LA GARRA PERPETUA

Tarik Carson

Uruguay

En las postrimerías del siglo XXI, hubo un homo sapiens que fue tremendamente famoso durante unos días, habiendo salido de la nada. En ese lapso, la televisión se afligió de tal manera por su personalidad que es posible que en los tiempos venideros su nombre aún siga resonando en la inconsciencia colectiva, aunque ya se haya cristalizado en el bronce, el mármol y el granito, y hasta en algunos libros de estrategia. Pues, una cosa es un recuerdo en el cerebro, y otra el nombre grabado en la perdurable materia que observan los perros en los parques y avenidas. Sin embargo, ese hombre extraordinario se eclipsó en vida, drástica, luctuosamente, circundado por un misterioso cuidado de las autoridades, dejándole a la sensible sociedad humana un regusto morboso, retorcido, casi imposible de explicar.

Nos referimos al caso del célebre doctor Selmer, de quien se sabe tan poco, realmente, que creemos justificado este relato de algunos detalles de su prolífica vida, comenzando por su última y aciaga noche.

Supongamos entonces que aquel día, al atardecer, se bajó de la limusina frente a su casa, sin siquiera mirar al conductor negro que le abría la portezuela. Detrás lo había seguido Biro2, bamboleándose sobre sus cortas piernitas de enano, cargando la gran cartera de cocodrilo negra con copias de la información magnética que acababa de presentar a los empresarios y a sus ayudantes militares.

Selmer se dirigió directamente a la biblioteca y se echó en su sillón preferido, sintiéndose cansado, con las manos sudadas y temblorosas aún, sin ganas de mirar siquiera a Biro2 y ordenarle que preparara la bañera y la cama y las drogas que le harían feliz esa noche. Miró un buen rato la belleza anárquica de los colores de los lomos de los viejos libros en los estantes y luego, con desgano, tomó uno del siglo XX. ¡Le debía tanto a aquel modesto librito! Releyó lo que había subrayado con tinta roja: "En este siglo, los gnomos no son más que una leyenda infantil. Pero en la antigüedad tenían un cuerpo real, hoy inexplicable..."

En ese instante Biro2 habló, temeroso, mirándolo a los ojos. El doctor se levantó, con cierto hastío, y atendió el videófono.

—Doctor —dijo el hombre, uniformado, con la piel del rostro curiosamente estirada—, le comunico que hemos recibido la Estrella de la Libertad, la Condecoración de la Pax, la Cruz de Hierro de Primera, la...

Oyendo la voz tan lejana, el doctor Selmer se sorprendió por la eficiencia y por el perfecto encastre de algunas acciones. Trató de alegrar su expresión adormilada y aburrida. Se detuvo a medio camino de hacerle un saludo militar al coronel (que ahora, tal vez, podría ser su amigo). Pero el coronel había cortado la comunicación. El doctor se sintió casi molesto y se conformó pensando en el horrible trabajo que le habían hecho en la cara, aunque el coronel parecía sentirse muy seguro de sí mismo, con un rostro de veinticinco años en un cuerpo de noventa. "Bueno —se dijo el doctor—, las cosas están cambiando. Por lo menos, han cambiado para mí. Podré dormir tranquilo y olvidarme de la satrapía para siempre..."

Trató de pensar en circunstancias más agradables. En el dormitorio, eligió un magneto ordenador titulado "Aliento y amor. Carácter maternal con palabras sucias. Exuberancia rubia." Colocó el magneto y apretó unas teclas ordenando la acción para media hora después. Antes de entrar al baño, observó sigilosamente qué hacía Biro2 en la cocina. "Qué pena —pensó con tristeza—, sin saber la causa, hoy no deseo ni ver a este desgraciado. Tal vez, sea el recuerdo de Biro; tal vez, el abatimiento que me ha causado todo el caso..."

En la bañera tibia, dormitó un rato, hasta que oyó una suave voz:

—Querido —dijo la rubia de grandes senos, que estaba de pie fuera de la bañera, sonriendo con expresión algo estúpida—, estás tan melancólico hoy... Mamá te seca el culito y te lleva a la cama, bonito.

Tenía la voz aligerada, aunque el tono era perfecto. Tendrían que revisarle el panel o reprogramar los magnetos, pensó, mientras ella le masajeaba la espalda con la toalla húmeda. Después, ya de espaldas y mirándola desvestirse con suaves movimientos, se dijo: "No hay nada que no podemos hacer, pero, la mirada es... demasiado fría". Bajó la luz y le pareció que acariciaba el símbolo del placer supremo. Pero aún cuando la había penetrado profundamente con el rígido tubo de silicona bien lubricado y ella cabalgaba sobre él, apretando las nalgas contra sus muslos descarnados, se sentía aburrido, con capacidad para retener el néctar sagrado un larguísimo rato, sin que la tristeza se replegara para dar lugar al éxtasis. Olió el caro perfume que le había puesto cuando estaba desactivada, inspiró profundamente antes de mirar sorprendido hacia la puerta. Sintió que se le congelaba el corazón. Biro2 estaba de pie, con la pesada cuchilla de trozar pollos alzada sobre su cabeza.


El ataque a la Zona Roja se había decidido con eficiencia. Acuartelaron a los técnicos y en pocas horas se dirigieron las operaciones de acercamiento electrónico, penetración de las defensas, explosión de las cargas atómicas, etcétera. Los enemigos (eran seres de piel rojo-amarillenta y mentalidad extremadamente maligna), tal vez no tuvieron tiempo de percibir y hacer cálculos sobre el futuro. Esto hubiera sido del agrado de los militares más altruistas del bando terrestre, siempre y cuando los malignos no reaccionaran a tiempo. Porque aún después del ataque había temores, gente descompuesta en los silos nucleares, un gran trabajo sobre los inodoros, vómitos, consumo de tabletas, etcétera. Pero, en seguida, desde los observatorios los técnicos registraron los infernales destellos radiactivos que por milenios sanearían la Zona Roja. Nadie albergó dudas sobre la misión defensiva, exclusiva y terriblemente defensiva. No hubo otro camino, luego de los trabajos del doctor Selmer. Aunque hacía siglos que estas criaturas agresivas, enigmáticas y hasta desconocidas —que evitaban comerciar con los terráqueos— preocupaban a la Junta y a las estaciones de escucha y defensa de la Tierra. El horroroso riesgo no se podía extender más...

De pronto, todo estaba acabado definitivamente, y, después de algunas horas de cautelosa espera, el peligro de réplica sería nulo. Este peligro, sin embargo, fue ignorado o soslayado con indiferencia por el doctor. Pero la solución final se debió a sus observaciones de un extrañísimo fenómeno de recepción, de antenas biológicas, que se transformó en la salvación de la Tierra, o más bien, de su sistema de vida.


El doctor era originario de la clase D, en las satrapías. Había sido un estudiante destacado y tuvo la suerte de ser elegido para pasar a la C y proseguir estudiando. Luego subió a la clase B, e ingresó a los estudios superiores. Por el detalle de su procedencia, fue el último en subir donde estuviera. Su clase D original no tenía autorización para crear recomendaciones u otro tipo de ventajas. Esto constituía una traba invencible, cuando la materia era de tipo subjetivo, blanda, no exacta. Pero su cerebro entrevió la sutileza desde el principio, y se dirigió instintivamente hacia lo exacto, donde los mejores respaldos y acomodos no fueran irresistibles a la hora de obtener una suma correcta. Eligió la cirugía estética y la ingeniería del plástico orgánico. En poco tiempo, con esfuerzo considerable, descubrió nuevas utilizaciones para los genitales de gorilas, toros y padrillos de raza, y otros animales de porte considerable para los gustos casi exclusivamente decorativos de la época. Presintió que una elección perfecta le traería algo provechoso, imprescindible para las clases que valían ser mencionadas. El estudio árido y aislado lo templó mientras esperaba una oportunidad. Cuando ya había injertado a una cantidad de personajes y figurones y era buscado con desesperación, la computadora dispuso algo infame para él. Una misión en la Estación Lunar, donde experimentaban con los riñones GR69, los aditivos sexuales de silicona activados con microscópicas pilas atómicas, los injertos de los más diversos testículos de animales, sus diversas glándulas, etcétera. Además, a la Estación Lunar nadie quería ir. Era la primera línea defensiva de las fuerzas terrestres y, además, el aburrimiento extremo. Él ya había sospechado que, si se mantenía en la Clase A, tarde o temprano la envidia lo enviaría allí con alguna tarea intranscendente, riesgosa, difícil. Sabía que no podría "crecer" más, que estaba desplazando a demasiada gente.

