La llanura de las Ficciones : Libro 1 : El sueño de los Césares

CAPITULO II - LA CASA SIN ORDEN

El estado político de la provincia se tornó delicado con el paso de las semanas. Durante la prisión de Benavídez, Paraná había despachado dos comisionados (Baldomero García, y el ministro de Guerra, José M. Galán), para que viajaran a San Juan. Era una cruzada de la autoridad central para preservar al encerrado de intentos de asesinato por quienes lo habían prendido. Cuando los ciudadanos se referían a Paraná, hablaban del gobierno central de la República en alusión a la ciudad donde estaba entronizado, cuya máxima (aunque desacreditada) autoridad era el Presidente Justo José de Urquiza. Pero el régimen zozobraba entre las divisiones intestinas por la futura sucesión presidencial, la pusilanimidad y los enfrentamientos de facciones. Esto hizo que no acertaran con la premura necesaria en la solución que la crisis sanjuanina requería. Tal vendaval y tales rencillas se trasladaron hasta el lejano San Juan, mientras la prensa de la separatista Buenos Aires (apartada de la Confederación desde 1853) atizaba las voluntades en pos de eliminar al tirano Benavídez, en su cruzada nacional contra todas las tiranías.

Pero la comisión se demoró y en Mendoza se anotició de la muerte de quien iba a socorrer. Urquiza, colérico por la tardanza, despachó fuerzas y al controvertido ministro del interior, Santiago Derqui. Este había aconsejado “enérgicas medidas”, en contrario de las recomendaciones del vicepresidente, del Carril, natural de la provincia revuelta, que había reclamado cautela y la no invasión militar. Se resolvió ésta última. La cuestión cuyana reavivó las fricciones entre Derqui y del Carril, ambos aspirantes para suceder a Urquiza, quienes no se ponían de acuerdo respecto a la unidad o la ruptura con la díscola Buenos Aires. Tal iba a ser la relevancia del asunto, que su tratamiento efectivo por Derqui catapultaría a éste hacia la presidencia nacional, y eclipsaría a del Carril en la puja.

La cruzada del gobierno central fue precedida por la acción de venganza de los gobernadores de las provincias linderas a San Juan, Mendoza y La Rioja, cuyos ejércitos invadieron la provincia. El clima de efervescencia que se respiraba en la capital sanjuanina alcanzó su cenit ante la inminencia de las legiones de las marcas vecinas.

Pero Facundo Borda ignoraba estas rencillas. Había sido relevado del colegio por decisión de su madre, y ahora pasaba el día sentado a la mesa, escuchando, una y otra vez, las lecciones que aquella personalmente le impartía, o la de otros maestros que concurrían a la casa. Tenía Amalia el hábito de repetir como loro y dar giros en torno del educando, quien debía reiterar las frases o los nombres de escritores escuchados de su madre. Hizo cuanto imaginó para eludir la instrucción: fingió gripe y tos, tiritó de frío para que lo creyeran con fiebre, convirtió las pecas en síntomas de sarampión, simuló dolores insoportables y ensayó en su cuerpo enfermedades conocidas y novedosas. Entonces Amalia lo examinaba desde los pies de la cama pero invariablemente desatendía sus quejas. Luego llegaba el jarabe te sana todo (un mejunje casero, empalagoso y repulsivo, que hizo a Facundo dudar entre soportar el brebaje y figurar nuevas dolencias) y el niño estaba otra vez de pie.

Sin embargo, aunque sus maniobras no distrajeron a su decidida mamita ganaron una víctima en su tía, misia Mariquita, que le enseñaba el francés. Se mostró, al principio, aplicado y solícito, y la afable mujer se convenció, al fin, de que el pequeño no era tan taimado como su hermana Amalia lo había descrito.

Una tarde la mujer arribó a la casa en el horario convenido (por las lecciones percibía una suma que aminoraba sus apremios económicos), pero dejó entreverle al muchacho que tenía otro compromiso en escasa media hora. Amalia no estaba en la casa. Necesitaba el dinero que ganaba por las clases, pero también debía cumplir con la deuda en otro punto de la ciudad. Toda duda en ella se difumó cuando el pequeño, con rostro angelical, le aseguró que a pie puntillas, en su ausencia, proseguiría con la lección. De este modo no habría merma en su instrucción del día. “¡Qué pena que deba marcharse! —le dijo el pilluelo—. Pero me quedaré aquí resolviendo los ejercicios. No saldré a ningún sitio. Ya no salgo a sitio alguno”. Y la última lamentación del niño, resultado del confinamiento estatuido por su madre para que cumpliera con las lecciones, conmovió a la mujer y le hizo pensar: “Hablaré con mi hermana para que alivie su malestar”. Y tras despedirse, salió.

