MÁXIMA ADAPTABILIDAD

Stanley G. Weinbaum

Estados Unidos

El doctor Daniel Scott, con sus oscuros y brillantes ojos encendidos por el fuego del entusiasmo, hizo una pausa. Desde donde se hallaba, el despacho del doctor Herman Bach, director del Hospital de la Misericordia, dominaba gran parte de la ciudad. Se entretuvo contemplando sus calles, mientras, en el silencio, su mente seguía discurriendo. El anciano director sonrió con gesto indulgente no exento de una cierta melancolía mientras observaba la expresión concentrada del joven bioquímico.

—Continúa, Dan —sugirió—. Estabas diciendo que llegaste a la conclusión de que curarse de una enfermedad o de una herida es simplemente un problema de adaptación. ¿Y bien?

—Partiendo de esta hipótesis —prosiguió Dan—, emprendí el estudio de los organismos vivos más adaptables. ¿Cuáles son? ¡Los insectos, por supuesto! Se les corta un ala y generan otra; se corta una cabeza, se une al cuerpo decapitado de otro insecto de la misma especie, y el organismo sigue viviendo. ¿En qué consiste el secreto de su gran adaptabilidad?

El doctor Bach se encogió de hombros.

—¿En qué? —preguntó.

En ese momento, el semblante de Scott adoptó una expresión sombría.

—No estoy seguro —masculló—. Es algo glandular, desde luego, una cuestión de hormonas. —Su rostro volvió a resplandecer—: Pero estoy sobre la pista. Así que busqué el insecto más adaptable. ¿Cuál es?

—¿Las hormigas? —sugirió el doctor Bach—. ¿Las abejas? ¿Las termitas?

—En absoluto. Esos son los insectos más altamente evolucionados, no los más adaptables. No; hay un insecto capaz de producir un porcentaje más alto de mutantes que cualquier otro, más rarezas, más desviaciones biológicas. Es el que Morgan utilizó en sus experimentos sobre los efectos de los rayos X en la herencia, la mosca del vinagre, la Drosophila melanogaster. ¿Recuerda usted? Tienen ojos rojizos, pero bajo los rayos X produjeron descendientes de ojos blancos, Fue una verdadera mutación, porque la rama de ojos blancos se mantuvo fiel al cambio. Los caracteres adquiridos no son hereditarios, pero en aquel caso se transmitieron. Por lo tanto...

—Ya sé —interrumpió el doctor Bach. Scott contuvo el aliento.

—Así pues, utilicé moscas del vinagre —continuó—. Dejé pudrir sus cuerpos, inyecté el cultivo a una vaca y por fin obtuve un suero después de semanas de clarificar con albúmina, evaporando en el vacío, rectificando con... Pero veo que no está usted interesado por la técnica seguida. El caso es que obtuve un suero. Lo ensayé sobre conejillos de Indias tuberculosos y... —hizo una pausa dramática— se curaron. Se adaptaron al bacilo de la tuberculosis. Lo ensayé en un perro rabioso. Se adaptó. Lo ensayé en un gato con la columna vertebral rota. Se le unió, Y ahora le estoy pidiendo a usted la oportunidad de probarlo en un ser humano.

El doctor Bach frunció el ceño.

—No basta con eso —gruñó—. No te bastará en dos años. Pruébalo en un antropoide. Luego pruébalo en ti mismo. No puedo arriesgar una vida humana en un experimento como éste.

—Sí, pero es que yo no tengo nada que necesite curarse y en cuanto a lo de un antropoide tendría que conseguir usted del consejo de administración los fondos necesarios para comprar un mono. Yo los he solicitado, pero no he conseguido nada.

—Pídeselos a la Fundación Stoneman.

—¿Y que pierda esa oportunidad el Hospital de la Misericordia? Mire, doctor Bach, sólo le pido una oportunidad, un caso desesperado, algo.

—Los casos desesperados son también seres humanos. —El viejo doctor frunció el ceño—. Mira Dan, no debería ofrecerte ni siquiera esto, porque va en contra de toda la ética de nuestra profesión, pero si encuentro un caso desesperado, absolutamente desesperado, ya me entiendes, y el paciente mismo da su consentimiento, lo haré. Y no hablemos más del asunto.

Scott gruñó:

—¿Dónde va a encontrar un caso así? Si el paciente está lúcido usted cree que todavía hay esperanza y, si está inconsciente, ¿cómo va a consentir? Es un callejón sin salida.


Pero no lo era. Menos de una semana más tarde Scott levantó de pronto la mirada al oír el altavoz de su pequeño laboratorio:

—Doctor Scott, doctor Scott —gangueó el aparato—, doctor Scott. Al despacho del doctor Bach.

Acabó su análisis, anotó las cifras y salió a la carrera. El anciano estaba caminando nerviosamente por su despacho cuando Scott entró.

—Tengo un caso para ti, Dan —masculló—. Va en contra de todas las normas éticas, pero que me aspen si veo algún perjuicio en lo que quieres intentar. Será mejor que te des prisa. Vamos a la sala de aislamiento.

Se apresuraron. En la diminuta habitación cúbica, Scott se quedó mirando impresionado.

—¡Una muchacha! —murmuró.

Era una chica vulgar y corriente, pero al yacer allí con la palidez de la muerte ya en sus mejillas tenía un cierto aspecto de sombría dulzura. Aunque ese era todo el encanto que podía haber poseído nunca; sus oscuros y enmarañados cabellos revelaban descuido y dejadez, sus rasgos carecían de belleza y de distinción. Respiraba con un jadeo casi imperceptible y tenía los ojos cerrados.

—¿Considera usted que puede servir para el experimento? —preguntó Scott—. Está medio muerta.

El doctor Bach asintió con la cabeza.

—Tuberculosis, fase final —dijo—. Hemorragia pulmonar; cuestión de horas.

La muchacha tosió; manchas de sangre aparecieron en sus pálidos labios. Abrió unos azules ojos acuosos y apagados.

—Conque está consciente, ¿eh? —observó Bach—. Éste es el doctor Scott, Mira, Dan, esta es... —lanzó un vistazo a la cartulina colocada al pie de la cama— la señorita Kyra Zelas, El doctor Scott tiene una inyección especial, señorita Zelas. Como le dije antes, probablemente no servirá de nada, pero pienso que tampoco podrá causar ningún daño, ¿Consiente usted en que se la ponga?

Ella habló con sonidos débiles y gorgoteantes:

—Desde luego. Acepto cualquier cosa.

—Está bien. ¿Traes la jeringa, Dan? —Bach recogió el tubo de suero—. ¿Algún sitio especial donde haya que inyectar? ¿No? Prepárame entonces la cubital.

Introdujo la aguja en el brazo de la muchacha. Dan no llegó a percibir la menor contracción muscular. Kyra permaneció estoica y pasiva mientras treinta centímetros cúbicos de líquido penetraban en sus venas. Tosió de nuevo y luego cerró los ojos.

—Vete de aquí —ordenó Bach ceñudamente al joven médico mientras caminaban por el vestíbulo—. Bien sabe Dios que no me gusta nada esto. Me siento como un perro sarnoso.


Sin embargo, al día siguiente parecía sentirse menos canino.

—Kyra Zelas está aún con vida —informó a Scott—. Si me atreviese a confiar en lo que veo, diría incluso que ha mejorado un poco. Poquísimo. Seguiré pensando que es un caso sin esperanzas.

Pero al día siguiente, cuando Scott entró en el despacho de su jefe, vio a éste sentado con una expresión de perplejidad en sus viejos ojos grises.

—La Zelas está mejor —masculló—. No se puede negar. Pero no pierdas la cabeza, Dan. Milagros así han sucedido antes y sin necesidad de sueros. Has de esperar hasta que la tengamos sometida a una observación más prolongada.