Sospechó que, si no descubría algo realmente importante en la Estación, al regresar a la Tierra lo degradarían a los miserables hospitales de las zonas contaminadas de las satrapías; a su origen.


En la Estación había una gran base militar, algunos laboratorios con cantidad de morpólipos y enanos macrocéfalos en jaulas especiales, y las minas. Los laboratorios no funcionaban y la experimentación era mínima. La mayoría de los técnicos permanecían todo el tiempo en sus departamentos, en el casino o en los restaurantes sin hacer nada. Se inyectaban, tomaban tabletas o alcohol, simplemente porque ya habían superado todas las sensaciones conocidas o imaginables. Un grupito, en cambio, se deleitaba destrozando con sondas las carísimas androides de los colegas, siguiendo una antigua costumbre que había perdido, en general, casi toda razón de ser.

Este sistema de existencia, algo más deficiente que el sistema terrestre, alegró al doctor, ya que le permitía moverse con libertad, sin mayores controles. Debía continuar los trabajos con los morpólipos y los macrocéfalos y el comportamiento de los genes recesivos bombardeados con diversas radiaciones. No era su especialidad inyectarles el GR69, o disecarlos y observar la evolución de la carne, pero era algo elemental que haría con mucha rapidez. Además, el trabajo estaba estructurado para que nadie tuviera mucho que hacer, salvo pulsar teclados. Y no existía ningún interés por lo nuevo, pues habían perdido la capacidad de imaginar un mundo mejor. Nada podía ser mejor que el Sistema.

Al principio, observó que los macrocéfalos —a los que había imaginado como gnomos degenerados— se recuperaban primero de las radiaciones y que, además, tenían más inteligencia y fortaleza que los morpólipos. Eran extremadamente resistentes a los rayos cósmicos. También eran inmunes a algunas enfermedades espaciales, de las pocas conocidas. Los intentos de superación de la subraza, sin embargo, produjeron un fenómeno poco estético, raro, intranscendente hasta donde sabían. El mejoramiento les hacía crecer los cráneos. Anteriormente se incluían en la especie Gen Verrier Recesivo, y ahora había pasado a una dimensión degenerativa imprevisible. En aquel momento, el problema era la adaptación de los cuellos ante el crecimiento descontrolado de los cráneos.

De los morpólipos se podían extraer menos conocimientos aún. Sus tendencias seguían las acciones reproductivas. Los rayos cósmicos y las enfermedades espaciales los deformaban un poco más, y eran proclives a las influencias enemigas, cuando los enemigos se acercaban demasiado al Sistema. Debían tener un cuidado especial con ellos; en los meses de máximo peligro, se los transportaba a la Tierra para que los posibles agresores no tomaran sus mentes. Esto ocurrió antes y hubo que aniquilarlos a tiempo. Aunque los muertos no fueron más de quinientos mil, la Junta Protectora fue sucedida por otra más rígida. Por ese problema, los científicos que experimentaban con ellos —los mismos que luego tuvieron que exterminarlos en cámaras especiales— fueron degradados a la Clase D, a los leprosarios. El suceso, luctuoso, sin duda, ya estaba olvidado, pero el doctor Selmer lo había interpretado como un hecho político creado por algunos científicos, y por ello desde el principio tenía cuidado en tratar con aquellos seres, y muchos otros no tan inferiores. Sobre todo, cuando se quedaba trabajando en el laboratorio durante las noches lunares. Allí, cuando la vigilancia se descuidaba, violaban a los técnicos o hacían otras tropelías de poca monta. Para calmarlos en ese aspecto, los surtían con androides estropeadas, que ellos ni siquiera tocaban (los expertos, sin embargo, seguían afirmando que eran incapaces de distinguir la diferencia entre un humano y un androide).

Sin saber por qué, al doctor le atraían sobremanera los enanos, y desde niño los consideraba seres extraordinarios que le producían una inexplicable felicidad. Su padre, que vivía en los basurales, había desenterrado uno muy antiguo, probablemente del siglo XX, con un gorrito y la cabeza pequeña y ojival. Selmer había limpiado con amor la pequeña estatuilla, la había restaurado y pintado, y muchos años después, estudiando, supo que los usaban en el pasado como adornos de jardín. Ahora, observó el doctor, sus cráneos habían aumentado considerablemente, pero seguían siendo retardados mentales.

El doctor no podía imaginar que la existencia de los enanos se uniría, para su gloria, con la teoría que había pergeñado acerca de un mundo enemigo y bestial, que saboteaba a la Tierra con inseminaciones indetectables, funestas a largo plazo. Había presentado esa teoría con cierta esperanza, no bien obtuvo el doctorado, pero una computadora le había ordenado destruirlas. Ahora, en la Estación, volvieron a él las viejas ideas, y empezó a enriquecerlas observando a los enanos.

La Tierra quería mantener la fachada limpia, y cuando no había motivos burocráticos, de Ley, o beneficios comerciales, enviaban a la Estación lunar a los enanos MC y a los morpólipos con sus fetos y críos. Antes, un lugar así se llamaría vaciadero, pero ahora todo era racional, sin prejuicios dañinos, por otra parte, en un orden dispuesto por las computadoras y bajo su responsabilidad. En la Estación ofrecían un servicio mencionable como elementos de disección o de los más extraordinarios experimentos como injertos con vegetales o animales o ingenios electrónicos, aparte del permanente servicio de ablación. Además, eran excelentes obreros en las minas, donde los humanos no resistirían tres meses con vida debido a las emanaciones de plasma del centro del satélite.

Unos días después del arribo del doctor, un meteorito chocó contra una sonda experimental que circunvalaba al satélite. La sonda no era más que una burbuja de color rosa, con una gran pileta de natación tipo Coer, con juegos para niños, árboles, pasto y otras maravillas artificiales inspiradas en bondadosos libros de historia. A algunos técnicos se les había ocurrido que, en condiciones de absoluta felicidad, los seres tendrían incentivos mentales para copular y reproducirse. Había cierto interés comercial en que así fuera, ya que la ley del mercado de ablaciones había producido una tremenda suba en el precio de los cadáveres. Básicamente, para la enseñanza, el cuerpo de un enano era igual al de un hombre común; y para injertos, superior.

El meteorito traspasó las defensas magnéticas y golpeó la bóveda protectora transparente. No era irrompible, pues las defensas magnéticas, según la computadora, no podían fallar jamás. No murió ningún enano, pero algunos recibieron impactos casi inofensivos, si los fragmentos hubieran estado libres de esporas o virus desconocidos. Tampoco los técnicos sufrieron heridas; estaban alucinados sobre las mesas de billar del casino de la sonda.

Vueltos a la superficie, los seres fueron puestos en cuarentena, y aunque debió habérselos estudiado con detenimiento, no fue así. Los colocaron en la burbuja Perkins y dejaron que las computadoras y los mecanismos fotosensibles se encargaran de alimentarlos, higienizarlos y registrar si había signos vitales inesperados.

