EL BESO DE LA VALQUIRIA

Carlos Gardini

Argentina

PARKER NUNCA HABÍA visto tantas arrugas en la misma cara.

—¿El señor Reyes? —preguntó.

—¿Quién lo busca? —preguntó Arrugas.

—Parker. James Parker.

—Ah, el periodista.

Arrugas lo estudió con sus ojos achinados, sin invitarlo a entrar.

—Sígame —dijo al fin, sin saludarlo.

Parker lo siguió por un pasillo blanco y de inmediato se sintió ahogado. Afuera el anochecer era diáfano, pero en la casa el aire era pastoso. Había visitado muchos sitios escalofriantes, incluido el buque hospital donde había conocido a Reyes, pero este lugar lo perturbaba. Arrugas era rengo, y Parker sintió la compulsión de imitar su andar convulsivo, pero se contuvo. De pronto tuvo la sensación de que las paredes eran de humo y sintió la compulsión de tocarlas. Esta vez no pudo contenerse, y los ojos achinados del rengo lo sorprendieron cuando acariciaba un ladrillo barnizado.

Parker retrajo la mano y se sintió obligado a ser simpático.

—Hace veinte años que lo busco —comentó.

—¿Al señor Reyes?

¿El rengo le tomaba el pelo o Parker se había expresado mal? Se sentía inseguro, y cuando se sentía inseguro dudaba de su castellano.

—Al señor Reyes, por supuesto.

—El señor Reyes nunca recibe a nadie —dijo el rengo sin mirarlo.

Parker no entendió si Reyes se negaba a recibir visitas o si nunca lo visitaba nadie, pero entendió que el comentario era hostil. Quizá su leve acento hubiera activado una alarma. Su castellano era impecable, pero resbalaba en las erres.

Atravesaron un comedor donde había un televisor encendido y llegaron a una puerta.

El rengo golpeó la puerta y abrió. Había un hombre sentado a una mesa, bajo la luz mortecina de una lámpara. Parker iba a pasar, pero el rengo lo frenó con la mirada.

—¿Cómo era su gracia? —preguntó.

Parker trastabilló mentalmente. La pregunta era un acto deliberado de humillación. Buscó ideas asociadas con «gracia». Thanks, gratitude, funny, grace. Las desechó una por una.

—Parker —dijo al fin—. Mi gracia es James Parker.

—Espere aquí —ordenó el rengo.

Dejó la puerta entornada, se acercó al hombre sentado y le susurró al oído. El hombre miró hacia la puerta y cabeceó.

El rengo llamó a Parker.

Parker se sorprendió al entrar. El hombre no llegaba a los cincuenta, pero era totalmente canoso. Parecía de humo, como las paredes de la casa. Sus ojos no tenían color.

—¿Teniente primero Reyes? —preguntó Parker.

—Hace tiempo que nadie me llama así.

—Veinte años —dijo Parker.

Reyes pareció contar en voz baja y asintió como confirmando que sí, que habían pasado veinte años desde 1982. Sonrió. Una cicatriz le partía la cara desde la frente hasta la mejilla. La cicatriz parecía otra sonrisa.

—Me retiré como capitán —comentó—. Pero nadie me llama capitán, salvo mi asistente.

Señaló al rengo, que masculló una frase. Parker apoyó el maletín en la mesa. El rengo miró el maletín como si ocultara una bomba.

Reyes despidió al asistente con un gesto. Con el mismo gesto le indicó a Parker que se sentara. El asistente salió de la habitación.

Parker extendió la mano.

—James Parker —se presentó.

Reyes no respondió al saludo.

—¿A qué debo el privilegio?

Parker se acarició la frente con la mano huérfana. Estaba dispuesto a dejarse humillar, si eran las reglas del juego.

—Como le adelanté por teléfono, hay una organización que está interesada en publicar un libro de testimonios sobre la guerra.

—Hay mil libros de testimonios. No hay almirante, político, periodista ni conscripto que no haya escrito algo.

—Esto es diferente. Se busca una visión equilibrada, a veinte años del conflicto —dijo Parker, y de inmediato se arrepintió de esa frase publicitaria.

Reyes repitió equilibrada en voz baja, sonrió con la cicatriz.

—Se publicará simultáneamente en inglés y castellano —continuó Parker.

—¿Por qué le interesa mi testimonio?

—Me interesan todos los testimonios de veteranos.

—¿Por qué el mío?

—¿Por qué no?

—Porque esa guerra ya no me interesa.

Parker temió que la presa se le escapara. Decidió ser más directo.

—Su testimonio sería diferente.

—¿En qué?

—El beso de la valquiria.

Reyes entornó los ojos.

—¿Cómo lo supo? —preguntó al fin.

—Una enfermera que lo atendía en el buque. Sabía castellano, y me comentó que usted hablaba en sueños. Durante la fiebre le oyó mencionar la valquiria, y también la caverna y los signos.

—¿Ella hablaba con usted de los pacientes?

—No. Todo lo contrario. No me dirigía la palabra. Estaba fastidiada conmigo. Decía que el buque estaba abarrotado de heridos y yo sólo era un buitre en busca de una nota sensacionalista. Pero estaba tan obsesionada con usted que terminó por ablandarse. Necesitaba un consejo, pero por algún motivo no se atrevía a consultar al médico jefe. Pensó que yo podía ayudar.

—¿Ayudar? ¿Cómo?

—Ni idea —dijo Parker—. Después se arrepintió de su infidencia. Se negaba a recibirme.

Reyes cabeceó.

—Recuerdo a esa enfermera. Me pidió disculpas por haber violado mi intimidad. Recién ahora entiendo de qué me hablaba. La pobre no sabía cómo reaccionar ante esas circunstancias. Era novata. Se sentía desplazada, como el barco.

—¿Como el barco?

—Antes de ser requisado como buque hospital, el Uganda era un crucero —dijo Reyes—. ¿Por qué le importan tanto los delirios de un herido?

—Los delirios son parte de sus vivencias. Nos hablan de su dolor.

Otra frase publicitaria. Parker se mordió la lengua. Reyes volvió a sonreír con la cicatriz.

—Dolor, sí. Quedé muy golpeado por la experiencia.

—¿Por eso renunció al Ejército?

—Muchos renunciaron, Parker. Se sintieron traicionados, o descubrieron que no servían.

—¿Y usted?

—No descubrí que no servía, todo lo contrario. Yo cumplí con mi deber. Sólo descubrí que debía librar mi propia guerra.

