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LA ÉTICA DE LA TRAICIÓN
Gerson Lodi-Ribeiro
Brasil



En el relato que presentamos, "La ética de la traición" del escritor brasileño Gerson Lodi Ribeiro, el punto de inflexión "uficcional" es un episodio de la Guerra de la Triple Alianza que involucró a Brasil, Uruguay y Argentina por un lado y al Paraguay del Mariscal Solano López por otro. Como todos saben esta guerra fue definida por la enorme superioridad numérica del bando aliancista y desembocó en un terrible genocidio de la población masculina paraguaya. No obstante, Lodi Ribeiro elige apoyarse en ciertas marcas de la guerra que pudieron haberse definido de otro modo y a partir de ellas construye una Historia alternativa vigorosa y nada complaciente para con su propio país.
      Dentro del marco de la UFICCION hemos ubicado hasta ahora relatos ucrónicos, aquellos cuya regla básica es la bifurcación de la Historia a partir de un hecho clave. Pero pronto presentaremos otra variante de la Historia alternativa y es aquella en la que las personas conocidas y registradas por las crónicas se mezclan y actúan con personajes de ficción cuyas acciones viven en la memoria colectiva. Esta suerte de meta-ficciones da ocasión a fusiones e interacciones muy estimulantes. Desde esta sección los invitamos a participar enviándonos sus propios relatos enmarcados en esas premisas.

Alfredo Álamo - Sergio Gaut vel Hartman


LA ÉTICA DE LA TRAICIÓN
Gerson Lodi-Ribeiro


1: MOVIMIENTO FORZADO

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El lado brasilero del puesto fronterizo de Itararé seguramente era el escenario de una actividad frenética.
      Los agentes del Despacho General de Información infiltrados en la Policía Federal habían diseminado la noticia de mi tentativa de evasión por toda la ciudad. Como resultado, centenares de policías de elite, trajeados de paisano y recién llegados de sus comandos regionales, ahora estaban registrando las calles, las estaciones ferroviarias, las terminales de turboómnibus y los hoteles de dicho municipio. El entrenamiento administrado en la Academia de Río de Janeiro y el aparato técnico que desplegaban les garantizaba que mi fuga tuviera una muy baja probabilidad de éxito.
      Y así habría sido, claro, en caso de que hubiese optado por esa ruta de escape.
      Orientado por el mismísimo Cónsul de la República Guaraní de Sao Paulo, y munido con documentación falsa y un disfraz que él, amablemente, me hizo confeccionar, conseguí embarcar de incógnito en una barcaza nuclear que hacía el transporte normal de carga y pasajeros por el trecho navegable del Parabapanema.
      La Espiritu Santo aprovechaba la corriente favorable, navegando lentamente hacia el oeste, con las turbinas gemelas girando muy por debajo de la potencia nominal. Habían construido la embarcación hacía cerca de cuarenta años, por encargo del gobierno brasilero, en un astillero paraguayo de Montevideo. Tecnológicamente obsoleta, pero aún operativa y confiable.
      Asomado por la borda, observé la margen izquierda del río. Un consorcio paraguayo-brasilero había rectificado ese sector del lecho del Paranapanema a principios de siglo, ampliando el trecho navegable. Como límite natural entre los dos países más desarrollados del hemisferio sur, el río poseía una importancia económica y estratégica considerable. A través de él se realizaba el riego de buena parte de la producción cerealera del norte de Paraguay.
      La margen derecha era mi país, donde dentro de poco tiempo yo sería considerado el traidor más pusilánime desde Don Pedro II. Entristecido, sonreí por el paralelismo. Él tampoco había tenido otra opción.
      Recordé aquella pintura al óleo que estaba en lo alto de la escalinata de la embajada guaraní, en la Quinta da Boa Vista. Retrataba a un frágil anciano, cuya barba blanca y bien cuidada contrastaba con la mirada amargada y la expresión de quien se siente extremadamente cansado. Al lado del último emperador brasilero había un hombre de mediana edad que llevaba las insignias de mariscal de la Grande República sobre un severo uniforme de campaña. Moreno y no muy alto, estaba apenas un poco encorvado sobre una mesa trabajada y de aspecto imponente, para firmar una declaración de paz. La verdadera escena había tenido lugar cerca de la propia embajada, en ese entonces el palacio imperial.
      Dirigí la mirada hacia babor. A partir de esa margen, se entendían los suelos de la nación más poderosa de la Tierra. El país donde había vivido durante mis años de doctorado y post-doctorado. La libertad.
      Traidor... Tal vez realmente podrían llamarme así. Después de todo, por un acto de mi voluntad, había evitado que mi país se transformara en la mayor potencia de América del Sur. En mi defensa no alego ignorancia ni desconocimiento. Estaba en pleno dominio de mis actos cuando destruí las esperanzas del Secretario de Guerra y de los pocos investigadores que comulgaban con sus ideas de grandeza.
      Menos puedo afirmar que sintiera remordimientos. Apenas amargura, por la certeza de que, mañana o más tarde, mi nombre sería usado como sinónimo de traición. ¿Acaso mis compatriotas sabrían algún día que me debían hasta el futuro de sus hijos y nietos por nacer? Veinticuatro horas, más o menos, para la completa ruina de mi reputación como hombre de ciencia y como ser humano. Colegas y amigos, parientes y seres queridos, todos se avergonzarían de haber convivido conmigo.
      Y, sin embargo, volvería a hacer todo de nuevo. Una, diez, un millón de veces.
      No había manera de proceder de otra forma. En el ajedrez, a eso lo llamamos "movimiento forzado".
      En nombre de un patriotismo insano, aquel loco proponía otro tipo de movimiento forzado. Un absurdo que, si se ponía en práctica, destruiría la civilización, modificándola más allá de cualquier posibilidad de reconocimiento.
      Habíamos observado los hologramas de las alteraciones. Un mundo perturbado e injusto. No nuestra vieja Tierra, sino un planeta, en muchos aspectos, más alienígena que ese Marte que los paraguayos y alemanes estaban comenzando a colonizar. Una Tierra diferente, habitada por personas físicamente idénticas a nosotros, pero con pensamientos y actos extrañamente irracionales. Un planeta repleto de conflictos, intolerancias y desigualdades que llevaban a la miseria y la inanición a centenares de millones de personas.
      Aún conociendo ese cuadro, el Secretario de Guerra pretendía convertir a nuestra Tierra en ese mundo.
      ¡Movimiento forzado! Sentí ganas de reírme a carcajadas. Mi fuga desesperada, dejando atrás mi tierra natal, y en ella a los amigos y a todo cuanto amaba... ¡ese sí que era un movimiento forzado!
      Era el tipo de pensamiento que asolaba mi espíritu en aquellos días. Busqué consuelo en el argumento (¿irrefutable?) de que era preferible la infelicidad a la inexistencia. Siempre albergué dudas de carácter filosófico a ese respecto. Metafísica repentinamente transformada en pragmatismo: tal vez había sido eso lo que forzó mi mano, cuando finalmente reuní el coraje de instruir al programa coordinador del Proyecto para que emitiera los sesenta y tantos kilogramos de agua clorada.


La mayoría de la población brasilera siente, bien en el fondo de su alma, un doloroso ardor causado por la presencia de una mezcla humeante, compuesta por partes iguales de odio y de envidia por la República Guaraní. Después de todo, habían ganado la guerra de la Triple Alianza y fragmentado al Imperio Brasilero en dos naciones soberanas distintas, además de un protectorado mucho más grande que nuestro territorio remanente. Esa victoria posibilitó la continuación de la revolución industrial paraguaya y la ascensión de ese país como la mayor potencia de América, ya en la época de la Gran Guerra, a principios de siglo.
      Siempre juzgué que, si fuese necesario atribuir alguna culpa que no fuera a nosotros mismos por los malogrados actos de los militares del Imperio, ésta debía recaer sobre el capitalismo británico. La Guerra de la Triple Alianza fue fomentada —como es de conocimiento público actualmente— por los ingleses, temerosos de la competencia potencial representada por un Paraguay militarmente fuerte, políticamente voluntarioso, económicamente independiente, industrializado y comenzando a ensayar un sistema económico que ya era socialista desde su esencia.
      Uno de mis bisabuelos del lado materno, hijo de ex-esclavos brasileros radicados en la República Guaraní, fue oficial del ejército paraguayo. Sirvió durante unos años en las tropas de ocupación que estaban acuarteladas en varias de las principales ciudades brasileras, desde la Caída del Imperio hasta la primera década de nuestro siglo. Solía pasar sus períodos de licencia en la ciudad de Río de Janeiro. En una de esas ocasiones conoció a una joven carioca proveniente de una familia de negros ya emancipados desde antes de la Guerra, cuyas actividades agrocomerciales prosperaron bastante con la Abolición de 1876... mi bisabuela, Lucinda.
      Con tales antecedentes, es comprensible que no estuviese sujeto a la ola de preconceptos anti-guaraníes que hasta el día de hoy les inculcan en la mente a los jóvenes brasileros.