A finales de semana se puso de manifiesto que la observación no iba a ser muy larga. Kyra Zelas florecía bajo su mosquitero de gasa como una planta tropical que se abriese rápidamente. Lo extraño era que no perdía nada de su palidez, pero la carne suavizaba los angulosos rasgos y un asomo de luz crecía en sus ojos.

—Las manchas en sus pulmones están desapareciendo —masculló Bach—. Ha dejado de toser y en su cultivo no hay signo ninguno de bacilos. Pero la cosa más extraña, Dan, y conste que no puedo explicármelo, es el modo como reacciona a las abrasiones y pinchazos en la piel. Ayer tomé una muestra de sangre para un Wasserman y, aunque decir esto parezca una locura, lo cierto es que el pinchazo se cerró casi antes de haber extraído un centímetro cúbico. ¡Se cerró y se curó!

Transcurrió otra semana. El anciano doctor volvió a hablar con su joven colega:

—Dan, no veo ninguna razón para mantener a Kyra aquí. Ella está bien, pero quiero retenerla para poder seguir observándola. Hay un curioso misterio en ese suero tuyo, y además me desagrada devolverla a la clase de vida que la trajo aquí.

—¿Qué hacía?

—Era costurera. Había trabajado como destajista en algunos talleres de confección. Una muchacha desaliñada, fea, sin educación, pero hay en ella algo emocionante. Se adapta rápidamente.

Scott le lanzó una extraña mirada.

—Sí —dijo—, se adapta rápidamente.

—Así pues —continuó Bach—, se me ha ocurrido que podría tenerla en mi casa. Allí será fácil seguir observándola y podría ayudar al ama de llaves. Estoy interesado, muy interesado. Creo que debo ofrecerle esa oportunidad.

Scott estaba presente cuando el doctor Bach hizo su sugerencia. Kyra sonrió.

—Desde luego —dijo. Su pálido e insignificante rostro se iluminó—. Gracias.

Bach le dio la dirección.

—La señora Getz la recibirá. No haga nada esta tarde. En realidad le convendría dar un largo paseo por el parque.

Scott vio cómo la muchacha cruzaba el vestíbulo. Había engordado un poco, pero estaba aún muy flaca y parecía flotar dentro de su gastado vestido negro. Cuando desapareció, él se reintegró pensativamente a sus quehaceres y un cuarto de hora más tarde bajó a su laboratorio.

En el primer piso reinaba un gran alboroto. Dos agentes sostenían el cuerpo de un anciano cuya cabeza era una sangrienta ruina. Del exterior llegaba una algarabía de voces excitadas y, asomándose a la ventana, Scott observó un numeroso grupo que se agolpaba a la puerta del hospital.

—¿Qué ha pasado? —gritó—. ¿Accidente?

—¡Nada de eso! —espetó uno de los agentes—. Asesinato. Una mujer se acerca a este pobre viejo, agarra una gran piedra de la valla del parque, lo golpea y le quita la cartera. ¡Ni más ni menos!

Scott miró de nuevo por la ventana. Un coche celular se aproximaba al hospital. Tres figuras se separaron del excitado grupo que vociferaba frente a la entrada principal: dos policías flanqueando a una delgada figura vestida de negro. A empujones la conducían hacia el vehículo policial.

Scott reprimió una exclamación. ¡Era Kyra Zelas!


Había transcurrido una semana. El doctor Bach y Scott estaban reunidos en casa del primero.

—No es asunto nuestro —repetía el anciano doctor, mirando fijamente la apagada chimenea de su sala de estar.

—¡Cielos! —estalló Scott—. ¿Cómo no va a ser asunto nuestro? ¿Cómo sabemos que no somos responsables? ¿Cómo sabemos que nuestra inyección no le trastornó la mente? Las glándulas pueden hacer eso; piense usted en los idiotas y cretinos mongoloides. Nuestro preparado era glandular. ¡Quizá la volvimos loca!

—Está bien —dijo Bach—. Escucha, iremos al juicio mañana y, si las cosas se ponen mal para ella, hablaremos con su abogado para pedirle que nos haga figurar como testigos, Declararemos que estaba recién dada de alta después de una larga y peligrosa enfermedad y que quizá no fuera del todo responsable. Eso es enteramente cierto.

A media mañana del día siguiente, estaban sentados llenos de tensión en la abarrotada sala de la Audiencia. El fiscal había empezado a actuar; tres testigos declararon sobre lo ocurrido.

—Ese viejecito compra cada día alpiste para las palomas. Sí, yo se lo vendo todos los días... o se lo vendía. Pues bien, aquella mañana no tenía suelto y sacó su cartera. Estaba abarrotada de billetes. Un minuto más tarde vi cómo la señora levantaba el pedrusco, le golpeaba y se apoderaba de la cartera.

—Haga el favor de describir a esa señora.

—Muy huesuda y vestida de negro. Desde luego, ninguna belleza. Cabellos castaños, ojos oscuros, no sé si azul oscuro o castaño oscuro.

—Puede interrogar el defensor —dijo el fiscal. Un individuo joven y nervioso, nombrado de oficio por la Audiencia, se puso en pie.

—¿Dice usted —increpó con voz chillona— que la agresora tenía cabellos castaños y ojos oscuros?

—Sí.

—¿Quiere la acusada hacer el favor de levantarse?

Aunque estaba de espaldas a Scott y Bach, cuando Kyra Zelas se puso en pie, Scott se quedó helado. Había algo extrañamente distinto en el aspecto de la muchacha. Desde luego ya no flotaba en su gastado vestido negro.

—Quítese el sombrero, señorita Zelas —solicitó el defensor. Scott jadeó, La espesa cabellera que quedó al descubierto centelleaba como el aluminio.

—Me permito indicarle, Señoría, que la acusada no tiene cabellos castaños ni, si se examinan bien, ojos oscuros. Supongo que es concebible que hubiera podido, no sé cómo, desteñirse el cabello mientras estaba en prisión preventiva, y por eso —blandió unas tijeras— propongo que un químico designado por el tribunal examine un rizo. Por mi parte, opino que la pigmentación es completamente natural. En cuanto a sus ojos, ¿sugiere tal vez el honorable señor fiscal que han sido rebajados de color?

Se volvió hacia el aturrullado testigo. Le preguntó:

—¿Es esta la señora a la que dice usted haber visto cometiendo el crimen?

El hombre tartamudeó:

—No sé... no sé qué decir.

—¿Sí o no?

—Pues... pues... no. —El abogado sonrió.

—Eso es todo. ¿Quiere usted pasar al estrado, señorita Zelas?

La muchacha se movía como una pantera. Lentamente, dio la vuelta y se quedó mirando al público de la sala, Scott se sintió mareado y clavó sus dedos en el brazo de Bach. Con ojos claros como el hielo, el cabello de color platino y pálida como el alabastro, la muchacha que se hallaba en el estrado era sin duda la mujer más bella que jamás hubiese visto.

El defensor habló de nuevo:

—Refiera usted misma al tribunal lo que ocurrió, señorita Zelas.

Como quien no quiere la cosa, la muchacha cruzó las piernas y empezó a hablar. Tenía una voz grave, resonante y aterciopelada. Scott había de hacer un esfuerzo para concentrar su atención en el sentido de aquellas palabras más que en el sonido de aquella voz.

—Acababan de darme de alta en el Hospital de la Misericordia —dijo ella—, donde estuve enferma durante algunos meses. Iba paseando por el parque cuando, de pronto, una mujer vestida de negro tropezó conmigo, me puso en las manos una cartera vacía y desapareció. Un momento después me vi rodeada por una multitud que gritaba, y..., bien, eso es todo.