El doctor Selmer sufría el período de depresión inicial, común a todos los que llegaban a la Estación. Percibía con fuerza su situación inferior, condicional y segregada en el medio, y no podía borrar las miradas de sus colegas y lo que expresaban. Su sensibilidad se agudizaba peligrosamente, y su organismo se sentía estremecido por la tremenda influencia del silencio y la quietud espacial. Estaba harto de observar actos sexuales, o de hacer experimentos con enanas preñadas, de injertar toda clase de miembros animales a seres, y partes de seres a animales, y toda la actividad que había hecho grande a la Madre Tierra. Además, ignoraba hasta las reglas del billar, lo ponían realmente loco los juegos electrónicos, el cinetáctil lo enfermaba, no podía contar nada sobre posesiones materiales o el glorioso pasado de una familia, ni perorar con satisfacción sobre el virtuosismo de sus hijos, etcétera. A esto se agregaba que se había observado algunas canas prematuras, y se estaba habituando peligrosamente al uso de una vulgar y antigua pinza de depilar que ya le había liquidado el pelo de encima de las orejas, dándole un aspecto que les caía muy mal a los colegas. Mirándose en el espejo del baño de su apartamento, luego del par de masturbaciones diarias, se empezó a decir que la diferencia con los demás era "un mal que le venía bien" , que lo conminaba a ser superior, a producir un hecho irrefutable e imprescindible para la clase dominante, que obligara a la miserable clase a asimilarlo forzosamente. Aquello, nada más, era lo único que le pedía a Dios. Rezaba un Padre Nuestro con una pequeña Biblia en la mano, frente al espejo del baño, se colocaba crema con vitaminas alrededor del gran rollo de silicona que se había hecho injertar (que por su laboriosidad diaria siempre tenía irritado), y salía a caminar, con paso enérgico y ropas deportivas, por los solitarios e interminables corredores de la Estación. A veces, se sorprendía un poco en lo mucho que estaba considerando la presencia de Dios, y se estremecía, al parecer, de emoción y de fe.

Una noche de esas, caminando distraídamente bajo la monumental bóveda de la Estación, llegó hasta la pequeña burbuja de cuarentena. Las camas de los macrocéfalos estaban en los bordes y él se detuvo a observarlos. Prefirió no registrarse como observador en la sala de monitores. Ideó el pretexto de la caminata nocturna casual. Estaba acostumbrado a hacer algo y pensar las justificaciones creíbles que podría confesar. Miró y no vio a ningún vigilante automático. Los enanos estaban muy próximos, quietos o dormidos. En el centro, los morpólipos se frotaban, desnudos, abrazados, con los tremendos ojos casi desorbitados por la furia sexual.

El doctor Selmer fijó su atención en una fenomenal cabeza ubicada sobre un diminuto cuerpo. Había un vendaje blanco en el cráneo; le llamó la atención porque los movimientos le costaban al cuerpito un tremendo esfuerzo. De inmediato, lo clasificó como un caso típico de contagio radiactivo tipo Bhor-7, con paralización de la parte posterior del cuello con pestañeo irreprimible. Sin duda, el sistema vegetativo estaba creciendo por encima de sus defensas y previsiones genéticas y corría el riesgo de morirse por el descontrolado crecimiento encefálico. Recordó una de sus teorías acerca de que se comportaban como árboles y crecían sin control ante grandes cantidades de radiación. Sin embargo, no estaba seguro de su teoría, y decidió extender su observación aprovechando que el sistema de visores computarizados no controlaba nada correctamente.

A la noche siguiente, fue aún más tarde. Se había descubierto canas detrás de las orejas y le resultó sumamente dificultoso quitárselas con la pinza (que ahora llevaba a todos lados en el bolsillo superior de la túnica blanca). Observó un buen rato al enano vendado, que se levantaba o se acostaba, o se apoyaba en una mesa, sosteniéndose la cabezota con las delicadas manitos. El sentimiento del doctor, misteriosamente, se comunicó al ser, y éste lo miró sin temor, directamente a los ojos. Selmer desvió la mirada, avergonzado por su debilidad. No quería transformarse en el hazmerreír de la Estación si alguien lo observara dejándose mirar a los ojos por un enano de aquellos; aunque no había una ley expresa contra ello, salvo la vigorosa ley de la tradición.

Después de la mirada, como si lo comprendiera, el macrocéfalo se acostó con lentitud, bajando la cabeza con humildad. En su interior, Selmer los llamaba "muchachos" porque recordaba el siglo XIX y los negros esclavos que vivieron en el imperio primitivo. Los recuerdos de sus estudios históricos lo atacaban repentinamente de manera inexplicable. Volvió a observar al muchacho. La computadora decía que estaba sano, salvo por el golpe en el cráneo, no demasiado grave. Lo vio dormitar con una manito sosteniéndose la cara, quizá para darse seguridad. De repente tuvo un hipo fuerte, y empezó a mover los labios. El doctor no podía oír lo que decía y estuvo a punto de dirigirse a la sala de monitores y enfocar al ser con una cámara piloto, pero, pensó, todo quedaría registrado. Si no significaba algo, sería malo para él; y si fuera algo importante o interesante, él perdería todos los méritos del descubrimiento desde el principio. Los parásitos del plagio aumentaban con el progreso. El doctor se retiró, inquieto, y luego no pudo dormir pensando por enésima vez en cómo obtener grandes cantidades de dinero que le dieran la felicidad. Aquella noche, nuevamente, había decidido que no existía un Dios, porque, si así fuera, él no estaría en aquella situación, con aquella agonizante incertidumbre, sintiendo a su manera la inenarrable soledad que no podía remediar. Por eso, había sólo un remedio que curaría todos sus males: una gran suma de dinero.

El día siguiente lo pasó tirado en la cama, mirando la blanca pared de plástico, negándose a tomar algunos sedantes que le quitarían algo de angustia. Hacia la mitad de la tarde, tuvo ganas de recostarse contra la pared; extrajo la pinza del bolsillo de la túnica arrugada (no se había quitado la ropa para dormir) y comenzó a sacarse algunos cabellos blancos que le habían crecido en el pecho. Al anochecer, se levantó, se encerró en el baño durante un largo rato, se cambió la túnica y, en el Departamento de Electrónica, consiguió un diminuto chupete sónico Rup. Más tarde, volvió a la burbuja de cuarentena. Era sábado y todos los técnicos estaban inyectados, conectados al cinetáctil, o simplemente borrachos y desnudos sobre las grandes mesas de billar del casino. El doctor se sintió algo mejor.

Frente a la burbuja, colocó la ventosa apuntando al enano y esperó. Mientras el muchacho estuvo despierto, miró hacia donde los morpólipos se besaban en un amor interminable. Recién cuando lo vio dormido se colocó el audífono y tapó la ventosa con la punta de la túnica, cuidándose de las ocultas cámaras de observación. No mucho después, la gran cabeza hipó y se empezaron a mover los labios. El doctor apretó el botón de grabación. Esperó aún dos horas más, pero no volvieron ni el hipo ni las palabras.

Aquello le resultó extraño. Los macrocéfalos, y demás seres inferiores, no debían recibir enseñanza alguna. Desconectó la ventosa y se dirigió a la sección de computadoras del laboratorio. Digitó los datos y empezó a ver en la pantalla fórmulas matemáticas, dibujos aerodinámicos y descripciones ajenas al uso terrestre. El doctor se sintió conmovido, se levantó de la silla y se volvió a sentar. Un tic nervioso lo hizo sujetarse los pantalones con ambos antebrazos. Tocó algunas teclas e introdujo nuevos datos disparatados, por si algún vampiro científico husmeara en el disco de la computadora. Guardó la cinta con la voz del enano entre los miles de archivos y se fue a dormir.

A la noche siguiente volvió a la burbuja Perkins. Solamente pudo grabar un cuarto de hora. A la noche siguiente, apenas cinco minutos. En apenas cuatro días, el macrocéfalo se repuso de su herida y del hipo. El doctor aún volvió unas noches más, infructuosamente.

Durante los días siguientes procuró analizar lo grabado, buscando que su computadora personal discerniera las expresiones. La mayoría, como pudo ver en seguida, eran datos matemáticos y militares sumamente complicados por los sistemas de coordenadas espaciales, lo cual estaba fuera de su conocimiento. Si aquello fuera valioso, no era muy abundante ni muy explícito, y podría ser usado en su contra. Debía estudiar el fenómeno lo suficiente para que presentara un resultado completo, que rechazara cualquier posibilidad de fantasía, o un sueño inducido por el enemigo animal. ¿Quién le podría asegurar que no fuera algo semejante?

