LA TRIPLE MUERTE DE MOFFO MÖNNLY

Fabio Ferreras

Argentina

1

La agencia de investigaciones Ojo Biónico no estaba pasando por su mejor momento. Acababan de cumplirse dos largos meses desde mi último trabajo (rastreo y emboscada de un ciborg con pasaporte falso), cuando alguien golpeó a la puerta. Bajé los pies del atestado escritorio, apagué el telesensor, me encasqueté el sombrero imitación Marlowe y dije «Adelante».

La puerta se abrió, dando paso a un individuo al que, a primera vista, le calculé un 40% de genoma humano. Vestía la bata verde del Sindicato de Genetistas; su cabeza, brazos y parte superior del torso eran claramente terrestres, pero no así su zona abdominal, inguinal y miembros inferiores. El caparazón quitinoso que le asomaba por debajo y el racimo de tentáculos con los que se valía para caminar eran inconfundiblemente kanxinianos. Pero nada de eso era algo del otro mundo. Lo impresionante era el enorme boquete sangrante que tenía en la zona del corazón.

—¿Señor Chandler? —moduló. Las cuerdas vocales le colgaban como guirnaldas de una segunda herida en el cuello—. ¿El detective?

—Se refiere a mí, en efecto —respondí—. Si es usted de la Liga de Donación de Órganos Clónicos o algo por el estilo...

—No, en absoluto. Han cometido un asesinato y necesito de sus servicios.

Con alarma creciente advertí que el individuo amagaba sentarse en la silla de los clientes. Me estaba dejando la oficina hecha un verdadero asco. Más asquerosa de lo que ya se encontraba, para ser sinceros. Parecía haber perdido toda la sangre azul (la concerniente al 60% kanxiniano de su cuerpo) pero de la sangre roja todavía le quedaba un poco, y se le escapaba rápidamente por ambos agujeros, los del pecho y la garganta. Ya había empapado la alfombrilla de BIENVENIDOS A OJO BIÓNICO y gran parte de la moqueta, que aunque estaba sucia y comida por las ultra-polillas yo igual apreciaba. Entonces advertí que el individuo no tenía dos heridas mortales sino tres, porque acababa de sacarse la gorra verde del Sindicato de Genetistas y la mitad del cerebro le había quedado expuesta al aire. ¡Diablos, casi podía leerle los pensamientos! ¡Y no soy del tipo empático precisamente!

—Muy bien —dije—. Ha llegado al lugar, y en el momento, indicados. Ojo Biónico tiene en su agenda un hueco ideal para usted. Aguarde un segundo.

El maldito apestaba, aunque yo no lograba discernir si el hedor provenía de sus movedizos apéndices kanxinianos o de sus horribles lesiones. Me puse de pie y abrí la ventana. No representó alivio alguno porque bajo mi oficina se encuentran las chimeneas del matarife Technical Cows, Inc., donde a esas horas tienen la mala costumbre de poner los hornos a plena potencia. El humo espeso y caliente casi me vuela el sombrero, de modo que me apresuré a cerrar la ventana y volví a mi sillón ergonómico. Disimuladamente, pisé el botón que despliega un excluso-campo invisible alrededor de mi cuerpo. El individuo se había sentado al otro lado del escritorio y observaba atentamente mis movimientos. A partir de ahora, gracias al excluso-campo que me rodeaba como una segunda piel, su hedor no me afectaría y sólo podría escucharlo.

—Adelante —dije—, ahora sólo podré escucharlo.

—Gracias. Preste atención porque hablar me representa un esfuerzo terrible y no lo repetiré.

—Créame que lo entiendo. —Ya había advertido el desagradable temblor que recorría sus cuerdas vocales cada vez que pronunciaba las consonantes—. Habló de un asesinato. ¿Quién es el muerto?

Se señaló a sí mismo con el pulgar. El movimiento fue tan brusco que el pulgar se perdió en el agujero del pecho.

—Acabaron con mi vida, Chandler.

—¿Insinúa que el muerto es usted?

—No lo insinúo; lo afirmo. Lo juro por la vida que tenía. Y sé quién es mi asesino. Esto no puede quedar impune.

—Hmm. ¿Podría ser más específico?

—Claro que sí. Pero antes que nada, dígame a cuánto ascienden sus honorarios.

Entrelacé los dedos sobre el escritorio, aparentando una calma que no sentía. Necesitaba el dinero. Debía dos meses de alquiler y no quería terminar en el edificio de enfrente, arreando embriones de neo-vacas al interior de un horno plasmótico.

—Quinientos por día —dije—, más una bonificación de dos mil si el caso concluye satisfactoriamente. Satisfactoriamente para el cliente, por supuesto.

—Por supuesto. ¿Dólares terrestres o galactos?

—Sólo cobro en billetes de los buenos, amigo. Si paga en terrestres doblo la tarifa.


Ilustración: Fraga

Sonriendo (por suerte era una sonrisa cien por ciento humana), el individuo extendió un tentáculo y lo introdujo en el bolsillo de su bata. Sacó un puñado de galactos que dejó entre el revoltijo de periódicos viejos y envoltorios de salchichas (marca Technical Cows, por cierto) que atestaban mi escritorio. Los billetes se habían ensangrentado un poco (sangre tanto roja como azul), pero qué diablos, en ese momento yo no estaba para pequeñeces como aquéllas. El dinero es dinero, en especial cuando no lo hay. Reprimí el impulso de abalanzarme sobre los billetes; una acción tan entusiasta sin duda habría opacado mi imagen de tipo duro.

—Estos son sus quinientos —señaló—. Ahora escuche con atención.

—Aquí como me ve, soy una entidad compuesta únicamente por oídos.

—Me llamo Moffo Mönnly. Si va a pronunciarlo, que sea con acento glótico en la ö, por favor. Como habrá adivinado, soy kanxiniano...

—Lo deduje por el caparazón quitinoso. Sin hablar de los tentáculos, claro.

—... y todo el mundo sabe que los kanxinianos remodelamos un alto porcentaje de nuestro cuerpo para adaptarnos a ambientes alienígenas. En este caso, remodelé cabeza y tronco en cuanto supe que sería destinado a trabajar en la Tierra. Los Maestros Genéticos de Kanxis reconfiguraron un 38,549021% de mi cuerpo para darme la fisonomía de un humano.

—¿Por qué no un 100%? Nadie lo habría advertido jamás.

—Tengo pensado regresar a Kanxis, señor Chandler. El hecho de que me hayan matado no cambia las circunstancias. Mis diecisiete esposas esperan por mí. Entrarán en fase reproductiva en un par de meses y no puedo fallarles.

—Ajá. ¿Y qué hay con eso?

—Que los Maestros Genéticos no han sabido resolver apropiadamente el cambio de genitales. Si llegaban a asignarme los de un humano, nunca habría podido recuperar los míos.

Pensé en todos esos apéndices reptando bajo el escritorio y me estremecí.

—¿Diecisiete esposas, dijo? —Me repantigué en el asiento—. ¿Cuántos tentáculos tiene usted?

—Diecisiete, evidentemente. —Volvió a mostrar su encantadora sonrisa—. Veo que lo ha captado, Chandler. Soy un macho capaz de lograr múltiples inseminaciones simultáneas.

—Entiendo. Continúe con la historia. Aún no ha llegado a la parte en que lo matan. Ni porqué.

—Para contarle eso he venido. Los kanxinianos somos expertos en remodelación genética y aspiramos a terminar nuestros días como verdaderos Maestros, pero nunca viene mal un cambio de aires. Llegué a la Tierra el año pasado, con la intención de perfeccionar mis estudios. Fui contratado por Industrias GenPlus, para trabajar bajo las órdenes de Gustav Genard, el famoso genetista.

—Creo haber oído hablar de él —interrumpí—. ¿No es el creador de esos simpáticos ositos de peluche?

—Así es. Originalmente eran osos blancos de la última reserva del Polo Norte. Genard hizo un excelente trabajo: el pelaje fosforescente con que dotó a los juguetes fue un toque genial. Los niños pierden el miedo a la oscuridad y duermen abrazados a sus ositos con paz envidiable.

