APOYO PSICOLÓGICO

Mariano Cáceres

Argentina

—Empecemos entonces —le habló Exuberante Estévez a la lente empotrada en el pequeño cubo plateado sobre el mostrador de la barra.

El hombre acodado a su lado accionó un dispositivo en el aparato y se puso una píldora absorbente bajo la lengua. En el cubo comenzó a titilar una luz roja.

—La costumbre es la costumbre —siguió—, y mejor pasar este trámite con la mayor distracción posible, alabado sea Ford.

Y levantó su vaso y bebió un largo trago de su plusleche.

—Supongo —dijo Incierto Sosa luego de beber él también—, las cosas son lo que son, aunque a nadie le guste.

Pero le había quedado dibujado alrededor de los labios un bigote blanco y espeso, y Exuberante rió nerviosamente. Incierto siguió la dirección de su mirada y se palpó los labios. Cuando notó el mostacho espumoso también él sonrió y se limpió con el dorso de la manga. La plusleche del Milcova era buena, incluso con la píldora absorbente reglamentaria, y realmente había que esforzarse por no ser amable con todo el mundo.

Sus risas se fueron apagando y siguieron bebiendo en silencio.

Eran las once de la noche del jueves 31 de diciembre de 2099; en el Milcova la distracción estaba en su apogeo. El leve zumbido de los generadores de luz ambiental se mezclaba con el rumor de las charlas y las risas de la gente desparramada en sus mullidos asientos a la espera de los festejos. Piezas de arte efímero se encajaban unas en otras para formar las mesas. La mayoría de la gente vestía y peinaba a la moda y languidecía, con esa clase de languidez de los que no tienen problemas. Todos bebían distintos preparados de leche y contemplaban alguna de las innumerables video superficies ubicadas en mostradores, mesas y paredes.

Cada una de las pantallas estaba dividida: en las esquinas inferiores se mostraba a dos adolescentes, un chico de traje azul y una joven vestida de amarillo, sentados en unos amplios sillones conectados a una cantidad de cables. Enfundados en sus ceñidos trajes brillosos, los muchachos hacían movimientos ampulosos con sus brazos y zapateaban en el suelo.

El centro de la pantalla estaba ocupado por un partido de tenis entre dos bots 3D repletos de músculos, que reaccionaban según cada movimiento de los chicos.

Finalmente, un videograph anunciaba que los contrincantes eran "Bostero Siglo 22" y "Verdadera Reina Muerta", que el primero ganaba cuatro a tres, y que se estaban disputando la final nacional.

Incierto abandonó la pantalla para recorrer el local con la mirada. Todos los concurrentes aparentaban la misma edad aproximadamente, y todos eran aproximadamente parecidos. Hacía tiempo que habían arraigado fuertemente, en Buenos Aires, las cirugías estéticas temporales, que permitían a una persona adoptar la apariencia que quisiera, durante el tiempo que gustara. Y estaba de moda este nuevo actor, Sumiso Darkest, cuyos quince años todos aparentaban, cuyos rasgos todos calcaban, pero definitivamente sin el encanto irresistible del original, sin esa inocencia perversa del adolescente del momento. Aunque claro nadie podría haber afirmado que el verdadero Sumiso en persona no se hubiera hecho presente en el Milcova, tan famoso por su distracción y su plusleche.

—¿Podemos empezar? —dijo Exuberante.

Incierto lo miró de reojo.

—Ya lo hicimos. El cubo está grabando.

—Bien —comenzó Exuberante—, ¿a partir de cuándo te descienden?

—El lunes tengo que dejar la pieza.

—Cuatro días. Es tiempo suficiente para organizarse. ¿Área D?

—Sí.

—No es nada. Conocí a uno que vivía en la B, y tuvo una depresión que ningún psicólogo pudo remediar, claro, lo empastillaron, pero quedó medio mal. Así que lo bajaron cinco niveles, al G. Tuvo que mudarse a un departamento de dos ambientes, él, que vivía en una imitación de chalet alpino. Ni los muebles le dejaron, dónde los iba a poner. Se enteró del desclase un viernes. El sábado era su cumpleaños. Una mierda, realmente. Eso sí, se fue con trabajo. Yo entiendo perfectamente lo que se siente, aunque te cueste creerlo.

