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F i c c i o n e s

MUÑECAS RUSAS
Sergio Gaut vel Hartman

Argentina

Un hombre bajo, de manos pequeñas y ademanes vacilantes, se acercó hacia mí. Detuvo su marcha y permaneció callado un minuto, rígido, como si ignorara la línea siguiente de un guión. Tendríamos serios obstáculos para comunicarnos, advertí al instante. A las tres y media de la madrugada no me permito decir tonterías.
      —Es extraño —dijo finalmente—. He estado soñando con usted.
      —No me fastidie —repliqué. Encendí un cigarrillo.
      —Sé que esto lo agota —insistió. Luego volvió a su oscuro silencio.
      —Lo hago por el dinero. —Estaba captando los pensamientos de una mujer acodada en el balcón de un edificio próximo.
      —Estoy en condiciones de financiarlo, sea lo que fuere —dijo el hombre—. A mí no me importa el dinero, puedo gastar cualquier suma. Ellos pagan lo que sea, si el material es de buena calidad. —El comentario tenía una fuerte carga; deseaba, necesitaba que yo descubriera quién era por mí mismo; pero a él no podía leerlo.
      La muchacha del balcón se quedó un momento mirándonos. No pasaba de los veinte; era rubia, delgada, de ojos achinados, probablemente verdes. Leo las mentes, pero no tengo visión telescópica. La gente no piensa de continuo en su propio color de ojos.
      —¿Cómo me usaría? ¿Tiene algo armado o está improvisando?
      —Cubro todas las posibilidades —respondió; no me escuchaba; sólo escuchaba el discurso que había preparado—. No se sabe nunca dónde se mete uno. Pagan bien, de todos modos.
      —Sea lo que fuere, la quiero a ella también —dije señalando a la chica del balcón.
      —¿Para qué? —dijo el hombre sin mirarla.
      —Tiene un talento complementario al mío —mentí—. No puedo actuar sin ella.
      —¡Santo Rosario! —exclamó el hombre—. Seríamos una multitud, ¿para qué?
      —Sólo tres —corregí.
      —¿Ella lo sabe?
      —No, es decir, sí; ahora lo sabe.
      —¿En qué consiste el talento de ella?
      —Es bloqueadora de campo. En un radio de doce a quince metros nadie podría captarme ni neutralizarme.
      —Usted es un telépata corriente. Tal vez no me sirva. Tengo miles como usted.
      Le di una larga calada al cigarrillo y le contesté de mal modo. —Usted debería saberlo. ¿Me va a reclutar o no? Dijo que soñó conmigo.
      —Sí. Estoy dispuesto. ¿Esta bien diez mil?
      —Diez mil para cada uno. La incluimos a ella o no hay trato.
      Aunque no nos gustara, estábamos involucrados en esa guerra. Se manejaba así. Tipos como ese recorrían las villas y las noches reuniendo potenciales combatientes. Ni siquiera estábamos seguros de cuántos lados tenía el polígono. Apunté a la muchacha con el dedo índice, severo, convencido de que ni siquiera nos abriría la puerta.
      —Lo pensé mejor —dijo el hombre—. No la necesitamos. Tengo un equipo abierto en el que hace falta uno corriente como usted. —Me pregunté cómo lograría disuadirlo, ahora que había empezado a calcular los beneficios que sacaría de una complementaria como esa.
      —De acuerdo. Dijo que el dinero no era problema; ahora se comporta como un vulgar usurero. Mantengo los diez mil; yo me hago cargo de ella.
      —Ese es un punto de vista interesante; no perdemos nada intentándolo.
      ¡Basura! A mí no me importa el dinero, puedo gastar cualquier suma. Todos son iguales; cada día que pasa se parecen más a nosotros.
      Se dirigió hacia la casa y se detuvo debajo del balcón. La muchacha sacó medio cuerpo afuera, tal vez atacada por la curiosidad; eso fue suficiente. El hombre sacó un cilindro del bolsillo interior del abrigo y disparó media docena de tractores finos como hilo de coser. La chica quedó enredada en la malla, inmóvil. Él la izó un par de metros y luego la bajó como si se tratara de un globo inflado con helio, atascado en las ramas medias de un árbol.
      —¿No es un poco grosero? —protesté.
      —Brusco es una palabra más precisa —se defendió—. No conozco un método mejor.
