MANUSCRITO ENCONTRADO EN UN MANICOMIO

José Carlos Canalda

España

Descubrí que algo iba mal un día en que, al levantarme por la mañana, me encontré con un hermoso cardenal en la espinilla derecha. Yo no recordaba en absoluto haberme dado ningún golpe ni en la pierna ni en ninguna otra parte del cuerpo, pero a juzgar por el tamaño y el color del moretón el golpe debería haber sido de consideración... Y me dolía el condenado, me dolía como si me lo hubiera dado.

Intrigado por el origen de la magulladura, pero apremiado por la hora de entrada al trabajo, me apliqué apresuradamente una crema analgésica y salí pitando de casa. Con el ajetreo, primero del tren y después de la oficina (para ser lunes la jornada había comenzado fuertecilla), me olvidé completamente del cardenal... Hasta que al volver a casa me di un fuerte golpe en la espinilla lastimada al tropezar con el estribo del tren.

Maldije la maldita casualidad que había hecho que me diera dos golpes justo en el mismo sitio, pero al fin y al cabo, peor hubiera sido, me dije, fastidiarme las dos piernas. Además el cardenal no me dolía más que antes, con lo cual casi me di por contento.

Pasaron varias semanas y tanto el dolor como el hematoma acabaron desapareciendo, mientras la feroz rutina devoraba mi vida. Yo ya había olvidado el peculiar incidente, cuando una tarde comenzó a dolerme la muñeca de un modo terrible. Era domingo y yo estaba viendo tranquilamente una película en la televisión, con lo cual ni siquiera me quedaba el recurso de pensar que se hubiera tratado de una mala postura en la cama.

Recurrí de nuevo a la pomada analgésica, pero esta vez el dolor era demasiado fuerte y ni siquiera las pastillas que tomé a continuación consiguieron aplacarlo. Varias horas más tarde, en vista de que la muñeca me dolía cada vez más, decidí acudir al médico de urgencias. El ambulatorio estaba cerca de casa, apenas a diez minutos andando, por lo que resolví ir a pie. Entonces empezaron los problemas. Había llovidotodo el día y el suelo se encontraba encharcado. No había previsto esta circunstancia, y llevaba un calzado de suela lisa bastante inadecuado, así que ocurrió lo que tenía que ocurrir. Al saltar para evitar un charco resbalé y me caí cuan largo era en mitad de la calle. Más corrido que una mona y con el orgullo doliéndome más que cualquier otra parte del cuerpo —por fortuna apenas hubo espectadores del humillante tropiezo— volví a mi casa para cambiarme de ropa, ya que la que llevaba puesta había quedado bastante malparada... Y de zapatos, por supuesto, ya que la muñeca me dolíacada vez más y no podía eludir una visita al médico.

En el ambulatorio el diagnóstico fue inmediato. Se trataba de un esguince producido por una caída. Cierto era que al caer yo había apoyado la mano lesionada en el suelo de forma instintiva, pero a mí ya me dolía la muñeca antes... Cosa que, a juzgar por sus caras, no convenció a los médicos que me atendieron. Era evidente, dijeron, que el esguince se había producido a consecuencia de la caída, y era evidente también que estaban pensando que yo no debía de estar muy en mis cabales, cuando insistía una y otra vez en que la muñeca me había empezado a doler varias horas antes... Aunque, claro está, no lo dijeron, limitándose a sugerir que me calmara —yo estaba francamente excitado— y me armara de paciencia durante los quince días que tendría que tener la mano escayolada.

Bien, pasaron las dos semanas y la muñeca se me curó, pero yo estaba ya bastante mosqueado. Que ocurriera una vez podría atribuirse a una coincidencia, pero que hubiera sucedido en dos ocasiones... ¿Qué estaba pasando? Porque desde luego, sufrir la lesión antes de experimentar el daño no podía calificarse precisamente de normal.

Mucho peor fue lo que me ocurrió apenas unos días después. Yo tenía una novia con la que me entendía bien, e incluso habíamos hecho ya planes de boda. Todo parecía ir sobre ruedas, pero una mañana sin saber por qué me levanté presa de una irresistible melancolía. Me sentía triste, triste como no lo había estado desde hacía muchos años, y lo peor de todo ello era que no tenía la menor idea de cuál podía ser la causa... aunque no iba a tardar demasiado en saberlo. Aquella noche, mientras cenábamos, mi novia me dio la fatal noticia: Había decidido dejarme debido a que no estaba lo suficientemente segura de que quisiera dar el paso. Me dio todas las explicaciones del mundo —de hecho, me dio demasiadas—, las cuales se podían resumir en una única conclusión: se desentendía de mí para comprometerse con un compañero de trabajo, con el que sí estaba segura de querer compartir su vida.

