LLAMA DESNUDA

Dimitris G. Vekios

Grecia

Desgarró su camino con las uñas a través del oscuro capullo, logró salir gateando y despertar.

Abrió los ojos; encima de ella el techo blanco, nada de ojos salvajes allá arriba, ninguna cara llameante.

¿Una pesadilla? Sí, una pesadilla infernal.

Cerró los ojos, se permitió zambullirse de nuevo, de nuevo vagar por los oscuros senderos de su tierra de sueños, su atormentada tierra de sueños.


Volvió a abrirlos; los párpados pesados, la boca seca y pegajosa, el cuerpo entumecido.

Ningún plano blanco encima de ella esta vez, sino otra cosa, algo que parecía el techo desigual de una lóbrega cueva. Unos escalofríos rozaban su espina dorsal, arriba y abajo, como si reptiles de varios tipos y tamaños gatearan por su espalda. Su cuerpo formó un arco mientras saltaba, gritando.

Con la espalda contra la pared, miró

(tan asustada, trastornada)

el sitio donde había estado acostada hasta ese momento. No había ninguna serpiente, ni ciempiés, ni ninguna otra cosa.


Despertó, asustada, empapada en sudor, sin aliento.

Todo lo que podía ver a su alrededor era una mortaja negra que lo cubría todo, como una telaraña negra, fatal y letal.

La blancura de su camisón se reflejaba en la negra superficie. Única visión, visualización exquisita.

Estaba flotando en la oscuridad, la blancura de su ropa se reflejaba sobre las paredes negras, rebotaba sobre el negro tambor de funeral, un constante latido que iba y venía, que iba y venía a trompicones, haciendo eco en su mente, dando vueltas alrededor de su entumecido cerebro más y más rápido, como un oscuro planeta en una órbita disparatada en trono del palpitante, indefenso y agotado centro de sus pensamientos, despertando visiones, recuerdos, sensaciones, movimientos y... y enfermedad, ¡pálida enfermedad amarilla!


Un terrible grito llegó de la nada, lanzándola despatarrada sobre el suelo del negro vacío.

(Muerta de miedo)

Se puso de pie y

(muerta de miedo)

chocó contra una negra pared. Era blanda y llena de pequeños hilos peludos; quedó atrapada dentro de un gran... capullo... negro...

Esto no es verdad, pensó, no es posible que sea verdad. Es una pesadilla, debe serlo. Tocó la pared peluda, era tan real, tan sólida y cálida... y... vibrante, como si el maldito capullo tuviera vida propia, palpitando y respirando.

Decidió arriesgarse

(asustada o no, soñando o no)

por lo tanto atacó al capullo viviente con rabia y amargura, casi renuente, casi arrepentida por este acto suyo. Aunque se sentía confusa, atacó eficazmente con las manos desnudas, sus uñas clavadas en la blanda sustancia que se abría como mantequilla.

Unos gritos horrendos, gritos de dolor insoportable, torturaban sus oídos. Venían del capullo.

Oh no, está vivo después de todo, pensó mientras se abría camino a través de la oscuridad, y además todo es verdad, todo es verdad... Los gritos cesaron de repente, la oscuridad se disolvió en la luz y estaba de rodillas, hundida hasta los codos en sangre, sobre el piso de su habitación.

Instintivamente, se volvió para ver los restos destrozados del capullo, pero lo único que había detrás de ella era su cama desordenada. Ninguna pared peluda, ningún capullo respirando.

Se puso de pie, mirándose asombrada las manos empapadas en sangre, luego giró sus ojos hacia el lecho, incrédula.


Todas las bombillas de la casa estallaron en el mismo instante, lanzando trozos de vidrio y chispas en todas direcciones.

El resplandor de la explosión dio la bienvenida a la oscuridad, que esparció su siniestra paz sobre todas las cosas.

Sintiendo que sus rodillas flaqueaban, se desplomó sobre el piso, gritando y llorando al mismo tiempo.


—No llores más —dijo una áspera voz. Venía desde las profundidades de la sala que se comunicaba, de una manera muy innovadora y peculiar, con el dormitorio.

—¿Quién...? ¿Quién está allí? —preguntó. Su voz temblorosa revelaba miedo profundo e incontrolable.

—Eres tan ingenua, querida dama —respondió la voz, sin prestar atención a su pregunta—, tan ingenua...

Había tres sombras apenas visibles junto a la chimenea en el otro extremo de la sala. La figura central —envuelta en una neblina gris— era la que le hablaba.

—Realmente creíste que podías jugar y divertirte con los poderes del mal. ¿De veras pensabas que podías salirte con la tuya? ¿Sin pagar el precio?

Sólo las miraba, arrodillada en medio de su dormitorio, muda, patética.

—Tú eres la única responsable de nuestra presencia aquí; y eres, inconscientemente, consciente de ello, ¿verdad?

