UN PLANETA CAMINO A ALDAHIR

José Altamirano

Argentina

El bandazo arrojó al grupo en confuso montón contra la pared metálica, desatando un pintoresco surtido de maldiciones entre las que se destacaron las de Hernando. Algunos bultos, malamente asegurados, contribuyeron con lo suyo al caos imperante en el interior del pequeño módulo de salvataje.

Beatriz, bien sujeta a la butaca del piloto (con el de la navegante eran dos los asientos, ya que las mujeres habían desmontado con antelación los otros en beneficio a la capacidad) ni miró atrás. Con los dientes apretados, estaba concentrada en dominar la nave en medio de aquella turbonada que los sacudía con furia inaudita. A la distancia, destacándose contra el claroscuro de las capas inferiores de la estratosfera, una bola de fuego se precipitaba hacia un espeso banco de nubes, kilómetros más abajo.

—Allá van cien millones de dólares de la Empresa —comentó Esteban atisbando a través del cristal blindado.

—Mi pellejo vale más para mí, coño —gruñó Hernando masajeando las zonas doloridas de su anatomía.

—Quince mil metros, catorce mil doscientos... bajamos demasiado rápido, Beatriz, levantá cinco grados.

Como siempre, la voz de la Gato Romera tranquilizó un tanto a la piloto. Estaba segura de que su compañera utilizaría el mismo tono calmo para anunciarle que en cinco segundos se estrellarían contra la superficie del planeta.

La temperatura en el morro del módulo aumentó de manera alarmante y el color del escudo viró del rojo cereza a un vívido bermellón. Beatriz tiró de la palanca hacia sí. Los motores gimieron pero el módulo no respondió al esfuerzo. Se secó el sudor con el dorso de la mano y no pudo evitar un quiebre en la voz al responder.

—Estamos sobrecargados, Gato. Si los fuerzo los reviento.

—OK, tranquila, hacé lo que puedas. Abajo desplegaremos ala, la densidad es buena.

El módulo cayó como una piedra durante una eternidad. No eran posibles esos vientos a tanta altura, pero nada conocían de las características del planeta al que se había dirigido la nave de carga averiada, salvo que en los mapas estaba señalado como apto para la subsistencia humana.

A ocho mil metros aflojó la turbulencia y pese a que seguían cayendo en picado, Beatriz se arriesgó a desplegar las cortas alas de sustentación a la vez que intentaba un giro de radio amplio. El módulo cayó de costado y allá, contra los bultos, fueron a parar Silvio, Esteban y Hernando, este último reputeándola en florido catalán.

Beatriz sonrió al escucharlo, a pesar del pánico que se iba apoderando de ella mientras luchaba para estabilizar el aparato. Logró levantar el morro un par de grados y el plano alado tomó el viento. Ingresaron como una bala en la masa de nubes y las gotas de agua en suspensión, al evaporarse contra la caliente estructura, empañaron totalmente el cristal frontal. Se encogió de hombros; de cualquier manera, el denso colchón de nubes impedía la visión directa.

—Cuatro mil, tres mil setecientos, tres mil quinientos —leía Gato en el altímetro—. No te avisé para no preocuparte, pero nos quedamos sin radar de superficie. Tampoco funciona el circuito hidráulico, así que tendrá que ser con los cohetes para vertical.

"Grandioso", se dijo para sí la piloto. "Sólo con los cohetes para aterrizajes en gravedad escasa".

—Nos vamos a dar un tortazo —advirtió.

—Hacé lo que puedas —fue el lacónico comentario de la Romera.

Cuando emergieron de las nubes los recibió la visión lujuriosa de una selva verde sin límites visibles. Beatriz estabilizó a quinientos metros y redujo la velocidad por debajo de lo que aconsejaba la prudencia. Conectó el automático y se volvió hacia sus compañeros de infortunio.

—Encuentro un claro y me largo. Agárrense de donde puedan.

A trescientos kilómetros por hora y en línea recta, el módulo sobrevoló la selva con penetrante aullido durante diez minutos, o menos.

—Virá cuarenta grados al norte, creo que vi algo —dijo Gato.

Un instante después atravesaban como una exhalación una zona de no más de una hectárea, si no del todo despejada de árboles al menos más raleada. Beatriz cruzó una rápida mirada con su navegante; no quedaba mucho combustible, si dejaban pasar la oportunidad tal vez no se les presentara otra. Inició un amplio giro de ciento ochenta grados.

—Preparados —dijo, hablando por sobre el hombro—. Aterrizamos en tres minutos.

—¡Joderse! —renegó Hernando y se encajó lo mejor que pudo entre dos contenedores. Lo mismo hicieron los otros dos, pero en silencio. El miedo les cerraba la garganta.

Beatriz apuntó al claro y a mil metros de distancia redujo aún más la velocidad. El módulo perdió altura.

—Preparate para invertir, Gato.

A cien metros del lugar elegido, Beatriz levantó el morro y accionó el freno aerodinámico que cortaba la inercia. La Romera invirtió los reactores a vertical, ahora a la máxima potencia.

Sin prestar atención al alarmante crujido que pareció desencajar las planchas metálicas del vehículo y a los gritos de terror de sus compañeros, se dedicó de inmediato a cerrar a dos manos todos los interruptores eléctricos. El módulo recorrió la hectárea completa cayendo en frenado, los reactores empujando su masa hacia arriba, luchando contra el tirón de la gravedad y perdiendo la batalla tan solo a cinco metros de altura. El impulso los había llevado hasta el final del claro y cayeron sobre un macizo matorral que amortiguó algo el duro impacto contra la superficie.