—¿Su propia guerra?

—¿Usted cree en el infierno, Parker?

Parker vaciló.

—Metafóricamente hablando.

Reyes suspiró. El suspiro pareció salir por la cicatriz.

—El infierno es una civilización, Parker. Sus habitantes son constructores. Pero no tienen ojos.

Parker sacó tímidamente el grabador.

—¿Puedo?

—¿Por qué no? Necesito un confesor.

Reyes sacó un crucifijo del bolsillo y se lo dio al periodista. Parker se quedó mirando la cruz, sin saber qué hacer con ella.

—No soy católico —dijo absurdamente.

—Mi valquiria tampoco —dijo Reyes, soplándole un beso burlón con los labios de la cicatriz.

Parker prendió el grabador.


LLEGUÉ A PUERTO Argentino a fines de abril, en un avión de Aerolíneas Argentinas. Sentí tanta emoción que casi rompo a llorar. Besé el suelo. Recé el himno. Canté la Marcha de las Malvinas. Quería ser un héroe. Quería ser un mártir. Quería ser el capitán Giacchino.

Vi indicios de desorganización e improvisación, pero no me dejé ganar por el desaliento. Era natural que hubiera cierta confusión mientras llegaban los efectivos de refuerzo. Esa noche dormí a tres kilómetros del aeropuerto, frente a un cementerio de barcos. Cien años antes o más, feroces tormentas habían castigado a esos buques en el Cabo de Hornos. Se habían arrastrado hasta Port Stanley en busca de reparaciones. Nunca habían podido abandonar la isla. Un par de ellos dormitaban bajo techos de acero corrugado. Una oxidada nave de hierro conservaba sus tres mástiles. Pensé que esos barcos habían dado pelea y los admiré. También pensé que la pelea no era nada ajena a esas islas apacibles. En 1914, la armada inglesa había perseguido y vencido al almirante Graf Spee en la Batalla de las Falkland. En 1939, el crucero Exeter había combatido al acorazado Graf Spee y había recalado en las Falkland mientras el buque alemán se hundía en el Río de la Plata.

A primera hora inicié la marcha hacia la zona de Fitz Roy con mi unidad del RI3. Nos instalamos en una zona alta. Dormimos como pudimos, sobre piedras, vehículos, bolsas de papas. En la madrugada del 1° de mayo oímos un estruendo en la neblina, y luego vimos explosiones en la zona de Puerto Argentino. Horas después un mayor de intendencia me informó por radio que habíamos perdido la carga pesada que habíamos dejado en el aeropuerto.

—¿Cómo que la perdieron, mi mayor?

—¿No está enterado, m"hijo? Los ingleses bombardearon la pista.

—¿No se pudo salvar nada, mi mayor?

—Había otras prioridades.

—Era material importante, mi mayor. Y con el bloqueo no va a llegar nada del continente.

—No sea derrotista, m"hijo. Nos dieron un buen golpe, pero no nos tumbaron.

—Como dos luchadores.

—¿Cómo dice, m"hijo?

—Von Clausewitz compara la guerra con dos luchadores, mi mayor. Cada cual intenta tumbar al otro para doblegarlo.

Un audible suspiro llegó por la radio.

—Digamé, m"ijo, ¿dónde aprendió esas boludeces?

—En el Colegio Militar, mi mayor.

—Déjese de mimayorearme, m"ijo. Aquí no estamos en el Colegio Militar. Aquí no necesitamos ningún judío que nos hable de luchadores para romperle el culo a esos ingleses maricones. ¿Estamos en claro?

—Estamos en claro, mi mayor.

—Téngalo bien en cuenta.

Lo tuve bien en cuenta el 2 de mayo, cuando un submarino inglés torpedeó el ara Belgrano. Lo tuve bien en cuenta cuando la artillería naval nos agujereó la cocina, el camión de comida, los elementos del rancho, las cantimploras de mate cocido. Lo tuve bien en cuenta cuando el gobernador Menéndez dio su discurso del 25 de mayo: Aquellos hombres de mayo no pensaban sino en la libertad. Sentí vergüenza. Ya no quise ser héroe ni mártir. Era un soldado y combatiría al inglés, pero nada me obligaba a respetar a los idiotas que dirigían ese circo.

Me refugié en mi disciplina, me refugié en mi honor. Me refugié en mis manualidades, tejiendo una bolsita para guardar las municiones y la Browning. Me refugié en las preguntas del soldado Sánchez.

El soldado Sánchez era un muchacho de San Pedro que se había criado junto al río. Vivía abrazado a la 12,7 y un par de veces repelió ataques de los Sea Harriers. Nunca lloraba ni se quejaba. Los ingleses le pegaron al tapón de las islas, bromeaba Sánchez mientras chapaleábamos en esa turba esponjosa donde todo se hundía… cañones, transportes, cadáveres. Nos reíamos como imbéciles. Hasta el sargento Mayorga se reía. Cuando nos bombardeaba la artillería, Sánchez se acurrucaba en su rincón con la 12,7. Tiritando de frío, me leía y releía las cartas de su novia. Te quiero, te amo, te extraño, me leía. Y cuando no me leía cartas, me acribillaba a preguntas. Qué pasa cuando se atasca la ametralladora. Qué pasa cuando se pega la polenta. Qué pasa cuando se mojan las medias.

—¿Qué pasa con Snoopy, mi teniente primero? —me preguntó cuando supimos que en Puerto Argentino los kelpers hacían circular un póster donde el perrito Snoopy bailaba con un letrero que decía Happiness is being British.

Las preguntas de Sánchez me daban serenidad, me ayudaban a olvidar la tensión y mi sueño recurrente. En ese sueño, mi cadáver está tendido en una mesa de operaciones. Un par de médicos me hacen la autopsia. Uno de ellos abre una incisión que va desde la tráquea hasta el bajo vientre. El otro sujeta con pinzas los labios de la herida. Yo miro desde arriba, y siento curiosidad por saber de qué he muerto. Los médicos hurgan en la herida y sólo encuentran un vacío. La causa del deceso es vacío interior, dictaminan científicamente.

Los bombardeos me arrancaban del sueño, pero el vacío interior crecía como un ácido. El ácido mordía con más fuerza cuando mataban o herían a uno de mis hombres, o cuando tenía que defenderlos del mal trato de otros oficiales.

La noche del 7 de junio la artillería naval nos castigó como de costumbre. Volaron la cocina y el camión de comida. Tuvimos un par de heridos. La tierra temblaba, los cerros temblaban, mi cabeza temblaba. El soldado Sánchez abrazaba su ametralladora pesada como un oso de peluche y temblaba con todo lo demás.

