EL RECADO CUMPLIDO

Claudio Damián Villarreal

Argentina

Entré casi ciego a la sala dominada por el sándalo y la penumbra. La única fuente de luz estaba afuera, allá donde un jacarandá alfombraba de azules y violetas el suelo del parque. El sol del atardecer llegaba desde otro lado del tronco y así el árbol proyectaba su sombra sobre el cristal empolvado. Me detuve sólo un segundo apenas pasé el umbral, hasta que mis ojos se acostumbraron a la poca luz. Entonces avancé hasta la silla. Cuatro pasos, nomás. Pero no me senté: me quedé parado detrás del respaldo, con mis dedos aferrados a él.

—Bienvenido.

Miré hacia donde provenía la voz y apenas pude adivinar una sombra. La sombra se adelantó:

—Siéntese.

Lentamente, como si avanzara sin tocar el suelo, la sombra fue tomando la forma de un anciano. Traje marrón, camisa ámbar, corbata al tono. La cabeza ovalada, como de tortuga, con unos pocos pelos rebeldes. Guardaba bajo las cejas tupidas y despeinadas unos ojos extraviados, muertos, que quizá alguna vez hayan sido claros. Yo sabía que el hombre estaba completamente ciego: había permanecido así, en una neblina que él juzgaba amarillenta, los últimos cuarenta o cincuenta años. Sin embargo pareció notar mi rigidez, mi torpeza para enfrentarlo. Sin dirigir su cabeza hacia mí, portando su ceguera como estandarte, estiró su mano señalando perfectamente la silla a la cual yo me aferraba y habló de nuevo, esta vez en un tono nada imperativo:

—Por favor...

—Sí... sí —titubeé.

Él hizo lo propio del otro lado del escritorio. Luego recorrió la madera, primero hacia fuera, luego hacia adentro, para terminar con las manos quietas, apoyada una sobre la otra. Mientras me sentaba observé su movimiento, tan claro y seguro en su repetición como las olas sobre la arena.

Mantuvimos el silencio por unos segundos. Nuevamente él tomó la iniciativa:

—Estaba estudiando algo, un viejo hexámetro griego que hoy se me antojó interesante. Empieza con "Como un espectro me hallaré en todas partes". Perdonará mi falta de tacto, pues asumo que no habla griego antiguo; entiendo que los hombres como usted orillan otros senderos... —Hizo una mueca que bien podría haber sido una sonrisa, y sus ojos se extraviaron un poco más, a lo lejos—. En fin, usted dirá.

Traté de ganar tiempo aclarándome la garganta. Siempre me daba la sensación de que el viejo vivía encerrado dentro del enorme castillo de su mente, y que de vez en cuando, al entablar conversación con alguien que no lo conocía demasiado, tenía la necesidad de escaparse, de decir todo aquello que había callado. Tal vez por eso había escrito por mano propia y ajena tantos libros. Un tipo interesante, y tan extravagante como sus recados.

—¿Y? —me preguntó—. ¿Lo encontró?

—No, profesor. No pude encontrarlo. La dirección que usted me dio ya no existe. Supongo que habrán derrumbado el edificio, que lo han cambiado por otro.

—¿Está usted seguro? ¿Completamente seguro?

—Sí, profesor. Tengo pruebas que pueden...

—No, no, mi amigo —se apresuró a decir—. No hace falta, en parte ya lo sabía. Me había llegado ese rumor, así que sólo debía corroborarlo. Y no sabe la tranquilidad que me trae. Le voy a decir algo: no me preocupa que eso haya quemado mis ojos. Si las cosas hubiesen sido distintas, si la vida hubiese sido menos infame conmigo, tal vez ni usted ni yo estaríamos aquí, y seguramente no hubiésemos sido los que somos. Podría anhelar la posibilidad de captar las formas con claridad, pero ya lo considero innecesario. Sólo sentí la extrema curiosidad de saber si esa singularidad aberrante y a la vez prodigiosa seguía existiendo.

Mientras él hablaba, yo busqué en mi bolsillo derecho. Saqué la pequeña caja y la apoyé sobre la mesa, delante de mí y tratando de no hacer ruido. Pero no hubo caso. El profesor tenía un oído agudísimo, capaz de captar la vibración más sutil. Hizo silencio de inmediato.

—Profesor —aproveché a decir—. Aquí le traje algo que creo que le va a resultar interesante. Algo con respecto a su otro pedido.

El profesor enarcó una ceja, la izquierda, mientras el párpado derecho, vencido, seguía cubriendo el ojo a medias como el telón a medio izar de un teatro abandonado.

Estiré la mano, empujando la pequeña cajuela con la yema de los dedos hacia mi expectante interlocutor. Él esperó, pacientemente, hasta notar el objeto junto a sus dedos. Algo extraño, una tibieza especial pareció alcanzarlo. Una sonrisa franca se dibujó en sus labios. Sus manos, generalmente temblorosas, abrieron el diminuto cofre sin titubeos. De la misma forma tomó su contenido y lo palpó con detenimiento, leyéndolo a través del tacto.

