EL CRISTO ATRAPADO

Felipe Rodríguez Maldonado

México

Se suponía que era un holograma muy sofisticado operado por un mecanismo invisible que permitía contemplar la impresionante figura de Jesús el Cristo encerrado en una cruz de cristal transparente, golpeando con sus puños las paredes de vidrio y mostrando gestos de dolor en su rostro. La escultura —o lo que fuera— medía unos 50 centímetros de altura, y la distancia de un extremo a otro de los brazos de la cruz quizá llegaría a la mitad, unos 25 centímetros. Eran como cubos huecos, en donde el hombrecito, del tamaño de una regla escolar, luchaba sin detenerse por salir, dando puñetazos, patadas y gritos inaudibles, pero claramente perceptibles.

El Cristo respetaba el icono tradicional; era barbado, tenía ojos cafés y estaba desnudo a excepción de un faldín; era una figura alargada como la flama de una vela, que a muchos podría parecerles sacada de un cuadro del Greco, aunque en realidad era la representación en volumen de la pintura de un artista menos famoso pero cuyas obras eran tan conocidas como las cualquier clásico: Boris Vallejo. Vallejo fue un pintor peruano de la segunda mitad del siglo pasado, que trabajó convencido de que el arte del siglo XX se veía, no en los museos, sino en las revistas, libros, pósters y portadas de discos. Fue ilustrador de comics, entre ellos, Conan, el Bárbaro, pero también autor de cientos de extraordinarios cuadros poblados por seres mitológicos y sofisticadas naves espaciales; hombres y mujeres vestidos de vikingos, pero armados con pistolas láser y montados en pegasos galopando en el espacio de un planeta a otro.

Obviamente alguien había visto el cuadro de Boris Vallejo y lo había convertido en una figura tridimensional que, definitivamente, resultaba más impresionante que la ilustración original: el Cristo parecía vivo y el sufrimiento que mostraba en su impotencia por salir de la cruz que lo aprisionaba era estremecedor, casi horrendo. ¡Vaya regalo de cumpleaños!

Gloria, mi sobrina, fue quien me llevó El Cristo Atrapado. "Tu regalo para la crisis de los 40", dijo al entregármelo sin envolver. Ella, por supuesto, sabía del cuadro de Vallejo; yo mismo se lo había descrito. Aunque lo vi en mi adolescencia, en un libro en casa de uno de mis tíos, y jamás volví a verlo, la impresión que me causó entonces se mantuvo viva.

En un principio dejé al Cristo en la sala; me gustaba verlo al llegar a casa, pero la impresión que causaba a los visitantes no era nada agradable; la figura del Salvador encerrada en la transparente cruz, como una prisión, producía curiosidad, miedo, compasión, repulsión... pero a muy pocos les parecía una obra que generara goce estético.

Cambié la cruz a mi estudio. La coloqué en un hueco entre mis libros, rodeado de otras figuras y muchos volúmenes viejos, pero ni allí, en el rincón más tranquilo de la casa, el Nazareno dejó de golpear las paredes de cristal.

El Cristo nunca abrió sus puños, jamás abandonó su esfuerzo por escapar. ¿De dónde provenía la energía que lo hacía funcionar? La cruz no estaba conectada por ningún lado; de hecho, no tenía cables, ni antenas, ni nada similar. Además, no parecía haber lugar para que se colocara un mecanismo de la clase que fuera; era, repito, totalmente transparente.

Por inverosímil que parezca, ni yo ni nadie de mi familia habíamos reparado en ese detalle tan obvio para algunos de mis amigos. Le pregunté a Gloria, pero ella tampoco supo cómo funcionaba y, como el resto de mi familia, ni siquiera había pensado en ello. Su marido, lo supe después, había sido de hecho el comprador del Cristo Atrapado. "Lo adquirió en Tel-Aviv, tío", explicó Gloria, "y ahora está en Alemania. Cuando hable le pregunto".


En aquellos días, el paisaje circundante era muy distinto, pero el río en sí no era muy diferente del otro. El Jordán y el Danubio eran igualmente lodosos, no extremadamente anchos ni profundos —por lo menos en Subia, y en las orillas de Jericó— y, por supuesto, arrastraban muchas cosas además de tierra y ramas; sueños y recuerdos...