      Contemplé a la muchacha, deteniéndome en su cabello rubio y la boca sensual. Sentí el despertar de anhelos largamente reprimidos, pero advertí de inmediato que no era el lugar ni la hora de satisfacerlos.
      —No es momento para escarceos sexuales —me dijo el hombre, como si fuese capaz de leer mis pensamientos.
      —¿Quién es el telépata, aquí? —repliqué. La chica, que se había tomado el asunto muy filosóficamente, señaló los hilos de la malla, que le impedían ponerse de pie.
      —Disuelva la red —ordenó. Era la primera vez que escuchaba su voz. Me enamoré de inmediato de ella. Era perfecta.
      El hombre se comportó dócilmente. Invirtió la polaridad del campo y los hilos se disolvieron en el aire o volvieron a introducirse en el cilindro; no soy capaz de precisarlo.
      —Hemos sido reclutados —dije.
      —¿Hemos sido reclutados? —repitió ella—. Se habla de la guerra, pero se sabe muy poco. Me gustaría conocer sus nombres. Ya que vamos a morir... es desagradable que una cosa así ocurra entre desconocidos. Soy Rita.
      —Nadie muere en las guerras telepáticas —dijo el hombre—. A lo sumo sufrirá la pérdida del talento.
      —Mi nombre es Zurich —dije.
      —¿Zurich? Parece un nick —dijo Rita.
      —Me llamo Joel Green —dijo el hombre—. Créale, se llama Zurich.
      —Pero usted no se llama Joel Green —apunté—. ¿De dónde sacó el nombre? ¿De una novela? ¿Ubik?
      —El de Ubik era Joe Chip —aclaró Rita. Se sacudió algunas imaginarias motas de polvo de la manga del abrigo—. ¿Cuándo empieza la acción?
      Joel Green (su verdadero nombre era Josué de Campos y Oliveira; había nacido en Curitiba de madre alemana y padre portugués) nos condujo hasta un edificio de más de treinta pisos. Las luces encendidas en casi todos ponía en evidencia que la guerra se seguía librando pese a lo avanzado de la hora. Los guardias ubicados detrás de un gran mostrador semicircular se pusieron en actitud alerta cuando vieron bloqueados sus esfuerzos de rutina por determinar la identidad de los recién llegados. Conocían a Green de vista, pero eso no suele ser ninguna garantía para los psicos; una apariencia se puede modificar con cirugía, con cavilación especular, con inductores... Al fallar la comprobación olieron dificultades. Los guardias eran unos simples hurgadores de nivel dos, sin mayor talento, capaces de verificar identidades, pero de ningún modo aptos para desflorar el anticampo que generaba Rita. Nos detuvimos y esperamos. Al cabo de unos segundos fue obvio que Green había logrado generar una serie de contraseñas creíbles, ya que los tipos sonrieron estúpidamente y nos dejaron pasar.
      Usamos un ultrarrápido para llegar al piso veintiocho. A nuestro alrededor, en decenas de cajas de dos metros cúbicos, operadores de todas las cuerdas, con la mirada perdida en campos de batalla virtuales, libraban la guerra más silenciosa de la Historia. Rita se quedó observándolos. En sus ojos había un trazo de reprobación. Sería anticampo, pero tenía todos los vicios de los empáticos. Le preocupaba la simetría de las cajas, con los talentos encadenados en su interior; ni siquiera había protestado por los abusivos modales de Green al reclutarla.
      —Los relevamos cada dos horas —dijo Green, adelantándose a las críticas de Rita. Tal vez en el futuro lograra descubrir las razones de su desconfianza hacia los cubículos.
      —¿Quién está a cargo de las operaciones? —preguntó. La pregunta ponía en evidencia un conocimiento de los códigos que no hubiera imaginado cuando la vi en el balcón por primera vez. Se sentó en una butaca. Desde esa posición podía ver a cinco precognitores liados en una discusión acerca de cual era la interpretación correcta de una trama. Cada uno de los cinco aportaba un hilo de color y según fuera el orden de entrada y los nudos de los cruces se obtenía una configuración distinta. El desacuerdo se originaba en que no había ni siquiera dos coincidencias.
      —Olvídese de ellos —dijo Green. Al ver que yo permanecía en silencio, escudado tras un gesto de censura, trató de animarme con un argumento ridículo—. Vamos ganando.