Yo mantenía ciertas dudas al respecto, pero claro, nunca había tenido uno de esos ositos. El único de mis juguetes clónicos fue la Japonesita Complaciente... y a esa la compré de grande. Dicen que, a pesar de la prohibición, la Japonesita todavía se conseguía en el mercado negro y a precios exorbitantes; según esos mismos rumores, había sido manufacturada justamente en Industrias GenPlus, pero la Liga de Defensa de los Derechos del Clon nunca pudo probarlo. ¿Adónde había ido a parar mi Japonesita? Diablos, no lo recordaba. Imaginé que debía estar en algún polvoriento rincón del desván, en casa. Tendría que reemplazarle las baterías un día de estos, pensé, embargado por una nostalgia casi insoportable. Cerré los ojos y suspiré. Había pasado tantos buenos momentos con Shoku... Quizá invirtiera esos quinientos galactos en un par de baterías Animex para recuperar el tiempo perdido...

—¿Me está escuchando, Chandler?

—Disculpe, amigo, recordaba mi viejo osito. Continúe, por favor.

—En realidad, Genard siempre me trató muy bien y no tengo motivos para quejarme. Me confiaba investigaciones rutinarias que no quería realizar ni él ni ninguno de sus colaboradores inmediatos, pero mi buen desempeño y perseverancia no tardaron en hacerse notar, y a los seis meses ya tenía a mi cargo el laboratorio principal. Genard me permitió dedicarme a mis propias investigaciones en las horas libres.

—Ajá.

—Yo tenía un sueño, Chandler. Quería encontrar la Resurrección Espontánea. Era algo que venía persiguiendo desde mi época de estudiante en Kanxis. Y finalmente, hoy por la tarde, la encontré. Y la sinteticé.

—A la Resurrección Espontánea.

—En efecto, eso es lo que dije.

Bueno, aquello se estaba poniendo interesante. La historia me tenía tan cautivado que casi había logrado olvidarme de Shoku y los buenos momentos que pasamos juntos. Me recosté contra el respaldo del sillón y volví a apoyar los pies en el escritorio.

—¿Cuál fue la reacción de Genard al enterarse?

El rostro de Moffo Mönnly, expresivo como el de cualquier humano normal, mostraba una plácida desdicha. Pero el susurro sobre la moqueta me decía que sus tentáculos viboreaban excitados

—Corrí a su despacho privado para mostrarle mi descubrimiento —dijo—. Le llevé las gráficas, las cadenas arnizadoras, los recuentos de nanobiotos en sangre, todo... ¿Sabe qué hizo él entonces?

—Nop.

—Me preguntó si había mostrado los resultados a algún empleado de GenPlus, así fuese el conserje de limpieza. Y cuando respondí que no, Genard me pidió que me quedase quieto, sacó del cajón de su escritorio una pistola láser y efectuó tres disparos a quemarropa. Uno aquí —se señaló el agujero del cráneo—, otro aquí —luego el cuello—, y otro aquí —por último el pecho—. Fallecí en el acto, por supuesto.

—No es para menos... —Me rasqué confuso la cabeza por debajo de mi sombrero imitación Marlowe—. Hay algo que no comprendo. Si usted fue asesinado, ¿cómo es que está ahora aquí, en mi oficina, contándolo alegremente? ¿Acaso los kanxinianos conocen algún método de resurrec...? ¡Bingo! —La comprensión me inundó la mente como un amanecer de verano, algo que las nubes tóxicas no dejan ver en la Tierra desde hace trescientos años. Dejé caer los pies al suelo con tanta fuerza que temí aplastar uno de los tentáculos—. ¿Me está diciendo que...?

—Rayos, Chandler, lo imaginé más astuto. Antes de mostrarle los resultados a Genard me cuidé de probar el sintetizado Resurrector sobre mi propia persona. Genard me mató sin sospechar que a los dos minutos estaría caminando de nuevo, y plenamente consciente.

—Menudo descuido.

Me tomé unos segundos para ordenar las ideas. Empezaba a darme cuenta que tenía entre manos uno de esos casos que darían que hablar al universo civilizado, incluida la Tierra. Por otro lado, difícilmente pudiera encontrar un caso más simple de resolver. ¿Cuántas veces se tiene la suerte de que el mismísimo muerto te facilite el nombre del asesino? Volví a rascarme el cuero cabelludo y pregunté:

—¿Qué hizo usted al descubrir que había renacido? Por cierto, ¿vio el túnel de luz o el coro de ángeles? Ya sabe, las gansadas de las que siempre están hablando en el telesensor...

—Temo no haber visto nada, pero quizá fuese porque estaba furioso y sólo pensaba en la traición de Genard.

—Es comprensible.

—Cuando desperté seguía tirado en la oficina y sangraba por los tres orificios. Me estaba quedando sin fluido vital, azul y rojo, pero eso no fue obstáculo suficiente para mi Resurrector Espontáneo. —Arqueó una ceja con arrogancia—. Genard debió marcharse a buscar un desintegrador para limpiar el desastre y deshacerse de mi cuerpo: se había cuidado de llevarse mis documentos. No vacilé; oculté la herida del cráneo con la gorra del Sindicato, corrí al transportal del edificio y le pedí que me condujera a la oficina de un investigador privado. Por suerte tenía calderilla. Me materialicé en su recepción, Chandler. Y quiero que haga todo lo posible por recuperar esos documentos.

—¿Por qué no acudió directamente a la policía?

—Cuanto menos gente involucrada, mejor. Estamos hablando de un descubrimiento fundamental, único sino en el universo, al menos en esta espiral de la galaxia. Y Genard me lo robó. Si todavía no me cree, simplemente eche un vistazo a mis heridas.

Mi incliné hacia adelante para verlo mejor. Por un segundo estuve tentado de decirle «¡Qué tentáculos más grandes tienes, abuelita!», pero descarté la idea al recordar cómo utilizaba los malditos apéndices cuando estaba con sus diecisiete esposas.

Era jodidamente cierto. El orificio del cráneo casi se había cerrado del todo, las cuerdas vocales le habían retrocedido al interior del cuello, y en su pecho se veía un agujerito no mayor a una moneda de un galacto. Si eso no era el Resurrector Espontáneo en funcionamiento, entonces allí mismo me comía el sombrero.

—Eso no es todo, Chandler —agregó—. Hay algo que no alcancé a decirle a Genard: el Resurrector tiene doble efecto. Significa que puedo sobrevivir a una segunda muerte. Claro que la tercera será definitiva.

—La tercera es la vencida, eh.

—Así es. Aunque espero no ocurra pronto. —Moffo Mönnly levantó el mentón y se cruzó de tentáculos, clavándome la mirada—. Ahora es su turno de actuar. ¿Cómo piensa recuperar lo que es mío, Chandler? No olvide que ya pagué sus honorarios.

Hice sonar mis nudillos para aparentar actitud belicosa.

—Deje que yo me encargue de eso. Por lo pronto, tengo pensado ir ya mismo a GenPlus y acorralar a Genard antes que planee una coartada.

—Bien pensado. ¿Irá armado?

—No. Aborrezco las armas. Tengo una pistola láser aquí mismo —señalé la superficie del desordenado escritorio—, pero que me linchen si recuerdo dónde está. Confío en la buena predisposición de la gente. Si me presento ante Genard con una acusación fundamentada, no podrá escabullirse.

—Hmm... me permito disentir, pero igualmente respeto sus métodos. No olvide dos cosas. La primera —alzó un tentáculo—: Genard no vaciló en disparar para robar lo que es mío. Y la segunda —alzó otro tentáculo—: el Resurrector sintetizado no corre por sus venas, Chandler; será mejor que sea cauteloso.

—Descuide, no nací ayer.

—Yo renací hoy, por eso se lo digo. —Alzó los diecisiete tentáculos y ambos brazos humanos y los agitó en mi dirección—. Buena suerte. ¿Aguardo aquí?

—Por favor, la oficina es suya. —Ya de pie, me puse el sobretodo imitación Marlowe, guardé los quinientos galactos en el bolsillo, y enderecé mi sombrero en el ángulo que consideraba más viril y provocativo—. Estaré de regreso como máximo en una hora. Si se aburre, puede leer cualquiera de los periódicos... aunque quizá sean algo viejos. Le recomiendo mirar el telesensor. Si pasa una hora y no tiene noticias mías, llame a este número. —Arrojé sobre el escritorio una tarjeta de visita. Para variar, la recogió con una mano humana.

