S. G. 7.0

Samuel Carvajal Rangel

México

—Carlos, ¿has probado el pollo alguna vez? —preguntó Beto mientras viajaban en el vagón de transporte escolar.

Trasladarse del extremo de la ciudad al Centro, casi ochenta kilómetros, no les llevaba más de diez minutos.

—No —contestó Carlos preparándose, con un casi inaudible suspiro, para sostener esa plática tan recurrente.

—¿La carne de res? —insistió.

—No —contestaba el otro sin pena y sin enojo. Sabía de los deseos de su amigo por probar esas cosas de las que tanto hablaban y presumían los más adinerados de la escuela. Y sin embargo, Beto no se daba cuenta de que Carlos era mucho menos afortunado que él, ya que jamás había probado el tocino o la nieve de fresa, y su compañero lo hacía con bastante frecuencia.

—¿El pescado?

—Sólo en nuguets. Ya sabes, lo que nos dan de la escuela.

—Pero frito, o a la parrilla, o al mojo de ajo, ¿tienes idea de a qué saben los ajos? ¿O cómo son? Dice Ana que son amarillos, no muy grandes y con un sabor delicioso. Más o menos como los mangos.

—Par de jodidos —les espetó Roberto, quien venía escuchando la conversación desde un asiento más atrás—. Ustedes nunca probarán nada de eso porque son pobres. Jodidos.

—Cállate el hocico, presumido —lo amenazó Carlos, enseñándole un puño—, si no quieres quedarte sin probar lo que comes todos los días de ahora en adelante.

—Jodidos —insistió Roberto mientras bajaba apresurado del vagón, exclusivo para estudiantes, del tren de levitación magnética.

—Un día de éstos me las va a pagar...

—Déjalo, a la mejor ni es verdad lo que dice que come —trató de calmarlo Beto a la salida de la estación "Fundadores".

—Sí, es verdad. Un día me dejó ver el menú que le esperaba la siguiente semana. Bueno, ya sabes, no sólo a mí, a la mitad de la clase.

—¿El menú de la escuela?

— Y el de su casa.

—¿Has oído hablar del sushi?

Las clases presenciales eran un alivio a la rutina de la teleescuela; les daba la oportunidad de tener contacto físico con sus fantasmales amigos y maestros, pero había que pagar el precio: soportar a los avatares no virtuales de los más molestos de las clases, como Roberto. Él era hijo de uno de los más prestigiosos desarrolladores de programas de computación del gobierno, gracias a que había laborado en el Valle Binario de los altos de Chiapas, a una muy buena casa gracias a un muy buen empleo, a los excelentes contactos, y finalmente a los mejores ingresos. La educación primaria, por inflexibles leyes socialistas del sistema, era universal, para niños de todas las clases sociales; el dinero no hacía diferencia, en teoría. Ya en las etapas subsecuentes el status volvería a regir como desde todos los tiempos. Así que para ricos y pobres aquello sería pasajero y entre más pronto pasara, mejor.

El cambio de salones entre clases era una nueva oportunidad para el choque de subculturas, decía Carlos. En los pasillos y patios se encontraba toda la fauna urbana y suburbana con sus modas, lenguajes, manías. Y aunque Carlos era más bien un solitario, se dejaba seguir ocasionalmente por su amigo Beto. La familia de Carlos provenía de un núcleo rural absorbido hacía poco por la mancha urbana, así que sus costumbres aún diferían de la gente netamente citadina, como por ejemplo Roberto, e incluso Beto. Él estaba acostumbrado a la vida tranquila y esforzada de sus padres, quienes se dedicaron al monocultivo de soya, una actividad en vías de extinción, lo mismo que los cultivos. Ahora que no había dónde ni qué cultivar, sus padres habían pasado a ser empleados del más bajo nivel con el consiguiente deterioro de su vida económica. Eso hacía de Carlos un rebelde en potencia, motivo por el cual seleccionaba cuidadosamente sus amistades y una de ellas era Ana.

