TIEMPO PRESTADO

Stephen Kotowych

Canadá

La expresión del rostro de Vincent le confirmó a Kayla que ella era la última persona que él esperaba ver cuando abriera la puerta. Lo empujó y entró en el apartamento.

—¡Eh! —dijo Vincent con dureza.

El apartamento estaba muy parecido a como ella lo recordaba: tenía la apariencia (y el olor) de un solterón. Bajo la media luz que entraba a través de las cortinas cerradas —las que ella le había hecho el año anterior— vio las revistas y diarios desparramados sobre el sofá, una caja de pizza debajo de la mesa de café y encima de ésta platos sucios repletos de trozos de pizza disecados y cosas peores. Estaba segura de que la pileta de la cocina estaba llena de platos sin lavar.

—¿Sigues sin limpiar? —dijo Kayla, pisando una camiseta tirada. Metió la mano en la bolsa que le colgaba del hombro, sacó un reloj de bolsillo de oro y abrió la tapa. Examinó los cuatro pequeños cuadrantes del cronógrafo bajo la luz tenue. Cada manecilla giraba a diferente velocidad, algunas hacia delante y otras hacia atrás.

Vincent lanzó un suspiro de frustración.

—Últimamente no paso mucho tiempo aquí.

—Así me dijeron.

Vincent se envaró. —¿Qué significa eso?

Kayla frunció el entrecejo. Las lecturas de los cuadrantes del cronógrafo se sincronizaron con la hora que marcaban las agujas grandes. Le mostró el reloj a Vincent.

—Aquí no hay variaciones de la línea base.

—¿Por qué tendría que haberlas? A duras penas la estoy pasando bien. —Casi de inmediato, Vincent arqueó las cejas—. Oh, de eso se trata. Me estás controlando. No puedes superar...

—¿Qué diablos te pasa? —lo interrumpió ella—. Creí que ibas a parar de robar tiempo.

—Tú querías que parara. Esa es la diferencia.

—¡Porque sabía que te descubrirían!

—No, Kay. Te preocupaba que te descubrieran a ti. Ésa es otra diferencia.

—¿Quién es ella, entonces? —exigió Kayla, cruzando los brazos—. ¿Otra recluta nueva?

—Ya dejé de salir con mujeres más jóvenes —dijo Vincent, dirigiéndose a la cocina.

Kayla entrecerró los ojos. Aunque él tenía toda la intención de lastimarla, estaba enojada consigo misma por morder el anzuelo. El Gremio de los Cronógrafos la había reclutado apenas concluido su doctorado, designando a Vincent —apenas cuatro años mayor que ella— para entrenarla. No era un ladrón de cunas. Además, ella también se había interesado en él y le había enviado todas las señales correspondientes. Se había sorprendido de que él tardara tanto en darse cuenta.

La luz del refrigerador se derramó sobre el sombrío apartamento. Pop, chac. Vincent estaba de pie frente a la puerta abierta del aparato, bañado por la luz, bebiendo una gaseosa. A Kayle todavía le fastidiaba que él derrochara tanta electricidad.

—¿Alguna vez me devolviste la llave? —preguntó él como al pasar, entre un trago y otro. Kayla no le respondió      

—¿Kay? —dijo él—. ¿Dónde está mi llave?

Ella no hizo ningún movimiento, no contestó.

Los ojos de Vincent se agrandaron. —Oh, Dios —dijo—. Me entregaste.

Arrojó la lata vacía contra el mostrador. Pasó junto a Kayla, puso la traba de la puerta y enganchó la cadena de seguridad.

—No te entregué —dijo ella a la defensiva—. Recurrieron a mí. Dejaste de cumplir con tus trabajos y después directamente no apareciste más. Se dan cuenta de esas cosas. Quieren que te lleve de vuelta.

—¿Tú? ¿Por qué tú?

Kayla vaciló.

—Por nuestra... historia.

Vincent rió burlonamente.

—¿Eso te dijeron? No importa. Ya no trabajo para ellos. —Espió por la mirilla de la puerta.

—Ellos no lo ven así. —Kayla tampoco le creía. Vincent seguía usando el brazalete que, junto con el cronógrafo, eran los símbolos de su profesión secreta. Una trenza de soga dorada, el recordatorio de su primera lección: pensar en el tiempo como si fuera un pedazo de soga y en cada momento como una fibra de las que luego se unían para formar el todo. El brazalete era lo que a todos los cronógrafos les recordaba constantemente su misión y su juramento de recoger el tiempo perdido, los momentos que la gente desaprovechaba y que de lo contrario se desvanecerían en la nada.

Kayla, como casi todos los cronógrafos, había elaborado su propia metáfora del tiempo después de reflexionar sobre la lección de la soga. Prefería pensar que el tiempo era como el petróleo: un recurso no renovable e igual de escurridizo.

—Para ti las cosas son blanco o negro, Kay. Ojalá fuera tan simple.