—¿Es de la policía?

—No. La empresa de pompas fúnebres de un amigo. Le he enviado varios fiambres, humanos y de los otros, así que me ha prometido un descuento...

Consideré aquel comentario lo suficiente ingenioso (aumentaba mi fama de tipo duro), para marcharme de la oficina sin mirar atrás.


2

Mi sala de recepción lucía pobremente amueblada. No siempre había sido así, pero, como bien dije al comienzo, Ojo Biónico no estaba pasando por su mejor momento. Los únicos adornos eran la puerta de mi despacho y la puerta de las escaleras. Ni hablar de un escritorio con una bella secretaria sentada detrás... la última que tuve se largó cansada de no cobrar un galacto.

Pero también estaba el transportal, al que no había utilizado desde mi anterior caso. Si son ustedes tercermundistas y viven en los planetas bananeros más allá del cinturón de asteroides, entonces no creo que conozcan un transportal, así que se los describo: consiste en un rectángulo gris de dos metros de alto por uno de ancho, más una pequeña ranura para echar calderilla donde debería estar el pomo de la puerta. Es todo. La magia de la tecnología.

El problema con los transportales es que aumentan considerablemente el consumo de energía eléctrica y, si dependes demasiado de ellos, a fin de mes te llega una factura que te deja en bancarrota. Por eso me había acostumbrado a dejar la oficina al viejo estilo, esto es, saliendo por la puerta común y bajando la escalera hasta la calle, tomando un neumobús, caminando hasta casa, etc. Si les extraña el arcaísmo de las escaleras, es porque en un edificio como éste los turbo-elevadores no funcionan dos veces de cada tres... y lo más común es bajar o subir treinta y dos pisos caminando. Tengo muy buenos bioimplantes en las pantorrillas.

Me dirigí hacia el transportal y le ordené activarse.

—Te ordeno que te actives.

—Por fin. ¿Nombre?

Oh, rayos, olvidé decir que los transportales también hablan. Con una vocecita bastante idiota. No me pregunten cómo lo hacen, porque jamás les encontré el altavoz.

—Ray M. Chandler —dije.

—¿Profesión?

—Soy tu propietario, nena. —En mi imaginación siempre le adjudiqué sexo femenino. Quizá fuera por la ranura de la calderilla—. Quiero pasar.

—Reitero. ¿Profesión?

—Detective privado. Más precisamente, el que atiende tras la puerta que tienes justo a la izquierda.

Soltó un zumbido rasposo.

—Hace cincuenta y nueve días, ocho horas y treinta y dos minutos que no utiliza mis servicios, señor Chandler. ¿Alguna forma de protesta, tal vez?

—Nada de eso. Es sólo que tenía ganas de desplazarme por allí personalmente. Ya sabes, haciendo yo mismo el trayecto en vez de recorrerlo convertido en una nube de taquiones acelerados.

Otro zumbido rasposo.

—¿Destino?

—Industrias GenPlus.

—Registrado. El viaje le costará trece dólares con noventa. De los buenos.

—¡Trece dólares! ¡Más bien catorce! ¡Rayos! ¡No debería costar ni dos!

—Le estoy cobrando un retroactivo adicional por tenerme dos meses aquí sin actividad alguna, señor Chandler. Porque ni visitas he tenido. Solamente el kanxiniano, hace media hora.

Bueno, ahí tenía razón. A nadie le gustaría ser un transportal sin nada que hacer, acompañado por dos puertas de madera que ni siquiera sabían hablar. Rebusqué en los bolsillos del sobretodo hasta dar con el importe y lo eché por la ranura; se produjeron varios zumbidos mientras el mecanismo verificaba que no fuera dinero falso.

—Importe correcto. Puede pasar, señor Chandler.

—Gracias, nena. Y a ver si la próxima vez me reconoces...

Di un paso adelante y el transportal me succionó vorazmente (otra de las razones que me llevan a pensar en esos aparatos como si fueran femeninos). Al instante siguiente me había convertido en una veloz nube de taquiones enloquecidos, una bruma pensante que rezaba por ser reconstituido cuanto antes a mi formato original, sombrero Marlowe incluido. Salté catapultado a Industrias GenPlus.


3

A veces la vida te da sorpresas. Esperaba llegar a una sala refinada y ostentosa, abarrotada con todos los derroches que una empresa como GenPlus podía permitirse... y exactamente eso fue lo que encontré. Techo altísimo y abovedado, alfombra de terciopelaje verde imitación hierba, sahumerios inyectores de ánimo jovial, iluminación difusa; a mi izquierda, una amplia colección de ventanales tridi mostraban en tiempo real imágenes del Gran Cañón de Meta Tharsis, en Marte, además de los gélidos paisajes mineros de Onaru, en Urano; contra la pared de la derecha, un conjunto de cromaholos y esculturas móviles exhibían los dos grandes éxitos de la empresa: los metahombres de Meta Tharsis, en los que prevalecían las piernas musculosas y la doble joroba velluda, y los subhombres de Ciudad Antro, consistentes principalmente en cuatro brazos para cavar y un cuerpo largo y segmentado para poder arrastrarse. Tras un siglo de darse de cabeza contra presupuestos astronómicos (astronómicos en el sentido de onerosos, se entiende), las compañías colonizadoras habían comprendido que era mucho más barato cambiar al individuo que terraformar un mundo... mundo que, en su mayor parte, era una reverenda porquería. Así que GenPlus reclutó gente para remodelarla un poquito. También era cierto que los subhombres de Urano ya no podían hablar, así que nunca se supo si quedaron satisfechos con dicho cambio.

Junto a mí flotaban un par de amebas gigantes que me recordaron a los pulpoides de los anillos de Saturno (reformados a partir de nuestros propios calamares terráqueos) más una adorable parejita de hámsters del tamaño de ponis medianos. GenPlus había intentado con ellos desbancar el éxito de sus osos de peluche fosforescentes, un poco pasados de moda, pero los hámsters no tuvieron tanta salida, probablemente porque no muchas viviendas podían darse el lujo de albergar ruedas de ejercicio de cinco metros de diámetro.

Pero nada de eso me sorprendió, porque en cierta forma lo esperaba. Lo que casi me tumba de espaldas fue encontrar a Shoku, la Japonesita Complaciente, cómodamente instalada en su sillón de recepcionista.

Cuando el transportal me escupió, ella estaba a punto de hablar por el videófono. Me enfocó con sus adorables ojos negros y rasgados, y dijo:

—Bienvenido a Industrias GenPlus. ¿En qué puedo ayudarle?

¡Diablos, si hasta la voz es la misma!, exclamé para mis adentros.

Acomodé mi sombrero, respiré hondo para superar el leve mareo post-transportación, y luego me acerqué al mostrador. Tuve que hacer un rodeo para esquivar la ameba gigante; tal vez fuese un holo y habría podido atravesarla sin problemas... pero si se trataba de una escultura móvil me hubiese incrustado el palpo de acero en mitad de la frente, ante la mirada de la recepcionista: una situación inadmisible.

—Hola, nena —guiñé un ojo y sonreí con la mitad de mi boca, maldiciéndome por no haber encendido un cigarro. Odio los cigarros pero me dan un aire muy sensual—. ¿No nos conocemos de algún lado?

La Japonesita alzó las cejas y resopló.

—Podría haber dicho algo más original, ¿no cree? —Me repasó de arriba abajo—. Aunque claro, con esa facha pasada de moda no se podía esperar otra cosa...

Caramba, la había mosqueado. No había sido un buen comienzo.

—No ha sido un buen comienzo, muñeca, así que olvídalo. Iba a decirte que me recuerdas a alguien, pero mejor lo dejamos para después. Ahora tengo un asunto importante entre manos. Necesito hablar con el señor Gustav Genard.

—¡Ja! ¿Es broma?

—Nop.

—¿Y tiene cita?

—Tampoco.

