DESPIERTA ENTRE LAS ESTRELLAS

Tatjana Jambrišak

Croacia

Me desperté en la nave espacial.

La nave era, como en cualquier otro cuento de ciencia ficción, enorme.

Ovalada, claro, ¿para qué ángulos y líneas agudas? Aerodinámica, dicen, aunque suene como un término anticuado. Se estrechaba en las esquinas y se redondeaba de nuevo, por un lado hacia una abertura iluminada que producía quién sabe qué, desde el centro del eje. Al mismo tiempo, en el otro lado, en la nariz de este gusano espacial, se destacaba la gorra roja de la rampa de carga. Esta rampa se levantaba sobre bisagras y tragaba los transbordadores y contenedores antes de la partida, como en un ferry trasatlántico. Arriba había un puente y algunos cuartos para la tripulación, mientras el centro de la nave estaba repleto de almacenes y frigoríficos para los colonos. Ellos dormirán durante todo el viaje. Para ahorrar aire y provisiones. La nave era, en realidad, una colmena dormida.

Tranquila e inimaginablemente rápido, la primera nave colonial terrestre, llamada Elpis, oEsperanza, se deslizaba hacia las estrellas.

La nave compartía su nombre con la primera colonia terrestre: Elpida. La colonia debió ser terraformada, es decir domada; así llegó a ser verde y por fin estuvo preparada para aceptar la primera generación, la que iba a procrear los primeros fuera-terrestres, la gente nacida fuera del Sistema Solar. Porque la Tierra entera gemía bajo la carga de demasiados miles de millones de terrestres, y la búsqueda pretendía ir hacia los planetas apropiados para descargar el excedente de la patria.

Esperanza, ese también es mi nombre. Esperanza. Esperancita.

De niña seguía todos los informes sobre los vuelos, los viajes al universo más profundo, las exploraciones. Pegaba los mapas de la Vía Láctea encima de mi cama. Cada noche, cuando la central eléctrica de la ciudad desconectaba la electricidad debido a las reglas muy rígidas sobre el ahorro de energía, yo disfrutaba mirando el brillo pálido de los puntitos fluorescentes en la oscuridad del cielorraso. En esos momentos mis pensamientos volaban con los buscadores y regresaban con ellos, a veces llevando consigo la esperanza, pero con mayor frecuencia regresaban sólo con la desilusión de haber encontrado otro sistema estelar inhóspito.

Aunque yo era solamente una Delta, siempre leía, estudiaba, usaba con diligencia todos los minutos asignados en Internet. Cada día me interesaba más por todo. Deseaba, ¡no!, anhelaba lanzarme un día desde este suelo atormentado y envenenado, saltar a la oscuridad y llegar a un hogar nuevo, esperaba yo, más fresco, azul o verde.

Pero las pruebas eran fuertes, difíciles, implacables. Los exámenes de admisión en la academia de vuelo, en la academia técnica, en la academia de ciencias naturales, aún en la de ciencias sociales estaban muy por encima de mis capacidades. Cada año me anotaba de nuevo, intentaba, pero nunca pude cumplir los requisitos mínimos que cada año se ponían más y más difíciles. Solamente los mejores entre mil millones de personas tenían la oportunidad. Solamente los ocho mejores de mil millones podían escapar a otro mundo entre los primeros que lo harían. Mientras tanto, mi IQ de 145 y pico parecía bajar, naturalmente, por sí mismo, cada año.

Estaba claro, tenía que hacer algo, encontrar un trabajo que me dejara bastante tiempo para estudiar. Porque no quería renunciar. Jamás. Esta idea nunca había pasado por los límites de mi conciencia. Opciones no existían, solamente el deseo y cada vez menos tiempo.

Los ciudadanos Delta, como yo, nunca tenían muchas oportunidades de progresar. Apenas quince minutos al día de acceso gratis a Internet y a todo el conocimiento de la humanidad. Después de este tiempo había que pagar. El desempleo era muy común, pero yo conseguía, con mi encanto o con la persistencia, encontrar esos trabajos pequeños y poco importantes que todos los Alfas y Betas despreciaban: hacer entregas a domicilio, sacar a pasear los perros de los Alfas, limpiar las ventanas de los rascacielos, lavar cadáveres en la morgue. Lo que fuera.