La Espíritu Santo llevaba poca carga en su viaje hacia el noroeste. Algunas toneladas de bolsas de café paulista de alta calidad, bastante apreciado por los ciudadanos de la República Guaraní. Muy poco en comparación con los cereales y electrodomésticos de procedencia paraguaya. Para no mencionar las micropastillas de silicio de penúltima generación ya liberadas por la Oficina de Ciencia, ávidamente importadas por las industrias montadoras de supermicros paulistas y mineiras.
      No se podía decir lo mismo sobre el grupo de pasajeros. Más de un centenar de turistas regresaban a su país de origen, junto con cerca de una docena de ejecutivos de las filiales brasileras de las multinacionales estatales paraguayas. Para aliviar la tensión que me oprimía el espíritu durante aquellas primeras horas posteriores al embarque, traté de distraerme intentando adivinar, por la actitud de esos ejecutivos, cuáles de ellos estaban retornando a Paraguay para unas merecidas vacaciones y cuáles regresaban a la casa matriz para someterse a ciclos de actualización hipnopedagógica.
      También había casi dos docenas de brasileros a bordo, en su mayoría turistas adinerados. Y una joven pareja alemana de luna de miel.
      A todo esto, había dos de mis compatriotas que no lograban hacerse pasar fácilmente por turistas, por más que se esforzaran. Eran altos y de buena musculatura. Ambos de alrededor de treinta años y con cortes de cabello de estilo típicamente militar. El blanco era el de mayor edad y más corpulento, y medía más de dos metros. El mulato, casi tan oscuro como yo, poseía unas facciones aquilinas, usaba anteojos espejados y parecía ser el de rango superior.
      Estaban invariablemente juntos. Se mantenían siempre próximos al pequeño industrial paulista que yo fingía ser. Coincidencia o no, la puerta del camarote de ellos daba a la puerta del mío.
      Me enteré por el comandante de la barcaza, un viejo oficial reformado de la Marina Paraguaya, que esos dos y yo nos sentaríamos a la misma mesa durante el almuerzo. Además, nos acompañaría la parejita alemana y, felizmente, también mi contacto.
      El Mayor Hernández era un oficial de la D.G.I. Estaba travestido como ejecutivo de la Compañía de Petróleo del Paraguay, la poderosa multinacional que extraía petróleo crudo tanto en territorio venezolano como en las arenas de la península árabe, en las selvas de Indonesia, en la provincia pernambucana de Recóncavo y, más recientemente, en la plataforma continental brasilera de Bacia de Campos.
      El falso ejecutivo era exactamente lo opuesto a lo que yo imaginaba como el arquetipo de un agente secreto. Delgado, de mediana edad y con un aire agitado; blanco, aunque muy bronceado, de cabello lacio y oscuro, y con un bigotito que de inmediato califiqué como mínimo de ridículo.
      Apenas tuve oportunidad de intercambiar media docena de palabras con mi contacto cuando éste percibió la presencia de los federales brasileros y me alertó sobre la conveniencia de mantenernos apartados, a fin de no despertar sospechas. De cualquier forma, era reconfortante saber que había un oficial, entrenado en el mejor y más poderoso servicio secreto del mundo, asignado a la misión de hacerme llegar ileso a territorio paraguayo.
      Ante la enérgica actitud de Hernández, no tuve tiempo de relatarle el comportamiento extraño de la pareja de alemanes. Particularmente, la actitud de Inga Hoffmann.
      En primer lugar, para ser una pareja alemana de luna de miel pasaban demasiado tiempo fuera del camarote nupcial, reservado especialmente para ellos. Recordando cuán puritana es la moral alemana, concluí que difícilmente habrían tenido muchas oportunidades para la intimidad sexual mientras eran solteros. Al contrario de lo que ocurre entre nosotros, escuché decir que hacer el amor antes de la noche de bodas no es un hábito arraigado entre los alemanes.
      Segundo, esa mujer rubia y bien proporcionada venía enfocándome con una cámara holográfica de un modo subrepticio, pensando probablemente que no me daba cuenta. Una joven alemana bella y saludable, en viaje de bodas por el continente sudamericano y cámara en mano, debía preocuparse más por filmar al marido o, al menos, a la fauna y flora exuberantes de la región. Jamás a un extraño. Después de todo, incluso disfrazado, yo no me consideraba tan atractivo. Principalmente teniendo en cuenta las ideas de belleza física que defiende la cultura alemana.
      A no ser que la joven pareja no fuese exactamente lo que aparentaba.
      Sentí que estaba comenzando a volverme paranoico.
      Me parecía probable que ella simplemente estuviese mirando por el aparato hacia donde estaba yo para ajustar el foco, sin activar el disparador.
      Estaba con los nervios a flor de piel. Creía ver a una eficiente espía de la Confederación Germánica donde, según todo lo indicaba, sólo había una joven entusiasmada con su juguete nuevo. Muy probablemente, regalo de casamiento de algún pariente rico.


 

2: UN RATÓN EN EL ALMUERZO DE LOS GATOS

La barcaza era un rectángulo de ciento diez metros de largo por dieciocho de ancho y tres de calado. Su casco de fondo chato, sin quilla, estaba especialmente proyectado para la navegación fluvial.
      La embarcación poseía tres cubiertas. Una, a la que el comandante se refería como "cubierta principal", donde se situaban los camarotes de los pasajeros, los restaurantes, las salas de juego, el cine, la biblioteca y otros aposentos destinados a la recreación de los viajeros; la cubierta superior, donde se localizaban los alojamientos de la tripulación, la borda interna y externa y la pasarela; y la cubierta inferior (o "cubierta de abajo", según los marineros fluviales), reacondicionada para el transporte de carga perecedera, que además albergaba los sistemas de propulsión nuclear y auxiliar.
      Sonó una sirena que anunciaba el inicio del horario de almuerzo. Supe, por intermedio de Hernández, que el comandante de la Espíritu Santo se sentaría a nuestra mesa.
      Caminé por la cubierta superior, a lo largo de la borda de babor, en dirección a popa.

      Mientras me encaminaba hacia el pequeño restaurante de primera clase, observé los campos cultivados de la región ribereña de la margen paraguaya. Vi a un campesino alto y mulato, con un sombrero de ala ancha que a la distancia parecía de cuero auténtico. El hombre estaba solo, de pie, en medio de esa vasta extensión de tierra cultivada, dando órdenes con voz firme, audible incluso desde la barcaza, a más de una docena de máquinas agrícolas automáticas. Obedientes, las máquinas iban y venían. Sembradoras preparando la futura cosecha en algunos trechos, al tiempo que los tractores abrían surcos en otros, esparciendo fertilizantes bacterianos en el suelo revuelto, mientras las cosechadoras extraían el cereal maduro.
      Reconocí maíz, poroto negro y algodón. Tres plantas que los paraguayos habían vuelto más resistentes a las inclemencias del tiempo y prácticamente inmunes a la acción de las plagas, gracias al empleo de las técnicas de ADN recombinante. Más al sur, en la campaña gaúcha, los agricultores de la República Guaraní producían trigo y soja, cuyos excedentes eran importados a precios subsidiados hacia muchas de las jóvenes naciones africanas y asiáticas. En las provincias de Río Grande del Sur y de Uruguay se producían uvas finas, transformadas en el mejor vino tinto del planeta por las pequeñas compañías vitivinícolas familiares. Del otro lado del Paranapanema, los brasileros todavía practicaban el monocultivo cafetero, mechado aquí y allá con cultivos de soja.
      Ya cerca de popa, siguiendo las indicaciones luminosas instaladas en las mamparas de la cubierta superior, descendí por una escalera en espiral que desembocaba en el recibidor del restaurante de primera clase.
      Apenas dos de las cuatro largas mesas de ocho lugares estaban tendidas, con platos, vasos y cubiertos. Avisté al matrimonio Hoffmann sentado en una y me dirigí a ellos. Me senté en el sitio indicado, frente a Hans Hoffmann, hombre blanco de casi treinta años, de piel bien clara, ojos azules y cabello castaño. Un camarero que salió de la cocina retiró de la mesa la tarjeta con el nombre de mi identidad falsa. Los agentes, que me habían seguido de cerca, se sentaron poco después. El más robusto, el Sr. Pereira según la tarjeta, se sentó a mi derecha, frente a Inga. Su amigo, el Sr. Silva, se ubicó a la derecha del primero, frente a un asiento vacío sobre el cual la joven alemana había depositado su infalible holocámara.
      El Mayor de la D.G.I., que utilizaba el mismo nombre con que se había presentado ante mí, llegó unos minutos más tarde, salvándome de una fastidiosa conversación con la pareja alemana, que versaba sobre la diversidad de la flora que aún quedaba en la región de Paranapanema. El asunto, confieso, estaba muy lejos de ser uno de mis puntos fuertes.
      Los alemanes articulaban un castellano tan bueno como el mío. El hecho no me causó sorpresa, considerando la maciza influencia cultural paraguaya, también presente en Europa, por lo menos desde el fin de la Guerra Mundial de 1927, y el consecuente plan de auxilio económico emprendido por Asunción en las naciones europeas de posguerra.
      Con una sonrisa cautivante hacia los alemanes, Hernández se sentó en la cabecera más distante, quedando el atlético Sr. Silva a su izquierda.
      El comandante fue el último en llegar, casi diez minutos después de Hernández. Sentado en la cabecera a mi izquierda, el Teniente de Corbeta Ruiz Daross me pareció menos paraguayo que Hans Hoffmann. A lo largo de la comida, confirmé lo que sospechaba: el oficial reformado había nacido en la ciudad guaraní de Blumenau, una colonia de inmigrantes alemanes y austríacos radicados en la provincia de Santa Catarina una década después del final de la Guerra de la Triple Alianza.
      Rubio, alto, de ojos verde agua y complexión robusta, el comandante aparentaba haber conservado intacto su vigor aún en la madurez. Hablaba alemán, castellano, portugués y, como descubrí más tarde, guaraní con igual fluidez. Demostró ser un hombre extremadamente simpático, expansivo y de temperamento extrovertido. Nos contó que la carrera naval era una especie de tradición en su familia: el abuelo había peleado en la Guerra Mundial para la Marina Paraguaya, protegiendo los convoyes que transportaban alimentos y armamento a la patria de sus padres y a sus aliados austro-húngaros. Un hermano de su padre había sido agregado naval en el Departamento Británico de Hawaii, actuando como observador neutral durante la guerra sangrienta, prolongada e inconclusa que los ingleses y australianos habían trabado contra el Imperio Nipón del Pacífico.
      Degustamos nuestros aperitivos mientras los camareros nos servían apetitosos filetes de excelente carne bovina paraguaya. La joven alemana me hizo una pregunta en castellano:
      —Y bien, ¿qué novedades hay en Brasil?
      Recordé que la pareja había abordado la Espíritu Santo en el puerto fluvial de Itararé, después de dos horas de viaje en turboómnibus expreso. Habían tomado ese expreso en el interior del Aeropuerto Internacional de Río de Janeiro, minutos después de desembarcar del estratosférico procedente de Berlín. Debían sentir mucha curiosidad, por cierto, de saber qué había de nuevo en un país que habían cruzado tan rápido.
      Decidí evitar toda mención a los asuntos de carácter técnico o científico, y no me atreví a arriesgar comentarios sobre política. Después de todo, como típicos europeos que eran, los Hoffman debían creer devotamente que los brasileros no entendíamos nada del asunto. No importaba que fuésemos la quinta economía del mundo. En la opinión de los alemanes, siempre seríamos —apenas— el "País del Fútbol". El estereotipo no me irritaba, al contrario de lo que ocurría con la mayoría de mis compatriotas.
      —El nuevo técnico de la selección es Rodrígues. Escuché que la lista de los convocados para la Copa de Japón debe estar por salir este mes.
      Hernández asintió casi imperceptiblemente y aprovechó el pie. —¡Pero todavía faltan casi dos años para el Mundial del 95!
      Hans Hoffmann rió y miró a su esposa con el aire de triunfo de quien acaba de ganar una apuesta. Ese era el lado malo de ser pentacampeones mundiales de fútbol, mientras que Paraguay y la Confederación Germánica sólo poseían dos títulos cada uno. Los paraguayos, nuestros vecinos y "clientes" habituales, conocían bien nuestra manera de ser. Pero para los extasiados alemanes todos los brasileros éramos grandes especialistas en el severo deporte británico.
      Atento, el comandante pareció percibir que mis conocimientos futbolísticos no eran gran cosa, aparte de la afirmación sobre Rodrígues. Desgraciadamente, se portó como un auténtico caballero porteño y decidió sacarme del brete, sin olvidar la curiosidad expresada por los alemanes.
      —La última gran novedad en Brasil, bella jovencita, es la desaparición de un físico importante. Jefe de investigación de un proyecto secreto de grandes proporciones que, según dicen, desarrollaba en la Universidad de Sao Paulo para el gobierno brasilero.
      La noticia fue la sensación del almuerzo.
      Sentí que se me helaba la sangre. Mis ojos buscaron los de Hernández, pero éste insistía en sobarse el lustroso bigote mientas examinaba minuciosamente su bife, como si pretendiese descubrir en él una salida para la situación peligrosa en la que nos encontrábamos.
      Pereira se mostró indignado. —¡Pero eso todavía no salió en los diarios!
      Por un momento, el comandante Daross analizó la fisonomía del agente, como un estratega de algún ejército invasor buscando encontrar una falla en las murallas de la ciudadela enemiga sitiada. Después se relajó y sonrió, comentando en tono de confidencia:
      —Todavía no. Recibí la noticia hace casi una hora, por telefax. Mantienen cierto sigilo, pues parece haber sospechas de sabotaje, y ese tipo de asuntos normalmente puede terminar con alguna crisis diplomática. Hay insinuaciones de que el investigador intentaría huir hacia nuestro país. De cualquier modo, probablemente mañana aparecerá toda la historia en los diarios.
      —¿Y usted, por casualidad, recuerda el nombre de ese científico? —El joven alemán parecía demasiado interesado para mi gusto. Hernández me lanzó una breve mirada de advertencia.
      —Claro. Se trata del profesor Julio César Albuquerque Vieira. Según el fax, se graduó en la Universidad de Campinas, hizo la maestría en el Instituto de Astronomía y Geofísica de la USP y el doctorado en el Instituto de Física Avanzada de Asunción; durante varios años fue profesor titular del Centro de Investigaciones Cosmológicas de la Ciudad de López. Es el físico brasilero que recibió el Premio Nobel de Física en 1985.
      Hoffmann abrió mucho los ojos y chifló. —¡Albuquerque, el gran teórico de los pliegues espaciotemporales! No sabía que estaba trabajando en un proyecto secreto...
      —Si todos lo supieran no sería secreto —bromeó Hernández, haciendo gala de una sangre fría admirable.


