FUERA DEL RIO, LEJOS DEL MAR

Alexis Javier Winer

Argentina

La memoria de Iardén(*) retrocedía hacia los afluentes, cuando el río era una corriente estrecha y rápida, cuando pocas barcas corrían paralelas a la suya. Sus recuerdos solían detenerse en el de sus padres, más grandes sus barcas junto a la diminuta barca de niño, sobre las aguas la cesta de Moshé. La barca ya no era pequeña; tampoco Iardén lo era. Demasiado pronto los padres lo habían abandonado para ir en busca del mar.

El río era ahora más ancho y la corriente, aunque firme, ya no torrentosa. Las márgenes aún se deslizaban rápidas a los lados de la barca de Iardén, que disfrutaba ante la maravilla del mundo en movimiento, del esplendor de los árboles fijos en las orillas, anclados de forma imposible a una tierra a la que ni él ni nadie podía acceder. Desde luego, Iardén lo había intentado, pero la corriente apartaba las barcas de las orillas para devolverlas al centro del río. También había intentado remar contra la corriente, vencer el eterno discurrir de las aguas, prolongar siquiera por unos instantes la visión de determinado árbol, de cierta rama que sobresalía, de aquel color en una hoja de la rama del árbol, con la vana ilusión de no perder a sus espaldas todo lo que se perdía fuera del cauce del río.

Aunque inquieto, Iardén sólo le temía a dos cosas: al mar y a Dios. A Dios, porque está escrito que debe ser temido y respetado. Al mar, porque es el fin de todas las cosas, el fin del río, ya no un fluir ordenado hacia alguna parte ni la magia de las orillas en movimiento sino la ausencia de orillas y de orden, caprichosas corrientes y contracorrientes que arrastran las barcas lejos de la costa y las conducen a su antojo hacia las gigantescas olas que terminan por devorarlo todo.

Iardén le temía al mar aún más que a Dios. No era un temor reverencial sino verdadero pánico, pasaba noches enteras en su barca sin poder dormir, de frente a las estrellas. Debía haber alguna forma de vencer la corriente, pensaba, de eludir la posible y temida llegada del mar.

Sin embargo, era un hombre piadoso: cada shabat encendía dos velas en su barca, dos luces protegidas del viento y del agua por lámparas pequeñas, dos fanales, uno a proa y otro en popa, que le recordaban que ese era un día para celebrar y cuidar, un día distinto, el día en que Dios, terminada su obra, al fin descansó. Los viernes por la mañana algunas barcas se unían entre sí y familias enteras se dedicaban a preparar lo necesario para recibir el shabat como se recibe a una novia.

Con las primeras estrellas en el cielo, el río también se llenaba de luces, dos velas en cada barca, y de cánticos, barcas abandonadas a la inercia de un rumbo que nadie intentaba corregir. Con la llegada de la noche, todos meditaban acerca de lo que habían hecho en la semana y se maravillaban por las cosas vistas: un árbol distinto a cualquier otro, un animal acuático capaz de vencer la corriente, remontarla algunos metros y alcanzar las orillas, el asombro ante una criatura capaz de desafiar las inquebrantables leyes del río.

De ese modo transcurrió durante algunos años, feliz y lejana al mar, la vida de Iardén.


Hasta que conoció a Berit. Sus barcas chocaron: él no había visto nunca a aquella mujer de grandes ojos pardos; ella jamás había conocido a alguien con tanta energía y bondad. Ambos reconocieron, el uno en el otro, el camino marcado por Dios, y poco después, en una ceremonia sobre las barcas de ambas familias que unidas unas con otras conformaban una pequeña ciudad flotante en el centro del río, se celebró la jupá. Luego aquella ilusión de ciudad se deshizo para devolver a cada cual su vida, y las barcas de Iardén y Berit se alejaron río abajo, impulsadas por la suave brisa que acompañaba al río hacia un mundo de esperanza y felicidad.