—¿Qué pasa cuando uno se muere, mi teniente primero?

—No se siente nada. Sólo el beso de la valquiria.

—¿Qué es eso, mi teniente primero?

—¿Un beso o una valquiria?

—Le hablo en serio, mi teniente primero.

—Una diosa antigua —simplifiqué—. Se llevaba a los guerreros muertos.

—No me joda, mi teniente primero. Yo no soy un guerrero.

—Confiá en mí. Te has ganado tu propia valquiria.

El 8 de junio la vi por primera vez. Habíamos avistado buques ingleses al sudoeste de nuestra posición y habíamos avisado por radio. Por la tarde, pestañeé cuando un reflejo de luz me dio en la cara desde los cerros nevados. Cerré los ojos, y al abrirlos vi un albatros que aleteaba sobre una roca. Me llamó la atención porque el cañoneo había ahuyentado a las aves de la zona. El albatros cabeceaba en la cresta de un monte, como abombado. De pronto echó a volar con un graznido. Un estruendo sofocó el graznido, y Skyhawks de la Fuerza Aérea Argentina pasaron en vuelo rasante sobre el sector de Bluff Cove. El reflejo de unas explosiones resbaló en la nieve. Pronto oí estampidos seguidos por explosiones secundarias. Volutas negras rodaron sobre la bahía. Un Skyhawk humeante se estrelló contra un cerro. Llamas rojizas rodaron por la ladera.

De las volutas y las llamas nació mi valquiria.

Mi valquiria no era escandinava.

Se parecía a la Virgen.

Su manto era negro.

Su sonrisa morena era inocente y sanguinaria.

Se debatió en la neblina cuando los Harriers se lanzaron a la defensa de los barcos ingleses. Se disipó en medio de la batalla aérea, pero su sonrisa me prometió que volvería.

Después recibimos más información. Un regimiento de guardias galeses que intentaba desembarcar había sufrido graves pérdidas que demorarían el avance de los británicos. Nuestros aviones habían bombardeado los buques Galahad y Tristram. Esos nombres empañaron mi alegría. Mi nacimiento había sido triste, como el de Tristram, y de chico había querido ser puro, como Galahad.

Esa noche, mientras compartíamos un plato de arroz en uno de los pocos cacharros que la artillería y la aviación inglesas habían dejado intactos, el soldado Sánchez me preguntó:

—¿Qué pasa si los inglesitos recuperan las islas, mi teniente primero?

Agaché la vista.

—¿Por qué no descansás? Aprovechá esta tregua, que mucho no nos van a dejar dormir.

—No contestó mi pregunta, mi teniente primero.

—No seas tagarna, Sánchez —intervino el sargento Mayorga—. ¿Qué te va a contestar el teniente primero? Contra nosotros no van a poder.

—Pudieron en Darwin —dijo Sánchez.

—¿Qué? ¿Tenés miedo? —retrucó el sargento.

—Claro que tengo miedo —replicó Sánchez.

Su firmeza enmudeció al sargento.

—Igual moriría por mi patria —dijo Sánchez.

—Prefiero héroes vivos —le dije, indicándole al sargento que se callara.

Estábamos nerviosos. Los ingleses habían desembarcado en San Carlos, habían triunfado en Darwin y Goose Green y preparaban su ofensiva contra Puerto Argentino.

El 9 de junio mi valquiria cumplió su promesa. Volví a verla entre las nubes, pero un estruendo volvió a disiparla.


Ilustración: Valeria Uccelli

Un Harrier apareció atrás de un cerro y se aproximó a nuestra posición. Volaba tan bajo que pude verle la cara al piloto. No llegué a dar la alarma. El soldado Sánchez ya se abrazaba a la 12,7 y disparaba sin cesar. La cinta de munición caracoleaba mientras los casquetes volaban por el aire. El sargento Mayorga le disparó con su fal. Nuestras balas mordieron el fuselaje gris con un chisporroteo. El Harrier se elevó, eludió el fuego, agitó las alas y siguió vuelo hacia el sur.

—Nos saludó —dijo Mayorga—. Ese inglesito hijo de puta nos saludó.

—Tranquilo, sargento. Después de tantas bombas, casi somos amigos.

El sargento Mayorga me miró con desprecio. Festejaba los chistes de Sánchez, pero hasta ahí llegaba su sentido del humor.

El Harrier no causó bajas, pero lamenté la desaparición de mi valquiria. Compartimos una cantimplora de mate cocido para calentarnos. Para no pensar en el frío, traté de recordar momentos de mi infancia, pero se me escapaban. Recordé en cambio la multitud de islotes que había visto desde el aire al llegar. Recordé ese buque de tres mástiles que se herrumbraba en el cementerio del puerto. Recordé la música machacona de la Marcha de las Malvinas: Brille oh patria en tu diadema la perdida perla austral. Recordé una historia que había oído un par de semanas antes.

Un comando que se encargaba de patrullar la zona costera para prevenir desembarcos me había contado que había visto ingleses devorados por el suelo de la costa.

—¿Devorados? —pregunté.

El comando se santiguó.

—Algunos estaban hundidos hasta el torso, como si la tierra se los hubiera tragado. Habían soltado las armas, tratando de liberarse.

—¿Tan blando era el suelo?

—No como para hundirse así. No sé qué les pasó, y prefiero no averiguarlo.

Su compañero asintió en silencio y también se santiguó. Esos tipos eran capaces de comer barro y beber orina para sobrevivir. No se santiguaban sin un buen motivo.

—Se le enfría el mate cocido, mi teniente primero —dijo el sargento Mayorga. Trató de sonreírme, pero todavía estaba enojado con el piloto inglés.

Al día siguiente llegó la orden de atrincherarse en Two Sisters y Harriet y presentar combate desde allí. Algunas fracciones nuestras se replegaban desde el monte Kent con los ingleses pisándoles los talones. El desastre de Bluff Cove los había demorado, pero su avance era inexorable. Ahora debíamos desplegarnos para la defensa de Puerto Argentino. El acoso de los Harriers era cada vez más intenso. Las baterías enemigas nos castigaban continuamente. Nos tiraban con todo, aunque nuestros Sofma de 150 milímetros los frenaban. Nuestros comandos se habían adelantado para reglar el tiro de esas piezas, y el monte Kent quedó sembrado de baches mientras nosotros retrocedíamos bajo las bombas, disparando nuestras mag y 12,7. Todo volaba en pedazos en la perdida perla austral. Morteros, cacerolas, pavas, cañones, soldados, cascotes.