Tomó una decisión pensando en algunas defensas que había creado cuando injertó ingenios en los miembros sexuales de las clases privilegiadas del Sistema. Le gustaba pensar que, en una forma sutil, los tenía sujetos en privado por allí. Pero, naturalmente, lo había hecho con devoción pensando que algún día le serviría, aunque no fuera el único experto en plástico orgánico, o en el injerto de testículos de monos o de enfermos mogólicos con la antiquísima técnica inspirada en los gajos de naranja. Ahora, pensó, dando largas zancadas en el salón de las computadoras, sujetándose los pantalones con ambos antebrazos, encima de las ingles, como si los pantalones se le fueran a caer a cada instante, ahora, algo lo iba a favorecer, algo se iba a anudar a la falla natural de todos los materiales conocidos. Iba a llenar sus arcas, iba a darse algunos gustitos, iba a aplastar quizá a algunos insectos, iba a comprarse las mejores mujeres auténticas del mundo, etcétera.

Cuando el macrocéfalo cumplió la cuarentena, lo solicitó formalmente a Suministros para que sirviera en el laboratorio. Durante unos días, sentado detrás de su escritorio, concentrado, observaba al enano y su monstruosa bola ósea, y pensaba cómo producirle nuevamente el divino estado parlante. Un día, le dijo que de allí en adelante se llamaría Biro y que serían amigos, dando por sobreentendida su superioridad racial y social. Era lo máximo que podía hacer, un poco a ocultas y a espaldas de los reglamentos de comportamiento con seres inferiores experimentales. Observó que el muchacho no era nada excepcional, no ocultaba nada ni tenía la menor capacidad para el doblez. El desgraciado solamente estaba maravillado caminando de acá para allá, libre, sosteniéndose la cabezota con la mano, feliz de tener a un técnico como protector y estar a salvo de los horrores de la mina, que probablemente hubiera sido su futuro.

En ese entonces, el doctor Selmer, para combatir su insomnio y los terrores nocturnos cuando lograba dormir, había empezado a beber de una petaca aplanada, antigua, encontrada en un tacho de desperdicios del laboratorio. La euforia que le producía el misterio del enano, más el alcohol, que por primera vez en la vida tomaba en grandes cantidades, lo dejaba en un estado de casi beatitud. Llevado por tal estado, se arriesgó y, sin pedir permiso a la computadora, operó al enano y le extirpó el módulo de detección, para que se librara de los perseguidores automáticos que lo vigilaban de continuo.

El enano se sentía pletórico de felicidad y el doctor sonreía suavemente varias veces durante el día, a veces apenado por ver el esfuerzo del cuerpito al llevar enhiesto su templo de sabiduría, sin ninguna compensación, sin goces, sin esperanzas en el futuro, y esas cosas que atacan a los humanos. Estos sentimientos hacían que el doctor a veces renegara de su profesión, de su elección. Pero cada uno debía llevar su cruz. Al fin todos se fundían en la misma podredumbre, para volver en quién sabe qué forma, tras vagar en otro estado por ahí, sin que a nadie le importara una cerilla usada. Entonces, el doctor empinaba la petaca detrás de cualquier puerta, se posaba frente a un espejo, se quitaba algunos pelos de las cejas y se interrogaba sobre la existencia de Dios. A veces Dios estaba junto a él, a veces Dios lo abandonaba y, entonces, Dios no existía.

El doctor sufría demasiado seguido estos lapsos de oscura conciencia. Entonces trató de componer algo, ordenando la colocación de rieles en el techo del laboratorio, y, en los rieles, sostuvo bozales gigantescos, colgantes y móviles. Así el macrocéfalo pudo desplazarse cómodamente con la cabeza sostenida desde el techo. El doctor sabía que era la única diversión que podía darle, e inventó un pretexto para la computadora de finanzas.

Fue en esos días cuando el homo sapiens Selmer sintió aquello por el pequeño Biro. Estaba sentado detrás del escritorio, con los pies encima de éste, tirado hacia atrás, con la petaca casi vacía colgando de una mano laxa. Y se le ocurrió ver a Biro desnudo. Estaban tan felices los dos, solos en aquella inmensidad de laboratorio, mientras los demás técnicos dormían la juerga en el casino... Después, hizo que Biro se sentara sobre el escritorio, desnudo, a su lado. Tenía un cuerpito tan delicado, una piel tan delicada, que se preguntó por qué decían que era una raza inferior, para experimentos, ciertamente atroces, o por lo menos, no humanos. Lo tocó. En realidad, estaba algo mareado, se sentía tan feliz, no sabía qué le pasaba...

Ya hacían dos meses que había llegado a la Estación, y todavía ningún colega le había dirigido la palabra, salvo para los trámites administrativos, a través de los espejos y de las máquinas, lo que no pasaba de: "Informe tal cosa", "deje constancia", "observe fielmente los reglamentos", "proceda estrictamente como se le ordenó", "recuerde que está bajo juramento", etcétera. Probablemente, pronto vendría la orden de regresar a la Tierra. Y él temía que en la Tierra lo esperara otra orden de las máquinas, e imaginaba todas las noches lo que leería:

—Regresará a su origen. Injertará plásticos a leprosos; y partes humanas a vegetales. Los cruzará con animales, etcétera.

Parecía que todo estaba bastante claro por el hecho de que solamente se había comunicado con las computadoras, y que ni siquiera lo habían interrogado o inspeccionado; y esto era algo que sólo dejaban de observar cuando el elemento estaba desahuciado. A veces, hasta temía pensar mal del Sistema. Temía que ya hubieran descubierto la máquina de leer pensamientos, que hacía tanto tiempo sus colegas trataban de construir gastando presupuestos fenomenales. No era extraño que esta situación deprimiera cada día más al doctor, y él no tenía otra salida que no fuera por las tabletas, que se negaba a tomar, o por el alcohol que cuidadosamente cargaba en la petaca, o por la tierna compañía de Biro, que cada día lo enviciaba más y más de una forma inexplicable que a veces lo estremecía.

Al principio, colocaba sobre las cámaras un trozo de tela, mientras se recostaba en su silla reclinable, y le ordenaba a Biro que se desnudara. Un día entró un colega. El doctor estaba con el estetoscopio en la mano y se quedó lívido, petrificado. El colega cruzó como si no los hubiera visto, y luego no ocurrió nada. Desde entonces, ideó una ruta para Biro, desde las cabinas aledañas a las minas, donde el enano debía descansar, hasta el lujoso departamento del doctor. Biro llegaba a medianoche y se iba a las seis o siete de la mañana, a veces agotado, a veces lastimado, a veces inyectado, pues el doctor temía por la salud del cuerpito luego de noches tan arduas, cuando él debía desahogar aquella terrible depresión que convertía su vida en un infierno sin Dios. A veces, patéticamente, obligaba a Biro a arrodillarse desnudo sobre la cama, y con una pequeña y vieja Biblia leía y repetía el Padre Nuestro, en una actitud de fanática religiosidad.

En general, su investigación sobre los morpólipos era misérrima, salvo por su tesis de que la radiación los afectaba como si fueran viejas lechugas. Pero tampoco tenía una idea de cómo volver a producir el extraño estado parlante en el macrocéfalo. Con estos pensamientos, el doctor, a veces, se sentía terriblemente nervioso con el enano caminando a sus espaldas, colgado del bozal, cargándole los papeles, sirviéndole refrescos en los que disimulaba bien el alcohol, o colocándole la silla reclinable cuando se sentaba.

