HILOS DE FUEGO

Miguel Sardegna

Argentina

Lejos de hallarle belleza, sufrí incluso una impresión de discordancia y de desequilibrio.
«¿Puede la belleza ser algo tan feo?» me pregunté.

Mishima, El pabellón de oro


En medio de la multitud, Shamasoro sintió cómo recrudecía el frío. El vendaval tensaba las copas de los árboles y los relámpagos atacaban con mayor tenacidad: los hombres, las mujeres y los niños dejaban de mirar el incendio, como si buscasen un signo de la destrucción que contemplaban frente a sí.

Shamasoro se acomodó los pliegues de su yakata ritual. La imagen fulgurante del fuego le resultaba más atractiva que la lluvia. Las llamas habían luchado contra el chaparrón y lo habían vencido. No muy lejos, veía ahora crecer y crecer la roja columna que se distinguía nítida entre la humareda.

La imponencia del templo, construido por el Gran Enrajuki en tiempos del emperador Go-Sanjo, se derrumbaría de un momento a otro: siglos de historia acabarían para siempre. La tragedia era contemplada desde los puntos más remotos de Kyoto. Mas su esplendor no desaparecería aún: se hablaría de sus ruinas por milenios, sus grietas esconderían magia y recuerdos.

A los empujones, Shamasoro logró abrirse paso entre aquellos impiadosos que no hacían nada para sofocar el incendio. Empuñaba el bastón vacilante, hacía pie con dificultad. El dolor de su mano era más fuerte que lo habitual. Pronto quedó ante los portales del templo, de dinteles ya carbonizados, crujientes. El calor del fuego lo detuvo.

Y Shamasoro recordó el tapiz.

Todos sabían que, atesorado en algún recóndito pabellón del templo, las llamas lo amenazaban; acaso ya lo habrían consumido.

Era —o había sido— un tapiz único, en el sentido estricto de la palabra.

Por siglos, cada dinastía había destinado al perpetuador, al Urdidor que seguiría tejiendo el tapiz, tramado sin cesar generación tras generación. Sólo tales elegidos habían podido inclinarse frente a él. Cuando el Urdidor llegaba a cierta edad debía ser relevado: se suspendía el rito, y el tapiz volvía, una vez más, a su reposo en la cámara secreta.

Para Shamasoro, el tapiz era algo vivo, algo que despreciaba a su Urdidor circunstancial —"Ya has crecido, ya no me mereces"—, tal como lo había hecho cada vez. Y entonces aguardaba, paciente, al próximo: otro niño, otra generación.

Y esa pieza incompleta que desde el día anterior le correspondía seguir urdiendo a Junichiro, sobrino de Shamasoro, de la casa imperial de Yôzei, era de una antigüedad incalculable. ¿Cuántos años? ¿Quinientos, quizá seiscientos? Ningún erudito lograba juzgar su edad.

Shamasoro vio que, no muy lejos del fuego, el pequeño Junichiro, de siete años, jugaba sentado en el barro con una madeja de hilo. No advertía aquella portentosa catástrofe sobre él. O la despreciaba.

Alarmado, distinguió el hilo púrpura que parecían esconder las manos de su sobrino.

Pensó en el Gran Tapiz. Los nudos con los que se formaba eran tan pequeños que sólo manos infantiles podían ejecutarlos. Solamente dedos diminutos, como los de Junichiro, podían mezclarse en su trama y recorrerla. Veía delante de sí al niño, y no podía sino admirarse por la habilidad con la que sus manos jugaban con el hilo púrpura.

Bien lo recordaba Shamasoro: él mismo, con apenas cinco años, había escapado de sus padres sólo para ver ese tapiz ancestral. Había corrido tras el prodigio, arrastrado por el deseo de esa Belleza que sabía con mayúscula. No por una belleza ocasional y repetida; sino por la Belleza, aquella tejida con paciencia por siglos, aquella aún tejiéndose. Aquella que, ahora oculta bajo las profundidades del fuego, sólo le había interesado cuando la supo prohibida.