—¿Dice usted una cartera vacía? —preguntó el defensor—. ¿Cómo me explica el dinero que se le encontró en su propio bolso y que el señor fiscal opina que fue robado?

—Me pertenecía —dijo la muchacha—, unos setecientos dólares.

Bach murmuró: —¡Eso es mentira! Tenía dos dólares y treinta y tres centavos cuando ingresó en el Hospital.

—¿Acaso opina que es la misma Kyra Zelas que tuvimos en el Hospital? —preguntó ansiosamente Scott.

—No lo sé, no sé nada. Pero líbreme Dios de manejar alguna vez ese terrible suero que has inventado. ¡Mira, mira, Dan! —Sus últimas palabras no fueron sino un tenso susurro.

—¿Qué?

—¡Su cabello! ¡Cuando le da el sol!

Scott miró con mayor atención. Un vagabundo rayo de sol se filtraba a través de una alta ventana y de vez en cuando el parpadeo de una persiana lo derramaba sobre el metálico resplandor de los cabellos de la muchacha. Scott observó fijamente y llegó a ver lo que ocurría: tenue, pero inconfundiblemente, dondequiera que la luz lamía aquella radiante aureola, el cabello adquiría un inconfundible tinte rubio dorado.

La mente del joven doctor trabajaba con ansia febril. En alguna parte existía una pista, pero lo difícil era encontrarla. Tenía todas las piezas del rompecabezas pero no acertaba a encajarlas. La muchacha del hospital y su reacción a las incisiones; esta muchacha y su reacción a la luz.

—Tengo que verla —susurró—. Hay algo que tengo que descubrir. Escuchemos.

El defensor estaba hablando:

—Y pedimos, Señoría, el sobreseimiento del caso, basándonos en que el señor fiscal ni siquiera ha logrado la identificación de la acusada.

El juez golpeó con su mazo. Por un momento sus envejecidos ojos se posaron en la muchacha de ojos plateados y cabello increíble.

—¡Caso sobreseído! —declaró—. Jurado disuelto.

Hubo un tumulto de voces. Los fogonazos de los fotógrafos relampaguearon en la sala, La muchacha que estaba en el estrado de los testigos se levantó con perfecto aplomo, sonrió con deliciosos labios inocentes y empezó a alejarse. Scott aguardó hasta que pasó junto a él.

—¡Señorita Zelas! —llamó.

Ella se detuvo. Sus extraños ojos plateados se iluminaron al reconocerlos.

—¡Doctor Scott! —exclamó con voz de timbre argentino—. ¡Y el doctor Bach!

Era ella, entonces. Era la misma muchacha. La lastimosa moribunda de la sala de aislamiento se había convertido en esta hermosísima criatura de exótico colorido. Scott podía, distinguir la identidad de los rasgos, pero cambiados como por milagro.

Se abrió paso entre el montón de fotógrafos, periodistas y curiosos.

—¿Tiene usted un sitio donde alojarse? —preguntó él—. La oferta del doctor Bach todavía sigue en pie. Ella sonrió.

—La acepto agradecida —murmuró, y luego dijo a los periodistas—: El doctor es un viejo amigo mío.

Estaba totalmente tranquila, llena de dignidad y de aplomo.

En aquel momento los ojos de Scott se posaron en un periódico donde aparecía una foto de la muchacha sin sombrero. Se sobresaltó; allí el cabello se mostraba negro como ala de cuervo. Al pie de la foto leyó el siguiente comentario: «su sorprendente cabello aparece mucho más oscuro en las fotos que visto al natural».

Dan frunció el ceño.

—Por aquí —le dijo a la muchacha.

Una vez más quedó petrificado por la sorpresa. A la cruda luz del mediodía el cutis de Kyra no tenía ya la blancura del alabastro; era de un bronceado cremoso, propio de alguien que ha estado mucho tiempo tomando baños de sol; sus ojos eran de un violeta profundo y su cabello, aquel diminuto rizo que se escapaba de su sombrero, era tan negro como las columnas de basalto del infierno.


Kyra había insistido en comprar algo de ropa y había terminado adquiriendo un atuendo completo. Ahora estaba sentada con las piernas recogidas en el mullido diván colocado ante la chimenea de la biblioteca del doctor Bach. Aparecía envuelta en seda negra desde la blanca garganta hasta los diminutos pies calzados de rojo. Tenía un aspecto casi extraterreno con su extraña belleza, su cabello plateado, sus ojos diáfanos y su piel de una palidez marmórea que contrastaba con el negro azabache de su blusa.

Miró inocentemente a Scott.

—Pero, ¿por qué no había de comprarme tantas cosas? —preguntó—. El tribunal me devolvió mi dinero; puedo comprar con él lo que se me antoje.

—¿Su dinero? —protestó él—. Tenía usted menos de tres dólares cuando salió del hospital.

—Pero este dinero es mío ahora.

—Kyra —dijo él bruscamente, tuteándola por primera vez—, ¿de dónde sacaste ese dinero?

Con su cara de santita, era la viva imagen de la pureza.

—Del viejo.

—¡Tú... tú le mataste!

—Claro que sí.

—¡Dios mío! —jadeó él, atragantándose—. ¿No te das cuenta de que tendremos que denunciarte?

Ella sacudió la cabeza, sonriendo suavemente a ambos doctores.

—No, Dan. No lo diréis, porque no serviría de nada. No pueden juzgar dos veces por el mismo delito. Al menos aquí en Norteamérica.

—Pero... ¿por qué, Kyra? ¿Por qué lo hiciste?

—¿Querías que reanudase la vida que me llevó a vuestras manos? Necesitaba dinero; aquel viejo tenía y lo tomé.

—¡Pero... asesinar!

—Era el modo más directo de conseguirlo.

—Te podían haber condenado —replicó él ceñudamente.

—Pero no lo hicieron —le recordó ella con suavidad.

—Kyra —dijo él, cambiando rápidamente de tema—, ¿por qué tus ojos, tu piel y tus cabellos se oscurecen al recibir la luz del sol o el fogonazo de un flash?

Ella sonrió.

—¿Es verdad? —preguntó—. No lo noté. —Bostezó y se desperezó—. Creo que voy a acostarme —anunció.

Paseó sobre ellos sus ojos magníficos, se puso de pie y se encaminó a la habitación que el doctor Bach le había cedido, la que hasta entonces había ocupado él.

Scott, alterados sus rasgos por la emoción, se quedó mirando al anciano.

—¿Está usted viendo lo que yo veo? —preguntó con voz temblorosa—. ¡Dios mío! ¿Está usted viendo?

—¿Y tú, Dan?

—Una parte. Sólo una parte.

—También yo sólo veo una parte.

—Bueno —dijo Scott—, he aquí cómo entiendo el asunto. Ese suero, ese maldito suero mío, ha elevado como quiera que sea la adaptabilidad de esta muchacha hasta un grado imposible. ¿Qué es lo que diferencia a la vida de la materia inerte? Dos cosas: la irritación y la adaptación. La vida se adapta a su entorno, y cuanto mayor es la adaptabilidad, más éxito tiene el organismo.

«Ahora bien —prosiguió—, todos los seres humanos muestran una adaptabilidad muy considerable. Cuando nos exponemos a la luz del sol, nuestra piel se pigmenta: nos bronceamos, es decir, nos adaptamos a un ambiente que contiene luz del sol. Cuando un hombre pierde su mano derecha, aprende a utilizar su izquierda. Esa es otra adaptación. Cuando la piel de una persona sufre un pinchazo, el tejido se regenera y ese es otro capítulo del mismo proceso. Las regiones soleadas producen gentes de piel y de cabellos oscuros; los países nórdicos producen hombres rubios y de tez clara. Eso también es adaptación.

