Presidenta de los Estados Unidos—. Está bien. Organicen su wortácha. Está bien.

Abandonó la habitación, esta vez sin enfadarse, y no volví a verla durante veinte años. Lo cual nos pareció bien a los dos. Ella no necesitaba un gajo en su sala de estar y yo no necesitaba una vidente en mi alma. Todos tenemos un límite.

~

La muerte de Peter Cleary desató el pánico en todo el mundo. Se había sometido al tratamiento-D y, supuestamente, sus tejidos se estaban regenerando en forma constante, conservando la edad que tenían al recibirlo, que era de cincuenta y cuatro años. No tenía por qué morir, a menos que se le cayera un edificio encima. El mundo nunca esperó una autopsia con tanta ansiedad. Ni la muerte de Jesús había recibido tanta atención.

La prensa salía en enjambres de las colmenas. Peter Cleary no había sido el primero en recibir el tratamiento-D, porque en alguna parte tenía que haber sujetos de experimentación anónimos. Voluntarios, según declaró LargaVida, lo que resultó ser cierto. Ahora, ninguno de ellos podía seguir en el anonimato. Presidiarios condenados a muerte; niños que te partían el corazón, agonizando de enfermedades que no tenían cura; un puñado de gente muy anciana y muy rica. Treinta y dos, antes que Peter Cleary, habían recibido fragmentos de los tumores de Daria, y los treinta y dos ahora estaban muertos.

Todos habían muerto exactamente veinte años después de someterse al tratamiento-D.

Daria Cleary seguía viva.

¿Pero estaba viva? Eso decía un vocero de la corporación, pero hacía años que nadie la veía. Ella y Cleary vivían en el Domo Londres. Él concurría a reuniones, a fiestas, a los juzgados. Ella no. Hacía años que circulaban los rumores: Daria estaba prisionera; Daria había quedado lisiada a causa de la constante cosecha de tumores; Daria había muerto y la habían reemplazado con un clon (no importaba que nadie hubiera tenido éxito con la clonación humana). De vez en cuando, alguna robocam había logrado tomar una instantánea de ella —si realmente era ella— en el jardín. Todavía parecía tener dieciocho años. Pero ahora, hasta esas imágenes ilegales se habían interrumpido.

Durante dos semanas, me quedé en casa mirando los notiholos. Moshe manejaba mis negocios. Stevan, mi nuevo socio, no me contactaba; tal vez Rosie tenía algo que ver con eso. Murió más gente que había recibido el tratamiento-D: un cantante japonés, una científica griega que trabajaba en las nuevas orbitales, un industrial chino, un actor norteamericano. El Rey James de Inglaterra, de perpetuos treinta y nueve años, hizo una declaración que, elegantemente, no decía nada. Los médicos hablaban, especulando sobre el retardo de los genes exterminadores, sobre los receptores incompatibles, sobre la apoptosis celular que se disparaba masivamente y quién sabe qué más. Una mujer parada en un museo hablaba de alguien llamado Dorian Gray.

Esperé, sabiendo lo que tenía que pasar.

Las revueltas parecieron comenzar espontáneamente, pero nadie con inteligencia se lo creyó. Las acciones de Cleary, no sólo las de LargaVida, sino todas, habían caído hasta convertirse en casi nada. Las enloquecidas transacciones de Bolsa que siguieron hundieron a tres países en la bancarrota, y a más países en la recesión. Las denuncias judiciales brotaban como los hongos después de la lluvia. Los ataques a las instalaciones de LargaVida y a los Cleary nunca habían cesado en esos veinte años, pero nunca habían sido como ahora. Puede que hayan estado organizados por una cantidad de grupos. Definitivamente, los terroristas profesionales que los perpetraban no eran ciudadanos del Domo... no todos, al menos.

La policía del Domo Londres habría muerto hasta el último hombre con tal de detener a los terroristas, pero disparar contra varios miles de conciudadanos, casi todos jóvenes idealistas... no pudieron obligarse a hacerlo. Y quizás los policías también desaprobaban el tratamiento-D. En este tema había mucho de resentimiento entre clases, ¿y quién entiende algo del sistema de clases británico? Fuese cual fuese el motivo, los revoltosos lograron pasar. Los cercos de energía de los Cleary cayeron —alguien, en algún lugar, sabía lo que estaba haciendo— y el complejo explotó en llamas.

Las robocams de la prensa acercaban el zoom para lograr primeros planos del desastre. Cada vez que mostraban un cadáver se me deshacía el estómago. Pero nunca era el de ella.

—Papá —dijo Geoffrey, a mi lado. Ni siquiera lo había oído entrar en mi dormitorio.

—Ahora no, Geoff.

No dijo nada durante tanto tiempo que finalmente tuve que mirarlo. Dieciséis años, más alto de que lo yo jamás pretendí ser, un muchacho atractivo, pero con una especie de retraimiento. Tímido, incluso pasivo. ¿De dónde había salido semejante cosa? Miriam no era precisamente una tímida avecilla, y yo... bueno...

—¿Papá, te hiciste el tratamiento-D? ¿Vas a morir?

Me di cuenta de lo que le costaba decirlo. Hasta yo, el peor padre del mundo, me daba cuenta. Entonces arranqué los ojos de las noticias y le dije:

—No. No me hice el tratamiento-D. Te doy mi palabra.

Su expresión no se alteró, pero sentí un cambio dentro de él. Pude olerlo, con ese cosquilleo en la parte alta de la nariz que nunca ignoro. Lo olí con horror, pero no, según advertí, con demasiada sorpresa. Ni siquiera con tanto horror.

Geoff estaba desilusionado.

—No te preocupes, hijo —dije irónicamente—, te harás cargo de todo esto muy pronto. Pero no será esta semana.

—Yo no...

—Por lo menos sé sincero, muchacho. Por lo menos eso. —Y que el Amo del Universo me perdone por el tono que usé. Un látigo de nueve colas.

Geoff lo sintió. Se endureció... tal vez, él era más de lo que yo pensaba.

—Está bien, seré sincero. ¿Eres lo que me dicen en la escuela que eres? ¿Un delincuente?

—Sí. ¿Y tú eres un mensch?

—¿Un qué?

—No importa. Entérate. Soy un delincuente y tú eres el hijo de un delincuente, que come y vive gracias a lo que yo hago. ¿Qué vas a hacer al respecto?

Me miró. No de igual a igual —no era uno de los hijos de Stevan; nunca sería como ellos—, pero al menos no pestañeó. Le tembló la voz, pero habló.

—Lo que voy a hacer al respecto es cerrar todas tus empresas. O convertirlas en algo digno. Apenas sean mías. —Salió de la habitación.