Dios, que termine pronto, recé.

No terminó pronto.

En nuestra nueva posición vi a un viejo compañero, el teniente primero Aguilar. Habíamos sido amigos y compañeros de estudios. La carrera militar nos había separado y ahora volvía a unirnos. Besó su crucifijo de plata, me saludó con la mano y se puso a trabajar con su gente en la instalación de un lanzacohetes. Era típico de Aguilar. Había rescatado el lanzacohetes de un Pucará derribado y lo había adaptado para tierra-tierra. Le decían Aguilar el Aguilucho. Era ingenioso, muy católico, y tenía cara de bebé.

Al dormirme, volví a tener el sueño, con una variación. Soñé que me operaban al descampado mientras todo el quirófano se hundía lentamente en la turba de las islas. Un Harrier se detenía en vuelo vertical para tomar fotografías aéreas de mi torso abierto. Después los expertos de la flota inglesa analizaban las fotos de mi cuerpo vacío y pedían a los buques que me bombardearan. Cuando los cañones navales disparaban contra mi abdomen, sentí un sacudón y abrí los ojos.

—Despiertesé, mi teniente primero —me dijo Sánchez.

Estábamos en medio de un fuego cruzado. Una patrulla inglesa se había topado con nosotros. A mi izquierda, Aguilar les respondía con su lanzacohetes. Los ingleses retrocedieron, pero poco después recibimos fuego localizado de artillería. Oí un grito a mi izquierda, la voz de Aguilar. Me arrastré hasta él. El Aguilucho era una pulpa. Su cara de bebé estaba intacta, pero cubierta de sangre. Sólo tuvo aliento para pedirme que guardara su crucifijo de plata y se lo entregara a su madre.

—Cuidá el crucifijo —me rogó.

Le juré que lo cuidaría con mi vida.

—Es lo único que me protegió —jadeó.

Bajo el fuego graneado, le acaricié la cabeza ensangrentada y le cerré los ojos. Lagrimeé. Acuné su cadáver con ternura y con bronca.

—¿De qué te protegió? —pregunté—. Acabás de morirte.

Enjuagué el crucifijo y lo guardé en la bolsa tejida donde ponía las municiones y las armas de mano.

Era 12 de junio, pero parecía Año Nuevo. El silbido de las trazantes apuñalaba el cielo. El fuego de la artillería inglesa arreciaba en cuanto les respondían nuestros morteros, pues los radares ingleses los detectaban y la metralla los despedazaba de inmediato. El paleteo de los helicópteros era cada vez más intenso. A la luz de las bengalas los veíamos desplazar materiales y personal que ocupaban las posiciones que nuestra gente abandonaba. Un Sea King que transportaba piezas de artillería cayó acribillado por el fuego de los 150.

Un par de veces saqué el crucifijo para besarlo. Noté que estaba mojado. Al mirarlo, vi que era sangre. Sangre de Aguilar, pensé, y volví a limpiarlo. Lo sequé una y otra vez, pero el crucifijo seguía ensangrentado.

Es lo único que me protegió.

No tuve tiempo para pensar en el crucifijo. Paracaidistas o Royal Marines se aproximaban a pie o en helicóptero. Tomamos un cajón de municiones y nos replegamos una vez más. Combatíamos lateralmente, para ganar altura. Uno tiraba y cubría al otro en su retroceso. Llegamos a una loma donde logramos afirmarnos. La ofensiva era arrolladora, y nuestra confusión cada vez mayor, pero resistíamos. Mayorga disparaba con su mag, y un par de cabos y conscriptos usaban sus fal. A un flanco oía el tableteo de la 12,7 de Sánchez. Sabía que esta situación no podía prolongarse demasiado. Decidí ir al puesto de comando, que estaba a setenta metros, para explicarles que mi flanco no podía aguantar porque los ingleses avanzaban sobre la pendiente. Mientras me arrastraba en el barro, un árbol navideño de bengalas se encendió sobre el puesto de comando. Siguieron potentes explosiones. Me cubrí la cabeza. Cuando alcé los ojos, el puesto era una humareda. No quedaba nadie a quien explicarle nada, así que decidí regresar a mi posición. Había retrocedido unos cuarenta metros cuando me encontré con uno de los cabos, que resistía desde la altura con dos soldados. Llamé al cabo, pero no me oyó o se alejó pensando que yo era un inglés.

Vino una larga pausa. El fuego cesó abruptamente en todos lados. Me tendí en una roca, tratando de no pensar en Aguilar ni en su cruz. Cuando se reanudó el fuego, distinguí bultos a la luz de las trazantes. Me arrastré hacia ellos. Los bultos estaban quietos. Eran cadáveres.

Distinguí uniformes ingleses y argentinos. Agucé los ojos para ver si había algún herido que necesitara atención.

Sentí un jadeo al costado. Giré, apunté la Browning. Era Sánchez, abrazado a su ametralladora.

—Están todos muertos, mi teniente primero. Yo apenas me salvé.

—¿Y Mayorga?

—Lo perdí de vista, mi teniente primero.

En cuanto lo dijo, lanzó una carcajada. Yo también me reí. Mayorga era tan retacón que era fácil perderlo de vista.

—Espero que esté vivo —dijo Sánchez.

Una patrulla inglesa, me explicó, se había topado con un grupo nuestro y se habían trenzado cuerpo a cuerpo. En medio del combate los había sorprendido una salva de artillería. Sánchez no sabía si era propia o enemiga. La metralla los había barrido a todos por igual. Miré de nuevo a los muertos, buscando a Mayorga. Pestañeé, me restregué los ojos.

A la luz de las trazantes, los muertos me guiñaban los ojos.

—¿Viste eso? —le dije a Sánchez.

—Están guiñando los ojos.

Lo miré como pidiéndole una explicación. Sánchez me dio una palmada en el hombro.

—Tranquilo, mi teniente primero. Es la Calígine.

—¿La qué?

—Nada.

—Dijiste la Calígine.

—No es nada. Algo que inventé. Por los nervios.

—Vos no pudiste inventar esa palabra.

Sánchez suspiró.

—Necesitan adeptos —dijo—. Es lo único que entendí.

—¿Quiénes necesitan adeptos?

Sánchez eludió mi pregunta.

—Si me muero y le guiño el ojo —dijo—, no piense mal de mí.

