RODILLAS DE MERCROMINA

Raquel Froilán García

España

Hold your light, Eleven. Lead me through each gentle step by step by inch
by loaded memory 'till one and one are one, Eleven, so glow,
child, glow. I'm heading back home.

Jimmy Tool


El niño jugaba en el horizonte de rocas. La planicie baldía, que sólo producía piedras resecas, se extendía hasta donde alcanzaba la vista y un poco más allá. El niño lo sabía porque había estado allí, donde acababa el páramo, con Madre. No había creído en las montañas hasta que las vio, la tierra plegada en colosos que buscaban el cielo. Madre y él habían conseguido un permiso. El niño aún no se explicaba qué había ofrecido Madre a cambio. Al principio la tierra era la misma que en la granja, sólo que había más y más y después de los pies agotados, quedaba más todavía. Caminaron. Las piedras pequeñas y afiladas les odiaban. Se clavaban en las suelas de las bastas alpargatas, queriendo llegar a la piel y más adentro. Madre y él no odiaban a las piedras. Sólo estaban ahí, no era nada personal. No les importaban las rozaduras ni las heridas. Sólo las montañas, saber que estaban ahí les bastaba. Y al final, cuando el pequeño ya dudaba de la cordura de Madre, llegaron. Allí, el horizonte quería atrapar las estrellas. El niño aún soñaba con las montañas, tan altas que tocaban el cielo y la nieve se resguardaba todo el año, esperando que volviese el invierno.

Pero el cielo quedaba ahora muy lejos. El niño conocía mejor el suelo de piedras afiladas. Se habían visto más a menudo.

Sus rodillas eran una pura cicatriz, cicatrices sobre las cicatrices, herida en las heridas, de la revancha de las piedras. Y Seis se había escapado. Ella siempre había sido más rápida.

—¿Qué pasa Once? —dijo ella, desde lejos. No se arriesgaría a que la vieran hablando con un impar—. ¿Otra vez hablando con las piedras?

Jimmy no respondió. Se dio la vuelta y miró al cielo, que se reía como Seis. Las rodillas siempre le dolían, siempre, y ya no lo notaba. Casi. Sólo que Madre ya no estaba para curarle las heridas y pintarle las rodillas de rojo. La mercromina huele a infancia, decía siempre, y Jimmy nunca sabía qué quería decir. Y después le sentaba sobre la mesa y soplaba. El aire refrescaba las heridas. Madre también decía que no picaba. Lo prometo. Jimmy no le creía. Casi esperaba el dolor, el líquido rojo tenía pinta de escocer mucho. No podía evitarlo y apretaba los dientes de pura anticipación. Nunca escocía. Pero Jimmy no era de los que reconocen una derrota. Madre decía ¿ves cómo no duele? Y él no contestaba, apretaba los dientes en silencio, ponía cara de sufrimiento. Y Madre sonreía y volvía a soplar en la herida para secarla más rápido. Y la herida dejaba de doler.

El viento había vuelto a levantarse. Le soplaba en las rodillas, así, tumbado y con las piernas dobladas, eran los dos picos de unas montañas enanas que, impasibles, soportaban el azote de los vientos, pero no era lo mismo. Madre soplaba más suave. Su aliento no llevaba toda la arena del páramo en suspensión. Madre le quería.

La voz le hizo levantarse de un salto.

—¡Once! —dijo el ogro—. ¿Qué haces ahí?

—Nada —dijo el niño. Su voz era un susurro.

Jimmy hubiera querido decirle que pensaba en Madre. Que estaba recordando, pero el hombre enorme que gritaba desde el camino de la granja no hubiera escuchado. Tampoco habría entendido.

—Vuelve ahora mismo o verás...

En el verás se escondían todas las amenazas del mundo, conspirando entre ellas para procrear nuevas y peores amenazas. Jimmy empezó a andar hacia la granja.

El hombre apareció casi de la nada. Sin un sonido. Jimmy se acercó sin miedo, por allí no se veían muchos extraños. Y en cualquier caso no serían peores que aquellos que ya conocía. Como el ogro, por ejemplo, que ya había dejado de gritar y se había refugiado en la granja. Pronto empezaría a llover y nadie en su sano juicio se quedaría fuera durante una lluvia.

Su primer impulso fue correr hacia él. Abrazarle. Se parecía tanto a Madre que daba miedo. Precisamente ese miedo le detuvo. Era imposible. Aquel no era Madre, era un impostor. Madre estaba muerto. Había caducado como le gustaba decir al ogro que vigilaba la granja. Estaba solo.

Pero el hombre realmente se parecía a Madre. Quizá fuese tan solo un espejismo, un fantasma invocado de tanto pensar en él, porque justo había aparecido en el momento en que Jimmy pensó "Te echo de menos".

La curiosidad fue más fuerte que el miedo.