Fue el día en que me sentí más orgulloso de él que nunca. Era un tonto, pero, a su manera ingenua, era fiel a sí mismo. Hay que reconocer eso.

Volví a mi búsqueda de noticias sobre Daria.

Apareció brevemente al día siguiente. De inmediato, el mundo entero dudó de que fuera ella: un holo, una grabación previa, bla bla bla. Pero yo sabía. Sólo dijo que estaba viva y escondida. Que los científicos ahora le decían que ella era la única que podía alojar los tumores del tratamiento-D sin morirse en algún momento. Que lamentaba profundamente todas las muertes no intencionales. Que la organización Cleary compensaría la pérdida de todas las víctimas del tratamiento-D. Un discursito envarado, escrito por abogados. Sólo las lágrimas, no derramadas pero presentes, eran suyas.

Me quedé con la vista clavada en su rostro joven y hermoso, escuché su voz grave y entrecortada, y no supe qué sentir. Sentía de todo. Enojo, anhelo, desprecio, tristeza, venganza, ganas de protegerla. Nadie puede soportar esos sentimientos mucho tiempo. Me contacté con Moshe, y luego con Stevan, y volví al trabajo.

~

La primera noche en Sequene la paso en cama. No me duele nada, menos con un parche analgésico en el cuello, pero me siento más débil de lo que esperaba. Esto no es culpa de Sequene. La gravedad de aquí, según me informa alegremente la pantalla mural, es del 95% con respecto a la de la Tierra, "¡apenas lo bastante leve como para ponerle resortes a sus pies!". El aire es más sano que el de cualquier sitio de la Tierra desde hace mucho tiempo. El agua es pura, la comida milagrosa, el personal "robótico y humano" uno de los más selectos del mundo. ¡Así que disfrute su estadía! ¡Cualquier cosa que necesite, simplemente solicítela, dándole las instrucciones a la pantalla mural en voz alta!

Necesito a Daria, pero no lo digo en voz alta.

—Bueno, cuéntame de Sequene. Su historia, su trazado y demás. —Ya he memorizado los planos del edificio. Ahora necesito los mapas actuales.

—¡Claro! —dice la pantalla, encendiéndose como una chica que quiere llamar la atención de un muchacho—. El nombre "Sequene" deriva de una fascinante leyenda europea y americana. En 1513, hace casi seiscientos años, ¡imagínese!, un explorador español, un tal Ponce de León, viajó hasta lo que hoy en día es una parte de los Estados Unidos. Florida.

Panoramas de playas de arenas blancas, en nada parecidas al pantano húmedo, lleno de malezas, bioinfectado, que es ahora Florida.

—¡Por supuesto, en aquellos días Florida era habitable, como así también las diversas islas del Mar Caribe! Estaba poblada por una tribu llamada los Arawak.

Imágenes de indios de noble aspecto.

—Esta gente le dijo a los españoles que uno de sus grandes jefes, Sequene, se había enterado de la existencia de una Fuente de la Juventud en una región ubicada hacia el norte, llamada "Biminy". Sequene se llevó a un grupo de guerreros, navegó hasta Biminy y encontró la Fuente de la Juventud. Supuestamente, él y sus compañeros de tribu se quedaron a vivir allí y fueron felices para siempre. Por supuesto, la verdad es que nadie puede vivir para siempre...

¿Y Daria?

—... pero aquí, en Sequene, le garantizamos, ¡sí, le garantizamos!, veinte años más de vida, ¡sin envejecer ni un solo día con respecto a su edad actual! Realmente, una "fuente" milagrosa. Cuando usted se somete a este comprobado procedimiento científico...

Imágenes de personas felices hasta el delirio, borrachas de ciencia.

—... en Sequene queremos que usted se encuentre lo más cómodo, entretenido y satisfecho que sea posible. A tal efecto, Sequene cuenta con alojamientos lujosos, comedores cinco estrellas...

—¿Mapa? —digo.

—¡Claro!

Durante la siguiente media hora, examino los mapas de Sequene. No puedo solicitar demasiados; tengo que hacerme pasar por otro bobalicón ansioso por apostar a que veinte años de vida sin envejecimiento son mejores que cualquier otra cosa que pudiera sucederme. Está muy claro que el hotel, el hospital, el casino, el campo de mini-golf y las demás tonterías no ocupan más de un tercio del espacio utilizable de la orbital. Incluso considerando el almacenaje y el mantenimiento, sigue quedando una enorme cantidad de cosas que ocurren aquí arriba y que oficialmente no se declaran. Incluida, en algún lugar, Daria.

Pero no va a ser fácil encontrarla.

Ceno en mi habitación, duermo con la ayuda de otro parche y me despierto tan descorazonado como lo estaba anoche. No puedo comunicarme con Stevan sin el equipo que no me permitieron traer aquí arriba. No puedo hacer nada que les dé motivos para echarme. Lo único que tengo es mi dinero —nunca despreciable, lo admito— y mi ingenio. Esta mañana, ninguno de los dos parece suficiente.

En realidad, lo único que tengo es el sueño estúpido de un viejo.

Finalmente, arrastro los pies hasta el comedor para tomar el desayuno. Un camarero —humano— se precipita hacia mí. Apenas lo miro. Del otro lado del salón está el Agente Joseph Alcozer. Y, sentada sola en una mesa, bebiendo jugo de naranja o algo que supuestamente es jugo de naranja, está Rosie Adams.

~

Los tratamientos-D se reanudaron un año y medio después de la muerte de Peter Cleary. Y hubo gran cantidad de interesados.

¿Tenía sentido todo esto? Congelarse en una edad durante veinte años y luego, ¡paf!, morirse. Muy bien, quizás tenía sentido para los viejos que no querían deteriorarse más, para los moribundos que no sufrían muchos dolores. Aunque no pudieran durar tanto más o no tuvieran la fuerza necesaria para soportar la cirugía salvadora. Pero la gente más joven también se sometía al tratamiento-D. Hombres y mujeres que querían seguir siendo hermosos, a quienes no les molestaba pagarlo con sus vidas. Incluso algunos atletas muy jóvenes, que, supongo, no podían imaginar una vida sin darle a una pelota. Bailarines. Estrellas de los holos. Locos.

LargaVida Inc. se reorganizó financieramente, se cambió el nombre a Sequene y se mudó de Londres a una isla griega. El Rey de Inglaterra murió por el tratamiento-D, una famosa actriz murió por lo mismo, el sultán de Bahrain también murió. No hubo diferencia. La gente siguió yendo a Sequene.