—Nadie respeta a los muertos más que yo, aunque me guiñen el ojo.

—Le creo, mi teniente primero. Usted no es como otros oficiales.

—¿Por qué lo decís?

—Usted no maltrata al colimba —dijo, clavándome los ojos.

Miró hacia delante.

—Además he visto a la valquiria —añadió imprevistamente—. Ya no tengo miedo.

Una explosión sacudió el suelo. Rodé por una cuesta. Caí en un pozo. El pozo estaba anegado, pero me quedé acurrucado adentro. Temblaba de miedo. Había perdido de vista a Sánchez. La explosión me había ensordecido. Sentí que me hundía en el agua del pozo.

Me dormí o me desmayé.

Desperté rodeado de oscuridad. Tenía una sofocante sensación de encierro. Me toqué el uniforme y noté que estaba mojado, cubierto de fango. No era sólo fango. Una viscosidad me cubría el pelo, la cara, la ropa. Me froté los ojos, me toqué la cara. Busqué rastros de heridas. Temía que un impacto me hubiera dejado ciego. Parpadeé varias veces. Toqué la pared, y en la pared descubrí letras o signos. Los seguí con el dedo, y descubrí con alivio que la oscuridad se disipaba.


Ilustración: Bertolucas

Una luz barrosa rasgó las tinieblas. La luz parecía surgir de las paredes de turba. Estaba en una caverna con un par de cadáveres que guiñaban los ojos. Recordé lo que me habían contado los comandos sobre los ingleses hundidos hasta la cintura en el suelo costero. En la maciza penumbra oí un goteo de alcantarilla.

—La Calígine te da la luz —dijo una voz de charco.

Vi unas criaturas en la luz barrosa.

Parecían estatuas de arcilla. No tenían ojos, pero me miraban como si intentaran verme. Eran como seres humanos mal terminados. Por la boca secretaban un líquido con el que esculpían los signos que yo había visto en la pared. De los signos nacía la luz barrosa.

—Intentos fallidos —dijeron las criaturas, señalando los cadáveres—. Sus ojos no servían.

Busqué en mi bolsita tejida y saqué el crucifijo. El crucifijo sangraba.

—Sus ojos no servían —repetí.

—La Calígine necesita ojos.

Extendieron los brazos hacia mí.

—Tus ojos, tus ojos, tus ojos —cantaron.

Llegaron a tocarme los ojos. Temí que me los arrancaran, me los hundieran, me los quemaran. Sólo me los acariciaron suavemente.

—Podrás conservarlos, pero necesitamos tu visión. Entendemos el mundo de abajo, pero el de arriba nos desorienta.

Fue lo único que me protegió. ¿Aguilar también había visto a esas criaturas? Acaricié el crucifijo en el silencio húmedo. Ansiaba sentir el fragor de la artillería, cualquier cosa con tal de no estar en ese pozo.

—¿Mis ojos a cambio de qué?

—Existe un pacto.

—Yo no firmé ningún pacto.

—Pero te hemos dado tu valquiria. Te podemos dar muchas cosas. Siempre damos, pero no todos quieren recibir.

Tosí. Me ahogué en mis toses. Me revolqué. El canto de las criaturas —acuoso, terroso, gangoso— me sofocaba. Traté de resistirlo. El canto se evaporó entre gorgoteos.

Me arrastré, trepé por una pendiente. Toqué barro, excremento, una mano y una nariz heladas. Vi el parpadeo del cielo y aspiré con alivio el olor a pólvora. Me incorporé. Las trazantes acuchillaban la oscuridad. El soldado Sánchez estaba a pocos metros. Llegué a verlo a la luz de una bengala. Tenía una herida en el torso. Varios fusileros le disparaban desde la altura. Él respondía con un fal. La explosión lo había separado de la 12,7, y el fuego de los fusileros le impedía recobrarla.

—No me deje solo, mi teniente primero.

Corrí hacia Sánchez, disparando la Browning y esquivando las balas. Estaba dispuesto a enfrentar cualquier cosa con tal de alejarme del pozo. Bajo el fuego graneado, recogí la 12,7 y la sostuve con los dos brazos. Disparé hacia las posiciones inglesas. Oí insultos y alaridos. Mis disparos arrancaron chispas de las rocas donde estaban apostados los ingleses. Vi caer un par de sombras, sentí un raspón hirviente en la cara y un puñetazo en el muslo. La pierna se me dobló. Caí sin dejar de disparar. Sentí otro puñetazo en el hombro, en el flanco. Las balas me quemaban la carne.

La ametralladora se atascó. Mi cuerpo se atascó. Mi alma se atascó.

La valquiria apareció en la neblina y me envolvió con su manto.

Sentí su beso en los labios. Sentí paz.

El cántico de la Calígine interrumpió la paz. Tus ojos, tus ojos, tus ojos. Estaba dispuesto a morir, pero el canto me lo impedía. Mi alma se desprendía, pero manos barrosas la aferraban, la empujaban contra mis ojos. El canto cesó.

Sentí la convulsión de un orgasmo. Con vergüenza y espanto, comprendí que estaba vivo.

Me desmayé.

Cuando desperté, era de día. Estaba tendido en el suelo, arropado en una manta. Tiritaba de fiebre. A pocos metros de mí había cadáveres ingleses y argentinos. Una unidad de Royal Marines los estaba apilando y ordenando. Algunos vigilaban a los prisioneros. Reconocí al soldado Sánchez. Me guiñaba el ojo, pero no estaba muerto. Me gritó que le había salvado la vida. Me gritó que el sargento Mayorga estaba herido en una pierna, pero vivo. Un Royal Marine le ladró en inglés, ordenándole que se callara or else.

Un suboficial se me acercó y me preguntó si yo era el de la ametralladora. Tardé en entenderle, pero al fin respondí que sí. Se metió la mano en el bolsillo. Sacó un vidrio de forma irregular y lo sostuvo con la mano. Pensé que iba a degollarme. Quizá tuvieran órdenes de liquidar a los prisioneros.

Un sol pálido rebotó en el vidrio.

El vidrio era un espejo, sin duda el que usaba para afeitarse. El suboficial se acuclilló junto a mí y me acercó el espejo.

Vi mi reflejo, un espantajo con el pelo embadurnado de sangre y barro, una cara con la barba crecida y cubierta de magulladuras, con un tajo profundo de la frente a la mejilla. El tajo se parecía a los signos de la Calígine. Detrás de mí vi la sombra de la valquiria.

—Gracias —le dije, no al suboficial sino a ella.