—Robas tiempo perdido y lo usas para ti. A mí me parece que eso es blanco o negro. ¡Se supone que los cronógrafos tenemos que recolectar el tiempo perdido y usarlo para el futuro! Sin el Gremio y sin los cronógrafos, ¿quién sabe cuánto tiempo nos quedaría?

Vincent rió. —¿Todavía tanto idealismo? Siempre me encantó eso de ti. Pero también me volvió loco.

—Soy idealista —dijo Kayla—. Y no me avergüenza. El trabajo que hacemos... —Se corrigió—: El trabajo que hago es importante y noble.

—¿Noble? Tú eres la que roba tiempo, no yo... tú y los demás cronógrafos.

—Qué ridículo. Lo que hacemos, lo hacemos por el bien de todos, de toda la raza humana. Sabes que si no hacemos nada nuestros días están contados.

—¿Cuántos mañanas tenemos, eh? —Vincent cruzó el apartamento—. ¿Alguna vez hemos podido determinar cuánto tiempo nos queda sin usar, en reserva? Al Gremio le gusta hacerte creer que lo único que nos queda es lo que los cronógrafos han salvado y vuelto a poner en uso. ¿Cuánto tiempo futuro tenemos, entonces? ¿Un año? ¿Un poco más? ¿Estamos tan cerca de desaparecer? —Vincent abrió un poco una de las cortinas, dejando entrar una astilla del día, y miró la silueta de los rascacielos de afuera—. Todas esas personas de afuera consumen tiempo, rebotan sobre la línea base como guijarros en una laguna, sin ser conscientes de los momentos que tienen. La humanidad entró al siglo veinte con mil millones de personas y salió de él con más de seis mil millones. Y ese número seguirá subiendo. No somos suficientes —movió la mano para señalarse a sí mismo y a Kayla— para mantener estable la cantidad de tiempo que usa la gente. Nunca podríamos serlo. Siempre está disminuyendo. Estamos librando una guerra de desgaste donde la única destinada a ganar es la entropía.

—Retardamos el fin del tiempo tanto como podemos. Es lo que el Gremio siempre hizo —dijo Kayla.

Él caminó a su alrededor.

—¿Y si el Gremio está equivocado? Nos podrían quedar cien años más, o mil, o quizás eones. ¿En qué convierte eso a los cronógrafos, sino en ladrones? —Volvió a la puerta y espió nuevamente por la mirilla—. Una cosa es perder el tiempo y otra es que te lo arrebaten. ¿Cuántas horas has robado, Kay? ¿Cuántos días o años de la vida de otro te has llevado?

Kayla movió la boca, pero no emitió palabra. Nunca había escuchado a nadie hablar así del Gremio ni de los cronógrafos. ¡Ella no era como Vincent! Recogía tiempo como lo hacían todos los buenos cronógrafos: cuando sabía que no lo echarían de menos. Y se lo devolvía al Gremio para que todos se beneficiaran con su uso, no solamente ella.

Se llevaba momentos de los que dormían, de los que estaban excitados, de los distraídos. Entonces, alguien despertaba sintiéndose como si acabara de cerrar los ojos, o alguien se daba cuenta de cómo volaba el tiempo cuando te estabas divirtiendo. Su sacrificio significaba que esos momentos serían reciclados, estarían disponibles para que otro los usara, demorando la victoria de la entropía unos segundos más. Vincent lo hacía sonar como si estuvieran matando gente.

—Todos robamos tiempo —dijo Vincent—. Sólo que yo lo uso de manera diferente de la tuya.

Sacó una chaqueta y un pequeño bolso cilíndrico del armario del pasillo. Se había preparado para la fuga. Cerró el armario de un portazo.

—¿A dónde vas? —preguntó Kayla. Giró, como si quisiera impedirle el paso, cuando él se encaminó hacia la ventana. Vincent la apartó, empujándola con el hombro—. ¿Vincent, a dónde vas?

Él abrió las cortinas violentamente, arrancando una del barral. Cayó como si fuera una piel y la tenue luz del día entró a borbotones. Vincent abrió la ventana de un empujón y puso un pie sobre la escalera de emergencia.

Lo detuvo el sonido de una bala que entraba en la cámara una pistola. Se quedó paralizado por un momento, a caballo del marco de la ventana, antes de que Kayla hablara por fin.

—No puedes irte, Vincent. A menos que sea conmigo y para volver al Concejo.

Vincent la miró, estudió la automática con que ella le apuntaba y volvió a girar hacia la ventana.

—Si quieres detenerme tendrás que hacer fuego... y dispararme por la espalda.

—¡Están esperándote en el callejón!

Vincent vaciló.

—Buen intento. Pero siempre supe cuando estás mintiendo. El Gremio sabe tanto de capturar a un fugitivo como un grupo de bibliotecarios. No me interpretes mal, querida, pero si es a ti a la que mandaron a perseguirme, creo que no se molestaron en poner a nadie en el callejón.