Pasaron dos años y las barcas aún se mantenían unidas: ahora el camino de Iardén era el de Berit, y el de Berit el de ambos. Las dos barcas, aunque fuertemente enlazadas, podían distinguirse una de otra. Cuando el río se abría en dos brazos, Iardén, antes de elegir por cuál seguir, consultaba siempre a Berit. Alguna vez él mencionó sus temores, pero Berit sonrió y le dijo que los ríos siempre desembocan en el mar. Iardén no volvió a mencionar el tema y comenzó a trabajar en una tercera barca, diminuta barca de niño, la cesta de Moshé. Si bien en shabat la felicidad era doble, de todos modos en el resto de los días Iardén se acordaba de Dios para agradecerle el regalo de una mujer tan devota y amante y el haberlo hecho participar de la magia del mundo que había creado alrededor del río. Ya casi había olvidado la existencia del mar.

Pero el mar no se había olvidado de él.


El río era misterioso, el más grande enigma del Creador: sus brazos se multiplicaban y ganaban complejidad a medida que se alejaban de sus orígenes: algunos luego volvían a cruzarse, otros se alejaban en forma definitiva. Estrechos brazos torrentosos, otros amplios y tranquilos; en unos y en otros, a veces peligrosos rápidos que conducían directo al mar, otras veces cálidos meandros que invitaban a la maravilla de la contemplación. Podía decirse que el río, soporte de toda vida, ocupaba y daba forma a lo que se conocía como el mundo. De elegir los caminos adecuados, los hombres podrían navegar por él durante siglos antes de llegar al mar. Pero nadie conoce los caminos adecuados. Otros caminos ocultos, peligrosos, bajo la forma de rápidos que destruían las barcas contra las rocas o de remolinos que las arrastraban a las profundidades y las conducían de inmediato al mar, eran breves. Los padres de Iardén lo habían experimentado demasiado pronto. Pero él, ahora junto a Berit, la vida hecha milagro cada día, la bendición de un hijo en camino, casi había olvidado el mar y sus ominosos caminos de perdición.


La quietud de la corriente no parecía presagiar ningún peligro. Aunque la ausencia de animales era llamativa, ellos dos estaban concentrados en la pequeña cesta de su hijo, la cual, cuando estuviese lista, los acompañaría durante muchos años hasta que al fin, ya no una cesta sino una barca, tomara su propio curso. Berit y Iardén se abandonaban al lento fluir de las aguas ahora marrones, barcas enlazadas entre sí que, si bien conformaban una unidad, no eran una única barca porque es sabido que cada persona debe tener su propio espacio. Pero bajo la mansa apariencia de la corriente aguardaban, ocultas en lo marrón del agua, filosas rocas que mordieron el casco del navío de Berit y que ninguno de los dos había podido ver. Pronto la madera cedía, pronto el agua lo invadía todo. Iardén intentó llevar a su mujer a su propia barca pero ella, lágrimas de resignación al descubrir el terrible designio divino, no lo permitió: una sola barca no era capaz de contener a dos personas. Con sus últimas fuerzas Berit cortó las cuerdas que amarraban lo que fuera su barca a la de Iardén para que las maderas no lo arrastrasen también a él a las profundidades. Luego ella y el hijo por venir se perdieron bajo las aguas: quizá un misterioso río subterráneo ya los conducía con premura al encuentro del mar.

En el río silencioso, nada que indicase que horas antes allí fuera posible algún tipo de felicidad. Río desierto como antes de que Iardén conociera a Berit, como si ella nunca hubiese existido. Pero las cuerdas cortadas a babor y la pequeña cesta inconclusa en manos de Iardén evidenciaban que aquello no era un sueño: él había tenido una mujer y un hijo, y ahora no tenía nada.


Pasaron los siete días de duelo en los cuales Iardén, por momentos a los gritos, a veces en susurros, sin poder nunca contener el llanto, le preguntaba una y otra vez a Dios por qué. Por qué primero sus padres. Por qué ahora Berit. Por qué, además, su pequeño hijo. Y por qué él, Iardén, no. Un dios que hacía algo así no era digno de respeto ni de amor. Ni siquiera era digno de aquel temor reverencial que la ley ordenaba. O acaso, se dijo entonces, la idea de dios era sólo un invento de los hombres. Acaso lo único real era el mar, y sus largos y caprichosos brazos que invadían el tributario río al que nunca debiera tener acceso para arrancar de la vida de los hombres a sus seres amados. Acaso el verdadero dios fuera el Mar, y todos los hombres no tenían otra finalidad en la vida que alimentar su insaciable apetito. Berit lo había desafiado con su sonrisa, con su juventud y descreimiento, y el Mar había ido a buscarla. Entonces, tras el séptimo día, los ojos ya vacíos de lágrimas, Iardén decidió poner a prueba, si era que en verdad existía y fuera quien fuese, al Creador del Universo.