Apenas el cuerpo de la mujer desapareció por la puerta, Facundo cerró el libro, dio una vuelta a la mesa y cogió del escaparate unas empanadas. El sol inundaba el comedor a través de las blancas cortinas. El verano ya se sentía en el aire, los pájaros se disputaban el señorío de los naranjos y de los corpulentos duraznos en el patio, cuyos ramajes acariciaban los blancos muros de la casa. Y tales arbolillos, si se miraba a través de la ventana, surgían entre el follaje de los rosales. Alelíes, violetas y pensamientos también los adornaban. Con tanta belleza, por tanto, no era posible quedarse en la casa estudiando y elucubró la idea de deslizarse hasta el barrio de Puyuta donde había muchachada abundante.

Había caballeros de levita, camisa almidonada y tres botones en la pechera en conciliábulo con su padre en una habitación, tras postigos cerrados, enfrascados en discurrir sobre los aciagos acontecimientos políticos que ocurrían en la ciudad. Pero el vestíbulo inmediato estaba vacío y hasta allí acudía un continuo runrún de voces que se mecía, procedente de la asamblea. Descontaba que los hombres permanecerían conferenciando hasta el final de la tarde. Tal cosa le concedía el tiempo para ir y tornar antes de que su padre se percatara de su ausencia.

Se volvió para dirigirse a la puerta de la casa, pero en ese instante Matosa apareció a sus espaldas, desde la cocina.

—¿A dónde va, m´hijito? —le interrogó la zamba.

Facundo quedó paralizado ante la requisitoria. Su plan naufragaba; no obstante avistó alguna posibilidad de reflotarlo. Meditó durante unos segundos un subterfugio, y escogió uno entre todos los que pasaron por su mente.

—Voy… hasta la pulpería del manco Paniagua a comprar vino Carlón para los señores, por encargo de tatita…

—Pero si hay suficiente en el aparador.

Matosa refunfuñó en voz baja y se movió pesadamente hacia el estante para coger el presunto encargo, diciendo: “Estos blancos guarangos...: no sé por qué el señor los recibe. Todos están perdiendo el juicio, y planean bataholas por ahí. Seguramente, se viene un buen lío…” Y lo decía en tono quedo, aprovechando la presencia del mocoso, pues no se animaba a mascullar tales críticas delante de los amos mayores. Pero la negra cayó en la cuenta de que misia Mariquita no estaba en su sitial; avistó los libros cerrados y diose cuenta de la estratagema del mocoso.

—¿Dónde está misia Mariquita? —le interrogó Matosa, severa.

Facundo se volvió para lanzar una excusa (bueno, después de todo, no era una mentira) y miró a continuación a la negra a través del rabillo del ojo, a fin de percatarse del efecto que en ella tenían sus palabras.

—Dijo que tenía que irse —aseveró, ligero—, que un caballero la esperaba en el barrio de la Colonia y me dispensó de la lección. Sabe que todos dicen que es una solterona empedernida, que quedó para vestir santos… Y, bueno: ¡no iba a perderse este partido! ¡Eso me confesó! Dijo que era la última posibilidad que tenía de casarse. Ligera como el viento, se marchó… Justo cuando estaba prendiendo en mí la afición por el francés…

La estratagema no embozó a la negra. A los segundos, la tuvo parada a su frente.

—¡Eso es un embuste! —gruñó Matosa—. ¡Y de muy mal gusto! Misia Mariquita, ¡que tanto lo defiende! Usted quería irse con esos blancos pordioseros del barrio bajo. Pues, aunque ella no esté, usted cumplirá con su lección de francés. ¡Sí que lo hará! Vuelva a la mesa y abra el libro —y se dirigió a la tabla—, y yo me quedaré con usted, velando porque complete hasta el último de los ejercicios.

El temperamento obstinado y difícil de Facundo afloró. Ahora, empacado y descubierto en su ardid, no iba a retomar la lección, ni a revisar las páginas de libro alguno. Giró hacia su ayo y le respondió, ásperamente:

—¡No aprenderé francés esta tarde!

Fue el primer triunfo del mocoso en la puja, pues tras la respuesta, la negra no opuso rebatimiento alguno. No obstante, en realidad, el niño presenciaría un cambio de estrategia. Conocía el ayo que resultaba difícil quebrar la tozudez del muchacho cuando éste se obstinaba. Entonces, el tono de Matosa se hizo más suave y seductor.

—Por favor —díjole, vislumbrando un triunfo—: sólo unas hojas.

—No —reafirmó el mocoso, con la cabeza en alto.

—¡Qué pena! —acometió Matosa—. Porque escuché a su mamita decir que iba a llevarlo el domingo a la plaza donde hay bandolas. Pero tendré que decirle que no completó su tarea, y eso la enfadará…

Facundo le dirigió una mirada recelosa, y la negra le respondió con otra, rebosante de astucia y de artimaña. No se privaría de las bandolas, donde había juguetes, por nada del mundo. Además, concurría gente de toda la ciudad. Y si para evitar que su desobediencia volara hasta los oídos de Amalia debía transigir, de mala gana lo haría con tal de no ser privado de ese divertimento.