Trabajar allí había sido, sin duda, una pésima idea.
      En aquel momento, hacía cinco años, cuando el Gobierno me ofreció un laboratorio completo para probar mis teorías, un equipo de físicos experimentados de nivel internacional y fondos virtualmente ilimitados, me sentí como su estuviese ganando un segundo Nobel. Las condiciones no eran peores que las que me habían ofrecido en caso de que decidiera irme a trabajar a la República Guaraní, la Confederación Germánica o el Imperio Nipón.
      Una tonelada y pico de orgullo idiota y un egoísmo fuera de lugar, mezclados con una pizca o dos de patriotismo mal aplicado, me hicieron casi pactar involuntariamente con la obliteración del mundo conocido.
      Desde mi maestría en el IAG venía dedicándome a la tentativa de comprender la estructura y el comportamiento de los pliegues espaciotemporales.
      Las ecuaciones que utilizaba en la descripción de esa estructura preveían la posibilidad teórica de rastrear los flujos de perturbación puramente temporal de un pliegue de cuarta especie. En términos legos, esto significa la posibilidad de visualización de un conjunto de eventos pasados en las proximidades de un objeto masivo. En el caso de un sólido con la masa de la Tierra, la persistencia máxima de un flujo es de casi cuatrocientos años.
      Cuando regresé a la USP, después de un largo período de perfeccionamiento en el Unicamp, para asumir la coordinación científica del Proyecto Cronos, no esperaba construir una máquina del tiempo.
      Al menos, no un mecanismo de estilo victoriano como el propuesto por el escritor de ciencia ficción inglés Herbert Wells...
      Creía, sin embargo, que tal vez seríamos capaces de fabricar una especie de "televisor temporal". Un dispositivo que proporcionase la visualización de sucesos históricos pretéritos; una herramienta tecnológica poderosa, no sólo como instrumento auxiliar para la investigación en el Departamento de Historiografía Aplicada de la universidad, sino, principalmente para, a través de puestos de trabajo ni siquiera imaginados, modificar la sociedad humana como un todo, volviendo a la civilización actual más consciente de la compleja vida cotidiana de las culturas pasadas y, por comparación, de los caminos posibles para llegar a un futuro mejor.
      Ingenuidad.
      Idealismo pueril e increíblemente tonto.
      Finalmente —después de más de cuatro años de cálculos, simulaciones por computadora, soluciones numéricas y fabricación de componentes, algunos de los cuales implicaron el desarrollo de tecnologías específicas enteramente nuevas— el rastreador estuvo listo. Nos tomó más de un año y ocho meses ajustar el equipo para la obtención de hologramas nítidos, y cuatro meses graduar la profundidad de penetración temporal del haz de rastreo.
      Recién entonces comprendimos que algo andaba mal.
      El rastreador funcionaba perfectamente. La programación era correcta, tanto en nitidez como en graduación de profundidad. No obstante, los hologramas, los hologramas en sí, eran erróneos.
      No es que hubiera fallas en el proyecto. Sencillamente, los hologramas, a partir de un determinado punto, no coincidían con los sucesos históricos tal como sabemos que ocurrieron.


—Señor Oliveira, ¿se siente bien? Apenas tocó el filete. ¿La comida no es de su agrado?
      —Está deliciosa —le aseguré al comandante, cuyo semblante mostraba preocupación y cierta curiosidad—. Es que estoy un poco descompuesto. Con náuseas por el viaje, creo.
      —Pero el río está tan calmo. El barco casi no se sacude... —Aparentemente molesto por mi pretexto de susceptibilidad al balanceo de su embarcación, decidió cambiar de tema—. Pasemos al postre, entonces.
      Sentí alivio por dejar de ser el centro de atención. La sensación se desvaneció cuando percibí la velada cautela con que los dos agentes, prácticamente callados durante todo el almuerzo, examinaban mi comportamiento y reacciones.
      Intenté disimular lo mejor posible el escalofrío de miedo que se deslizó a lo largo de toda mi espalda.
      Pensé en lo que ocurriría si me capturaban y repatriaban a Brasil. El juicio y la ejecución no me atemorizaban tanto. Mucho peor sería la condenación pública. Los millones de rostros furiosos que, ignorando el propósito que había guiado mis actos, pronunciarían solamente la misma palabra odiosa con que el viejo emperador había sido insultado durante la partida de su navío hacia el exilio en Europa: "¡Traidor!"
      Después del postre, el comandante demostró, una vez más, ser un excelente anfitrión, mandando servir un amaretto simplemente soberbio. Por desgracia, con el sistema nervioso ya hecho trizas, me vi obligado a cometer el más ingrato de los sacrilegios: tomar ese digestivo de calidad superior sin la debida apreciación ni el placer gustativo correspondiente. Engullí el contenido de la minúscula copa de un solo trago, sin sentir el bouquet ni el sabor.
      Disculpándome con los demás, me levanté y me dirigí al camarote a paso rápido. No me importó en lo más mínimo que los señores Silva o Pereira siguieran mis movimientos.


 