—Pues entonces será mejor que vuelva por donde ha venido. Nosotros también tenemos un asunto importante entre manos, uno de los gordos, según parece, y Genard no lo recibiría ni aunque fuese el mismísimo Regente Mundial.

De manera que Genard está nervioso, pensé, y ya dio órdenes de no ser molestado... Extraje una de mis lujosas tarjetas de presentación y la arrojé sobre el mostrador. La tarjeta se desplegó y proyectó una efigie mía de diez centímetros de altura, vestido con mi clásica gabardina marrón oscuro y sombrero imitación Marlowe. ¡Rayos, qué guapo estaba!

—¡Hola! —exclamó mi pequeño holo, saludando con los brazos abiertos—. Me llamo Ray M. Chandler, y trabajo para la agencia de investigaciones Ojo Biónico. Si desconfía usted de la fidelidad de su esposa, sospecha de las actividades de su droide de confianza, o ignora qué hace su clon de recambio cuando no está en casa, no dude en llamar al número... ¡Cuackz!

Una adorable manita blanca había aplastado mi holo. Cuando alcé la vista me encontré con unos ojos negros muy abiertos... o tanto como podían estarlo los de la Japonesita.

—Esto es imposible —musitó—. ¿Es el señor Chandler?

—El mismo, nena.

—¡Estaba a punto de llamar a su oficina! Genard ordenó contratar sus servicios hace apenas un minuto, justo antes que usted atravesara el transportal...

Bueno, eso sí que no me había ocurrido nunca. Y no me refiero a llegar antes que me llamaran, sino a ser contratado dos veces en un mismo día.

—Pues aquí estoy —dije—. Como puedes ver, Ojo Biónico es una empresa seria y eficiente.

En el conmutador, una insistente luz roja se encendía y apagaba. La Japonesita, sin poder quitarme la mirada de encima, accionó una clavija. Surgió una voz grave e inquieta:

—¿Y bien? ¿Qué hay del detective?

La alenté con gesto bonachón.

—Dígale que ya llegué, vamos.

Ella obedeció, todavía pasmada.

—Uh, el señor... ejem, el señor Chandler acaba de llegar...

Al otro lado se produjo una exclamación.

—¿Tan rápido? ¡Excelente! Que pase ya mismo. ¡Clic!

Recuperé mi tarjeta y traté de alisarla, pero había quedado muy arrugada. No me importó, tenía montones de ellas.

—¿Me indicas el camino, nena?

Señaló una puerta al fondo, hábilmente disimulada entre dos acuarios gigantes donde buceaban tirabuzones-piraña.

—Adelante. Genard lo está esperando.

—Gracias. Y recuérdame preguntarte algo cuando me vaya de aquí.

Caminé hacia la puerta con paso triunfante, sabiendo que sus ojos me seguían embelesados.


4

Gustav Genard era un hombre pequeño, inquieto, de nariz grande y mirada furtiva, prácticamente calvo excepto por una cresta artificial roja que le crecía en la coronilla. Vestía la misma bata verde del Sindicato de Genetistas que llevaba puesta Moffo Mönnly, a quien imaginé sentado en mi despacho, rascándose aburrido en diecisiete o diecinueve costados según usara sus brazos humanos o no. Cuando entré en la oficina, Genard se puso solícitamente de pie y estrechó mi mano, desplegando la clásica sonrisa de vendedor de neumocoches usados. Advertí que llevaba anillos sentientes en cada uno de sus dedos; destellaban en color rosa difuso, amarillo canario y verde esperanza. Los anillos sentientes captan el estado de ánimo del propietario y lo convierten en armoniosas tonalidades cromáticas. Muy monos, de verdad. Y caros.

—Señor Chandler, un placer conocerlo —saludó—. Me sorprende la velocidad con que acudió a nuestra llamada.

—Siempre listos ante la injusticia, ése es el lema de Ojo Biónico —pronuncié, sorprendiéndome a mí mismo por mi originalidad.

Tomé asiento en la silla que Genard me indicaba. No pude evitar un escalofrío al pensar que Moffo había muerto en esa misma habitación. Rogué porque el asunto no se hiciera costumbre.

—Voy a serle franco... —empezó Genard, dando la vuelta a su escritorio. La cresta roja bailoteaba en su cabeza. Tras él, colgados en la pared, había infinidad de diplomas, condecoraciones y fotografías en 2 y 3D. Me llamó particularmente la atención una en la que se veía a Genard tomando de la cintura a la Japonesita Complaciente. Él sonreía, pero ella no, y me pregunté si eran pareja o si lo habían sido en el pasado... me encogí de hombros: no era asunto mío. Desvié la mirada y traté de concentrarme en su discurso, que había seguido adelante—... y por eso decidí llamarlo, Chandler. Como puede ver, más simple que soplar y hacer hecto-burbujas.

Me quité el sombrero y carraspeé, incómodo. No había escuchado una maldita palabra de lo que dijo.

—Disculpe, pero ¿podría repetirlo? —Introduje mi mano derecha en el bolsillo de la gabardina—. Me gusta llevar un registro de los casos que investigo, y no tuve tiempo de encender la grabadora. —Era una patraña grande como un rascaestratósferas, pero claro, Gerard no tenía forma de saber que yo no usaba la grabadora desde hacía meses. Debía estar sepultada entre la basura de mi despacho.

—Pues claro —sonrió, condescendiente. Sus anillos chispearon, rojo pálidos—. ¿Puedo comenzar ya?

—Adelante.

—Decía que acabo de matar a uno de mis empleados, un kanxiniano llamado Moffo Mönnly. Lamentablemente no estaba tan muerto como creí. O sí lo estaba, sólo que el kanxiniano había tomado ciertos recaudos para no morir. Quiero que vaya hasta donde se oculta y lo elimine sin miramientos.

Rayos, aquello iba demasiado rápido para mi gusto. Comenzaba a sospechar que el caso no era tan simple como me pareció en un principio.


Ilustración: Fraga

—Necesito más datos, Genard. No salgo a matar gente por ahí sin una buena razón. Ni aún siendo extraterrestres.

—Muy precavido de su parte, Chandler. En lo que a mí respecta, los kanxinianos nunca me cayeron simpáticos. Esa costumbre de adoptar la forma de las razas con las que hacen contacto siempre me ha resultado, como mínimo, sospechosa. Acepté la presencia de Mönnly en esta empresa por su probada capacidad de trabajo, pero mantuve mis reservas. Designé a un hombre de confianza la tarea de vigilarlo durante las veinticuatro horas del día. Y lo que obtuve es lo siguiente.

Genard presionó un botón en la consola del escritorio. De un nicho oculto en la pared surgió un proyector tridi. Acto seguido, se materializó una silueta en el extremo opuesto del despacho: tenía torso humano y se mantenía de pie sobre un abanico de nerviosos tentáculos.

—¿Está seguro que se trata de Mönnly? —pregunté. El kanxiniano se encontraba de espaldas.

—Por supuesto. La toma mejora luego, pero puede contarle los tentáculos si lo desea. Mönnly tiene diecisiete. Y le aseguro que es un caso insólito entre su gente, algo así como un superdotado sexual.

—Entiendo.

El supuesto Mönnly llevaba ropa de calle: chaqueta común y corriente, camisa blanca, gorra del Sindicato de Genetistas, falda escocesa a cuadros violetas y amarillos (los kanxinianos no podían usar pantalones). En ese momento pulsaba el llamador de una puerta de aspecto sucio y abandonado. Se distinguía parte de un pasillo en penumbras.

—¿Cómo obtuvieron la imagen? —pregunté—. El espía debió estar ubicado justo a sus espaldas.

—Una nanocámara instalada sobre el lomo de una mosca-robot. El lugar es un edificio a punto de ser demolido, en las afueras de MacroCity. Un auténtico criadero de malhechores, refugio de droides defectuosos y clones de recambio fugitivos.

En la imagen se abrió la puerta; apareció un nuevo kanxiniano. Pero éste mostraba una diferencia fundamental: era kanxiniano de la cabeza a los pies. O de la cabeza a los tentáculos, para describirlo mejor.

Rayos, qué feos son, recuerdo haber pensado.

—¡Rayos, qué feos son! —exclamé.

Genard sonreía. Sus anillos se encendieron de un naranja vívido y recuperaron luego el anterior azul desvaído.

