SOÑADORES DEL SUEÑO AMARILLO

Germán Amatto

Argentina

Para Ana y Laura: sin ellas todo sería nada


Esto o nada, había dicho el Cuervo.

Esto: una red de sangre incandescente desplegándose en mi interior, cubriendo mi cabeza, quemándome el cerebro. Esto: luz fluctuante y sólida, un vértigo tornasolado y un embudo palpitante que me disuelve y me arrastra.

Esto.

Un movimiento en la pared: colores del espectro, espectros del color tratando de romper la membrana de yeso podrido.

Tratando de caer de este lado.


El Cuervo no volvía.

Y empezamos a ponernos nerviosos.

Hace como dos horas que se fue, rezongó Turko. Arrumbado en la esquina más negra del cuarto, parecía un montón de ropa sucia tirada al descuido. ¿Dónde mierda se metió?

Ni Eva ni yo respondimos. Eva se acostó sobre el colchón de cartones —nuestro único mueble—, la vista fija en la bombita mortecina que colgaba del techo. Yo me concentré en la pared, tratando de organizar el caos de manchas de humedad en imágenes coherentes.

Pero el Cuervo no volvía.

Si se rajó con la guita... murmuró Turko. Dio una patada. La botella vacía rodó por el polvo, se rompió contra el zócalo. Eva sacó la navaja y empezó a tajear los cartones con desgano.

Una cabeza de perro. Un ahorcado. Medio cangrejo. Rojas y verdes y marrones: las formas húmedas socavaban la pared, la volvían el mapa físico de un continente desconocido. Un chico con un globo. Una flor. Una jeringa. Por favor, una jeringa. Cuervo hijo de puta dónde estás...

La puerta se abrió. En la pared —mi pared— se dibujó una sombra: la cabeza rapada del Cuervo, entre los dientes rojizos del perro.

¡Cuervo!

Así que hablando solo, me dijo. Largá el café, viejo: hace mal a los nervios.

Turko se levantó como si fuera una marioneta.

Dejáte de joder, Cuervo. ¿La conseguiste?

Fui al lugar de siempre —la voz del Cuervo se hizo grave—, pero Dorins no estaba.

Me quedé helado. Eva apretó la navaja, los dedos se le pusieron blancos. Corazoncito Dorins era el puntero nuestro de cada día.

A lo mejor cambió de zona, dijo. O se lo llevó la yuta. Es lo mismo.

¿Y ahora qué hacemos? Turko se pasó la mano por la frente y se restregó los ojos. Tengo una manija que reviento...

El Cuervo sonrió.

Nononó dijo, metiendo una mano en la campera. Los pichones del Cuervo nunca se quedan con hambre.

Extendió el brazo lentamente, como un bailarín. En la palma abierta relucía un frasquito de vidrio. Y en el frasquito, tiñendo la piel del Cuervo con reflejos intensos, un líquido amarillo.

Amarillo y transparente.

Acerqué un ojo a la jeringa llena. A través del líquido pude ver las costras de pintura vieja, los agujeros en el revoque, las rajaduras como venas secas invadidas por los hongos.

Dale de una vez, murmuró el Cuervo. Es esto o nada.

Esto o nada.

La aguja tibia me atravesó la piel. Le di al émbolo hasta el fondo. Sentí un ardor agudo en el brazo, y el Cuervo me sacó la jeringa de los dedos.

Miré el colchón de cartones, la botella rota, la pared. Turko ya se había picado, su contorno se disolvía en las sombras del rincón.

Esto o nada, pensé. Esto, o nada.

Esto.


Alfilerazos. Alfilerazos rabiosos. Muerden mi cuerpo, me arrancan del otro lugar y me devuelven a la carne, al olor de la humedad en el aire, a la dureza del suelo en el que estoy tumbado.

La realidad: músculos contraídos en calambres, brazos entumecidos, piernas de goma. La sed ardiendo en la garganta y en la boca. El dolor del despertar.