Un extraño olor acre lo alejó de sus ensoñaciones. A pesar de que el incendio se intensificaba, nadie se movía. Todos sabían que la figura del tapiz estaba casi completa y le rendían el último tributo. Nadie ignoraba la leyenda. Persistía el temor de que la tarea llamada a permanecer inacabada fuese concluida. El miedo de que finalmente el último hilo se acomodase en su sitio no desaparecería con el fuego. Porque, de acuerdo con las antiguas crónicas...

Pero mejor no pensar en eso, se dijo Shamasoro.

Observó el color de las tinieblas. Reconoció esa bruma fugitiva: soñaba con ella cada noche, y cada noche soñaba con el fuego. "Las tinieblas sensibles a la vista", se dijo sin mover los labios, en perfecta armonía con el silencio.

La dificultad para respirar era más intensa. Con esfuerzo, logró reprimir la tos: no quería profanar el expectante silencio. Allí no había ni extraños e indescifrables murmullos ni temores velados. Apenas una masa de rostros que reflejaban el fuego.

De pronto se oyó un estallido. Las paredes del templo crujieron y comenzaron a ceder. El techo se desplomó y las llamas, ennegrecidas por el humo, cobraron mayor altura.

"Y pensar que aquel tapiz maravilloso está siendo devorado", se dijo Shamasoro al tiempo que luchaba con su bastón para desenterrarlo del barro. Cuidadosamente entallado en madera por un artista ciego, su bastón lo acompañaba desde hacía ya veinte años. Pretendía ser su remedio a tantas limitaciones, pero era tan ostentoso y enfático como inútil.

Logró sentarse a un lado de Junichiro, de cara al fuego. Sus manos también se enterraron al apoyarlas en el barro. Las retiró, instintivamente cerró los puños. Lo traspasó la misma punzada de dolor de siempre.

—¿Sabes, tío? —le dijo Junichiro sin levantar la vista de la madeja que se transformaba en sus manos—. Ayer papá me dejó ver por primera vez el "Gran Tapiz", como lo llama él —la tormenta no lo estorbaba: sus movimientos eran precisos y delicados—. Me prometió que podría jugar como hizo él en un tiempo... y también la hermana del abuelo. Me dijeron que puedo continuar su dibujo, que ya casi está completo. Es un tapiz muy raro, tío: parece vivo.

Shamasoro, fascinado, también olvidó aquel incendio que nunca lo había conmovido y que barría con los restos del tapiz que alguna vez supo inmortal.

Su sobrino tejía y construía con la seriedad de los niños. El hilo de seda se multiplicaba en sus manos empapadas, ganando extraños tonos, relieves imposibles y mágicos.

Una figura exquisita nacía.

La leyenda tomaba cuerpo.

Shamasoro reconoció el rigor de la tradición en un arte incomprensible aun para su propio creador inmemorial.

Y pensó una vez más en la tela, esa tela infinita que seguramente ya se habría extinguido por las llamas. Pensó que él también podría haber sido merecedor de tejerla alguna vez. Y también pensó que la antigua leyenda había sido sólo eso. Desde la noche de los tiempos, la falsa profecía anunciaba que todo se extinguiría cuando la última hebra completase el diseño.

Nunca había osado preguntar por el origen del tapiz. Mucho menos después del terrible tajo que el filoso tanto de su padre le había dejado en la palma cuando lo descubrió durmiendo a sus pies dentro del templo, en la tercera noche de su fuga. A pesar de los años, sus temores actuales se confundían con los de entonces: esas largas horas de solitaria adoración y terror, sentado como un loto, con las rodillas enrojecidas, aún pesaban sobre él.

Se pasó las manos por la cara, frotándose los ojos. El barro lo lastimó y, por unos instantes, lo cegó. Desde aquel sitio, bajo el cielo de otoño, no sólo oía la ferocidad de las llamas sino que también sentía su calor.

"Se extingue una tradición que siempre se burló de mí", pensó.

Las gotas que corrían por su cara podían ser tanto de lluvia como de sudor. Pero él sabía que las que corrían de sus ojos eran lágrimas.

—Sus dibujos son hermosos... y sus colores. ¿Puedo verlo de nuevo ahora, tío? ¿Puedo? Por favor...