La primera en reaccionar fue Beatriz y su primer impulso fue de pánico. Tironeó desesperada los cierres del cinturón que la mantenían amarrada a su asiento y buscó escapar, hasta que cayó en la cuenta de que lo que había tomado como el humo de un incendio era tan solo una densa nube de polvo ingresada a través de una larga aunque por suerte estrecha rajadura en la panza del vehículo. Más tranquila, volteó hacia su navegante. La Gato Romera había golpeado la cabeza contra el panel de instrumentos y sangraba aparatosamente de un tajo en la frente. Evidentemente mareada, trasteaba no obstante con los cierres de su arnés, por lo que la piloto fue en ayuda de los demás. Apartó unos contenedores bajo los que se debatían un par de piernas y liberó el torso y la cabeza de Hernando. El catalán la miró con ojos turbios y se pasó una mano por la cara, soltando un alarido al tocarse la nariz de la que brotaba un chorro de sangre.

—¡Cago en...! Me rompí la nariz, hostia —y logrando enfocar el rostro de Beatriz—: ¡Mula! ¿quién demonios te hizo creer que sabías pilotar este trasto?

—¿Estás entero? Conformate y vení a dar una mano.

A pesar del porrazo, ninguno había resultado malherido. Tranquilos al comprobar que no habría ya posibilidad de incendio en el interior de la averiada nave, se dedicaron a curar sus magullones y lastimaduras lo mejor que pudieron con el contenido del botiquín. Después se sentaron y conferenciaron para decidir los pasos a seguir.

—Hay un par de rifles y algunas pistolas —dijo Beatriz—. Convendría que algunos de nosotros se diera una vuelta por los alrededores.

—¿Qué hay de la atmósfera? —preguntó Silvio, el más joven de los tres hombres.

—¡Bestia! hace media hora que la respiras... pero puede haber animales salvajes, o tal vez vida inteligente

—No creo —terció Beatriz—. El informe no decía nada.

Apareció Gato con un rifle en las manos.

—Vamos, quién viene...

—Yo voy, dame un rifle —saltó Hernando cuya nariz, roja e hinchada, había dejado de sangrar. La mujer lo miró con ojos fríos.

—Ni lo sueñes, catalán. Vamos.

Media hora más tarde regresaron, sin mucho para informar.

—Sólo selva —explicó Gato—, con árboles que podrían ser terrestres, no entiendo mucho de eso. Encontramos un arroyo y el animal éste —señaló a Hernando— se hartó con agua.

Con los brazos de almohada tras la nuca, Hernando le dirigió una risita sarcástica.

—Tenía sed y el agua estaba fresca. La que tenemos no va a alcanzar para mucho y apesta a meada, así que, ahora o más tarde... pues que me cago en la diferencia.

—¿Encontraron algún animal?

Gato creyó ver algo pequeño que se escabullía entre los matorrales. Pero nada grande o peligroso.

—Habrá que salir. Debemos instalar el radiofaro y tratar de establecer comunicación. Si tuvieron tiempo de lanzar los salvavidas, tal vez alguien consiguió aterrizar —dijo Beatriz, lo que provocó el comentario sarcástico del catalán.

—Si lo lograste tú, mula... bueno, si llamas aterrizaje a este desastre.

Salieron del módulo. Afuera brillaba el enorme disco de un sol amarillo que no brindaba calor acorde a su tamaño. Corría un viento fresco y bastante potente que agitaba las ramas de los árboles, altos y parecidos a pinos, aunque de hojas anchas y carnosas. Gato instaló en su soporte el radiofaro, que comenzó a emitir inmediatamente. Después, se puso a trastear con la radio de emergencia, ya que la de la nave había resultado averiada por el porrazo más allá de las posibilidades de reparación.

Esteban y Silvio juntaron ramas secas en las inmediaciones, sin aventurarse en la espesura y encendieron un fuego al reparo de la estructura del módulo. Gato dejó a un lado la radio, desalentada.

—Nada. Interferencias de algún tipo, no capto nada inteligible.

—¿Qué tipo de interferencias? —preguntó Hernando.

—Ruidos, qué sé yo...

—¿Qué sé yo? —estalló el español—. ¡Vaya par de pilotos que nos tocó en suerte!

Gato se levantó de un salto y lo enfrentó:

—¡Escucháme, campeón, porque no te lo voy a repetir! Beatriz y yo éramos parte de la tripulación asignada a varias tareas, entre ellas, la de pilotar un módulo de salvataje que se suponía no se iba a utilizar nunca. Sabíamos que no entrábamos todos en los salvavidas y por eso cargamos lo que pudimos en el módulo. Ustedes no estaban en nuestros planes, nos cayeron de regalo y se metieron de prepo. No somos oficiales, no entendemos un carajo de un montón de cosas, no tenemos ni siquiera la menor idea de dónde mierda estamos ni por qué la nave se partió en dos. Así y todo considero que somos algo más que ustedes: tres animales de carga a quienes transportábamos junto a otros dos mil a escupir los bofes en las minas de Aldahir.

—¡Oye, que no te voy a permitir...!

—¡Oye tú, estúpido! ¡No me pudras los ovarios con poses de macho de vídeo, a no ser que en lugar de picapiedras seas algún tipo brillante que sepa lo que hay que hacer en estos casos! —Y así diciendo, se alejó a grandes zancadas seguida por Beatriz. Hernando se volvió a donde Esteban y Silvio sonreían socarrones.

—¡Vaya carácter, eh! ¡Así me gustan las mujeres, que se muestren malas hasta el momento de follarlas!

—Tené cuidado catalán —lo pinchó Esteban—, ésta es capaz de cortarte los huevos si te querés pasar de piola.

—Esta será... ¿eres argentino tú?... ya me parecía. Te decía: ésta será malita hasta que consiga apoyarle la polla entre las piernas, ya verás. Después, mansa. Como todas, bah.

Decidieron en un principio no alejarse demasiado del campamento y circunscribirse a la zona ya explorada. Como a Hernando no pareció afectarlo haber bebido el agua del arroyo, convinieron en utilizarla previo hervido. En verdad, la de la reserva del módulo tenía un asqueroso sabor metálico.