3: UN MAPA MUY EXTRAÑO

En el camarote me sentí un poco menos inseguro. Supuse que los agentes probablemente no habían osado instalar equipos de escucha. De cualquier modo, no me arriesgué al punto de remover la máscara de material biosintético que me recubría todo el rostro.
      Encendí el micro del camarote, colocándolo en modo teletexto. Ingresé a las tapas de los principales diarios paraguayos y brasileros. Todavía no había noticias sobre la fuga. Según me habían dicho, las ediciones periodísticas en teletexto eran actualizadas cada tres horas. La última actualización había sido poco antes. Treinta minutos después de la próxima, pensé, si todo salía bien, yo estaría desembarcando en el puerto fluvial de Barranquilla, del lado paraguayo del río.
      Desactivé el micro y giré el sillón de la consola, quedando de frente a la mampara opuesta. Había un mapa fijo en un cuadro, protegido con vidrio y moldura. Ya había reparado en que se trataba de un cuadro antiguo en ocasión de pasar brevemente por el camarote, antes de la partida de la barcaza, para sacar algunos objetos personales de la maleta y guardarlos en el armario.
      Observándolo más atentamente, percibí que el mapa era considerablemente elaborado. El trabajo de un artista: hecho a mano y, sin embargo, perfecto hasta en los más mínimos detalles y tonalidades, como si hubiese sido ejecutado por un programa gráfico de última generación.
      Un mapa de América del Sur. Bien delineado, mostrando el relieve, los ríos principales, islas y lagos, y las ciudades. Como todos los brasileros, estaba acostumbrado desde la infancia a los mapas geopolíticos del subcontinente.
      Era el segundo que presentan los hologramas generados en los programas educativos, que los padres comúnmente alquilan para hacerlos correr en los micros de sus hijos en edad escolar. Enseguida después del holo de Brasil, al inicio del módulo de geografía.
      Una figura bastante familiar y, al mismo tiempo, extraña.
      Eso, al menos, había cambiado muy poco desde que era niño.
      Me habían dicho que, en los programas más recientes, los holomapas de América del Sur ya aparecían con las ciudades y accidentes geográficos de las regiones paraguayas conquistadas durante la Guerra de la Triple Alianza designadas en castellano y no en portugués. Por los nombres que sus nuevos amos les habían dado.
      ¿Ciudad de López en vez de Porto Alegre? No sé si me hubiese gustado ver un holomapa así...
      Pero un día, tarde o temprano, la sociedad brasilera iba a tener que encarar la historia de frente. Nuestros antepasados habían perdido una guerra que habían considerado ganada. Una guerra en la cual debíamos ser, aparentemente, dueños de todos los triunfos. Después de tanto tiempo, ya no servía de nada avergonzarnos por la incompetencia y por las fallas estratégicas de los generales del Imperio. Teníamos que reconocer los hechos históricos y dejar de escondernos detrás de las disculpas del tipo "podría haber ocurrido si hubiésemos ganado la guerra".
      Dejé de filosofar sobre esa "política del avestruz" mantenida hacía más de un siglo por la cultura brasilera, fijando la atención en el trabajo de artífice. Creo que fue una especie de mecanismo de fuga, algo capaz de hacerme olvidar momentáneamente la crisis que había culminado en mi escape de Brasil, después del sabotaje del Proyecto.
      La Gran República del Paraguay merecía la designación. En una tonalidad de vino rosado, se destacaba como el país de mayor área de América del Sur, incluso sin contar al Protectorado del Mato Grosso, bajo control político y económico paraguayo. Ese gran territorio se extendía, en rojo claro, hasta la margen sur del Amazonas. A pesar de rebautizarlo en castellano, el portugués seguía siendo, a despecho de los esfuerzos e incentivos de las autoridades guaraníes, el idioma más hablado de la región.
      Al este, bañados por el Atlántico, los dos únicos estados independientes que quedaban del otrora vasto y orgulloso Imperio Brasilero de la época anterior a la Guerra de la Triple Alianza. Más grande y más al norte, en azul cobalto oscuro para que no se confundiera con el tono más claro del océano, estaban nuestros vecinos de lengua portuguesa, la República de Pernambuco, última dictadura militarista que quedaba en el subcontinente. Al sur, más pequeño, pero más rico e industrializado (en gran parte, reconozco a regañadientes, gracias a las reformas económicas impuestas durante la Ocupación), está Brasil. En verde claro, nuestro territorio, que antiguamente ocupaba casi la mitad del subcontinente, aparecía reducido a sus proporciones actuales, poco menos de 1.000.000 km2.
      La obra de arte me hizo recordar aquel otro mapa. Una figura bidimensional compuesta por dos subprogramas del Proyecto a partir de las holografías generadas por el rastreador temporal. Una América del Sur diferente. Brasil con un territorio aún mayor que el de la época del Imperio.
      Un país con dimensiones de continente y, a pesar de ello, débil. Y muy pobre... Habitado predominantemente por un pueblo famélico e ignorante. Un país cruel, cuyo sistema económico era un tipo de capitalismo que, en muchos aspectos, era aún más salvaje que el practicado por el Imperio Británico a mediados del siglo pasado. Un Brasil cuyas riquezas estaban concentradas en poquísimas manos, situación sin paralelo en ningún país actual de nuestro mundo.
      Un Brasil de una Tierra que no había sido beneficiada por casi sesenta y cinco años de Pax Paraguaya.
      Mis divagaciones se vieron interrumpidas por un estallido seco proveniente de la puerta. Yo la había cerrado con llave, pero el picaporte giraba.
      Apenas tuve tiempo de levantarme del sillón cuando Silva y Pereira ingresaron al camarote sin la más mínima ceremonia. Silva llevaba una pequeña pistola-ametralladora, mientras que el otro mantenía las manos ocupadas con un aparato minúsculo, ciertamente el que había permitido la apertura de la cerradura electrónica. Deshabilitó el dispositivo y lo guardó en el bolsillo del pantalón. Comentó en tono casual:
      —Estas cerraduras antiguas siempre terminan dándome más trabajo. Imagínese, casi diez segundos para desarmarla.
      Silva le lanzó un breve vistazo de reprensión. Desvió ligeramente el caño del arma, de mi cabeza a la mampara que estaba a unos centímetros a la derecha, en un gesto calculado cuyo objetivo tal vez era tranquilizarme.
      —Le solicitamos que permanezca calmado, Sr. Oliveira. No existe el menor motivo para temer. Somos policías federales. —Con la mano libre me mostró un distintivo de plástico metalizado, con las armas nacionales en relieve y su fotografía en colores con las placas de oficial sobre los hombros—. Sólo pretendemos revisarlo y examinar sus documentos.
      —Mera cuestión de rutina —explicó Pereira, guiñándome el ojo mientras estiraba la mano hacia atrás para cerrar la puerta.
      Todo fue muy rápido. No advertí muy bien en qué momento entró Hernández al camarote.
      Solamente sé que debe haber atravesado el umbral de un salto, antes de que Pereira cerrara la puerta. En un instante, yo estaba solo con los dos agentes; en el siguiente, el oficial de la D.G.I. ya se encontraba en el centro del aposento.
      Dotado de una agilidad que yo jamás le hubiese atribuido, saltó sobre el macizo Pereira, como un David contra Goliath. Con un puntapié aplicado de lleno en el rostro del gigante, lo derribó sobre la alfombra del camarote, donde el agente quedó tirado.
      El paraguayo no dispuso de tiempo para colgarse los laureles de la victoria parcial. Las décimas de segundo que me dedicó, cuando pretendió, con una corta sonrisa, asegurarme de que tenía todo bajo control, fueron bien aprovechados por Silva, que, con un golpe seco de la corona de su arma en la nuca del enjuto oficial lo puso fuera de combate. Hernández cayó primero de rodillas y luego, con un gemido, se desplomó sobre Pereira, quedando igualmente inconsciente.
      —Un falso ejecutivo de empresa estatal paraguaya viniendo en auxilio de un industrial brasilero. —El agente ya no intentaba simular simpatía. El caño de la pistola volvió a apuntarme al cráneo—. Esto me parece muy extraño. Creo que mis sospechas tal vez no son tan infundadas, ¿verdad, profesor?
      —No sé de qué me está hablando. ¡Presentaré mis quejas al comandante por esta conducta injustificable!
      Reconozco que, como bluff, mi amenaza era irrisoria. En mi defensa, alego que apenas lograba mantener la sangre fría, dadas las circunstancias. Lo que, por sí solo, ya era muy difícil.
      —Claro que las presentará. —El tono de voz del agente revelaba todo el desprecio que sentía—. ¡Colaboracionista!
      Incluso ochenta y tantos años después del término de la Ocupación, eso se consideraba una ofensa grave. Sentí que la sangre me subía a la cara por debajo de la máscara del disfraz.
      —¿Desearía presentar el reclamo ahora mismo, mi amigo?
      Silva y yo miramos en dirección a la puerta al mismo tiempo.
      El comandante ingresó silenciosamente al aposento. En la mano derecha llevaba una pistola semi-automática de fabricación paraguaya. La apuntaba hacia el pecho del agente, de manera inequívoca. Atrás de él, y también armados, estaban Hans e Inga Hoffmann.
      Sorprendido y furioso, Silva estuvo a punto de reaccionar. Pero, felizmente, parece que también advirtió a los otros dos. Después de un impasse de uno o dos segundos, evaluó de forma correcta la obstinación en la expresión calma de Daross.
      Resoplando una palabrota, atendió al gesto del comandante y soltó el arma. Inga se aproximó, cautelosa; se agachó y recogió rápidamente la pistola-ametralladora. Hans retiró un rollo de hilo sintético de uno de sus bolsillos. En menos de un minuto, Silva se encontraba inmovilizado, sólidamente amarrado al sillón.
      Hans y el comandante tuvieron un trabajo considerable para sacar a Pereira de debajo del oficial de la D.G.I. y colocarlo sobre la cama, en donde lo ataron. Durante aquella ardua maniobra, Inga me mantuvo bajo la mira de su minúsculo revólver.


Cuando Hans pensó que el trabajo con las cuerdas de neohilo había terminado, el comandante apuntó a Hernández, todavía inconsciente, y emitió una orden en alemán.
      Con eso disipó cualquier resquicio de duda. Cualquier persona podía imaginar que Ruiz Daross sería capaz de traicionar a sus empleadores brasileros en beneficio de Paraguay. Al fin y al cabo, era su patria. Pero jamás me había pasado por la cabeza que estuviese traicionando a ambos en favor de los germanos.
      Debía, a pesar de todo, ser de rango bastante alto en las filas del servicio de espionaje alemán, a punto de estar apto para comandar a agentes nativos de la propia Confederación Germánica. Debía ser el resultado de ese maldito jus sanguinis de ellos...
      Hans trajo un sillón del camarote vecino. El oficial paraguayo también quedó amarrado.
      —Puede quitarse la máscara, profesor Albuquerque. —Daross todavía me parecía simpático y sincero, a pesar de que lo considerara un traidor. ¿Tendría sus propios motivos éticos?—. Está usted entre amigos.
      Con cuidado, me arranqué el disfraz. Solté un suspiro de alivio, no tanto por estar temporalmente libre de la incomodidad ocasionada por la máscara, sino por el hecho de que ya no me obligarían, como se configuraba hasta hacía unos minutos antes, a regresar a Brasil para ser juzgado por alta traición.
      —¿Pretenden secuestrarme?
      —¡No, lógicamente que no! —La indignación de la alemana Inga Hoffmann, o cualquiera que fuese su nombre, me pareció auténtica—. Sólo deseamos que usted aclare algunos detalles respecto del Proyecto Cronos. Después, si corresponde, tendremos que llevarlo a la Confederación. No será una tarea sencilla ni desprovista de riesgos, podemos asegurarlo. Pero, si tenemos éxito, usted encontrará todas las facilidades dignas de un científico de su jerarquía, para que pueda volver a distinguirse en el área de la física teórica.
      —¿Y qué detalles son ésos? —Intenté no sentirme eufórico. Abstrayendo el problema del idioma, la Confederación tal vez se tornara una patria adoptiva mejor que la República Guaraní. Además de la perspectiva de vivir en una de las potencias capitalistas más prósperas, mis compatriotas no me considerarían un colaboracionista.
      —Vamos a comenzar por el principio. —El comandante se dio vuelta hacia la joven alemana y pidió en castellano:— Heidl, por favor, muéstrale la fotografía del mapa.
      Inga retiró lentamente un pequeño sobre del bolsillo del saco. Me lo puso en las manos. Algo dubitativo, retiré la radiofoto de su envoltorio.
      Un mapa de América del Sur. Levanté rápidamente los ojos hacia el trabajo artístico enmarcado en la mampara y los posé nuevamente en la foto.
      Las divisiones políticas estaban mal. Hacían que el subcontinente dejara de parecerse al que de hecho existe en nuestro mundo. Brasil ocupaba la mitad del área de tierra firme, manteniendo a las Guayanas, Surinam, Venezuela y la mayor parte de Colombia al norte de la línea del ecuador. Incluidas dentro de las fronteras brasileras estaban también las tierras al sur del estado de Sao Paulo y la región al sur del Protectorado del Mato Grueso, anexadas por la República Guaraní después de la Guerra de la Triple Alianza.
      En aquel mapa, el propio Paraguay parecía insignificante. El Protectorado, al igual que la República de Pernambuco, no existía. En comparación, había un Uruguay soberano al sur de ese Brasil gigantesco. Como diferencias secundarias, se notaba que la República del Perú había perdido casi la mitad de su territorio en favor de nuestro país. (Había perdido no; había dejado de ganar. Después de todo, aquellas eran las tierras que los peruanos habían conseguido arrebatarle a un Imperio agonizante, sin que los brasileros, o incluso el Ejército Paraguayo, pudiesen hacer nada al respecto). Colombia aparecía sin su extensión centroamericana que, según un historiador asociado al Proyecto, se había vuelto un país independiente, ¡con la ayuda de los Estados Unidos de América!
      Bolivia y la Confederación Argentina aparecían con territorios considerablemente mayores. Ésta última se extendía desde el sur de Bolivia, en donde, en nuestro mundo, es todo únicamente paraguayo, hasta Tierra del Fuego, que, según todo indicaba, había conseguido de algún modo compartir con Chile.
      Los servicios de espionaje germánicos habían realizado un buen trabajo. Conocía de cerca el esquema de seguridad que cercaba las instalaciones del Proyecto. No debía haber sido fácil obtener esa radiofoto.
      —Sabemos que usted orientó la construcción de una especie de televisor temporal, profesor Albuquerque. —La voz de Daross continuaba tan pausada y agradable como siempre. —Un aparato de gran porte, capaz de exhibir eventos pasados, de acuerdo con lo que algunos de nuestros agentes infiltrados nos han informado.
      Hans torció la cabeza y clavó la vista en su "esposa", como si quisiera preguntarle algo. Daross continuó:
      —No comprendemos, sin embargo, el origen de esta fotografía. Según los informes transmitidos, el holograma fotografiado retrataba el interior de un aula de un colegio brasilero donde, hace cerca de treinta años, se dictaba una lección de geografía. ¿Acaso podría explicarnos las discrepancias existentes en el mapa?
      —Algunos de nuestros investigadores plantearon la posibilidad de que la holografía represente una película de ciencia ficción, con un argumento de historia alternativa. —El joven alemán parecía ser uno de los partidarios de la hipótesis que acababa de enunciar.
      ¡Touché!
      