—Hmm.

—¿Tenés conocidos en la D?

—No —lo cortó Incierto—. ¿Es necesario todo esto? No lo necesito, no hoy. No ahora. Quisiera que me dejes solo.

La luz en el cubo titilaba a intervalos regulares, y cuando la iluminación ambiente disminuía, alumbraba de rojo los rostros de los dos hombres en la barra. Exuberante sonrió y se llevó la mano al bolsillo de su saco imitación piel de serpiente. Ante la indiferencia de Incierto, extrajo un estuche revestido en un material de apariencia incandescente. Exhaló su aliento sobre la superficie y el estuche se abrió. Tomó de su interior una tarjeta Palm y después se inclinó hacia Incierto y bajó la voz.

—Vos no lo sabés —dijo—, pero hoy es tu día de suerte. Es la primera y última vez que voy a hacer esto: yo sé que vos sos un buen tipo. Pasame tu tarjeta, pero pasámela por abajo —dijo, guiñando un ojo y señalando con la mandíbula la palma de su mano, extendida a la altura de su cadera.

Incierto se pasó la lengua por los labios y miró a ambos lados. Luego sacó de su bolsillo una tarjeta similar, que ofreció con dos dedos a su acompañante, colocándola delante de su cara, a la vista de todo aquel que quisiera ver.

Exuberante hizo una mueca con la boca y revoleó sus pupilas hacia arriba, pero tomó la tarjeta rápidamente y la unió a la suya. Sonó un leve pitido, seguido por otro más, y enseguida Exuberante deslizó la tarjeta sobre el mostrador en dirección a su acompañante. Incierto la tomó y leyó la dirección que se le había transmitido.

—Un tipazo —dijo Exuberante, y le dio un suave codazo en el brazo—, andá a verlo de parte mía. Tiene un contacto en la Oficina de Asuntos Ocupacionales. Si esperás que te llamen ellos vas muerto.

Tomó un largo trago de leche y miró la espuma brillante resbalar por el interior del vaso.

—¿Hacemos otra? —dijo.

Sin dejar de mirar el partido en la pantalla, Incierto hizo un leve aleteo con su mano a modo de respuesta.

—¡Mozo! —dijo Exuberante con una sonrisa enorme en la boca, mientras presionaba el botón verde a su costado—. Un vaso diario cubre las necesidades de distracción de un adulto —recitó enseguida, pegando su cara a la de Incierto—. ¡Beba en Milcova, siempre hay un local cerca donde distraerse!

Un brazo mecánico de superficie cromada se deslizó a lo largo del lado opuesto del mostrador hasta detenerse frente al botón verde. Exuberante tomó el vaso de Incierto y lo colocó debajo del pico vertedor que asomó en el extremo del brazo.

—Eso necesitamos todos —agregó en voz baja—: distracción y mucha conexión, bendito sea Ford.

El brazo mecánico vertió el líquido blanco y espumoso en ambos vasos. Los hombres bebieron en silencio unos minutos.

—Me estoy jugando algo muy importante, Incierto —dijo Exuberante, con la vista clavada en algún punto del mostrador—. Sólo quiero que lo sepas.

—Pues ahora ya lo sé —dijo Incierto sin mirarlo.

Exuberante sacudió la cabeza. Luego sus ojos chispearon, miró de reojo su tarjeta y escribió algo en ella con su anotador láser.

—¿Qué dice Encarnación del descenso? —dijo después.

—Que se queda.

—Hay que entenderla. Cuando estas cosas pasan, la primera reacción es de impotencia... Nos puede tocar a todos. No se puede culpar a los allegados más cercanos. Ellos también sufren por la nueva situación.

—No la culpo.

—Mejor así, mejor, para qué se va a hacer problema uno, ¿no? —Hubo un efímero brillo en la mirada de Exuberante, como un escáner.

—En realidad me importa una mierda lo que ella haga —dijo Incierto.

Se concentró en la pantalla. Los movimientos de los jugadores eran sumamente plásticos, perfeccionados por un entrenamiento intensivo y años de conexión. Lo arrancó de su distracción un brusco movimiento en la banqueta a su lado, y una mano que le oprimió el hombro.

