TERAPIAS ALTERNATIVAS

Aníbal Gómez de la Fuente

Argentina

Afuera, detrás de la ventana, un pájaro comía algunos brotes de la maceta que colgaba con unos ganchos de alambre. Los sonidos le llegaban atenuados por la cortina. Cuando abrió los ojos vio un techo descascarado; cerca de un ángulo, una arañita tejía su trampa. La humedad hacía que pedazos de revoque cayeran al piso regularmente, como marcando el paso del tiempo. Miró a la araña por un rato y se maravilló de la paciencia con que tejía. No es paciencia, se dijo, es sólo lo que hacen las arañas: tejer telas. Para tener paciencia hay que ser consciente del paso del tiempo, y para ello, es necesario tener un yo que pueda percibirlo. La araña no tiene nada de eso. Pensó en abrir la ventana y ofrecerla de alimento al pájaro.

Ya debería estar en su trabajo. Se levantó rápido y un mareo le recordó la juerga de la noche pasada. Tres botellas de vino, buena comida, una charla agradable, pero luego siempre sentía el mismo sabor amargo. Pensó en un café pero la acidez le hizo cambiar de opinión. Se vistió y salió a enfrentar las obligaciones del día.

Debía las expensas de su departamento. Mientras bajaba por el ascensor pensaba que el portero estaría en la puerta de entrada, esperando. Lo miraría con cara desaprobadora. Tomó el subte como todos los días. Volvió a apuntar entre las cosas que jamás debía hacer "el levantarse y salir a la calle". Los ruidos de los colectivos, las bocinas, el humo de los coches, todo le resultaba agresivo. En la seguridad del interior del subte la temperatura era agradable, aunque el aire estaba un poco viciado. Buscó en sus bolsillos y no encontró la tarjeta, la había olvidado en el otro pantalón. Compró una tarjeta de cuatro viajes.

En el andén miró las vías aceradas. El paso de los trenes las hacían brillar de forma hipnótica. Como casi todas las mañanas, pudo palpar el deseo de tenderse allí y descansar. Sería tan fácil. Bajaría y se colocaría perpendicularmente a las vías. Luego sentiría el ruido del tren y la vibración lo adormecería. Una vez más se despreció por no hacerlo y se subió al último vagón.

En los quince minutos de viaje vio un esquema de lo que haría durante el día. No tenía nada de mucha importancia para hacer. Cada vez que hacía planes para su día de trabajo tenía esa molesta sensación de olvido. El noventa por ciento de las veces, en efecto, olvidaba algo de vital importancia.

Cuando llegó a la estación de subterráneo donde tenía que bajarse el recuerdo de la araña asociado a la red de subterráneos casi lo hizo pasarse. Apuró el paso y al llegar al final de las escaleras estaba notoriamente agitado. Tenía que empezar a hacer gimnasia. Tenía que adelgazar. Tenía que ganar más dinero. Tenía que casarse. Tenía que cortarse el pelo. Tenía que visitar a sus padres. Capa tras capa de deudas interiores se sumaban ocupando un espacio que casi no lo dejaban respirar.

No tardaría en encontrarse en la oficina y todo el mundo requeriría cosas de él. Pasaría las horas ansiando el término del día para poder hacer algo un poco más agradable. Aunque, últimamente, no encontraba muchas cosas que lo satisficieran de una manera completa. Ni siquiera el sexo lograba dejarlo con esa sensación de completitud, de bienestar.

—Buen día —dijo al abrir la puerta, con fingido entusiasmo. Se notó por su voz que acababa de levantarse.

—Buen día —contestó su secretaría, que cerró con rapidez experta una ventana de Windows donde seguramente escondía el solitario o algún otro juego estúpido.

Cuando entró en su despacho sintió un olor desagradable. Mierda de perro. Había pisado mierda de perro. Miró su rastro con indiferencia, entró al baño y dejó los zapatos en la bañera. La mucama llegaba al medio día y ella se encargaría de limpiar.

No había terminado de sentarse cuando sonó el interno. Su secretaria le informó de las llamadas del día: el pesado de Mariotti, Graciela, el instalador del portero eléctrico.

Prendió su computadora, que arrancó con los ruidos habituales. No notó la cámara para vídeo conferencias que alguien le había instalado. El aparato colgaba inerte a la derecha del monitor. La lente lo observaba con pasividad mortuoria.

Se conectó a la red para bajar los mensajes del día. El módem hizo los ruidos de costumbre. Treinta y cuatro mensajes. Realizó el trámite mecánicamente. La cantidad de mensajes le daba lo mismo; de todos modos, no los leería hasta después de la cuatro de la tarde. Nuevamente lo asaltó la imagen de la red ¿quién sería la araña? Peor aún, ¿quién sería la presa?