»Así pues, lo que le ocurre a Kyra Zelas, por alguna endiablada complicación que no entiendo, es que sus poderes de adaptación se han incrementado al máximo. Se adapta inmediatamente a su entorno. Cuando le da el sol, se broncea de improviso, y a la sombra palidece enseguida. A la luz del sol sus cabellos y sus ojos son los de una raza tropical; a la sombra, los de una nórdica. Y... ¡buen Dios, ahora lo comprendo!, cuando se vio enfrentada con el peligro allí, en la sala de la Audiencia, enfrentada con un jurado y un juez que eran hombres, se adaptó a eso. Afrontó ese peligro no sólo mediante el cambio de apariencia, sino con una belleza tan grande que nadie habría sido capaz de declararla culpable. —Hizo una pausa—. Pero, ¿cómo? ¿Cómo?

—Quizá la medicina pueda decir cómo —respondió Bach—. Indudablemente el hombre es la criatura de sus glándulas. Las diferencias entre las razas son glandulares, es evidente. Y quizá los agentes más eficaces de adaptación sean el cerebro humano y el sistema nervioso, que están parcialmente controlados por una pequeña masa grasosa que se halla en la base del tercer ventrículo del cerebro, delante del cerebelo, y que los antiguos suponían que era la sede del alma.

»Me refiero, no hace falta decirlo, a la glándula pineal. Sospecho que lo que tu suero contiene es la hormona tanto tiempo buscada, la pinealina, que ha causado la hipertrofia en la glándula pineal de Kyra. ¿Y te das cuenta, Dan, de que si la adaptabilidad de la muchacha es perfecta, ella es no solamente invencible, sino invulnerable?

—¡Es verdad! —jadeó Scott—. No podría ser electrocutada, porque se adaptaría de inmediato a un ambiente que contuviera energía eléctrica. No la podrían matar a balazos, porque se adaptaría a eso tan rápidamente como a las punzadas de las inyecciones que usted le ponía, Y en cuanto al veneno... ¡Pero tiene que haber un límite en alguna parte!

—Indudablemente lo hay —comentó Bach—. Me cuesta trabajo creer que pudiera soportar ser atropellada por una locomotora de cincuenta toneladas. Y sin embargo hay un punto importante que no hemos considerado. La adaptación en sí es de dos clases.

—¿Dos clases?

—Sí. Una biológica, la otra humana. Naturalmente un bioquímico como tú sólo se ocuparía de la primera y, con la misma naturalidad, un neurocirujano como yo tiene que considerar la segunda. La adaptación biológica es lo que posee toda vida, ya sea vegetal o animal. Consiste meramente en conformarse al propio entorno. Un camaleón, por ejemplo, muestra en gran medida la misma capacidad que Kyra, y también, en menor grado, el zorro ártico, blanco en invierno, castaño en verano; o el conejo de las nieves o la comadreja. Toda vida se conforma a su entorno en un amplio margen, porque, si no lo hace, muere. Pero la vida humana va más lejos.

—¿Más?

—Muchísimo más. La adaptación humana no consiste sólo en conformarse con el entorno, sino en transformar a éste para adecuarlo a las necesidades humanas. El primer hombre que abandonó su caverna para construirse una choza de ramas cambió su entorno y así, exactamente en el mismo sentido, lo hicieron Steinmetz, Edison y, si me apuran mucho, Julio César y Napoleón. En realidad, Dan, toda invención humana, el genio y la jefatura militar se reducen a un solo hecho: cambiar el entorno en lugar de conformarse a él.

Hizo una pausa. Luego continuó:

—Ahora sabemos que Kyra posee la adaptabilidad biológica. Lo prueban sus cabellos y sus ojos. Pero, ¿qué pasa si posee la otra en el mismo grado? Si así fuera, sólo Dios sabe cuáles podrían ser los resultados. Únicamente podemos estar a la expectativa de la dirección que ella tome, vigilar y aguardar.

—Pero no comprendo cómo todo puede tener un origen glandular —masculló Scott.

—En un mutante, y Kyra es tan mutante como tu amiga la mosca del vinagre, todo es posible. —El doctor Bach frunció el ceño reflexivamente—. Si me atreviera a improvisar una interpretación filosófica, diría que quizá Kyra representa una fase en la evolución humana. Una mutación. Si aceptamos este hecho, de Vries y Weissman quedan justificados.

—¿Se refiere usted a la teoría de la evolución por mutación?

—Exactamente. Mira, Dan, si bien es muy evidente, por los restos fósiles, que la evolución es un hecho, es muy fácil probar que no hubo posibilidad de que ocurriera.

—¿Cómo es eso?

—Bien, por muchas razones no pudo darse lentamente, como Darwin creía. Toma el ojo, por ejemplo, según Darwin, muy gradualmente, durante miles de generaciones, alguna criatura del mar desarrolló en su piel un lunar que era sensible a la luz y esto le dio una ventaja sobre sus competidores ciegos. Por eso su especie sobrevivió y las demás perecieron. Pero presta atención: si este ojo se desarrolló tan lentamente, ¿cómo es que los primeros, los que todavía no podían ver, tenían ventaja sobre los demás? Y considera un ala. ¿De qué te sirve un ala si no sabes volar? Que un lagarto desarrolle una membrana entre el tronco y las patas no significa necesariamente que pueda sobrevivir donde otros murieron. ¿Qué llevó al ala a desarrollarse hasta un punto en que realmente podía tener valor?

—¿Qué fue?

—De Vries y Weissman dicen que nada. Responden que la evolución se hizo a saltos: cuando el ojo apareció, era ya lo bastante eficiente para tener valor de supervivencia, y del mismo modo el ala. Llamaron mutaciones a esos saltos. Y en ese sentido, Dan, también Kyra es una mutación, un salto de lo humano a... alguna otra cosa. Quizás a lo sobrehumano.

Scott meneó la cabeza, lleno de perplejidad. Estaba profundamente confundido, totalmente desconcertado y lleno de irritación. Al cabo de pocos momentos dio las buenas noches a Bach y se marchó a casa. Se acostó, pero permaneció insomne horas enteras.

Al día siguiente, Bach solicitó y obtuvo para ambos un permiso del Hospital de la Misericordia. Scott se trasladó a casa de su colega. En parte lo hacía por lo mucho que le fascinaba el caso de Kyra Zelas, pero en parte también lo hacía por un motivo altruista. Ella había reconocido que asesinó a un hombre y Scott pensó que con la misma facilidad podría asesinar al doctor Bach; quería estar vigilando para impedirlo.

Llevaba en compañía de la muchacha sólo unas pocas horas cuando las palabras de Bach sobre la evolución y las mutaciones tomaron un nuevo significado. No se trataba sólo del colorido camaleónico de Kyra, ni de sus rasgos tan extrañamente puros y seráficos, ni siquiera de su increíble belleza. Había algo más. Por el momento no podía identificarlo, pero decididamente Kyra no era del todo humana.

El acontecimiento que le produjo esta impresión se produjo a últimas horas de la tarde. Bach se había ausentado por asuntos personales y Scott había estado interrogando a la muchacha para conocer sus impresiones sobre la experiencia.

—Pero, ¿no te das cuenta de que has cambiado? —preguntó él—. ¿No puedes ver la diferencia en ti misma?

—Yo no he cambiado. Es el mundo que ha cambiado.

—Pero tu cabello era negro y ahora es tan claro como el platino.

—¿Era? —preguntó ella—. ¿Es?

Scott gruñó, exasperado.

—Kyra —dijo—, tienes que saber algo de ti misma.

Los ojos exquisitos de la muchacha se posaron sobre él.

—Lo sé —respondió—. Sé que todo cuanto deseo se hace mío, y —sus puros labios sonrieron—, creo que te deseo a ti, Dan.