Y cuando el Instituto de Física, a dos cuadras de donde vivía, sacó un pequeño clasificado en las páginas del periódico local, buscando una aseadora, sabía que la fila de los desesperados interesados en el trabajo iba a ser más larga que esas dos cuadras. Yo no tenía la menor intención de hacerla. Investigué la lista de los empleados en el Instituto, hice dos o tres llamadas telefónicas, mencioné algunos juegos inocentes en el barrio (y algunos menos inocentes), y el puesto fue mío. La fila de los candidatos ni siquiera tuvo tiempo de formarse.

Ustedes saben cómo son los científicos: dejan sus computadoras encendidas, sus apuntes por todos lados (en las mesas, en las ventanas), los armarios abiertos, el acceso libre a las páginas normalmente secretas... Piensan: ¿quién se va a aprender de memoria todas esas claves? Las oficinas estaban cubiertas de escritorios y pantallas hasta el último centímetro. A duras penas se podía pasar entre las sillas, pero las pantallas iluminaban mi camino y mi rostro sonriente. Las luces en el Instituto se apagaban cada noche, igual que en el mundo entero, pero los servidores y computadoras seguían viviendo gracias a la energía del generador en el sótano.

Yo disfrutaba. Las noches eran mías. Aunque muchos querían quedarse en el Instituto para seguir trabajando en su proyecto durante la noche, terminar solamente este pedacito del artículo, o allí mismo descubrir el secreto del universo, cuando el timbre marcaba el fin de la jornada laboral una hora antes del anochecer, todos tenían que dejar la puerta del Instituto atrás. Todos, menos el guarda y yo.

Pasaría rápidamente aquel trapeador colorado que atrae el polvo como un imán sobre las superficies en ambos pisos, dejaría las bolitas humedecidas en los aros para que vagaran por el suelo y recogieran fragmentos de suciedad, la cual de todos modos ni existía —los científicos no van a los parques ni caminan por prados llenos de barro—, y limpiaría los sanitarios con el líquido por el cual el agua se deslizaba sin parar. Claro que estas cositas me costaron dos sueldos mensuales, pero valía la pena. Dos horas después de que la puerta del Instituto se hubo cerrado, mientras todos los demás no tenían nada que hacer en la oscuridad sino dormir, el mundo entero era únicamente mío.

No les contaré todo lo que encontré ahí, de los descubrimientos más recientes sobre los cuales nadie, hablo de la "gente común", sabría nada en por lo menos otros dos años, hasta que los anunciarían, por ahí, en un rinconcito de las noticias, o podría ser por todo lo alto, en una pantalla gigante, para que todo el mundo se diera cuenta. Creo que ustedes entienden qué fuente de secretos guardaba en mis dedos hambrientos. Y entenderán qué poco tiempo necesitaba para sacar todo lo que secretamente esperaba encontrar allí.

Sí, por supuesto, ya encontraron un planeta adecuado. Y no solamente uno, sino una docena de planetas del tamaño apropiado, a la distancia perfecta de su estrella, y no demasiado lejos para ser colonizados. Claro que mandaron allí los equipos de geólogos y biólogos y la terraformación empezó en algunos planetas hace ya diez años, en algunos veinte. Y sí, claro, el primer planeta, Elpida, ya estaba listo para los colonos.

No me acuerdo cómo terminó aquella noche. Creo que todo el tiempo se acumuló en un punto pequeño y me envolvió con la oscuridad, me quitó todo el mundo externo. Puede ser que me haya dormido. No lo sé. Me despertaron por la mañana. Estaba sentada en una silla con la cabeza en el teclado sobre la mesa de alguien demasiado importante. Todo el incidente no pudo pasar sin que me reprocharan y me dieran una advertencia. Pero no me importaba. Escuché, me arrepentí, pedí perdón, inventé una enfermedad femenina e insomnio que afortunadamente ya se acabó, ¿obviamente, no? No me despidieron, y eso era todo lo que me importaba en aquel momento.