Prendió el primer cigarrillo del día, mientras tomaba consciencia del apéndice que pendía de su monitor. Una de esas nefastas vídeo cámaras, pensó. El humo azulado del cigarrillo recorrió la fórmica del escritorio, era lo único en movimiento. Una presión en su bajo estómago le recordó que tenía que orinar y se levantó para ir al baño. Miró la madera de la puerta y descubrió una forma en las vetas que jamás había visto. Al entrar, el olor a mierda lo hizo buscar la salida tan rápido como había entrado. Pero antes de salir levantó la vista y se miró en el espejo. Los espejos le parecían un invento siniestro. Los hombres primitivos podían observarse en el agua de un estanque, pero no con la crudeza con que él podía hacerlo en ese espejo.

—Verme de perfil no es natural —dijo en voz alta cuando volvió a su escritorio.

Durante toda su historia el hombre no tuvo la oportunidad de verse de perfil, pensó, recién ahora puede verse desde cualquier ángulo con facilidad gracias a esos aberrantes adelantos, la cámara fotográfica y la filmadora.

El recuerdo de su cara en el espejo le hablaba con claridad de su repulsión. Ahora tendría un recordatorio permanente en su escritorio, la maldita vídeo cámara. Sintió deseos de arrancar el aparato y arrojarlo por la ventana.

Se preguntó cuál sería la verdadera razón de su aversión hacia las fotografías y filmaciones. No podía ser sólo la impresión que le causaba la visión de sí mismo de perfil. Esa era una razón casi infantil. Él trataba de racionalizar su desagrado pensando que se debía al hecho de que le recordaba el paso del tiempo, lo efímero de las cosas, la muerte. Pero su rechazo era mucho más esencial y no tenía que ver con el pensamiento, sino, con una sensación física que no podía evitar.

Miró hacia la ventana que lo invitaba a asomarse. Como siempre, lo tentaba. Arrojaría la cámara y él la seguiría. Imaginó el viento pegándole en la cara.

—¡Psssssst, González!

Levantó la vista hacia el monitor de su PC. Una cara gorda de rasgos bondadosos lo miraba con atención. No pudo dejar de mostrar su asombro y, cuando iba a levantarse para abrir la ventana, el gordo le habló.

—Hola González, no se asuste —dijo una voz tranquilizadora que acompañaba la imagen.

—Hola —dijo González en forma automática. La voz casi no salió de su garganta pero el gordo pudo entenderlo perfectamente.


Ilustración: Duende

—Mi nombre es Doctor Zimmerman, soy de la Universidad Politécnica del Sur y elegí este medio para comunicarme con usted. Tiene que escucharme por unos instantes. No sé cuanto tiempo podré mantener este canal abierto.

—Pero, ¿usted quién es?

—Ya se lo dije. Permítame continuar —González dudó por un momento y luego asintió.

El Doctor continuó:

—Yo lo conozco desde hace años. Sé que verse en los aparatos de vídeos y fotografías le trajo consecuencias devastadoras en la idea que tenía de sí. Pero en realidad eso no tiene demasiada importancia, se lo digo sólo para que se de cuenta de que sé en qué estaba pensando. Estamos tratando de que descubra una actitud positiva frente a la vida a través de las pequeñas impresiones cotidianas. Esperábamos que pudiera encontrar en ellas, por más desagradables que a veces pudieran parecer, lo necesario para desear vivir. No es habitual que tomemos contacto con el paciente de esta manera durante una terapia, pero en esta oportunidad lo considero necesario. Hemos decidido cambiar radicalmente el encuadre de su terapia pero antes tenía que hablar con usted directamente. En este momento debe estar tomando conocimiento de su verdadera condición, acabo de transferir a su consciencia toda la información,.

González adquirió en ese instante la certeza de sus deseos, vio las razones, comprendió lo que le estaba pasando y supo que no había salida. Además, supo que lo que le estaban haciendo era inmoral. Cientos de imágenes se le echaron encima mostrándole sus intentos de suicidio.

—Por favor, déjenme tranquilo —apenas pudo decir González.

—No podemos, lo lamento. Tenemos que buscar una manera de rehabilitarlo. La junta médica de ayer está pensando en una terapia más drástica. Estamos seguros que eliminaremos la raíz del problema pero preferiríamos tener su conformidad ¿Está de acuerdo, González?

—Estoy atrapado. Soy su presa. Cada vez veo más claro que mi muerte es la victoria en este juego que me imponen.

—De todas formas hemos decidido dejarlo descansar por un tiempo, aunque para usted será indistinto, no será consciente de ello —interrumpió el Doctor mientras González despreció esa cara gorda dibujada del monitor.

González se dio la vuelta y abrió la ventana. Pasó una pierna y luego otra. Miró hacia abajo y se empujó con las manos hacia afuera. Disfrutó el viento de la caída.


Informe 334: el paciente no demostró empatía con la realidad inmersiva a la que fue sometido. La junta médica recomienda una terapia más radical hasta que González responda en forma positiva. Dr. Zimmerman.



ANÍBAL GÓMEZ DE LA FUENTE

Aníbal Gómez de la Fuente es programador de computadoras, vive en Buenos Aires y ronda las tres decenas y media de años. De Aníbal publicamos el cuento "Escultor de Cabezas" en el número 100 de Axxón.


Axxón 143 - Octubre de 2004