El suboficial sacó un cigarrillo, lo encendió y me lo puso en los labios sin preguntarme si fumaba. Compartimos en silencio un par de pitadas, un instante de melancólica gloria entre dos hombres hermanados por el dolor.

No era una gloria de banderas ni marchas triunfales.

Era la gloria del horror.

Era la gloria del honor.

Era la gloria de la valquiria.

El suboficial me dio una palmada en el hombro.

You"ll be just fine, mate.

Di una pitada más y me dormí.

Desperté en una camilla, a bordo de un helicóptero. Sobrevolábamos la costa del archipiélago. Bajo el fragor de los rotores, vi una intensa humareda y una colonia de pingüinos. Vi olas blancas cabalgando en el viento antártico. Vi el caserío de Puerto Argentino. Vi tajos de bronce entre las nubes.

Descendimos. Volví a tener la pesadilla donde los médicos examinaban mis entrañas vacías. Una luz cobriza entraba por un ventanal. Pestañeé, y una enfermera se recortó contra la luz cobriza.

—¡Está despierto! —exclamó en inglés.

Me pidió que esperara y fue a buscar a otra enfermera. La otra enfermera me explicó en castellano que estaba a bordo del buque hospital Uganda, en la bahía de Port Stanley.

Le pregunté si habían encontrado algo en mis entrañas vacías.

Sonrió. Me mostró las municiones inglesas que me habían perforado el torso y la pierna.

—Quizá quiera guardarlas como recuerdo —me dijo.

La miré con desprecio. Su sonrisa no era inocente ni sanguinaria.


—¿Ha vuelto a verla? —preguntó Parker.

—¿A la enfermera?

—A la valquiria.

—Claro que he vuelto a verla. Sólo ella me permitió sobrevivir en mi guerra personal.

Miró fijamente a Parker, que desvió los ojos.

—¿Conoció a otros adeptos? —preguntó Parker.

—Quizá. Evidentemente las criaturas intentaron comunicarse con Aguilar y con Sánchez. Ambos resistieron. Sánchez, con su inocencia y con mi valquiria. Aguilar, con su ingenio y su crucifijo. La Calígine nos dio lo que pedíamos en nuestros momentos de angustia. Al Aguilucho le concedió el don de que el crucifijo sangrara ante la proximidad del mal.

—¿Se lo concedió aunque eso perjudicara a las criaturas?

—Son torpes. Hacen regalos que pueden perjudicarlas. La Calígine no entiende que nuestras fantasías pueden ser nuestra condena, pero también nuestra redención. Si lo entendiera, no necesitaría nuestros ojos.

El rengo se asomó por la puerta. Parker se volvió. Por la tv del comedor pasaban imágenes de un noticiero. Un presidente improvisado, piquetes, cacerolazos. El chirrido de la vida argentina fascinaba a Parker, pero Reyes miró las imágenes con desdén.

—Antes Mayorga tampoco me creía —comentó.

—¿Mayorga? ¿Volvió a ver al sargento?

—Fue el único que volví a ver. Lo habían ascendido, pero no estaba cómodo en el Ejército. Se alegró de encontrar otro trabajo.

—¿Qué hace ahora?

—Es mi asistente.

Parker señaló inquisitivamente al rengo de ojos achinados. Reyes asintió.

—Me ha ayudado a montar una pequeña empresa de seguridad, entre otras cosas. De eso vivimos. Tiene su gracia, que yo me dedique a la seguridad de los demás.

Mayorga se alejó, entrecerrando la puerta.

—Me cuida, como usted ve —dijo Reyes.

—No le gustan los gringos.

—Tiene sus motivos. Los gringos le estropearon la pierna.

—Hábleme de su guerra personal. ¿Quién es el enemigo?

—La Calígine, naturalmente.

—¿Fuera de las islas?

—No son exclusivamente de las islas. Como le dije, el infierno es una civilización. Sus habitantes son constructores.

—Pero no tienen ojos.

—No tienen ojos, y no siempre encuentran los ojos apropiados. Para buscarlos, necesitan situaciones extremas en que nuestras almas sean vulnerables. El combate es una de esas situaciones… No me cree una palabra, ¿verdad?

Parker se encogió de hombros. Reyes sonrió, o su cicatriz sonrió.

—Mejor sigo con mi historia —dijo.

El psiquiatra que me trataba en el Hospital Militar me aseguró que la valquiria, los adeptos, la Calígine, todo era producto del Tept. Marcaba las mayúsculas de la sigla al hablar.

—El Trastorno de Estrés PosTraumático le hace ver cosas que no existen. Es típico de su condición. Trabajaremos sobre eso.

Trabajamos sobre mi condición. Trabajamos sobre mis alucinaciones. Trabajamos sobre mi culpa.

Mi psiquiatra no creía en las culpas personales, sólo en las culpas de la sociedad. Yo no era culpable de la derrota, ni de la muerte de los ingleses que había ametrallado, ni de la muerte de los hombres que había perdido. Sólo había cumplido órdenes. Para rehabilitarme, tenía que ser una víctima. Yo le respondía con citas de Clausewitz que había inventado. Él fingía entenderlas y me alentaba con mensajes optimistas.

Con el tiempo olvidé el canto de las criaturas.

Cuando me sentí rehabilitado, me animé a visitar a la madre de Aguilar para llevarle el crucifijo. Era una mujer austera y cortante.

—Su hijo murió como un héroe —le dije—. Murió pensando en usted.

—Yo sabía que no volvería.

—Dio la vida por sus compañeros.

No me animé a decir por su patria ni por su bandera. Sonaba falso, aunque quizá fuera cierto en el caso de Aguilar, y quizá fuera lo que ella quería oír.

—No me consuele —dijo la mujer—. Mi padre fue militar y mi marido fue militar. Sé cómo son las cosas.

No, no sabés cómo son las cosas, pensé.

—¿Él no le dio nada? —preguntó la madre de Aguilar.

De pronto me negué a darle la cruz. El crucifijo era un testigo, y no podía perderlo.

—Él mencionó un crucifijo, pero no lo encontré —mentí.

La madre de Aguilar se quedó muda. Su piel apergaminada se resquebrajó. Las lágrimas empañaron sus ojos vidriosos.

—Pero yo lo necesito —gimió al fin.

Agaché la cabeza. Sentí su mirada en la coronilla. Me horadaba el cráneo.

—Todos necesitamos algo —murmuré.