—¡Ah! —exclamó en voz alta el desconocido, un hombre de avanzada edad y barba violeta—. ¡Estos deliciosos jovencitos, perfectamente virtuales, sus mentes sanas y sus cuerpos vírgenes! ¿Por qué algunos carecemos del don de la virtualidad? ¿Por qué? ¿Y por qué algunos tienen que trabajar físicamente, incluso en fin de año, como hoy, mientras otros hacen tareas virtuales por las que los recompensan con créditos reales? ¿Dónde quedaron las buenas costumbres de principios de siglo, cuando días así eran feriados y uno podía estar con su familia?

—Porque por entonces no existía el Ministerio —respondió Incierto—. Le recomiendo que beba más plusleche.

—Disculpe a mi amigo —intervino Exuberante, mirando la luz roja del cubo—. El será desclasado la semana que viene, y no está de buen humor. No tome en serio lo que dice. Es sólo que su plusleche no está haciendo efecto.

—Así que otro desclasado —dijo el recién llegado, sacando su mano del hombro de Incierto—. Supongo que ya habrá tenido su entrevista de campo con un psico-loco. Cuídese de ellos, no les crea nada. Sólo quieren convencerlo de que éste es el mejor lugar posible donde vivir.

—¿Y acaso no lo es? —volvió a interrumpir Exuberante, con una sonrisa forzada que revelaba sus dientes inferiores—. Y, suponiendo que no lo fuese, ¿existe otra alternativa más razonable que esforzarse por mejorarlo? Este partido que mi amigo sigue con tanto interés, es el mejor ejemplo. El chico de azul se llama Verborrágico Miranda...

—¡Estos partidos son el mejor ejemplo de la mierda! —lo interrumpió a carcajadas el viejo, que todavía no había tocado su plusleche.

De pronto, Incierto colocó su mano sobre el cubo plateado sobre el mostrador y se giró hacia el extraño. Pareció que iba a sacar algo de su bolsillo, pero al final no lo hizo.

—Usted, váyase de aquí. Ahora. Esta silla está ocupada.

El viejo se levantó y se retiró en silencio. Incierto se volvió hacia su compañero.

—¿Hasta cuándo tenemos que seguir con esto? No lo estás haciendo bien. Convenceme, si querés un regalo este fin de año.

Después destapó nuevamente la cámara y volvió a concentrarse en el partido.

—Es Verborrágico Miranda —siguió Exuberante. La sonrisa se le había borrado del rostro—. Tiene 16 años. Si gana hoy, la semana que viene enfrenta al campeón de los Estados Brasileños Unidos.

—Me importa una mierda.

—Debería importarte. Miranda llegó hace cuatro años de las plantaciones. Nunca en su vida se había metido en un traje como ese. ¿Sabés cómo llegó a la ciudad? El padre fue desclasado, y a pérdida general, dispersión de familia, se sabe. Al pibe le tocó venir a la ciudad. Y miralo ahora. Mirá lo que hizo ese chico con su oportunidad. Porque no la tomó como el fin de su vida, la tomó como una oportunidad. Ese es el sentido verdadero de la vida: el optimismo. Todos tenemos oportunidades. Y cuando la semana que viene Miranda le gane al brasileño, todos vamos a festejar verlo con las pendejas divinas que le va a entregar el Ministerio, con la casa en el mar que le van a dar, con la plusleche de primera que va a ingerir, con el psicomambo y con la neurozamba que va a bailar para todos nosotros. Y todos vamos a festejar, porque lo que nos cuenta la historia de Verborrágico Miranda es que todos, Incierto, todos tenemos una oportunidad. Miralo a él: un don nadie, un campesino que llega a psicocampeón.