Otra gente siguió atacando a Sequene. Para ese momento, los cercos de energía habían sido reemplazados por domos reforzados; los ataques de la isla no tendrían que haber existido. Pero la siguiente es una Ley Matemática del Universo: cuanto más rápido se multiplican las defensas, más rápido se multiplican las armas de contraataque. Nada está a salvo, nunca.

De modo que hicieron explotar la isla griega con dispositivos ocultos en madrigueras submarinas y en la roca subterránea. Otra vez, Daria sobrevivió. Nueve meses después, Sequene reabrió sus puertas en otra isla. Llegaron los clientes.

Fue en el mismo año en que Geoffrey y yo por fin nos reconciliamos. O algo así.

Habíamos vivido tres años bajo el mismo techo, pero separados. Lo admito, fui un padre terrible. ¿Qué clase de hombre es el que no le dirige la palabra a su hijo de dieciséis años? ¿A su hijo de diecisiete, dieciocho, diecinueve años? Pero fue principalmente por elección de Geoffrey. No quería hablarme, no quería contestarme, ¿y yo qué podía hacer? ¿Matarlo de un balazo? Iba a la escuela, comía en su habitación, estudiaba mucho. La escuela me enviaba sus informes, todos buenos. Mi oficina, el Grupo Feder legal, pagaba sus cuentas. Para ser un chico con una enorme cantidad de créditos de respaldo, no gastaba mucho. Cuando terminó la secundaria y empezó la universidad, firmé los papeles. Eso fue todo. Ninguna discusión. Sí, lo intenté una o dos veces, pero no con mucho empeño. Estaba ocupado.

Mis negocios se habían vuelto más grandes, más complicados, más peligrosos. Una cosa me llevó a la otra, y después a la otra. Stevan Adams y yo formábamos un buen equipo. Pero yo asumía todos los riesgos, ya que el Rom prefería rechazar ciertos contratos antes que terminar en la cárcel. Y quizás yo asumía demasiados riesgos... al menos eso decía Moshe. Stevan nunca le agradó. "Ese gitano sucio mantiene sus manos limpias", decía. No dominaba el lenguaje claro, mi Moshe. Pero las ganancias crecían, y de eso no se quejaba.

La vigilancia federal también creció.

Entonces, una noche de octubre con olor a manzana en el aire, una noche poco común en la que llegué a casa temprano, mientras miraba un holo estúpido sobre Ciudad Luna, Geoffrey entró en mi cuarto.

—¿Max?

¿Ahora me llamaba "Max"? No protesté... por lo menos me estaba hablando.

—¡Geoff! Pasa, siéntate. ¿Quieres una cerveza?

—No. No bebo. Quiero decirte algo, porque tienes derecho a saberlo.

—Dímelo, entonces. —De pronto, me tembló el corazón. ¿Qué había hecho mi hijo? Estaba ahí parado, inclinado un poco hacia delante, apoyado en la punta de los pies, como un luchador, cosa que no era. Flaco, no muy alto, pelo castaño claro cayéndole sobre los ojos. Los ojos de Miriam, según noté con un repentino dolor que nunca esperé sentir. Geoff no se vestía con las cosas raras que usaban los chicos. Parecía, allí parado, un actor demasiado joven tratando de interpretar a un contador de Nueva Inglaterra.

—Quiero decirte que voy a casarme.

—¿Casarte? —¡Tenía diecinueve años y apenas comenzaba su segundo año en la universidad! Esto me iba a salir caro, pagarle a una putita para que desapareciera, ¿y cómo la había conocido...?

—Me caso con Gwendolyn Jameson. La semana próxima.

Me quedé sin habla. Gwendolyn... la contadora que Moshe me había forzado a contratar, la rarita "brillante" que había sido la primera en notar la intrusión de Stevan en las cuentas del Grupo Feder. La túnica y el gorro del culto habían desaparecido, pero ella continuaba siendo una nada arratonada y flaca, el tipo de persona que uno olvida que está presente en la habitación. ¿Cómo la había...?

—No te pido la bendición ni nada por el estilo —dijo Geoff—. Pero si quieres venir a la ceremonia, eres bienvenido.

—¿Cuándo... dónde...?

—Jueves a las siete en punto de la tarde, en casa de la madre de Gwendolyn, en...

—Quise decir... ¿dónde la conociste? ¿Cuándo?

Se sonrojó, de verdad.

—En tu oficina, claro. Subí con los papeles de la matrícula para la universidad. Allí estaba ella, y yo la miré una sola vez y lo supe.

Lo supo. Con una sola mirada. De pronto, yo estaba otra vez en una taverna de Chipre, de nuevo con veinte años, mirando a Daria, parada junto al bar, una sola vez, y con eso me alcanza. ¿Pero Gwendolyn? Y todo esto había estado ocurriendo desde hacía todo un año, más de un año. Boda la semana próxima.

De algún modo, logré decir:

—No me lo perdería, Geoff. —Fue lo único realmente decoroso que hice jamás por mi hijo.

—Grandioso —dijo, pareciendo de pronto mucho más joven—. Pensamos que en el...

Un enorme ruido proveniente del frente de la casa. Alarmas de seguridad, el mayordomo robot, puertas abriéndose de golpe, griterío. Los federales irrumpieron blandiendo armas y órdenes de arresto. Mientras ponía las manos por encima de la cabeza, mientras el sistema de alarma de la casa se comunicaba automáticamente con mi abogado, supe que no iba a poder asistir a la boda de Geoff.

Y no asistí. Detenido, sin fianza: riesgo de fuga. Con la conciliación, me dieron de seis a diez años, que terminaron siendo cinco porque me dejaron salir por buena conducta. No fue tan malo. Mis abogados hicieron lo que hacen los abogados y me enviaron a una prisión nueva, el Centro de Justicia Cooperativo Internacional Themis, una isla flotante en medio del Lago Ontario. Presos norteamericanos y canadienses, y absolutamente ninguna posibilidad de escapar sin ayuda, a menos que fueras capaz de nadar cuarenta y dos kilómetros.

Pero las islas no son necesariamente impenetrables. Mientras estaba en prisión, Sequene fue atacada de nuevo. Su isla griega tenía campos de fuerza arriba, abajo y a los costados, pero también necesitaba tener aire. Los terroristas —esta vez, los Hijos de la Virtud Divina— introdujeron los patógenos diseñados por bioingeniería desde el oeste. Murieron veintiséis personas. Daria no estaba entre ellas.

Sequene se mudó arriba, a una de las nuevas orbitales. Donde no había viento. Dos años después, estaban trabajando de nuevo.