—¿Listo para el plan K2, Carlitos? —preguntó Ana mientras les ofrecía una barrita de una pasta marrón salpicada de pequeños granos de sal que sacó con todo sigilo de su mochila—. Es cien por ciento natural, así que prepárense. Rápido, disimulen.

Carlos, asegurándose de que nadie los observaba, la tomó, mordió un pedazo y se la pasó a Beto. Éste buscaba en las miradas de sus compañeros alguna reacción que delatara el sabor de lo que estaba a punto de probar. Nada.

—Vamos, no seas niña —le dijo Ana.

Lentamente se lo llevó a la boca, lo pensó mejor, lo olió, lo desconoció y volvió a buscar los ojos de ambos.

—Muérdelo. Apúrate, que si nos atrapan con eso nos expulsan —ordenó Carlos.

Beto obedeció y, cerrando los ojos, hundió los dientes lentamente en la suave barra color marrón. La textura era áspera, algo terrosa podría decirse; el ácido sabor le recorrió la boca. Algo viajaba a través de su espina dorsal, era intenso, como si tocara todo el fondo de su lengua. No estaba acostumbrado para nada a ese sabor tan fuerte, tan salado, tan ácido. Instintivamente, lo sacó de su boca y lo puso en su palma. Con ojos de sufrimiento, cual si lo hubieran azotado, y con cara de mal sabor, reclamó a sus amigos.

—¿Qué mamada es esto?

Las carcajadas de ambos estallaron al unísono. Después de un rato, pudieron contestarle.

—Se llama tamarindo. Y es algo que la compañía del papá de Roberto aún no ha podido emular. —le explicó Ana.

—¿De dónde lo sacaron?

—No seas preguntón. Si no te lo vas a comer, dámelo. Vamos, tenemos que ejecutar el plan K2 —lo apuró Carlos, levantándose de la banqueta, tomando el dulce de la palma de Beto y dirigiéndose a la parte trasera del edificio de la cocina.

—¡Qué asquerosidad! Con razón no lo han incluido en los menús —se defendió Beto, pasando la lengua por el dorso de su mano para quitarse el fuerte sabor del tamarindo.

—¿Trajiste las mini cámaras robots? —preguntó Ana.

—Sí, sí. Y no me vuelvan a ofrecer esas mamadas.

—Bueno, ya sabes, las tienes que colocar justo en la mesa de los maestros. Necesitamos grabar las caras de sorpresa que van a poner. Corre, gordito.


Era la clase de evaluación de acondicionamiento físico. La escuela tenía el deber institucional y socializante de velar por la salud de todos los educandos. Una vez a la semana, los alumnos pasaban por pruebas rutinarias de ejercicios en diferentes deportes, supervisados por maestros venidos de Cuba, China y Venezuela a invitación expresa del actual presidente vitalicio. Natación, escalada, ciclismo, carreras. Cualquier tipo de disciplina que ayudara a agrandar la gloria nacional en los próximos juegos olímpicos organizados por la hermana república de El Salvador era practicada con esmero por todos los alumnos. O casi.

—¿Estás segura que no me van a buscar en la clase de escalada? —sonó la voz insegura de Beto en los auriculares de sus compañeros.

—Betito, eso ya lo arreglamos desde la semana pasada: pasaste la prueba (que no deberás hacer) con ochenta y cinco. Es probable que le ganes a Roberto. Te daríamos una calificación más alta pero corres el riesgo de ser seleccionado para los estatales —le contestó Ana entre risas.

—Gracias, Anita. Seguimos con el plan K2. Cambio y fuera.

—Cómo le encanta el olor a caca a tu amiguito Beto, Carlos.

—Ya sé, es algo payaso pero lo necesitamos, Ana. No podríamos hacer esa parte del plan sin él.

—Bueno, es sólo la cereza del pastel. Por cierto, ¿las has probado?