Incierto no parecía estar escuchando a su compañero. Se mantenía bebiendo su leche de a sorbos, sin quitar la vista de la pantalla. El partido de tenis había dejado lugar a un comercial en el que una adolescente desnuda apuraba el contenido de su botella de plusleche. La acompañaba uno de esos locos con cabeza de animal, un corpulento Cabeza de Toro que sonreía con expresión ausente y ganadora. La chica tenía una red neuronal tatuada en la cara y cabeceaba al tragar como una máquina descompuesta. Después de ingerir con evidente fruición, se limpió la boca y la cara con el dorso de la mano y, mirando a cámara, susurró, ronca y golosa:

—Mmmmhhh... ¡Nada como un buen vaso de plusleche Milcova todos los días!

—... todos los días —decía Exuberante a su lado, mientras golpeaba afirmativamente el vaso contra la pantalla en el mostrador—. Y todos podemos acceder a privilegios, en la medida en que nos esforcemos por alcanzarlos, bendita sea la palanca misteriosa de Ford.

Entonces Incierto pareció explotar.

—¿Sabés una cosa? —dijo Incierto—, me importa todo una mierda. Me importa una mierda la baja, me importa una mierda que Encarnación me deje, pero sobre todo me importa una mierda tu consuelo. Así que metete tu charla en el culo, y andate a la puta madre que te parió —se puso de pie y, con el vaso de plusoleche en alto, gritó—. ¡Pero sobre todas las cosas, me cago en este partido de mierda y en todos los que lo miran! —arrojó el vaso contra una pared, enchastrando de blanco a los dos adolescentes en la pantalla—. ¡Y vos qué carajo mirás, pelotudo!

El aludido era el hombre de barba violeta, sentado en la mesa más próxima. El viejo volvió de inmediato su mirada a las pantallas. Pero Incierto avanzó hacia él y le sacudió un sopapo en la cabeza, luego de lo cual se puso en guardia, invitando a su desconcertado oponente a pelear. Pero no fue éste quien respondió a la provocación, la plusleche suele impedir estas reacciones, sino un brazo mecánico que, aparecido repentinamente desde el techo, picó como una serpiente el brazo del alterado. Incierto se calmó inmediatamente. Exuberante se acercó a él, le puso una mano en el hombro y con aire cansado lo condujo hasta la salida de servicio del Milcova.

Cruzaron la puerta de salida y caminaron por un largo pasillo repleto de cajones de botellas vacías de plusleche. Al final del corredor había otra puerta. La abrieron.

Del otro lado los recibió la noche de Buenos Aires. Hacía calor. Caminaron hacia la aeroplaya de estacionamiento bajo las nubes grises, iluminados por los rascacielos encendidos y los enjambres de vehículos que surcaban el cielo. Exuberante se detuvo frente a una cabina roja y pulsó un botón de llamada. Tras unos segundos, uno de los muchos aerotaxis que sobrevolaban la zona enderezó su trompa hacia ellos. La máquina se acercó planeando, estacionó delicadamente y abrió una puerta. Exuberante tomó la tarjeta de Incierto del bolsillo de éste, y luego de guiarlo al interior del vehículo, donde se recostó a dormir, metió medio cuerpo por la ventanilla del lado del acompañante.

—Tiempo estimado de arribo —dijo una voz oxidada—: catorce minutos con veinticinco segundos. Trayecto: oeste. Costo aproximado: dos créditos.

—Transacción aceptada —indicó Exuberante al micrófono en el panel de control, y extrajo la tarjeta de Incierto de la ranura en la que la había insertado. Después caminó lentamente hasta el alambrado que delimitaba la azotea, y pasó sus dedos a través del cuadriculado de alambre de alta densidad.

—Bueno —dijo en voz alta, de espaldas a Incierto—, no ha sido para nada fácil tratar con vos esta noche. Me preguntaba, antes de venir, si valía la pena esforzarme. Los conozco bien a ustedes, ingenieros sociales. Cuando se les mete algo en la cabeza...

Se giró de frente al aerotaxi, y alzó todavía más la voz.

—Sé que no pude convencerte. Otro vendrá, de alguna parte, a reemplazarme, como yo lo hice hace tiempo. Debe haber alguna forma de justicia en todo esto, Incierto.

Exuberante caminó hacia el aerotaxi.


Ilustración: Duende

—Sin embargo, ya que has tenido la precaución de tomar el cubo antes de armar todo este circo de la pelea, consideraré que todavía estás grabando y que no hemos terminado lo nuestro, por lo que me atendré al procedimiento estipulado.