A éste le pareció que en aquel momento Kyra había cambiado. Su belleza resultaba más frenéticamente embriagadora que antes. Comprendió lo que aquello significaba: el entorno de la muchacha contenía ahora a un hombre al que ella amaba o al que creía amar, y se estaba adaptando a esta nueva circunstancia. Se estaba haciendo, pensó él con un ligero estremecimiento, sencillamente irresistible.

En los próximos días Bach debió de darse cuenta de la situación, pero no dijo nada. Para Scott, aquella era la más refinada tortura. Se daba cuenta demasiado bien de que la muchacha a la que amaba era una especie de monstruo, una desviación biológica, y algo peor aún, una asesina a sangre fría. Sin embargo, las cosas transcurrieron con placidez, Kyra se adaptó con facilidad a aquella vida rutinaria; se prestaba con la mayor docilidad a las investigaciones que estaban haciendo sobre su caso.

A Scott se le ocurrió una idea. Tomó uno de los conejillos de Indias a los que había inyectado el suero y comprobaron que presentaba la misma reacción a los cortes que Kyra. Mataron al animal y procedieron a su disección para examinarle el cerebro.

—Exacto —dijo el doctor Bach al fin—, hipertrofia de la glándula pineal. —Clavó en Scott una significativa mirada —. Imagina que pudiéramos llegar a la glándula pineal de Kyra y corregir la hipertrofia. ¿Crees que eso podría volverla a la normalidad?

Scott reprimió una exclamación de miedo.

—Pero, ¿por qué? No puede hacer ningún daño mientras la tengamos vigilada aquí. ¿Por qué hemos de jugar con su vida de esa manera?

Bach se echó a reír brevemente.

—Por primera vez en mi vida me alegro de ser un anciano —dijo—. ¿No comprendes que tenemos que hacer algo? Kyra es una amenaza. Es peligrosa. Sólo Dios sabe hasta qué punto es peligrosa. Deberíamos probar.

Scott gruñó y dio su asentimiento. Una hora más tarde, con el pretexto de hacer un ensayo, vio cómo el anciano inyectaba cinco gramos de morfina en el brazo de la muchacha. Kyra frunció el ceño, parpadeó y... se adaptó. La droga era ineficaz.

Por la noche Bach tuvo otra idea.

—¡Cloruro de etilo! —susurró—. El anestésico instantáneo. Quizá no pueda adaptarse a la falta de oxígeno. Lo probaremos.

Kyra estaba dormida. Silenciosa y cuidadosamente, los dos penetraron en su habitación y Scott se quedó mirando fascinado la extraña belleza de aquellos rasgos, más pálidos que nunca a la débil luz de la luna. Con las máximas precauciones. Bach mantuvo la mascarilla sobre el rostro de la durmiente y dejó caer gota a gota el volátil líquido de olor dulzón. Transcurrieron unos minutos.

—Esto bastaría para anestesiar a un elefante —susurró por fin, y encajó de lleno la mascarilla sobre el rostro de la muchacha.

Ella despertó. Dedos como tenazas de acero apresaron la muñeca del anciano obligándolo a retirarse. Scott intentó ajustar la mascarilla, pero la mano de Kyra aferró también la muñeca del joven médico con la fuerza de un torniquete.

—Estúpidos —dijo ella tranquilamente, incorporándose—. Eso es completamente inútil, ¡miren!

Tomó un afilado estilete que había en la mesa de noche, expuso su pálida garganta a la luz de la luna y luego, de improviso, se clavó el adminículo en el pecho.

Scott jadeó de horror cuando ella retiró el instrumento. Una sola gota de sangre se mostraba en la carne; ella la enjugó y dejó al descubierto su piel pálida, incólume, bellísima.

—Váyanse —dijo ella blandamente, y los dos hombres se marcharon.

Al día siguiente, la muchacha no hizo ninguna referencia a lo ocurrido. Scott y Bach pasaron una sombría mañana en el laboratorio sin trabajar en nada, simplemente hablando. Fue un error, porque cuando regresaron a la biblioteca, ella se había ido, sin más precauciones que abrir la puerta y marcharse, según dijo la señora Getz. Una apresurada y frenética búsqueda por las manzanas adyacentes no aportó señal alguna de la muchacha.

Al anochecer estaba de vuelta. Se detuvo en la puerta y así Scott, que estaba allí solo, pudo presenciar el milagroso cambio del cabello desde el caoba hasta el platino.

—Hola —dijo ella, sonriendo—. He matado a un niño.

—¿Qué estás diciendo? ¡Dios mío, Kyra!

—Ha sido un accidente. No irán a creer que deban castigarme por un simple accidente, ¿verdad, Dan?

Él la estaba mirando con profundo horror.

—¿Cómo...?

—Simplemente decidí pasear un poco. Después de recorrer una o dos manzanas, pensé que me gustaría dar un paseo en coche. Encontré uno con las llaves puestas cuyo conductor estaba hablando con alguien en la acera. Entré, puse el motor en marcha y salí lanzada. Naturalmente conducía a toda prisa puesto que el conductor no hacía más que gritar, y en la segunda esquina atropellé a un niñito.

—¿Y... no te paraste?

—Claro que no. Di la vuelta a la esquina, recorrí otras dos o tres manzanas, aparqué el coche y regresé a pie. El niño había desaparecido, pero la multitud aún seguía allí. Nadie se fijó en mí. —Sonrió con su aire de santa—. Estoy completamente segura. No pueden seguir mi rastro.

Scott se llevó las manos a la cabeza y gimió:

—¡No sé qué hacer! Kyra, tienes que informar de esto a la Policía.

—Pero si fue un accidente —dijo ella con suavidad, clavando sus luminosos ojos plateados en Scott con expresión compasiva.

—No importa. Tienes que hacerlo.

Ella colocó su blanca mano sobre la cabeza del joven médico.

—Quizá mañana —dijo—. Dan, he aprendido algo. Lo que una persona necesita en este mundo es poder. Mientras haya gente con más poder que yo, estoy en desventaja. Tratarán de castigarme con sus leyes. ¿Y por qué? Sus leyes no están hechas para mí. No pueden castigarme.

Scott no contestó.

—Por eso mañana voy a marcharme en busca de poder. Estaré por encima de cualquier ley.

Esas palabras impulsaron a Scott a actuar. —¡Kyra! —gritó—. No trates de salir de aquí. —La agarró por los hombros—. ¡Prométemelo! ¡Júrame que no vas a dar un paso más allá de esta puerta sin que yo te acompañe!

—Bueno, si quieres... —dijo ella con calma.

—Pero júralo. ¡Júralo por lo más sagrado! —Los plateados ojos de la muchacha se clavaron en los de Scott El rostro de Kyra tenía la pureza de un ángel de alabastro.

—Lo juro —murmuró ella—. Por lo que tú digas, Dan, lo juro.

Por la mañana se había marchado, llevándose todo el dinero que había en las carteras de Scott y de Bach. Y, como descubrieron más tarde, todo el dinero que tenía la señora Getz en su bolso.

—Pero me gustaría que usted la hubiese visto —masculló Scott—. Me miró a los ojos y me hizo su promesa; su rostro era tan puro como el de una virgen. No puedo creer que estuviese mintiendo.

—La mentira como mecanismo de adaptación —dijo Bach—, merece un estudio más profundo del que ha recibido. Probablemente los mentirosos originarios son esas plantas y animales que utilizan el mimetismo protector: serpientes inofensivas que imitan a serpientes venenosas, moscas que parecen abejas. Esas son mentiras vivientes.

—Pero ella no podía...