—No. Y antes de que me preguntes: ni las cerezas ni los pasteles.

—Ya te dejaré probar un pay de queso. No es la gran cosa pero tú sabrás. Casi estoy adentro, ¿estás listo para interferir a los cocineros?

Ana y Carlos se encontraban en el cárcamo de cables subterráneos justo debajo de la cocina de la escuela. Ella había puenteado el sistema de seguridad y estaba a punto de permitir que Carlos introdujera un nuevo menú a los cocineros. Respetaría los sabores, porque era sumamente difícil hackear los códigos aleatorios de Sabores Generales. Sin embargo, manipular los robots cocineros era de lo más sencillo. Nadie había intentado una travesura de estas características, así que nunca se les había ocurrido una protección para ello.

—¿Vas a querer lo mismo que todos o prefieres tu menú especial? —preguntó Ana a Carlos.

—¿Y cuál sería la jodida diferencia? Si todo me sabe a... —respondió malhumorado.

—Perdón, perdón, Carlitos, estoy tan emocionada con lo que estamos haciendo que me olvide de...

—No hay problema. Déjalo así. Va siendo hora de que todos probemos lo mismo, ¿no crees? Ya pude acceder a los cocineros. ¿Quieres término medio, bien durito o muy aguado?

Ana soltó una carcajada, e inmediatamente intentó guardar silencio cubriéndose la boca con las manos. Podían escucharlos.

—Hazlo al azar pero, por favor, para mí crudo y doble ración —dijo Ana—. Y apúrate, que no podré distraer al Proxy por mucho tiempo más y nos pueden detectar.

—Voy lo más rápido que puedo; no va a ser tan difícil reprogramar todos los láser para esculpir "esos" suculentos platillos, pero necesito tiempo.

—¿Todo bien? —sonó nerviosa una voz por la radio.

—Sí, Beto, ¿ya montaste las mini cámaras?

—Estoy acabando, están justo en la mesa de prefectos y maestros, y conectadas a la terminal de Ana. Nos vemos en el patio, ya casi se termina la clase de deportes.


Tras casi dos horas de extenuantes ejercicios, y después de ducharse y vestirse, la totalidad de los alumnos terminaban hambrientos. Se preparaban para acceder por tandas a los comedores.

Era el turno de la clase de Carlos y compañía.

—¡Eh!, maldito tripón. Tú, no te hagas, te estoy hablando a ti Alberto Vargas.

—Te habla tu amiguito Roberto —advirtió divertida Ana.

—¿Cómo es posible que me hayas derrotado en el muro de escalada si ni siquiera te vi competir?

—Pregúntale a los maestros, yo ya hice lo mío —dijo casi ignorándolo.

—Ya les pregunté, estúpido, y dicen que los resultados publicados son los correctos, que no hay nada que discutir. No es posible que alguien tan bofo como tú me haya ganado.

—Bofa tienes la cola, Robertito. Y deja de estar molestando a mi amigo —intervino Carlos, tocándole con el dedo índice el hombro derecho.

Las risas de los que alcanzaron a escuchar la broma encolerizaron más a Roberto.

—Mira, hijo de terrosos, deja de molestarme si no...

Los colores se encendieron en el rostro de Carlos, estuvo a punto de asestarle un puñetazo en la cara si no hubiese sido por las manos oportunas de Ana y Beto.

—Vas a ver a la salida, hijo de puta.

—Jodido, me pelas los dientes. Púdrete.

—Adiós, cola bofa —se burló Beto meneando el trasero, mientras Roberto se alejaba—. Pedos aguados. Come caca. Lero lero.

—Ya cállate, Beto. Si te quedó una cámara, colócala justo frente a ese engreído —sugirió Ana.