El extraño sonreía con la boca de Madre. Venía de muy lejos sólo para ver al niño. Había pasado mucho tiempo.

—Hola —dijo el niño, con timidez. El hombre volvió a sonreír. Él también fue así una vez.

—Hola, Jimmy.

La cara de susto y sorpresa que puso el crío era realmente cómica. El hombre se hubiera reído de buena gana, pero no, el pequeño ya estaba asustado de sobra. Y esa era una cara que recordaba demasiado bien de su propio pasado. El pobre niño probablemente pensaba que estaba ante el fantasma de su Madre muerto. No quería asustarle más.

—Te llamas así ¿no? —dijo el hombre—. Jimmy.

—Shhh. Sí —dijo el chico, medio tartamudeando, indeciso—. Bueno, no. Me llaman Once. Sólo Madre me llamaba Jimmy.

El hombre volvió a sonreír. Hacía poco que había aprendido y no perdía ocasión de practicar. Casi pudo oír la pregunta no pronunciada. Si sólo Madre me llamaba así ¿cómo es que lo sabes?

—¿Y sabes por qué te llamaba así?

—Claro —dijo el niño con la seguridad con que se cuentan las verdades absolutas. Como si le hubiera preguntado ¿No sale el Sol siempre por el oeste?—. Era por una vieja canción, creo. Nunca supe la letra, pero él la tarareaba sin parar.

El hombre conocía de sobra la canción, incluso la letra perdida, pero no dijo nada. No era el momento. No todavía.

—Yo también me llamo así.


El hombre y el chico, los dos Jimmies, se habían sentado sobre una roca enorme, a charlar. El tiempo todavía amenazaba lluvia, pero ya no parecía inminente. Jimmy el Joven nunca había estado fuera mientras llovía. De todas formas, le gustaba el peligro. Es lo que pasa cuando no tienes nada que perder.

—Madre tampoco se llamaba así de verdad —dijo Jimmy el Viejo. Jimmy el Joven se había sentado en sus rodillas y escuchaba atento.

—Ya lo sé —dijo el chico—. Se llamaba Quince. Yo era el único que le llamaba Madre, pero no era mi madre de verdad. Yo no tengo madre.

El hombre asintió. Él sabía muy bien lo que era no tener madre.

—¿Y sabes lo que era Madre en realidad?

—Si, creo que sí —contestó el chico. Arrugaba la frente, concentrado, mientras hurgaba en busca de la palabra extraña, que finalmente pronunció con un gesto de triunfo—. Madre era un clon. Él era igual que yo, sólo que más viejo. Eso es lo que hacen en la granja. Crían clones.

El niño se recostó, exhausto por la parrafada. Estaba acostumbrado a que le hicieran preguntas, pero las respuestas solían ser más cortas. El ogro sólo aceptaba o no. De pronto, Jimmy el Joven se incorporó, como asaltado por una intuición repentina.

—¿Eso eres tú? —dijo el niño, emocionado por el descubrimiento —. ¿Un clon de Madre? ¿Por eso te pareces tanto a él?

—Casi, casi...

Iba a resultar largo explicárselo.

—¿Sabes lo que hacen en la granja? —dijo el hombre, aunque el chico lo sabía de sobra—. Hacen clones. Los impares, pertenecen al mismo tipo, proceden de una sola muestra, un hombre que vivió hace mucho tiempo. Las pares, también son idénticas entre sí e iguales a una mujer que vivió en la misma época que aquel hombre.

—Sí, Seis es una chica y es mayor que yo. Ella me pega, ¿sabes?

—Ya, lo recuerdo bien... —el hombre se interrumpió de pronto como si hubiera dicho algo que no debía.

El niño no pareció darse cuenta.

—Yo sé lo que pasa después —dijo, emocionado por conocer algo que el extraño seguro que no sabía—. Los que llegan a mayores se van, los meten en un avión...

—En una nave.

—Sí, eso, y los llevan lejos. —Luego, en tono confidencial, el niño añadió—. El ogro... Bueno, el Jefe, me dijo que se los llevan a las estrellas. ¿Son frías las estrellas?

—Mucho —contestó el hombre, en el mismo tono en el que se cuentan los grandes secretos del Universo.

—Y a los otros, los que caducan —"Como Madre", pensó, pero no lo dijo— también se los llevan. Pero más cerca. A las montañas. Una vez fui allí, a las montañas, y les llevamos una flor. Me gustaría volver.

"A mí también, pero no tenemos tiempo", pensó el hombre. Tendría que reconducir la conversación. Aquel niño tenía tendencia a irse por las nubes. Y pronto empezaría a llover.

—¿Cómo era? —dijo el niño de pronto.

—¿Quién?

—Ya sabes, el hombre ese... —dudó—. El modelo.

El chico era listo.