      Desde el principio de la guerra habíamos sabido que los bandos en pugna no eran terrestres; necesitaban carne de cañón fresca y la Tierra estaba en condiciones de proporcionarla. Tras descubrir que la Tierra estaba llena de talentos, desembarcaron con la solemnidad propia del caso. Embajadores. Intercambio. Se marchaba hacia una apertura irrestricta del conocimiento. Confianza mutua, simpatía. Nada dijeron de guerras; parecían tan pacíficos como lamas.
      —¿Se puede empezar a trabajar? —La ansiedad de Rita cortó el hilo de mis reflexiones.
      —No es tan sencillo —dijo Green—. Cuando estos equipos sean relevados dentro de unos pocos —observó su reloj— cuarenta y cinco minutos, haré un plenario de precognitores para que determinen si ustedes están en condiciones de formar parte del equipo.
      El comentario decepcionó a Rita. Yo, en cambio, lo había sabido desde un principio.
      —Nos acepten o no —dijo Rita—, vamos a hacerlo. Seremos un equipo independiente, Zurich y yo. Reclutaremos talentos para reconquistar la Tierra. Usted nos ayudará, Green.
      —¡Está loca! Tal cosa no es posible. Yo trabajo para ellos, no por mi cuenta.
      —¿Alguien quiere café? —dije para diluir el humor ambiente, espeso como jalea. Había descubierto, por el olor, no gracias a ningún poder meta psíquico, que alguien estaba dedicado a la tarea de prepararlo.
      —Está bien —dijo Rita—. Haremos una tregua de un par de minutos.
      Green se detuvo ante Rita, tal vez lamentando haberla traído. La elaboración de las líneas estratégicas en una guerra tan peculiar no era tarea de aficionados. Green parecía serlo. Me preocupaba la forma en que iba improvisando sobre la marcha, en la mayoría de los casos sin un conocimiento real del asunto. Todos dimos un salto cuando un alarido se elevó desde uno de los cubículos.
      —Perdimos una torre —susurré.
      —No es para tomarlo a la ligera —dijo Rita—. Esta gente sufre.
      —Señorita —dijo Green educadamente—. Creo que me equivoqué con usted. Estaría mejor escribiendo poemas románticos o trabajando en un taller de costura. —Rita deseó por un momento contar con un talento activo, alguna forma de telekinesis que le permitiera desprender las paletas del ventilador y usarlas como guadañas en el cuello de Green. No sintió culpa: era evidente que en el interior de Green habitaba un ser sin emociones y ni siquiera un rostro. El monstruo había tomado posesión del cuerpo para manipularlo y a través de él lograba reclutar personas con talento para la guerra. Avancé un paso y vi por primera vez a la criatura alojada en el interior de Green: tenía forma de pera y un color bilioso; cuatro orificios simétricos, semejantes a bocas circulares de bordes rugosos demostraban que los organismos, tras evolucionar durante centenares de miles de años tienden a los diseños sencillos y funcionales.
      —¡Déjela en paz! —exclamé cuando hube logrado hacer retroceder la apatía que me embargaba.
      —Será  mejor que se vaya —insistió Green—. Me equivoqué, lo admito.
      —No, no se equivocó, señor monstruo del espacio exterior —dijo Rita. Pero fue lo último que dijo. Una mano invisible, sin duda manejada por uno de los talentos que nos rodeaban, le apretó la garganta, dejándola fuera de combate. Por primera vez en la noche empecé a sospechar que mi decisión había sido errónea, o al menos precipitada. Era evidente que esa banda se aprovecharía de mi talento inusual, enmascarado por mi condición de telépata ordinario, pero no me importó; lo intolerable era que se ensañaran con la chica.
      Sonó una chicharra. Una horda de talentos frescos se aproximó a los cubículos y fue ocupando los lugares de los que iban concluyendo sus tareas. No parecía haber gran diferencia con un cambio de turno en una oficina pública. Vi algunos mutantes muy extraños, pero también mucha gente de aspecto corriente. Lo que marcaba la diferencia era el arrobamiento de algunas expresiones, y la fatiga, visible en los cuerpos tanto como en los rostros y las mentes.