Juro que sus ojos se inundaron de lágrimas.

—¿Estaba donde yo le dije? —inquirió.

—Exacto. Debajo de la última tabla, allí donde los listones del piso se encuentran con la pared del fondo. Tuve que convencer al mozo de la noche... Usted me entiende.

—Claro, claro, por supuesto que lo entiendo. Pero mire, ¿nota estas marcas?

El anciano estiró la mano hacia mí y me mostró la piedrita azulada. Antes de traérsela la había hecho revisar por varios conocidos, y todos coincidían en que carecía de valor monetario. Yo la había tenido tanto entre mis dedos que la conocía de memoria. No hacía falta buena luz para saber qué era lo que me estaba mostrando: unos tajos festoneaban la piedra como cuchilladas, pero también como una figura.

—La encontré así —me excusé.

Él volvió a sonreír:

—Es una runa. Una marca nórdica, un signo que tal vez para quien lo grabó en la piedra guardaba algún designio mágico.

Me había acostumbrado a sus desvaríos, pero nunca me había hablado de magia. No supe qué contestarle.

—Dicen que esta piedra fue traída a Buenos Aires por un tal Eric, hijo ilegítimo de Odín, el poderoso dios tuerto de los escandinavos. Eric se la había robado a su padre por despecho, y como castigo por el robo, Odín había acortado la vida de su hijo con un tajo vigoroso en su vela de la vida, convirtiéndolo en un simple mortal. El rubio fue famoso por sus duelos a orillas del Maldonado, pero finalmente una emboscada a sangre y hierro pudo con él, y la runa se había perdido en el olvido.

»Cada tanto oía algún rumor sobre la piedra, pero hace muy poco, recién, tuve la certeza de que podía encontrarla, porque a veces las historias más extravagantes, ridículas diría, son las que esconden la verdad de las cosas.

»Yo estoy acostumbrado a esto, ¿sabe? Primero porque he visto lo que he visto, y luego porque con otro amigo escritor acostumbrábamos encontrar tesoros. Aquella otra cosa que le mandé a buscar y que a mí tanto me ha costado, por ejemplo. O un mundo entero, el cual aún está escondido en un volumen perdido de una enciclopedia supuestamente apócrifa. Incluso mi amigo ha sabido ver algo en una singular acrobacia de avión, y después en un par de islas malditas.

El viejo profesor guardó silencio, visiblemente agotado por la emoción.

—Profesor, yo no quisiera robarle más tiempo.

—Yo tampoco —me contestó—. Supongo que tendrá que hacer otras cosas, y yo comenzaré mañana un viaje que tal vez no me traiga de vuelta. Pero no quiero que se marche con las manos vacías.


Ilustración: Valeria Uccelli

—Disculpe, profesor, pero ya han depositado el dinero en mi...

—Creo que no me he expresado bien —me corrigió—. No le estoy hablando de dinero.

Y abrió un cajón del escritorio para sacar un libro amarillento.

—Tómelo.

—No, profesor. Yo...

—Tómelo, por favor. Es una minucia, algo que le doy en muestra de mi gratitud. Usted me ha traído algo que yo considero muy valioso, y ahora no tendrá el mal tino de despreciar mi regalo.

Tuve que tomarlo. Parecía un viejo cuaderno, un libro editado por un aficionado.

—Supongo que ha oído hablar de Las Mil y Una Noches.

—Claro que sí —contesté, por una vez satisfecho—. Las del genio.

—Exacto. No vamos a compararlo con aquel genial volumen, pero guarda el mismo espíritu. Está escrito de manera que, cada vez que lo abra, le hará encontrar una historia distinta. Llévelo, es suyo. Espero que estemos a mano.

Diciendo eso me tendió la diestra, la cual estreché con cierto cuidado.

—Que tenga un buen día, profesor.

—Lo mismo digo, caballero.

Una mujer, que quizá había estado esperando todo el tiempo del otro lado de la puerta, me acompañó hasta la calle. Sobre el horizonte, el dorado incendio del sol teñía las nubes con un reflejo rojizo. Sobre mí, un extenso y gris nubarrón liberaba algunas gotas casi por capricho. Bajo ese extraño atardecer partí de la casa del profesor, sin saber aún que nuestros senderos se habían bifurcado para siempre.



Claudio D. Villarreal nació en la Ciudad de Buenos Aires en 1968. Vivió en varios lugares y ahora ha vuelto a la ciudad donde nació, en la que vive con una enorme familia. Trabaja en un centro metalúrgico fuera de la ciudad.



Este cuento se vincula temáticamente con "La guardia nocturna", de Carlos Enrique Abraham (149), "Yasí Yateré", de Alejandro Ferreyra (159) y "Erinnis", de Raquel Froilán García (158)


Axxón 184 - abril de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Fantástico : Fantástico : Fantasía : Mitos : Argentina : Argentino).