Necesitaba una noche más. Solamente una más.

Los elegidos. Los mejores. Los excelentes. Los más sanos, los más inteligentes, los más bellos. Lógico, ¿no? Si estamos poblando una galaxia, que lo hagan los mejores ejemplares, con las mejores oportunidades de tener los mejores descendientes. Ellos tienen que ser los primeros, los embajadores. Los elegidos.

Afortunadamente algún sociólogo, o psicólogo, qué sé yo, usó algunas palancas, y a la persona adecuada le explicó los peligros y las consecuencias de una selección como ésta, de este purismo eugenésico. Sin variaciones no hay mutaciones; sin este espécimen promedio, menos valioso, no hay mejoramiento. La primera generación, o la segunda, pero seguramente la tercera se estancaría. Había que introducir un ejemplar pelinegro entre esa juventud aria. Todos no podían irse, y por eso el espécimen tenía que ser heterogéneo. No hay éxito con los sistemas puros y perfectos. De todos modos, durante décadas el sorteo para la tarjeta verde en algunos países ha funcionado perfectamente bien, ¿no es cierto?

El formulario para el sorteo estaba escondido en algunas páginas pornográficas. No tengo ni idea de por qué este sitio les parecía conveniente a los responsables, pero no tenía mucho tiempo para pensar en ello. Es cierto que borraba cuidadosamente los registros de mis viajes nocturnos, pero ahora que he atraído toda la sospecha directamente sobre mí, era solamente cuestión de tiempo que alguien me descubriera. No estaba convencida de haber borrado mis huellas aquella noche. No me acordaba.

Me registré bajo mi nombre completo, con mi número de identificación Delta (la placa había sido implantada dentro de mi codo izquierdo), mi dirección, los nombres de mis padres, lugar de nacimiento y código de mi cuna en la sala de parto. También apunté el nombre de la partera que fue la primera en recibirme. No quería dejar ninguna duda sobre mi identidad. Apostaba solamente a una carta. La verde. O, en realidad, una carta de oro titánico oscuro, porque los viajeros elegidos recibían otro chip implantado en el codo derecho. Todas las instrucciones estaban claras, perfectamente claras. Solamente quedaba esperar y descubrir si el nombre Esperancita me traía suerte.

En el otro lado de la oscuridad, brillaba, me llamaba un planeta verde que tenía mi nombre.

Entonces me despertaron.

Finalmente llegamos, y mi otra vida empieza aquí, pensaba. Mis músculos no me duelen. El hambre no me come por adentro. Solamente mi vista está un poquito borrosa, pero creo que eso es normal. Este año que pasé durmiendo no dejó mayores estragos en mi cuerpo. Estoy bien, gracias, murmuro mientras un hombre uniformado me ofrece su mano para ayudarme a salir del frigorífico, ¿a quién tengo que contactar ahora?

Sonriente, el capitán de la Nave de la Primera Generación Terrestre me agarra cuando mis rodillas tiemblan. Esta sonrisa preciosa, blanca, perfecta me conquista inmediatamente. No podría negarle nada, ni ahora, ni nunca. Me explica todo llevándome, empujándome suavemente entre los frigoríficos con sus tapas de vidrio congeladas. Me cubre con su chaqueta, uno de los resabios sentimentales de quién sabe qué etapa de su vida.

Me explica por qué dormí solamente una semana mientras Elpis salía del Sistema Solar, y por qué me despertaron tan temprano. Y por qué me despertaron a mí, a Esperancita, hija de Miguel, niña suertuda, cuyo nombre fue sorteado por el supercomputador, destinado solamente para este propósito, la selección justa, absolutamente venturosa entre los candidatos que de otra manera no hubieran tenido la menor posibilidad de entrar en el décimo, quizás en el centésimo tren colonizador.

Mi formulario para este sorteo contenía todos mis datos. No inventé nada, no embellecí nada. Conté todo lo que había hecho en mi vida, mencioné a todos mis empleadores y describí todos mis trabajos, incluso los que duraron poco. Por supuesto, omití los nombres de los perritos y lagartijas Alfa los cuales sacaba a pasear por los parques. Pero quería que me eligieran a mí, así como soy. Ni siquiera me imaginaba en aquel momento qué buena para mí fue esa decisión, la que me iba a sacar de la gravitación de la Tierra.