—Sin embargo, ha podido. Lo que me has contado de su deseo de poder es prueba suficiente. Ha entrado en la segunda fase de adaptabilidad: la que consiste en conformar su entorno a ella en lugar de adaptarse ella a su entorno. ¿Hasta dónde la llevará su locura... o su genio? Hay muy poca diferencia entre una cosa y otra, Dan. ¿Y qué nos queda a nosotros por hacer, sino vigilar?

—¿Vigilar? ¿Cómo? ¿Dónde está?

—O mucho me equivoco o poco nos costará vigilarla en cuanto ella empiece a actuar. Creo que pronto sabremos dónde se encuentra.


Pero las semanas transcurrían sin que se recibiese ninguna señal de Kyra Zelas. Scott y Bach reanudaron sus obligaciones en el Hospital de la Misericordia y en su laboratorio el bioquímico se deshizo ceñudamente de los restos de tres conejillos de Indias, un gato y un perro, para matar a los cuales, tuvo que trabajar de un modo repulsivo y agotador. En el horno crematorio se deshizo también de un frasco de su infortunado suero.

Finalmente, un día, Bach lo llamó a su despacho donde estaba inclinado sobre un ejemplar del «Post Record».

—Mira aquí —dijo, indicando una columna de rumores políticos llamada «Remolinos de Washington».

Scott leyó: «Y la sorpresa de la noche fue el noviazgo del recalcitrante soltero del gabinete, el influyente John Callan, que se ha comprometido con la deliciosa Kyra Zelas, la joven que se pone una peluca oscura de día y una de platino por la noche. Algunos recuerdan que fue sobreseída en un juicio por asesinato».

Scott alzó la mirada.

—Conque Callan, ¿en? ¡Nada menos que el Secretario del Tesoro! Por lo visto, cuando habló de poder, lo hizo muy en serio.

—Pero, ¿se detendrá ahí? —rezongó Bach sobriamente—. Tengo el presentimiento de que no está haciendo más que empezar.

—En realidad, ¿hasta dónde puede llegar una mujer? El anciano se quedó mirándolo.

—¿Una mujer? Pero esta es Kyra Zelas, Dan. No creas que ha llegado al límite. Volveremos a oír hablar de ella.

Bach tuvo razón. El nombre de la joven empezó a aparecer con creciente frecuencia, primero en acontecimientos sociales, luego con veladas referencias a intrigas e influjos secretos.

Así: «¿A quién llaman los chicos de la prensa el décimo miembro del gabinete?» O, posteriormente: «¿Por qué no secretaria de relaciones personales? Ella tiene los poderes; sólo falta darle el nombre». Y más tarde aún: «Hay que remontarse a Egipto para encontrar otro ejemplo de un país cuya hacienda estuviese gobernada por una mujer. Y Cleopatra arruinó ese país».

Scott sonrió amargamente para sí cuando vio que las alusiones se hacían cada vez más indirectas, como si la misma prensa empezara a volverse cautelosa. Eso era una señal del poder creciente de Kyra, porque en ninguna parte hay personas tan sensibles a tales tendencias como entre los corresponsales de Washington. La aparición de Kyra en la prensa se redujo cada vez más a asuntos puramente sociales y por lo general en relación con John Callan, el solterón Secretario del Tesoro.

Dormido o despierto, Scott nunca llegaba a olvidar del todo a la muchacha, porque había en ella algo místico, lo mismo si era una loca que una mujer de genio, un ser monstruoso o una supermujer. Lo que sí había olvidado era la delgada muchacha de borrosos rasgos y grasiento cabello negro que conoció tendida en una estrecha cama de la salita de aislamiento y escupiendo sangre.

Ni Scott ni Bach se sorprendieron cuando al entrar un día en casa de este último para charlar un rato se encontraron a Kyra Zelas. Exteriormente había cambiado poquísimo. Scott la miró fascinado una vez más por su increíble cabellera y sus grandes e inocentes ojos de plata. Kyra sonrió cálidamente a Scott.

—Nos haces un gran honor —dijo éste fríamente—. ¿Cuál es el motivo de tu visita? ¿Andas corta de dinero?

—¿Dinero? Claro que no. ¿Cómo iba a faltarme dinero?

—Sí, no podía ser de otra manera mientras repusieras tus fondos de la manera que lo hiciste al marcharte.

—¡Ah, es eso! —dijo ella despectivamente. Abrió su bolso y sacó un verde mazo de billetes—. Te lo devolveré, Dan. ¿Cuánto era?

—¡Al cuerno el dinero! —estalló él—. Lo que me duele es la forma que tuviste de mentir. ¡Mirándome a los ojos tan inocente como una niña y mintiendo todo el tiempo!

—¿De verdad? —preguntó ella—. No te mentiré de nuevo, Dan. Lo prometo.

—No te creo —dijo él amargamente—. Da igual, dinos, explícanos a qué has venido.

—Quería verlos. No he olvidado lo que te dije, Dan. —Al pronunciar estas palabras parecía más bella que nunca, extrañamente seductora.

—¿Y has renunciado —preguntó Bach de pronto— a tu idea del poder?

—¿Para qué necesitaría el poder? —replicó ella con aire de inocencia, clavando sus magníficos ojos en el anciano doctor.

—Pero dijiste... —empezó Scott con impaciencia.

—¿Lo dije? —Hubo una sombra de sonrisa en sus labios perfectos—. No quiero mentirte, Dan —prosiguió riéndose un poquito—. Si quiero poder, lo tengo al alcance de la mano... más poder del que pudieras imaginar.

—¿Por medio de John Callan? —preguntó él con voz ronca.

—El me ofrece un camino simple —respondió Kyra impasiblemente—. Supongan, por ejemplo, que dentro de unos días John se pronuncia públicamente y con toda dureza sobre las deudas de guerra. La administración no podría permitirse el lujo de reprenderle abiertamente y, si sus palabras fuesen lo bastante insultantes, cosa que puedo garantizar, crecería en Europa un fuerte sentimiento de animosidad contra nosotros. Y si además ningún gobierno nacional pudiese pasar por alto tal declaración, a riesgo de perder su dignidad a los ojos del pueblo, provocaría respuestas airadas. Y ustedes saben tan bien como yo que al menos tres naciones no esperan otra cosa. ¿Comprenden? —Frunció el ceño y a continuación murmuró—: ¡Qué estúpidos son! —Y luego, estirando su gloriosa figura y bostezando, añadió—: Me pregunto qué tal seré como emperatriz. Perfecta, no lo dudo.

Scott estaba aterrado.

—Kyra, ¿quieres decir que vas a inducir a Callan a que dé un paso tan peligroso?

—¡Inducir! —repitió ella despectivamente—. Le obligaré.

—¿Quiere eso decir que lo vas a hacer?

—No he dicho tanto —repuso ella con una sonrisa. Bostezó de nuevo y tiró el cigarrillo que estaba fumando en la apagada chimenea—. Me quedaré aquí un día o dos —añadió alegremente—. Buenas noches.

Scott se quedó mirando al doctor Bach cuando ella desapareció.

—¡Maldita sea! —masculló, con los labios blancos—. Si yo creyese que está hablando en serio...

—Sería mejor que lo creyeras —dijo Bach.

—Conque emperatriz, ¿eh? ¿Emperatriz de qué?

—Del mundo, quizá. No puedes poner límites a la locura o al genio.

—¡Tenemos que detenerla!

—¿Cómo? No podemos mantenerla encerrada aquí. Si no le bastase con la fuerza para salir, tendría bastante con gritar desde una ventana pidiendo socorro.

—¡Podemos hacer que la declaren loca! —estalló Scott—. Podemos hacer que la encierren en un sitio del que no pueda salir y desde el cual no pueda pedir ayuda.

—Sí, podríamos hacerlo. Podríamos si lográsemos que la examinara la Comisión de Sanidad. Y una vez que estuviese ante ellos, ¿qué esperanzas podríamos tener?