Esperó un momento antes de pasar la otra pierna por la ventana. Se oyó el ruido de sus pies al aterrizar en la escalera de emergencia y luego desapareció.

Kayla se precipitó hacia la ventana y se asomó. Lo oía alejarse, corriendo por la escalera hacia el suelo, pero no lograba verlo.

¡Maldición!

Strangway, el agente del Gremio que le había asignado esta tarea, le había entregado el arma, pero ella nunca había tenido intenciones de usarla. Las amenazas serían suficientes. Pero no, para Vincent no. Idiota.

Golpearon la puerta. Kayla controló el reloj. Veinte minutos o la seguirían, le habían dicho. Justo a tiempo.

Unas voces ahogadas detrás de la puerta, y después la llave que ella les había entregado girando en la cerradura. La puerta se abrió tanto como lo permitía la cadena de seguridad. Un cuerpo se arrojó contra la puerta. La cadena resistió, pero Kayla sabía que no sería por mucho.

¿Qué harían ellos, se preguntó, cuando descubrieran que Vincent se había escapado? Sería el final de su carrera, como mínimo. Quizás la dejarían quedarse como empleada rasa, patrullando todos los días, juntando fragmentos de tiempo olvidados, día tras día, durante años, hasta que la jubilaran. No le agradaba la idea de tanta mediocridad.

—¡Alto! ¡Detente! —gritó. Sonó como tenía que sonar. Los golpes contra la puerta se interrumpieron momentáneamente. Kayla se encaramó torpemente a la escalera de emergencia y levantó el arma por encima de su cabeza, tapándose un oído con el dedo y apretando el otro contra el brazo—. ¡Detente! —volvió a exclamar por si acaso, y apretó el gatillo.

Pegó un salto por el ruido, pero lo que verdaderamente la sorprendió fue el sacudón que le dio la pistola. Normalmente no había ningún motivo para que un cronógrafo utilizara un arma de fuego.

Se oyeron gritos en el vestíbulo y mientras Kayla bajaba rápidamente el primer tramo de escalones metálicos oyó que la madera astillada de la puerta cedía del todo.

Cuando sus pies por fin tocaron el suelo, corrió a toda velocidad por el callejón. ¿Sabrían ellos que había dudado, o que Vincent le llevaba tres o cuatro minutos de ventaja?

Al salir del callejón, que desembocaba en una atestada calle de la ciudad, Kayla miró el cielo cada vez más oscuro. No podía arriesgarse a que él tuviera razón sobre cuánto tiempo quedaba. Tenía que encontrarlo. De lo contrario, su simulación no marcaría ninguna diferencia: para el Gremio estaría acabada, y el tiempo mismo estaría en peligro.


Aunque había sacado el cronógrafo, Kayla confiaba más en su instinto para guiarse por las calles de la ciudad, en la dirección que esperaba fuera la que había tomado Vincent. Descubrió las fluctuaciones habituales de la línea base, pero nada fuera de lo común.

Se sentó en el banco de un parque y cerró el cronógrafo. Necesitaba organizar sus pensamientos, centrar su atención. Exhaló lenta y profundamente, vaciándose de consciencia, concentrándose en volverse una vasija donde el tiempo pudiera entrar. Kayla esperó... algo, alguna pista del sitio al que Vincent pudiera haber huido.

El fulgor de cien torres de oficinas, dedos centelleantes de vidrio, acero y luz, iluminaba el centro de la ciudad. De ellos salía gente de traje, que llenaba las calles hasta atiborrarlas. Todos y cada uno se precipitaban hacia alguna parte, distraídos, con la mente corriendo más adelante que ellos. La ciudad invadía la conciencia de Kayla.

Nunca había considerado cuántos momentos podía sacarles a esos sujetos competitivos. No había necesidad de verificar el cronógrafo para obtener una confirmación. Se daba cuenta de que aquí había tiempo maduro para la cosecha: lo veía en los ojos de los otros, lo sentía en sus propios huesos. Sería difícil encontrar a Vincent en este revoltijo.

Aprender cuál era la verdadera naturaleza del tiempo —que se trataba de algo real y tangible, elemental como el fuego, invisible como el viento— era una cosa. Si uno observaba cómo el tiempo devastaba y arrugaba los rostros de los ancianos, o cómo se gastaban y deterioraban los monumentos construidos por el hombre a medida que transcurrían los siglos, todo cobraba sentido. Aprender cómo subía y bajaba la marea de momentos que la gente usa pero no observa, cómo llevarse esos segundos o minutos sin que a uno lo descubran, era otra cosa enteramente distinta.