La noche cayó tras un crepúsculo muy breve, lo que los llevó a pensar que el planeta era de tamaño considerablemente inferior al de la Tierra. Dos lunas, una llena y la otra en creciente, iluminaron la selva con luz azulina. Calentaron latas de comida en la hoguera y se apretujaron alrededor del fuego. A pesar que la temperatura había descendido un tanto, se resistían a encerrarse entre las estrechas paredes del vehículo siniestrado.

Superada la descarga de adrenalina provocada por la tensión del naufragio y su accidentado viaje a la superficie de aquel planeta desconocido, se les hizo presente lo apretado de la situación en que se encontraban. Silvio, el más joven del grupo, se atrevió a formular la pregunta que rondaba la cabeza de todos.

—¿Escuchará alguien la señal del radiofaro?

Nadie contestó a la pregunta puntual. Hernando se encogió de hombros al tiempo que encendía un cigarrillo con la brasa de una ramita.

—Pregunta a las damas, chaval. Son las jefas.

—No somos jefas de nadie —respondió Gato con hosquedad—. Pero imagino que si alguna nave cruza este sistema, la escuchará y enviarán a buscarnos.

—¡Vamos Gato, no engañes al niño! Ninguna nave gastará una fortuna en tiempo y combustible para rescatar a cinco diablos de a dólar la cabeza.

—¿En verdad crees que nadie vendrá a buscarnos? —preguntó el muchacho casi al borde de las lágrimas.

—Pregunta a las damas.

—Por el momento salvamos el cuero —dijo Beatriz conciliadora—. Mejor nos vamos a dormir.

—Buena idea —exclamó el catalán. Y agregó en tono jocoso—. Elijo el primer turno.

—No creo que haga falta montar guardia ¿o sí? —dudó la piloto.

—No me refería a ese tipo de turno.

—No hay otro tipo, hombrote. —Gato sonreía, pero sólo con los labios, ya que sus ojos, de un celeste lavado, eran fríos como el hielo—. Pero para evitar malos entendidos, que esto quede claro: Beatriz y yo somos pareja.

El catalán se quedó con la boca abierta, asimilando la información. Después, sonrió torciendo la boca y se llevó las manos a la cadera.

—Es una broma, ¿verdad Gato?

—Ninguna broma, Hernando. Lo siento, pero así son las cosas. Si alguno pensó que en este planeta se repetiría lo de Adán y Eva, mejor que piensen en otra historia para el génesis.

—¡Oye, mujer! Si lo que estás tratando de decir es que me pasaré toda una vida al lado de dos hembras y sin follar, pues es mejor que lo hables con la tortillera esa, amiga tuya.

—¿Es que creen que no nos rescatarán nunca? —Silvio volvió a la idea que lo atormentaba.

—¡Acaba con eso, pendejo! —le gritó Hernando—. ¡Claro que estamos condenados a pasarnos aquí la vida, imbécil! ¿Es que no lo entiendes?

Silvio comenzó a llorar silenciosamente. Esteban, que asistía a la escena con su eterno aire divertido, le pasó un brazo por sobre el hombro. Hernando, el rostro congestionado, se volvió a las dos mujeres con ánimos de seguir argumentando... para encontrarse con que Gato lo encañonaba con una pistola.

—Nadie te pidió que nos acompañaran, catalán. Ni a tus amigos. Vamos a entrar al módulo y mejor que no intenten forzar la puerta porque los hago boleta.

Las dos mujeres entraron al módulo y cerraron la puerta tras ellas.

—¿Que os parece? ¡Mierda! —El español pateó furibundo la tierra y se dirigió a la hoguera, refunfuñando. Se sentaron al calor del fuego. Esteban arrimó un par de troncos sin dejar de sonreír. Silvio sollozaba quedamente, cubriéndose el rostro con las manos.

—¡Se puede saber qué coño es tan gracioso, porteño de mierda!

—Decime si no es para reírse: perdido en un planeta que no sé dónde carajo está ubicado, en compañía de dos lesbianas, un gallego preocupado solamente por coger y un mocoso llorón.

Los dos jóvenes se miraron a los ojos y soltaron la carcajada.

—¡Hombre! ¡Que si hubieran llamado a concurso no hubieran elegido mejor para colonizar este mundo! —Y volvieron a reír hasta que se les saltaron las lágrimas.

—Y si tan desesperado estás por bañar el pescado, siempre lo tenés a Silvio como recurso.

El muchacho, que había dejado de sollozar y hasta llegó a esbozar una sonrisa, pintó tal expresión de pánico en el rostro que los dos hombres volvieron a reír hasta quedar agotados.

Gato, que escuchó las risas a través del metal, se volvió hacia Beatriz.

—Parece que se lo tomaron mejor de lo que pensé, pero no me confío.

—Mejor haríamos —respondió Beatriz—. El catalán no se va ha quedar con la sangre en el ojo.

Se sentaron una al lado de la otra. Desde el momento mismo en que comenzó la emergencia en la nave, habían abandonado sus puestos en medio de la confusión reinante para alistar el módulo, a sabiendas que los salvavidas eran insuficientes para la cantidad de personas que transportaban. La suerte las acompañó ya que, cuando la explosión partió en dos al carguero, éste se encontraba orbitando el planeta al que se había dirigido forzando sus últimos recursos. En cambio fue pura mala suerte que, en momentos de cerrar la puerta del módulo, los tres hombres ingresaron al interior como un alud. No hubo tiempo para desalojarlos, ya que si demoraban tan solo un minuto más, el carguero las hubiera arrastrado en su caída.

De ese crucial momento de sus vidas hablaban, precisamente, los tres hombres reunidos alrededor del fuego.

—La pifiamos —decía el argentino—, tendríamos que haber tratado de conseguir un lugar en los botes, como todo el mundo. Cien son una multitud, en cambio cinco...