Cuando yo llevaba tres años en la cárcel, Gwendolyn murió. Fue una de las víctimas, las muchas víctimas, del biovirus mesopotámico. No podía consolar a Geoff... ¿y quién puede afirmar que lo habría intentado siquiera, o que él habría aceptado mi consuelo? Un alienígena, mi hijo. Pero debía tener algo mío dentro de él, porque tardó veinticinco años en volver a casarse. Gwendolyn, esa pedante flaca y grotesca, había quedado grabada a fuego en su corazón de Feder.

Cuando le gobierno me atrapó, también atrapó a Moshe. Moshe peleó, gritó y aulló, ¿y de qué le sirvió? También le dieron de seis a diez años. No aguanto a los quejosos. Yo hago mi trabajo y los federales, esos imbéciles, hacen el suyo.

No pudieron ni acercarse a Stevan. Ni siquiera descubrieron su nombre... ninguno de sus nombres. Si lo hubiesen hecho, Stevan de todos modos habría desaparecido: otra identidad, otra cara. Por lo que sé, hasta otro ADN. Muy probablemente, el ADN de Stevan nunca había sido registrado. Los Rom dan a luz en casa, no dejan constancia de los nacimientos ni hacen certificados de defunción, no reconocen a sus hijos para evitar cualquier impuesto fraudulento que éstos puedan implicar, no los envían a la escuela. Los romaníes no piden subsidios por desempleo, no aparecen en ningún registro si tienen la posibilidad de evitarlo: en realidad, no existen. Y las mujeres Rom son aún más invisibles que los hombres.

Lo que probablemente era, en parte, el motivo por el cual, cuarenta años más tarde, Rosie Adams podía estar sentada en el comedor de la orbital Sequene, simulando que no me conocía, mientras yo caminaba con dificultad hacia una mesa y me preguntaba qué diablos estaba haciendo ella en ese lugar.


Alcozer se me acerca despreocupadamente, sin apuro ni urgencia... ¿adónde voy a ir? Sin invitación, se sienta a mi mesa.

—Buenos días, Max.

Shalom, Agente Alcozer. —Con los federales siempre hablo con un acento muy marcado.

—Nos sorprendimos de verlo aquí.

El "nosotros" de la realeza. Todos los que trabajan en el puto gobierno federal se creen zares.

—¿Por qué? —le digo—. Soy un viejo, ¿no puedo querer vivir más tiempo?

—Teníamos la impresión de que usted apenas se consideraba vivo.

¿Qué tan detalladamente me observaron cuando estaba en el Geriátrico Estrella Plateada? Permanecí allí diez años, mirando holos, jugando a los naipes, prácticamente a punto de comenzar a babearme en una silla de ruedas. ¿El gobierno puede gastar tanto dinero en vigilancia?

—Beba un poco de jugo de naranja —le digo, empujando mi vaso intacto hacia él. Lástima que no esté cortado con cianuro. Alcozer es lo último que necesito. Por encima de su hombro, echo un vistazo a Rosie, que mira el mantel con el ceño fruncido, rascándolo con las uñas de ambas manos.

No se la ve bien. En la kumpania, hace menos de una semana, la noté envejecida pero todavía llena de vitalidad, a pesar del pelo gris y las arrugas. En ese momento, tenía las mejillas sonrosadas, los labios rojos de carmín, los ojos brillantes bajo la pañoleta colorida. Ahora está hundida en el asiento, rascando el mantel —¿y eso a qué viene?—, pálida y cenicienta como un gusano enorme. Sin pañoleta, sin joyas. Se ha cortado el pelo gris, se ha hecho un horrible peinado de vieja, con ondas, y lleva unos pantalones sueltos y una desabrida túnica marrón. No sé nada de moda femenina, pero estas ropas parecen caras y aburridas.

Alcozer se inclina hasta quedar muy cerca de mí y dice:

—Max, voy a ser sincero con usted.

Sí, el día que las ranas tengan pelo.

—Sabemos que ha estado diez años fuera de las calles y sabemos que su hijo ha hecho del Grupo Feder una empresa legítima. No tenemos motivos para acusarlo, de modo que puede quedarse tranquilo al respecto. Pero hay alguien que sigue manejando al menos algunas de sus antiguas operaciones y no sabemos quién es.

Moshe no. Murió una semana después de salir de prisión. Ataque cardíaco.

—Además, todavía existen viejas investigaciones sobre usted que podríamos reabrir. No quiero hacerlo, por supuesto, pero podría. Yo sé, y usted sabe, que los indicios son bastante débiles y que casi todas ellas están cerca de prescribir. Pero podría haber... repercusiones. Aquí arriba, quiero decir. —Se reclina hacia atrás con expresión solemne.

—Disculpe, pero no entiendo —le digo con cortesía.

—Durbin-Nacarro —dice, y entonces ya no necesito que me dibuje el mapa de vuelo.

El Decreto Durbin-Nacarro limita severamente la disponibilidad de cirugías por las que pueden optar los delincuentes convictos. Se supone que es para disuadir a los criminales y terroristas de cambiarse la apariencia, las huellas digitales, los patrones de retina, los escaneos de voz y cualquier otra cosa que "dificulte la identificación". ¿Acaso creen que alguien que hace volar por los aires, digamos, un espaciopuerto de San Francisco o Dubai después va a concurrir a un hospital matriculado de cualquier país firmante para solicitar que le hagan un rostro nuevo? Ay, estos legisladores...

Sequene, por supuesto, está matriculada en un país firmante del Durbin-Nacarro, pero hasta ahora nadie aplicó el Durbin-Nacarro en casos de tratamiento-D. El tratamiento no cambia nada que pudiera resultar criminalmente engañoso. De hecho, a los federales les gusta porque les permite actualizar los expedientes biológicos de todos los que pasan por Sequene. Muchos criminales se han hecho el tratamiento-D: Carmine Lucente, Raúl López-Reyes, Surya Hasimo. Pero si Alcozer realmente lo desea, puede encontrar un juez federal de cualquier parte que emita una orden de mierda para impedir mi tratamiento-D.

Por supuesto, no tengo verdaderas intenciones de recibir el tratamiento-D, pero él no lo sabe. Simulo un acceso de pánico.

—Agente... soy un viejo... y sin esto...

—Sólo piénselo, Max. Hablaremos de nuevo. —Apoya una mano sobre la mía... qué putz hijo de puta... y me la aprieta brevemente. Mi expresión es patética. Alcozer sale con pasos confiados.