Uno puede adentrarse en la senda del pecado, pero de ese modo no reta a Dios: apenas pierde su alma. Aquel Creador que antes escuchara con afectuoso silencio las parashot(*) de Iardén, ahora, un silencio indignante, no respondía a los furiosos insultos de aquel hombre desesperado. ¿Cómo encender la ira de Dios? ¿Cómo pretender equidad o justicia si Él, en su magnificencia, hace sufrir a quienes más lo sirven y consiente a quienes su capricho ilumina? Iardén pensó en Moshé, el padre de su pueblo, que nunca se mantuvo en buenas relaciones con Dios y, tras haber conducido a sus hijos durante cuarenta años en el exilio, no pudo llegar a la Tierra Prometida. Pero ni Moshé, a pesar de sus penurias, había perdido a todos sus hijos... Quizá lo que Iardén debía hacer era pronunciar Su nombre, el verdadero, pero aquel nombre ni siquiera era conocido por los hombres más sabios.


Muchos años pasaron: Iardén envejecía sobre su barca, larga barba de plata, oscuros surcos en sus ojos, y sus labios resecos repetían cientos, miles, millones de posibles nombres que designaran a Dios. Y mientras los diferentes nombres nacían para luego, ante la indiferencia el Creador, no ser vueltos a pronunciar jamás, Iardén pensó muchas veces en el río, en el mar, en Dios, en sus padres, en Berit, en su pequeño hijo no nacido, en si hubiese tomado otro afluente, en que de haber estado más atento, en por qué el río era una sorpresa, por qué nadie conocía todos sus caminos, por qué almas inocentes elegían rumbos que sólo traían la perdición, en cuál era entonces la magia del río si uno debía vivir con el omnipresente temor al mar, en por qué Dios, solícito a la hora de sembrar la desgracia en la existencia de Iardén, ahora, día tras día, año sobre año, el cauce del río ancho como un pequeño mar, no le respondía, por qué ni siquiera le enviaba uno de esos remolinos o afiladas rocas como respuesta.

Y en especial, pensaba en qué le pediría a Dios en el caso de que atendiera su llamada: no el regreso de sus seres queridos, el tiempo en que hubiera pedido eso ya había pasado; tampoco la inmediata llegada al mar, no al menos todavía; no riquezas que jamás hubiese podido disfrutar; ni siquiera la respuesta a todos esos antiguos por qué. A medida que pasaban los años el pedido de Iardén, como él mismo, envejecía: las esperanzas se hacían anchas como ahora el río y demasiado frágiles, menos pretenciosas; había en ellas una menor ira y una mayor resignación. Pero jamás la renuncia. A fuerza de luchar con la voluntad de Dios, esa misma lucha, incluso más allá de la pérdida de su familia, se había convertido en su forma de vivir. Lo que Iardén ahora quería, lo que ahora aguardaba, lo que de cierta forma había esperado desde siempre, era el conocimiento supremo: quería conocer el río, cada uno de sus caminos, todos sus caminos. De conocerlos, podría navegar por él durante siglos antes de llegar al mar. Pero nadie conocía todos los caminos, pensaba Iardén, aún nadie los conocía.


Dicen los hombres sabios que el verdadero nombre de Dios se esconde en todas las cosas, que es impronunciable para sus hijos, que es largo como la edad del Universo o breve e insondable como el espacio que hay entre Aleph y Tav, que se forma con las palabras de su Torah, que es nombre y número al mismo tiempo, que ese número, ese nombre, guarda el secreto de la Vida, que alguna vez se perdió, que acaso duerme en el delicado diagrama de la hoja de un árbol a orillas de un río, que sólo el Mesías podría reconocerlo, que Su nombre último es la suma de todos los nombres, su propia Esencia. Los hombres sabios dicen muchas cosas, pero a Iardén no le interesaba la posibilidad de levantar a su familia desde el barro de las orillas: sólo buscaba llamar la atención de Dios.