Al llegar a la puerta del vehículo, Exuberante recorrió con la mirada el cuerpo tendido en el interior. Incierto parecía dormir.

—Incierto Sosa —continuó—, te agradezco tu tiempo, y ahora te dejo solo para que puedas descansar y replantear tus ideas. Cuando lo pienses, verás que ser desclasado no es tan malo como te parece ahora.

Se acercó a Incierto hasta casi rozar su rostro con la nariz, y le habló con un susurro.

—En mi calidad de miembro del cuerpo de psicólogos autorizados por el Ministerio, declaro que tu calificación es cuatro, y que quedas al margen de los beneficios para los convencidos. Feliz año —agregó después de unos segundos.

Después volvió a colocar la tarjeta en el bolsillo de Incierto y dio un paso atrás mientras la puerta se deslizaba hasta cerrarse.

La nave se meció suavemente cuando el motor antigravitatorio se puso en marcha, pero enseguida se estabilizó, y levantó vuelo verticalmente. Cuando estuvo a la altura exacta, los impulsores se encendieron y el vehículo se alejó en la noche nublada.

Exuberante permaneció de pie en la azotea mientras la nave se alejaba. Las luces de la ciudad se reflejaban en las nubes, extrañamente bajas, y parecía que un manto grisáceo se extendía sobre la medianoche. Esperó hasta que el vehículo se convirtió en un débil puntito de luz roja, y volvió al Milcova.

Meneó con la cabeza. Ahora sólo restaba esperar.


Incierto abrió los ojos y se incorporó en el asiento trasero del aerotaxi. El fluorescente verde de los paneles del control iluminó su silueta al inclinarse hacia el micrófono del piloto automático para ordenarle que bajara la ventanilla.

Volaban sobre la mancha negra que trazaba la cicatriz del Riachuelo entre los altos edificios. Abrió su boca lo más que pudo, y extrajo con dos dedos la pastilla de debajo de su lengua. Se asomó por la ventanilla y lo golpeó una bocanada de aire levemente ácido. Luego de pasear una mirada cínicamente nostálgica sobre las luces de la ciudad, dejó caer la pastilla sobre el río.

—Adiós, plusleche —murmuró—, adiós, inyección calmante.

Extrajo el pequeño cubo plateado de entre sus ropas y miró directamente a la titilante lucecita roja. Después tapó el aparato con su mano y miró nuevamente por la ventanilla.

—Las cosas son como son, aunque a nadie le gusten —susurró, y ubicó la lente del cubo frente a su rostro.

—Ingeniero social Incierto Sosa —dijo mirando fijamente el pequeño rectángulo en su mano—, matrícula uno nueve cero tres ocho, informando resultados de evaluación en campo. El examinado, Exuberante Estévez, no presenta el perfil adecuado para seguir brindando apoyo psicológico a desclasados. Si bien conoce las respuestas clásicas, no posee la suficiente sutileza y empatía y se muestra incapaz del convencimiento necesario. Recomiendo reubicación inmediata. Dos niveles inferiores estarán bien. Fin del reporte de evaluación en campo.

Apagó el cubo y lo depositó en el asiento a su lado. Un prematuro fuego artificial explotó a lo lejos, iluminando brevemente la oscuridad dentro del aerotaxi.

—Feliz año, desclasado —dijo, mirando a la cámara apagada.

Miró su reloj; faltaban cinco minutos para las doce. Indicó al aerotaxi que diera la vuelta, la fiesta en el Milcova estaba a punto de empezar.



Presentamos a Mariano Cáceres cuando se publicó "El tribunal" en Axxón N° 159. Dijimos entonces que tiene 33 años y está próximo a recibirse de licenciado en Comunicación Social en la Universidad de La Matanza. Lo que no dijimos es que prepara su tesis y acaricia la idea de que la misma tenga algo que ver con la ciencia ficción argentina. Mientras se decide nos sigue enviando cuentos como éste, y otros, alguno de los cuales también tendrá su lugar en Axxón muy pronto.


Axxón 167 - octubre de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Sociedad: Argentina: Argentino).