Rosie sigue rascando el mantel. Ahora comienza a romper el pan en trocitos y a lanzarlos por ahí. Una joven que lleva el uniforme azul claro de Sequene corre hacia la mesa de Rosie y dice, con fuerte acento británico:

—¿Todo está bien, señora Kowalski?

Rosie levanta la vista débilmente y no dice nada.

—La ayudaré a regresar a su habitación, querida. —Amablemente, la asistente la guía hacia fuera. Encuentro sus ojos y la miro, significativamente disgustado, y en cinco minutos la muchacha vuelve y se acerca a mi mesa.

—¿Y usted se encuentra bien, señor Feder?

Ahora soy gruñón y exigente, un anciano temperamental y muy rico.

—No, no me encuentro bien; estoy disgustado. Por lo que pago aquí, ese no es el panorama que espero ver en el desayuno.

—Claro que no. No volverá a ocurrir.

—¿Qué problema tiene la señora?

La muchacha vacila; luego, decide que mi propina justificará una pequeña intrusión en la privacidad de Rosie.

—La señora Kowalski sufre de un pequeño deterioro mental. Naturalmente, quiere solucionarlo antes de que siga progresando, de modo que recurrió a nosotros. Ahora... ¿desearía algo más de comer?

—No, estoy satisfecho. Quizás haga una caminata antes de la primera cita con el médico.

Ella está radiante, como si yo acabara de declarar que quizás traiga la paz al norte de China. Asiento con la cabeza y comienzo a pasear por Sequene con un andar deliberadamente lento. No consigo nada, cosa que tendría que haber sabido de antemano. No puedo entrar en las zonas restringidas porque ni siquiera logré traer el más sencillo emisor de interferencia para violar la seguridad del trasbordador y, aunque pudiera hacerlo, lo único que conseguiría sería llamar la atención y eso no me conviene. Aquí, en algún sitio, hay emisores de interferencia y armas; por mi examen de los planos, puedo deducir bastante bien dónde están. Tal vez, hasta adivinar dónde puede encontrarse Daria. Pero no puedo llegar a ellos, a ella, y se me ocurre que la única forma en que lograré ver a Daria es preguntando por ella.

Cosa que tengo miedo de hacer. Cuando toda tu vida se ha reducido a un solo deseo demencial, vives con miedo: lo respiras, lo comes, te acuestas con él, lo sientes deslizarse por tu piel como la caricia perdida de una mujer.

Tengo terror de que Daria me diga que no. Y, si es así, de quedarme sin nada por desear. Cuando eso ocurre, ya estás muerto.


Por la tarde, los médicos me extraen sangre, me extraen tejidos, me ponen en máquinas, me vuelven a sacar. Todos son exquisitamente corteses. Hablo con alguien que, sospecho, es psiquiatra, aunque me dicen que no. Firmo muchos papeles. Todo queda registrado.

El Agente Alcozer me espera en la puerta de mi suite.

—Max. ¿Puedo pasar?

—¿Por qué no?

Ya en la sala de estar, saca pomposamente del bolsillo una cajita verde, oprime una serie de botones y coloca el objeto en el suelo. Un emisor de interferencia. Ahora estamos encerrados en una jaula Faraday: las ondas electromagnéticas no entran ni salen. Una capa invisible de privacidad.

Desde luego... Alcozer tiene emisores de interferencia, tiene armas, tiene todo lo que yo podría necesitar para llegar a Daria. El Agente Alcozer.

El Ángel Alcozer.

—¿Ha pensado en mi oferta? —dice.

—No recuerdo ninguna oferta. Una oferta viene con números pegados, como se pegan las moscas al papel adherente. No recuerdo ninguna mosca, Joe. —Nunca lo he llamado por su nombre de pila. Es demasiado eficiente para poner cara de perplejidad.

—Aquí tiene algunas moscas, Max. Usted nombra tres cosas importantes sobre el fraude de San Cristobel del '89. El nombre del hacker, el número de la cuenta en Suiza y la organización para la que usted trabajó. Luego, le permitimos quedarse en Sequene sin impedimentos. ¿Le suena bien?

—San Cristobel, San Cristobel —mascullo—. ¿Me acuerdo de San Cristobel?

—Creo que sí.

—Tal vez sí.

Sus ojos se endurecen. No son de ningún color, anodinos. Ojos gubernamentales. Pero ansiosos.

—Pero también necesito otra cosa —digo.

—¿Otra cosa?

—Quiero...

De repente, me callo. En lo alto de mi nariz, algo me hace cosquillas. Esta vez, hasta percibo un olor definido, como a pescado podrido. Aquí hay algo mal, algo relacionado con Alcozer, con el negocio de San Cristobel —un negocio de Moshe, no de Stevan— o con esta conversación.

—¿Qué quiere? —dice Alcozer.

—Quiero pensarlo un poco más. —Nunca ignoro ese olor. La nariz sabe.

Cambia de posición, decepcionado.

—No mucho más, Max. Su tratamiento está programado para mañana.

¿Cómo lo sabe? Ni yo lo sabía. Alcozer tiene acceso a información a la que yo no puedo acceder. Probablemente, sabe dónde está Daria. Lo único que debo hacer es darle las moscas de San Cristobel. ¿Quién puede salir perjudicado? Moshe está muerto; aquel Robin Hood en particular está muerto; la isla donde todo ocurrió ya no existe: se perdió en el mar, que sube cada vez más. Hace mucho que el dinero se transfirió de Suiza a Indonesia y, de ahí en más, a otros lugares. Nadie sale perjudicado.

No. Pasa algo más con San Cristobel. Pescado podrido.

—Déjeme pensarlo unas horas —digo—. Este es un gran paso. —Hago temblar la voz—. Un gran cambio para mí, este lugar. Usted sabe que, en la Tierra, nunca he vivido a lo grande. Y para un chico de Brooklyn...

Alcozer sonríe. Supuestamente, es una sonrisa de camaradería. Parece un vampiro después de la ortodoncia.

—Para un chico de Des Moines también. De acuerdo, Max, piénselo. Regresaré después de la cena. —Apaga el emisor de interferencia, se lo guarda en el bolsillo, se pone de pie—. Haga otra buena caminata. A propósito, en Sequene no hay zonas restringidas en las que usted tenga la posibilidad de ingresar.

—¿Cree tal vez que no lo sé?

—Estoy tratando de averiguar lo que sabe. —Alcozer parece satisfecho consigo mismo, como si hubiese dicho algo ingenioso. Dejo que se lo crea. Siempre es bueno incentivar el autoengaño federal.

Pescado podrido. ¿Pero de quién?

~

Voy a cenar. Al segundo de sentarme a la mesa, Rosie entra en el comedor tambaleándose, se enciende como un cohete en medio del lanzamiento y grita:

—¡Christopher!