Tenía habilidad para eso, más que algunos de los reclutas del Gremio, y a menudo descubría que su instinto era tan bueno como los datos recolectados por el cronógrafo. Así que cerró los ojos y se imaginó estirando las manos hacia ellos, recogiendo su tiempo no deseado como se recoge la arena en la playa. Instantes, segundos, momentos salteados, todos distinguibles para ella, como la arena se distinguía contra su piel. No podía salvarlos a todos. La entropía se llevaría su porción. Pero salvaría algunos.

Algo impreciso tironeó de ella, allí, sobre su hombro derecho. Su atención cambió de objetivo. Había una presión definida, familiar...

¡Vincent!

Se metió en el parque a toda carrera, hundiéndose en su oscuridad, sin pensar en lo que podía acechar allí. Él andaba cerca, estaba segura, y eso era lo que importaba.

Aminoró el paso mientras la presión crecía, como si la pincharan con alfileres en toda la piel, como el hormigueo de un miembro entumecido. Estaba directamente enfrente de ella y no era... nada. Kayla paso cerca de un grupo de árboles, sintiendo que la presión aquí era más fuerte, allá más débil... las paredes de una burbuja.

Kayla sabía algo de estos espacios desde la época en que estaba con Vincent. Cerró los ojos, preparándose. Atravesó la barrera. ¡Qué seductor era todo! ¡Qué fácil sería darse por vencida, como lo había hecho tantas veces, sin darse cuenta, con Vincent.

Abrió los ojos y vio que el mundo se superponía consigo mismo. La noche y el día se flexionaban y se empujaban, cada uno tratando de imponerse sobre el otro.

Kayla todavía estaba dentro del mismo bosquecillo, pero de pronto eran niños, media docena, todos de nueve o diez años, jugando bajo la luz mortecina del sol, un día de finales de agosto.

Cada parte de la consciencia de Kayla luchaba por tomar el control, igual que lo hacían el día y la noche con su parpadeo. Dos momentos: uno de ellos, otro suyo. Para ella, advirtió, el de ellos era un eco, un pantallazo de cómo estaban experimentando el tiempo. Los chicos corrieron a su alrededor, persiguiéndose mutuamente. ¿La veían? ¿Ella estaba realmente ahí?

Kayla arrugó el entrecejo. Los agentes del Gremio usaban el tiempo de manera diferente que los demás, vivían más "en el momento", según la jerga del Gremio. Observaban la línea base más detenidamente, usaban el tiempo a un ritmo bastante constante, sin importar las circunstancias. Pero hasta ellos, a veces, atravesaban los momentos con rapidez. Todos, incluso los cronógrafos, perdían segundos sin reparar en ello, como si perdieran una pestaña o células muertas de la piel.

Esos niños, sin embargo, no lo hacían. Tenían a su disposición todos los segundos. No había espacio para que Kayla estirara la mano y les quitara esos momentos. Sentía que ellos usaban y prestaban atención perfectamente a cada momento individual, como nadie que ella hubiera conocido jamás... ¿Pero cómo? No podían vivir todos "en el momento" con tanta naturalidad.

Hasta aparecer en su puerta aquella tarde, Kayla no había visto a Vincent en casi un año; él no había hecho ningún esfuerzo por contactarla. Pero ahora él quería que lo encontrara. Era lo único que tenía sentido.

De algún modo, Vincent les había dado tiempo a esos chicos. Sabía que ella reconocería la extraña sensación y que seguiría la pista. Los chicos eran un indicador, formaban parte del rastro. Vincent la había conducido hasta ellos y ahora la estaba llevando hacia él. ¿Pero por qué?

El tiempo que la rodeaba comenzó a moverse más rápido. Kayla se volvió para ver caer el sol detrás del horizonte, sintió el fresco contra su piel a medida que las largas sombras de los edificios la cubrían velozmente, llenando todo el parque. En un mismo instante, vio la luna, el cielo urbano sin estrellas, las relucientes torres de oficinas.

La alternancia entre un momento y otro se intensificó a medida que éstos se desplazaban para fundirse con la línea base. Era su presencia, advirtió Kayla, su observación de este extraño desliz temporal, lo que estaba volviendo a poner las cosas en sincronía tan rápidamente.

Y de pronto era de noche otra vez, el momento de Kayla. Los chicos se dijeron adiós, se prometieron volver a jugar al día siguiente y se desparramaron a los cuatro vientos.

Un pequeño se chocó con Kayla. Quizás no la había visto, pensó ella, porque vio sorpresa en su rostro al toparse con una mujer extraña que, para él, no había estado en ese sitio un momento antes. Salió corriendo sin disculparse.

Kayla también comenzó a correr, en dirección opuesta. Ahora Vincent se encontraba cerca, estaba segura. Y quería que lo encontraran.


Dobló una esquina. Otro "algo" estaba cerca. El tiempo se le escapaba aceleradamente como el agua se escurre de una represa fracturada, arrastrándola con la corriente. Él estaba aquí, en alguno de los patios de los restaurantes que bordeaban la acera.