—Yo en particular los considero horribles. Si mostraran sus verdaderos rostros no les permitirían el acceso a ningún mundo del Sistema. Lo cual nos conduce a la obvia conclusión de que el que estamos viendo se encuentra de incógnito. —Se inclinó sobre la consola—. Subiré el volumen.

—¿... lo tienes? —estaba diciendo el kanxiniano. Tenía muy abiertos los doce ojos que le bordeaban la cara como los números de un reloj—. ¿Lo conseguiste? ¿Tan rápido?

—Así es —respondía el supuesto Mönnly—. Mañana, en cuanto termine de sintetizarlo, te lo traeré junto con todos mis archivos: en GenPlus no quedará nada que lleve a resultados parecidos. Nadie más podrá obtener el Resurrector Espontáneo, nunca.

En ese punto sufrí un momentáneo vértigo, porque la mosca-robot los sobrevolaba hasta posarse en el hombro del kanxiniano que había abierto la puerta. El holo mostró un inconfundible primer plano de Moffo Mönnly.

—¡Genial, Moffo! —el kanxiniano saltaba regocijado y la mosca con él, revolviéndome las tripas a pura náusea—. ¡Mañana por la noche estaré viajando rumbo a Kanxis con la síntesis del Resurrector! ¡Pronto podremos invadir el maldito Sistema! ¡Seremos héroes y nos condecorarán! —Entonces la voz del kanxiniano vacilaba—. ¿Qué sucede, Moffo? ¿Por qué pones esa cara?

Mönnly contemplaba la cámara fijamente.

—Nada. Tienes una mosca en el hombro. Y de las gordas. —Su mano derecha comenzó a ocultar la imagen—. Me encargaré de ella...

¡Cuackz!

El golpe me hizo saltar en el asiento. La proyección había terminado. Genard asentía satisfecho, con aire grave. Sus anillos se apagaban uno a uno, consternados.

—Mi hombre de confianza dirigía la mosca por medio de un empalme neural —dijo, llevándose un dedo índice a la sien. Bajó la mirada—. Lamentablemente murió con medio lóbulo parietal achicharrado; no pudo hacerse nada para salvarlo.

—Ug.

—No obstante, el descubrimiento bien ha valido esa vida. Señor Chandler, ¿comprende el verdadero alcance de lo que acabamos de ver?

—Claro. Hay un kanxiniano sin pasaporte en la Tierra.

—¿Nada más? ¿Es todo lo que se le ocurre?

—Bueno, también dijo algo acerca de una inva... ¡Bingo! ¡Los kanxinianos piensan atacar el Sistema!

—Eso parece. Y sería terrible que se valieran del Resurrector Espontáneo para invadirnos.

Traté de imaginar la razón, pero no se me ocurría nada. La verdad es que la maldita fotografía de Genard abrazado a la Japonesita me desconcentraba constantemente.

—¿Podría explicarme adónde quiere llegar? —pregunté, irritado—. Hace cinco minutos que llegué y ni siquiera hemos hablado de mis honorarios.

Genard se estiró hacia atrás y entrecerró los ojos.

—Señor Chandler, imagine que forma parte de un Batallón de Defensa Terrestre. Un grupo de invasores kanxinianos carga contra usted. ¿Qué hace entonces?

—Jo, menuda pregunta. Les vuelo sus nauseabundas cabezas con un buen bombazo.

—Buena estrategia. ¿Y luego?

—Luego pisoteo los cadáveres y cargo al frente para detener el ataque.

—Error. Porque entonces los cadáveres resucitarían, golpeándolo por la retaguardia y acabando con su Batallón de Defensa en un santiamén. —Genard se inclinó hacia mí, chasqueando los dedos frente a mis narices. Los anillos pulsaron en rojo sangre—. Así de rápido.

Rayos, tenía que reconocer que aquello del Resurrector era un arma fenomenal.

Genard continuó hablando.

—Imagine mi excitación: yo acababa de descubrir por casualidad el primer paso de una invasión kanxiniana. Me propuse actuar de inmediato: ordené a Mönnly que viniera aquí y le mostré la grabación que acabamos de ver. Como lo negó airadamente, me vi obligado a matarlo. Corrí a buscar al personal de seguridad, pero cuando regresé había desaparecido. Evidentemente el Resurrector funcionaba y lo había probado sobre sí mismo. Por suerte tengo aquí todo su trabajo. —Genard palmeó la pechera de su bata, donde sobresalía un bulto que yo ya había advertido—. No sé con qué mentira habrá ido a verlo, Chandler, pero imagino que Mönnly querrá recuperar sus documentos.

—Bueno, lo que él me dijo... ¡Un momento! ¿Cómo sabe que hablé con Mönnly?

—No me limité a seguir al kanxiniano con una mosca-robot. Todos mis empleados llevan un buscador escondido en el dobladillo interno de su bata. Y por eso sé dónde se encuentra ese bastardo en este momento... está en su oficina, Chandler. Esa es la razón que me llevó a contratarlo.

—Una lástima. Creí que me contrataba por mis buenas referencias.

Genard señaló una lucecita verde que titilaba en la consola.

—También sé que no lleva usted una grabadora en el bolsillo, como tampoco arma alguna escondida entre sus ropas. Solamente unos extraños bioimplantes en las pantorrillas. ¿Puedo saber para qué son?

Me encogí de hombros.

—Para poder subir treinta y dos pisos diarios —aclaré—. Y después bajarlos.

—Pongamos las cartas sobre la mesa, Chandler —sus diez anillos se volvieron blancos, como a la expectativa—. ¿Le habló Mönnly de la invasión?

—Bueno... no dijo nada de eso. Sólo que usted le robó su invento. Para apropiárselo.

Genard soltó una carcajada.

—¡Vamos, no habrá creído semejante patraña! Mire a su alrededor. ¿Tiene idea de la fortuna amasada por Industrias GenPlus? ¿Recuerda los ositos de peluche?

—Claro.

—Con los ingresos de las ventas del primer año compramos las acciones de media Luna City. Y sólo le estoy hablando de los ositos. ¿No cree que nos resulta absolutamente innecesario robarle a alguien su invento? ¿Para peor a un kanxiniano embustero y tramposo como Moffo Mönnly?

—Pues...

La sonrisa condescendiente de Genard desapareció de golpe. Me fulminó con la mirada.

—Tiene que acabar con él —sentenció—. Es un asunto de seguridad planetaria.

La grabación era una prueba concluyente contra Mönnly, una prueba que me había conducido a una encrucijada, porque debía reconocer que, a pesar de todo, el kanxiniano me había caído simpático. Y además me había adelantado quinientos galactos, algo a tener en cuenta. Quizá lo que me inclinaba a favor de Mönnly (o más precisamente, en contra de Genard) era esa maldita fotografía de Genard con la Japonesita. Rayos, la envidia me hacía hervir la sangre.

—Hagamos lo siguiente, amigo —me puse de pie y hundí mis manos en los bolsillos—. Regresaré ahora mismo a mi oficina. Deme diez minutos para hablar con Mönnly, y luego reúnase conmigo. Para ese momento ya sabré si el kanxiniano miente o no.

Genard asintió. Su cresta roja también. Los anillos titilaron, acompañando el movimiento.

—Es un pacto —dijo—. Dentro de diez minutos, en su oficina. Allí estaré.

Ya me dirigía hacia la puerta cuando decidí preguntárselo. Señalé la foto de la pared.

—Oiga, esa preciosura de ahí, la del traje multicromo...

Genard se volvió hacia donde yo señalaba.

—Una vieja amante. ¿Qué hay con ella?

—¿No es la del mostrador?

—Hmm. Se refiere usted a Itehia.

—¿Se llama así? ¿Itehia? Yo estaba pensando en un nombre mejor... —hice una pausa dramática—. Un nombre como... Shoku.

Juro que la cresta de Genard se erizó como el lomo de un gato enojado. No pude ver de qué color se le pusieron los anillos porque el escritorio le ocultaba las manos, pero los imaginé azul eléctrico.

—Muy sagaz, Chandler, muy sagaz... ¿Le gustan esa clase de muñecas? ¿Tiene una... una de ellas en casa?