—Está bien —dijo Scott ceñudamente—, está visto que hemos de encontrar su debilidad, Su adaptabilidad no puede ser infinita. Es inmune a las drogas e inmune a las heridas, pero no puede estar por encima de las leyes fundamentales de la biología. Lo que hemos de hacer es encontrar la ley que necesitamos.

—Pues ya puedes ir buscándola —dijo Bach sobriamente.

—Pero tenemos que hacer algo. Al menos podemos poner en guardia a la gente...

Se interrumpió, dándose cuenta de lo absurdo de la idea.

—¡Poner en guardia a la gente! —se burló Bach—. ¿Contra qué? Acabaríamos nosotros ante la Comisión de Sanidad. Callan nos despreciaría olímpicamente y Kyra soltaría su bella risa desdeñosa. Eso sería todo.

Scott se encogió de hombros en una actitud de impotencia.

—Me quedaré aquí esta noche —dijo—. Por lo menos podremos hablarle de nuevo mañana.

—Si todavía está aquí —replicó Bach irónicamente.

Pero siguió allí. Salió cuando Scott estaba leyendo los periódicos de la mañana en la biblioteca y se sentó silenciosamente frente a él, vestida con un negro pijama de seda que hacía resaltar su piel de alabastro y su increíble cabello. Él observó cómo la piel y el cabello se iban tornando ligeramente dorados a medida que el sol matinal iluminaba la habitación. En cierto modo lo llenaba de cólera el hecho de que pudiese ser tan bella y al mismo tiempo tan mortíferamente inhumana.

Scott fue el primero en hablar:

—Espero que no habrás cometido un nuevo crimen desde nuestro último encuentro —dijo con desprecio y crueldad. Ella permaneció del todo indiferente.

—¿Para qué habría de cometerlo? No ha sido necesario.

—Sabes muy bien, Kyra —dijo él con tono resuelto—, que habría que matarte.

—Pero no tú, Dan. Tú me quieres.

Él no dijo nada. El hecho era demasiado evidente para intentar negarlo.

—Dan —prosiguió Kyra— conque sólo tuvieses mi valor, no habría ninguna altura a la que no pudiésemos llegar juntos. Ninguna altura..., si tuvieses valor para intentarlo. Por eso he venido aquí, pero... —Se encogió de hombros—. Mañana vuelvo a Washington.

Más avanzado el día, Scott habló a solas con Bach.

—¡Se va mañana! —dijo tensamente—. Tenemos que actuar esta noche.

El anciano hizo un ademán de impotencia.

—¿Qué podemos hacer? ¿Se te ocurre alguna ley que limite la adaptabilidad?

—No, pero... —Se detuvo repentinamente—. ¡Cielos! —exclamó—. ¡Sí se me ocurre! ¡Ya la tengo!

—¿Qué?

—¡La ley! ¡Una ley biológica fundamental que debe ser la debilidad de Kyra!

—¿Cuál?

—Ésta: ningún organismo puede vivir en sus propios productos de desecho. Estos productos son veneno para cualquier ser vivo.

—Pero...

—Escuche, el anhídrido carbónico es un producto de desecho humano. Kyra no puede adaptarse a una atmósfera de anhídrido carbónico.

Bach se quedó mirándolo.

—¡Cielos! —exclamó—. Pero, aunque tengas razón, ¿cómo...?

—Espere un momento. Usted puede obtener un par de cilindros de anhídrido carbónico del hospital. ¿Se le ocurre algún procedimiento para introducir el gas en su alcoba?

—Bueno..., esta es una casa vieja. Hay un agujero desde su habitación a la habitación que estoy utilizando por donde pasa la conexión del radiador. No es estrecho; podríamos meter un tubo de goma.

—¡Espléndido!

—Pero las ventanas... Ella tendrá las ventanas abiertas.

—No se preocupe por eso —dijo Scott—. Cuide tan sólo de que estén bien engrasadas para que puedan cerrarse fácilmente.

—Pero, aun suponiendo que dé resultado, ¿qué objeto tendría esto, Dan? Porque no te propondrás matarla, ¿verdad?

—No podría —susurró—. Pero una vez esté indefensa, que haya perdido las fuerzas, si las pierde, usted realizará esa operación en la glándula pineal que sugirió en otros tiempos. ¡Y que Dios me perdone!


Aquel anochecer, Scott sufrió las torturas de los condenados. Kyra estuvo, por decirlo así, más deliciosa que nunca, y por primera vez pareció esforzarse en resultar encantadora. Su conversación fue literalmente brillante, chispeaba, y Scott se encontraba tan fascinado que el pensamiento de la traición que estaba planeando le dolía de un modo desgarrador. Parecía casi una blasfemia ejercer violencia contra una persona cuyo aspecto exterior era tan puro, tan inocente, tan seráfico.

«Pero ella no es completamente humana», se decía a sí mismo. «No es un ángel, sino una diablesa, un... ¿cómo lo llamaban?... ¡un súcubo!»

A pesar suyo, cuando por fin Kyra bostezó sin disimulo y se dispuso a retirarse, él le rogó que se quedase unos momentos más.

—Es temprano —dijo el joven—, y mañana te vas.

—Volveré, Dan. Esto no significa el final para nosotros.

—Espero que no —masculló él lastimeramente, viendo cómo se cerraba la puerta de la habitación de la muchacha.

Se quedó mirando a Bach. El anciano, después de unos momentos de silencio, murmuró:

—Lo más probable es que se quede dormida casi inmediatamente. También eso es una cuestión de adaptabilidad.

En tenso silencio, vigilaban la delgada línea de luz que se filtraba por debajo de la puerta. Scott se sobresaltó violentamente cuando, después de un breve intervalo, la sombra de la muchacha cruzó aquella luz y ésta desapareció con un débil chasquido.

—Ahora —dijo ceñudamente—. Acabemos de una vez.

Siguió a Bach a la habitación contigua. Allí, fríos y metálicos, se alzaban los grises cilindros de gas. Vio cómo el anciano añadía un alargador, lo llevaba hasta el agujero de la cañería del vapor, y empezaba a taponar el espacio restante con algodón humedecido.

Scott volvió a la tarea que le incumbía. Sin hacer ruido, entró en la biblioteca. Con las mayores precauciones probó la puerta de la habitación de Kyra; como él había supuesto, no estaba cerrada con llave ni cerrojo, puesto que la muchacha confiaba hasta el máximo en su propia invulnerabilidad.

Durante algunos momentos estuvo mirando la masa de radiantes cabellos plateados extendidos sobre la almohada; luego, con mucho cuidado, colocó una velita en la silla que había junto a la ventana, de forma que estuviese aproximadamente al nivel de la cama, le prendió fuego con su encendedor, retiró la llave de la puerta y se marchó.

Cerró la puerta por fuera y calafateó la rendija de abajo con algodón. No es que el recinto quedara herméticamente cerrado, pero eso importaba poco, pensó, porque tenía que haber un sitio que permitiese el escape de la atmósfera reemplazada.

Volvió a la habitación de Bach.

—Espere que yo trabaje durante unos minutos —susurró—. Luego deje salir el gas.

Trepó a una de las ventanas. Por fuera había una cornisa de piedra de unos seis centímetros, y se sostuvo sobre aquel precario apoyo. Podrían verlo desde la calle, aunque no era fácil, porque estaba en un pasaje entre la casa de Bach y la de su vecino. Oró fervientemente pidiendo no llamar la atención.

Se deslizó a lo largo de la cornisa. Las dos ventanas de la habitación de Kyra eran anchas, pero Bach había realizado bien su trabajo. Se cerraron sin el menor chirrido y él se apoyó sobre el cristal para observar.