—La vida es un don divino, hermano, ¿quién que no sea Dios Nuestro Señor podría exhalar el soplo que anime al ser que él mismo ha concebido?

—¿Qué, Satanás no ha engendrado viles criaturas para servir a sus malvados propósitos y apoderarse de nuestras almas?

—No a estos seres, producto de la ciencia proveniente de la fuerza que el Santísimo Espíritu Santo otorga a quienes, como el día de Pentecostés, ha elegido para cumplir el deseo del Padre; ya por el don de lenguas, ya por el del conocimiento de los elementos de la tierra y el cielo.

La conversación se efectuaba teniendo a las inquietas aguas del Danubio como insistente testigo, cómplice, como su hermano de Palestina, del bautismo de un hijo de Dios. Algunas ramas, como cucharones, llegaban al agua como si intentaran abastecerse. El día enrojeció; Venus apareció en el firmamento; sopló el viento; era momento de continuar trabajando.

En el hueco de piedra de la pared del cuarto aquel, estaban, uno sobre otro, los 12 vidrios recién desempacados. Habría que armarlos. La historia humana tenía reservado un tiempo para ello pero todavía no había llegado; no ahora; existía una labor previa...

En otro tiempo, aún no alcanzado, esos vidrios formaban una cruz hueca. Se usaban como adorno y me pertenecían.


En su lugar del estudio, alguien me hizo notar que El Cristo Atrapado era una obra atrevida en el sentido de que su imagen estaba desprovista de la característica que hace singular y absoluta la persona de Jesús: su divinidad. Ese era el segundo aspecto que descubrían los observadores de la escultura, después del dolor y el sufrimiento que reflejaba y, como ya había sucedido antes, ni mi familia ni yo caímos en la cuenta de ello antes que nuestros invitados.

Por supuesto que era intencionado el objetivo de no mostrar a Jesús-Dios-y-Hombre. Claramente, el autor (¿quién?) del Cristo se propuso mostrar a Ieshúa Ben-Josef, al ser humano que, convencido de manera radical y comprometida en la fuerza del amor, necesariamente sufre la crucifixión.

El marido de Gloria le comunicó telefónicamente a mi sobrina que el Cristo lo había comprado en una pequeña tienda de souvenirs. Le explicó que era la única pieza de venta allá, pero se sorprendió de encontrar un dibujo con esa imagen en Alemania. Cuando envió una fotografía de la ilustración me sorprendí; no era el cuadro de Boris Vallejo, pero el concepto era el mismo, ¡y el dibujo era un anónimo del siglo XIV rescatado en alguna abadía!

Mi sobrino político aseguraba que el movimiento de la imagen holográfica del Cristo atrapado funcionaba por un mecanismo "invisible" entre las paredes del cristal, semejantes, supuso, a los relojes transparentes de finales del siglo pasado. Decía que la batería debía estar en alguna parte pero no sabía dónde, porque tampoco había reparado en ello cuando lo adquirió. Ni yo ni nadie pudo localizar algo que pareciera ser una fuente de energía.

La figura se volvió obsesiva. Yo pasaba horas mirando al atormentado prisionero de la cruz redentora tratando de romper las transparentes paredes que lo mantenían encerrado ahí.


Para los monjes benedictinos el trabajo es oración, y en la germana Suabia el estudio y la ciencia se habían convertido en una adicción, en especial para fray Padrizius de Friburgo, quien consideraba que la ciencia era magia natural y santa, parte del plan divino, y había cultivado el conocimiento y la práctica de la alquimia, no buscando la Piedra Filosofal para crear oro, sino tratando de continuar la tarea iniciada por Dios: la generación de vida.

Frente a la cargada fachada de filigrana de la capilla abacial se encontraba el edificio del scriptorium y, en la torre, el laboratorio donde Padrizus armó la base de la cruz de cristal a la hora de vigiliae un día de Nochebuena.

El barbado Padrizius había llegado de Tierra Santa con una docena de cristales, un dibujo mostrando al Salvador encerrado en una cruz transparente, y algunas sustancias desconocidas en los márgenes del Danubio, pero no en los del río Jordán.