Cuando era joven, solía devorar las revistas paraguayas de ciencia ficción. Las tramas basadas en historias alternativas —donde la divergencia en cuanto a uno o varios sucesos históricos pretéritos transformaban enteramente el presente— eran, de hecho, muy interesantes. Habían sido, desde hacía mucho, mis predilectas. Todavía recuerdo un relato en el cual los paraguayos y alemanes habían perdido la Guerra Mundial, posibilitando la expansión del Imperio Británico, hasta que éste había llegado a englobar la totalidad del continente afro-eurasiano; y de otro en el que los norteamericanos no habían adoptado una política aislacionista y retrógrada, optando por influir decisivamente en los sucesos históricos externos a sus fronteras y transformándose en la mayor superpotencia mundial.
      Desgraciadamente, la realidad había superado por mucho la prodigiosa imaginación de los más notables y delirantes autores de ciencia ficción. Y del modo menos pensado.


 

4: INTERFERENCIA DESTRUCTIVA

Lanzando un largo suspiro, comencé la explicación:
      —El rastreador temporal no lograba sintonizar los eventos pasados de nuestra realidad. Desde el punto de vista del multicontinuum, era como si esa otra realidad emitiese señales de flujo temporal de intensidad más elevada. Por más que intenté analizar el fenómeno no poseo, hasta el momento, una explicación definitiva para la causa que lo motivó.
      —¿Al menos tiene usted una idea de la razón de esa... interferencia? —El término utilizado por el comandante funcionaba como analogía, aunque estuviese lejos del rigor científico mínimo deseable.
      —Sí, una idea. Aparentemente, por más extraña que nos parezca, esa realidad alternativa tendría una mayor probabilidad de ocurrir que nuestra propia realidad. Estúpidamente mayor.
      El joven Hoffmann, olvidando gran parte del entrenamiento científico al que ciertamente se había sometido, se indignó, enunciando el mismo argumento falaz que yo ya estaba cansado de escuchar de boca de tres o cuatro científicos brillantes de la USP:
      —¡Pero nuestra realidad es la única verdadera!
      —Es cierto. —Suprimí la sonrisa irónica apenas me surgió en los labios—. Desde nuestro punto de vista, claro. Los ciudadanos de esa realidad alternativa también se consideran bastante reales...
      —Y lo son, ¿verdad?
      ¿Cuántas veces yo mismo me había hecho esa misma pregunta pertinente, ahora formulada por Inga Heidl?
      —Tanto como nosotros. No sabemos cuántas realidades diferentes existen, pero todas son indudablemente reales en sus propias estructuras espaciotemporales. A través del rastreador no logramos visualizar ninguna de ellas, ni siquiera la nuestra. Ninguna, con excepción de esa realidad alternativa en particular. Tal vez debido al hecho de que ésta sea, incluso en relación con nuestro propio continuum, extremadamente más probable. Además de estar considerablemente próxima, por así decir, de la realidad de habitamos.

