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LA NUBE NEGRA
Santiago Álvarez



Santiago Álvarez Martín nació el 25 de Julio de 1951, en la provincia de Sancti-Spíritus, al centro de la isla de Cuba, aunque desde niño vivió en la Ciudad de La Habana. A pesar de ser hijo de campesinos pobres estudió medicina natural y tradicional, sociología, periodismo, arqueología y paleontología en la Academia de Ciencias de Cuba. Comenzó a escribir siendo niño, pero a causa del trabajo y los estudios no se dedicó a la literatura durante muchos años y ahora, que pasa de las cinco décadas, pretende retomar el vicio. Le gusta todo tipo de literatura, aunque prefiere la ciencia ficción y la fantasía. Ha incursionado en el ensayo, la crónica, guión radial, poesía, humor y drama. En narrativa solo ha escrito cuentos, aunque tiene dos novelas en proceso. Esta oportuna metaficción, en el año de Cervantes, es una buena muestra de su trabajo.

Alfredo Álamo - Sergio Gaut vel Hartman


LA NUBE NEGRA
Santiago Álvarez


El flaquísimo rocín resopló inquieto ante aquella figura de olor extraño y aún más extrañas ropas que se acercaba con pasos indecisos. Con los ojos muy abiertos miraba al hombre mientras golpeaba la tierra con una de sus patas delanteras. Un relincho asustado salió de su boca, entrecortado por el hierro del freno, al que comenzó a mordisquear para tratar de tranquilizarse.


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El hombre que se aproxima tiene una edad indefinida entre los cuarenta y cinco y los sesenta años. De constitución media, el detalle que más resalta en su figura es que le falta la mano izquierda. Se nota cansado, su rostro da muestras además de desconcierto o desorientación.

Camina lentamente la poca distancia que lo separa del local situado más o menos en medio de aquello que no sabe clasificar, dudando entre si llamarle aldea, caserío o poblado. A su espalda quedan las arenas que conservan la huella de sus pasos. El hombre observa todo a su alrededor. Le llama la atención el caballo, que no puede ser más enclenque, de lomo arqueado, con las costillas y la columna vertebral contenidos solamente por la piel llena de ronchas, manchas y mataduras. Una miríada de moscas le molestan constantemente. No puede precisar si aquel jamelgo de mala muerte está inquieto por su presencia o por los insectos que virtualmente le cubren el lomo y la cabeza; lo ve piafar inquieto.

—Póngame otro tequilita compadre, el del estribo.

—Parece que su caballo está asustado, compadre, debe ser por ese viejo que viene para acá.

—Es que Tormenta es muy brioso y no le gustan los ajenos.

—¡Ja! Qué clase de nombrecito para ese saco de huesos, mi compadre.

—No me lo maltrate compadre, tendría que haberlo visto asté cuando era un potro, no había otro como él, le sacaba tres cuerpos a los más corredores.

—Eso fue cuando el cura Simón era monaguillo.

—El padre Simón tiene como cien años compadre, no esagere.

El caminante llega hasta la puerta del vetusto establecimiento pintado de cal, que en nada se diferenciaría de las demás construcciones del pequeño poblado, a no ser por la estacada para amarrar los caballos al frente y un letrero algo desparejo que reza: "Bar. Comidas y bebidas". Empuja precavidamente con su única mano una de las puertas de batientes y mira hacia el interior, entornando los ojos, encandilado por el brillo del sol en las arenas del desierto que acaba de abandonar. Ve al hombre flaco y de mandíbula equina que, recostado en la barra, habla con el cantinero mientras sostiene un vaso de licor en su mano escuálida. El resto del local está vacío de parroquianos. Luego de un ligero titubeo se dirige a los hombres, caminando lentamente.

—Buenos días tengan los señores —dice mientras se sirve con mano temblorosa un vaso de agua de la jarra que está sobre el mostrador, operación que repite dos veces más en un santiamén.

—Mejor dirá asté buenas tardes, ya es pasado el mediodía —contesta el cantinero, mientras el otro se limita a saludar con un gesto de la mano que sostiene el vaso. Ninguno se extraña de la sed del parroquiano, pues todo el que sale del desierto viene en las mismas condiciones.

—Estoy sediento y hambriento, a fe mía que devoraría un toro de lidia con todo y cuernos. ¿Que tenéis de comer, buen hombre?

—Tengo de todo señor. Frejoles, tacos, tortillitas y un guachinango que está pa chuparse los dedos de mero resabroso.

—Extraños nombres son esos, pero deme su merced lo mejor que tenga, y el mejor vino. Pero aprisa, que desfallezco ¡Hala! ¡Vive Dios!

—Enseguida señor.

El cantinero le hace un gesto de burla a su compadre y entra a paso rápido por la puerta de la cocina, que también es trastienda, almacén, oficina y vivienda del dueño; de hecho es la única otra habitación que tiene el local.