Cierta noche, perdida ya la cuenta de los días, las noches y los años, entrecerrados sus ojos en la eterna duermevela de la ancianidad, nombre tras nombre tomaban forma en forma de susurros y Iardén dio, casi sin darse cuenta, con el nombre del Creador. Quizá ese nombre estaba conformado por todos los otros nombres pronunciados a lo largo de su vida. O tal vez el verdadero nombre de Dios se hallaba en los pensamientos y no en las palabras de Iardén. O quizá toda su vida desde los afluentes, el sufrimiento que había padecido, más todo lo que había pensado, actuado y dicho, era la forma de invocar aquel nombre verdadero. Tal vez no exista una forma exacta: Su nombre podría ser distinto para cada una de sus criaturas. O quizá lo conformara la vida de todos los hombres en su conjunto. Acaso sea el devenir del Universo lo que da forma al nombre de Dios. Y entonces, ¿cómo Iardén, cómo algún hombre hubiese sido capaz de invocarlo?

Lo cierto es que aquella noche, tras años de haberlo llamado, Iardén, casi sin darse cuenta, volvió a llamar a Dios, que aquella noche le respondió.


En un principio no sucedió nada distinto: la barca mantenía su curso, el río fluía como de costumbre, Iardén aún invocaba nombres ahora vacíos. Pero en las sombras se produjo una extraña forma de silencio, y pronto el anciano comprendió que aquel era un silencio imposible en el río, ni siquiera el perpetuo murmullo de las aguas o el canto de los insectos en las orillas. Iardén abrió los ojos a una oscuridad absoluta: ni siquiera el pálido brillo de las estrellas o los sutiles fanales de las luciérnagas. Supo entonces que Él estaba cerca porque lo sintió dentro de sí, a su alrededor, en todas partes, una presencia tan poderosa que absorbía toda luz, todo sonido. No tuvo necesidad de hablar: Dios era el mundo y era Iardén, también parte de aquella Presencia que conocía sus pensamientos, su dolor, sus temores, su anhelo.


Entonces, extraviado de sí mismo, mientras retornaban los tenues colores y sonidos de la noche, se levantó con lentitud en el aire, imposible e impensada aliá(*). En la barca, el cuerpo de anciano permanecía mientras la fuerza más poderosa del Universo llevaba a Iardén más y más arriba. La barca desde allí era una pequeña hoja sobre un hilo de agua, y el hilo parte de una complicada red que se extendía hasta el horizonte.

Iardén vio los afluentes, el nacimiento mismo de aquel río en unas montañas desconocidas; vio todos los árboles de todas las orillas; vio animales que, de una forma imposible, vivían fuera del río y sólo se acercaban para beber de sus márgenes; vio las barcas de todas las personas; vio cómo algunas, sin saberlo, elegían caminos que conducían en forma directa hacia el mar; vio los otros caminos, aquellos que el mar no conocía, aquellos por los que un hombre hubiese podido navegar durante siglos.

Iardén entonces comprendió que no se trataba de un solo río, sino que el mismo curso de agua era diferente para cada persona. Algunos hombres compartían durante un tiempo algunos de sus brazos para luego perderse por caminos distintos. Otros llegaban juntos hasta mar. Cada afluente era único: por cada niño, cada joven, la corriente era siempre torrentosa; para aquellos que, como él, alcanzaban la vejez, el cauce era ancho y la corriente, a medida que se aproximaba al mar, parecía perder impulso. Comprendió entonces que en aquellas aguas amarronadas, casi inmóviles, en aquella ausencia de animales que había presagiado la partida de Berit, debió haber advertido la proximidad del mar. Pero este pensamiento no le produjo dolor, quizá apenas un dolor atenuado, como el dolor se siente por el dolor del otro. Dios ahora estaba con él y su Presencia era un bálsamo que, al tiempo que le mostraba la maravilla de su creación, mitigaba el dolor para hacerlo soportable.

Iardén vio el río, los ríos.

Para después ver el mar.

En la densa oscuridad, repetidos relámpagos, breves espacios de luz, unían los dos mares: el de olas tempestuosas abajo, el de inquietas nubes arriba. El delta del río, complejo entramado de aguas serenas, desembocaba en la máxima expresión de furia que Iardén jamás hubiese visto. La tormenta tenía lugar entre el mar y aquel cielo que espejaba el mar, y era hacia ella que Dios lo conducía. Todos los demás sentimientos retrocedieron ante el horror absoluto; Iardén no conocía el mar, pero ni siquiera en lo más terrible de su imaginación lo había visto de esa forma: la sumisión del río ante la ausencia de orillas y de orden, ante las gigantescas olas que significaban el fin de todas las cosas.