      —Comprendo. —Daross inspiró profundo y miró al techo como si estuviese haciendo una minuciosa inspección del camarote. Soltó el aire y me miró intensamente—. Este extraño mapa representa el subcontinente sudamericano como realmente es en su propia realidad, ¿no?
      —Exacto. No se trata de ciencia ficción. Si les sirve de consuelo, hasta consultamos algunos autores, críticos y estudiosos de ese género literario. Es apenas un mapa escolar. Verificamos que se utilizaba en una prosaica aula de un colegio de monjas de un pueblo del interior de la provincia de Minas Gerais, en el año 1964 perteneciente a esa otra realidad.
      —¿Hasta qué punto esa otra realidad difiere de la nuestra?
      —Son absolutamente idénticas, hasta un determinado punto crucial, donde ocurrió la divergencia. La coincidencia total entre las dos líneas históricas en épocas anteriores al punto de divergencia fue exhaustivamente verificada, escudriñando directamente en el pasado, y a través de la lectura indirecta de registros históricos alternativos, tanto en salones de clase como en bibliotecas públicas. Todos los acontecimientos históricos estaban en su debido lugar. El antiguo Imperio Egipcio, las guerras médicas, Roma y Bizancio, el Renacimiento, la expansión marítima de Europa Occidental, la independencia de las colonias de América, la Revolución Francesa, la Era Napoleónica y el Congreso de Viena, el imperialismo capitalista británico y todo el resto. Todo igual. Al menos hasta la Guerra de la Triple Alianza.
      —¡Lieber Gott! —Hans Hoffmann finalmente comprendió el significado del mapa de una manera visceral—. ¡La Triple Alianza derrotó a Paraguay!
      Asentí. La alemana no se mostró satisfecha y pidió detalles históricos. Hacía tiempo que yo sospechaba que esa había sido su especialidad antes de que entrara al servicio.
      —No soy historiador profesional. Temo no poder atender a su curiosidad en cuanto a algunos de los pormenores. Pero lo intentaré. Creo que ustedes ya deben haber oído hablar de la Batalla Naval del Riachuelo, a poco de iniciada la Guerra.
      Yo mismo había leído bastante al respecto durante el último año.
      En nuestra realidad, Paraguay había impuesto una derrota estrepitosa a la Armada Imperial, a pesar de que sus fuerzas estaban en inferioridad numérica, gracias al empleo de una táctica de miles de años de antigüedad. semejante a la utilizada por los atenienses para destrozar a la escuadra persa en la batalla de Salamina.
      Atacando de sorpresa y con la corriente a favor, las chatas paraguayas, pequeñas y ágiles, armadas con cañones, atrajeron a las naves brasileras hacia las aguas poco profundas de una de las márgenes. Allí, acorralados entre el fuego cerrado de las chatas, los bancos de arena y la artillería guaraní instalada en la costa del río, los navíos de mayor tamaño acabaron por encallar y ser presas indefensas de un abordaje cruel, o simplemente de los incendios provocados en sus cascos de madera. Varios oficiales de alto rango, inclusive un almirante, fueron capturados o perdieron la vida durante esa batalla.
      —¿No fue esa la victoria lo que permitió a Paraguay mantener el control del acceso fluvial al Atlántico? —La pregunta de Ruiz Daross era meramente retórica. Como oficial de la Marina que era, debía conocer los grandes sucesos de la historia militar naval de su pueblo mucho mejor que yo—. Si mal no recuerdo, meses más tarde llegaron por esa vía los cien mil fusiles último modelo, fabricados en Europa, y los cañones de gran calibre que Solano López le encargó a Krupp.
      Afirmé con la cabeza. El comandante de la Espírito Santo consideró mi gesto como un estímulo para proseguir con su explicación a la pareja alemana.
      —El Ejército Paraguayo jamás fue tan numeroso como los estrategas de vuestro Imperio alegaban. Pero eran las tropas mejor entrenadas del hemisferio. La moral era alta, cosa, por otro lado, comprensible. Eran hombres libres y bien alimentados que luchaban por su patria, enfrentando ejércitos de esclavos famélicos y conscriptos desharrapados. Con el transcurso de la Guerra, más soldados fueron engrosando las filas del ejército guaraní. Después de varias derrotas seguidas, los propios ex-esclavos reclutados en las fuerzas del Imperio desertaron en favor del enemigo. Los veteranos paraguayos ya eran expertos, lo bastante como para administrarles un adiestramiento militar eficaz.
      Los ojos del germano-paraguayo brillaban intensamente. Podía ser un traidor, pero veneraba las proezas marciales de los ejércitos de López como el más ardiente de los patriotas guaraníes. Parecía cada vez más entusiasmado.
      —Rifles de repetición norteamericanos y navíos de poco calado construidos a toda prisa en astilleros franceses que fueron adquiridos a crédito, gracias a los acuerdos comerciales establecidos con los gobiernos de Washington y París, poco después de finalizar la Guerra Ciivil norteamericana. Pero lo más importante fue el surgimiento, en Paraguay, de una clase dirigente fuerte, oriunda de las filas militares y cuyo florecimiento se debió exclusivamente a la Guerra. Esos oficiales mantuvieron a la Gran República de la post-guerra bajo el mando autoritario de López, al menos durante un par de años después del término del conflicto.
      —Todo ocurrió como usted lo expuso, comandante. En nuestra Tierra. Porque en esa realidad alternativa la escuadra comandada por Barroso obtuvo la victoria del Riachuelo, aislando al gobierno guaraní de todo auxilio externo que necesitara y que, de otro modo, podría obtener. Claro que Paraguay no se entregó sin luchar. Fue necesaria casi media década para que fuese completamente derrotado. Su parque industrial fue metódicamente desmantelado bajo supervisión inglesa. Tres cuartos de su población fue exterminada durante el conflicto, en una auténtica operación de genocidio llevada a cabo por los militares brasileros.
      —¡Increíble! —Después de todos esos meses, yo me sentía capaz de compartir la repulsión e incredulidad contenidas en la fisonomía de la alemana—. ¡El país más progresista de América del Sur, la patria de la revolución industrial humanizada y del socialismo, enteramente arrasado!
      —Arrasado es un eufemismo pueril que no describe en absoluto la situación paraguaya de la post-guerra. Despoblado, despojado de varias porciones de su territorio y ocupado militarmente de una manera cruel, totalmente distinta de la ocupación guaraní en Brasil que conocemos; ese otro Paraguay nunca se recuperó, ni como nación ni como pueblo.
      —Es raro tratar de imaginar el mundo sin la influencia paraguaya. —El comandante parecía listo para disparar una andanada de preguntas. Pero terminó limitándose a una sola—. ¿El Imperio Brasilero se convirtió en superpotencia o continuó presa del capitalismo británico?
      —A pesar de haber pasado a ser república dos décadas después de la victoria de la guerra contra Paraguay, el país se mantiene hasta el día de hoy subordinado al capital extranjero. Primero inglés, y después norteamericano. Y no se trata apenas de Brasil. Créanme: todo ese otro mundo es infinitamente peor que el nuestro.
      Pensé en la situación en que vivían los sectores más pobres de esa otra población brasilera. Recordé los hologramas de las familias miserables, residentes en frágiles chozas, casi inmateriales, de las laderas de los morros cariocas. Del hambre crónica de millones de ciudadanos, gracias a la insensibilidad de un gobierno que se finge incapaz de acabar con la sequía que continúa asolando el interior brasilero, las vastas regiones que en nuestro mundo corresponden a los matorrales irrigados de la República de Pernambuco.
      Dios mío; no se habían saciado con el genocidio de la nación paraguaya... ¡No! También destruyeron las culturas autóctonas, insistiendo con la infame política de intentar "civilizar" a las tribus indígenas por medio del cuadrinomio religión-alcohol-prostitución-enfermedades.
      ¿Cómo explicar tales horrores a terceros, si yo mismo dudaría de ellos en caso de que no los hubiese presenciado?
      Con un nudo en la garganta, continué:
      —En esa realidad alternativa, Brasil es la octava economía mundial de un planeta donde incluso los Estados Unidos de América del Norte y Japón, las mayores potencias capitalistas, poseen ingresos per cápita inferiores a los del país donde yo nací.
      —Lo de Japón se entiende. Pero... ¿Estados Unidos? —La alemana me dedicó una mirada escéptica—. Ellos poseen el mayor mercado interno y el mayor parque industrial del mundo. Pero con esa política aislacionista y sus tecnologías y métodos obsoletos... ¿Cómo lo consiguieron?
      —Por lo que recuerdo, los Estados Unidos derrotaron a España al final del siglo pasado y se anexaron varias ex-colonias españolas del Pacífico y el Caribe. Por lo que parece, esos intereses extraterritoriales impidieron que los norteamericanos permanecieran dentro de sus amplias fronteras continentales. Aparte de eso, en esta otra línea histórica no existió un Paraguay fuerte y democrático en el último cuarto del siglo XIX que sirviera a los intereses norteamericanos y trabara las pequeñas guerras hemisféricas en favor de Estados Unidos.
      —Un mundo dominado por el capitalismo norteamericano —reflexionó Ruiz Daross— no parece viable a largo plazo. ¿Y qué resultó de las otras naciones?
      —En la mayoría de los países, las riquezas están tremendamente concentradas en las manos de pocos poderosos, la mayoría de los cuales sirve, conscientemente o no, a intereses económicos extraños al bienestar de la población y al desarrollo de sus sociedades. En Brasil, gran parte de la población carece de cobertura de sus necesidades más básicas.
      Suspiré y retomé el aliento, al igual que un poco de coraje para revelar mi peor trauma con esa otra realidad. El hecho que en gran medida me estimuló para tomar la decisión de arruinar el Proyecto.
      —Los ciudadanos negros y mulatos son bastante discriminados en ese otro Brasil. Reciben salarios ínfimos, son relegados a la marginalidad, obligados a vivir bajo condiciones de salud, vivienda y educación que nosotros consideraríamos subhumanas, impermeables a las pequeñas cantidades de bienestar social que un Estado inmoral intenta imponerles. Un Estado emparentado con un modelo económico muy diferente al que los paraguayos felizmente nos obligaron a aceptar después de la derrota de la Guerra de la Triple Alianza. A propósito, allá denominan a ese conflicto como la Guerra del Paraguay.
      Silva había permanecido callado durante toda la explicación. No había reaccionado con las amenazas esperadas ante la revelación de sus preciosos secretos de Estado a los espías alemanes. Inmerso en un mutismo deprimido, se había mantenido atento a la información que yo transmitía a los agentes. Parecía asustado y completamente agotado, vaciado del propósito que hasta entonces lo había animado. Sus ojos negros estaban muy abiertos, como si estuviese en un estado de pánico paralizante.
      Pererira seguía inconsciente. Recién entonces advertí que sus labios sangraban y que su maxilar inferior, probablemente desarticulado, estaba torcido, en una posición que hacía que el agente pareciese atrapado en una mueca de pavor.
      El oficial paraguayo ya había recuperado la conciencia. Un hilo de sangre se escurría por la parte superior de su cabeza, pero no parecía notarlo. Ensayó unas severas palabras de censura por la revelación de la verdad sobre el Proyecto a los alemanes y a Daross. Éste último giró en dirección a Hoffmann y emitió una orden lacónica:
      —Amordázalo.
      —Si prácticamente no existía una República Guaraní en la época de la Guerra Mundial, ¿quién ayudó a Alemania y al Imperio Austro-Húngaro a contrarrestar la influencia del apoyo norteamericano al enemigo? —La joven tenía la presencia de espíritu necesaria para acertarle siempre a lo obvio antes que los demás.
      —Nadie.
      —Alemania debe haber perdido la Guerra. —El comandante se sentía tan arrasado como si hubiese ocurrido en nuestra realidad. Sabía exactamente cómo eran las cosas—. ¿Y la Confederación Germánica?
      —Con la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, la Confederación nunca llegó a crearse.
      —¿Primera Guerra Mundial? —Había sincera consternación en la voz de Hans Hoffmann—. ¿Quiere decir que hubo varias?
      —Hubo una Segunda Guerra. Peor, mucho peor que la Primera.
      —Y esa Primera Guerra ¿corresponde al conflicto mundial que conocemos nosotros? —Incluso ante revelaciones tan asombrosas, la curiosidad de Heidl no se saciaba con facilidad.
      —Más o menos. Duró apenas cuatro años, pero fue muy mal resuelta. Con la derrota alemana, el país entró en una grave crisis económica. Esa crisis propició el surgimiento de un dictador. Un hombre que volvió a poner de pie a la nación alemana y al orgullo de su pueblo. Remilitarizó el Estado para llevarlo a un nuevo conflicto de proporciones mucho mayores que el anterior. Decenas de millones de personas sucumbieron. Y la mayoría de esos muertos eran civiles.
      —¿Y la Alemania actual?
      —Para nuestros parámetros, paupérrima, aunque sea una de las naciones más prósperas de esa Tierra de pesadilla. Se encuentra nuevamente unificada bajo un único gobierno, después de casi medio siglo de estar dividida en dos países distintos.
      —¿Y qué pasó con el resto del mundo? —indagó Hoffmann, pero no se tomó el trabajo de prestar atención a la respuesta, tan grande era su alivio de saber que su país alternativo había seguido un camino comparativamente más agradable que su aliado tradicional.
      Respondí, apenas para aplacar la necesidad de hablar del asunto con alguien.
      —Existen los países ricos y los extremadamente pobres, divididos por un foso de mutua incomprensión, profundo y creciente. No hay tratados que preconicen la unificación política o económica planetaria, sino un síntoma de la ausencia de la Pax Paraguaya. Tienen lugar en el presente varios conflictos armados de proporciones regionales, algunos de ellos de carácter separatista, étnico o religioso. Hasta hace muy poco tiempo, todavía existía la perspectiva de un conflicto termonuclear global, lo que por cierto habría llevado a la especie humana a la extinción.
      Ruiz Daross me miraba con expresión incrédula y desesperanzada. —No podían ser tan tontos. Sólo habrían sobrevivido las colonias selenitas y las bases marcianas...
      —No existen seres humanos fuera de la Tierra en la otra realidad. Comprendan, es un mundo pobre. Esa humanidad está bastante atrasada en términos de tecnología espacial y áreas relacionadas.
      El comandante caminaba de aquí para allá. Se detuvo ante al mapa enmarcado, mirándolo como si quisiese certificar su veracidad. Tenía un aire pensativo cuando se volvió hacia mí y comentó:
      —Todavía no entiendo una cosa. Está claro que el descubrimiento de esa línea alternativa grotesca y distorsionada lo dejó a usted intensamente traumatizado. Lo mismo está ocurriendo con nosotros, y eso que no hemos presenciado personalmente los sucesos que describe. Es perfectamente entendible que usted abandonara el Proyecto. Pero, ¿por qué huir de su país de esta manera? ¿Y por qué la alta cúpula militar brasilera lo considera un traidor?
      Miré al piso alfombrado del camarote, sin coraje para encarar a mis interlocutores. Mi voz salió en un murmullo.
      —Por el hecho de haber frustrado sus planes de regresar al pasado para alterarlo, y así permitir que Brasil venciera en la Guerra de la Triple Alianza.


 