Sale casi inmediatamente llevando una bandeja con una botella, sal, limón y un vaso de barro cocido, de dudosa limpieza.

—Perdone asté que demore unos minutos, pero desde que se jué mi vieja (Dios la tenga en su Gloria) tengo que cocinar yo; ya le estoy calentando su comida, ahorita se la traigo. No tenemos vino, pero vaya probando este tequila, que va por la casa. —El cantinero muestra sus dientes manchados de tabaco y vuelve a la cocina, maldiciendo su excesivo desprendimiento.

El huésped se sirve rápidamente un vaso hasta el borde y se lo lleva a la boca con premura. El individuo de la gran quijada da dos pasos rápidos hacia él, iniciando un gesto de advertencia, pero llega tarde, el forastero se ha disparado medio vaso entre pecho y espalda y comienza a ponerse morado, mientras suelta el vaso, que se vuelca y desparrama el resto del tequila sobre la mesa. Rápidamente le sirve un vaso de agua y se lo lleva a la mesa. El hombre se lo arranca de las manos y lo bebe desesperadamente.
—Respire señor, con calma, es que mi compadre Manuel hace un tequila a lo macho, respire no más —le dice mientras le da palmadas en la espalda—. Se ve que asté no tiene costumbre de tequila; ya pasó, respire no más, ahorita se siente bien.
Para demostrar que el tequila es bueno, el flaco va a la barra y recoge su vaso vacío, mira de reojo a la puerta de la cocina y se sirve un buen trago, que despacha rápidamente: luego se exprime una tapa de limón en la boca y mira sonriendo al parroquiano, quien da muestras de irse recuperando, aunque aún son inútiles sus esfuerzos por hablar.

—Tome un poco de limón, amigo, es el mejor compañero del tequila.

El visitante hace un gesto conciliador y sorprende al flaco sirviéndose otro trago, aunque más austero, mientras inicia una pícara sonrisa, lo bebe de un golpe y amplía el gesto de su boca hasta mostrar todos los dientes.

—¡Rediez! Esto si es un buen aguardiente, sírvase usted, no me gusta beber solo.

Sin perder un segundo, el esmirriado hombrecillo repite su ración y lo mira con simpatía, aún sorprendido por la pronta recuperación de quien acaba de invitarlo.

El hombre le extiende su única mano y vuelve a sonreír.

—Mi nombre es Miguel ¿Cual es su gracia?

—¿Eh?, ¡ah!, Perdone asté, gracias señor por invitar a este probe servidor.

—¡Ja, ja!, no hombre, le he preguntado su nombre de usted.

—Me llamo Alonso, señor, para servir a asté y a Dios, pero todos me dicen "El Quijada", asté verá por qué —dice sonriendo, mientras alarga su maxilar caballuno hacia el frente en gesto de burla.

—No se preocupe, a mí me llaman "el Manco", no sé por qué será. —Y levanta el muñón como si estuviera pidiendo la palabra.

—Mi compadre es Jesús "El Gringo", porque vivió en Tejas unos años.

La conversación es interrumpida por Jesús, que viene con una gran bandeja repleta de manjares típicos. La deposita sobre la mesa vecina y de ahí va trasladando todo frente al huésped, primero los cubiertos, luego un gran plato de carne, seguido por frijoles, tortillas y tacos, sin faltar el correspondiente frasco de chile picante y algunos limones. Para cerrar, coloca a un lado una botella de pulque. Hecho esto se aparta y contempla curioso para ver la reacción del viandante.

—A fe mía que huele bien. —Y, diciendo esto, se sirve una generosa ración de carne, a la que le hinca el diente de inmediato.

—Excelente, pero no es carne de toro, ¿Qué animal es?

—Eso es guachinango, señor, costillitas de cordero.

—¡Ah!, oveja, debí suponerlo, está algo pasadito de picante, pero sabe muy bien. Sírvase usted, Don Alonso.

—No, gracias señor Miguel, ya comí en casa. Que aproveche.

—Al menos siéntese y hágame compañía hombre, que quiero hacerle algunas preguntas.

—Tá bueno, no más éntrele a ese pulquecito, que es lo mejor para bajar el guachinango y los tacos. —Hala una silla y se sienta a horcajadas, de frente a su nuevo amigo.

El tabernero sonríe satisfecho y se encamina al mostrador, no sin antes hacerle una elocuente señal a su compadre frotando los dedos índice y pulgar.

—Perdone asté señor Miguel, pero como todos los gringos, mi compadre pregunta si va a pagarle con pesos o meros dólares.

—¡Rediez!, es verdad, mire, aquí tiene, pregúntele si basta con esto. A decir verdad, esta pitanza bien vale tres monedas de oro. —El forastero saca una pequeña bolsa repleta de monedas y extrae tres de ellas, las que tintinean sobre la mesa, haciendo que el tabernero levante los ojos de su trabajo y mire codiciosamente hacia el origen del sonido.