Lo era.

Las tres formas oscuras eran las únicas cosas reales en la habitación. Los muebles, las alfombras, las pinturas sobre las paredes se estaba esfumando, muy rápido, como piedras hacia el fondo de un lago. Lo único que quedaba era la chimenea, que ya no era una chimenea. Se estaba transformando en una boca, una inmensa, con largos caninos afilados y una lengua llameante.


¿Me estoy volviendo loca?, se preguntó. ¿Estoy alucinando o qué?

Pero lo peor todavía estaba por venir...


La ominosa lengua salió y lamió las tres sombras, incendiándolas.

Podía verlas ahora. Resaltadas por las llamas, se veían muy humanas pero por alguna razón estaba segura de que era imposible. Estaban ardiendo —ahí mismo, delante de sus propios ojos— pero parecían no sufrir, ni siquiera molestarse por las llamas. Estaban ardiendo como antorchas empapadas en queroseno pero no escuchaba ningún sonido, todo nadaba en completo silencio.

Entonces las tres unieron sus manos, creando un destello repentino. Del centro de la madeja de llamas surgieron tres rayos azul porcelana; sus bordes libres se cerraron, formando un hermoso y extraño rombo de luz pura. El diamante tembló durante un rato y luego descendió al piso, donde se posó con gracia y un apagado ruido sordo.

Se hizo evidente la forma transparente de una pequeña criatura. El diamante de luz azul porcelana se disolvió, se apagó, y la criatura tomó la forma de un feto. Estaba arrodillada con la cara hacia el piso. Brillantes torrentes de cieno goteaban de su cuerpo casi transparente.

Los cuerpos de los seres, parados detrás del feto, se evaporaron y sólo quedaron sus caras llameantes, flotando enfrente de la inmensa boca siniestra.


Entonces el feto de pesadilla se puso de pie. Era azul, exactamente como esos desafortunados bebés que nacen con afecciones cardíacas, estaba temblando, estremecido, como atrapado en un constante sismo, y además parecía incapaz de respirar, sofocado.

Sus brillantes ojos amarillentos eran claramente visibles bajo la gruesa capa de cieno, encendidos como fuegos distantes en una fría noche de invierno. Su boca estaba abierta de par en par, un grito incompleto se ocultaba en la profundidad en su garganta, como esperando el momento correcto, una oportunidad para exponerse, extender sus alas de murciélago y volar libre en el encantado aire de la noche.


Mientras todos estos terribles eventos tenían lugar, ella sólo miraba —como un niño absorto que visita el cine por la primera vez— pero sin interés, sin emociones, sin embargo obligada (por un ser supremo, tal vez) a observar... Y sí, sabía que era responsable de todas las atrocidades que se desarrollaban delante de sus ojos llenos de lágrimas... ¡Pero, cómo diablos podía prever que todo resultaría tan mal... tan terriblemente mal!


—Tú contemplarás a tu Dios —gritó el feto, finalizando con el estancado silencio que se mantenía en equilibrio sobre la débil inercia de la habitación.

Y luego la boca horrible y bostezante —que alguna vez fue una simple chimenea, alguna vez fuente acogedora de calor y comodidad, ahora nido de demonios, cuna de malignos vástagos— escupió una monstruosa cantidad de fuego puro, naranja-amarillo, que voló al centro de la sala y se quedó allí suspendido de cuerdas invisibles, quemando combustibles infinitos. (Cuanto más brillante la llama, más oscura la habitación).

El golpe la empujó hacia atrás, hasta la cama. Su cabeza chocó contra el marco de madera enviando rayos de dolor a su cerebro.

Mientras tanto, las tres caras horribles se movían, se deslizaban, atrás y adelante, atrás y adelante con creciente velocidad; su ruta empezaba en la inmensa boca y terminaba a unas pulgadas del miserable ser humano horrorizado que gritaba con desesperación mientras cruzaba el umbral de la locura y... el olvido.



Ilustración: Tut

Y un ruido ensordecedor, el ruido amplificado de mil trozos de papel golpeando entre sí dentro de una pequeña habitación donde han soltado un furioso huracán, llenó todo el lugar.

Y las Puertas (del Infierno, del Hades o cual sea el nombre de esta dimensión desconocida) se abrieron, y la fiebre y el aliento caliente de las abismales profundidades de la eternidad se volcaron sobre el mundo de los vivos.

Y miles de almas humanas muertas marcharon a través del negro piso, quejándose y gimiendo en una tortura interminable.

Y el feto —sonriendo de manera horrible— se tambaleó hacia ella, el rey de las almas muertas, el mortinato.


En un intento final, ella trató de tomar coraje, escapar del abierto abismo que hervía bajo sus pies.

Se metió bajo la cama buscando con furia, revolviendo el polvo con sus manos temblorosas,

(¿dónde está, donde demonios está?)

sollozando y tanteando, buscando y llorando

(¿dónde está, dónde...?)