—¿Era el primer contrato de ambos verdad? —preguntó Hernando—. Pues para mí era el segundo, y ya en el primero tuve oportunidad de ver cómo eran las cosas. Fisgoneando por la nave supe qué cosa éramos para la tripulación: carga, tan sólo carga, y no hay salvavidas para la carga. Ocupan demasiado espacio y en un carguero el espacio vale mucho más que la vida de un par de miles de desgraciados radiados de la sociedad como nosotros, que para hacer un dólar tenemos que dejar los pulmones en las minas de Aldahir. Os digo que tuvimos culo cuando descubrí lo que se proponían hacer estas dos putas. Y también acerté al esperar que inicien la operación de cierre para saltar adentro. No les dimos la oportunidad de que intentaran alguna jugarreta para echarnos.

—Bueno, ahora nos echaron —dijo Silvio.

—Por ahora, chaval, por ahora. Tú no me conoces bien, yo soy un sobreviviente, lo fui de chico. A los puñetazos y cuando no, a los navajazos. Ahora las putillas estarán tramando deshacerse de nosotros por la mañana. ¡Pues no saben lo que les espera!

Y alisando un poco el terreno con los pies, se acostó al lado de la hoguera, tapándose con la campera y utilizando los antebrazos de almohada.

—Y ahora ¡hala, a dormir que ya es tarde!

—Ellas tienen las armas —le recordó Esteban—. ¿Qué si deciden balearnos mientras dormimos?

El español sopesó las palabras del argentino.

—Matar a sangre fría no es fácil, se necesitan cojones o estar acostumbrado. Pero vale, haremos guardias, tú la primera. Despiértame en cuánto te coja el sueño.

Fue durante la guardia del catalán que la puerta del módulo se abrió. Una fisura apenas, hasta cerciorarse de que los tres hombres permanecían alrededor de los restos de la hoguera. Después se abrió totalmente y la figura de la Gato Romera se recortó en su vano. Apuntaba delante con un fusil, pero lo bajó al advertir a Hernando que la miraba, sentado y en silencio. Al hombre no le pasó inadvertido el instante de titubeo de la mujer antes de bajar el cañón del arma. Esta murmuró unas palabras hacia el interior y luego se apartó de la puerta para dar lugar a Beatriz que sacaba, arrastrando, un contenedor de plástico. El español se levantó, cuidando de no hacer ningún gesto que pudiera ser mal interpretado. El fusil le apuntó al pecho.

—¿Y eso? —dijo señalando el paquete.

—Comida para un par de semanas, Hernando —dijo Gato—. Por la mañana se acaba nuestra sociedad. Si los vemos por acá, los fusilamos.

—Déjanos un arma y balas. Para cazar.

La mujer hizo un gesto de fastidio.

—¿No querés la luna también, catalán? Escuchá bien; les salvamos la vida. Sin proponernos, pero se las salvamos. Hay caza y pesca y seguramente raíces comestibles en este planeta. Tal vez encuentren a otros sobrevivientes o algún capitán de nave se apiade y mande por nosotros. Hasta entonces, hagan sus vidas y déjenos en paz. Nos deben eso por lo menos.

—Oye, mujer. Creo que te apresuras y todo por una tonta broma. Si sois pareja, pues la respetaremos, no habrá problemas.

Alertas y sin responder, las dos mujeres se dirigieron a la puerta del módulo. Antes de cerrar, Beatriz se volvió al hombre:

—Si mañana al salir el sol están todavía aquí, los matamos.

—¡Vete a la mierda, puta! —Hernando escupió contra el metal de la puerta y se alejó, rezongando. Llegó hasta donde dormían sus compañeros y los pateó en las nalgas.

—¡Hala, a despertar cabrones! Que en cualquier momento amanece y está pronosticado chaparrones de balas.

—¿Qué pasa, gallego? —se quejó el argentino—, todavía es de noche.

—Por allá clarea y para cuando se venga la luz, las mujeres nos la han prometido feas.

—No se atreverán...

—¡Qué va! Tienen miedo y si no nos balearon recién fue porque las enfrenté y les faltó cojones para hacerlo cara a cara. Vamos, carguen ese bulto y caminemos hasta el arroyo. Yo muestro el camino.

Sin otra alternativa y tras algunos amargos reproches que se estrellaron sin mellar el silencio del módulo, los tres hombres se internaron en la maleza densa y oscura. Gruesas lianas y zarcillos les azotaban la cara y el cuerpo al caminar, pero por suerte los arbustos —en esa zona al menos— carecían de espinas que hicieran más penoso el avance. Arriba, sobre las altas copas de los árboles, se insinuaba un cielo atravesado por altas formaciones de cirros y tan celeste como el de la Tierra, pero debajo de la tupida techumbre aún reinaban las penumbras. Los hombres caminaban tropezando con ramas y raíces cada dos pasos, especialmente Esteban y Silvio, que portaban el bulto con las provisiones.

—Aguantar que ya falta poco. El módulo aterrizó a unos mil pasos del arroyo.

—¿No viste senderos cuando saliste a explorar ayer?

—No. Es que como al parecer no hay animales grandes por acá, nada hizo huella.

Se detuvieron a descansar. La luz era ahora suficiente como para distinguir los detalles que los rodeaban. Un coro de extraños graznidos que se habían iniciado apenas clarear el alba llegaba sin interrupción desde lo alto. Formas aladas, ninguna más grande que un halcón terrestre, poblaban la fronda.

—Pájaros hay —reflexionó Esteban en voz alta—. Y si hay pájaros, habrá nidos y si hay nidos, habrá huevos.

—El agua del arroyo es cristalina y poco profunda. Vi peces —agregó Hernando.

—¿Y cómo los pescamos? Seguro que estas desgraciadas no nos dejaron siquiera anzuelos —se lamentó Silvio.