La tormenta, como si quisiera impedirle que se acercara, arrojaba hacia él trombas de aire y lluvia, pero Dios mantenía la firme determinación de empujarlo hacia ella. El alma de aquel hombre era el trofeo de una imposible batalla entre dos fuerzas titánicas. Iardén, a su vez, también se debatía entre dos sentimientos: por un lado deseaba el triunfo de la tormenta que lo devolvería al río, pero también creía que aquella lucha entre Dios y el mar tenía algo de concluyente: si Dios resultaba vencedor entonces Iardén, testigo divino, podría olvidar para siempre sus temores.

Pero la tormenta ganaba fuerzas, olas más altas, relámpagos menos espaciados, y bajo aquella secuencia de luz Iardén descubrió diminutos puntos que las olas arrastraban mar adentro. Sus fuerzas flaquearon dos veces: primero al comprender que aquellos puntos en la distancia eran hombres, sus barcas ya destrozadas, juguetes perdidos que pronto se hundirían. Volvieron a ceder cuando comprendió que Dios, acaso también por temor al mar, detenía su avance. Pronto la batalla dio un vuelco definitivo: entre las nubes se abrió paso un hilo de luz, dedo que, desde el mar, buscaba a Iardén. Aquello fue demasiado: cerró los ojos y se abandonó a la locura. Olvidó que no estaba solo, que nunca nadie está solo, y entonces Dios fue al fin vencido.


Cuando volvió a abrir los ojos, en el silencio del río nada indicaba el milagro. Río desierto como antes de que Iardén conociera a Berit, vacío como los años que precedieron a una batalla que quizá había tenido lugar sólo en sueños. Pero los cabellos aún húmedos y el regusto de la sal evidenciaban que todo había sido verdadero: Dios había acudido a él, había enfrentado al mar por él, y había sido derrotado.

Desde el horizonte cargado de nubes, lejano escenario de las hostilidades, un rayo de sol acarició la frente del anciano, como si el mar hubiese renunciado al terror y ahora quisiera seducirlo. El rayo de sol era aquel dedo del mar que en la tempestad lo buscara a tientas y que ahora, sin Presencia Divina que pudiera defenderlo, había encontrado a Iardén indefenso sobre su barca.

Pero el final no llegó. La noche se transformó en día y aquella lejana tormenta, quizá aplacada por su triunfo sobre el Creador, dio paso a una nueva luz. Aquel día fue seguido por muchos otros.


El enfrentamiento entre Dios y el mar había concluido, pero un enfrentamiento más sutil tenía lugar en la quietud de la barca: la pugna entre las sucesivas emociones que dominaban a Iardén: furia, espanto, frustración. Vencidas ya las dudas acerca de si su experiencia estaba circunscripta al imperio de lo real, el hombre se preguntaba cómo era posible que Dios hubiese sido derrotado. ¿Acaso el mar era más poderoso? Pero el mar también era parte de la Creación y entonces, ¿cómo podía lo creado vencer a su propio Creador? O quizá no lo fuera: el río como el fin de Sus dominios. Pero eso, pensaba Iardén, no podía ser verdad. Tras la muerte de Berit, él había cuestionado la existencia de Dios pero luego, para poder desafiarlo, debió creer en Él. Nadie puede enfrentarse a algo que no existe. Y con aquella creencia a la que había dedicado el resto de su vida, Iardén había terminado por aceptar a Dios como la fuerza más poderosa en el Universo; había cuestionado sus designios, pero jamás su Poder o su Obra. E incluso ahora se negaba a aceptar la derrota ocurrida ante sus propios ojos. Dios no podía ser más débil que el mar. Ningún poder que se rebele contra Dios tiene oportunidad de prevalecer. Y entonces pensó que había sido él, Iardén, quien había retrocedido, y no Dios, que no había hecho sino obedecer los dictados del miedo en aquel hombre insignificante. En consecuencia, el derrotado había sido Iardén.


