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El Gran Director
Por Andrés D.

Resumen: primero se publicó esto, después esto y más tarde esto otro.

Pasear por la capital de la República Sarmientina, la ciudad de Nueva Buenos Aires (o, como me dijo Sofía que figura en los documentos oficiales, “la Tres Veces Anacrónicamente Llamada Nueva Buenos Aires”) es peor que una pesadilla. En una pesadilla, uno por lo menos puede despertarse gritando. En la República Sarmientina, quien grita recibe espantosas sanciones.

De todos los paisajes espeluznantes que vi, el que mayor impresión me causó fue el conformado por aquella multitud reunida al amanecer en torno a un mástil por el cual ascendía una bandera. La bandera era tricolor: una franja horizontal negra ensanguchada entre dos franjas amarillas, y en su centro, se abstenía de marcar las horas un reloj azul.

Sofía me explicaba:

—El gobierno dice que así es como la concibió Manuel Belgrano, y que las fotos históricas que hace circular la resistencia son negativos para despistar.

—Pero, ¿y el cielo? ¿No se ve el cielo en esas fotos?

—Sí, y tratamos de pintarlo del color actual para ganar credibilidad, pero está difícil.

No supe qué responder. Sólo acerté a mirar aquella cruel caricatura, mientras miles de voces saludaban su ascenso al son de un altoparlante acoplado:

 

Amarilla un ala del color del huevo,

Amarilla un ala del color de Bart...

 

No acababa allí el triste espectáculo. Por doquier se veían signos de una ruina material y moral como no habría sido concebible en mis tiempos. Calles salpicadas de cráteres. Alcantarillas tapadas con basura. Arquitectura centenaria oculta tras afiches de propaganda. Un incomprensible orgullo en los locales por tener la avenida más larga y la más ancha del mundo. Y, para rematar aquel panorama decadente, en el punto más conspicuo de la ciudad de erigía sin ton ni son una estructura fálica a la que todos rendían culto.

—Eh, esa estructura fálica a la que todos rinden culto se parece a la torre de marfil del director de AnaCrónicas.

—Claro, aquél era el modelo a escala.

Me quedé mudo. Todo lo que hacía detestable a la original estaba también allí, pero multiplicado por diez: la forma grotesca que ofendía la vista y el decoro; el ominoso lustre del esmalte dental que la cubría; la ornamentación, recargada y ecléctica, que compilaba el mal gusto de todas las épocas; y, por encima de todo, el hecho de que, al igual que la torre primigenia, hubiera sido tallada a partir de un único colmillo. No quise saber nada sobre el origen de ese engendro. No habría podido soportar otra historia sobre un pobre paquidermo mutante criado en órbita.

—El despacho del Gran Director está en la cúspide. El asunto es sencillo: subimos, lo obligamos a que suelte a Gastón y ponga a tu disposición los medios para volver a tu tiempo, y nos vamos. ¿Alguna duda?

—Sí. ¿Por qué al final del capítulo anterior te digo Lucía si te llamás Sofía?

—¿Querés dejar ese libro de una vez?

—No puedo, es re-adictivo. Escuchá, escuchá qué diálogos: “¿Por qué al final del capítulo anterior te digo Lucía si te llamás Sofía?” “¿Querés dejar ese libro de una vez?”

—Dale, vamos, que no tenemos todo el tiempo del mundo.

—Esperá, esperá, que ahora viene la parte donde te leo los diálogos...

Al final no me quedó otra que seguirla al interior de la Torre de Marfil. El vestíbulo estaba guardado por todo un destacamento del Preceptorkorps. Un oficial nos ordenó colocar nuestras mochilas bajo una batería de sensores.

—Carpetas... Lápices... Calculadoras... Sub-ametralladoras... Granadas de mano... Todo en orden. Pueden pasar.

Cruzamos el vestíbulo y abordamos la escalera mecánica express que nos llevaría a la cúspide. El viaje en escalón duró cerca de diez minutos, tiempo que aproveché para ejercitar mi curiosidad.

—Che, gorda, contame más. ¿Cómo fue que Otis ganó tanto poder? Porque hacerse un ejército de clones no debe ser nada barato.

—Ésa es una buena pregunta. La respuesta está debajo de tus pies.

—Ah, ¿esto? Sí, ya me había enterado de que es la respuesta a todo, pero sigo sin entender.