Miro a mi alrededor. Hasta ahora, sólo hay otras dos comensales en el salón, ambas mujeres. Rosie se me acerca bamboleándose, con un río de lágrimas corriendo por sus mejillas, y me envuelve con sus brazos.

—¡Viniste!

—Yo...

Una mujer con cara de fastidio, que lleva el uniforme azul claro, entra apresuradamente por la puerta.

—Oh, señor Feder. Lo lamento tanto, ella...

—¡Es Christopher! —chilla Rosie—. Mira, Anna, ¡mi hermano Christopher! ¡Hizo el viaje desde California para venir a visitarme!

Rosie se aferra de mí como si yo fuese un acantilado del que estuviera a punto de caerse. No tengo que fingir que no entiendo... no entiendo. La asistente trata de separarla, pero ella se agarra con más fuerza.

—Lo siento tanto, señor Feder. Ella se confunde un poco, se... ¡Señora Kowalski!

—¡Christopher! ¡Christopher! ¡Voy a cenar con mi hermano!

—Señora Kowalski, de verdad, debería...

—¿Serviría de algo que cenara con ella? —digo.

La asistente parece confundida. Pero está entrando más gente al comedor, gente muy rica, y está claro que no quiere un escándalo. Le dicen algo por el auricular e intenta sonreírme.

—Oh, sería... si no le molesta...

—En absoluto. Mi tía, en sus últimos días... Lo comprendo.

La joven asistente está agradecida, además de furiosa, avergonzada y media docena de otras cosas que me importan un bledo. Extiendo mi mano libre y muevo una silla hacia atrás para Rosie, que se sienta, musitando. Aparece un camarero robot y el orden se restablece en el universo.

Rosie masculla para sí durante toda la cena, un murmullo absolutamente incomprensible. La asistente acecha en un rincón, disgustada. Su postura corporal indica que ha estado lidiando con Rosie todo el día y que la tarea le desagrada. Stevan debe haber inventado un tremendo historial crediticio para la señora Kowalski. Rosie no me habla, pero en ocasiones me clava una mirada de faro enloquecido. No le digo nada, pero me preocupo. No sé lo que está sucediendo. O realmente ha perdido la chaveta —¿en menos de una semana, es posible?— o es mejor actriz que la mitad de las holoestrellas del Link.

Se come todo, pero muy lentamente. Cuando va por la mitad del postre, una especie de pastel de chocolate, el comedor está lleno. Los del primer turno, los ancianos que se van a dormir a las diez en punto (lo sé, soy uno de ellos), ya se han ido, y los del segundo turno, los más jóvenes y vestidos más a la moda, están comiendo, riendo y pidiendo vino caro. Reconozco a un famoso cantante japonés, a un ex-Senador norteamericano al que alguna vez le pagué el sueldo (aunque él no lo sabía) y a un playboy árabe. Desde el punto de vista de Sequene, no es un lugar propicio para las escenas de mal gusto.

Rosie se levanta y chilla:

—¡Daria Cleary!

Se me detiene el corazón.

Pero, por supuesto, Daria no está aquí. Es cosa de Rosie, que agita los brazos y grita:

—¡Tengo que darle las gracias a Daria Cleary! ¡Por este regalo de la vida! ¡Tengo que agradecerle!

La gente nos mira fijamente. Algunos parecen divertirse, pero la mayoría no. Tienen el aspecto ofendido de los bellos y elegantes que se ven obligados a observar la vejez, la senilidad, un cuerpo mal vestido y encorvado que hasta es posible que huela mal: todas las cosas por las que han venido a Sequene, a fin de no tener que experimentarlas.

—¡Señora Kowalski!

—¡Daria! ¡Tengo que agradecerle!

La chica tironea de Rosie, que a su vez se aferra del mantel. Los platos, las copas de vino y unas costosas flores hidropónicas se estrellan contra el suelo. Los comensales murmuran, con el ceño fruncido. La chica dice, desesperada:

—¡Sí, por supuesto, iremos a ver a Daria! ¡Ahora mismo! Venga conmigo, Señora Kowalski.

—¡Christopher también!

En tono suave y conspirador, le digo a la joven:

—Hay que sacarla de aquí.

—Sí, sí —dice ella—, por supuesto, Christopher también —y me dedica una sonrisa apretada, agradecida, furiosa.

Feliz, Rosie sigue a la asistente, tomándome de la mano.

Esto no puede funcionar, pienso. Una vez que estemos fuera del comedor, fuera del alcance de los oídos, fuera de la hipocresía...

En el pasillo, a la salida del comedor, Rosie se detiene en seco, gritando otra vez:

—¡Daria!

Aquí también, la gente se para a mirarnos. Rosie, que de pronto ya no se tambalea, toma la delantera, pasa junto a los curiosos, dobla por un pasillo lateral, luego por otro. Cada vez más rápido: la asistente tiene que correr para alcanzarla. Yo también. De modo que Rosie es la primera en chocar contra el cerco; cae al suelo por la descarga y comienza a llorar.

—¡Muy bien, señora! —dice la chica; toda su fingida dulzura ha desaparecido—. ¡Ya basta! —Agarra a Rosie del brazo y trata de levantarla de un tirón. Rosie es más pesada que ella, tal vez unos veinticinco kilos. Un bot de servicio se acerca rodando.

—¡Daria! ¡Daria! —llama Rosie—. ¡Por favor, no sabes lo que significa esto para mí! Soy una anciana, pero alguna vez fui joven y también perdí al único hombre que amé... ¿te acuerdas de Chipre? ¿Te acuerdas... te acuerdas? ¡Chipre! ¡Daria!

El bot exuda una pala cargadora y levanta a Rosie sin esfuerzo, como si fuese gravilla. Brutalmente, la joven dice:

—Ya me harté de...

Y se calla. Su expresión cambia. Le están diciendo algo por el auricular.

Entonces se escucha un ¡pop! casi inaudible y el cerco de energía se desconecta. En el fondo del pasillo se abre una puerta, una puerta que hasta hace un momento no estaba allí. Revestimiento antidetección, pienso, atónito. El roboperro de Reuven. Mi mano, ya suelta, toca el dedo de mi anillo, ahora desnudo.

Parada en el umbral, protegida por un guardaespaldas humano y otro robot, igual que en el hospital ViaSalud hace cincuenta años, está Daria.