Sumido en sus tribulaciones, ignorante de su entorno, encerrado en sí mismo, Iardén cuestionó entonces la naturaleza de su propio pedido: al principio sólo había deseado el regreso de Berit y de su hijo, pero a medida que los años transcurrían, había llegado a comprender que de encontrar el Nombre, las figuras que pudiera levantar del barro no serían en realidad su familia sino un burdo remedo de seres sin alma, una condena aún mayor que la ausencia. Con la infinita tristeza de saber que no había forma de volver a verlos, el pedido de Iardén tornó en una suerte de resignación: si no era posible revertir los designios divinos, quería al menos conocer el porqué de los mismos. Pero Dios no da explicaciones, y durante muchos años el hombre obtuvo silencio como única respuesta. Hasta que un día descubrió que ya no era ése su anhelo, que lo que en realidad deseaba, lo que siempre había deseado, era evitar la suerte de Berit, la de sus padres, la de su pequeño hijo por nacer. Pensó entonces que sólo al conocer el río y todos sus caminos podría lograrlo. Y cierta noche, Dios se presentó para cumplir este deseo, pero, ¿en verdad lo habría hecho? Al preguntarse esto, muchos días después de haber sido devuelto a su barca, Iardén se apartó de sus pensamientos para contemplar el río y comprobar que, pese a su propia derrota frente al mar, Dios había hecho realidad su deseo.

Reconoció de inmediato, aunque jamás se había internado antes en aquella parte del río, la figura de los árboles sobre la orilla; supo de la adusta filigrana en cada hoja; reconoció también el dibujo que conformaba la lucha de las distintas corrientes en el agua, y de inmediato su memoria relacionó el paisaje con lo que había visto desde el aire para luego ver ante sí todos los caminos que lo aguardaban y saber adónde conducía cada uno de ellos. Se sorprendió al comprender que guardaba para sí cada recuerdo único, detallado y exacto de todo lo que Dios le había mostrado. Y entonces también supo que aquella sorpresa sería la última. A lo largo de los días que siguieron, pudo identificar cada árbol, cada rama, cada hoja antes de que aparecieran en la distancia. Cada vez le brindaba menos satisfacción y más horror comprobar que su memoria nunca fallaba. La magia del mundo se había perdido; jamás volvería a experimentar el asombro. Todos los colores del río parecieron fundirse en uno solo; el cumplimiento de aquel deseo había resultado en su ruina. Pero el enojo de Iardén no fue dirigido esta vez hacia su propia torpeza por haber desperdiciado décadas enteras en desear aquello, sino contra Dios que, de alguna forma, al decidir en qué momento de la vida de Iardén aparecer, había también elegido cual deseo complacería. Si hubiese aparecido antes, pensaba el anciano, si se hubiese conformado con responder a aquellos por qué o incluso con devolverle de alguna forma, de cualquier forma, a su familia...

Y había otro reclamo: si Iardén sólo deseaba conocer el río, ¿por qué Dios le había mostrado también aquello que más temía? El hombre no estaba preparado, nunca lo había estado, para enfrentarse al mar. Y entonces ni siquiera la derrota era responsabilidad suya. Todas las desdichas de su vida, y ahora también la desesperación de tener que elegir entre la insoportable eternidad de permanecer durante siglos en un río ya sin sorpresas o de enfrentar otra vez al mar, tenían un sólo responsable: Dios.

De pequeño los padres de Iardén le habían enseñado que todos los hombres tienen un propósito y un destino, pero él no lograba comprender el significado del suyo. O quizá su vida jamás había tenido propósito, o peor, la intención de Dios había sido burlarse de él, una burla dolorosa... Pero Dios no era así, no podía serlo. Iardén había sido parte de Él, de alguna forma aún lo era. Debía haber un motivo para mostrarle todo aquello, algo que iba más allá del inocente pedido de Iardén. Ver el río, ver el mar. ¿Cuál habría sido el plan divino? Pensó entonces que quizá Dios había interpretado su deseo incluso mejor que él mismo: conocer el río era sólo una forma de escapar, y acaso Dios había querido mostrarle algo más. Y con aquella idea, tuvo la certeza de que la clave de todo estaba en el mar, en lo que Dios deseaba enseñarle y el miedo le había impedido apreciar.