En Jerusalén, fray Padrizius fue llevado al lugar donde Josef de Arimatea reunió las reliquias que habían pertenecido al Nazareno; allí fueron mantenidas a salvo a la llegada de los musulmanes y durante las Cruzadas; sólo faltaba el Santo Grial, llevado a Inglaterra por el propio Josef. Todo lo que allí vio y tocó el extasiado Padrizius era motivo de adoración: restos del santo madero donde fue crucificado el Hijo del Hombre para redimir a la humanidad; algunos platos y vasos que utilizó en su vida; las tinajas donde transformó el agua en vino en Caná; parte de la ignominiosa corona de espinas; uno de sus martillos de carpintero, un par de sandalias y, milagrosamente conservados, un poco de vino y migajas del pan que compartió en la última cena pascual con sus discípulos.

Con parte de ese precioso cargamento llegó el fraile a su abadía en Suabia, con el compromiso de regresarlo al santuario al que pertenecía una vez que lograra su propósito, la tarea para la que Dios, bendito sea su nombre, lo había destinado.


Mi sobrino político, el esposo de Gloria, fotografió electrónicamente —con permiso oficial— el dibujo encontrado en un antiguo convento benedictino. Lo envió antes de regresar a México y yo me encontré con un nuevo enigma, un pequeño texto escrito en latín que, luego supe, no era el vulgar que hablaba el grueso de la población. Únicamente podía distinguir las palabras Apocalipsis, Jesucristo, Dios y Padre.

Localicé a un traductor que rápidamente lo identificó como un fragmento del libro del Apocalipsis atribuido al apóstol San Juan: "Hermanos míos: Gracia y paz a ustedes de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de los muertos, el soberano de los reyes de la tierra: aquel que nos amó y nos purificó de nuestros pecados con su sangre y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y padre. A él la gloria y el poder por los siglos. Amén".

Debo reconocer que me decepcionó descubrir que el párrafo del dibujo no era alguna antigua maldición o un espectacular secreto que ahora, siglos después, yo podría desentrañar.

Al regresar del sitio donde me tradujeron el texto, sentado en mi estudio, frente a la escultura, medité sobre el sentido de la obsesión que me había provocado aquella imagen: El texto no constituía ningún misterio; sobre el dibujo medieval, me parecía claro que había inspirado el cuadro de Boris Vallejo que yo había conocido y que algún artista israelí había recreado en la pieza que tenía frente a mí. Debía aceptar la explicación de mis amigos: era un holograma de excelente factura, nada más.

Esa tarde intenté convencerme de ello mientras contemplaba al hombrecito que continuaba golpeando el vidrio de la cruz; de pronto sonó el teléfono, la llamada de Gloria acabó con mi intención de restarle importancia al Cristo... había una carta de por medio.


...Las traducciones hechas por ti sobre los textos de los sabios árabes y griegos que trataron sobre la transformación de la esencia de las cosas, igual que las anotaciones de los intentos que tú realizaste para mantener vivos por más tiempo a los pequeños...
...no entendía el porqué del color verde mencionado por ti, maestro, y menos imaginaba la forma en que yo podría evitarlo: hoy agradezco a Nuestro Señor que me haya guiado hasta ti, porque tú tenías la respuesta y me sugeriste que yo debía viajar a Tierra Santa, a donde Nuestro Padre envió a su hijo único para redimirnos. Sí, hermano, dos años después lo he comprendido cabalmente, aunque lo intuí cuando conocí todas las reliquias que han conservado, generación tras generación, los descendientes del bendito Josef de Arimatea, manteniéndolas a salvo de todos, incluso...

Doy gracias al Señor, repito, porque me ha dado la oportunidad de reconocer todo esto, manteniéndome alejado de la tentación y, como los ángeles caídos, ensoberbecerme y llegar a creer que soy yo el que creó...

Pero divago, Maestro, y me alejo de la descripción que me pediste de mis trabajos. Luego de armar la base de la cruz y preparar el resto de las piezas, dejándolas listas para ser insertadas rápidamente en los sitios marcados en el dibujo que hicimos juntos, realicé las mezclas...

Los sagrados elementos respondieron como lo supusiste: han pasado tres meses desde entonces y no se han presentado alteraciones aparentes: ya superó el tiempo consignado en otros casos, Dios impuso su mano sobre nosotros y nos escuchó, padre. Mi deber ahora es entregarlo a donde pertenece, como lo prometí.

Parece que veo tu rostro de extrañeza. Para explicarte los porqués de todo esto, estaré a visitarte una vez cumplido éste sagrado compromiso.