Kayla sintió un hormigueo inconfundible y se dio vuelta. En vez de a Vincent, tenía enfrente otro indicador del rastro: una deliciosa pareja joven. Estaban bebiendo café y comiendo un postre, tomados de la mano, perdidos en la mirada del otro.

—Pasé toda la vida en esta ciudad —dijo Vincent, que de repente se encontraba junto a Kayla—. Quizás la gente de otro lado es distinta, no lo sé. Pero aquí, observando a las personas siempre apuradas, siempre pensando en lo que viene después, me di cuenta de que debíamos hacer más que simplemente asegurarnos de que haya un mañana. Debemos asegurarnos de que la gente use sus hoy, ya que los tiene. ¿Sino, cuál es el sentido de seguir manteniendo la rueda en marcha?

—¿Cómo estás haciendo esto? —preguntó Kayla, atónita—. ¿Qué estás haciendo?

—Estás viendo lo que hago con el tiempo que me llevo. He aplicado los mismos principios que usaba cuando nosotros... cuando yo recogía tiempo para nosotros dos.

—¿Robas tiempo para ellos? —preguntó ella, confundida—. ¿Te pagan por eso?

—No me pagan. —Su voz tenía un tono de acusación—. Ni siquiera se dan cuenta de lo que les doy. Sabes que es muy raro que nos vean.

Se movían en momentos en los que la gente como los chicos del parque o la pareja del restaurante los veía muy rara vez. Incluso aunque se pararan tan cerca de ellos que uno podía estirar la mano y tocarlos... Era un aspecto del trabajo al que Kayla sabía que nunca podría acostumbrarse.

—Les pido tiempo prestado, Kay. El Gremio les sacará otros momentos; yo los tomo prestados para contrarrestar eso. Me diste la idea con algo que dijiste cuando nosotros... en fin...

Habían dicho muchas cosas la noche en que ella lo había dejado, casi todas hirientes y pensadas para serlo. Kayla no lo miró.

—Dijiste que yo era un egoísta —continuó Vincent—. De hecho, dijiste que robar tiempo, incluso aunque fuera para pasar días enteros y perfectos contigo, era lo más egoísta que habías visto en tu vida, si recuerdo bien tus palabras exactas. ¿Sabes? —dijo en tono más bajo—. Algunas mujeres lo considerarían algo tremendamente romántico.

Sin mirarlo, ella podía asegurar que Vincent estaba sonriendo. Ella también sonrió.

—Realmente me dejaste obsesionado —dijo él—. Me dolió. Principalmente, supongo, porque era cierto. Yo era un egoísta. Y un día se me ocurrió: ¿y si devuelvo ese tiempo? Ya sabemos lo que pasa cuando nos llevamos tiempo, pero ¿qué pasará si se lo devolvemos a la gente? ¿Qué pasará si los dejamos usar los segundos o minutos que de lo contrario les quitaríamos para almacenarlos?

—¿Puedes hacerlo? —preguntó Kayla.

—Lo estoy haciendo desde hace meses. ¡Y qué resultados, Kay! ¡Así es como tiene que ser la vida! Así era al principio, así era como nuestros antepasados homínidos experimentaban la existencia, antes de adquirir consciencia de sí mismos. Un "ahora" perfecto. Nuestras vidas son tan cortas, tan frágiles...

¿Era una lágrima lo que Kayla veía en uno de sus ojos?

—¿No merecemos la oportunidad de desacelerarnos, de expandir nuestras vidas finitas algunas veces? ¡Y cuando disponen de esos momentos, las personas dejan que el tiempo los arrastre... saben cómo manejarlo, igual que los recién nacidos contienen la respiración cuando están bajo el agua, instintivamente!

—Sabías que te encontraría. Dejaste un rastro. ¿Por qué?

—Porque quería que vieras esto. Eras la única que podía encontrarme. ¿No pensarás seriamente que te enviaron a perseguirme porque fuimos pareja, verdad?

La negación de este hecho murió en los labios de Kayla.

Vincent meneó la cabeza.

—Oh, Kay. Qué ingenua. Te enviaron porque estabas presente cuando empecé a robar tiempo. Porque tú sabes que es posible. Sabes lo que se siente, cómo percibirlo. El Concejo sabe que yo puedo pedir tiempo prestado, ¿pero podría cualquiera de ellos rastrearme como tú? Es un examen de fidelidad —dijo Vincent, volviéndose para encararla—. El Concejo quiere saber de qué lado estás. Se preguntan si me vas a entregar o si los dos estamos confabulados.

Kayla reflexionó en la idea. ¿El Concejo cuestionaba su lealtad? Tal vez hacían bien. Cuando ella pensó que Vincent estaba robando tiempo para su uso personal había hecho bien en rechazarlo, pero ahora ya no estaba tan segura. ¿Qué le harían a Vincent si ella lo entregaba? ¿Qué le harían a ella si no lo hacía?