Dentro de la habitación brillaba la llama débil y firme de la velita. Muy cerca de él, a la distancia de un brazo, estaba tendida Kyra, completamente visible en aquella penumbra. Estaba acostada de espaldas, con un brazo caído sobre sus increíbles cabellos y sólo tenía echada sobre el cuerpo una sábana. Podía verla respirar, tranquila, apacible y serena.

Pareció que transcurría mucho tiempo. Se imaginó finalmente que podía oír el suave siseo del gas procedente de la habitación de Bach, pero comprendió que aquello debía de ser una fantasía. Veía cómo en la alcoba que estaba vigilando no se mostraba ninguna señal insólita; la gloriosa Kyra dormía con la desenvoltura con que hacía todo lo demás: fácil, tranquila y confiada.

Luego hubo una señal. La llama de la velita, que había ardido con firmeza en aquel aire sin corrientes, parpadeó de pronto. Él comprobó que el color de la llama estaba cambiando. Otra vez parpadeó, centelleó un momento y al fin se extinguió. Una chispa roja resplandeció en el pabilo un brevísimo instante y luego desapareció.

La llama de la vela se había extinguido. Eso significaba una concentración de ocho o diez por ciento de anhídrido carbónico, un porcentaje demasiado alto para que lo soporte la vida ordinaria. Pero Kyra estaba viviendo. Excepto que su tranquila respiración parecía haberse profundizado, no manifestaba la menor señal de molestia. Se había adaptado a la cantidad cada vez más reducida de oxígeno.

Pero tenía que haber límites para sus poderes. Él entornó los ojos para atisbar mejor en la penumbra. Sí, era seguro que la respiración de la muchacha se estaba acelerando. Ya era indudable; el pecho se alzaba y hundía en jadeos convulsivos, y en la turbada mente del científico algo le hizo recordar el fenómeno. —Respiración Cheyne-Stokes —masculló.

En cuestión de pocos momentos, la violencia de aquel esfuerzo la despertaría.

Efectivamente así fue. De pronto los plateados ojos empezaron a abrirse. Se llevó una mano a la boca y otra a la garganta. Dándose cuenta enseguida de la presencia de un peligro, se levantó y sus desnudas piernas relumbraron al arrojarse fuera del lecho. Pero debía de estar ofuscada, porque lo primero que hizo fue dirigirse a la puerta. Él vio el titubeo que había en los movimientos de la muchacha. Giró el picaporte, lo movió frenéticamente y luego se dirigió a la ventana. Dan pudo ver cómo se tambaleaba al andar en aquel aire viciado, pero ella llegó. Su cara estaba cerca de la de él, pero Dan no creía que lo viese, porque tenía los ojos desorbitados y asustados, y su boca y su garganta se esforzaban violentamente para poder respirar. La muchacha alzó una mano para romper el cristal; llegó a asestar el golpe, pero débilmente, y la ventana resistió.

Lo intentó de nuevo. Por un momento se mantuvo erguida, tambaleándose lentamente, luego sus magníficos ojos se enturbiaron y se cerraron, cayó de rodillas y por último se derrumbó fláccida sobre el suelo.

Scott aguardó un momento largo y torturador, luego empujó la ventana. La bocanada de aire inerte le produjo un mareo en su peligroso apoyo, y se aferró al quicio. Luego una lenta brisa se movió entre las casas y la cabeza se le aclaró.

Entró audazmente en la habitación. Aquello era asfixiante, pero cerca de la ventana abierta podía respirar. Dio tres patadas contra la pared de la habitación de Bach.

El siseo del gas cesó. Levantó el cuerpo de Kyra entre sus brazos, oyó girar la llave y se precipitó a la biblioteca.

Bach miró fascinado los puros rasgos de la muchacha.

—Una diosa vencida —dijo—. Hay algo pecaminoso en lo que hemos hecho.

—¡Dese prisa! —gritó Scott—. Está inconsciente, pero no anestesiada. Dios sabe la rapidez con que podrá reajustarse.

Pero todavía no se había recobrado cuando Scott la depositó sobre la mesa de operaciones en el consultorio de Bach y ató las correas sobre los brazos, el cuerpo y las esbeltas piernas desnudas. Miró aquel rostro tranquilo y pálido, aquel cabello brillante, y sintió que el corazón se le inundaba de pena al verlos oscurecerse bajo la brillante luz de los focos, rica en rayos actínicos.

—Tenías razón —le susurró a la muchacha, incapaz de oír—. Si yo hubiese tenido tu valor, no hay nada que no hubiéramos podido lograr juntos.

Bach habló bruscamente:

—¿Vía nasal? —preguntó—. ¿O debo trepanar?

—Nasal.

—Pero me gustaría aprovechar la oportunidad de observar la glándula pineal. Este caso es único, y...

—¡Nasal! —barboteó Scott—. ¡No quiero que tenga cicatrices!

Bach suspiró y empezó, Scott, a pesar de su mucha experiencia en el hospital, se sentía incapaz de presenciar la operación; le pasaba al anciano los instrumentos que iba necesitando, pero mantenía desviados los ojos para no ver el rostro de la muchacha.

—Bueno —dijo Bach por fin—, ya está.

Por primera vez se concedió un momento de descanso para admirar los rasgos de Kyra.

Hubo de retroceder violentamente. Había desaparecido el exquisito cabello color platino y había sido reemplazado por los rizos oscuros, hirsutos y grasientos de la muchacha que habían tenido en el hospital. Le abrió los ojos: ya no eran plateados, sino de un desvaído azul. ¿Qué quedaba de toda su belleza? Un rastro quizás; un rastro en la pureza seráfica de su pálido rostro y en el moldeado de sus rasgos. Pero una llama había muerto; ya no era una diosa, sino una mujer mortal, un ser humano. La supermujer se había convertido en una simple muchacha que sufría.

Casi estuvo a punto de lanzar una exclamación cuando la voz de Scott lo detuvo.

—¡Qué bella es! —susurró el joven.

Bach se quedó mirándolo. Se dio cuenta de pronto de que Scott no la estaba viendo tal como era, sino como ella había sido. A sus ojos, influidos por el amor, ella seguía siendo Kyra la magnífica.


Título original: The Adaptive Ultimate
Publicado en Astounding Science Fiction, Noviembre 1935.


Stanley G. Weinbaum, nacido en Kentucky en 1902 y fallecido en 1935 de un cáncer de garganta cuando su carrera apenas comenzaba es uno de los ejemplo más tristes de estrella fugaz en la historia de la ciencia ficción. Isaac Asimov dijo de él que si hubiera vivido sería el mayor escritor del género de todos los tiempos. Su primer relato, "Una Odisea Marciana", apareció en Wonder Stories en julio de 1934 y produjo un efecto explosivo al introducir la idea de que los extraterrestres no tenían por qué ser necesariamente monstruosos, crueles, feroces o estúpidos. Durante 1934 y 1935 aparecieron un puñado de relatos firmados por Weinbaum en la revista Astounding que dirigía F. Orlin Tremaine, además de algunos que se publicaron en la Wonder Stories de Hugo Gernsback. La mayoría de ellos se consideran obras maestras: "Lotófagos", "Los mundos Si...", "El valle de los sueños", "Máxima adaptabilidad". Weinbaum creó lo que Asimov llama "extraterrestres con sus propias razones para existir, absolutamente independientes del genero humano". Sus criaturas del espacio, extrañas e inexplicables, captaron la atención de los lectores cuando se los descubrió habitando en nichos ecológicos que, por primera vez, tenían un sentido, tal vez enigmático, pero siempre lógico y natural.


Axxón 160 - marzo de 2006
Cuento de autor norteamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Experimentos: Mutaciones: Clásico: U.S.A.: Estados Unidos)