5: ABORDAJE DIRECTO

—¿Cómo? —Daross se mostraba atónito—. ¿Más ciencia ficción? Por lo que entendí de los informes elaborados por nuestros físicos, los viajes en el tiempo son imposibles. El propio rastreador sólo nos permitiría visualizar el pasado.
      —No son exactamente imposibles. El rastreador no se puede usar para visualizar un futuro que todavía no existe. En compensación, podría funcionar, después de una serie de modificaciones al proyecto original, como máquina del tiempo de sentido único, para viajes en dirección al futuro.
      —Pero usted habló de viajes al pasado —reclamó el joven alemán.
      —Ése es un asunto completamente diferente. Como se demostró hace varios años, volver al pasado es una imposibilidad física. La prueba de esa imposibilidad fue bautizada como Principio de las Paradojas Infinitas.
      —¡La Ley de Albuquerque! —El grito de Hoffmann sonó horriblemente eufórico. Tal vez haya sido apenas una impresión mía. El hecho es que detesté esa designación desde un principio.
      Sin creerme, de modo alguno, un pedante, siempre me jacté de pertenecer, desde el inicio de mi vida académica, a la escuela de los hombres y mujeres de ciencia que creen que es profundamente presumido y grosero, además de muy poco ético, bautizar a los principios naturales con nombres de personas, vivas o fallecidas.
      —Existe, con todo, un caso especial en que el viaje al pasado sería, en teoría, posible. Esto se daría siempre que hubiese una superposición entre dos realidades alternativas muy próximas.
      —¿Cuán próximas?
      Feliz de haber sido interrumpido por Heidl, suspiré profundamente, tomando aliento. Hans Hoffmann aprovechó para explicarle a su colega:
      —Cuanto más semejantes sean dos planos diferentes de la realidad, o dos líneas históricas alternativas, más próximos estarán, matemáticamente hablando.
      —Eso mismo. —Me enjugué el sudor de la frente, aunque no tuviese tanto calor—. Según algunos cálculos, la superposición que detectamos permitiría que se efectuase una transferencia, de una realidad a otra, de una cantidad de energía equivalente a una masa de 63 kilogramos. Si esa transferencia se diera de nuestro presente hacia el pasado de la realidad alternativa, eso no representaría en sí una violación del P.P.I, por tratarse de continuos espacio-temporales distintos. Sería necesario, sin embargo, la construcción de otro rastreador, sellado en el interior de un tubo electromagnético en el interior de la atmósfera solar, pues el campo gravitacional terrestre es muy débil para proporcionar la ruptura de la impedancia temporal, fenómeno esencial para las transferencias al pasado. Una vez en el pasado, un cuerpo material en la otra realidad caería forzosamente hacia la nuestra.
      —No estoy segura de comprender el proceso.
      Bien, el fuerte de ella era la historia. No todos los espías alemanes recibían conocimientos en las áreas de ciencias físicas o eran aficionados a la ciencia ficción. No sé bien por qué, pero me sentí contento con esa pequeña deficiencia del entrenamiento de los agentes de la Confederación.
      Su supuesto marido vino una vez más a socorrerla.
      —Es más o menos como si esas dos realidades fueran calles paralelas. Una de ellas está cortada. Sin embargo, es posible ir de un punto A hasta otro punto B de esa calle. Para eso, basta con salir de las proximidades del punto A, tomando la otra calle no cortada. Seguiríamos por esa nueva calle, hasta la altura del punto B. Ahí retomaríamos la calle original.
      Miré al joven alemán, admirado. Yo no hubiera logrado establecer una mejor analogía.
      —Usted debe haber recibido una formación en física antes de ingresar al servicio secreto germánico...
      —No en ciencias físicas, profesor. —Por primera vez desde la invasión de mi camarote, vi a Ruiz Daross sonreír abiertamente. ¿Reacción histérica?—. Hans Hoffmann, o mejor, Marcel Klein, posee un doctorado en literatura en el área de ciencia ficción. Enseña CF en la universidad mundial de Berlín, además de ser un escritor bien establecido dentro del género, bajo el seudónimo de Daniel Alvarez.
      Claro que conocía a Daniel Alvarez. Apreciaba sus argumentos originales y sus tramas engañosas. Extraño: siempre había supuesto que se trataba de un autor paraguayo... El mercado editorial de CF tiene razones que la propia razón ignora.
      Pero Heidl aún no estaba satisfecha.
      —No comprendo por qué el gobierno brasilero desea alterar nuestra realidad. La humanidad permanecería, es lógico, no obstante todos los individuos dejarían probablemente de existir, siendo substituidos por otros diferentes.
      —Nuestro Secretario de Guerra estaba perfectamente al tanto de eso. Pero sucede que él tenía un gran sueño. Es un patriota fanático. Un loco, en algunos aspectos peor que el Hitler de ustedes.
      —¿Quién?
      —Olvídenlo. Ya estoy cambiando gato por liebre. —Percibiendo que no habían entendido, traduje:— Confundiendo las dos realidades distintas. Hitler era el dictador del que les hablé. El que llevó a la Alemania alternativa a la Segunda Guerra Mundial.
      —Todavía parece difícil de creer.
      Y lo más trágico es que yo podía decir lo mismo que el comandante. Decidí omitir a Lenin, Stalin y a todos esos carniceros que destruyeron la oportunidad de crear un mundo de paz socialista que podría haber sido incluso mejor que el nuestro... ¡Y pensar que ellos llamaban socialismo a ese genocidio cruel, a ese equivocado absurdo institucional!
      Resolví aclarar la cuestión.
      —El hecho es que muchos brasileros estarían dispuestos a sacrificar su propia existencia y la de sus descendientes, nacidos y futuros, para convertir a su país en la mayor potencia del subcontinente.
      —¡Absurdo! Esto es irracional... —Como germano-paraguayo, el comandante Daross nunca tendría una comprensión emocional plena de cuán amarga había sido para Brasil la derrota en la Guerra de la Triple Alianza.
      El brasilero común creía devotamente que, en caso de haber vencido el conflicto, su país ocuparía exactamente el lugar de Paraguay como potencia hegemónica del escenario mundial.
      —Sé que es absurdo. Presencié lo que ocurre en el otro Brasil y no tuve el más mínimo deseo de transformar a mi país en esa nación de ignorantes y hambrientos. Un país gobernado hace más de cien años o bien por dictadores militares, o bien por políticos corruptos y megalómanos, íntimamente comprometidos con los intereses que juran combatir.
      Observé las fisonomías de los germánicos para verificar si habían comprendido. Miré a Silva, que permanecía callado, con un aire de derrota en la final de la Copa del Mundo estampado en la cara. Hernández estaba tranquilo. Sus ojos lanzaban chispas, escrutadores, fijos en mi persona, incluso cuando yo no hablaba.
      Pero fue el agente brasilero el que solicitó que prosiguiera. Asentí, sorprendido.
      —El Secretario de Guerra y sus seguidores no percibían lo obvio. Sólo lograban pensar en un país de idioma portugués ocupando más de ocho millones de kilómetros cuadrados. Estaban nadando en sueños de grandeza, listos para intentar ahogar todo lo que la civilización conquistó en estos últimos ciento veinte años.
      —Vamos a alertar a los líderes de la Confederación. —Ruiz Daross parecía salido de un trance—. Impediremos a cualquier costo que Brasil lance naves espaciales capaces de llegar a la órbita de Mercurio.
      —Ya no hay motivos por qué preocuparse. La superposición entre ambas realidades no existe más. Fue definitivamente destruida; emití más de 60 kilogramos de agua de la piscina del centro deportivo de la universidad hacia el futuro alternativo.
      —¿Cómo es eso? —se extrañó la especialista en historia—. ¿No sería preciso un equipo localizado cerca del Sol para lograrlo?
      —No. Un rastreador sobre el Sol sería necesario para emitir masa para el pasado alternativo. Igualmente, nuestras instalaciones no habían sido proyectadas para realizar emisiones de ningún tipo. Sabía que una emisión forzada probablemente destruiría la mayor parte de los equipos. El rastreador en sí quedó hecho trizas. Cinco personas murieron durante la explosión que siguió al proceso de transmisión. Algunas de ellos eran amigos míos. Lo lamento bastante por ellos, pero sinceramente no puedo arrepentirme de lo que hice.
      —Pueden construir otro aparato... —La queja de la alemana me hizo recordar los ataques de capricho de mi nieta, una niñita muy mimada.
      —No tiene importancia. Si lo hicieran, apenas podrían focalizar al bueno y viejo pasado de nuestra realidad. El mismo pasado que hasta ahora no podíamos visualizar. Como ya dije, la superposición quedó eliminada. Para destruirla. no importaba mucho el sentido de la emisión de esa energía, equivalente a 60 kilogramos de masa. Una vez emitida, las dos realidades se tornaron enteramente impermeables una a la otra.
      En beneficio de su compañera, Hoffmann/Klein/Alvarez explicó lo obvio, afirmando:
      —Para nuestra propia realidad vale el P.P.I., que torna imposible cualquier tentativa de manipulación del pasado.
      Silva suspiró aliviado. Los tres agentes de la Confederación permanecieron en silencio durante los cinco minutos más largos de mi vida. Parecían estar digiriendo lentamente la información que les había transmitido. Después de un buen rato, los dos alemanes miraron al comandante y éste asintió. A continuación me dirigió la palabra en tono de disculpa.
      —Espero que comprenda, profesor. Para garantizar su seguridad, estamos obligados a someter a los dos policías federales de su país a un pequeño lavado de cerebro. Sufrirán amnesia permanente en relación con los últimos dos o tres días.
      —¿Es realmente necesario? Parece tan bárbaro.
      —Una solución drástica, sin duda. Pero preferible a ejecutarlos pura y sumariamente. —Daross sabía ser persuasivo.
      —¿Y en cuanto al mayor Hernández?
      —La Gran República y la Confederación son aliadas desde hace más de ochenta años. Además, en este caso en particular, no poseemos intereses en conflicto. —Hizo un gesto hacia Klein, ordenándole que soltase al paraguayo.
      Hernández se levantó del incómodo sillón, ejercitando cautelosamente las articulaciones y los músculos adormecidos. Se llevó la mano izquierda a la cabeza, pareciendo recién entonces percibir la herida abierta en su coronilla por el agente brasilero. Gimió despacio, esforzándose por mantener el porte y la dignidad.
      El oficial paraguayo cruzó las manos, entrelazando todos los dedos a la vez. Se preparó para decir algo, pero fue interrumpido por un gesto brusco del comandante pidiendo silencio a los demás.
      Daross parecía estar tratando de escuchar algo. Casi podíamos oír las suaves batidas de las ruedas de la embarcación en las aguas del Paranapanema...
      —¡El motor no gira! —Había tensión en la voz del comandante. Escrutó al agente brasilero con aire inquisitivo y se volvió hacia el alemán—. Marcel, verifica qué está pasando.
      —Esto me huele muy mal, señor comandante. Hasta parece cosa de estrategia a la brasilera —opinó Hernández, alisando tranquilamente su bigotito—. No me sorprendería nada que ya hubiese fusileros navales a bordo.
      Daross lo miró irritado, como si el paraguayo fuese responsable por la súbita detención de su barco.
      Pero Hernández tenía razón.
      Menos de un minuto más tarde, regresó Klein. Venía escoltado por dos hombres, apretados en el interior de los uniformes color vino tinto de los ayudantes de la Espírito Santo, y por una mujer morena, atractiva y de mirada gélida, disfrazada de mucama.
      Portaban pistolas Taurus 9 mm, decididamente apuntadas hacia nosotros.
      Los hombres y la mujer le hicieron la venia al agente amarrado, con un gesto cómicamente marcial, pero sin descuidar ni un segundo de los cinco prisioneros recién sometidos. La postura militar de los tres me pareció mucho más rígida y formal que la de los federales. Mantenían una actitud pretendidamente altiva, extrañamente disonante con sus cabellos mojados.
      La mujer empujó a Klein hacia adelante, haciéndolo tropezar. Ordenó en portugués:
      —Suelten sus armas. Sugiero que no intenten resistirse. Tenemos la situación bajo control. —Nos miró a cada uno de nosotros por un momento, como verificando que habíamos comprendido bien—. Sólo para vuestra información, hay fusileros en el pasillo, en la sala de propulsión y en las cubiertas superiores de estribor y de babor.
      Los alemanes miraron a Daross y éste asintió en silencio. Los tres depositaron cuidadosamente las pistolas y el revólver sobre la alfombra del camarote.
      La "mucama" gesticuló a sus subordinados. Uno de los "ayudantes" recogió las armas de los agentes germánicos, guardándolas dentro de una mochila que tenía sujeta al tórax, en completa discordancia con el resto de su disfraz. Apuntó hacia el alemán y enseguida hacia Silva.
      Klein miró al comandante, que hizo un guiño de asentimiento casi imperceptible.
      Cuando Silva finalmente estuvo de pie, desperezándose, los tres recién llegados se ubicaron en fila, aún manteniendo las armas apuntadas. La morena volvió a hacer la venia y vociferó en tono ríspido:
      —Saludos, capitán Gonçalves. Teniente Primera Ferret, Sargento Avelar y Cabo Moura, buzos del Grupo de Destrucción del Cuerpo de Fusileros Navales, presentándose a su comandante.
      —Gracias, teniente. Asumo el mando. —Silva le devolvió el saludo de manera algo relajada. Aceptó una pistola alemana que uno de los fusileros le pasó, y se volvió hacia nosotros, pidiendo en tono cansado:— Señor Olveira y señor Hernández, tengan la bondad de liberar al teniente Marques.
       Hernández y yo nos miramos sin entender nada. Silva, Gonçalves, o como quiera que se llamase, continuaba utilizando nuestros nombres falsos. Mientras desatábamos al agente inconsciente, la teniente de fusileros presentó un breve informe de situación a su superior.
      —Estamos con el submarino fluvial Tietê atracado junto a la borda de estribor, a mitad del barco, un metro por debajo de la línea de agua. Mantenemos todos los puestos importantes de la embarcación bajo control. La mayoría de los tripulantes está sometida y la mayor parte de los pasajeros ignora qué está ocurriendo...
      La fusilera se interrumpió, absorta, como si prestase atención a algo que sólo ella pudiese oír. Se llevó la punta de los dedos al oído derecho, atendiendo al zumbido grave de un auricular bidireccional. Después de unos pocos segundos, informó:
      —El comandante Barbosa solicita que usted conduzca al traidor a bordo lo más rápido posible.
      Había llegado mi hora. En el fondo, siempre creí que sería capturado y llevado de vuelta a Brasil. Allí, antes del juicio, sería ciertamente expuesto a la execración pública. Como si debiese expiar el pecado de haber salvado a la civilización no sólo con mi existencia, sino con mi propia honra. Una reputación impecable que en breve sería degradada hasta quedar hecha escombros.
      El capitán de la Policía Federal me escudriñó largamente. Por la fisonomía tensa, percibí un esfuerzo extremo por tomar una decisión que tal vez rompiese en forma definitiva con su condicionamiento cultural, para no mencionar los conceptos de lo que era verdadero y falso.
      —Excelente trabajo, Ferret. —Su voz transmitía calma y tranquilidad. Pero sus ojos contaban otra historia—. Existió, sin embargo, un engaño. Este hombre no es el profesor Albuquerque Vieira.
      No podía creer lo que oía.
      —Pero, señor, se parece mucho a las fotografías que examinamos antes del inicio de la misión...
      —Por cierto. Fue precisamente eso lo que me llevó a transmitir el mensaje, diciendo que creíamos haber encontrado al traidor.
      —¡Señor! Su informe afirmaba que el sospechoso utilizaba un disfraz. —La fusilera estaba bastante confundida. Lo que el capitán decía no coincidía con la información que había recibido. A pesar de todo, Gonçalves era un agente de alto rango de la Policía Federal. Sus declaraciones estaban por encima de cualquier posibilidad de cuestionamiento. Los reglamentos eran bastante explícitos: sus órdenes no podían ser discutidas, sino apenas cumplidas.
      —No se preocupe por eso ahora. Por lo que todo indica, debe haber existido una falla de información en algún punto de la cadena de comando. —Gonçalves reforzó ese torpe argumento con un tono de indiferencia que denotaba una sangre fría impresionante—. Más tarde buscaremos a los responsables de ese engaño.
      —Afirmativo, señor. Claro. —La teniente de fusileros compró el pescado podrido—. ¿Y esos otros tres? ¿Por qué los ataron a usted y al teniente Marques?
      —Los dos tórtolos, tal como sospechaba, pertenecen al servicio secreto alemán. El comandante de la barcaza es un agente doble a sueldo de la Confederación Germánica. Tuvimos una pequeña escaramuza en este camarote y, como pudieron constatar ustedes, llevamos la peor parte. Los otros dos son el Sr. Antonio de Oliveira, un industrial paulista a quien debemos pedir disculpas por la confusión, y el Sr. José Hernández, ejecutivo de la Compañía del Petróleo del Paraguay. Verifiqué sus identidades. Son exactamente lo que parecen.
      —Muy bien, señor. ¿Debemos eliminar a los espías confederados?
      —Dan ganas, ¿no? —Temblé por el tono frío de Gonçalves. Pero parecía conocer bien el suelo que estaba pisando—. Pero no podemos, bajo ninguna hipótesis, proceder de acuerdo con nuestros impulsos naturales en este caso. Atraeríamos indebidamente la atención hacia esta operación de abordaje. Una complicación adicional que podría comprometer la cacería del verdadero traidor.
      —Tiene razón, capitán. Mandaré subir al lavador de cerebros para que les borre los recuerdos de nuestra estadía.
      —Negativo, teniente. Ya desperdiciamos demasiado tiempo en este barco. Encierren a los cinco en el baño del camarote. Antes de que logren salir estaremos a bordo del submarino. Vamos a dejar que Itamarati se haga cargo de los eventuales problemas diplomáticos que puedan surgir.
      —Bien pensado, señor. —La teniente ordenó a sus hombres que nos condujesen al reducido cuarto de baño del aposento. Llegué a escuchar su voz de comando—. Moura, llame a alguien para que lo ayude a llevar al teniente Marques al Tietê.
      