Abrí los ojos. La luz de la bombita me cegó. Volví a cerrarlos. Traté de levantarme, no pude. Despegué con esfuerzo los labios cuarteados.

Cuervo... susurré. Mi lengua reseca raspó el paladar. Eva...

Levanté los párpados. Despacio.

Cartones, botella, pared. Un semicírculo de luz partía la habitación. De este lado, Eva y el Cuervo. Pálidos, inmóviles. Más allá, confusa, la pared, el borrón opaco de las ropas de Turko.

Turko... ayudame...

Turko se quedó sentado en su esquina, las manos en los bolsillos del vaquero, la cabeza invisible en la penumbra. Un enorme nudo de trapos viejos.

Los calambres bajaron el voltaje. Rodé lentamente, boca abajo. Apoyé los codos y empecé a arrastrarme.

Vamos, boludo —el polvo del piso me hizo toser—. Aunque sea... aunque sea traeme un poco de agua.

El nudo de trapos siguió quieto. El vaho húmedo me saturaba los pulmones.

De improviso, más dolor. Vidrios de la botella rota incrustados en mi antebrazo, cortándome a lo largo. El dolor lacerante hizo las cosas más tangibles, las volvió casi reales. Por fin algo a qué aferrarme. Un salvavidas de dolor.

Cerca de mí, un palo de escoba. Me agarré. Primero una mano, después la otra. Levantándome.

Che, Turko. El aire espeso amortiguó mi voz. Caminé temblando, llegué al límite de la luz. No lo crucé.

Hablá, Turko. Movéte... hacé algo.

Algo cualquier cosa lo que sea Turko por favor oíme de una vez así zafo de acercarme.

Pero nada.

Cabeza de perro, ahorcado, cangrejo: las manchas y Turko se desdibujaban en la oscuridad. El aire tenía un regusto a pollo rancio.

Junté aliento. Me acerqué a la figura difusa.

Empuñé el palo de escoba. Estirando el brazo, llegaba a rozar la camisa de Turko, justo a la altura del pecho. Me adelanté y empujé suavemente. El palo se hundió en la tela y la tela se ahuecó. Cedía, cedía cada vez más, como desinflándose.

Y entonces lo vi.

Retrocedí, perdí el equilibrio, caí al suelo. Me cubrí los ojos con las manos.

Demasiado tarde: ya había visto.

Había visto aquello que rezumaba del cuello, de las mangas, de cada abertura de las ropas de Turko. Había visto el charco, negro y espeso como brea caliente por el suelo. Al llegar a la luz, viraba a un rojo violento.


Un destello, una línea roja. Un destello, una línea roja.

Eva tajeándose los muslos. La navaja subía y bajaba, subía y bajaba. El reflejo de la bombita en la hoja marcaba el ritmo: un destello, una línea roja.

No entiendo lo de Turko, repitió el Cuervo. Miró hacia el rincón, hacia el nicho de cartones. No entiendo que haya tanta sangre... no entiendo...

Yo iba a decir algo, pero me callé: el Cuervo no hablaba conmigo. Había clavado la vista en Eva, en la navaja de Eva. Ella se dio cuenta, le devolvió la mirada:

No me importa lo que vos entiendas.

Un destello.

Quiero saber si tenés más Sueño Amarillo.

Una línea roja.

El aire era denso, denso. Los hongos y rajaduras de la pared pulsaban en lo negro. Filtrándose entre los cartones, una mancha sucia continuaba en el suelo la podredumbre del yeso. Humedad y rajaduras. Párpados pesados, mareo. La vigilia y el Sueño Amarillo se entrelazaban, se confundían, eran lo mismo.

El Cuervo buscó en la campera. Sacó la mano. En la palma titilaba una luz biliosa: el frasquito, lleno por la mitad.

Hay para tres más, murmuró con cansancio.

Tomo lo mío ahora, dijo Eva. ¿Dónde quedó la aguja?

Buscó en la pared, revolvió la basura de una caja. Por fin apareció la jeringa.