—No, eso es el número de los mocasines. Yo estoy hablando de lo que está debajo de los mocasines.

—¿Debajo de...? ¡Por Primus, es verdad! ¿Cómo es que nadie se dio cuenta antes? ¡Está clarísimo!

—Exacto. Ésa fue siempre la fuente de las fabulosas riquesas de la familia Otidea.

La escalera nos depositó ante una gigantesca puerta fundida en bronce. En su bruñida superficie, alguien (probablemente el fabricante) había grabado a golpe de buril nueve letras góticas que, unidas, formaban la amenaza DIRECCIÓN.

Hacer girar las pesadas hojas sobre sus goznes no fue fácil. Mucho menos fue aguantar la impresión que nos causó lo que encontramos del otro lado.

—YO-SOY-EL-GRAN-DIRECTOOOOR.

Era un busto. Un busto de Sarmiento. La enorme cabeza de hierro echaba fuego por la boca, vapor por la nariz y humo por las orejas. Sus ojos ardían como carbones encendidos. Es más: eran carbones encendidos.

—Un momento. Si éste es el Gran Director, ¿quién es el enano que está en aquel rincón, hablando por un micrófono y accionando palancas y poleas?

Al principio el enano se hizo el desentendido, pero no pudo disimular mucho tiempo. Saltó de su taburete y vino hacia nosotros. Caminaba encorvado, al tiempo que frotaba maliciosamente sus manos con aspecto de zarpas. Tenía tez verduzca, orejas peludas y ojos biliosos; y cuando hablaba, era como si una serpiente de cascabel se agitara tras sus dientes cónicos. En resumen: el vivo retrato del Otis que yo había conocido.

—Buenos días, alumnos. Soy el Gran Director Otis XVII, número de serie GD-814. Díganme, ¿cómo pueden serme útiles?

—Para empezar, no volándote la cabeza con esta Uzi mientras soltás a Gastón.

—Ah, así que amenazando al Gran Director, ¿eh? Hay que ser muy valiente o muy estúpido para hacer eso.

—Sí, la gorda es muy valiente.

—Díganme, ¿qué me impide chasquear los dedos para que entren los guardias y los liquiden aquí mismo?

—Humm... ¿La artritis?

—¡Correcto! Es resultado de diecisiete generaciones de clones, igual que la baja estatura. La clonación es como la endogamia, ¿vieron? Pero sin la parte divertida.

—Cortala, Otis. Soltá a Gastón y nadie va a resultar lastimado. Especialmente yo.

—¿Qué les hace pensar que su compañero está acá?

—Para empezar, esa silla.

—¿Esa silla? ¿Qué tiene de particular?

—Que Gastón está sentado encima.

Sofía se lanzó hacia allí, acongojada.

—¡Gastón! Gastón, ¿estás bien?

—Uuuhh... Hooola, mi gorda bella. ¿Cómo te baila? ¿Todo tranquilo? Che, loca, ¿lo conocé' al dire? Es un chabón re-piola.

—¡Animales! ¿Qué le hicieron?

—El muy terco se negaba a hablar, así que fue necesario usar métodos más drásticos. Fue llevado al laboratorio de biología, donde estudiantes aventajados le realizaron un escaneo cerebral. ¿Conocen el procedimiento? Primero se trepana el cráneo y se extrae parte del encéfalo con un sorbete quirúrgico. La porción de muestra que no se ha tragado se coloca en un bol, donde se le agregan trazadores enzimáticos y radiactivos y se bate a punto nieve. La masa resultante se divide en bollos que se colocan en un tomógrafo de alta resolución. El proceso se repite hasta que el sujeto comprende que le conviene hablar.

—¿Habló?

—Como un corderito que habla.

—¿Hablaste? ¿Cómo que hablaste? ¡Buchón! ¡Te voy a romper la cara!

—¡Pará, gorda! ¿No ves cómo está? ¿Qué pasa, no tenés corazón?

—Uuuhh... Sí, si no tenés corazón los estudiantes avejentados te pueden poner uno. Son unos tipos así re-grossos pero mal, mal, ¿viste?

—Por cierto, el muchacho me dijo cosas muy interesantes. Por ejemplo, me habló del libro.

—¿Libro? ¿Qué libro?

—Ése que tenés colgado del cuello.

—Ah... ¿Éste?

—Exacto. La elección es suya: me dan el libro voluntariamente y no salen heridos, o me lo dan involuntariamente y no salen con vida.