—Tenía. Se le gastaron las baterías.

—La de recepción no es un clon de esparcimiento sexual. Se trata de la auténtica, la mujer original que copiamos en nuestro laboratorio para crear a Shoku, la Japonesita Complaciente. Fue un éxito rotundo. Lamentablemente, la Liga de Defensa de los Derechos del Clon la consideró inmoral. Borramos muy bien nuestros registros y nunca pudieron probar que la fabricamos aquí... ahora la causa ha caducado.

Asentí comprensivamente. Bajé la voz, como hablando entre amigos.

—¿Lo sabe ella? Me refiero a si se enteró que tiene unas hermanitas... usted me entiende... un poco juguetonas.

—Claro que no. —Genard compuso un libinidoso gesto cómplice—. No crea que no estuve tentado de decírselo, eh. En especial cuando dejó de verme, a manera de venganza... ni siquiera sé cómo seguí manteniéndola en su puesto de... ¡Oiga! ¿Por qué me hace tantas preguntas? ¿Tiene esto algo que ver con lo de Mönnly? Ya le dije que la causa caducó y que...

—No me haga caso, Genard. —Abrí la puerta y saludé con una leve inclinación de sombrero—. Y no lo olvide: en diez minutos, en mi despacho. Lleve quinientos galactos. Son mis honorarios.


5

Los tirabuzones-piraña me contemplaron con ojos hambrientos mientras pasaba frente a sus acuarios. Uno de esos simpáticos bichos podría zamparse a un ser humano en menos de diez segundos; no creí que GenPlus los hubiese creado para acompañar niños insomnes.

Cuando llegué a la altura del mostrador, Shoku (o Itehia, aunque su verdadero nombre no me gustaba tanto como el de fantasía) me hizo un gesto con la mano. La ignoré y seguí caminando hacia la salida. Esta vez atravesé los holos de las amebas de Saturno sin temer ningún tropezón vergonzoso.

—¡Aguarde, señor Chandler! —gritó Itehia—. ¡Por favor!

Di media vuelta con gesto cansino. Cuando me lo propongo, no hay actor como yo.

—¿Qué quieres, muñeca?

Ella había llegado a mi lado. Y como vino corriendo, jadeaba de cansancio. Otra vez me vi asaltado por esa insoportable e inesperada nostalgia.

—Antes de marcharse dijo... dijo que iba a preguntarme algo... —Respiró hondo y continuó—: ¿Qué quiere saber?

Medité unos segundos mi próxima jugada. Al conocerla había pensado preguntarle cómo era posible que la Japonesita Complaciente compartiera sus rasgos, preguntarle si ella era uno de esos clones de compañía que por alguna razón había conseguido un trabajo decente... pero las cosas habían cambiado con la declaración de Genard.

Sonreí con toda la boca, desplazando las orejas levemente hacia atrás, como hago cuando estoy verdaderamente contento.

Me incliné hacia delante y le susurré al oído:

—¿Has escuchado hablar de la Japonesita Complaciente?

Negó con la cabeza, intrigada.

—¿Puedes ingresar a los tecno-archivos privados de Genard?

Empezó a negar... pero entonces asintió.

—Muy bien —dije—. Entonces curiosea un poco en su banco de datos, y después dime lo que encuentras —le extendí una de mis tarjetas, cuidando de no arrugarla—. Llámame aquí. Estoy de ocho a dieciocho, menos los domingos.

—No me serviría de nada abrir los tecno-archivos de Genard. Están encriptados. Me hace falta la palabra clave.

En ese momento, sin buscarla en absoluto, me cayó encima la única inspiración verdadera de todo el maldito día.

—Prueba con «Shoku» —dije—. Verás que funciona.

Seguí camino hacia el transportal. Era hora de enfrentar a Moffo Mönnly y descubrir qué se traía entre manos. O entre tentáculos. Pero aún faltaba algo importante. Me volví hacia Itehia.

—Oye, muñeca —le mostré mi abultado fajo de quinientos galactos—. Como puedes ver, hoy salí sin calderilla. ¿No harías el favor de prestarme unas monedas? El viaje me sale trece dólares con noventa. De los buenos...


6

El transportal me devolvió al Ojo Biónico. Me acomodé el sombrero y caminé directamente a mi despacho, con la terrible certeza de encontrarlo vacío: Moffo Mönnly debió irse en algún momento sin que nadie lo advirtiera, pese a lo que había dicho Genard del detector escondido en la bata.

Pero me equivocaba. Al abrir la puerta descubrí a Mönnly sentado en la silla de los clientes, tal como lo había dejado. Había vuelto a ponerse la gorra verde de genetista y miraba el telesensor con cara de aburrido. Sostenía con el primer tentáculo una botella de whisky; con el segundo tentáculo cambiaba los canales del control remoto; con el tercero se rascaba un sobaco; con el cuarto... y así sucesivamente. Estaba muy activo. Y como lo hacía todo con los brazos humanos cruzados plácidamente sobre el pecho, el kanxiniano desprendía una insólita sensación de vertiginosa serenidad.

—Ya estoy aquí —anuncié.

—Lo sabía. Le ordené al transportal que avisara cuando estuviese en camino. —Mönnly apagó el telesensor—. Celebro que haya venido solo, Chandler. Temía que Genard pudiera... pudiera meterle ideas extrañas en la cabeza. ¿Recuperó los documentos?

Rodeé el escritorio hasta mi lugar, pero no me senté. Comencé a revolver entre el increíble desorden, simulando estar distraído.

—Bueno... ése es un buen tema para discutir. ¿No ha visto por aquí mis pastillas contra la acidez?

—Sólo encontré esto —sonrió, enarbolando la botella—. No está mal.

—Puede bajársela si tanto le gusta. La casa invita.

Continué rebuscando. Bajo una pila de aceitosas cajas de pizza tanteé los mandos de la grabadora, pero no era eso lo que quería.

—¿Y bien? —dijo Mönnly, alzando la voz—. ¿Qué averiguó? ¿Qué dijo Genard?

Agité la mano, restándole importancia al asunto.

—No hubo mayores complicaciones. Fue una charla muy amena, en la que hablamos de tirabuzones-piraña, pulpoides saturninos, metatharsianos de Marte...

¡Rayos! ¿Dónde diablos estaría mi pistola láser? ¿Y cómo pude vivir tanto tiempo con semejante desorden?

—¡Es suficiente, Chandler! —Mönnly dio una fuerte palmada contra la superficie del escritorio, utilizando para ello una docena de tentáculos. El control remoto y la botella de whisky fueron a parar a la alfombra, amén de un buen número de periódicos viejos, envoltorios de dulces, directorios videofónicos, etc.—. ¡Dígame ya mismo lo que ocurrió en GenPlus o me veré obligado a...!

Lo miré fijamente a la cara, con la más feroz de mis expresiones.

—¿A qué, Mönnly? —espeté—. ¿Se verá obligado a correr con los suyos? ¿Para invadir la Tierra? ¿Era eso lo que iba a decir?

Frunció el ceño y se echó hacia atrás. Tuve que reconocer que su rostro era el vivo retrato de la perplejidad.

—¿Puedo saber de qué taxo está hablando?

Esta vez fui yo el perplejo.

—¿Taxo?

—Olvídelo. Una antigua maldición kanxiniana. ¿Qué significa eso de la invasión?

—Lo sé todo, Mönnly. Vi la grabación donde se reune con un kanxiniano de incógnito. Porque es así como lo hacen, ¿verdad? Cambian sus cuerpos para ser aceptados en los mundos que visitan, y aguardan luego el momento de atacar. Lo escuché decir que utilizará el Resurrector Espontáneo para invadir el Sistema. No sé cómo pude creerle. Me ha defraudado.

—Pero...

Consulté mi reloj.

—Genard estará aquí en dos... no, en un minuto. Podremos discutirlo entre los tres.

—¡Imbecil! ¡Lo engatusaron!

—No lo creo. Le explico: sucede que Genard lo ha seguido con una mosca-ro...

—¡Mentira! ¡Todo mentira!