Los calambres me están matando, jadeó mientras la llenaba. El reflejo líquido le doró la piel. Necesito despertar.


Despertar.

Abrí los ojos, no sé si despierto o soñando. Abrí los ojos y vi tinieblas. Ni por la rendija de la puerta entraba luz.

Tinieblas y aire viciado. Un tufo nuevo se mezclaba al olor de la humedad, uno que se clavaba en las fosas y no las soltaba.

Turko.

Otra vez dolor. Dolor distante. Yo no me había picado; serían sobras, rezagos de Sueño Amarillo...

Quise mover un brazo, pero no pude. Algo frío me apretaba el costado izquierdo. Apoyé la mano. Toqué yeso reblandecido y húmedo, metí el dedo en una grieta de bordes afilados. Palpaba una pared. Mi pared.

Subí la mano. El polvo me raspó. Cáscaras de pintura vieja cayeron en mi cara. Acá el yeso se calentaba, se cubría de una pelusa fina: hongos. Una de mis manchas. Acariciaba una de mis manchas.

La oscuridad vibró, como si alguien agitara las manos frente a mi cara.

Quién... quién anda, pregunté. Mi voz despertó un eco agudo, casi un aullido.

Entonces se movió. Bajo mi palma, la pared se movió.

Nervios entumecidos, piel aterida por el pánico. Me retorcí, giré. La puerta. Repté hasta la puerta. Madera vieja. Puerta de madera vieja. Agarré el picaporte. La puerta no se abrió.

No se abría.

Lámpara, pensé. Luz. Llave de luz. Pulsador. Apretar.

La bombita pestañeó. A la luz intermitente, todo el cuarto se movía. Mareaba. Caminé al centro de la pieza y enrosqué la bombita en el portalámpara. La luz se afirmó.

Quieto, todo quieto. La pared, inmóvil.

Distinta. Algo había cambiado...

Entonces la vi. Una mancha nueva. Grande, encarnada, se esparcía por la pared como un tomate reventado.

Miré alrededor. El Cuervo dormía, consumido, la piel gris. No encontré a Eva.

La pared. De la mancha nacía un bulto deforme. Una joroba con tres cavidades. En una de las cavidades, un brillo familiar, metálico.

Empecé a arrimarme.

Perro, ahorcado, cangrejo. El bulto creció, una pelota sin aire. Acerqué la cabeza al tumor, casi apoyé la cara. Caliente. Tumor caliente. Tres cavidades calientes. Dos al mismo nivel y la tercera, la de abajo, formando una O. Un fulgor afilado se clavaba justo en el centro. Reflejo metálico. Reflejo familiar. La hoja de una navaja.

Un destello, una línea roja.

El bulto. Tres cavidades: dos cuencas vacías, y la O gritando un grito mudo. Una cabeza. Eva. Una cabeza empotrada, todavía caliente. La cabeza de Eva.

Los vidrios de la botella rota, la pintura descascarada, la luz quebrada, revelando la negrura que acechaba detrás.

Al final, todo se reducía a un sinsentido de fragmentos.

Frag-men-tos.

No aguanto más, dijo el Cuervo. Todo duele.

Traté de no hundirme en la irrealidad. Fijé la vista. El Cuervo sentado en el suelo. Ojeroso, la cara como de arcilla. Temblando. Transpirando.

Todo duele repitió el Cuervo. Todo duele y las cosas aúllan...


Fragmentos.

Los calambres volvieron. Agudos calambres, todo el tiempo. Y el eco de aullidos no se extinguía. Seguía sonando, no sé si en el aire o en mi cerebro.

Nos buscan, graznó el Cuervo.

Dormite de una vez, Cuervo.

Me dio la espalda, se quedó mirando la pared.

¡No soporto más! le rogó a las manchas.

Paren... por favor... paren.


Fragmentos.

Cabeza de Eva, cubierta de una fina pelusa de hongos.

Cabeza del Cuervo, moviéndose. Medio dormido, medio despierto.