Se encaramó en la mesa, abrió el libro con estrépito y se sumergió en el idioma de los galos. Pero Matosa no se retiró: se quedó junto a la butaca del chicuelo, ocupada en el arreglo de una camisa de Gervasio.


Pasó una hora, y después otra. El conciliábulo en la sala donde se hallaban los señores proseguía sin interrupción. Facundo terminó el estudio, y se aproximó a la estancia. Ahora la puerta estaba entornada, y era posible escuchar los discursos de los asistentes. Avistó a su padre, detenido ante hombres de trajes finísimos, declamando su opinión. Pero por los rostros que sondeó, los asistentes lo escuchaban con escaso interés, porque muchos de ellos apoyaban la insurrección contra Benavídez, corolario para la consolidación de la aristocracia sanjuanina.

—Han pasado hechos gravísimos —dijo Gervasio, con ímpetu, según oyó—. Ahora los gobernadores Moyano y Peñaloza invadieron San Juan, y otro ejército, al mando de Pedernera, enviado por el gobierno de la República, se acerca a la ciudad. Sobrevendrá la elección de un gobernador no sanjuanino. Eso es cosa cantada. Por ello, es ineluctable dar el golpe aquí, en San Juan, y que lo ejecuten vecinos sanjuaninos...

La soñolencia desapareció del grupo. Los hombres se levantaron de las sillas y de los sillones, agitando los brazos y elevando la voz para acallar la de los otros. Tal agitación originó en Facundo la sensación de que algo grave e inminente se avecinaba; algo perturbador que tenía a su padre como protagonista.

—La eliminación del tirano Benavídez —repuso Esteban Aráoz, reconocido miembro de la oligarquía local—, fue un acto necesario.

Los asistentes asintieron porque hasta la más insignificante opinión del sujeto pasaba por verdad indiscutible. La manifestación había expuesto las diferencias insalvables que había entre Gervasio Borda (que había simpatizado con Benavídez) y Esteban Aráoz.

Facundo sabía que su padre no simpatizaba con el clan desde antaño. Gervasio consideraba a los Aráoz una raza deleznable de soberbios y prejuiciosos, y esta calificación era aplicable desde el doctor, cabeza de la familia, hasta al último de sus hijos, incluyendo a su hipócrita esposa. Innumerables habían sido las discusiones entre su padre y su madre por la relación que esta última tenía con la señora Aráoz. Para él, aquella no era gente de fiar. No podía explicar racionalmente aquella intuición, pero siempre repetía: “Esta mujer no me gusta: no sé, es cuestión de olfato. Un día le dará un disgusto, y el día que tenga algo con usted, le quitará hasta el saludo”.

—Derqui —apoyó otro— oficiará de Marco Antonio, que llega para vengar la muerte de César. Sólo espero que no se valga de una túnica ensangrentada para sus fines.

El hermano mayor de Facundo, Bartolomé, estaba presente en la junta. El niño lo distinguió en la sala. Una vez en la casa, silenciosamente se había deslizado hasta la sala.

—Bartolomé no nos hizo conocer su opinión —dijo Domingo Basualdo, otro de los caballeros.

El muchacho había permanecido en silencio. Sin perder la calma, teniendo en cuenta que se hallaba ante un auditorio adverso y que, por tanto, debía mesurar sus palabras, respondió gentil, pero seguro, mirando a todos a los ojos.

—Pues, apoyo a mi padre en la posición de que debe haber un levantamiento; de que los buenos vecinos de San Juan (a los que veo aquí presentes) —acotó, diplomático— deben adelantarse al ejército nacional y nombrar un gobernador sanjuanino. Podemos convocar al paisanaje para que se sume a la cruzada. Sabemos que en el gobierno central hay rencillas y conflictos en torno del asunto de quien sucederá al presidente Urquiza. Los gravísimos hechos aquí ocurridos les servirán de excusa a los enfrentados para resolver esos asuntos nacionales.

Apenas terminó de hablar, surgió un murmullo de voces disconformes e indignadas. Entonces, Aráoz se puso de pie para epilogar la reunión

—Sabemos —sentenció Aráoz ante la intentona de Borda— que tú y tus hijos buscan apoyos para una contrarrevolución. Tu actitud es peligrosa. No olvides que lo que fue hecho contra Benavídez, puede ser repetido contra sus adeptos —dijo, en tono amenazante—, y tú te cuentas entre ellos. Estás ganando muchos rencores e inquinas, las que serán dirigidas contra ti y tu familia. En definitiva, no cuentas con nuestros avales.

Y la reunión finalizó.

Apenas el grupo se desarmó y antes de que los asambleístas emergieran de la sala, Facundo se deslizó, raudamente, hacia el comedor, desde donde asistió a los saludos de rigor que se cruzaron los visitantes con su padre. Y aunque poco entendió de los mensajes oídos, tuvo la impresión de que Gervasio (y sus otros hijos, mayores todos) se habían vuelto impopulares. Y una vez terminada la velada y sellada la puerta, Gervasio Borda caminó taciturno y cabizbajo por las salas.

sigue...