      —¿Estarán en condiciones de ponernos al corriente? Lucen agotados. —Miré a Green quien, inexpresivo, miraba a los talentos como si fueran seres de otro planeta. —La guerra necesita soldados frescos, pero de ningún modo soldados inexpertos.
      —¡Dios mío! —exclamó Rita, recuperándose—. ¿Cómo pueden ser tan apáticos, tan insensibles? —Green dirigió la atención hacia la muchacha; la había imaginado desmayada, o por lo menos tiritando asustada en un rincón. En lugar de eso descubrió a una Rita resuelta, dispuesta a dar batalla.
      —¡Señorita! ¡Maldita sea! —Green estaba de pésimo humor. Tal vez había descubierto algo peligroso para él y su situación en la trama. Anticipé el movimiento, pero él contra anticipó. Paró mi ataque mental, y con un sencillo puñetazo en la mandíbula dejó inconsciente a Rita.
      —Así no vamos a ninguna parte. Usted insistió en reclutarla. Ahora no soporta su autonomía. —Ni siquiera había logrado averiguar quienes eran los de nuestro bando y quienes los enemigos en la guerra en la que nos habíamos involucrado. Tampoco era cierto que Green hubiera deseado reclutar a Rita; yo se la había impuesto. No obstante, estaba tan desorientado que ni siquiera era capaz de recordar cual era mi talento específico.
      Uno de los relevados, alto como un álamo, se arrodilló ante Rita con el propósito de reanimarla. Tal vez ni siquiera había visto el puñetazo, por lo que imaginaba que, como en casi todos los casos, Rita estaba fuera del juego por un ataque psíquico. Era un empático accidental: su talento se conectaba en casos fronterizos, y Rita lo era, aunque él no había averiguado en qué cuerda jugaba. Green lo tenía catalogado como telekinético o inductor de pánico, por lo que retrocedió, apoyando el cuerpo exterior contra la pared. El cuerpo interior se acurrucaba de un modo patético; en el fondo era un cobarde, fuera de la especie que fuese. El empático no le prestaba atención. Sacó un mazo de cartas plastificadas del bolsillo y empezó a disponerlas en torno a la cabeza de la muchacha. Las imágenes de las cartas representaban catástrofes naturales o paisajes imaginarios de los mundos de los invasores. La llegada de los extraterrestres había disparado un mórbido culto a lo fantástico, semejante al que existiera en el segundo y tercer cuarto del siglo XX.
      —Ayúdeme —dijo—. Mantenga a raya a este cerdo para que no vuelva a atacar a Rita.
      —No es un cerdo. Adentro hay otra cosa. ¿No se supone que estamos del mismo lado? —Mi protesta no tenía sentido.
      —¿Se supone? Estas alimañas cambian de bando con la misma facilidad con que cambian de cuerpo. —Luego, como reaccionando con retardo, dijo: —Miró adentro. ¿Qué vio?
      —Un peroide, verdoso, de cuatro bocas.
      —Un scap. Extraño. Es un cuarto de la Fraternidad, una especie de sargento reclutador. ¿Los reclutó a ustedes?
      —Hace un par de horas —dije.
      Varios operadores, a medida que iban abandonando sus puestos y eran reemplazados, se aproximaban al cuerpo inerte de Rita. Tendían lazos de todo tipo y se sorprendían por la historia que fluía desde la mente de la chica. Ignoraba cuanto duraría esa parte del ciclo. Los talentos de toda cuerda y laya (telépatas, precognitores, empáticos, telekinéticos, inductores) ya eran una docena. Green, acurrucado entre el piso y la pared, doblado en un ángulo extravagante, parecía haber perdido el control de la situación, quizás confinado por la acción conjunta de bloqueadores y depresores. No me quedaba claro por qué todos se habían puesto de acuerdo en contra de Green. Después de todo él era de su bando, y Rita una absoluta desconocida.
      —No funciona —dijo finalmente el empático recogiendo las cartas.
      —Está liquidada —dijo un precognitor—. Le quedan cinco o seis minutos de vida.
      Recibí atónito la información. ¿A qué jugaba Green, o la entidad que había tomado posesión de él? ¿Cuál era nuestra función en la trama? Rita, si correspondía aceptar como ciertas las palabras del precognitor, moriría por nada, sin haber entrado siquiera en combate, como consecuencia del capricho de un oficial de baja categoría.