Como cabe suponer, el palo que recibí fue de campeonato; tirar por la borda un buen puñado de años de noviazgo no era para tomárselo precisamente a broma. Lo pasé francamente mal durante una temporada, razón por lo cual tardé cierto tiempo en darme cuenta de la nueva paradoja: había sufrido un daño, esta vez no físico sino moral, con anterioridad a que el mismo se produjera.

Dicen que no hay mal que cien años dure, y debe ser verdad, puesto que mi herida afectiva se acabó cerrando, al igual que se curaron el cardenal de la espinilla y el esguince de la muñeca... Claro está que esta vez tuvo bastante que ver cierta chica que conocí cuando estaba más deprimido, pero esa es otra historia, que no viene a cuento ahora. Lo cierto es que, aunque nunca me había creído esas historias de precogniciones y adivinanzas varias del futuro, en muy poco tiempo había sufrido en propia carne —nunca mejor dicho— unas confusas sensaciones premonitorias. Así pues, curioso como era, decidí poner a prueba mi presunta habilidad aunque, eso sí, sin decírselo absolutamente a nadie, ya que no tenía el menor interés de que me tomaran por un excéntrico cuando no por un loco.

Bien, eso era bastante fácil de decir, pero... ¿Quién le ponía el cascabel al gato? Porque, evidentemente, yo no tenía ni la menor idea de cómo poder controlar mi capacidad precognitiva, suponiendo, claro está, que la tuviera.

El azar vino, sin embargo, en mi ayuda. Un buen día me crucé en la oficina con uno de mis compañeros. Esto no tenía nada de particular, ya que me encontraba con él todos los días; pero esa mañana le noté algo diferente: le veía muerto. Sé que es difícil de explicar cómo se puede ver muerta a una persona que habla, se mueve y te pregunta qué tal lo has pasado el fin de semana anterior; pero lo cierto es que yo, y solamente yo, lo veía muerto.

Un día después mi compañero faltó al trabajo debido a un irrefutable motivo: la noche anterior, mientras dormía, había sufrido un infarto de consecuencias fatales. Todo hacía pensar que mi presunta videncia era cierta; pero todavía no las tenía todas conmigo, y como no sabía cómo controlarla, en realidad me resultaba bien poco útil... Aunque pronto aprendí a aprovecharme, siquiera en parte, de ella.

Así, un fuerte dolor de muelas me hizo ir rápidamente al dentista, lo cual me salvó por los pelos, según sus propias palabras, de perder irremisiblemente la pieza; bastó un simple empaste para resolver el problema. En otra ocasión me desperté bastante eufórico sin conocer la razón de ello; entonces se me ocurrió la idea de jugar un boleto a la lotería primitiva, cosa que no hacía prácticamente nunca, encontrándome con la grata sorpresa de un premio de un par de millones. Ciertamente no era para jubilarse, pero a nadie le amarga un dulce.

Y no sólo ocurría en relación con mis propios asuntos, tal como había podido comprobado con mi malogrado compañero de trabajo. Un día, andando por la calle, me crucé con un coche que parecía un amasijo de chatarra, a pesar de lo cual, y de forma totalmente incongruente, rodaba con toda tranquilidad por la calzada. Poco más allá se detuvo en un semáforo en rojo, lo cual me permitió echar un vistazo a su interior. Mejor no lo hubiera hecho: el conductor, único ocupante del vehículo, tenía la cabeza totalmente destrozada, y el cuerpo estaba completamente cubierto de sangre. Conteniendo las nauseas tuve, no obstante, la suficiente presencia de ánimo como para anotar la matrícula. Si todo había de ocurrir como temía, a ese pobre conductor le quedaban muy pocas horas de vida.