Por primera vez con esperanzas, Iardén hizo a un lado el miedo para repasar los hechos desde otro punto de vista, y centró sus recuerdos no en la titánica lucha entre Dios y el mar sino en las barcas en el delta a medida que se aproximaban, y luego en las barcas en el mar. En el delta eran todos ancianos, los jóvenes arrebatados antes de tiempo no llegaban al final del río. Allí la corriente perdía fuerzas y depositaba las barcas en el mar casi con resignación. Aquellos ancianos podrían haber luchado contra la corriente pero algunos, aterrados, se dejaban llevar, y otros, Iardén no terminaba de aceptarlo, parecían entregarse ansiosos a aquel final terrible. Se concentró entonces en las barcas en el delta: muchas tan sencillas como su propia barca. Sin embargo, otros hombres dedicaban su vida a construir grandes embarcaciones, verdaderos palacios flotantes a los que, pensaban, el mar no podría vencer.


Ilustración: Ferrán Clavero

En el mar, las olas elegían primero las barcas más grandes. Las sencillas llegaban un poco más lejos. Algunos jóvenes que alcanzaban el mar por los canales secretos, construían balsas con los restos de sus barcas destrozadas allá en el río e incluso se adentraban aún más que los ancianos que llegaban desde el delta. Pero todas las embarcaciones, tarde o temprano, terminaban por ceder y los hombres, abandonados a las aguas, pronto serían arrastrados a la profundidad de la Dumah, del silencio. No había esperanza. Dios mismo se lo había mostrado: toda lucha era una lucha inútil.


O quizá no... Una vez más los pensamientos de Iardén se dirigieron a la batalla: Dios no había luchado contra el mar de abajo, que se ocupaba sólo de recolectar restos de hombres y navíos, sino contra el de arriba, contra esas nubes que se cerraban frente a Iardén. El anciano entonces lo supo: las nubes le ocultaban el sol que nacía, y aquel hilo dorado no provenía del mar, no lo buscaba ni intentaba seducirlo. Dios, que es la luz, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, apartó las nubes que el mar le opusiera para Iardén, pero él entonces sólo pensaba en huir.

Ahora, devuelto a la calma del río, el mundo apagado para siempre, supo que la iluminación, que cualquier cosa parecida a la sorpresa, sólo podría encontrarla al examinar en sus recuerdos las cosas que el miedo le había impedido ver. Podía recordar cada árbol, cada recodo del río; por lógica, si se esforzaba lo suficiente, podría también recordar lo que acaso vio por un instante y no pudo advertir.

Entrecerrados los ojos, regresaba por última vez a la escena de la batalla, pero ahora apartó sus pensamientos del cielo y de las nubes para centrarlo en los puntos sobre las aguas. Con la destrucción definitiva de las barcas, algunos se hundían pronto en la desesperación del Sheol(*). Pero otros, observó, no se rendían: luchaban de todas las formas posibles. ¿Con qué propósito? Desde el mar podía apreciarse el mar hasta el infinito, no había ningún lugar al que llegar, ninguna razón para mantenerse a flote...

Pero desde el lugar privilegiado en el que Dios había puesto a Iardén, y con la ayuda de Su luz, pudo ver ahora en el recuerdo el lugar en el que el sol nacía, la respuesta a todas sus preguntas, a todos sus miedos: en la distancia, el mar moría en una playa que muy pocos lograban alcanzar. No era el tamaño de las barcas lo que los salvaba, sino el deseo de una nueva oportunidad, el convencimiento de que, pese a todo, el mar podía ser derrotado y de que más allá, en el Olam haba, había algo por lo que valía la pena luchar. La inquebrantable fe en Dios, cultivada a lo largo del río, los ayudaba allí donde ninguna otra ayuda era posible.