—Tú no te alejes de los mayores, niño. Nosotros pensaremos por ti, te alimentaremos y hasta te limpiaremos los mocos. Además, no creas que estamos desarmados.

Y tras el dicho, el catalán sacó del bolsillo de su campera una navaja de respetable hoja.

—Del siglo pasado y hecha en Toledo, chaval, donde se forjaba el mejor acero hasta que España se fue a la mierda como país. Perteneció primero a mi abuelo, luego a mi padre y tras robársela a éste, a mí. Con ella me prometo los ovarios de esas dos. Que los tienen de balde, cago en la virgen.

—Te tomás las cosas muy a pecho, gallego —dijo Esteban—. A mí no me va particularmente esa idea de vivir de la caza y la pesca.

—¿Y quién te dijo a ti, argentino, que a mí me va tal cosa? Antes que se nos acaben las raciones, las putillas cometerán un error. Y allí estará Hernando atento, aunque de mientras deba acarrearos a ambos. Y vamos yendo, que el arroyo estará aquí a la vuelta.

Efectivamente, a poco de reiniciar la marcha encontraron el curso de agua. Como dijera Hernando, era angosto, poco profundo y de aguas cristalinas. La vegetación no llegaba al cauce sino hasta un par de márgenes arenosas, salpicadas con pedruscos lisos y redondeados.

—Observad —habló el catalán—. Éste es un arroyo de crecientes. Lo indican las piedras sin aristas y las márgenes amplias. Eso significa que el terreno se eleva curso arriba y que deben caer sus buenas lluvias en la región.


Ilustración: Guillermo Vidal

Caminaron corriente arriba, satisfechos de abandonar la tupida selva. En los lugares que se habían formado hoyas, donde el agua, a más de profunda era tranquila, divisaron la figura ahusada de unos peces que bien podían pasar por truchas. También pudieron observar la presencia de unos animales peludos, del tamaño de conejos, que deambulaban por el lugar y que escapaban torpemente no bien divisaban a los extraños.

Los tres náufragos caminaron otra media hora. Caminar era agradable al fresco de la mañana. Además, confirmando la idea que ese planeta era bastante más pequeño que la Tierra, notaban el efecto de la menor gravedad al ver reducido el esfuerzo del ejercicio. Al fin encontraron un lugar que les pareció adecuado. Tres grandes árboles a pocos metros de la orilla triangulaban una decena de metros de terreno casi libre de malezas.

—Creo que este es un buen lugar para establecer campamento.

—Siempre y cuando no llueva.

—Ya veremos de hacer una enramada. Lianas y árboles sobran —dijo Hernando.

—Por ahora descansaremos, tomaremos un bocado y haremos planes para el futuro. Y en esos planes estarán muy presentes las tortillas aquellas, que no voy a vivir todo este tiempo de puñetas, joder.

Silvio y Esteban rieron de la bravata del catalán y movieron las cabezas. Se estaban dando cuenta de que era la manera que utilizaba el español para afirmar su precedencia como jefe. De cualquier manera, le correspondía por ser el de más edad del grupo.

Abrieron una lata de carne en conserva y algunas galletas, que comieron con apetito, bajándolas luego con el agua fresca del arroyo.

—¿Qué si el agua contiene microbios peligrosos? —aventuró Silvio.

—Pues que serán peligrosos para ti. Ayer me harté de ella y ya ves, nada.

Mientras comían, no pasó desapercibido para el catalán el caviloso silencio de Esteban.

—¿Qué pasa, porteño, te has cogido la morriña?

—Pensaba nada más, gallego. ¿No te parece extraño no haber visto animales más grandes que esos bichitos peludos? El planeta es un paraíso, con tanto verde. Tendría que haber una raza inteligente, están dadas todas las condiciones para ello.

El catalán se encogió de hombros.

—Desde el aire no divisé ciudades, ni trazado de caminos, ni siquiera claros donde se asentara alguna aldea. En la Tierra seguro tienen noticias del lugar y se lo deben estar guardando como reserva. Tal vez no hay nada que dé dinero rápido para las grandes compañías mineras y ya le llegará el turno cuando deseen establecer alguna colonia rural.

—De cualquier manera, el lugar me da mala espina.

—Vamos, deja de pensar que no es bueno para la salud. Termina de comer y hagamos lo que tenemos que hacer, que la mejor forma es ir de a poco y paso a paso. Estamos metidos en flor de jaleo, de acuerdo. Pero pensar en mañana servirá sólo para freírnos los sesos. ¡Hala, porteño, deja las preocupaciones para el mocoso, que bastantes tendrá si en una semana no consigo follarme a la Gato!

—No me gustan ese tipo de bromas, Hernando —dijo Silvio en un tono que intentó ser agresivo.

—¡Oye, que aquí nadie dijo que sean bromas, niño!


Tal como dijera Hernando, pensar en mañana no servía para nada. Máxime habiendo tantas cosas para hacer. Prepararon trampas tan burdas que hasta el más estúpido conejo terrestre se sentiría insultado ante la pretensión de que cayera el ella. Pero los "conejos" de ese planeta caían con una facilidad que no decía mucho de su instinto de supervivencia. Hasta los peces del arroyo se podían atrapar con poco más que introducir una mano en el agua. Encontraron raíces suculentas y una fruta que al exprimirla soltaba una especie de aceite comestible no muy desagradable al paladar. Con el método de prueba y descarte, hasta encontraron un musgo blanco que, secado al sol durante unos días, era un aceptable sustituto de la sal.

Tranquilos respecto a la supervivencia, ya que parecía que nada en el planeta era venenoso, los tres náufragos se abocaron a la paciente labor de levantar una cabaña de troncos. De vez en cuando, merodeaban en las proximidades del claro, ahora protegido por un vallado de troncos, donde el módulo de salvataje se cubría cada vez más de enredaderas, entre las que se distinguía como una extraña flor luminiscente el parpadeo rojizo del radiofaro. Al frente, las dos mujeres cultivaban una pequeña huerta con especies comestibles, cosa que los hombres se habían apresurado en imitar. Extrañamente, a medida que el tiempo transcurría, Hernando iba perdiendo su aspaventoso carácter.