Mis temores se confirmaron el lunes siguiente, cuando leí en el periódico la noticia de un grave accidente de tráfico ocurrido durante el fin de semana. La matrícula del coche accidentado coincidía con la que yo había anotado, y unas discretas pesquisas —el periódico no era demasiado explícito al respecto— me confirmaron que la muerte del conductor había tenido lugar exactamente en las mismas circunstancias en las que yo le había vislumbrado. Algo no encajaba, no obstante, en el esquema que yo me había trazado: el periódico informaba de la muerte de cuatro personas, mientras yo solamente había visto al conductor; aunque, me dije al fin, parecía estar claro que para poder predecir un evento tenía necesariamente que ver a la persona, con lo cual se explicaba que yo no hubiera sabido nada a priori de los otros tres accidentados al no viajar ninguno de ellos en el coche en el momento en que éste se cruzó conmigo.

Al cabo de algún tiempo había desarrollado una notable habilidad para detectar futuras incidencias, tanto en mi propia persona como en aquéllas con las que me cruzaba; en realidad, se trataba de algo tan sencillo como prestar atención a todo lo que me rodeaba. Sin embargo, mi don —vamos a denominarlo así— me era poco útil ya que, aunque podía prever los acontecimientos —en realidad tan sólo sus consecuencias—, no era capaz de predecirlos con la suficiente antelación ni, por supuesto, tenía la menor posibilidad de influir sobre ellos modificándolos o impidiendo que se produjeran.

Dicho con otras palabras, me era completamente imposible provocar que me tocara la lotería —hubiera ganado el premio de todas maneras— y tampoco habría podido, por poner un ejemplo, echar mal de ojo a nadie. Mi aptitud se limitaba únicamente a prever con cierta antelación —apenas unas horas o, como mucho, un par de días— acontecimientos que iban a ocurrir inmediatamente después, pero siempre en calidad de mudo espectador.

No era poco, es cierto, pero tampoco me servía de mucho. En una ocasión vi a un amigo mío herido de gravedad y le rogué que no cogiera el coche, asegurándole que sabía que iba a tener un accidente. Como cabe suponer, no me hizo el menor caso, lo que le costó una larga estancia en el hospital; su percance sirvió para convencerme de que, hiciera lo que hiciese, jamás podría alterar aquello que estaba determinado por el destino.

Y realmente no podía hacerlo. La voz sobre mis dotes precognitivas —presuntas para ellos, que no para mí— se había corrido ya entre mis amigos; por lo cual, cierto tiempo después, cuando vi a otro de ellos en circunstancias similares, éste aceptó mis recomendaciones, renunciando a realizar un viaje en su propio coche... Lo cual no le libró de su destino, pues el autobús en el que viajaba sufrió un grave accidente que le provocó las heridas por mí vislumbradas.

Me encontraba, pues, en una situación paradójica, ya que por mucho que fuera capaz de prever las circunstancias de un acontecimiento, no sólo era completamente incapaz de modificarlo, sino que ni siquiera podía, salvo en algunos casos extremos, adivinar la naturaleza del mismo. Se trataba, en definitiva, de una situación hasta cierto punto similar a la de un adivino (si no fueran, claro está, unos meros embaucadores) capaz de predecir venturas o desventuras de una forma genérica, pero sin poder explicar los detalles.

A consecuencia de mi última proeza,mis amigos y conocidos comenzaron a apartarse de mí, cosa que no se les podía reprochar. Convencidos plenamente de mi inexplicable aptitud paranormal temían, sin duda, que fuera portador de malos augurios. En realidad de lo que me tachaban era de gafe, ignorando que también era capaz de darles buenas noticias, aunque no tuviera la menor posibilidad de provocar modificación alguna en la compleja trama del destino.

Mucho me temo que se trataba de algo completamente inevitable, ya que hasta la persona más racional del mundo conserva en lo más recóndito de su cerebro los atavismos irracionales de su herencia animal, atavismos que tarde o temprano pueden acabar aflorando, sin que se pueda hacer nada por evitarlo. Yo mismo me encontraba aterrado por mis no deseadas dotes de profeta, sobre todo teniendo en cuenta que podía ser la primera víctima de las mismas.