Aquello que se les ofrecía a quienes lograban cruzar el mar no era el regreso al río, sino el acceso a un mundo distinto, a una vida nueva y asombrosa para Iardén: el Tejiat HaMeti, es decir, la resurrección, el retorno al seno de Abraham, acaso un mundo más próximo al de la era mesiánica que menciona la Torah. Detrás del mar aguardaba una vida sobre tierra firme, la posibilidad de tomar cualquier dirección y dirigirse a cualquier sitio, una dimensión que la mente del anciano apenas alcanzaba a concebir. El tibio y hasta entonces velado recuerdo de aquella lejana tierra prometida se hizo presente en la memoria de Iardén con toda su nitidez: el sol nacía para acariciar unas barcas inmóviles y extrañas sobre la playa, navíos que podían conducirse a voluntad. Contra el horizonte se perfilaban los techos de las viviendas de hombres que elegían vivir a orillas de aquel mar, nadar en sus aguas, nutrirse de sus peces. Un mundo imposible en donde el mar podía ser amigo. Y también alcanzó a distinguir el comienzo de caminos que se perdían tierra adentro para aquellos que partían en busca de una vida fuera del río, lejos del mar.

El anciano recordó aquella discusión que en otro tiempo había mantenido con Berit: ella desdeñó su terror al mar y, aunque no había visto ni llegado a imaginar aquella tierra, debió creer en la existencia de un lugar así y en las palabras de la Biblia: "Expiró pues Abraham... y fue a reunirse con sus padres". Ella quizá había podido vencer al mar, y él entonces también lo haría. Iardén, al comprender la generosidad del regalo de Dios, sonrió por primera vez en muchos años. Luego abrió los ojos en dirección al murmullo de las olas que nacía en la distancia.


Jueves 2 de diciembre de 2004.


(*) Significado de las palabras hebreas presentes en el texto en el orden de su aparición:


Iardén: nombre que significa "el que desciende".

Moshé: Moisés, salvador del pueblo judío. El nombre significa "extraído de las aguas".

Shabat: Sábado, día de descanso.

Berit: nombre que significa "fuente de agua".

Torah: Pentateuco, los cinco libros que componen la Biblia, también significa "guía", "enseñanza" y "ley".

Jupá: significa "boda". También se denomina jupá al dosel nupcial donde se celebra la boda y que representa el hogar que se crea en ese acto.

Parashot: plural de parashá, que significa "oración".

Aleph y tav: respectivamente, primera y última letra del alfabeto hebreo, reemplazado en el catolicismo por sus homónimas del alfabeto griego: alfa y omega.

Aliá: significa "ascenso". Si bien en la actualizad se relaciona esta palabra con el establecimiento en Israel, y antes con el peregrinaje al Templo, el significado original es el "ascenso" de Moshé al monte Sinaí. También se llama aliá cuando una persona es invitada a participar en los actos litúrgicos de un servicio en la sinagoga.

Dumah: significa "silencio", en el texto se refiere a la acepción que tenía esta palabra para los hebreos antiguos, que era una forma de denominar al Sheol o limbo, lugar en donde los hombres, tras su muerte, aguardaban el eventual llamado de Dios.

Sheol: es una palabra de origen desconocido que designa a las profundidades de la tierra a donde bajan los muertos y en donde, según las Sagradas Escrituras, los buenos y los malos mezclados tienen una lúgubre supervivencia en lo que se considera un pálido simulacro de su vida anterior.

Olam haba: significa "más allá", y se refiere a todo lo que sobreviene después de la muerte.

Tejiat HaMetim: significa "vuelta a la vida de los difuntos", o mejor dicho, "resurrección". No se debe confundir este término con "reencarnación" . Mientras que la reencarnación es el regreso del alma al mundo (a este mismo mundo) para obtener la purificación absoluta o alcanzar el "nirvana", creencia común de las religiones orientales, la resurrección significa para los judíos el acceso a un plano espiritual superior, el regreso a la Fuente de la Vida Eterna, al seno de Dios.

Abraham: Padre de Isaac, del cual nacieron Esaú y Jacob. Los hijos de Jacob son los doce Patriarcas, de los cuales se forma el pueblo de Israel. Dios le cambia el nombre original, "Abrán", que significa "padre", por el de "Abraham", que significa "padre de muchos pueblos".



Alexis Javier Winer es argentino y trabaja como diseñador web en una importante empresa petrolera. Ha publicado una novela, Los fragmentos del pasado, fue premiado en el Concurso Axxón, Mundos Diferentes, por su cuento "Por la vía sentimental" y ha participado en la antología Más y mejores cuentos. En Axxón han sido publicados sus relatos "El mayor poder", N° 112 y "Cuentos de horror a la hora de dormir", N° 120.


Axxón 153 - Agosto de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Religión: Mitos: Argentina: Argentino).