Los comedores ocupaban un ala entera del viejo edificio recuperado. Largas mesas de acero inoxidable se alineaban en todo el recinto. A cada lado de ellas se colocaban los estudiantes, quienes se identificaban con su huella dactilar tocando la superficie de la mesa. No tomaban asiento hasta haber recitado los himnos del Partido y del Estado, lo que daba tiempo a los cocineros para preparar los alimentos. El proceso consistía en tomar un peso determinado de una pasta proteínica color verde que contenía el balance adecuado de carbohidratos, proteínas y grasas según los requerimientos específicos de cada alumno.

Durante los himnos, los tres anarquistas apenas contenían la risa imaginando el proceso dentro de la cocina, que nadie descubriría hasta el final. Cada plato contenía un cubo de la pasta verde. Éste pasaba por los "cocineros", que no eran otra cosa que unas máquinas de esterolitografía que, por medio de un rayo láser, "esculpían" los alimentos. Ahí donde se enfocaba el rayo la pasta se cocía, al mismo tiempo que tomaba el color, la consistencia, la temperatura y el grado de cocción que cada alumno podía darse el lujo de pagar.

El alimento lo aportaba gratuitamente el gobierno, pero el sabor lo vendía la transnacional Sabores Generales. Con ese método se le podía dar a la pasta toda la apariencia de una pierna de pollo, o un pescado frito, o un espagueti, o bien, para los más pobres, frijoles y arroz. Por medio de un programa de cómputo el sabor y olor asignado a cada alimento se hacía concordar con su apariencia.

Una vez terminada la "escultura", la pasta no cocida por el rayo láser se derretía para recuperarla y reciclarla.

El nuevo gobierno había coaccionado a Sabores Generales para que permitiera a las escuelas la distribución de algunos condimentos no desarrollados por S. G.: las diferentes variedades de chiles, el chipotle, el mole y algunos más. Estos gustos no eran, aún, propiedad intelectual de la multinacional, pero ya estaban trabajando en ello, con el padre de Roberto a la cabeza de la investigación.

El Canto Patrio había concluido, los alumnos se aprestaban a tomar asiento. Los esterolitógrafos, según su costumbre, habían cumplido fielmente el programa asignado que, en esta ocasión, había sido desarrollado por Ana e introducido por Carlos. Las mesas contaban en su parte media con una especie de cubierta bajo la que corrían los platillos ya preparados. Por medio de bandas transportadoras se hacían llegar a cada alumno, tal como habían sido programados.

Todas las cubiertas se abrieron al mismo tiempo. Las exclamaciones de asco no se hicieron esperar. Algunas arcadas, muchos gritos, alumnos huyendo de los comedores.


Ilustración: Pedro Belushi

Ana, fingiendo un ataque de asco, escondió la cabeza bajo su mesa para poder reírse a gusto, acompañada por Carlos. Beto aprovechaba para grabar la cara casi verde de Roberto. Los maestros habían reaccionado de la misma manera antes de darse cuenta del problema en que se habían metido. Los alimentos estaban racionados de manera estricta y no se podía desperdiciar comida sin riesgo de ser enjuiciado por malversación de recursos nacionales. Los intentos por calmar a los alumnos y tratar de convencerlos de que se comieran la... comida fueron infructuosos. Nadie, a pesar de estar hambriento, se atrevería a comer aquello tan desagradable a la vista. Los argumentos de que seguía teniendo el sabor de su menú original no los convencieron. La gente sigue con la arraigada costumbre de comer por los ojos, por eso la indispensable tarea de los cocineros robots: darle una apariencia presentable a la desabrida pasta verde.

Algunos alumnos empezaron a arrojarse la comida y el caos se desató por completo.

Carlos fue llamado a la dirección de la escuela. Era sólo un interrogatorio de rutina, y aunque pudo demostrar que él "había estado" en la práctica de natación, con la cámara de vigilancia convenientemente deshabilitada, le molestaba que lo hubieran señalado sospechoso. Y como en este mundo todo se sabe, gracias a Ana se enteró de que quien lo había señalado como sospechoso había sido...

—Roberto.