Una noche, mientras observaba el techo de plástico de su cuarto y acariciaba le espalda desnuda de Biro, mientras en su propia piel se secaba la saliva del enano, se le ocurrió, como deben ocurrírsele a todos los genios humanos, la idea del meteorito. Al comienzo, le pareció irracional, gracias a su manía por la historia. (Mucho de la historia se le había pegado como con melaza.) Pensaba demasiado en los grandes figurones del siglo XX fatídico, en los héroes de la antigüedad, sobre el concepto del bien y del mal, sobre el vínculo de los genios de la política con Dios, sobre algunas matanzas de millones de personas para el bien de la Humanidad, etcétera. En realidad, al final de estas elucubraciones profundas siempre terminaba mareado, confuso, infeliz y lleno de necesidad de refugiarse en algo contante y sonante. Rechazaba la idea del Bien, llegaba a conclusiones sobre la existencia de Dios, luego lo reducía al absurdo, rezaba algunos padre nuestros, y se sentía finalmente un ser humano acariciando a Biro, y sólo de esa manera.

Un mes antes de la orden de partida hacia la Tierra, mandó al enano al depósito de minerales a buscar lo que necesitaba. El muchacho se colocó el bozal y se fue muy alegre en el tren colgante, con las piernitas al aire. Ya había adquirido suficiente confianza y se desplazaba así, descaradamente, a todos los lados. Pero esa noche el doctor le dijo que quería estar solo. Se quedó en el laboratorio y le soldó una argolla al meteorito; a la argolla le ató un sólido cable. En el silencio de la noche lunar, se puso extremadamente nervioso. Sintió una furiosa comezón en el escroto, lo que para él constituía el símbolo más evidente de que estaba frente a algo crucial. De súbito, recordó a los caballeros del Rey Arturo, se tocó el rostro, balanceó la terrible maza. Imaginó que en una vida anterior había poseído una tupida barba pelirroja que trastornó las glándulas de carne femenina auténtica. Pero volvió a la realidad reprochándose el vicio de pensar demasiado. Sí, estaba cansado del acecho de los controles solapados, de no tener nada en la caja de ahorros, de no poseer ni una miserable tarjeta de crédito, mientras sus colegas manejaban decenas. No podía pensar tranquilo. Sólo confiaba en las androides que había elegido y programado, y no estaba seguro de Biro, que había resultado algo especial, inusitado. Esa noche, al fin, casi agotado por la tensión, puso a trabajar con rabia una cinta ordenadora que decía: "Volumen, fuerza e insultos obscenos". Le resultó estimulante. Estaba tan acostumbrado a aquel otro cuerpo tan pequeño, tan humano, que ante esas palabrotas, y esos magníficos senos, se sintió extraño, ajeno a sí mismo y a sus tiernos sentimientos. En fin, se sintió laxo, dejando que la maravilla se desinflara a los pies de la cama, prometiéndose para el día siguiente un análisis serio y profundo sobre sus contradicciones, sobre su forma de "crecimiento" y si ese "crecimiento" era correcto o no. Pero, de lo que estaba seguro era de que no necesitaba una terapia seria, realmente seria, es decir, mayor a una serie de inyectables. Pensó que lo analizaría al día siguiente y se durmió muy cansado.

Aún tardó unos días en tomar la decisión. Pero, una noche, le pidió al enano, sin titubeos, que se quedara en el laboratorio y contara granos de arena sobre una gran mesa. Llevaba la maza y el cable en el bolsillo de la túnica blanca. Biro observó el gran bulto allí y sonrió de forma inequívoca y algo temerosa. "Te estás empezando a tomar libertades excesivas", pensó el doctor. El enano estaba inclinado sobre la mesa. El doctor le miró la nuca peluda, casi provocativa. De repente le vino a la mente un asesinato histórico ocurrido allá por 1940, con un zapapicos, nada menos. Sintió la mano sudorosa alrededor del cable. Volvió al presente, trató de hacerlo con maestría. El meteorito era irregular, con terribles filos naturales.

La cabeza de Biro cayó como una plomada que arrastra un hilo delgado. La sangre salpicó la impecable túnica blanca del doctor, que, por un instante, creyó que el cráneo había estallado. Tiró el cable, arrastró una camilla, y colocó el cuerpito, cuya cabeza le pareció una geoda resbaladiza por la sangre, realmente poco estética. Le aplicó un sedante intravenoso con antibióticos, coagulante a la herida, y fue a lavarse las manos. Preparó el grabador y conectó el cuerpito a la computadora, que leyó buenos signos vitales. El doctor se sintió reconfortado y, poco a poco, se le calmó la furiosa picazón que había empezado a sentir en la espalda y nuevamente en el maldito escroto. Un tic nervioso lo hizo sujetarse imaginariamente los pantalones un par de veces. Muy pronto el muchacho hipó y balbuceó algo. Sin saber por qué, al doctor le pareció un perro tratando de imitar a un político. "Dios —se dijo—, qué cosas se me ocurren cuando estoy nervioso", y se volvió a sujetar los pantalones con los antebrazos a la altura de las ingles.

Tres noches después, el enano se recuperó y dejó de parlotear. El doctor anotó todas las reacciones físicas y psíquicas meticulosamente, y las pasó a su computadora personal. Por fin, el cuerpecito empezaba a ceder ante el poder de la ciencia. Selmer había resuelto no comentar a nadie nada de lo sucedido. Casualmente, o por la Providencia, había estado leyendo la biografía del inventor Diesel y temía que le ocurriera algo igual en el viaje a la Tierra. Registró en el computador maestro una mentira para justificar sus actividades iniciales. Para justificar las siguientes operaciones registró justificaciones relacionadas con cierto meteorito, por si alguien lo quisiera comprometer tarde o temprano y estudiara solapadamente su trayectoria. En la Tierra, una máquina le había expresado que él había provocado a mucha gente tomando posiciones adelantadas, y que esa gente lo perjudicaría, tarde o temprano. Lo bueno de la época era que hubiera esa refinada voluntad para perjudicar, pero siempre y cuando no costara demasiado trabajo. Y él estaba dispuesto a que nada rojo apareciera en su foja profesional.

El quinto golpe fue menos efectivo, ya que en el momento de usar la maza, una acción inconsciente y antigua le traicionó la mano, frenando el cable. Algo no quería que fuera un homicida consciente y responsable, aunque nadie lo juzgaría ni molestaría por ello. Después, sólo se comprometería su situación si de hecho existiera un Dios; idea que, ese día, el doctor no estaba dispuesto a concebir. Además, el enano se veía bien, y, cuando despertaba, se mostraba agradecido y respetuoso hacia él, lanzándole miradas expresivas realmente amorosas. Los agradecimientos fueron constantes y aumentaban a medida que llegaba la hora de partida del protector. El doctor registró el fenómeno de tal sentimiento evidente en la computadora —no creyó que fuera algo emocional—, además de constatar para sí la formidable capacidad de recuperación, la dureza de tortuga de aquella peligrosa subraza. (Si tuviera tiempo compararía aquella resistencia con la resistencia de las cucarachas a los ingenios atómicos.) Sin duda, el muchacho había resultado una pata de conejo positiva y definitiva, más allá de las pretensiones que se veían en su carne sobre un futuro dominio racial sobre los seres humanos como el doctor.

El doctor no pudo sustraerse a la tentación de dar el último golpe cuando ya la nave de transporte había llegado. El enano aún no estaba curado para recibirlo con un pronóstico aceptable. Estaba extremadamente delgado, pero sus reacciones y su presión ocular y sanguínea eran normales. Hablaba coordinadamente y se le notaba apenado, cosa que Selmer atribuyó sin duda a su partida. El también se apenaba porque sabía donde acabaría su vida el enano, sin un protector, y habiendo sido mimado a vista de tantos colegas. Pero no tenía argumento ni autoridad para protegerlo y evitar su funesto destino. Tal vez, esos sentimientos influyeron en la ineficacia de su mano, de nuevo, ante el séptimo golpe. Además, el enano había presentido la fatalidad y levantó la vista cuando el meteorito completaba el atroz círculo perfecto. El metal lo golpeó en una sien, y la cabeza cayó lentamente, con una horrenda mirada dirigida al doctor. Su manito se transformó en una garra horrorosa que se deslizó convulsa por la túnica blanca, arrancándole un bolsillo.