—¿Cómo lo estás haciendo, Vincent?

—Te lo contaré, pero primero hay algo que necesito mostrarte. Después verás si todavía quieres arrestarme.

La tomó de la mano y corrieron hacia la noche. Mientras corrían, él le explicaba.

La última vez que Kayla había estado en un hospital también había sido al lado de Vincent, durante su entrenamiento.

La recorrida entre los pacientes en coma era una parte obligatoria del entrenamiento. De ellos se podían recoger días, meses, incluso años enteros. Había cronógrafos que se especializaban en los pacientes comatosos, escabulléndose sin ser vistos en las habitaciones de esos pacientes una y otra vez... Era una manera fácil de cumplir con la cuota, pero a Kayla eso de despojar a los indefensos le parecía propio de los ladrones de tumbas.

El frío y el olor a antiséptico le devolvieron esa sensación a medida que ella y Vincent caminaban por los pasillos del hospital.

Vincent encontró la habitación que quería y se detuvieron en el umbral para observar. Un anciano acostado en la cama, conectado a una red de cables, tubos, monitores y máquinas. Su cuerpo marchito se sacudía con una tos atroz; su voz era débil y áspera. Junto a él estaba sentado un hombre de mediana edad que lo tomaba de la mano. Hablaban en susurros, y a veces el anciano sonreía mansamente o lagrimeaba en silencio.

—James se está muriendo —dijo Vincent con suavidad—. No pasará esta noche, dice el médico. Ése es su hijo, Derrick. Vino a despedirse.

Kayla no dijo nada. Sentía el hormigueo de los momentos a su alrededor, como una picazón que quería rascarse. No quería darse el permiso de hacerlo.

—En estos días, el mundo no deja que los chicos sean chicos mucho tiempo —dijo Vincent—. Los chicos del parque se merecen un verano dorado que recuerden para siempre, así que les estoy dando tiempo desde hace semanas. Y esa pareja del patio... hoy fue el día en que se enamoraron. Y, bueno, ya sabes cómo son las relaciones.

Kayla notó que, apenas unas horas antes, habría interpretado esa frase como una acusación velada. Ahora asintió con la cabeza y comprendió.

Sin importar lo que ocurriera más adelante en la relación, esa pareja siempre recordaría el día mágico, vivido intensamente, en que se habían enamorado. Eso era lo que les había dado Vincent. Igual que, ahora lo sabía, había tratado de dárselo a ella.

No quería que él robara tiempo para ella, pero ¿lo había juzgado mal? Lo evaluó por un largo momento, viendo, quizás por primera vez, qué era lo que amaba de él.

—¿Y ellos? —preguntó Kayla, fijando de nuevo la atención en el anciano y su hijo—. Es una ocasión espantosa para vivir "en el momento".

—¡Pero no es así, Kay! Eso es lo que me hiciste descubrir. Con nosotros, traté de prolongar toda la felicidad, todos los momentos no problemáticos. No quería los que eran difíciles. Nadie los quiere.

Se quedó muy quieto.

—El año pasado murió mi padre.

—Vincent... —Kayla lo tomó de la mano. El padre de Vincent había estado enfermo varios años, todo el tiempo en que ella y Vincent habían sido pareja. Vincent no quería que se conocieran hasta que su padre se recuperara, alegando que el anciano no quería que la gente lo viera como un inválido. Ahora era demasiado tarde.

—Fue muy parecido a esto —dijo él, mirando a la habitación de hospital—. Me senté junto a él, lo tomé de la mano. Éramos íntimos, pensaba yo. Hablábamos unas cuantas veces por semana; yo iba a visitarlo. Pero entonces falleció y me di cuenta de que habían quedado tantas cosas sin decir... Podría haber robado tiempo, pasado semanas y más semanas con él, "en el momento", pero no lo hice. Era demasiado difícil, demasiado aterrador. Y ahora... ahora ya es tarde. —Se secó las lágrimas.

A Kayla le quemaba la garganta. Le apretó la mano y sintió que él le devolvía el gesto.

—Ahí fue cuando todo lo que habías dicho de mi egoísmo cobró sentido. Aunque no queramos estos momentos, aunque nos asusten, los necesitamos. Nos hacen ver lo que no nos gusta de nosotros; nos sacuden y nos cambian.

»Mira a este hombre, muriendo en esa cama, y dime si no le han robado su posesión más preciada: el tiempo. Para él es el cáncer de pulmón, pero bien podría haber sido algún agente del Gremio llevándose los momentos suficientes... No puedo obligarlo a pronunciar las palabras que corresponden, pero puedo darle el tiempo y la oportunidad. El tiempo para que diga todo lo que nunca dijo. El tiempo para incorporar algo de paz en su vida y en la de su hijo antes del final. —Se dio vuelta y la miró—. Si quieres encerrarme por eso, bueno, bienvenida seas.