Todavía parece de dieciocho. Cuando me acerco con paso vacilante, demasiado atontado para sentir que mis piernas se mueven, la veo en una taverna griega, apoyada contra el bar; en una playa rocosa, llorando bajo la luz de las primeras horas de la mañana; en una cama de hospital, con la mitad de la cabeza rapada. Ella no me ve, no me está mirando, no me reconoce. Ella mira a Rosie.

Que ha cambiado totalmente. Rosie se libera torpemente de la pala cargadora y empuja a la asistente a un costado, un empujón tan fuerte que la chica cae contra la pared del corredor. Rosie aferra mi mano y me arrastra hacia delante. En el umbral, tanto el guardaespaldas bot como el humano nos impiden el paso. Rosie se somete a una palpación corporal que habitualmente habría justificado la muerte de cualquier hombre que tocara a una mujer Rom de esa manera, incluido su esposo, posiblemente. Rosie lo soporta como una reina pagana llena de desdén por unos insignificantes soldados romanos. En cuanto a mí, apenas me doy cuenta. No puedo parar de mirar a Daria.

Todavía de dieciocho, pero absolutamente cambiada.

La salvaje cabellera negra ha sido avasallada, convertida en un peinado a la moda, domesticado, horrendo. Debajo del maquillaje, la suave piel morena no tiene color. Sus ojos, que aún ostentan ese tono verde tan suyo, guardan en sus profundidades una derrota y una soledad que no puedo imaginarme.

Sí. Puedo.

No dice nada; sólo se hace a un lado para dejarnos pasar, una vez que los guardias terminan. El humano dice:

—Señora Cleary...

Pero ella lo silencia con un movimiento de mano. Ahora estamos en una especie de salón de entrada. Quizás es blanco, azul o dorado; quizás hay flores, quizás las flores están colocadas sobre una mesa antigua... realmente, no registro nada. Lo único que veo es a Daria, que no me ve a mí.

—¿Qué sabes de Chipre? —le dice a Rosie—. ¿Estuviste allí?

Debe pensar que Rosie era prostituta en Chipre al mismo tiempo que ella... las edades coinciden, más o menos. Pero la pregunta de Daria es distante, no comprometida, como si uno preguntara educadamente sobre la antigüedad de un edificio histórico. ¿Data de 1964? Mire usted. Qué bien.

Rosie no responde. En cambio, se ubica detrás de mí. Rosie no puede pronunciar mi nombre porque, desde luego, todos estamos bajo vigilancia. Debe seguir interpretando a la señora Kowalski, para poder volver a casa y a Stevan. Rosie no puede decir nada.

Entonces, lo hago yo.

—Daria, soy Max —digo.

Finalmente, ella me mira y sabe quién soy.


Los Rom tienen una palabra para decir "fantasmas": mulé. Los mulé rondan los sitios donde acostumbraban vivir durante un año. Comen las sobras, usan el baño, gastan el dinero enterrado con ellos en sus ataúdes. Atormentan a los vivos en sueños y en visiones. Leves, insustanciales, no obstante existen. Nunca pude descubrir si Stevan y Rosie de verdad creían en los mulé. Hay cosas que los Rom nunca le dicen a un gajo.

Daria se ha convertido en una muli. Cuando me observa, no hay un interés genuino en sus ojos. Esta mujer que una vez, en una habitación de hospital, arriesgó las vidas de los dos para regalarme la riqueza, la expiación y la vergüenza, ahora está más allá de todos los riesgos, de todos los intereses. Tantas décadas de encierro a manos de Peter Cleary, de gente que la odia y que se toma el trabajo periódico y serio de intentar matarla, de ser utilizada como una proveedora biológica a la que se le cortan trozos que son el combustible de la vanidad de otros, la han despojado de toda su vitalidad. No desea nada, no siente nada, no le importa nada. Incluido yo.

—Max —dice cortésmente—. Hola.

El tono entrecortado, la vacilación, han desaparecido de su voz. Por algún motivo, es eso lo que me quiebra. Imagínense. Su acento es el mismo, hasta su aroma es el mismo, pero no el tono entrecortado, y tampoco Daria. Esto es una cáscara. En sus ojos, nada.

Rosie me toma de la mano. Es la primera vez en cuarenta años, salvo cuando representa el papel de la loca Señora Kowalski, que Rosie Adams me toca. En su apretón siento toda la compasión, la vida, que a Daria le faltan. No hay nada que pueda lastimarme más.

Ya no puedo mirar a Daria. ¿Cómo se mira algo que ya no está? Giro la cabeza y veo al Agente Alcozer doblando la esquina del corredor que lleva al apartamento, corriendo hacia nosotros.

Y entonces, en ese momento, ni un segundo antes, recuerdo qué era lo que olía mal en San Cristobel.

La estafa salió muy bien. Pero, después, Moshe vino a verme:

—Quieren hacerlo de nuevo, pero esta vez con un infiltrado. Ya tienen a uno dentro de los federales, en la Oficina Central de Investigación. Me parece bien.

—Dame los detalles —dije. Y cuando Moshe me los dio, rechacé el negocio.

—¿Pero por qué —Angustiado... Moshe detestaba dejar pasar algo rentable.

—Porque sí —le dije, y no quise agregar más. Discutió, pero me mantuve firme. La nueva operación involucraba a otra organización, de donde provenía el infiltrado. Los Puros de Corazón y Planeta. Eco-chiflados, metidos en muchas cosas a ambos lados de la ley, pero yo sabía algo que Moshe no sabía y que no le habría importado si lo hubiese sabido. Los Puros de Corazón y Planeta estaban relacionados con el segundo gran ataque a LargaVida en la isla griega. Los Puros de Corazón y Planeta, junto con su infiltrado en los federales: modificado y realzado, sacrificándose por la gloria de la pureza biológica... un chico de lo que alguna vez fue Des Moines.

Alcozer corre más rápido de lo que es humanamente posible. Lleva algo en las manos, una barra gruesa con perillas, que no reconozco. En diez años, las armas cambian. Todo cambia.

Y Daria lo sabe. Mira a Alcozer y no se mueve.

Los guardaespaldas tampoco se mueven, y me percato de que, por supuesto, han reactivado el cerco de energía que rodea el apartamento. No hay ninguna diferencia. Alcozer lo traspasa a fuerza de disparos; cualquier cosa que hayan desarrollado los militares para la Oficina Central de Investigación supera a cualquier cosa que Sequene pueda tener. Alcozer también se encarga del bot guardián, que se apaga sin más, borrado por lo que debe ser el padre de todos los emisores de interferencia.