Lo peor de todo era que mi capacidad de percepción aumentaba día a día de forma imparable. Ya no podía ir por la calle sin descubrir en el aspecto de la gente aquello que les deparaba el futuro, lo cual, aunque en el fondo me resultara indiferente, no dejaba por ello de angustiarme. Recuerdo con especial pavor el caso de una persona que falleció víctima de un atentado terrorista; la explosión de una bomba le había destrozado por completo, y yo tuve la desgracia de ver sus sanguinolentos despojos caminando tranquilamente por la calle en una espeluznante premonición de lo que le iba a ocurrir. En otra ocasión me crucé con alguien que iba a morir carbonizado, lo cual no resultó menos desagradable y estremecedor.

Poco a poco fui cayendo en un estado depresivo, y éste derivó en un grave trastorno psiquiátrico: cada vez que me acercaba a alguien, y descubría en su rostro los estigmas de su futuro inmediato, me apartaba espantado de él, gritando lo que a todo el mundo le parecían incoherencias. Finalmente fui dado de baja y enviado a casa, lo cual me alivió grandemente, al librarme de contemplar las miserias futuras de la gente con la que me cruzaba en mi camino. Cierto es que a la mayor parte de las personas no les encontraba absolutamente nada excepcional; mi capacidad de percepción no pasaba, como mucho, de un par de días en el futuro, y en tan corto espacio de tiempo a casi nadie le ocurría nada, ni bueno ni malo. Pero si me veía inmerso en una aglomeración, la ley de probabilidades indicaba que, tarde o temprano, acabaría encontrándome con alguien a quien sí le sucedería algo; y la experiencia me demostraba que ese algo solía ser desagradable.

Encerrado en casa, saliendo lo imprescindible y evitando en lo posible el contacto con la gente, mi vida era relativamente llevadera. Por supuesto que a mis amigos y conocidos procuraba no verlos para evitarme contrariedades, mientras que al no tener familia me libraba de un considerable problema. En cuanto a mi nueva chica... Bien, hacía bastante que la había dejado, al descubrir, en parte por precognición y en parte por pura lógica, que su interés por mí no coincidía en absoluto con lo que yo había sentido por ella.

Así pues, me refugié en la lectura y en aquellas actividades que, como ver la televisión, podía desarrollar en solitario, aunque esto último también acabó creándome problemas; mi sensibilidad continuaba incrementándose, lo que me permitía adivinar el devenir inmediato de cualquier persona sin más que viéndola en la televisión, aunque ésta se encontrara en el otro extremo del planeta. Supe así, por ejemplo, de la muerte en atentado de un tiranuelo del África Negra, espectáculo ciertamente desagradable, dado lo que hicieron después sus asesinos con el cadáver... Aunque no resulta necesario extenderse demasiado sobre ello.

Si todo hubiera quedado ahí, tampoco habría sido tan malo, bastándome con prescindir de los programas informativos. El problema surgió cuando mi sensibilidad se hizo tan grande que, en las películas antiguas cuyos actores ya habían fallecido, tan sólo veía esqueletos, moviéndose y actuando como si estuvieran vivos... Exactamente igual que me ocurría con las fotos. Así pues, dejé de ver la televisión.

Por fortuna, en los libros no encontraba esos problemas. Sin embargo, fuese poco o mucho, siempre tenía que relacionarme con alguien; tenía que comprar comida, atender a las visitas, acudir periódicamente al médico... Todo lo cual me suponía una auténtica tortura. ¿Había dicho que en la mayor parte de los casos no veía nada excepcional en la gente? Bien, eso había sido cierto en un principio, cuando mi sensibilidad no había alcanzado los niveles actuales, ya que entonces era capaz de percibir en los demás tan sólo impresiones tan fuertes como una muerte o un accidente grave. Pero ahora percibía todo, absolutamente todo, y bastaba con un pequeño estímulo, tal como un dolor de cabeza o el malestar producido por una discusión, para que yo lo notara.

Llegó un momento en el que absolutamente todas las personas eran un libro abierto para mí. Sabía cuando iban a discutir con su cónyuge, enfadarse con su jefe, encontrarse con que no podían llegar a fin de mes... No era telepatía ni nada que se le pareciera, sino algo tan simple como la percepción instantánea de las emociones. Y, como siempre, en un futuro inmediato. Pero al contrario de lo que ocurría en los casos de accidentes o enfermedades, por fortuna muy escasos, absolutamente todos aquellos con los que me cruzaba me bombardeaban con sus problemas personales, lo cual acabó siendo abrumador.