Kayla se estiró y lo besó, parada en puntas de pie como siempre había tenido que hacerlo. Cuando sus labios se encontraron, sintió que su resistencia se derretía y cedió. Todos los segundos —¡todos!— cayeron sobre ella como una lluvia cálida. Estaba allí con Vincent, y con el anciano y su hijo, en el momento, experimentando plenamente cada instante. Era tal cual lo recordaba, y más aún. ¡Era así como la vida debía vivirse!

Interrumpió el beso cuando advirtió que la conversación susurrada junto a la cama se había detenido. Kayla sentía ojos que la miraban. El anciano podía verla, ¡la estaba mirando! Estaba tan habituada a que no la vieran que no encontró palabras para responder a la expresión inquisitiva del anciano.

—Disculpa —dijo Vincent—. Debe ser la habitación equivocada. —Tomó a Kayla del codo. Volvieron al pasillo y a la línea base del tiempo.

Junto al escritorio de la enfermera, esperándolos, estaba Strangway, el agente del Gremio alto, con aspecto de abuelo, que había enviado a Kayla a perseguir a Vincent.

—No se muevan —dijo Strangway. Aparecieron unos hombres a su lado, y otros que bloqueaban las posibles vías de escape. La clase de hombres que los bibliotecarios no sabrían si contratar o no.

Un escalofrío recorrió la espalda de Kayla cuando Strangway le clavó la mirada. Él lo sabía, ¿verdad? Sabía que había dejado que Vincent se escapara del apartamento, que ahora no tenía ninguna intención de entregarlo al Gremio. Habían estado usando tiempo... ¿y Strangway había podido percibirlo? ¿Era eso lo que lo había atraído hasta aquí?

Un par de los hombres de Strangway flanquearon a Vincent, tomándolo cada uno de un brazo con brusquedad.

—¡Eh! ¡Tranquilos! —dijo Vincent.

El arma. Todavía la tenía en la bolsa, pensó Kayla. ¿Podría sacarla antes de que se lo impidieran? Movió el hombro hacia abajo, tratando de que la correa se deslizara hasta su brazo.

—Llegan un poco tarde al arresto —dijo Vincent mientras los hombres lo empujaban hacia Strangway—. Kayla estaba a punto de llevarme detenido. Me convenció de que tenía que entregarme.

Kayla quería gritar que era mentira, pero miró a Vincent a los ojos y la expresión de él la hizo contenerse. Sé lo que estoy haciendo, decían esos ojos. No me detengas.

—Bien hecho, Kayla —dijo Strangway—. Sabía que yo tenía razón con respecto a ti.

A Kayla no le gustó lo que implicaba esa frase.

—Sabes —dijo Strangway, acercándose a Vincent hasta quedar a pocos centímetros— que lo que hacemos es como construir un puente de piedra. Toda la humanidad cruza junta la infinita extensión de ese puente, salvo nosotros. Nosotros caminamos unos pasos más adelante, los lideramos, colocamos la siguiente hilera de ladrillos, la próxima fila de piedras, para que todos los demás encuentren un suelo seguro donde apoyar el próximo paso. Pero lo que tú haces es monstruoso... ¡es robarte los ladrillos de debajo de los pies de tu prójimo!

Hizo un gesto con la cabeza y los hombres escoltaron a Vincent por el pasillo, atravesaron unas puertas vaivén y desaparecieron de la vista.

Cuando Kayla hizo ademán de seguirlos, sintió que un brazo le rodeaba furtivamente el hombro. Luchó contra el impulso de sacudírselo de encima.

—Es gratificante saber que estás de nuestro lado, Kayla —dijo Strangway—. Esto no fue fácil para ti, estoy seguro. Ya te habrás dado cuenta de que esta no fue una simple misión del Gremio.

Kayla reflexionó en la ambigüedad de esa afirmación, las capas de significado que tenía: un recordatorio velado de que él conocía secretamente el crimen de ella, una especie de felicitación por haber aprobado el examen y expiado sus pecados. Así era como Vincent habría interpretado la frase, se le ocurrió. Él tenía razón... había sido una ingenua.

Pero ya no.

—Creo que todas las dudas que quedaban pendientes se dan por terminadas —dijo él, guiándola lentamente por el pasillo—. Al final tomaste la decisión correcta y eso es lo que importa. A mi modo de ver, no hay necesidad de debatir nunca más sobre tu... eh... ¿indiscreción juvenil?

Kayla masculló palabras de falso agradecimiento y se obligó a mantener la atención fija en el momento. El trauma era una oportunidad en la que era fácil arrebatar segundos, ya que cuando uno entraba en shock la consciencia se cerraba. Estaba decidida a retener cada instante de dolor, a sentirlo todo, a recordarlo. Como decía Vincent, los momentos difíciles te ayudaban a cambiar...

