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La gran esperanza blanca
por Enrique Bustamante

 

Todo juego procede ya de un juego anterior, de un juego que alguien lleva tiempo jugando. La gran esperanza blanca muestra así sus cartas. El futuro deberá organizarse como un enjambre espontáneo, o como un enjambre organizado, o no será nada. Esta será nuestra mejor arma para vencer al enemigo. El Estado es ya un bien anacrónico y no queda tiempo para los cuentos de espías. Jack London no pertenece a los relatos que habitan en nuestra época; es tan antiguo como los socios del Club de los Representantes o los miembros de las Comisiones de Investigación. Algunos de estos señores han pasado muy cerca, han tenido en sus manos aparatos y herramientas del presente, pero no han sabido interpretarlos; otros, en cambio, son piezas sin un recambio seguro. Los demás, si quieren sobrevivir, deberán aprender el idioma franco. Lo han escrito los profetas o, al menos, así lo hemos entendido nosotros. La gran esperanza blanca lleva tiempo proclamándolo: preparen las maletas, aprendan a ordenar las fronteras y el nuevo paladar cibergeográfico. Luego no digan que no les hemos avisado.

Pensar que un relato lleva en sí mismo una profunda carga de predicciones es querer avanzar demasiado. Bien, aceptemos que se trata de literatura de anticipación, de ciencia ficción o literatura fantástica. Al parecer, Julio Verne predijo la Internet, el Fax y la globalización en una obra de 1863. En París en el siglo XX, el telégrafo fotográfico, inventado en el siglo pasado por el profesor Giovanni Caselli, permitía enviar a cualquier parte del mundo el facsímil de cualquier escritura, autógrafo o dibujo, y firmar letras de cambio o contratos a diez mil kilómetros de distancia. Una máquina Lenoir, de 15 caballos de fuerza, copiaba sin pausa las cartas que quinientos empleados le iban entregando. Además, de forma solemne, en Londres, en 1903, dos científicos se pusieron en contacto después de hacer que sus despachos recorrieran toda la faz de la tierra. Sin embargo, a uno le gusta pensar que es posible un juego de lecturas infinitas; no existe la posibilidad de determinar cuál es la lectura "correcta". ¿De qué diablos estaba hablándonos Verne en su obra, qué diablos imaginamos nosotros al leerla? El texto, en sí mismo, no tiene ningún sentido o, al menos, no es posible su reducción a un único significado. Como escribe Félix de Azúa:

El cuentakilómetros marca velocidades vertiginosas, pero en realidad no nos movemos ni un centímetro.

En Transit of Earth (1971), Arthur C. Clarke vaticinó que el hombre llegaría a Marte en 1994; el mismo Clarke reconocía al comienzo del siglo XXI que podríamos considerarnos afortunados si lo conseguimos antes del 2010. Por otro lado, cuando Prelude to Space fue publicado en 1951, le pareció un exceso de optimismo sugerir que se llevaría a cabo una misión a la Luna en 1978; sin embargo, las cosas se adelantaron casi en una década a sus predicciones. Y el capítulo titulado The Century Syndrome, de su novela The Ghost from the Grand Banks, de 1990, fue quizá la primera crónica dirigida al público en general sobre el famoso efecto del año 2.000, en la que describía su causa y la forma de resolverlo. Bien, aceptemos que se trata de literatura de anticipación, de ciencia ficción o literatura fantástica, pero ¿deben mover los profetas a la acción o distribuyen únicamente octavillas presuntuosas donde juegan al juego posible de los "futuros posibles"? ¿No somos nosotros los que, con el paso del tiempo y el devenir de los hechos, confirmamos a nuestro antojo los sentidos y las coincidencias de todos los sucesos? ¿No somos nosotros los que, finalmente, damos vida al relato, al mismo texto?

Ruego disculpas: este texto/relato es simplemente un texto/juego. La predicción del enjambre resultaba mucho más sencilla: una de las herramientas básicas, entre otras muchas, para probar su eficacia, se mostraba ya ante nosotros jugando también en nuestras mesas. Lo demás es fruto del azar y de la coincidencia. El candidato a Presidente se asomó a la ventana y los móviles brillaron como planetas rebeldes. Él, al parecer, no entendía nada; lo iría entendido, no cabe duda, con el paso del tiempo. Pero lo más importante se había producido: una confirmación absoluta entre la predicción y los deseos de los discípulos del escriba visionario. Está así escrito en todos los textos de informática. La crítica literaria, por lo demás, es un género de la literatura, pura literatura. Resulta mucho más divertido imaginar el pasado. Jorge Luis Borges lo sugiere en Nota para un cuento fantástico:

En Wisconsin o en Texas o en Alabama los chicos juegan a la guerra y los dos bandos son el Norte y el Sur. Yo sé (todos lo saben) que la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece, pero también sé imaginar que ese juego, que abarca más de un siglo y un continente, descubrirá algún día el arte divino de destejer el tiempo o, como dijo Pietro Damiano, de modificar el pasado.

Si ello acontece, si en el decurso de los largos juegos el Sur humilla al Norte, el hoy gravitará sobre el ayer y los hombres de Lee serán vencedores en Gettysburg en los primeros días de julio de 1863 y la mano de Donne podrá dar fin a su poema sobre las transmigraciones de un alma y el viejo hidalgo Alonso Quijano conocerá el amor de Dulcinea y los ocho mil sajones de Hastings derrotarán a los normandos, como antes derrotaron a los noruegos, y Pitágoras no reconocerá en un pórtico de Argos el escudo que usó cuando era Euforbo.

Los niños juegan nerviosos con sus juguetes inalámbricos y nada tiene sentido; la rueda, mientras tanto, sigue girando. Los hombres, en cambio, hace tiempo que olvidaron los enjambres. Yo sé, escribió Borges: todos lo saben. ¿No somos nosotros los que, con el paso del tiempo y el devenir de los hechos, confirmamos a nuestro antojo los sentidos y las coincidencias de todos los sucesos? ¿No somos nosotros los que, finalmente, damos vida al relato, al mismo texto? No pretendemos confundirnos ante un sencillo problema de intoxicaciones. Esa historia, tan antigua como todas las historias, no merece la mención del futuro ni la sombra conectada de un profeta.



Ilustrado por Valeria Uccelli
Axxón 158 - enero de 2006

 
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