Shamasoro se descubrió acariciándose los dedos de la mano y parte de la palma, irritando esa cicatriz negra que aún le ardía desde el día del cuchillo. ¿Cuánto haría de ello? Imposible saberlo. Buscó, avergonzado, la mirada de Junichiro, temeroso de saberse reconocido por primera vez en ese dolor tan profundo que siempre había ocultado. Su mano, su mano derecha... ¿Por qué los dedos palpitaban tanto? ¿Por qué? ¿Por qué temblaban de ese modo? ¿Habría advertido Junichiro el rencor que le producía saberse tan limitado, tan absurdamente prisionero de su cuerpo? No. Junichiro continuaba enredando los dedos en su hilo de seda.

"Un hilo de seda inútil", pensó Shamasoro. "Unas manos no menos inútiles que las mías. Ya no tienen nada que tejer, salvo este tapiz impostor".

Se acercó más a su sobrino, lo rodeó con su brazo.


Ilustración: Valeria Uccelli

—¿Puedo ver de nuevo esa tela? —preguntó el niño, acurrucándose en él—. Sólo un instante...

Pero vio que el tío Shamasoro ya no lo escuchaba: su mirada era prisionera de las llamas, de las imágenes que ellas, en ese momento, estaban devorando.

Un crepúsculo de prados verdes y ninfas y doncellas y la lluvia fina y regular cayendo con elegancia. Geishas que se recostaban sobre el reflejo de un estanque, contemplando inmóvil el sueño de sus propios rostros, que aparecían y desaparecían con cada nueva gota.

Conservando su esplendor de antaño, las ruinas de un templo que persistía en su culto de fantasmas y quimeras se erigían a lo largo de la costa irregular. La suave música del samisen, sutil y evanescente como el silencio, jugaba a ocultarse en sus grietas. Los bosques rebosaban de generosidad, y la brisa invitaba al otoño. Jeroglíficos absurdos y perfectos se extendían por la superficie irregular del tapiz, escapaban de la lluvia y del fuego representado por hilos de mil matices...

Hacía demasiado calor, se le partía la cabeza. Lejos de amainar, la tormenta se abalanzaba: un cambiante monstruo rojo contra la hoguera que antes había sido un templo.

Shamasoro pensaba en esa pobre repetición frente a él, ya prácticamente terminada por la habilidad de Junichiro...

...y entonces las llamas se deslizaron fuera del templo avanzando en latigazos de fuego que sacudían los árboles circundantes.

El aire ardiente lo obligó a buscar protección, como el resto de la multitud que huía ante el milagro.

Alcanzó a ver la figura que Junichiro sostenía. Se reconoció, finalmente, en una esquina de la tela: con su yakata azul que no lograba protegerlo de la lluvia y su inconfundible bastón de madera, sentado al lado de un niño, de cara a un incendio monumental. El pueblo, el mismo pueblo que no había movido un dedo siquiera para salvar el tapiz, se perdía en las últimas hebras.

De pronto Shamasoro sintió el ardor intolerable y cerró los ojos.

Las llamas se alzaron rugiendo.



Miguel Sardegna (Buenos Aires, 1978) es abogado y actualmente ejerce la profesión. Escribe y lee en todo momento. En los tiempos libres, trabaja. Los escritores que más le gustan son bien diferentes: Oscar Wilde, Jorge Luis Borges y Franz Kafka. Y enfatiza el encanto de Wilde: precisamente, encantar al lector es una característica esencial a la que debe aspirar todo artista. Es secretario de redacción de Revista Axolotl, literatura y arte en lo profundo. Integra "La Abadía de Carfax", círculo de escritores de horror y fantasía. "Hilos de fuego" fue publicado en la primera antología del círculo, preparada por Nomi Pendzik en el año 2006: Cuentos de la Abadía de Carfax. Historias contemporáneas de horror y fantasía. Quienes se animen a transitar los laberintos oscuros del terror, no tienen más que cruzar el portal de la abadía, en www.geocities.com/abadiacarfax.


Este cuento se vincula temáticamente con "LA TRIPA DE DIOS", de Eduardo J. Carletti (12), y "FLOR DE TRUENO", de Jorge Candeias (147).


Axxón 178 - octubre de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Leyendas : Oriente : Argentina : Argentino)