Cuando alcé la cabeza, la mirada era implorante. Ella sabía que yo le había robado el crucifijo. No entendía por qué y no podía hacer nada, sólo acusarme con los ojos.

Me sentí contagiado por su fulminante sensación de pérdida. Al salir de esa casa, sólo pensaba en aferrarme a lo que tenía. Pero no tenía nada, porque había perdido a mi valquiria.

Viajé a casa en subte, como de costumbre. Saqué la cruz del bolsillo. Noté que la cruz sangraba. Nunca la había visto sangrar desde que había vuelto de las islas. La guardé, porque un pasajero me miraba de reojo. Miré por la ventanilla y vi que el tren se internaba en otro túnel. El traqueteo de los rieles se silenció de golpe y el tren empezó a descender. Abruptamente el ángulo de descenso se hizo empinado, como de cuarenta y cinco grados, y el tren aumentó la velocidad. De pronto no hubo más túnel. Las paredes se expandieron hasta formar una bóveda de roca opaca. Viajábamos bajo un cielo de piedra. Pegué la cara a la ventanilla. Los rieles cruzaban un puente angosto que se arqueaba sobre un río de fango. Los pasajeros ni siquiera miraban. Estaban paralizados como si les hubieran inyectado curare, y yo era el único que veía. En el puente distinguí signos similares a los que había visto en la cueva del monte Harriet. Criaturas ciegas cantaban en el fango.

Un canto acuoso, terroso y gangoso.

Cerré los ojos hasta que dejé de oír el canto y volví a oír el traqueteo del tren. También oí el traqueteo de mis recuerdos.

Tus ojos, tus ojos, tus ojos.

Necesitamos que tu visión guíe nuestras manos.

Entendemos el mundo de abajo, pero el de arriba nos desorienta.

Comprendí.

El infierno es una civilización, y cava túneles en todas partes. Las criaturas de la Calígine se rigen por su propia lógica y su propia topología, pero tienen limitaciones. El mundo de arriba las desorienta, y necesitan adeptos para seguir construyendo.

Miré a los demás pasajeros. Nadie sabía. Se recobraban poco a poco, mientras el tren volvía a su recorrido normal. Eran ciegos a la presencia del infierno. Yo mismo había sido ciego hasta el día anterior. Les daba mis ojos a las criaturas, y no veía lo que construían. La rehabilitación, comprendí, me había embotado. La visita a la madre de Aguilar me había devuelto a las islas, y me había devuelto la lucidez. Los túneles proliferaban porque yo lo permitía. Yo, y otros como yo, que habían cedido sus ojos en un momento de debilidad. Con el tiempo todos sabrían, pero sería demasiado tarde. Nuestro mundo sería un mundo de túneles y signos barrosos.

Me bajé en la estación Pueyrredón.

Miré la cruz. Ya no sangraba. Eso me alentó. El mal estaba en mí, pero el mal no era yo. Debo resistir, pensé. En las islas había resistido. Nuestra causa era delirante, pero yo había cumplido mi deber. Había combatido. Había protegido a mis hombres. Me había aguantado el frío y el miedo. Volvería a hacerlo. Sería soldado, pero purgaría el mal que se había hecho en nombre de mi uniforme. Combatiría las voces, pero sin dejar de oírlas.

Y entonces, en plena estación Pueyrredón, volví a verla.

La virgen guerrera se acercaba por el túnel con su manto fúnebre. Me sonrió, y supe que me ayudaría a recobrar mis ojos. Decidí renunciar al Ejército para librar mi guerra personal.

Y decidí renunciar al tratamiento. ¿Qué podía esperar de un hombre que atribuía mi valquiria a una sigla?

Parker abrió la mano con que sostenía el crucifijo. Saltó en la silla al ver que la cruz sangraba. Soltó el crucifijo, lo dejó sobre la mesa.

—¿Dónde está el truco?

—No hay truco, Parker.

—Tiene que haber un truco.

Reyes se encogió de hombros.

—¿Quién soy yo para convencerlo?

Parker se hundió en la silla.

—¿Por qué sangra? —preguntó.

—Porque usted es un mensajero de la Calígine, Parker. Y creo que en este caso es lícito matar al mensajero.

Parker se sobresaltó, pero el tono de Reyes era más amable que amenazador. La cicatriz sonreía. Parker pensó en defenderse, pero esos ojos incoloros lo disuadieron. Abrió el maletín y sacó unas fotos.

—Yo también estuve en las islas —dijo servilmente—. Estuve con los paracaidistas en Darwin. Yo tomé éstas.

Reyes miró las fotos. Gente del 2 de paracaidistas sonriendo ante la cámara. Un Pucará desguazado. Un Harrier derribado. Conscriptos argentinos prisioneros, ateridos de frío y angustia. Un crepúsculo radiante sobre el mar.

Acomodó las fotos como un mazo.

—Cuénteme —le dijo Reyes—. Creo que usted también necesita un confesor.

Parker agachó la cabeza y habló sin mirarlo a los ojos.

—Oí el canto de esas criaturas una noche, cuando salí a caminar por el campamento. Pensé que eran animales. Consulté a un isleño que colaboraba con nuestras tropas. Le describí ese sonido repugnante, le pregunté qué animales podían ser. Serán Argies, me dijo. Odiaba a los argentinos.

Happiness is being British —dijo Reyes.

Parker se encogió de hombros.

—La Calígine no me ofreció nada —continuó—. Oí el canto, pero mis ojos no servían. Nunca vi a las criaturas, pero les pregunté qué podía hacer para ayudar. No me respondieron. Hice averiguaciones. Yo también oí la historia de los Royal Marines tragados por el terreno de la costa, y otras parecidas, pero nunca pude confirmar nada. Cuando la enfermera del Uganda me habló de sus delirios, quise conversar con usted, pero la enfermera se arrepintió de haber traicionado la confianza de un paciente. He vivido veinte años obsesionado con esas voces.

—Lo entiendo perfectamente, Parker. Yo las oigo todas las noches.

—¿Cómo lo aguanta?

—Mi valquiria me protege. Pero he pagado mi precio. Poco a poco me he convertido en una sombra.

Parker alzó la vista.

—¡También yo soy una sombra! ¡Y todo porque mis ojos no servían! —exclamó histéricamente.

Reyes no respondió.

—¡Usted estará muy orgulloso —chilló Parker—, pero al menos yo nunca maté a nadie!

—Todos matamos a alguien. ¿Nunca le explicaron qué podía hacer para ayudar?

Parker se calmó, suspiró.