Esa pequeña y desesperada garra iría a perseguir al doctor durante algún tiempo, y, a veces, cuando estaba agotado por el trabajo, soñaba con ella hurgando muy sucia en su carne. Si la ciencia no explicara todo, él temería que aún en algún lugar alrededor del Sistema, tendría que pagar la maldición que saltó de los ojos desorbitados por el terror.

Unas horas antes de abandonar la Luna, desnudó al enano, lleno de amor lo desinfectó con alcohol, lo observó un buen rato acariciándole la piel renegrida por el sufrimiento, lo vistió con ropa suya doblando mangas y perneras, lo abrazó, lo besó, y le pidió que rezaran juntos el Padre Nuestro. Luego lo entregó al almacén de la mina y empezó a imaginar que el enano pronto estaría muy recuperado, gordo, y que, de cualquier manera, "saldría adelante". Le hubiera gustado que todo fuera distinto; así debía entenderlo su conciencia de hombre analítico y sensible. Su categoría social, precaria y condicional, no le permitía el lujo de la lástima. Ahora entendía la sabiduría de la Ley. Los hombres del Sistema debían ser mecánicos por razones de eficiencia, de economía e higiene emocional, para que nadie sacara ventajas de los sentimientos y socavara la fortaleza del Sistema.



Ilustración: Fraga

Durante el viaje de regreso, sufrió una gran descompostura, y pensó todo el tiempo en que cualquiera podía sacarle las vísceras para subir unos escalones más. Pensó en su similitud con Diesel. Se sintió por momentos responsable del destino de la Tierra. Ante un motivo semejante, su celo no era nada, y su vida menos que un gesto.

Cuando aterrizó, todo estaba preparado para su regreso a la Satrapía, a su clase social. Algunos jerarcas —que deseaban que él les injertara aquellos grandes tubos de silicona— retenían la orden en la Computadora de Administración Social. Eso ocurría gracias a ciertos secretitos de cirugía que había descubierto (principalmente a un nuevo diseño fálico que había diseñado e introducido al mercado) y que lo hacían indispensable en aquel momento. Habló de dinero, y de estabilidad, de tarjetas de crédito, y algo pudo acumular en varias cuentas bancarias, pero, semanalmente, cada vez que acudía a la gran máquina para saber sobre el futuro, salía frustrado. No le daba seguridad.

Todo esto lo tenía en vilo, al punto de que un día se dio cuenta de que le faltaba la mitad del cabello, sobre todo encima de las orejas. Tiró la pinza en el inodoro y prometió cortarse una mano si volvía a ella para solucionar la lenta disolución biológica. Se compró una peluca, de un color que a él le gustaba, pero que no era el de su cabello, de manera que quien lo observaba por atrás le veía dos colores, separados por una ridícula línea. Además, se había olvidado totalmente de su pulsiones sexuales, o más bien, cuando intentó usarlas, no pudo inyectarle ni siquiera la mínima turgencia al sistema de siliconas de su invención. Así que prefirió olvidarlo, por el momento, y se entretuvo muchas noches con viejas películas pornográficas.

Sufría una gran dificultad para valorizar las informaciones, ya que no podía exponerse demasiado frente a quienes podían darle el valor que él suponía que tenían. Trató de relacionarse con oficiales de inteligencia, hasta que llegó al coronel Charlies. Este reputado oficial tenía cerca de cien años, y un tiempo atrás se había operado el rostro, con tan mala suerte que había quedado estirado como piel de tambor. El doctor Selmer tuvo la suerte de operarlo algo después, para colocarle una válvula erectora de Plastiflex Pinter, con un tubo súper rugoso de diez pulgadas movido a baterías recargables piel a piel; y la operación había sido un éxito total. Antes de la anestesia, el oficial le confesó al doctor que deseaba la operación para sentir "aquello" allí, pesándole, molestándole saludablemente entre la piel y el pantalón, y, de ninguna manera con un fin imaginable de vulgar uso. Así que ahora el oficial había podido comprobar que era posible usar el ingenio dirigiéndolo con la vieja mano, con la pila recién cargada, y todo eso se lo debía al maravilloso arte del doctor Selmer.

Así que Selmer un día fue a su mansión con el pretexto de revisar cómo funcionaba el sistema inyector de sangre, la batería piel a piel, y si el tubo, por su descomunal volumen, no le producía molestias a Charlies en la entrepierna cuando se desplazaba. En un momento, cuando el soldado se detuvo a tomar del vaso de whisky, el doctor expuso ideas sobre formas de ataque que podrían sufrir las bases exteriores y las estaciones de vigilancia en órbita. Repentinamente, se había animado, se había arriesgado a que otro pudiera llevarse el mérito. Agregó que ambos escalaban montañas distintas, que la de él era más bien una suave colina, y que no habría inconvenientes por la repartición del botín. (Cuando dijo esto, enrojeció, sorprendido por su coraje.) El coronel estaba engullendo trozos de cerdo, con la ayuda del alcohol; demoró en tragar la carne casi cruda y no le contestó nada, mirándolo con frialdad, tratando de computar la figura o las intenciones de Selmer y sacar conclusiones rápidas. No tocó las hojas con un montón de fórmulas, que le extendió el doctor. Al irse, el doctor le dijo que había recurrido a él porque era su paciente, un hombre de honor, y conocía su tarea en Inteligencia. Trató de expresar sin palabras su situación. No supo qué agregar, y esa noche tomó varias botellas de vino y muchos somníferos para tranquilizarse.

Tres días después, el doctor fue citado al palacio donde se reunía la Junta. Había tres hombres desconocidos y el coronel Charlies, todos vestidos de civil. Apenas lo saludaron, y el doctor imaginó quiénes podrían ser. No eran unos funcionarios comunes. Y tuvo suerte, aunque estaba sudando y la gran comezón le empezaba a tomar la entrepierna, y las juntas de la peluca le picaban y sentía como unas gotas le bajaban detrás de las orejas peladas. No le importó mayormente que los hombres no lo miraran jamás a los ojos, y lo trataran con desprecio más que elocuente. Le comentaron sobre un problema con los plásticos, especialmente con el Plastiflex orgánico. No estaban seguros, pero si eran atacados en la forma que temían, y que las conclusiones de la documentación ratificaban, podían aniquilar a la crema y nata de la Tierra de una forma ejemplar y contundente. El coronel Charlies no hablaba y miraba la alfombra, distraído. El doctor sintió un goce extraño y maligno, a pesar del sudor y la terrible comezón. Se atrevió a decir:

—Ustedes saben con qué celo hemos trabajado para perfeccionar los bulbos, tubos e ingenios artificiales, y los recaudos previstos para que nada afectara su estructura molecular. Pero, científicamente, el poder del enemigo no es predecible con exactitud...

—Es el peor regalo imaginable para nuestra clase plastificada —dijo un viejo, con una sonrisa de dientes de fundas de platino bañadas en cerámica perfecta—. Tal vez no habrá más remedio que contraatacar de inmediato.

—Eficiencia. Rapidez. Ausencia de sentimientos de debilidad —dijo el coronel Charlies—. Tendremos que pelear obligados. Y ser implacables.

El doctor Selmer no hubiera querido decirlo, pero se le escapó lo siguiente:

—Señores, en mi modesta opinión están ustedes perfectamente protegidos, por el momento. Además, una descomposición acelerada, con deformaciones repentinas e imprevisibles, no es tan fatal, en términos médicos, claro está... Probablemente, aunque no lo sé con certeza, ocurriría sin dolores atroces... Siempre tendremos tiempo de operar con total eficacia...