—De todas formas no vamos a salir. ¿Qué clase de elección es ésa? Vamos, Otis, que conozco tus trucos. Por más que no seas el Otis original, te conozco desde el pelo hasta la punta de los pies.

—¿Ah, sí? ¿Tan poco?

—Al contrario. Sé que hablás a troche y moche y te peleás cuando bebés. Sé que decís ser el XVII cuando sos el XXIII.

Sofía se interpuso entre ambos. Me dio la paradójica impresión de que lo hacía más por su propia protección que por la mía.

—Nunca te daremos el libro. Eso sólo fortalecería tu tiranía.

—¡Tiranía! Las cosas que hay que oír. ¡Acá no hay ninguna tiranía! Todas las unidades electoras de la serie EL-101 en adelante tienen derecho a elegir al embrión in vitro de unidad directiva que consideren que mejor las representa. ¡Y jamás ningún Gran Director ha pretendido que se lo reelija!

—Claro que no, eso excedería su vida útil. De todas maneras, no hay trato. No vamos a consentir que... ¡¿Qué hacés?! ¡No se lo des!

—Tranquila, gorda, no se lo pienso dar. ¿Lo querés, Otis? ¡Andá a buscarlo! ¡Ja ja ja!

Mientras decía esto, el libro salía volando por la ventana. Bah, en realidad volando no. Todos saben que los libros no vuelan, sino que planean.

Minutos después, un preceptor entró en el despacho.

—Señor director, se le cayó esto.

—Muchas gracias, teniente OT5-238/2. Puede reciclarse.

—Sí, señor director. ¡Salve, Otis!

—¡Ja ja! ¡Ahora seré todopoderoso! ¡Ya verán! Ya ve... ¡Eh! ¡Dámelo!

—¡Soltalo! ¡Es mío!

—¡Dámelo! ¡Dame...! ¡Aahhh!

—¡No! ¡Se partió por la mitad! ¡Y justo por el final del capítulo que estaba leyendo!

—¡Ja ja! ¡Ahora seré medio todopoderoso, y luego recuperaré la otra mitad! ¡Ya verán! Ya ve... ¿Eh? ¡No, no puede ser!

—¿Qué?

—Este pedazo es casi todo apéndices, notas al final y bibliografía. ¡Necesito el resto! ¡Necesito El Gaucho de los Anillos en idioma original! ¡Las invocaciones demoníacas sin censura! ¡El final alternativo del Apocalipsis!

—Otis, tengo un nuevo trato para vos. Danos todo lo que te pedimos: un corazón para Sofía, un cerebro para Gastón, y un viaje de vuelta a mi época para mí.

—¿Y a cambio me das tu mitad del libro?

—No tan rápido, que este pedazo de libro es mi seguro. Cuando llegue a mi época, voy a enterrarlo en algún lugar donde puedas encontrarlo más de setenta años después. O sea, ahora.

—Humm... Suena razonable.

Sofía me llevó aparte para tener unas palabras conmigo. A la rastra.

—¿Qué hacés? ¿Estás loco? ¿Qué querés, que te rompa la cara a vos también?

—Gorda, vos fumá debajo del agua. En cuanto vuelva a mi tiempo, voy a hacer todo lo posible para que este futuro espantoso nunca se haga realidad.

—Bueno, viéndolo así...

—Oigan, alumnos, estoy escuchando todo.

—¿Sí? ¿Y qué? Estamos en 2079 y en poco tiempo hay elecciones. Si no hacemos trato con vos, lo hacemos con el próximo. Todos son iguales.

—¿Eh? ¿Cómo 2079, si en el capítulo anterior era 2075? ¿Qué pasa, en este futuro ficcional nadie inventó un buen erraticida?

Sofía se agarraba la cabeza.

—Ay, Andrés, ¿no te expliqué ya que el futuro no está escrito? Entre febrero y junio de 2005 hubo luchas internas entre los clones que tomaron AnaCrónicas. Eso demoró todos los planes y repercutió en los acontecimientos posteriores. Así, el primer presidente anaclónico fue elegido en 2011 y no en 2007 como te dije la otra vez.

—Me querés volver loco. Si cambió la historia, ¿cómo es que te acordás de haberme dicho eso?

—Porque el futuro no está escrito, pero el pasado sí. Lo leí en el número 147 de Axxón. La Biblioteca Nacional conserva toda la colección en cristales opto-mnemónicos antipolilla.