Aunque no del todo... a veces, cuando veía a Beatriz y a la Romera ocupadas en algún quehacer, siempre vigilantes y alguna de las dos con el fusil en las manos, les gritaba obscenidades, bien que poniéndose a buen recaudo.

—¡Hey! ¡Ustedes, putas! ¿No extrañan una buena verga? ¡Yo la paso muy bien follándome conejos, para que sepan!

Las mujeres habían acabado por reír ante los desaforados y soeces gritos del catalán, aunque por única respuesta levantaran en su dirección un puño cerrado con el dedo medio enhiesto.

Pero a medida que pasaba el tiempo y durante las largas noches en el campamento, el clásico que constituían los procaces planes de revancha de Hernando se habían ido espaciando hasta casi morir.

Cierta vez, cuando Esteban lo interrogó al respecto el catalán se confió en un susurro, echando antes una mirada a Silvio para asegurarse que roncaba en su camastro de la cabaña:

—¿Sabes?, de eso quería hablarte, porteño. Tenías razón la vez cuando dijiste que el lugar te daba mala espina.

—¿Por qué recuerdas eso ahora?

—Mira... yo soy muy hombre y jamás pensé que podría vivir sin un coño cerca. Estoy acostumbrado a las mujeres de cuando era muy, muy chaval.

—¿Y qué pasa ahora?

—Pues... que no sé cómo decirte. Pero desde un tiempo a esta parte, ni puñetas hago.

—A mí me pasa lo mismo. Y creo que a Silvio igual.

—¿Qué puede ser?

—No sé. No te olvides que estamos en un planeta extraño. Algo en el agua, o en el aire... no sé.

—¿Y sabes qué es lo peor, porteño? —Esteban guardó silencio—. Que el asunto está dejando de importarme.


Pasó mucho tiempo, aunque no tuvieran cómo saberlo. En ese planeta no existían estaciones ni acontecimientos descollantes de la naturaleza. En verdad, la vida era tan monótona, el alimento se conseguía con tanta facilidad, el clima tan saludable (nadie se había pescado siquiera un resfrío), que los tres deberían haber enloquecido hacía tiempo debido a la monotonía, el aburrimiento y la soledad. Pero tal vez Esteban tuviera razón y en el aire flotara algún extraño elemento que acondicionara sus organismos para vivir una amodorrada placidez que se extendía día a día.

Ya casi no hablaban de la nave que algún día los rescataría.

Fue todo un acontecimiento cuando vieron avanzar por la vera del arroyo a las dos mujeres enarbolando un trapo blanco en un palo y apuntándolos con sus armas.

Durante un largo momento, y a una distancia prudente, los cinco permanecieron observándose en silencio. Fue la Gato Romera la primera en romper el fuego.

—Venimos con buenas intenciones, muchachos. ¿Podemos acercarnos sin que se nos echen encima?

—Seguro —dijo Hernando dibujando en su cara una ancha y burlona sonrisa—. Dejen las armas fuera de casa y entren a tomar un par de copas con nosotros.

—No empecés con tus pelotudeces, Hernando —dijo seria la Romera—. Beatriz se va a quedar apuntando a Esteban y a Silvio mientras nosotros dos vamos a entrar a la cabaña.

—¿Y para qué vamos a entrar los dos a la cabaña? —preguntó desconcertado el catalán.

—Pues porque te voy a dar un gusto que según el calendario del módulo te venís aguantando desde hace cinco años, tres meses y diez días.

—¿Me estás diciendo...?

—Eso mismo te estoy diciendo.

—¿Y a qué se debe el cambio? —preguntó Hernando desconfiado tras reponerse de la sorpresa inicial.

—A que extraño una verga, como vos decís. Y le has hecho tanta propaganda a la tuya...

Y ante el estupor de los hombres, la mujer avanzó, ingresando a paso firme al interior de la cabaña. Hernando se quedó clavado en el lugar.

—¿Y... venís o no?

El español miró demudado a Esteban y a Silvio, que observaban la escena sin entender nada. Tan solo Beatriz parecía estar al tanto de algún secreto, puesto que sonreía socarronamente sin dejar de apuntar el rifle amartillado. Como a desgano, Hernando entró en la cabaña y cerró la puerta tras de sí.

—¿Qué pasa, Beatriz? —preguntó Esteban—. ¿A qué se debe...?

—Oh, no te hagas problema. Es apenas una pequeña comprobación que queremos hacer. No va a durar mucho.

Efectivamente, al cabo de no más de cinco minutos, Romera salió abrochándose la blusa, mostrando aun las curvas de sus redondeados y firmes senos. Hizo una afirmación con la cabeza en dirección a Beatriz, que bajó el rifle. Un minuto más tarde, un atribulado Hernando, con la más absoluta desolación pintada en el rostro, salió tras ella y fue a sentarse en el tronco que hacía de banco bajo la sombra de un frondoso árbol. Se cubrió la cara con las manos y comenzó a sollozar quedamente. Esteban se acercó a él y le puso una mano en el hombro. No necesitó preguntar.

—¡No pude, porteño, no pude! —y levantándose en uno de sus arranques histriónicos clamó:

—¡Dadme la navaja! ¡Hoy he sufrido la mayor afrenta de mi vida! ¡Cortaré esta polla traidora y la daré de comer a los peces del arroyo!

La Romera lanzó una amarga carcajada en dirección a Hernando.

—No lo hagas, imbécil, que todavía la necesitas para mear. Lo que te pasa a ti nos pasa a nosotras y seguramente Esteban tiene una idea aproximada del asunto.