Mönnly se incorporó con velocidad pasmosa. Sus tentáculos se habían puesto rígidos y parecía medir casi dos metros de altura. Recién entonces me di cuenta que ya no desprendía el olor nauseabundo que trajo al llegar, y que sus heridas habían desaparecido por completo. Descruzó los brazos, dejando las manos al descubierto. Con una sostenía mi pistola. Y me apuntaba con ella.

—¿De dónde sacó eso?

—Usted mismo dijo que había dejado el arma por ahí —señaló el escritorio con el cañón—. La botella de whisky no fue lo único que encontré. Muy descuidado, Chandler. Su descuido lo llevará a la tumba.

—Aguarde un segundo... —le mostré las palmas abiertas, intentando tranquilizarlo—. Genard estará al caer; confío en que si nos tomamos las cosas con calma...

Desde la recepción llegó la voz rasposa del transportal:

—¡Señor Mönnlyyy! ¡Tenemos visitaaas!

Máquina traidora, mascullé.

Mönnly miró la puerta de reojo, luego a mí.

—Hasta nunca, Chandler —dijo—. Créame que lamento verme obligado a matarlo.

Ya se escuchaba el zumbido característico de la transportación. En esos momentos Gustav Genard era una nube de taquiones que lentamente iban cobrando forma humana.

Al tiempo que Mönnly alzaba la pistola retrocedí un paso; el kanxiniano disparó. Fue certero: el láser me dio en el centro de la frente.

Pero siempre guardo un as en la manga, aunque en este caso mi salvación se haya producido de manera absolutamente casual: al retroceder pisé el botón oculto que activaba el excluso-campo invisible... el láser rebotó en el campo como en un espejo, y fue a dar al pecho de Mönnly. Lo agujereó de lado a lado. Cayó al suelo como un saco de patatas transgénicas.

En la sala contigua, el transportal escupía al distinguido genetista Gustav Genard. Sus pasos avanzaron con firmeza, luego se detuvieron sobre el felpudo de BIENVENIDOS A OJO BIÓNICO. Golpeó a la puerta.

Me dejé caer sobre mi sillón, francamente exhausto. Dejé escapar un suspiro. No me habían quedado fuerzas ni para enderezarme el sombrero imitación Marlowe.

—Adelante —susurré.

Caso cerrado, recuerdo haber pensado.

Error. Aún faltaba lo peor. O lo mejor, según se mire.

Porque hubo algo bueno y algo malo. Lo malo...


7

Lo malo fue ver que Genard entraba empuñando una pistola láser. Idéntica a la mía, con la diferencia de que mi pistola seguía entre los dedos engarfiados de Mönnly, dedos que se iban enfriando lentamente, para decirlo con dramatismo. Lamenté no haberla recuperado antes que llegara el genetista, porque ahora era él quien me apuntaba a la cabeza.

Eso fue lo malo.

Busqué desesperadamente algo que decir.

—¡Hola Genard! Ya nos lo sacamos de encima, eh.

Genard cerró la puerta a sus espaldas. Sin decir nada avanzó hasta el cuerpo del kanxiniano y lo sacudió un par de veces con la puntera del zapato. Sus anillos titilaban en un inexpresivo color magenta.

—¡Oiga! —exclamé—. ¿No me cree? Si digo que me lo cargué es porque me lo...

—Este bastardo ya me engañó una vez. Y no volverá a hacerlo. —Genard se puso en cuclillas y verificó el pulso en un brazo del kanxiniano; desconozco si sus tentáculos tendrán pulso también. Luego asintió y tomó el arma del muerto. Al incorporarse, Genard me apuntaba con las dos.

Y eso ya no era malo, sino peor.

—¿Podría bajarlas? —rogué—. No sé si lo dije, pero aborrezco las armas. De hecho...

—Silencio. —La cresta artificial se le había puesto muy roja y erecta—. Terminemos de una vez con esta farsa. Lo mandé llamar a la empresa para hacerle creer el cuento de la invasión: Mönnly no debía escaparse de nuevo. —Miró el cadáver con desprecio—. Chandler, no creí que se animara a eliminarlo tan rápido... a pesar de ser un charlatán, quiero decir. No apostaba ni medio galacto por usted.

Estuve a punto de levantarme del sillón, pero decidí que no sería buena idea. Rayos, esta vez el excluso-campo invisible no podría salvarme... el botón había quedado fuera de mi alcance.

—¿Entonces lo de la invasión era un cuento? —pregunté, confuso—. ¿Qué hay del holo que me mostró?

—Una simulación improvisada en menos de cinco minutos. GenPlus posee muy buenos programadores 3D, ¿acaso no vio los holos en la sala de recepción? ¿Los pulpoides y demás?

—Sí, creo recordarlos.

Genard se apoyó al otro lado del escritorio. Por un segundo bajó un poco las pistolas, pero las volvió a alzar en cuanto notó mi mirada esperanzada.

—Debe comprenderme, Chandler. No tenía otra opción. Industrias GenPlus ha venido sufriendo enormes pérdidas durante el transcurso del último año. Primero se pasaron de moda los ositos de peluche, luego los giganto-hamsters que no encontraron su lugar en el mercado... ahora los metatharsianos de Marte amenazando seguir de huelga y negándose a cavar nuevos canales hasta que no les quitemos una de las jorobas... Si no encontrábamos pronto un producto confiable y exitoso, GenPlus caería en la ruina, y ni vendiendo las acciones de Luna City nos hubiésemos salvado. Entonces aparece un don nadie como Moffo Mönnly y me muestra su descubrimiento... —se palmeó el abultado bolsillo de la bata—. ¿Lo entiende? ¡No podía permitir que él se quedara con la patente! Lo maté. Luego resucitó, probando la calidad de su producto. Después lo mató usted. Y ahora ataré el último cabo suelto. Es todo. Si me hace el favor de echarse un poco hacia atrás así puedo...

Una voz rasposa interrumpió su discurso:

—¡Señor Mönnlyyy! ¡Tenemos visitaaas!

Afortunadamente, el transportal no se había enterado que Mönnly yacía muerto en el piso. Seguía obedeciendo sus órdenes, como máquina idiota que era.

Genard vaciló, girando a medias hacia la puerta. Aproveché su descuido. Levanté las piernas y apoyé las suelas de mis zapatos contra los cajones, empujando con fuerza. El escritorio era un viejo armatoste del siglo XX o XXI, de la época en que los muebles todavía se fabricaban con madera auténtica (y para colmo estaba lleno a rebosar de toda clase de chucherías), así que debía pesar al menos una tonelada. Me hubiese resultado imposible moverlo de no haber sido por los bioimplantes de mis pantorrillas.

El escritorio saltó hacia delante, golpeando a Genard en la entrepierna. Las luces de sus anillos llamearon enloquecidas mientras soltaba un ahogado «ufff...» y la cara se le ponía verde; dejó caer una de las pistolas, pero siguió aferrando la otra.

Me levanté y corrí hacia él, con tanta mala suerte que mis pies se enredaron con los tentáculos de Mönnly; caí de bruces en la alfombra, sobre un charco de sangre roja y azul.

El rostro de Genard era una máscara enfurecida. La cresta le colgaba fláccida a un costado del rostro; sus anillos se iban apagando uno a uno, sobrecargados de tensión emocional. Se apretaba la entrepierna con fuerza excesiva, como si temiera que en cualquier momento alguna cosa echara a rodar por el suelo.

Volvió a encañonarme.

—Mald-maldito sea... Chand...

Se abrió la puerta del despacho. Más que abrirse, lo que hizo fue explotar hacia adentro. Alcancé a distinguir una figura menuda que entraba tempestuosamente. Y que se abalanzaba sobre la espalda de Genard.

—¡Así que la Japonesita Complaciente, eh!

Itehia le dio un brusco empujón. Genard trastabilló hacia delante, tropezó con mi cuerpo (más tarde me descubrí un moretón enorme en las costillas) y cruzó volando la habitación. Cayó de cabeza contra la ventana y, ay, es aquí donde debo reconocer que nunca llegué a instalar los nuevos vidrios anti polución... vidrios que además vienen blindados con una capa de diamante molecular. Quiero decir que el vidrio era de los frágiles, y que Gustav Genard lo atravesó limpiamente. No tuvo tiempo ni para gritar.