Dios nos guarde hasta llegado ese momento...


Por supuesto, se trata de un manuscrito. Otra vez mi sobrino político se topó, durante su viaje, con más información sobre el Cristo Atrapado y el fraile Padrizius, autor del incompleto texto que me propuse descifrar.


Sin experiencia pero con más interés del que cualquier perito podría tener, empecé a trabajar para tratar de deducir las frases que completaran la carta que fray Padrizius de Friburgo dirigió a quien seguramente era su maestro, cuyo nombre yo ignoraba, pero supuse que se trataba de un franciscano, porque fue en uno de esos abiertos conventos fundados por el Hermano Francisco donde el esposo de Gloria se topó con el documento; además, los benedictinos eran más bien monjes estoicos, ocupados por una actitud abstracta de la religión, estudiosos, pero no científicos prácticos como Padrizius, obviamente una excepción a la regla.

La carta que tenía presentaba evidentemente pocas lagunas: el texto era bastante completo, pero había ciertos faltantes que me parecían esenciales para entender el mensaje íntegro y, quizá, el origen de mi Cristo, porque ya para entonces estaba seguro de que la figura tenía alguna relación con el fraile alquimista alemán que había vivido hacía casi 700 años.

Empecé a leer todo cuanto encontré sobre el siglo XIV y las órdenes religiosas, pasé horas frente a mi computadora revisando en Internet datos diversos sobre los conocimientos científicos de árabes y griegos conservados en las abadías europeas, por tres siglos o más. Primero tenía que entender el mundo en que había vivido Padrizius para intentar completar su carta.

Mientras trabajaba en todo ello, frente a mí, el Cristo seguía luchando por salir de su cárcel con forma de cruz. Una tarde, mientras leía en la computadora cierta información sobre otros textos del monje benedictino, que también empezaba a convertirse en obsesión para mí, fijé mí atención en el Redentor atrapado y por primera vez pensé que estaba vivo; por supuesto, deseché la idea casi inconscientemente, pero desde entonces, esa absurda posibilidad volvió a mi mente muchas veces.


Pasaron un par de meses. El esposo de mi sobrina había regresado de sus viajes y, al revisar el Cristo Atrapado, tuvo que admitir que no encontraba la fuente de poder que lo hacía funcionar.

—Ni siquiera se me ocurrió preguntar sobre ello en la tienda donde lo adquirí, es absurdo... además el vendedor no me dio ninguna instrucción sobre eso.

Me contó cómo encontró el texto de Padrizius; curiosamente, un hombre le ofreció llevarlo a conocer "un documento que le interesará a usted o a su familia", según le dijeron. Mientras me platicaba sobre esto, cayó en la cuenta de que fue de la misma manera como llegó a la tienda de Tel-Aviv donde adquirió la figura.

—También fue un hombre, un vendedor en la calle, el que me convenció de seguirlo. Yo no acostumbro hacer eso en mis viajes; soy bastante desconfiado, pero las dos veces hice lo mismo y... ahora que lo pienso, creo que ambos sujetos se parecían.

Después de oír eso me sentí cansado de tantos misterios. Era absurdo vivir así, pendiente de un objeto, pero no podía evitarlo.

Durante la Semana Santa, las reflexiones en la iglesia sobre la Pasión y Muerte de Jesús desataron en mi mente evocaciones del Cristo Atrapado, acaso imaginando a Jesús orando en el huerto de los Olivos, cuestionando a su Padre por qué no apartaba de él el dolor que le aguardaba, pero dispuesto a cumplir su voluntad.

Esa era la referencia del hombrecito tratando de salir de la cruz.

El Jueves Santo, sin embargo, durante el rezo del Via Crucis, otra idea me asaltó sobre el tema.

El Cirineo, el hombre al que los centuriones romanos obligaron a ayudar a Jesús a cargar su cruz después de la segunda caída, lo hizo de mala gana. Por un momento debió renegar del preso, pero al siguiente instante, luego de ver el rostro de Cristo, deseó vivamente servir al Señor.

—Todos nosotros somos el Cirineo —dijo el presbítero durante el oficio—. En un principio nos negamos a seguirlo completamente, pero es imposible dejar de amarlo (...) nos negamos a ver su doliente rostro y comprometernos con su doctrina, entonces seguimos renegando de que nos obliguen a compartir con él el peso de la Cruz.