Están más cerca, dijo. Siguen nuestras voces. El olor de Turko.

Nicho de cartones viejos. Pequeñas cucarachas grises corrían entre las cajas. Cierto, el olor era más fuerte.

Calambres trampa, murmuró, y los aullidos del otro lado.

Del otro lado. Perro, ahorcado, cangrejo. La pared.

Del otro lado de la pared.

Lo único que quiero es que paren dijo.

Y se calló.


Fragmentos.

Pasaron horas o segundos de tiempo destrozado.

El Cuervo seguía sentado, la cabeza floja hacia adelante.

Fui a buscarlo, partiéndome de dolor en cada movimiento, di la vuelta alrededor de él. Esperé a estar de frente para mirarlo.

Tenía los ojos abiertos, sus rasgos se convulsionaban. Una jeringa vacía descansaba entre las piernas. Una gota de sangre corría por el antebrazo, un rastro fino como la huella de una babosa.

Apoyé una mano en la frente. La tenía fría.

Cayó hacia atrás, la nuca golpeó el suelo con un ruido hueco.

Está bien, Cuervo. Descansá, descansá que yo vigilo.


Abrí mi piel: amarillo.


Ilustración: Saurio

Corté, y los tajos amarillos se extendieron, erráticos, y fueron a morir a la luz. Un hilo de luz fría, terminal.

No, no. Eso pasó después. Antes están la lengua, los aullidos, la dentadura circular brotando del Cuervo. Retazos de un mal sueño.

Recuerdo que yo esperaba. Sentado en el suelo, esperaba. El cuarto extraviándose en el aire turbio, el foco parpadeando. Oscuro, claro. Oscuro, claro.

Tenés razón, Cuervo. La humedad se condensaba, empapándome. Yo también escucho los aullidos.

El Cuervo seguía tirado. Respiraba lento, creo que a veces se movía. Qué sé yo, en la luz fracturada las cosas eran y no eran, resultaba difícil saber.

Y están acá nomás. Acá nomás. Lo siento en los calambres, en cómo duelen los calambres...

Gotas de transpiración corrieron por mi frente y me quemaron los ojos. Ardor.

Hasta los huesos me duelen. Tenemos que despertar, Cuervo.

Pero el Cuervo no dijo nada.

Hormigueo en las piernas. Cambié de posición.

Un roce frío en la mano me hizo mirar al suelo. Dientes de vidrio mellado vibraron en espasmos luminosos. El cuello de la botella rota.

Despertar, Cuervo.

Botella rota. Despertar. Cerré los dedos con fuerza sobre esa dentadura circular. Y seguí esperando.

Entonces llegaron. Ellos llegaron.

Los sentí antes de verlos, filtrándose en mí igual que la humedad, serpenteando por mis venas, royéndome el cerebro. Levanté la vista, seguro de que estarían ahí.

Y ahí estaban. Ahí, en la pared, detrás de los cartones.

Aquello salía lentamente del nicho y se extendía por el revoque. Hongos trémulos, rajaduras palpitantes como carne blanda. Una llaga irreal moviéndose bajo el yeso, recorriendo mis manchas.

Ahorcado.

Cangrejo.

Eva.

Hirvieron curiosos alrededor de la cabeza, perros oliendo un hueso descarnado. Después, siguieron viaje. Una aureola de humedad giraba a su alrededor, señalando su camino. Bruscamente, se detuvieron.

Cuervo.

Los recuerdos se me hacen borrosos, apenas resabios de una alucinación.

Vi sé que vi la pared tensándose. Vi un muñón de yeso proyectándose desde las manchas. Un muñón grueso que se estiró hacia adelante, girando y enroscándose como una sábana al escurrirse. Sustancia gris y soñada, un reflejo en un vidrio ahumado. Se apoyó en el suelo, levantando una nube de roña. Empezó a dibujar círculos en el polvo, cada vez más amplios. Cada vez más cerca del Cuervo.

Más cerca.

Más.