En la madrugada, desalojaron al personal del Laboratorio Espacial de Guerra. El doctor Selmer, con una cuenta abierta a su nombre en el Banco Central, eligió ayudantes y llamó de inmediato a la Estación Lunar. Pero el ente MC original había muerto, en las minas, al "querer escapar". El doctor temió de repente que su pata de la suerte se hubiera estropeado. Era supersticioso, a pesar de la época, aunque en seguida se inclinó hacia la razón, permitiendo que los pensamientos negativos pasaran de largo. Se sentía milagrosamente bien, luego de la noticia, y dio gracias a Dios por todas las ventajas que le había dado en el Sistema de las Oportunidades. Resolvió que se dejaría crecer el cabello, aunque fuera blanco, y se avergonzó de haberse mostrado con la peluca ante tan prominentes hombres. Hasta se empezó a preocupar sobre qué pensarían de él, en aquel aspecto trivial, claro está. Porque en el aspecto intelectual, bueno, creía con razones fundadas, que lo tenían en el mejor lugar. Traspasó una fuerte suma de dinero a cada una de sus cuentas particulares, ordenó a un secretario que depositara otras cantidades en diversas entidades de crédito a través de tarjetas, y de esa manera adquirió la gran cantidad de material que iría a necesitar para su urgente misión.

Pero, realmente, aún no sabía por qué sucedía el fenómeno parlante. Tuvo que confesar esto a los técnicos, sin tapujos. Podía suponer que era una especie de virus o entidad semejante que venía en los meteoritos y pasaba las instrucciones al cerebro que tocaba. Esto era absurdo, en parte, porque sería una forma de atacar increíblemente ineficaz y lenta —para la mentalidad terráquea, por lo menos— salvo que existiera algún otro motivo no detectado. El doctor disertó sobre la Tierra brillando maravillosamente azul en el espacio oscuro, inhóspito e infinito, como la había observado desde la nave de transporte. Si lograran descubrir algo más, sería extraordinario el mérito ante la Junta y la Computadora de Administración Social. Acá cerró la boca y pensó en una casa propia con espacio para dar algunos pasos, en sus androides de todo tipo sutilmente programadas con el mejor material conocido, en su sillón favorito frente a una ventana que diera a un pequeño patio que tuviera un árbol genuino. "Hay momentos en que la vida nos parece una recompensa inigualable —dijo, ante los subordinados, cerrando el breve acto de apertura del nuevo laboratorio—, y por la vida, todo lo que podamos hacer acá de valor, será impagable para las generaciones venideras que nos guardarán en sus corazones." Bajó del pequeño podio y, mientras recibía felicitaciones, pensó en que hasta podría tener algunos Biros más, como cosa personal, para que corretearan por su casa, alegrándola, preparándola para esas noches en que descendía sobre la Madre Tierra alguna tristeza inexplicable que había que derrotar.

Empezó experimentando con mil seres MC y especímenes morpólipos. Siempre había preferido los momios estéticos o redondos. Personalmente empezó experimentando con diez morpólipos muy sexuados, y diez MC avanzados, todos sobrevivientes de las minas de la Estación que habían estado en contacto prolongado con el espacio exterior. Unos días después, solicitó mil ejemplares de la misma Tierra, para comparación de experimentos.

La misión fue clasificada como de Alto Secreto, aunque fuera sencilla y aburrida en extremo. No había nada que explorar, salvo el parloteo y el decodificación computarizada de los datos. En la clínica y en el laboratorio se actuaba como si se persiguiera otro fin, no muy claro, y se usaba a los seres experimentales casi como si fueran ayudantes, con el fin de que no entrevieran falsamente alguna actitud negativa. Por eso fue necesario tanto espacio, y pequeños laboratorios para evitar que se reconocieran y pudieran hablar. El Alto Secreto debía preservarse por sobre todo.

Se confeccionaron diez mil capuchas numeradas. Con esto se identificarían rápidamente los elementos y no habría problemas de confusión de identidades o errores por golpes prematuros, etcétera. El número en la capucha se veía a la distancia y era más eficiente que abrirles las camisas y leer numeritos tatuados en la piel, idea que, al principio, tentó a algunos técnicos. Así, golpeaban a un elemento y lo conectaban a los electrodos hasta que hipara. Era improbable que cualquier verdad, hasta la más sutil, escapara a los ingenios sensibles electrónicos.

La primer semana trabajaron sobre quinientos cráneos. Pero después empezaron a golpear a doscientos por noche. Y no bien se iban reponiendo, los volvían a martillear, y siempre, casi como si fuera un ritual, en la noche. Los especímenes de la Tierra no respondieron, y al cuarto día, destrozados algunos centenares de cráneos, se los excluyó definitivamente, con gran alivio de todo el personal involucrado.

También se excluyeron algunos ejemplares descarados y mendaces en exceso, y a los que sufrían de verborragia congénita en alto grado. Y muy pronto comenzaron a observar que todos los mensajes eran de la misma especie, repetitivos, y sólo distintos en las exposiciones de los que eran más imaginativos. Las informaciones eran decodificadas por las computadoras instantáneamente y en segundos se conocía cualquier nueva información, si la había. Las mentes habían sido programadas con el mismo mensaje y sistema. El doctor esperaba algo más complejo, más espectacular y convincente para presentar al Comando General, que estaría compuesto no sólo por los hombres de Inteligencia, sino por sus jefes, los astutos presidentes de las Empresas. Naturalmente, el doctor conocía quiénes de entre sus ayudantes estaban para vigilarlo, y para observar la marcha del proceso. Para quedar bien, conociendo sus gustos probablemente congénitos, les había encargado la difícil tarea de cascar a los enanos, y fue tanto el empeño que tuvieron que Selmer se vio libre para sentarse horas detrás de su escritorio, con los pies sobre éste, bebiendo pequeños sorbos de la petaca, que mantenía en la mano caída cerca del piso. Después, les hizo regalos a los comisarios, sin mencionarles su conocimiento del trabajo real, y los complicó en algunas compras innecesarias de elevado monto. A los comisarios les entró el gusto de matar a los enanos con los primeros golpes, y el doctor se preocupó de documentarlo, para llamarlos cuando ya habían hecho verdaderos desastres. Luego les dijo que se quedaran tranquilos, que los datos no pasarían a la superioridad. En fin, el doctor trataba de entretenerse, mientras proseguía la furiosa búsqueda, y eso le hacía bien. Se le iba la comezón, y comenzaba a dormir algo mejor. Además, le empezaba a crecer el cabello detrás de las orejas, y los tics nerviosos que lo acosaban habían mermado.

En esos días de paz y recuerdos, empezó a añorar el cariño que le había dado el pequeño Biro. Hasta había sentido varias veces al día erecciones de vigor inusual. La mismísima palabra Biro le producía una erección desconocida. Por lo tanto, hizo derribar una pared de la sala de sacrificios y colocó en su lugar un gigantesco espejo, detrás del cual se sentaba durante horas a observar la tarea. Buscaba, inconscientemente tal vez, un sustituto de Biro. Y lo encontró. Era un enanito bien parecido, tal vez de unos dieciséis años, con las piernitas torneadas, unas caderas anchas y fuertes, con grandes glúteos, y un cintura extremadamente fina. Casi pierde al enano, pues sus vigilantes estaban por cascarlo en la nuca, cuando les dio la orden de detenerse.

Días después, con el enano sentado sobre el escritorio, se le ocurrió la idea de variar el elemento de impacto. Acarició el hermoso muslo del enano, al que había hecho broncear de cuerpo entero en una cama solar, y le dijo con una voz susurrante:

—A partir de hoy vivirás conmigo. Te llamarás Biro2 desde este momento.

Ignoraba por qué, pero siempre se le ocurrían ideas geniales en instantes sumamente íntimos. Llamó a un ordenanza y ordenó que esa misma noche comenzaran con el marrón de hierro. La noche siguiente pensó en el mazo de madera petrificada. La siguiente, con un poderoso martillo de plástico de chapista antiguo. Luego, con un pequeño impulsor de rótulas. Hasta tuvo el gusto de dar el primer golpe, esperanzado, ávido por encontrarle una solución a todo aquello. Pero nada dio mejores resultados; y en los días siguientes experimentó con toda clase de objetos contundentes. Cuando llegó al millar de muchachos —aún prefería llamarlos así, con cierta camaradería— sintió que no debía esforzarse tanto. Las computadoras no respondían mejor que antes, y entonces volvió al meteorito en bruto. Se sintió nervioso y ciertamente degradado, mientras le volvía la terrible comezón de escroto. No quería recordar ni así el pasado brutal, bárbaro y apocalíptico de la Tierra que con tanto sacrificio habían superado los empresarios y militares patrióticos.