—Queda claro que eres una persona con talentos especiales —continuó Strangway—, que no se contenta con quedarse en las trincheras, recolectando tiempo para siempre, ¿no? Tengo ojo para detectar el talento y tú atesoras mucha grandeza, estoy seguro. No dudo que en algún momento te sentarás en el Concejo junto a mí. Te convendría mucho tener un amigo de alto rango mientras vas abriéndote camino.


Ilustración: Aradano

Kayla se permitió un momento de oscuro orgullo ante esta confirmación. Después de que Vincent le dijera que esta misión era un examen, todas las piezas habían encajado en su lugar. Por supuesto que Strangway estaba en el Concejo del Gremio. ¿A quién otro le confiarían el conocimiento de que se podía manipular el tiempo para propósitos personales?

Por la mente de Kayla cruzó la noción de que era conveniente mantenerse cerca de los enemigos, mientras se esforzaba por agradecer efusivamente el apoyo de Strangway, tal como él esperaba que lo hiciera.

Strangway sonrió levemente y desapareció por las puertas vaivén que estaban al final del pasillo.

Kayla caminó hacia el ascensor, con los ojos, por fin, llenos de lágrimas.


Strangway no era la última persona que Kayla esperaba ver cuando espió por la mirilla, pero había pensado que dejaría pasar más tiempo antes de venir a ver a su nueva protegida. Había pasado menos de una semana.

Él volvió a golpear la puerta.

Ella lo observó, extraño y distorsionado por la mirilla, mientras se impacientaba cada vez más por la espera. Strangway miró el reloj —no el cronógrafo, notó Kayla; era una buena señal—, volvió a golpear y luego se dio media vuelta y se alejó por el corredor.

Kayla esperó, con la oreja pegada a la puerta, hasta que escuchó que el ascensor se abría y volvía a cerrarse. Exhaló profunda y entrecortadamente. ¿Había estado conteniendo el aliento todo ese tiempo? Puso la cadena de seguridad y decidió hacer instalar más cerrojos; ya había visto de qué poco servían las cadenas.

Cerró las cortinas de las ventanas de la sala —las que se había hecho para ella cuando hizo las de Vincent— y reanudó su trabajo con el cronógrafo.

¿Strangway sospechaba algo? ¿Había desarmado el cronógrafo de Vincent, había visto los engranajes y contrapesos, los cristales y cables modificados?

Vincent le había explicado las nociones básicas del tiempo prestado durante el apresurado viaje al hospital. La clave era el cronógrafo. Con unas sencillas modificaciones, dejaba de ser un medidor de tiempo para convertirse en un conducto de distribución.

¿Cuántos otros, en la larga historia del Gremio, habían tropezado con este secreto? ¿Cuántos de ellos había hecho "desaparecer" el Concejo? Ella había oído los rumores, por supuesto, las leyendas urbanas que los aprendices de cronógrafos se contaban entre sí. Contradice al Gremio, decían, y acabarás en las unidades para pacientes comatosos, donde te mantienen vivo para que los agentes del Gremio te roben todos los momentos del resto de tu vida... Ella nunca había tenido motivos para creérselo, hasta ahora. ¿Era allí donde encontraría a Vincent, transformado en un Juan Pérez de alguna recóndita sala de hospital para pacientes en coma?

¿Y encontraría a otros cronógrafos que hubieran introducido las mismas modificaciones que Vincent? ¿Compartirían su punto de vista? Mientras soldaba cables y calibraba los mecanismos del cronógrafo, Kayla se juró averiguarlo.


Título original: Borrowed time
© Stephen Kotowych
Traducción: Claudia De Bella, © 2007


Stephen Kotowych nació en Toronto, Canadá. Dice el autor: Soy un escritor de ficción y editor de libros académicos. Ganador del Writers of the Future Grand Prize, tengo una cierta cantidad de créditos editoriales de ficción y no ficción. Desde 2003, soy miembro de los Fledglings, el grupo de escritores del área de Toronto reunido por Robert J Sawyer. Tengo un Master en Historia de la Ciencia y Tecnología de la University of Toronto, y durante el día soy un afable editor de adquisiciones en la University of Toronto Press.

Premio: L. Ron Hubbard Gold Award como ganador del Gran Premio de WRITERS OF THE FUTURE XXIII 2007, por su cuento Saturno en G Menor.

Publicaciones: Citius, Altius, Fortius aparece en la antología TESSERACTS 11; Saturno en G Menor aparece en la antología WRITERS OF THE FUTURE XXIII; Tiempo prestado aparece en la antología UNDER COVER OF DARKNESS.


Este cuento se vincula temáticamente con "CRONOELIPSIS", de Alejandro Alonso (158), "LA INVENCIÓN DE LA CONSERVA", de Anne Laniece (172) y "DEMASIADO TIEMPO", de Alejandro Alonso (cuento elegido)


Axxón 181 - enero de 2008
Cuento de autor americano (Ciencia Ficción : Leyes físicas : Manipulación del tiempo : Canadiense : Canadá).