Una buena estrategia de las amigas de Ana permitió que, uno a uno, los compañeros de Roberto se fueran retrasando, hasta que éste quedó solo en camino a tomar el tren a casa. Tras escuchar la voz de Carlos, quiso ganarle la carrera, pero alguien se le atravesó en el camino.

—Hola, Robertito, ¿llevas mucha prisa? —Ana.

—¿Qué quieren? Déjenme en paz.

—¿A quién le llamaste tripón?, mariconcito —Beto.

—Déjenme ¿qué me van a hacer?

Entre los tres lo jalaron al interior de un callejón. El miedo de Roberto les facilitó las cosas. Carlos tomó la iniciativa.

—Supimos que tú fuiste quien nos quiso involucrar en el asunto del comedor, pero ya viste, nadie lo pudo probar.

—Suéltenme —Roberto trataba de defenderse pero no podía hacer mucho ante la estatura un poco mayor de Carlos, quien lo tenía ya contra la pared, presionándolo hasta inmovilizarlo.

—Cállate, no seas niña —Ana.

—No te muevas, cabrón. —El antebrazo de Carlos en su nuca, la mejilla presionando el muro. Le susurró en la oreja—: No te va a doler, te lo aseguro. Pero si nos delatas te prometo que sí te va a doler. Y mucho. —Le mostró una especie de navaja; las pupilas de Roberto reflejaron con claridad el brillo metálico del instrumento—. No te muevas.

Se la acercó detrás de la oreja, Roberto lloraba con los ojos cerrados. Los otros veían sujetándole cabeza y brazos.

—Ten cuidado, no lo vayas a dañar. Sino de nada nos va a servir.

—Déjenme —suplicaba.

—No comas tanto sushi, por eso te dijeron triponcito, ¿eh? —se burló Ana.

—No te creas, mira que yo me traje una ración doble del comedor de la escuela.

—Qué bueno que pediste la pasta cruda —decía Carlos, dando otra cucharada a la pasta verde—, así solamente cierras los ojos y saboreas. Mmmmh.

—Deberíamos invitar a tu papá por haber encontrado la manera de clonar la señal a nuestros transponders de S. G. y usarlos los tres al mismo tiempo —dijo Beto, que acariciaba extasiado el cable que iba de su chip, implantado justo detrás de su oreja derecha, a una terminal de computadora donde, también, se veían las grabaciones de las caras de asco en la mayoría de los maestros, pero en especial la de Roberto, que ya circulaba en el arcaico y confiable You Tube.

—Quiero probar la nieve de kiwi, ¿gustan? Este cabroncito tenía el S.G. 7.0, así que hasta las guayabas podremos probar —dijo Ana mientras preparaba el software.

—Yo quiero pay de queso —dijo Carlos.

—¿Tiene ajos? Yo quiero probar los ajos, porfis, ¿sí?, porfis —suplicaba Beto.

—¡Ya!, no seas niña. Aquí lo tienes, todo tuyo; y crudo para que lo aprecies mejor. Cierra los ojitos, ¿Listo? —le concedió Ana, manipulando su computadora.

Un guiño a Carlos. Ambos trataron de ocultar una sonrisa de complicidad.



Samuel Carvajal Rangel nació en Monterrey, Nuevo León, México. Estudió Diseño Industrial, en la UANL. Actualmente desarrolla proyectos de diseño de máquinas; tiene un ciber café llamado la Oveja Eléctrica; escribe esporádicamente cuentos cortos con un gusto especial por la ciencia ficción. Esta es su primera colaboración en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con "MUCHACHA EN PABELLÓN CON FONDO DE VOLCANES", de Ricardo Castrilli (152), "DISFRUTAR DE ESA MANERA", de Ronald R. Delgado C. (115) y "LA CUMBRE DE LA RESPUESTA", de Yoss (150).


Axxón 178 - octubre de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Realidad Virtual : México : Mexicano)