Por otro lado, estaba también la sensibilidad hacia mí mismo, que se había incrementado en idéntica medida. En un principio esto me asustó todavía más, debido a que temía sufrir en mi propia carne aquello que había visto en otros; finalmente me resigné ya que, bien pensado, me dije, poco importaba conocer una desgracia inevitable con unas cuantas horas de antelación, pudiéndome ser incluso útil, tal como me había ocurrido con la muela.

No, el problema no era ése, sino mi incapacidad para soportar el alud de impresiones sensoriales que me llovía de los demás; se había convertido en una verdadera tortura para mí, ya que era equivalente a estar inmerso en un ambiente con un ruido infernal imposible de evitar... Salvo cuando estaba completamente solo. La única manera de evitarlo, o cuanto menos de minimizarlo, era eludiendo cualquier tipo de contacto físico con otras personas, lo cual por desgracia no era siempre posible.


Ilustración: Endriago

Mis circunstancias cambiaron de forma radical cuando, a raíz de una revisión médica, obligatoria para renovar mi baja laboral, le dije al médico que me atendía que le veía paralítico. Él no sólo no se lo creyó, sino que además se irritó enormemente conmigo; lo que no evitó que al día siguiente un desgraciado accidente le dejara postrado en la situación que yo le había pronosticado.

Los médicos también son personas y, como tales, susceptibles de asustarse ante lo irracional. Tras lo ocurrido a su colega recomendaron que se me sometiera a tratamiento psiquiátrico, a lo cual me negué rotundamente salvo, propuse, que se me recluyera en un centro de salud mental. Ellos al principio no aceptaron, alegando que yo era perfectamente capaz de llevar una vida normal, pero cuando empecé a decirles lo que veía en ellos, nada demasiado importante aunque sí molesto, sobre todo al ser pregonado en público, se apresuraron a aceptar mi petición.

Mi reclusión voluntaria me facilitó las cosas al menos durante algún tiempo, pero la continua agudización de mi capacidad sensorial volvió a jugarme males pasadas en el momento en que empecé a percibir impresiones a distancia. Ya ni siquiera la separación física me libraba de la agonía, puesto que sentía las emociones de todos aquéllos que se encontraban en las cercanías de mi celda. No recomiendo a nadie que intente sentir lo que emana de la mente de un loco, puesto que lo más probable es que acabe volviéndose loco también él... Y lo peor de todo, era que mi radio de acción aumentaba sin cesar.

Han pasado varios meses desde entonces y mi situación no ha hecho sino empeorar. Ya no soporto la proximidad de ninguna persona, y a duras penas tolero la presencia del celador encargado de mi cuidado ya que el pobre es poco más que un animal... Pero igual siento, siento, en el interior de mi mente, a todos los ocupantes del edificio, de los edificios cercanos, de la totalidad de la ciudad. Y cada vez es peor, puesto que va en aumento y temo que, de seguir así las cosas, acabe percibiendo las emociones de toda la humanidad.

Ignoro cuánto tiempo podré soportar esta situación, pero temo que acabaré volviéndome loco, si antes no decido poner fin a mi martirio de la única manera que puedo, suicidándome. Resulta morboso pensar que podré predecir con antelación mi propia muerte, y me pregunto cuál será la sensación que deberé soportar cuando llegue mi hora; aunque, por otro lado, el temor a sufrir esa experiencia puede que acabe impidiéndome llevarla a cabo.

Por el momento tal premonición no se ha producido, por lo cual sé que seguiré viviendo al menos un par de días más. ¿Seré capaz de resistirlo?



José Carlos Canalda, nació en Alcalá de Henares, España, en 1958. Es doctor en ciencias químicas de la universidad de su ciudad y trabaja en un instituto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (C.S.I.C.) en Madrid. Ha publicado en Asimov, Pulp Magazine, Artifex, Menhir, El Melocotón Mecánico, Qliphoth, Púlsar, La Plaga, Tau Zero, Revista Ochocientos y Alfa Erídani. Se ha especializado en la ciencia ficción popular española y colabora asiduamente en las páginas del Sitio de Ciencia Ficción, de Francisco José Suñer, Las novelas de a duro, de Igor Cantero y BEM on Line. En Axxón ha sido publicado varias veces: "Érase una vez" (138), "Reality Show" (142) y "La lámpara" (148).


Axxón 150 - Mayo de 2005
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantasía: Fantástico: Realismo Conjetural: España: Español).