Itehia me ayudó a incorporarme. Fuimos juntos hasta la ventana, esquivando las esquirlas de cristal esparcidas por la alfombra, y echamos un vistazo.


Ilustración: Fraga

Atardecía. El sol era una apestosa bola roja colgada en el límite de MacroCity. Los miles de edificios reflejaban su luz tintos en sangre, una imagen que me pareció poética, allí en la calma del ocaso mientras el cálido cuerpo de Itehia se apretaba a mi lado... y la ponzoña de Technical Cows nos soplaba su fétido aliento en la cara.

—¡Ug! ¿Qué es ese olor tan apestoso? —preguntó ella, arrugando su encantadora naricita.

Señalé hacia abajo mientras me enderezaba el sombrero.

—La chimenea del matarife. Parece que Genard cayó justo dentro.

Nos inclinamos con cuidado. No había ni rastros de él, sólo un humo negro que subía despacio, cargado de moléculas en suspensión.

Llegué a la conclusión de que no volvería a comer productos de Technical Cows. Cualquier día podía abrir un paquete y encontrarme con los anillos de Genard metidos en las salchichas... el tipo usaba demasiados anillos. Suspiré, pensando no en el genetista sino en el fajo de documentos que guardaba en su bata. Muerto Mönnly, el Resurrector Espontáneo se había perdido para siempre.

—Tenía razón, Chandler —dijo Itehia—. La palabra clave era Shoku. El libidinoso de Genard me clonó y usó mis hermanas como droide de compañía. Fabricó y comercializó casi cinco mil de ellas, ¿puede creerlo? Funcionaban con dos baterías Animex.

—Desconozco el asunto —dije—. Nunca necesité usar esa clase de juguetes. Genard dijo haberlo hecho por despecho.

—Es probable. Nunca acepté sus invitaciones. Ni siquiera cuando amenazó quitarme el puesto de recepcionista...

Una tos seca sonó a nuestras espaldas.

Nos giramos asombrados. En realidad la única asombrada era Itehia; yo sabía muy bien lo que estaba ocurriendo.

Moffo Mönnly se incorporaba con esfuerzo, ayudado por brazos y tentáculos. Había dejado de sangrar, lo cual era una verdadera suerte porque con aquélla eran dos las veces que me había manchado la alfombra, y con dos colores de sangre diferentes.

Abrió los ojos y nos miró.

—Hola, Chandler —dijo. Se estudió las manos y los tentáculos uno a uno, como preguntándose adónde rayos había ido a parar el arma.

—Descuide —lo tranquilicé—. Ya pasó todo. Genard murió. Pero lamentablemente los documentos también dejaron de existir —señalé la ventana a manera de explicación.

Mönnly olfateó el humo y asintió. Se lo veía muy triste.

—El sintetizado podía resucitarme dos veces, Chandler. Ahora sólo me queda una muerte, como a todo el mundo.

—Sip. La tercera es la vencida, eh.

—Así es. —Se alisó las ropas lo mejor que pudo. Creí notar que el agujero del pecho se le había reducido, pero quizá fueran ideas mías.

—¿Puedo preguntarle para qué quería resucitar, Moffo?

—Claro. Los machos kanxinianos morimos al finalizar la copulación. Imagíneme a mí, con tantos apéndices... un superdotado. Mis diecisiete esposas me habrían infringido una muerte horrible, aunque gloriosa.

Itehia me codeó, pidiendo explicaciones. Le susurré que guardara silencio.

—Pero yo no me conformaba con las diecisiete —continuó Mönnly—. Quería sobrevivir a la primera inseminación para volverlas a fecundar, y luego una tercera vez, la definitiva y mortal. Hubiese podido engendrar cincuenta y un hijos, Chandler... un record único en la historia de Kanxis.

—¡Oiga, que diecisiete pequeñines tampoco son para despreciar! —agregué, intentando darle un poco de ánimo—. ¿Y por qué me contrató entonces? ¿Qué necesidad de recuperar los documentos robados por Genard si usted ya había obtenido lo que quería?

—Cincuenta y uno son muchos hijos. La patente del Resurrector Espontáneo les habría asegurado un buen respaldo económico por el resto de sus vidas.

Asentí, comprensivo. Un producto como ése se habría vendido como hydro-pan caliente en toda la espiral de la galaxia.

—¿No puede volver a sintetizarlo? —preguntó Itehia. Chica lista; recién llegaba, y ya había captado la idea.

—Lamentablemente no —respondió Mönnly—. Mis esposas entran en fase reproductiva dentro de dos meses. Imposible recrear el Resurrector en tan poco tiempo.

—¡Pues entonces caso cerrado! —dije, dando una palmada. Me adelanté y le rodeé los hombros con un brazo—. ¡Seamos optimistas, amigo Moffo! Ahora se me va hasta el restaurante joviano de la esquina, se toma un plato energético para alegrar esa cara, un neopollo le vendría muy bien, y después se me mete directamente en la cama. ¡Mañana será otro día! Verá que termina por aceptar esos míseros diecisiete retoños.

Lo conduje hasta fuera del despacho y cerré de un portazo.

—¡Diablos! —exclamé—. ¿De qué se queja? ¿Quien no desearía morir así?

Itehia fruncía su adorable boquita.

—¿No ha estado demasiado brusco con él?

—Muñeca, tenía que despacharlo rápido. En cualquier momento se daba cuenta que no recuperé sus documentos y me reclamaba los quinientos galactos...

Cerré la ventana. El kanxiniano había dejado un olor espantoso, pero el tufo de Technical Cows era aún peor.

—¿Y ahora? —inquirió Itehia.

Me agaché y alcé la grabadora.

—Estaba oculta en mi escritorio. La encendí un momento antes que Mönnly me disparara y muriera. Ha quedado todo registrado, muñeca: la llegada de Genard, su confesión, incluso su muerte. Pero no temas, porque ha sido un accidente. Tú sólo lo empujaste. Y tenías razones para hacerlo. Llevaré la grabadora a la policía. ¿Me acompañas?

Itehia sonrió, titubeante.

—Mi empleador acaba de caer por la chimenea, señor Chandler. No tengo otra cosa que hacer.

—Descuida —abarqué la oficina con un gesto—. Casualmente yo estaba buscando una secretaria a tiempo completo. ¿Qué te parece? No puedo prometer buen salario, al menos al principio, pero...

—Acepto, señor Chandler. No necesita insistir.

Guardé la grabadora en un bolsillo y salimos a la sala. Por suerte Mönnly ya se había largado y el transportal estaba libre.

—¿Nombres, profesión y destino? —preguntó con su vocecita rasposa. Mientras le dictaba nuestros datos (Itehia se sonrojó vivamente cuando la describí como la flamante secretaria de Ojo Biónico), me dije que estar a punto de morir bajo los disparos de Mönnly y Genard había sido muy malo, pero que de todas formas lo mejor había llegado al final, y estaba allí mismo, junto a mí, preparándose para ser succionada por el transportal. Y aunque me gustaba más su nombre anterior, aprendería a decirle Itehia. Palpando el fajo de galactos del bolsillo me creí capaz de imaginar que las cosas al fin mejoraban en mi agencia de investigaciones... sólo era cuestión de tener un poco de paciencia. Porque seguía sin calderilla.

—Registrado —emitió el transportal—. El viaje hasta la Central de Policía les costará once dólares con veinte. De los buenos.

—Oye, Shoku, uh, Itehia... ¿No harías el favor de prestarme unas monedas?



Desde la publicación de "Vivir a diario", en el N° 124 de Axxón, Fabio Ferreras ha habitado nuestras páginas en otras nueve oportunidades, con la particularidad de que en dos de ellas lo hizo en compañía de socios creativos: "Espora", en el N° 140, —con Graciela Lorenzo— y "Tiempo (de) revelado, en el N° 157 —con Raquel Froilán García—. Los otros cuentos publicados son: "Cierto tufo a podrido" (133), "La búsqueda de la verdad" (145), "Autoestop" (147), "Una de dos" (149), "Desde la jaula" (151), "Alimento para perros" (156) y el que acaban ustedes de leer.


Axxón 163 - junio de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Cruce de géneros: Argentina: Argentino).