Alonso coge las monedas y las lleva a su compadre que ya lo espera con ojos incrédulos. Agarra las monedas y las muerde una a una. Su rostro denota gran asombro.

—Esto es oro de verdad, Alonso, meras monedas españolas; con esto le doy comida y bebida por tres meses a cinco piones. Ándale, mi cuate, dile que puede pedir lo que quiera, que sepa que por acá no semos mezquinos. ¡Camínele compadre, con un demonio!
—¡Ta bueno! ¿A poco necesito que me apuren? Pero sírvame una copita primero compadre, mire que la garganta se me seca de tanto platicar.

El tabernero le sirve una generosa ración y Alonso dirige su desgarbada figura hacia la mesa donde Miguel muerde con energía un taco, luego de probarlo con precaución. Durante un rato conversan animadamente. Hasta Jesús llegan retazos de la conversación, pero su mente está ocupada en tres monedas doradas que yacen debidamente ocultas debajo de un petate en la cocina.

Al poco rato Alonso se levanta y vuelve a la barra, sus pasos algo vacilantes demuestran que ya la bebida comienza a hacer sus efectos, aunque no pueda decirse que está ebrio.

—¿Qué te dijo con tanta platicadera compadre?

—Este hombre es remacho compadre, disque perdió la mano en una batalla contra un espanto, por eso le llaman "el Manco del Espanto", o algo así. No me parece hombre de mentiras. Platica que su trabajo es escrebir, a poco es secretario igual que su sobrina de asté allá en el De Efe, pero con el rey de España.

—¿Y qué hace por estos rumbos, y pa donde va?

—Disque está perdido, compadre, que no está acá por su puro gusto, que salió a caminar un poco y de repente se vio envuelto como en una nube negra, la pasó como se entra por una puerta, cuando salió estaba en el desierto y a lo lejos se veía este pueblo, tuvo que caminar mucho para llegar aquí, por eso venía tan cansado. Una cosa si le digo, compadre, es un hombre leído y buen bebedor, tiene la mar de plata, digo, de oro. No es témido ni tampoco engreído, no parece pión, más bien parece patrón. Disque yo y mi caballo le hemos dado idea para un personaje que va a escrebir.

La conversación de los dos hombres se interrumpe abruptamente, pues el huésped ha proferido una interjección no publicable y ha salido corriendo para afuera del bar, a donde miraba a través del cristal minutos antes, mientras grita desaforadamente.

—¡Allí estás! ¡No te escapes condenada!

Los dos hombres lo siguen sorprendidos. El caballo de Alonso se para en dos patas y cae de grupas sin poder mantener su propio peso. El hombre corre hacia el borde del pueblo, donde se puede ver como una pequeña nube negra sin formas definidas, que va disminuyendo de tamaño. Llega a ella y se introduce en la masa amorfa sin vacilar. La nube se vuelve aún más pequeña y desaparece del todo.

Los dos compadres se miran espantados pues del parroquiano no queda nada más que las huellas en el polvo arenoso, interrumpidas de golpe en el lugar donde entró en la mancha negra. Un olor de aire puro como de tormenta flota en el aire, pero en el cielo no hay ni una sola nube.

—Se lo ha llevado el espanto compadre, o el mismo demonio.

—Compadre, yo creo que le he cocinado a un fantasma.

Se miran con los ojos desorbitados por el pánico y corren de regreso al bar. Tan pronto entran, Alonso va a la barra y se sirve un trago largo de tequila, mientras Jesús se dirige a la mesa donde estuvo comiendo el forastero, agarra la botella y bebe directamente del pico. Apenas ha tragado el primer buche y la botella se escapa de sus manos al piso donde se hace añicos.

—¡Me cago en la chingada!

La expresión y el ruido de la botella al romperse hacen que Alonso dé media vuelta y mire hacia donde está su compadre, este tiene en sus manos la bolsa de monedas que el desaparecido ha dejado olvidada en su prisa, la voltea y un chorro de monedas se desparraman sobre la mesa, ruedan y algunas tintinean sobre el piso.


Ha pasado todo un mes. Los dos compadres hablan en voz baja sentados a una mesa, con una botella de tequila entre los dos. Frente a ellos la bolsa de monedas.

—Con esto se puede comprar un rancho con todo y vacas, compadre, y sobra lana.

—Pero eso es del señor Miguel, compadre.

—No creo que en el infierno le hagan mucha falta.

—Pero compadre ...

—Nada Quijano, vamos a comprar el rancho de López que está en venta, y asté será mi socio, de lo otro ni una palabra. Si el señor Miguel regresa le pagamos con vaquitas o con las ganancias.

—Ta bueno, compadre.


Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Metaficción: Cuba: Cubano).


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