Por un momento pensé que el hombre atrapado en mi cruz no era Jesús sino Simón de Cirene, negándose a seguir cargando la cruz del Nazareno.

Ideas, ideas, ideas. Explicaciones, impresiones, dudas, teorías, tesis y antítesis, El Cristo Atrapado continuaba provocando reacciones en mí que ciertamente no me agradaban.


Días después completé el texto de la carta misteriosa del benedictino, con quien ya me identificaba, no sé por qué. Frases como la referencia al color verde del producto que el alquimista obtenía en su laboratorio y a los elementos sagrados me dieron la clave para aventurar una posible redacción del texto a quien descubrí que era el destinatario de la misiva, un sacerdote franciscano llamado Honorato de Vercelli.

La revelación del nombre del maestro de Padrizius fue definitivamente providencial. Programé mi computadora para que revisara archivos sobre el período en que vivió el fraile alquimista; así lo hizo por una semana, hasta que se presentó una falla menor en el sistema de comunicación de la máquina que, sin embargo, hizo que dejara de funcionar por un momento. Cuando me acerqué a tratar de averiguar qué le pasaba a la computadora, noté que el último reporte se refería a Honorato de Vercelli, un seguidor de san Francisco de Asís, sabio que tomó los hábitos tiempo después de haberse iniciado en la experimentación química.

Supe que él era el destinatario de la carta incompleta que tenía en mi poder, más por intuición que por la información en sí misma, por eso hoy creo que fue Dios quien me señaló que era él a quien buscaba: achacar a la probabilidad el hecho de que la computadora dejara de trabajar precisamente cuando analizaba los datos de Honorato es confiar demasiado en el azar.

Mi presentimiento, no obstante, encontró asidero en un dato sobre el franciscano. De acuerdo a su ficha informativa, antes de ingresar a la orden experimentó con la creación de "homúnculos", con poco éxito.

Los homúnculos eran hombrecillos que los alquimistas medievales pretendían haber creado artificialmente en sus laboratorios. De Vercelli había estado fallando en su intento porque sus criaturas resultaban de color verde.

A ese color se refirió en su carta Padrizius, cuando aseguró a su interlocutor que había superado esa fase. Desde ese momento fue relativamente sencillo deducir el resto del texto de la carta.

Luego de dirigirse a su maestro, el benedictino le informa: "Recibí y estudié..." y al final del párrafo primero, asienta: "hombrecitos u homúnculos, como los llamas".

En el segundo párrafo las frases faltantes son: "Debo reconocer que..." y "...de los falsos seguidores de Cristo, que aseguran que también trabajan, como yo, en seguir su obra".

Tercer párrafo: "...la imagen viva del hijo de Dios".

Cuarto párrafo: "...indicadas, a las que les aseguré una porción del cuerpo y la sangre de Cristo, consagrados por él mismo: el pan y el vino de la Última Cena".

Quinto: "Todo resultó como debía..."

Último párrafo: "...Dios te guarde. Amén".


Fray Padrizius estaba evidentemente emocionado. Su excitación, sin embargo, no alteraba la precisión con que efectuaba su trabajo. En su obscuro laboratorio, hasta donde llegaba el sonido del paso de las aguas del Danubio, del viento del norte y de algunos de los miembros de su orden por los pasillos del intrincado convento, el fervoroso creyente y el apasionado buscador del conocimiento, las dos facetas de la personalidad del fraile, vivían los momentos de mayor alegría; por un lado, todo su trabajo tenía que ver con Dios mismo, y por el otro, esa labor era fruto de la experimentación y la disciplina de un verdadero hombre de ciencia.

Una a una, con cuidado, fue embonando las doce piezas de vidrio que estaban formando una singular cruz de cristal hueca. No fijó, sin embargo, la pieza correspondiente a la parte superior de la cruz; dejó el hueco para vaciar ahí las sustancias que durante toda la noche anterior había mezclado con tanto cuidado.

Los elementos más importantes de la fórmula eran pequeñísimas porciones del vino y el pan que el mismo Jesús de Nazaret bendijo cuando instituyó la Eucaristía en la cena pascual que tuvo con sus discípulos, la víspera de su crucifixión.