—Yo solo puedo con él, jefa.
      Antes de que nos encerraran en el baño, Gonçalves se aproximó a mí y, fingiendo empujarme respetuosamente para dentro, como quien pide disculpas a un conciudadano en el cumplimiento del deber, me colocó una mano sobre el hombro y me susurró al oído, de modo que nuestros compatriotas no pudieran oírlo:
      —Cuídese bien, profesor. Y jamás regrese a Brasil.
      —¡Gracias por todo! —balbuceé, emocionado, contra la puerta cerrada.
      

—Al final, el tal Gonçalves no era mal tipo —comentó Hernández, mientras intentaba forzar la puerta con una pieza de plástico metalizado que Klein y Daross habían arrancado del armario del baño.
      —Realmente, un hombre de carácter. —La concordancia con el comandante atrajo la mirada irónica de sus subordinados alemanes. Sintiendo el golpe, procuró enmendar el comentario—. Quiero decir, para ser brasilero.
      —El hecho es que puso en juego su cabeza por mi causa —sentí la obligación de recordarles.
      —Ah, parece que el profesor no sabe cómo es Brasil. Él va a zafar de esta, querido mío... ¿No es así como se dice? —Mientras hablaba en carioca, el mayor finalmente consiguió destrabar la cerradura. La puerta giró, abriéndose por completo.
      Una vez libres, Heidl no resistió más y me preguntó:
      —¿Entonces, profesor? Creo que el Señor Hernández no se opondrá en caso de que usted decida venir con nosotros a la Confederación.
      Pensé nuevamente en aquel Brasil horroroso, en aquel mundo de pesadilla. Allí, un negro o mulato siempre sería considerado un ciudadano de segunda clase.
      En la Confederación Germánica yo recibiría un tratamiento excelente.
      Aunque no alimentaba ilusiones al respecto. Son insoportablemente racistas. Pero yo, modestia aparte, había construido una reputación lo bastante sólida para que se me abrieran todas las puertas del ámbito científico y académico, y para facilitar mi acceso a la mayoría de los círculos sociales.
      Tendría, claro, que cerrar los ojos. Pactar con el preconcepto no institucionalizado, pero siempre presente, contra los otros negros. No había la menor duda de que me concederían el debido respeto. No porque me creyeran un ser humano igual a ellos y, como tal, merecedor de un trato digno. Sino solamente porque me consideraban un genio.
      ¿Un genio?
      Si fuese tan inteligente como las personas alardeaban, no me habría metido en esa confusión del Proyecto Cronos.
      Después de que presencié los hologramas del rastreador, algo se rompió dentro de mí. Ya no me es posible ignorar la discriminación racial o cualesquiera otras formas de preconcepto que también existen en nuestra propia realidad.
      Pero las personas no están, ni jamás estuvieron, aquí o allá, obligadas a cerrar los ojos.
      La República Guaraní había aceptado en su territorio, ampliado después de la victoria en la Guerra, a todos los negros que desearan emigrar allí después de la abolición de la esclavitud que impusiera al enemigo derrotado. Ya en el país adoptivo, los ex-esclavos habían recibido títulos de propiedad de tierras cultivables y, junto con ellos, todos los derechos y deberes inherentes al estatus de ciudadanía paraguaya plena.
      Sí. Tomé mi decisión.
      No me importaba ni un poco que mis compatriotas me consideraran un traidor. A mi favor, tenía la certeza de haberme mantenido siempre fiel a mi ética personal y al propósito de intentar hacer lo que era correcto.
      —Lo lamento muchísimo, caballeros y señorita. Estoy muy honrado con la invitación, pero no me es posible aceptarla.
      Los alemanes y el comandante recibieron mi negativa con una resignación flemática. Hernández ya sonreía, radiante, como un niño que acabara de ganar el programa de un juego nuevo. No paraba de aplicarme palmadas en la espalda, actitud que, presumo, consideraba amigable.
      —Está bien, Hernández. Vamos a Porto Alegre.
      —¡Ciudad de López! —corrigió él, riendo.
      —Lo que sea.
      Creo que los paraguayos tienen una cierta dosis de razón cuando afirman que nosotros tenemos dificultades en aceptar unos pocos hechos históricos consumados. El Secretario de Guerra es apenas un caso agudo de esa molestia que alcanza, en mayor o menor grado, a todos los brasileros. Al menos, a todos los de esta realidad.
      —Ya estoy previendo que tendré que dirigir la construcción de otro rastreador antes de que su gobierno me deje tranquilo con mis ecuaciones de pliegues espacio-temporales...
      —Comienzo a percibir que su vasta perspicacia y decantada capacidad intelectual no se limitan a la física teórica, mi querido profesor.
      —Usted sabe muy bien hacia dónde debe encaminarse esa decantada capacidad, ¿verdad?
      —Ah, ¡el insuperable sentido del humor brasilero! ¿De qué vale una mera victoria en una guerra del siglo pasado, ante esta maravilla? ¡Un auténtico don divino!
      Tuve la certeza de que aquél sería un viaje muy largo.

Traducido por Claudia De Bella, © 2004


Gerson Lodi-Ribeiro

Articulista y escritor brasilero de ciencia ficción e historia alternativa (ucronías), graduado en ingeniería electrónica y astronomía en la Universidad Federal de Río de Janeiro.
      Posee cuentos publicados en Brasil, Portugal y Francia. Publicó dos novelas cortas en Isaac Asimov Magazine: "Alienígenas Mitológicos" (1991) y "A Ética da Traição" (1993).
      Ganó el premio Nova 1996 con la ucronía "O Vampiro de Nova Holanda".
      Publicó dos colecciones de cuentos en Portugal,
Outras Histórias... (Caminho, 1997) e O Vampiro de Nova Holanda (ibidem, 1998), y libro de cuentos de historia alternativa, *Outros Brasis* (Papiro, 1999).
      Participó en la mayoría de las antologías temáticas lanzadas en los últimos años en Brasil y Portugal.
      Sus cuentos "Caminhos Sem Volta" (2000) y "Alta Temporal" (2001) fueron publicados en la revista Quark. Su novela corta "A Filha do Predador" (2002) fue publicada en la revista Sci-Fi News Contos tras ganar el Concurso Náutilus 2000.
      Organizó con Carlos Orsi Martinho la antología de historias alternativas Phantastica Brasiliana (Ano-Luz, 2000).
      Organizó la antología de cuentos eróticos fantásticos Como Era Gostosa a Minha Alienígena! (Ano-Luz, 2002).


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