Editorial - Axxón 153

Los tornillos de la realidad
por Eduardo J. Carletti


Pensando para el Taller de los lunes en lo que las palabras hacen y pueden llegar a hacer, me di cuenta de que cada vez que aplicamos una palabra a algo es como que atornillamos ese algo un poco más en lo que llamamos realidad. Vamos fijando las cosas con un tornillo tras otro, o un clavo tras otro, por medio de las palabras.

Una vez fue necesario que le pusiéramos nombre a esa masa tan fantástica, que a veces parece casi sólida y otras veces se deshace poco a poco en volutas y desaparece. Una masa "inexplicable" que a veces es tan pequeña como un pájaro que pasa delante de ella y otras veces es más grande que la montaña (una cosa que sabemos cuán grande es, porque podemos pisarla, recorrerla), ya que la hace desaparecer cuando se interpone frente a ella.

Elegimos unas letras, o elegimos unas sílabas, y le pusimos nube.

Fue una forma de asirla, de poder llevarla hasta otra persona y hacerle saber que la hemos visto.

¿Cómo le dirías a otro qué es lo que has visto —y cómo pretenderías que ese otro comprendiera lo que has observado— si no pudieses llevar a sus oídos la palabra "nube"? ¿Qué dirías? "Vi un algodón gigante en el cielo". "Vi una planicie llena de lomos de oveja, una junto a otra".

¿Y si las nubes están de ese color gris como plomo?

¿No es más fácil decir, "Vi nubes, va a llover"?

Convertimos así esa cosa variable, intangible y fugaz como son las nubes, esa cosa misteriosa, en algo atornillado a nuestra realidad. Quizás no la comprendas (debes evolucionar hasta que miles de clavos juntos fijados a algo llamada "ciencia" te pueden explicar que eso es una masa de vapor de agua que flota en una cosa llamada aire, atmósfera, que no tiene color, y etc., etc.), pero ya puedes "manejarla".

Hicimos magia.

Un grande —pero muy, muy grande— de lo fantástico dice que los adjetivos son una parte muy importante de esa magia. Le pusimos al pasto una palabra adherida: verde. No es que sea innecesaria: existe pasto amarillo, marrón, rojizo, gris, aunque la mayor parte del pasto que conocemos y vemos es verde. ¿Para qué decimos, con toda naturalidad, "pasto verde"?

¿Será que estamos atornillando más la realidad?

La calidad de verde que le hemos aplicado al pasto, esa magia de las letras unidas, nos abre la puerta a los pastos de la mente. Los pastos púrpuras de ese planeta en el que acabamos de desembarcar. O las nubes púrpuras de ese mundo que se ha vuelto viejo, muy viejo.

Luego de inventar el tornillo para fijarnos a tierra, para atornillarnos a la realidad, damos nacimiento al mecanismo inverso. Cambiamos una cualidad de esa cosa tan habitual (tan verde, tan blanca como la nube... o como la nieve), cambiamos una tonalidad y atornillamos esa cosa nueva a otro mundo.

Es como que le damos realidad al otro mundo. El tornillo mismo le da realidad.

Lo que atornillamos es una palabra. Hicimos magia.

Un grande, pero grande-grande, dice:

«La mente humana, dotada de los poderes de generalización y abstracción, no sólo ve hierba verde, diferenciándola de otras cosas (y hallándola agradable a la vista), sino que ve que es verde, además de verla como hierba. Qué poderosa, qué estimulante para la misma facultad que lo produjo fue la invención del adjetivo: no hay en fantasía hechizo ni encantamiento más poderoso. Y no ha de sorprendernos: podría ciertamente decirse que tales hechizos sólo son una perspectiva diferente del adjetivo, una parte de la oración en una gramática mítica. La mente que pensó en ligero, pesado, gris, amarillo, inmóvil y veloz también concibió la noción de la magia que haría ligeras y aptas para el vuelo las cosas pesadas, que convertiría el plomo gris en oro amarillo y la roca inmóvil en veloz arroyo. Si pudo hacer una cosa, también la otra; e hizo las dos, inevitablemente. Si de la hierba podemos abstraer lo verde, del cielo lo azul y de la sangre lo rojo, es que disponemos ya del poder del encantador. A cierto nivel. Y nace el deseo de esgrimir ese poder en el mundo exterior a nuestras mentes. De aquí no se deduce que vayamos a usar bien de ese poder en un nivel determinado; podemos poner un verde horrendo en el rostro de un hombre y obtener un monstruo; podemos hacer que brille una extraña y temible luna azul; o podemos hacer que los bosques se pueblen de hojas de plata y que los carneros se cubran de vellocinos de oro; y podemos poner ardiente fuego en el vientre del helado reptil. Y con tal "fantasía" que así se la denomina, se crean nuevas formas. Es el inicio de Fantasía. El Hombre se convierte en subcreador.»

Se trata nada más y nada menos que de J.R.R. Tolkien.

Y nosotros somos magos aprendices (para ponerme un poco en tónica con la fantasía de estas épocas) que debemos aprender a usar las palabras para construir realidades.

Es una suerte que aún haya personas que ven el pasto verde y lo piensan púrpura. Sino, se me ocurre, el mundo sería peor.

Eduardo J. Carletti, 1 de agosto de 2005
ecarletti@axxon.com.ar