¡Despertate, Cuervo!

Sonido viscoso. El muñón suave, tibio se había posado sobre un pie del Cuervo.

¡Cuervo!

La lengua de yeso se fue alargando, se enroscó en las piernas, le ciñó la cadera. Espiral de carne envolviendo los hombros, el cuello.

¡Despertate Cuervo despertate Cuervo despertate!

El Cuervo abrió los ojos y aquello apretó. Ojos de Cuervo como bolones.

¿Qué, qué?

La punta del tentáculo se hendía, los bordes blandos se volcaron hacia delante. Labios. Pared con labios, hocico con colmillos bañados en saliva ámbar. Las quijadas se abrieron. Detrás, la nada amarilla. Un aullido agudo me bañó con la peste húmeda me ahogó las ideas.

El Cuervo se agitó. Abrió la boca, el grito se perdió entre los aullidos. La lengua lo arrastró y los aullidos, los aullidos taladrándome la cabeza.

Los bolones me descubrieron. Suplicaron durante un segundo, desaparecieron cuando la boca se cerró sobre el Cuervo. Aullidos y gritos se apagaron.

Cabeza de perro, pensé, mancha. La cabeza rapada del Cuervo, entre los dientes rojizos del perro. Botella rota. La agarré.

¡Ya voy, Cuervo, aguantá!

Corrí. Botella rota. Matar al perro.

Levanté el brazo y lo bajé fuerte, bien fuerte, sobre la cosa que atrapaba al Cuervo.

El vidrio atravesó la encía amarilla, resbaló por ese diente irreal. Matar al perro. Levanté y bajé de nuevo. Matar al perro. Y de nuevo. Salí de mi cabeza salí demente hijo de puta.


Ilustración: Germán Amatto

Y todo vaciló y se fue. La lengua, las fauces, los aullidos. De un soplo, como la llama de una vela. Se fueron y no quedó nada.

Solamente la luz caótica, la sinrazón.

Y el Cuervo. Tenía la boca pintada como la de un payaso. En la garganta, la piel se abría en grandes colmillos de vidrio, una aserrada dentadura circular. Hubo un burbujeo entre los labios, hubo una gárgara de sangre. Un espasmo, una tos, las burbujas reventaron en una nube roja que me salpicó la cara.

El Cuervo se quedó quieto.

El Cuervo dormía el Sueño Amarillo.


Abría mi cuerpo con la navaja de Eva. Lo que empezaba a sangrar no era sangre. Clavé más hondo: un corte profundo, del corazón al vientre. De la herida fluyó un chorro continuo, pero yo seguía sin creer y tracé líneas erráticas, curvas desquiciadas. Mi piel se cubrió de formas imaginarias, como la de las manchas de la pared. Al final, el filo resbaló de los dedos húmedos y tintineó contra el piso.

Y de los tajos siguió manando ese líquido, ese líquido amarillo y claro, empapándome las piernas, tiñéndome la ropa.

No hay dónde despertar. No hay vigilia posible. Ellos, los del otro lado, acechan. Son pacientes: tienen todo el tiempo.

Lo que no aguanto es la espera. La espera y el dolor. No terminan nunca.

La ampolla. Todavía una dosis.

Aguja. Hilo de luz fría horadando mi brazo. Busco la vena.



Germán P. Amatto es argentino, tiene 36 años y mide un metro y setenta y un centímetros, lo que a la hora de escribir algo como lo que acaban de leer resulta totalmente irrelevante. Hace años participó en el taller literario de Marcelo di Marco y actualmente, además de concurrir al club de lectura Ucronía, es un asiduo y positivo participante del Taller 7 de CCF. Tiene la persistente sensación de que, o bien saca sus trabajos del horno antes de tiempo, o que los deja dentro más de la cuenta y se le pasan. Desea pulir su estilo para llegar a ser un narrador inteligible. Ustedes dirán si lo está logrando o no.


Axxón 152 - Julio de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Realismo conjetural: Argentina: Argentino).