—Lo sospechaba; hay algo en este planeta que inhibe el deseo sexual —dijo Esteban en voz baja.

—No es que lo inhiba —terció Beatriz—. Simplemente no existe. Y eso de alguna manera nos afecta también a nosotros.

Las preguntas se atropellaron en la boca de los tres hombres.

—Por partes, chicos —intervino Beatriz descolgando del hombro un bolso hecho con fibras—. Aquí hay algo de comida. Comamos y mientras les explicaremos lo que hemos descubierto.

—Fue casualidad —empezó Romera tragando el último bocado de carne—. Resulta que pensamos que era una buena idea tener una provisión de carne fresca para cuando quisiéramos, e hicimos un pequeño corral donde encerramos unos cuantos "conejos" que capturamos sin mucho esfuerzo. Lo hicimos al azar, ya que no hay modo de saber cuál es macho y cuál hembra y estos bichos no tienen órganos sexuales visibles.

—¿Ustedes vieron a alguno en el acto de alimentarse? —intervino Beatriz—. Nosotras no, así que los atiborramos con todo lo que encontramos en los alrededores, pero nada. Hasta probamos despanzurrando uno para ver si eran carnívoros, pero no le prestaron la mínima atención tampoco a la carne. Entonces llegamos a pensar que al encontrarse en cautiverio, simplemente se dejaban morir de hambre. Hay muchos casos de animales que hacen eso en la Tierra.

—Una mañana encontramos un "conejo" muerto en el corral y dedujimos que ya comenzaban a morir de inanición. Íbamos a sacar el cadáver para tirarlo y de paso soltar a los otros, cuando vimos que el muerto comenzaba a sangrar por el ano.

—Nos llamó la atención —dijo la Gato continuando con el relato— y decidimos esperar para ver el por qué de la hemorragia en un animal que llevaba horas muerto, cuando vimos salir por el orificio a un animalejo asqueroso todo lleno de sangre y no mayor que una laucha pequeña. El animalito comenzó a lamer la sangre y después empezó a devorar el cadáver.

—¡Es verdad! —saltó Esteban—. Nosotros pudimos ver varias veces la escena de un conejo comiéndose otro. Pero no le dimos importancia; en la Tierra eso es algo común entre los animales.

—Lo devoró todo —prosiguió Beatriz como si no hubiese existido la interrupción—. Tardó días en hacerlo pero no dejó nada, ni carne ni huesos ni piel. Se comió todo.

—Y lo extraordinario es que cuando terminó, tenía la forma y el tamaño del "conejo" muerto. Durante un tiempo, esto nos intrigó tanto que decidimos seguir observando y al cabo, el proceso se repitió con otros dos. Como ya sospechábamos lo que pasaba, capturamos vivo a un pez del arroyo y lo mantuvimos en una pecera. Con el tiempo, también en él se dio el mismo caso: murió y despidió un pez pequeñito que inmediatamente se abocó a comerse el cadáver. —Las dos mujeres se turnaban en el relato—. Probamos de matar un "conejo" para forzar la salida de... lo que sea que es, pero no pasó nada. Parece que para que nazca esa cría es necesario que el animal muera de muerte natural.

—Hasta los árboles... ¿ven esa pequeña excrecencia en el tronco casi seco de aquel? Pues bien; se lo está comiendo. Sólo que en los árboles el proceso es infinitamente más lento.

Los tres hombres estaban pendientes de la explicación que daban Beatriz y Romera. Hasta Hernando parecía haberse repuesto un tanto de su fracaso.

—¿Y dónde coño queréis llegar con el cuento? —preguntó—. ¡Es un puro galimatías!

La Gato Romera puso los ojos en blanco:

—¿Por qué no probás de pensar para variar, catalán? Vos, Esteban, ¿captás el significado?

El argentino asintió levemente con la cabeza. Era evidente que estaba haciendo un verdadero esfuerzo para asimilar lo que estaba tan claro como el agua.

—En este mundo no existe la reproducción de especies, sino la reposición.

—Ganaste el premio mayor, porteño —lo felicitó Romera—. No sé cuanto tiempo le habrá llevado, pero el planeta consiguió un equilibrio armónico perfecto. Ni explosión demográfica, ni extinción. Muere uno, nace uno.

—¿Sabrán esto en la Tierra? —aventuró Esteban.

—Seguro que lo saben. Y ese es el motivo por la cual está en condición de "planeta de reserva".

—Porque aquí, los recursos no son renovables.

—Milagro de Dios —dijo la Gato con acritud—. ¡Un hombre que piensa! Seguramente los laboratorios deben estar exprimiéndose los sesos, estudiando cómo sacar provecho a esta particularidad.

—¡Pero ahora estamos nosotros! —saltó Hernando—. ¡Nosotros nos comemos a los conejos y hachamos árboles!

—Sí, de acuerdo, pero el daño que podamos hacer mientras vivamos es ínfimo. O lo que sería peor para nosotros —la Romera se estremeció— tal vez el orden que rige el planeta no permita que hagamos demasiado daño.

—Mejor así, si en la Tierra conocen el orden de este planeta, los dirigentes no querrán que lo contaminemos o que rompamos la armonía —intervino Silvio por primera vez—. Además, tarde o temprano querrán hacer experimentos. Tal vez ya esté en marcha una nave con equipamiento para un laboratorio. Y captarán las señales de nuestro radiofaro.

La Gato Romera miró al muchacho con pena. Silvio era el más joven del grupo y al que menos seducía la idea de quedarse varado para siempre en un mundo incivilizado.

—¿Es que no crees que vendrán a ver qué sucede? —preguntó el joven en tono plañidero.

Una sombra veló por un momento el rostro de la mujer.

—Vendrán... claro que vendrán. Pero sin ningún apuro.

—¿Pero por qué? —dijo Silvio casi llorando. Fue Esteban el que contestó.