El pan y el vino, cuerpo y sangre del Hijo del Hombre, fueron incorporados por el fraile alquimista a la mezcla que, con seguridad, pero lentamente, fue vertiendo en el interior de la cruz de vidrio construida con ese propósito.


La tarde que terminé el texto de la carta, releí de corrido, veinte o treinta veces la carta que Padrizius envió a Honorato. En cada lectura trataba de encontrar un elemento discordante, buscaba identificar fallas en la redacción que me indicaran que estaba equivocado y que lo que decía la misiva era absurdo.

Pero no era así. Situado en el medievo, y considerando la forma de pensar de los monjes europeos de aquella época, era perfectamente posible que algunos hombres con pretendida o real formación científica consideraran viable generar vida en el laboratorio a partir de sustancias químicas mezcladas en un recipiente de vidrio.

¡Homúnculos! ¡Dios Santo, la humanidad no se conforma con reproducirse de la manera tradicional, un hombre y una mujer en la cama, sino que busca crear vida en el laboratorio!

Y como lo hicieron los alquimistas medievales, también lo intentó la literatura del siglo XIX con los primeros ensayos de inseminación in vitro, y en este siglo con la clonación animal tipo Jurassic Park.

En cierta manera, el intento del fraile germano de crear a un Jesús de unos pocos centímetros de altura no era sino una clonación: con el cuerpo y la sangre del Señor ("el vino y el pan no deben verse como si fueran cuerpo y sangre; sino al cuerpo y la sangre como si fueran pan y vino", decía un sacerdote amigo de la familia para explicar el misterio de la Eucaristía), trató de aportar los elementos esenciales de su ser para transmitírselos a su creación.

Estaba yo pensando en ello, cuando mi mirada se topó con El Cristo Atrapado y entonces me asaltó la más absurda idea: ¿era mi adorno la creación de Padrizius?, ¿tenía en mi poder a un hombrecito de siete siglos de edad que era una clonación del espíritu de El Resucitado?

A eso se refería la carta: el benedictino menciona la cruz en piezas listas, decía, para ser "insertadas rápidamente en los sitios marcados en el dibujo que hicimos juntos". El cuadro conseguido en Alemania por mi sobrino era entonces el bosquejo del proyecto de Padrizius y Honorato, ¡pero no era posible!

Corrí junto a la figura y tomé la cruz con la mayor reverencia de que era capaz. Contemplé el cuerpecito del hombre luchando por salir de allí sin poder encontrar ninguna señal que indicara que era sólo un holograma. Ver el rostro de Jesús en agonía fue terrible para mí. ¡Era Cristo crucificado!



Ilustración: Fernando González

Pasaron cuatro días. En ese tiempo las horas canónicas transcurrieron tan lentamente para Padrizius que sentía que no pasaban.

Las maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas que indicaba San Benito para sus monjes perdieron sentido para el fraile que trataba de no salir de su laboratorio para verificar el desarrollo de la fórmula. Tristemente, no veía cambios en el caldo que contenía la cruz de cristal.

Al sexto día se sentía tan cansado y desilusionado que no pudo evitar dormir. Era medio día —hora sexta— cuando despertó para ir a comer.

Antes de dirigirse al comedor, sin embargo, se encaminó otra vez a su laboratorio con muy poca esperanza de que hubiera sucedido algo, pero lo hizo por continuar un poco con la rutina que había seguido durante la semana.

Cuando abrió la puerta del cuarto, esperó un momento para que sus ojos se acostumbraran a la pobre iluminación que ofrecía la ventanita del lugar. Entró distraído y se dirigió al sitio donde había dejado la cruz. Se acercó a ver el contenido de la figura y descubrió tirado en la base un pedazo de carne rosado y húmedo.

Padrizius se sobresaltó, se sentía tan feliz como nunca lo había estado, pero inmediatamente reflexionó: "Quizá no está vivo". Acercó entonces la cruz con su valioso contenido a la ventana y vio cómo el homúnculo reaccionó a los rayos solares que penetraban a la habitación.

El hombrecito se cubrió primero el rostro, pero después de algunos instantes comenzó a observar el lugar donde se encontraba. Cuando miró a Padrizius pareció espantarse y corrió al fondo de la cruz, con cuya pared transparente topó. Su reacción no se hizo esperar: empezó a golpear con pies y manos el cristal, sin conseguir nada. A cada golpe volteaba para cuidarse del gigante que lo observaba extasiado.