—Era un sabio de los Días Antiguos. Él y su compañera descubrieron algo, algo muy importante. Pero luego se sintieron responsables de su invento y lo destruyeron. Quemaron todos los planos y teoremas y desaparecieron.

—¿Ella era cómo Seis?

—Si, creo que sí, al menos físicamente. No sé si también le hacía rabiar, como Seis a ti.

—¿Sabes? —dijo el chico poniéndose colorado—. Creo que ella me gusta, aunque me pegue.

—Seguro que tú también le gustas.

El niño no respondió a eso. Perecía pensativo, con un millón de preguntas hirviendo bajo una superficie tranquila.

—Pues no lo entiendo —dijo.

El hombre se esperaba algo así. A él también le había costado trabajo comprender.

—No entiendo por qué lo hacen —el chico volvía a la carga—, para qué sirve la granja.

—Ellos esperan que alguno de nosotros, por ser como ellos, vuelva a descubrir lo que destruyeron.

—Pero es imposible —dijo Jimmy el joven—, quiero decir que cualquier tonto lo sabe. Puede que nos parezcamos a ellos pero no somos ellos. Madre y yo éramos idénticos pero no pensamos igual ni nos gustaban las mismas cosas. ¿Cómo voy a saber yo lo que hizo un tipo en los Días Antiguos? Es imposible. No es justo.

—No, no lo es —dijo Jimmy el viejo—. Pero de hecho ya ha pasado. O pasará.

Y sonreía otra vez, ahora de forma enigmática. Una sonrisa que decía "Yo sé algo que tú no sabes".

El niño tuvo otro arranque de súbita intuición. Después de todo, era algo genético.

—Tú no eres Madre —dijo—. Eres yo.

—La verdad es que tú serías yo dentro de unos años...

El crío hizo una mueca. El asunto era complicado.

—Ya te dije que venía de muy lejos —continuó Jimmy el viejo—, y vine para llevarte conmigo. A casa.

—¿Tienes una máquina del tiempo?

—Claro, la que tú inventaste. La que inventarás.

—¿Me vas a llevar contigo? —dijo el niño, que tenía un montón de preguntas escondidas.

—Si.


Comenzaba a llover. Aún era gotitas muy pequeñas, casi una niebla, pero empeoraría. Más tarde, la lluvia quemaría. Pero todavía no.

El chico era listo. No se le escapaba una.

—Pero eso es una parábola —dijo.

—Tal vez lo sea —contestó el hombre, riendo—, pero seguro que es una paradoja.

—Eso.


Ilustración: Guillermo Vidal

—Quieres decir que si te llevo ahora, no crecerás aquí y no podrás convertirte en yo, inventar la máquina y venir a buscarte. Pero si no puedes venir a buscarte, crecerás, inventarás la máquina y vendrás a buscarte...

—Creo que me estoy mareando.

—Yo también —dijo el hombre—. Sólo habría paradoja si tú y yo fuésemos únicos. Pero hay muchos Jimmy Once perdidos en las aguas del tiempo. Yo no puedo salvarme a mí mismo, porque ya estuve allí, todo eso ya ha pasado. Pero puedo ayudarte a ti. A los demás. Puedo llevarte a casa.

Aunque el niño asentía con fuerza, su cara desmentía sus gestos. No lo comprendía, pero lo haría con el tiempo. Tiempo es lo que les sobraba.

—¿Cómo es? —dijo el niño, que ya estaba impaciente y se levantó de un salto—. ¿Es bonito?

—Mucho —respondió el hombre, que también se levantó y le dio la mano—. Vamos Jimmy.

El niño se paró, preocupado.

—Pero... Pero el Jefe me buscará, no le gusta que me vaya...

—Está todo pensado —le tranquilizó el hombre—, creerá que te perdiste en la lluvia.

El niño, por primera vez, sonrió.

—Vamos a casa —dijo mientras abrazaba al hombre.


Juntos se alejaron, internándose en el páramo. A lo lejos se veían dos figuras, una mujer y una niña, esperándoles. Los adultos a los lados, y en centro, Jimmy y Seis. Se fueron de la mano.

Más lejos todavía se distinguía un resplandor pálido, como un espejismo imposible, no hacía calor entre la fina lluvia. Eso vendría después.

Los cuatro se fundieron en el resplandor y desaparecieron.


Raquel Froilán García nació en febrero de 1981 en la ciudad de León, España. Desde la aparición de "Jezabel" en Axxón 142, el número del decimoquinto aniversario, ha sido publicada varias veces más: "El inocente y Abel" (148), "La invasión (151), "Médium (152), "El bebé tiene tres meses" (154), "Tiempo treinta y tres" (154), "Tiempo de revelado" (157 —en colaboración con Fabio Ferreras—) y "Erinnis" (158 —cuento seleccionado para la antología Visiones 2005—).


Axxón 163 - junio de 2006
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: España: Español).