—Porque ya tienen aquí un laboratorio, pibe. Y con cinco conejillos de indias.

Un oprimente silencio cayó sobre el grupo. Al fin, la Gato se levantó y declaró con fingida cordialidad, como para levantar los alicaídos ánimos:

—Veamos la situación desde el lado bueno, muchachos. Ya no hay nada, ni el sexo, que nos enemiste. Podemos volver a formar un grupo y estar atentos a cualquier reacción.

Hernando levantó la cabeza y la miró a los ojos con tristeza:

—Pero en esa reacción no habrá génesis. Ni Adán y Eva ¿eh, Gato?

Cuando contestó, un quiebre deformó la voz de la mujer.

—Espero que no, Hernando. Dios quiera que no...


El capitán del pesado carguero, un hombre gordo, de tez grasienta y dueño de una calva de la que brotaban desordenados mechones de cabellos grises como maleza en un erial contaminado, observó a su primer oficial sentada al otro lado de la minúscula mesa de su despacho; una mujer cincuentona, de buen cuerpo aunque de cara agria, vestida con el ceñido uniforme de la compañía minera. La nave había transportado a Aldahir quinientos mineros y dos mil kilos de equipo y ahora regresaba con el triple del peso en mineral refinado. Y por un expreso pedido marcado como "muy confidencial" y lleno de sellos oficiales, se había desviado y hecho escala en este pequeño planeta marcado en los mapas como "en reserva".

Sirvió dos generosas raciones de whisky y extendió un vaso a la mujer, que lo tomó con la mano izquierda, ya que en la derecha lucía un grueso y reciente vendaje.

—La felicito, Helen. Rápido y eficaz. Así me gusta a mí que se hagan las cosas.

—Rápido sí —bufó la mujer—. Eficaz, no sé. Una de esas salvajes, la rubiecita de ojos claros, casi me arrancó un pedazo de mano de un mordisco. En verdad no sé cómo pudo, con dos dardos de narcótico en el cuerpo. ¡Pobre criatura, no la culpo! Encontramos los cadáveres de sus padres semidevorados por alimañas. Lo extraño es que todos parecían haber muerto casi al mismo tiempo...

—El caso es que los cinco niños están a buen resguardo y tan solo nos resta entregarlos sanos y salvos.

—Fue algo horrible —dijo estremecida la mujer tras dar un trago a su vaso—. ¿Cómo cree usted que sobrevivieron esos cinco niños? Todos parecen estar entre los siete y diez años de edad.

—Permítame serle brutalmente franco, Helen —le respondió el capitán despojándose del tono cordial como de una media sucia—. Me importan un carajo sus especulaciones acerca de esos niños y la muerte de sus padres. Nuestras órdenes eran desviarnos hasta el planeta, seguir las señales de un radiofaro y capturar —observe que no digo rescatar sino capturar— cualquier presencia humana en el sector. Las órdenes fueron cumplidas y a usted y a mí nos espera una buena bonificación a nuestro regreso, así que le rogaría deje la respuesta a esas y otras preguntas a nuestros pagadores, ¿estamos?

—Sí, señor. Disculpe usted.

—Mucho mejor así. Puede retirarse y por el bien de su carrera espero que sepa cerrar la boca.

—Pierda cuidado, señor.

Y cuando la primer oficial se disponía a abandonar la cabina:

—Helen...

—Sí, Señor...

—Otra cosa... quiero que hasta que lleguemos, usted y tan solo usted se ocupe de esos mocosos. No me preocupan las habladurías de la tripulación; sé que nadie les cree demasiado las fábulas que cuentan al regreso, pero cuanto menos sepan, mejor.


No bien advirtió en el lugar la presencia del ser que los había capturado, un instintivo ramalazo de odio sacudió cada fibra de su cuerpo. ¡Por culpa de esa extraña criatura el grupo no había logrado cumplir el ciclo y ahora se encontraban desesperadamente hambrientas! Pero a medida que las facultades volvían a su todavía adormilado organismo, advirtió que sus captores eran también carne compatible.

Ella era la mayor y la más fuerte del grupo y sabía que no le costaría nada romper las ridículas ligaduras con que la tenían sujeta al armazón de metal. El ser se acercó con precauciones; tenía algo blanco alrededor de la mano que ella le mordiera en ocasión de su captura y su boca se llenó de saliva al recordar el gusto de la sangre. Debía lograr que se acercara más, encontrar la manera de que se confiara.

Algo de su interrumpida herencia emocional se abrió paso trabajosamente en su cerebro. Sin saber si serviría de algo, excretó agua salada por los ojos y frunció la boca en un mohín. Dio resultado; el ser inclinó su rostro a pocos centímetros del suyo, abandonando la desconfianza anterior.

—¡Pobre criaturita, está llorando! —La mujer pasó la mano por el cabello rubio y rizado de la niña—. No temas nada, yo estoy aquí contigo, nada te pasará.

Apenas si necesitó esforzarse para romper la banda elástica que le sujetaba las manos y menos aún para quebrar el cuello de la mujer.



Denme un mundo perfecto para descubrir en él tantas imperfecciones como sea imaginable. O más.

¡Cómo extrañábamos a José Altamirano! A lo largo de una decena de años fue uno de los autores más pródigos de Axxón, pero desde hace un tiempo a esta parte nos ha costado convencerlo de que se debe a sus seguidores y que queremos leer sus ficciones. Afortunadamente lo hemos logrado y aquí va un Altamirano de pura cepa.

José nació en Córdoba en 1950. Durante la década de 1980 fue un activo animador de las reuniones de los viernes del CACyF y sin lugar a dudas uno de los escritores más interesantes surgidos de aquella ebullición. Sus cuentos se publicaron en Axxón 100, 106, 107, 110, 147 (ficción breve) y 148. El 88 fue un número especialmente dedicado a sus ficciones.


Axxón 160 - marzo de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Exploración: Argentina: Argentino).