"¡Alabado sea el Señor Dios Todopoderoso que me concedió verte!", exclamó. El fraile estaba feliz.


Era absurdo lo que estaba pensando, ¿cómo podría siquiera creerlo posible? "Sitúate", me dije a mí mismo. "Estás en México, lograste pasar del siglo XX al XXI; mal que bien sacaste una carrera adelante, has viajado, leído... ¿cómo puedes aceptar que en tu estudio tienes encerrado a Dios?".

Me repetí eso una vez tras otra, pero no me convencí en absoluto; era como jugar ajedrez contra mí mismo: perdí frente a mis propios movimientos.

No podía aceptar que el homúnculo fuera una clonación de Jesús de Nazaret, pero todo indicaba que, en efecto, era un producto de la olvidada ciencia medieval que había sobrevivido durante 700 años. ¿Escribí "sobrevivido"? ¿Cómo podía haber un ser vivo encerrado allí desde hace siete siglos?

Por varios días me encontré tan confundido como nunca lo había estado. Por supuesto, mi esposa Valeria, mis amigos y Gloria y su marido se dieron cuenta de ello, aunque ninguno podía suponer la causa de mi angustia.

Por ese tiempo apareció en mi computadora un mensaje sin remitente que llegó por correo electrónico y era, obviamente, anónimo (¿me acostumbraría alguna vez a los misterios?). Era la transcripción de un texto corto del último Papa del siglo pasado, Juan Pablo II, y se refería a la Cruz de Cristo: "La Cruz no significa Sufrimiento, sino un sufrimiento que conduce a la Gloria; no quiere decir solamente Pasión, sino pasión que lleva a Resucitar. Por eso, el proverbio: 'Por al Cruz se va a la luz', nos indica que nuestra cruz, cristianamente vivida, florece en una Pascua".

¿Era el sufrimiento del Cristo Atrapado sólo un paso a la Gloria verdadera? ¿Esa reacción química conseguida en un primitivo laboratorio europeo del pasado remoto era un mensaje sobre la Pasión como un trance hacia la Resurrección? ¿Tenía que esforzarme en ver por esa cruz la luz verdadera?

Nunca fui un creyente devoto ni una persona de mentalidad filosófica, pero las preguntas circulaban sin cesar en mis células grises.

Mi fe estaba a años luz de alcanzar a la de los santos, aunque creo en Dios y acepto con cierto convencimiento las enseñanzas del catolicismo. Con todo, siempre esperé una señal extraordinaria para afianzar mi credo; tal vez, con cierta dosis de soberbia, esperaba una revelación especial de Dios para mí, como la quería Santo Tomás... Entonces me di cuenta de que mi regalo de cumpleaños era una respuesta a mis íntimas esperanzas; tenía, ¡al fin!, mi Pascua...

¡Qué bondad la de Dios que nos descubre a nosotros, escépticos devotos de la tecnología, una prueba absolutamente científica de su Divinidad!


Fray Padrizius de Friburgo emprendió su segundo viaje a Tierra Santa para cumplir su promesa.

En Jerusalén entregó a los custodios de las reliquias del Señor a El Cristo Atrapado que, entonces lo sabía, no era una creación suya, sino producto de la voluntad divina.

El benedictino meditó sobre sus verdaderos motivos para poner tanto empeño en la experimentación para dar vida a un ser. Reconoció que no era tanto para la gloria de Dios como para la suya propia. Pidió perdón al Señor por no haber vencido antes su soberbia porque se sabía sabio y esperaba una revelación especial de Dios para él, como la quería Santo Tomás... Entonces se dio cuenta de que su homúnculo era una respuesta a sus más íntimas esperanzas; tenía, ¡al fin!, su Pascua...



Felipe Rodríguez

Felipe Rodríguez vive en Saltillo, Coahuila, México. Nació en 1965. Está antologado en un volumen del Premio Estatal de Cuento Julio Torri, con esta historia, "El Cristo Atrapado", publicada en 1999. En Axxón 140, se publicó "Tara 2011", cuento finalista del Premio Kalpa de Ciencia Ficción, que se publicó originalmente en el número 7 de Umbrales.


Axxón 147 - Febrero de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Religión: Realismo conjetural: México: Mexicano).