Los experimentos siguieron aceleradamente y Selmer, poseído por un impulso humanista digno de mención, consiguió un anestésico que no afectaba el cerebro ni el sistema parlante de los enanos. Además, ideó un plan que impuso a sus subordinados. Harían que los enanos MC se entretuvieran jugando con las computadoras u otras máquinas y les descargaban la carga. A los morpólipos les mostraban imágenes de androides falladas, o mal hechas, totalmente desnudas. En una pantalla, ellos no podían distinguirlas de las mujeres de carne y, de forma opuesta al comportamiento lunar, respondían entusiasmados después del golpe. En cambio, los macrocéfalos no se activaban demasiado y no variaban el parloteo ni por juegos, comidas o anatomías. Tal vez, el anestésico los inhibía para gozar del sexo y de la música, de los juegos con las máquinas, o vistiéndose como los humanos. Pero el doctor no pudo hacer más.

La experimentación, al fin, no se extendió demasiado. Los resultados y la rapidez eran vitales. Así lo había decretado el Estado Mayor Empresario. El doctor decidió que era la hora de hacer la jugada definitiva. Llenó algunos archivos con informaciones lamentablemente no muy fáciles de entender. En que fueran o no creíbles estaba su futuro, aunque lo ayudaría el pánico general creado por la idea fija de los bulbos retorcidos en descomposición acelerada, con dolores impredecibles. La bola de nieve hacía estragos en la clase A y urgía solucionar el tormento antes de que empezaran los suicidios colectivos.

La figura de un pez en el centro de complicados diseños geométricos del informe resultó incomprensible para los estrategas, empresarios o militares. El pez era estilizado, pero se distinguía perfectamente. Selmer no entendía nada de matemáticas y se abstuvo de manifestar algo. Los generales y presidentes de empresas hablaban entre sí, sin tenerlo en cuenta, y a veces consultaban detalles con los expertos en física, astrofísica y navegación espacial. También había expertos en materiales plásticos, en electrónica, y otros especialistas en ataques mentales controlados. Parecía que todos pensaban que el ataque enemigo se sustentaba en fuerzas mentales misteriosas. El clima de la sala era tenso, y los hombres fumaban sin detenerse. El doctor se había puesto en extremo nervioso, sintiendo nuevamente comezón en todo el cuerpo. "El huevo está puesto, pensó, lo demás no depende de mí."

Al fin del debate, la opinión de los empresarios fue más fuerte. Sin tener otras pruebas, decidieron que se trataba de un letal ataque foráneo, sustentado en secuelas y pequeños defectos heredados que aún tenían las clases superiores.

—En efecto —dijo uno de los generales—, el pez es un antiquísimo signo de venganza basado en la envidia.

El enemigo afectaría la estructura molecular de los plásticos, y no había tiempo para averiguar con qué medios. Junto al humo de los gruesos cigarros sedantes, flotaba la necesidad de hacer algo drástico, urgente, que fuera una solución final.

—Algunos quedaremos vivos —dijo un empresario cuya edad parecía sobrepasar los cien años—. Tal vez, los que no han sufrido operaciones o injertos. Los demás, junto a la estructura social... Un conjunto de bulbos parlantes asquerosos e inservibles. Todo el patrimonio pasará a sus manos, cuando lo recompongan. Debemos considerar, además, que tal vez los seres no bajen, y cedan el lugar a las clases inferiores, a las subrazas degeneradas que no tienen plástico y así podrán sobrevivir. Debo confesar, en esta hora aciaga, que varios miembros del Comando han muerto por el mal. Ya no nos queda tiempo.

El doctor Selmer se removía inquieto en la silla recostada contra la pared, alejada de la mesa donde deliberaban los hombres. Observó al coronel Charlies, extremadamente demacrado, apretando las piernas espasmódicamente, con la mirada hacia abajo, como si rezara o estuviera por dormirse.

—¿Y si no fuera más que una amenaza usando a los débiles mentales para que nos transmitieran la idea del virus deformante? Nos obligarían a tomar una decisión por algo que no existe más que en algunas mentes. Es un hecho que no hemos constatado otro tipo de peligro. Con tal argucia, tratarían de modificar la materia, y la materia somos nosotros tomando decisiones erróneas.

—Podría ser cualquier cosa —opinó un general que no estaba dispuesto a esperar—. Tal vez sea un fantasma que nos quiere usar a nosotros contra nosotros. Pero, señores, no podemos correr el menor riesgo. No podemos imaginar a las subrazas con el látigo en este lugar. Y nosotros, deformados, pudriéndonos por adentro, en último caso, sirviéndolos o esperando que nos ejecuten. Seríamos unos castrados si no usáramos las armas que tenemos y que hemos perfeccionado por milenios.

Hubo un largo y tenso silencio. El Presidente se dirigió a los técnicos y ordenó:

—Retírense ahora. Tomaremos la decisión.


La limusina del Comando General, con los banderines de la Tierra, llevó al doctor Selmer hasta su casa. Podría ser un éxito para él, pero se sentía de nuevo sin una gran satisfacción, flotando encima de todo sin demasiados anhelos que valieran la pena. Jamás se podría haber imaginado que sería un modificador del Sistema Solar, convirtiendo un planetoide en polvo estelar. Allí no había nada, probablemente, pero, en fin, ahora quedarían los días por venir, habría tiempo de descubrir por qué se pudrían los plásticos. Y siempre habría argumentos científicos. Que los morpólipos y enanos MC eran antenas involuntarias, no le cabía duda. Pero si había algo más, lo ignoraba aún.

Luego de entrar a su nueva mansión, con Biro2 detrás, llevándole las memorias magnéticas, se fue a la biblioteca. Allí se consideraba solamente un hombre, con algún ingenio, por supuesto. Había que ingeniarse para sacarle esencia a todas las informaciones. Se sentía muy agradecido con lo que había aprendido leyendo sobre las guerras y tramas políticas del pasado. Por momentos, creyó haber enloquecido. A veces, las personas podían pasar por ser siniestros conspiradores, sin haber tenido otra intención que la de servir modestamente a su Nación. Servir a la Tierra. Era un lindo pensamiento.

Entre aquel medio millón de homo sapiens que restaban en la Tierra, reponiéndose del pasado, con la terrible carga de soportar y conducir a millones de seres de clase inferior, con las subrazas de imbéciles congénitos, enanos, morpólipos, degenerados, etcétera, nadie como el doctor Selmer había luchado con tanto denuedo y devoción para ocupar un lugar respetable en la Jerarquía. Los cócteles de miedo a lo desconocido, más ignorancia y algo de inteligencia siempre habían dado frutos memorables. Consciente de esto, él esperaba que el cóctel presente no acabara con el medio millón de hermanos, o por lo menos, con el hermano que era él.

Tomó aquel libro de la antigua biblioteca recién adquirida, y después sintió la timorata presencia de Biro2 anunciándole la llamada del coronel...


Tarik Carson da Silva nació el 23 de agosto de 1946 en la ciudad de Rivera, en la frontera con el Brasil, y vivió allí hasta 1962. En 1965 empezó a escribir novelas y, en mayor medida, cuentos. En 1973 publicó el libro de cuentos El Hombre Olvidado (Géminis). En 1976 emigró a Buenos Aires. En 1989 ganó el Premio Más Allá por su novela corta "El estado superior de la materia", premio que volvió a obtener en años posteriores por los cuentos largos "La garra perpetua" (una versión anterior y diferente a la que se lee aquí) y "La perfección del anzuelo". En 1995 obtuvo, con "Océanos de néctar", el segundo premio en el Concurso Latinoamericano de Novela Onetti-Rulfo. Otras obras publicadas: El Corazón Reversible (Monte Sexto, 1986), y la novela Ganadores (Proyección, 1991) versión ampliada y corregida de "El estado superior de la materia".


Axxón 149 - Abril de 2005

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Uruguay: Uruguayo).