—Al final, después de veinte años, sí, me explicaron. Volví a oír el canto, en sueños.

Reyes le clavó los ojos incoloros.

—Y le encomendaron esta misión. Disuadir al adepto de resistir.

Parker iba a negarlo, pero desistió.

—Sólo acepté para convencerme de que era un delirio personal. —Volvió a agachar la cabeza—. Para olvidar mi obsesión. La guerra nos mete cosas raras en la cabeza.

Reyes se puso de pie. Caminó hasta la ventana, entreabrió una cortina. El claro de luna rasgó la penumbra de la habitación.

—Los dos somos sombras —dijo—. Pero de modo distinto.

Contra el resplandor de la ventana, Parker volvió a notar que Reyes parecía de humo. Sintió un hormigueo en el cuerpo. Sintió pánico.

—Yo sólo quería olvidar, Reyes. Nunca creí de veras.

—Usted quiere ser lo que yo soy contra mi voluntad —dijo Reyes, dándole la espalda—. No les devolveré mis ojos, Parker, aunque disuelvan mi cuerpo. Y conservaré mi valquiria.

Parker guardó las fotos y el grabador en el maletín.

—¿Qué se cree? ¿Un ángel guardián? Sólo es un milico frustrado.

La cicatriz sonrió. Parker comprendió que la palabra milico sonaba cómica en labios de un extranjero. Reyes chasqueó los dedos. Parker se alarmó, pero comprendió que el gesto no significaba nada. Él también chasqueaba los dedos en momentos de tensión. Era sólo un modo de sentirse menos sombra.

—Mayorga lo acompañará hasta la puerta —dijo Reyes.

Parker se levantó temblando y se dejó acompañar por Mayorga. Salió y caminó hasta el coche. Había estacionado a media cuadra de la casa. Subió pero no se decidió a arrancar. Golpeó el volante. Quería olvidar ese cuerpo que por momentos parecía evaporarse. Recordó las islas, recordó otras guerras que había fotografiado. Sólo en las islas había oído las voces. La Calígine tenía su propia lógica. No, se dijo, no hay Calígine. Sólo un delirio personal. Yo era demasiado joven.

Abrió la ventanilla y aspiró el aire de la noche. Prendió el grabador para verificar si todo había salido bien. No sabía qué haría con ese material, pero no quería perderlo. Escuchó la monótona conversación. Sintió alivio. Oyendo la voz de Reyes, se olvidaba de ese canto en el que no creía. Había un susurro en la cinta, pero la grabación era clara.

El susurro creció.

El susurro era un coro.

El coro repetía Tus ojos, tus ojos, tus ojos.

Parker apoyó la cabeza en el volante.

—No —murmuró—. Esto termina aquí.

Tiraría esa grabación. Perdería el material que tenía del otro lado, un reportaje a un oficial naval inglés, el testimonio de un sargento de Marines, declaraciones de Margaret Thatcher. Perdería todo. No le importaba.


Ilustración: Bertolucas

No llegó a tocar la cinta. Una sombra empañó la luz de la calle. Parker apartó la cabeza del volante, miró por el parabrisas. Un velo oscuro se recortaba contra la luna. La valquiria descendía.

Es lícito matar al mensajero —dijo el grabador.

Parker sintió un ahogo, una rigidez en los nervios y las venas. La valquiria se posó en la calle.

Parker jadeó, sollozó. La valquiria caminó hacia el coche.

Parker tembló. Sus músculos se endurecían. Pinchazos de dolor le apuñalaban los huesos. Se miró las manos y vio una telaraña de grietas. Su cuerpo se resquebrajaba como vidrio. Sofocándose, miró a la valquiria.

Se parecía a la Virgen.

Su manto era negro.

Su sonrisa morena era inocente y sanguinaria.



CARLOS GARDINI

Sería superfluo repetir aquí los datos más conocidos de la vida y libros de Carlos Gardini. En ../../ecf/e-gardin.htm podrán encontrar enlaces a sus obras y críticas de las mismas, por lo que sólo agregaremos que acaba de aparecer Fábulas Invernales editada por Minotauro (hay una nota sobre la novela en ../../not/140/c-1400134.htm). Pero lo que sí nos interesa destacar es un detalle de los últimos trabajos publicados por el autor.

  • «Africa on the horizon» [tít. orig. «África en el horizonte»; traducción inglesa de Graham Thomson, en The Barcelona Review - International Review of Contemporary Fiction N° 12 (1999)
  • «Ecstasy» [tít. orig. «Éxtasis»; traducción inglesa de Graham Thomson], en The Barcelona Review - International Review of Contemporary Fiction N° 5 (1997)
  • «El baile de las víctimas», en Artifex 9. Antología de literatura fantástica, comps. Luis G. Prado y Julián Diez (Madrid: Bibliópolis, 2003).
  • «En ce temps-là» [tít. orig. «Otros tiempos»; traducción francesa de Philippe Mol], en Brèves N° 64 (Villelongue d'Aude, France: 2002)
  • «Gli occhi di un Dio in calore» [tít. orig. «Los ojos de un Dios en celo»; traducción italiana de Raul Schenardi], en Nova SF N° 51 (Bologna: Perseo Libri, 2001)
  • «La Fortezza della Solitudine» [tít. orig. «La Fortaleza de la Soledad»; traducción italiana de Raul Schenardi], en Carmilla N° 1 (Bologna: novembre 1998)
  • «Le disciple» [tít. orig. «El discípulo»; traducción francesa de Philippe Mol], en Archipel - Cahier International de Littérature N° 15, (Presses de Belgique: 2000)
  • «Los pescadores de ojos», en Solaris N° 23 (Madrid: La Factoría de Ideas, mayo 2004)
  • «Los pescadores de ojos», en Torre de papel, ed. Eduardo Guisar Álvarez (Iowa City: University of Iowa, Fall 2000/Spring 2001)
  • «Reliques» [tít. orig. «Reliquias»; traducción francesa de Philippe Mol], en Archipel - Cahier International de Littérature N° 13 (Presses de Belgique: 1999)
  • «Timbouctou» [tít. orig. «Timbuctú»; traducción francesa de Sylvie Miller], en Utopiae 2003, comp. Bruno della Chiesa (Nantes: l'Atalante, 2003)
  • «Venise en flammes» [tít. orig. «Venecia en llamas»; traducción francesa de Philippe Mol], en Archipel - Cahier International de Littérature N° 14 (Presses de Belgique: 1999)


  • Axxón 142 - Septiembre de 2004