El guardaespaldas humano no es tan fácil. Dispara contra Alcozer y el infiltrado tropieza. La sangre se le escapa a borbotones. Mientras cae, arroja algo, tan pequeño que uno podría pasarlo por alto si no supiera lo que está ocurriendo. Yo lo sé; es el primer armamento que realmente reconozco, aunque indudablemente lo han modernizado. Primitiva. Contenida. Lo bastante letal como para hacer lo que tiene que hacer sin riesgo de producir una fisura en el casco, sin importar en qué sitio de una orbital o de un trasbordador explote. Una MGP, mini granada personal, y de pronto estoy de nuevo en Chipre, en el Ejército, y el entrenamiento que no puse en práctica en sesenta y cinco años emerge a la superficie de mis músculos como esporas florecientes.

Camino hacia delante, tambaleándome. No mantengo el equilibrio; mi sargento de adiestramiento no estaría orgulloso. Pero no titubeo, ni por un nanosegundo.

Sólo puedo salvar a una. No hay tiempo para otra cosa. Daria está de pie, tan hermosa como en el instante en que la vi en aquella taverna. En sus ojos verdes, la muerte es bienvenida. Debiste llegar hace mucho, ¿por qué tardaste tanto? Pero esas serían mis palabras, no las suyas. Daria no tiene palabras, que son para los vivos.

Golpeo las sólidas carnes de Rosie, más como un piano que se cae que como un caballero al rescate. Ambos caemos —¡pum!— y yo ruedo con ella hasta quedar debajo de la mesa antigua, que después de todo esto sigue allí, un pesado bloque de mármol. Al rodar, arrastro a Rosie, la amada de mi fiel amigo Stevan, contra la pared, y yo quedo del lado expuesto. No oigo el ruido de la granada; realmente las han modernizado. Ondas electromagnéticas, nada tan burdo como las esquirlas. Las quemaduras se esparcen por mi espalda como aceite caliente. La mesa se quiebra y se desploma a medias.

Después, oscuridad.~

Los romaníes tienen un refrán: Rom corel khajnja, Gadzo corel farma. Los gitanos se roban las gallinas, pero los gaji se roban la granja entera. Sí.

Sí.


Despierto en una cama blanca, en una habitación blanca, con vendajes blancos bajo una manta blanca. Parece que los médicos piensan que el color hace daño. Geoff está sentado junto a mi cama. Cuando me muevo, se inclina hacia delante.

—¿Papá?

—Aquí estoy.

—¿Cómo te sientes?

La pregunta inevitable, estúpida. Me hirió una MGP, se me cayó una mesa encima... ¿cómo voy a sentirme? Pero Geoff se da cuenta. Me dice, en voz baja:

—Está muerta.

—¿Rosie?

Me mira inexpresivamente... le sale muy bien.

—¿Quién es Rosie?

—¿A quién nombré? No me siento... no puedo...

—Descansa, papá. No trates de hablar. Sólo quiero que sepas que Daria Cleary está muerta.

—Ya lo sé —digo. Hace mucho tiempo que está muerta.

—También el terrorista. Murió. Resultó ser un agente federal, en realidad... ¿puedes creerlo? Pero la mujer que salvaste, la señora Kowalski, se encuentra muy bien.

—¿Dónde está?

—Regresó abajo. Cambio de opinión sobre el tratamiento-D. Ahora los notiholos quieren hacerle entrevistas y no pueden encontrarla.

Y nunca la encontrarán. Pienso en Stevan y Rosie... y en Daria. No es dolor lo que siento, aunque quizás se deba a que los médicos me han pegado un parche del tamaño de Rhode Island en el cuello. Dolor no, sino un hueco. Un vacío. Un viento frío que me atraviesa.

Cuando no te queda nada por desear, estás acabado.

Unos bots pasan rodando suavemente por el corredor. Platos que tintinean. Gente que murmura y, en algún sitio, un timbre que suena. Un hueco. Un vacío.

—Papá —dice Geoff, cambiando el tono—. Le salvaste la vida a esa mujer. Ni siquiera la conocías, era sólo una loca con la que estabas tratando de ser gentil, y le salvaste la vida. Eres un héroe.

Lentamente, volteo la cabeza para mirarlo. Los ojos de Geoff brillan. Sus labios finos se mueven de arriba abajo.

—Estoy tan orgulloso de ti.

De modo que es un chiste. Todo esto... un mal chiste. Se me ocurre que el Amo del Universo podría hacer mejor las cosas. Me lanzo a la búsqueda demencial de un anillo devorado por un perro robótico, colaboro con el piadoso asesinato de la única mujer que he amado, le salvo la vida a una de las mayores delincuentes del planeta —mi socia política de tantos latrocinios a gran escala que a Geoff le darían mareos— y el remate final es que mi hijo está orgulloso de mí. Orgulloso. ¿Tiene sentido?

Pero un poco del hueco se llena. Un poco del viento frío amaina.

Geoff continúa:

—Les conté a Bobby y Eric lo que hiciste. También están orgullosos de su abuelito. Lo mismo que Gloria. No pueden esperar a que regreses a casa.

—Qué bueno —digo. Abuelito... ¡qué palabra! Pero el viento amaina un poco más.

—Ahora duerme, papá —dice Geoff. Vacila; luego, se inclina y me besa en la frente.

Mucho después de que se vaya, sigo sintiendo el beso de mi hijo.

Así que no le digo que no voy a regresar pronto a casa. Voy a hacerme el tratamiento-D, finalmente. Cuando sí tenga que decírselo, le explicaré que quiero vivir para ver crecer a mis nietos. Puede que hasta sea verdad. Bueno... es verdad, pero la idea me resulta tan novedosa que necesito tiempo para acostumbrarme a ella.

Mi otro motivo para someterme al tratamiento-D es más fuerte, más intenso. Existe desde hace muchísimo más tiempo.

Quiero tener en mí un trozo de Daria. En los viejos tiempos, la tenía en un anillo. Pero eso fue antes, y esto es ahora, y me voy a contentar con lo que pueda conseguir. Es, tendrá que ser, suficiente.


Título original: Fountain of Age, © Nancy Kress
Traducción: Claudia De Bella, © 2008



Nancy Kress, nacida el 20 de enero de 1948, comenzó a escribir en 1976 pero alcanzó la popularidad cuando publicó en 1990 su novela Mendigos en España, ganadora del Hugo y Nebula. Kress es columnista habitual en Writer's Digest. La historia que publicamos ganó el premio Nebula 2008 en el rubro novela corta. Más datos en la Wikipedia: Nancy Kress


Axxón 186 - junio de 2008
Cuento de autor americano (Cuentos: Fantástico : Ciencia Ficción : Ingeniería genética : Prolongación de la vida : Estados Unidos : Estadounidense).