Claro que este supercomputador fue justo e hizo el sorteo al azar, pero nadie mencionó que existían categorías, según la profesión, sexo, edad, inteligencia. En el mundo existían pocas aseadoras extraordinariamente inteligentes, las que observaban las estrellas, las que encontraron la manera de entrar en el sorteo. Mis posibilidades eran más grandes de lo que me podía imaginar.

La mirada del capitán vaga incómodamente mientras me explica la otra razón de mi despertar prematuro. En la nave hay solamente veinte hombres despiertos, la tripulación-esqueleto, los que son capaces de mantener el rumbo y la función de la nave, pero poco dispuestos a mantener limpios a los sanitarios, el piso, la cantina. También hay que lavarles la ropa a todos, por lo menos una vez a semana.

No le respondo inmediatamente. Mi garganta todavía está un poquito paralizada. Trago saliva y toso. Esto debe parecerle al capitán como una señal de insatisfacción, como un intento de encontrar palabras adecuadas de rechazo, o como el principio de una cara enfurruñada. Rápidamente habla del sueldo y del cambio de mi posición social de ciudadana Delta a ciudadana Beta (y esto, de verdad, no lo había esperado) como recompensa para los servicios que les daré, a él y a sus hombres, en este año, junto con los demás privilegios y derechos de un miembro de la tripulación.


Ilustración: Tatjana Jambrišak (Croacia)

Le pregunto: ¿qué hay del acceso ilimitado a las computadoras, a los mapas de navegación y a la biblioteca? Estoy bastante despierta como para negociar. Él no lo sabe, se lo leo en la cara, pero pudo haberme mandado al exhausto posterior si lo hubiera querido. No me habría quejado.

Bien, dice esa sonrisa bella, sabes que no te estoy ofreciendo mi trabajo. La sonrisa de alivio, sonrisa preciosa, de dientes perfectos.

Claro, le digo, esto lo sabe usted mejor que yo. Yo solamente observaré. Parpadeo escondiendo una lágrima de felicidad en un rincón de mi ojo. No me importa si la nave es enorme, no me importa pasar un año entero sin dormir, ocupada sólo en limpiar el polvo y las migas en el piso, pulir los controles y las ventanas, cuidar que los robots aseadores no se pasen ni un solo centímetro de esta enorme, ovalada nave interestelar. Me necesitan.

Seré la primera aseadora espacial, en el camino hacia Esperanza, la primera colonia terrestre, en la Esperanza, la primera nave colonial. La colmena dormida que alguien tiene que limpiar, mantener en buen estado y agradable para la tripulación. Cuidar que los colonos dormidos, cuando despierten en la órbita de su nuevo hogar, no inspiren polvo de un año y no anden sobre el piso sucio. Yo estaré despierta.

Despierta entre las estrellas.

Esto es mejor de lo que había imaginado, esperado, soñando.

A propósito, le digo al capitán, ¿cómo se llama usted? Yo soy Esperanza. Mucho gusto.

Y de verdad, el gusto es todo mío.



Título original: "Budna medju zvijezdama"
Traducción del croata: Barbara Ulaga


Tatjana Jambrišak nació, se educó y vive en Zagreb, Croacia. Es graduada de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Zagreb en inglés, literatura alemana y lingüística. Sus actividades profesionales abarcan la docencia y la traducción. Desde 1987 es miembro de SFera, el club de ciencia ficción de Croacia, para el que ha organizando convenciones y colaborado en la revisión de la colección anual de ciencia ficción. Ha escrito una docena de relatos y todos se publicaron; ganó dos premios nacionales por sus trabajos y recientemente se ha empezado a dedicar al arte en 3D. Su colección de cuentos Duh novog svijeta, escritos entre 1989 y 2002, fue publicada en 2003 como el primero de cuatro libros de una serie auspiciada por SFera.


Axxón 167 - octubre de 2006
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantasía: Ciencia Ficción: Colonización: Croacia: Croata).