Las manos del mortinato sujetaron sus palpitantes piernas y empezaron a sacarla de debajo de la cama.

(Oh, no, no puede ser, no puede...)

Y entonces, allí estaba, forrado en cuero, fileteado con oro y tan viejo como el conocimiento humano.

De repente, la cama se convirtió en polvo, se evaporó, el polvo se posó sobre ella en copos amarillo-marrón.

Logró darse la vuelta y así liberó uno de sus pies de las manos del feto.

Algunas voces la llamaban desde la profundidad dentro de sí

(lánzalo, lánzalo)

y sí, podía usar algún consejo de vez en cuando

(lánzalo, lánzalo ahora...)

Observó su brazo (como si perteneciera a otra persona) inclinándose hacia atrás en cámara lenta y luego estirándose hacia adelante, todos sus poderes reunidos en este único brazo, en este único y tremendo esfuerzo.


El pesado libro voló, como una gaviota forrada en cuero, fileteada en oro —las alas extendidas, perfectamente equilibradas— y aterrizó justo dentro de la masa ardiente, suspendida en el vacío total.

(En el blanco, en el blanco) aclamaron las voces.

Por un momento, nada ocurrió; todo inmóvil, incluso el fuego que no colgaba de ningún lugar estaba quieto, como si alguien hubiera presionado el botón de pausa de una videograbadora

(en el blanco, lo hiciste)

y entonces la masa ardiente se dobló como alguien que recibe un duro golpe en el estómago, luego parpadeó —toda la maldita masa gigante parpadeó, como la llama de una vela acariciada por una fresca brisa vespertina— y finalmente estalló, rociando la pared opuesta con fragmentos encendidos, creando fuegos artificiales de brillantes colores sobre la mujer que gritaba, sobre el horrible feto sonriente.


Las tres caras, las caras en llamas, se plegaron hacia adentro y, formando encendidas madejas de cegadora luz blanca rodaron a través del piso, golpearon la base de la pared y desaparecieron, dejando algunas manchas marrones sobre las negras tablas del suelo.

El desfile de las almas muertas terminó de repente cuando las fantasmales figuras levantaron sus manos transparentes hacia el techo y se derritieron en silencio, como trozos de cera puestos en un horno recalentado.

De pronto, varias manos —tal vez miles, tal vez millones de ellas—, manos estiradas, se colaron a través de las paredes, a través del techo, del piso. Eran tantas y tan cercanas como el césped sobre un campo, como el pelo en la cabeza. Se colaron a través del piso, golpeándola con inmensa fuerza, separándola con violencia del feto.

Gritando, nadó en el mar de manos, tratar de alejarse de la criatura azul, de esta demencia; pero no había ningún lugar donde correr, ningún lugar donde ir...

El feto hizo un movimiento, como si tratara de correr detrás de ella, cuando las manos lo atraparon y lo destrozaron —literalmente, en un instante—; sus pedazos quedaron esparcidos en el bosque de manos...


—Tú nos convocaste, estamos aquí... —dijo una voz ensordecedora.

Y entonces la voz se fue, silenciada por el enorme "Bang" de las Puertas mientras se cerraban.


Las Puertas fueron cerradas, las manos desaparecieron, el feto destrozado, las almas muertas disueltas, todo desaparecido, todo terminado...

Los únicos recuerdos de este encuentro malvado eran las marcas sobre el piso, las motas oscuras sobre la pared y —como descubrió más tarde, después de llorar sus miedos— su pelo blanco, su rodilla herida (por una astilla mientras se alejaba del feto), y su espalda con moretones.

Embaló sus cosas; una decisión tomada, una fuga obligatoria. No tenía ningún plan en absoluto, sólo esperanzas y sueños de una nueva vida, diferente.

Sus pies la llevaron hasta la puerta. Se secó los ojos, agarró el picaporte, lo giró y allí estaba, cegada por la luz del sol, inhalando la pura y renovadora primavera... una nueva persona ahora... renacida.

La habitación destruida a sus espaldas no significaba nada, ya no. Era sólo el alimento de las pesadillas por venir...

Echó una mirada final, luego cerró la puerta con cuidado detrás de ella.


Título original: "Naked Flame". Traducido por Graciela Lorenzo Tillard



Dimitris forma parte de una nueva camada de escritores griegos dedicados al fantástico y algunos de sus cuentos ya están recorriendo el mundo, principalmente en inglés. Esta es su primera participación en Axxón.


Este cuento se relaciona temáticamente con "El muro", de Francisco Ruiz Fernández (144) y "La casa entre los Laureles", de William Hope Hodgson (172)


Axxón 177 - septiembre de 2007
Cuento de autor europeo (Fantástico : Terror metafísico : Pesadillas : Demonios : Griego : Grecia).