—¡La alumna tiene toda la razón! ¡Ese número es uno de mis favoritos! También me gustan el 158 de Axxón, el 171 de Anaxxón, el 190 de Anaxxónicas y el 223 de The AnaChronicle, cuando se convirtió en el órgano de prensa oficial del Partido.

—Ah... Bueno, entonces queda todo arreglado, ¿no? Yo altero su continuidad temporal, pero siempre van a tener la revista para reconstruirla. Todos salimos ganando.

—Un trato demasiado justo. Pero bueno, es lo que hay.

—Exacto. Ahora decime cómo volver a mi época.

—Sí, claro, claro. La clave está en... este... en los mocasines. Los mocasines del uniforme.

—¿Cuáles? ¿Éstos?

—Esos mismos. Son mocasines mágicos. Si entrechocás los talones, vas a volver a tu tiempo.

—¿Así?

—Más fuerte.

—¿Más? ¿Así?

—¡Más fuerte! ¡Espalda recta! ¡Sacá pecho! ¡Y al entrechocar los talones, gritá “salve, Otis”!

—Gorda, tomá el libro. Ponele ketchup y comételo.

—¡No, no! Era un chistecito. ¿Qué, los viajeros temporales no tienen sentido del humor? Bueno, te voy a decir la verdad. ¿Ves el reloj sin agujas que el libro tiene pegado en la tapa?

—Sí.

—Ese relojito te cumple todos los deseos que le pidas. Pero usalo con prudencia, porque los deseos no son gratis: por cada uno que pidas, perderás un recuerdo.

—Oh... Y si pido perder un recuerdo, ¿cuántos recuerdos pierdo?

—Tomátelas de una vez, haceme el favor.

Sostuve con manos inseguras el medio libro, contemplando fijamente el reloj mutilado. Creció en mi rostro una expresión tal de asombro y perplejidad que, si en vez de un libro hubiera tenido un espejo, habría pensado que me veía ridículo. ¿Era posible? ¿Realmente la clave de mi regreso había estado todo el tiempo debajo de mi nariz?

Y no era sólo eso. Tenía entre mis dedos posibilidades abrumadoras, y por un instante el poder me embriagó. Pensé que, después de todo, no tenía tanto apuro por irme. Pensé (con el jucio turbio, lo sé ahora) que si algo salía mal, siempre podía volver atrás para hacerlo mejor la segunda vez. Pensé que, después de todo, pocas cosas me habían pasado que me interesara recordar.

Todo esto pensé... y ya no lo pensé más. Clavé los ojos en Sofía y con voz temblorosa, pero sin vacilación, deseé que tuviera veinte años y pesara veinte kilos menos.

Ante el asombro de todos (especialmente el de la propia Sofía), mi solicitud se hizo realidad sin demoras y con toda precisión. Lástima que para entonces no recordaba para qué había pedido eso.

—Bueno, me parece que ahora sí me voy a ir yendo. Relojito, relojito, deseo volver al momento en que empezó todo esto. ¡Eh, funciona! ¡Me voy! ¡Chau, chau a todos!

—¡Chau, Andrés, buena suerte! ¡Siempre te recordaré!

—¡No te olvides de tu parte del trato! ¡Adiós!

—¡Chau chau chau chau chau chauuuuuuu!

Sus presencias quedaron ocultas tras cortinas confeccionadas con tejidos espaciotemporales. Me preguntaba si alguna volvería a ver a esa buena gente con la que me había encariñado. Me preguntaba si aquel mundo hallaría su camino. Me preguntaba...

Me preguntaba por qué hacía tanto frío. No recordaba que fuera así cuando me fui. Tampoco recordaba esos olores mezclados de estiércol, pólvora y carne quemada. Tal vez ése era el precio que había pagado por el deseo; aunque por otra parte, estaba completamente seguro de que nunca había visto a esos tipos vestidos de rojo que maldecían en inglés mientras les caía aceite hirviendo en la cabeza.

No pasaría mucho tiempo antes de que maldijera yo también, y en varios idiomas. ¿Ese reloj de porquería tenía que tomar tan literalmente lo de “volver al momento en que empezó todo esto”? Digo, cualquiera se habría dado cuenta de lo que quería decir, ¿no?

El próximo mes, si no hay más luchas internas, se publicará la última parte de este tour de force (o sea, tour a la fuerza) de nuestro notero comodín.

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