      —En caso de emergencia —dijo el empático— estamos facultados para destituir y hasta destruir al reclutador. Tal vez ignore cuántas batallas paralelas se están librando en este mismo momento.
      A continuación me tocó presenciar una escena increíble. Dos de los talentos se situaron frente a Green. Sin tocarlo, iniciaron un proceso que, sin lugar a dudas, lo tenía por objeto. La envoltura exterior del scap parpadeó dos o tres veces y luego se desarmó. Las partes, módulos independientes de lo que hasta un minuto atrás había sido Green, se desparramaron serenamente, sin producir sonido alguno, como si se tratara de piezas de material blando. El tronco, despojado de extremidades y cabeza, fue asimilándose más y más al peroide contenido en su interior.
      El empático se ubicó frente a mí, eclipsando lo quedaba de Green, y me tendió la mano.
      —Soy Burgueño.
      —Zurich —respondí—. ¿Qué se proponen?
      —Cortarlo al medio, por el Ecuador. El scap que se esconde en el interior del peroide es la peor alimaña del Universo. ¿Sabe qué significa la expresión "caballo de Troya"?
      —No.
      —Usted leyó la mente del peroide, pero hace tiempo que el scap lo devoró, como hacen ciertas orugas, desde adentro. Del peroide sólo queda la carcasa.
      —Se podría haber defendido. —Me sorprendía la ineficacia del primer invasor. Eso había estado sucediendo mientras Green nos reclutaba, cuando enredó a Rita en el balcón y nos condujo hasta el Edificio Central.
      —No supo qué ocurría hasta que fue demasiado tarde. Y nos vimos imposibilitados de intervenir; esta fase de la batalla es aguda. Estuvimos erigiendo una barrera térmica, todo el turno. Cayeron dos de los nuestros, ¿oyó el grito?
      Era difícil de digerir. El significado de los lances se me escapaba. Pero no traté de indagar a Burgueño. El tipo tenía un flanco sucio, algo en sus gestos que me repugnaba. Por eso no me sorprendió que, anticipándose a mi vibración, se abriera de par en par, poniendo su intimidad en exposición, y dando por supuesto que mi talento lo sacudiría como a una vieja alfombra apolillada. Apostaba a que de esa sacudida no se desprendería ni una escama de podredumbre.
      A partir de ese gesto de Burgueño asistí a varios hechos simultáneos, aunque aquí tendré que narrarlos consecutivamente. La información a la que tuve acceso me permitió conocer los pasos previos a mi reclutamiento y el de Rita. Green había detectado el anticampo de la muchacha; a mí sólo me quería para encubrir su interés por ella. Tenía a cientos como yo, o como lo que yo aparentaba ser. Pero carecía de antis en el equipo, por lo que le estaba resultando complicado neutralizar a los scaps. Era una explicación embrollada. ¿Por qué querría neutralizar Green a los scaps si él era uno de ellos? Posiblemente en el interior del scap que había adentro del peroide que se escondía en el tórax de Green hubiera un galac o un representante de una especie no catalogada. La guerra se extendía como una mancha de tinta, convocando a cuanto entusiasta con talento psico hubiera suelto por el Universo.
      Mientras Burgueño me desorientaba con la avalancha de datos confusos, los talentos abrieron al medio lo que quedaba de Green; cortaron en dos al peroide y extrajeron un erizo negro que empezó a rebotar como una bola de cemento adhesivo en cuanto logró desprenderse. Así que esa era la verdadera apariencia del scap. Ahora entendía por qué enmarañaban mi percepción y yo no lograba ver otra cosa que peroides: los scaps están revestidos por una película estéril, refractaria a la lectura psíquica de tercer nivel. Sorprendido por la brusca exposición, el scap había enloquecido, si tal expresión era aplicable a su morfología.
      Al ver al erizo rebotando contra el piso y paredes, como una pelota de squash, interrogué con la mirada a Burgueño. —¿Qué trata de hacer? —dije.
      —¿El scap? Salir de la armadura, supongo. Bernardo la va a romper como si fuera un diente podrido. Él es Bernardo —dijo señalando al inductor que se restregaba las manos como si las tuviera sucias de barro—. Ojalá fuera siempre así de fácil.
      El tercer hecho simultáneo había comenzado fuera de mi vista y progresaba a mis espaldas. Lo advertí cuando la mente de Burgueño se cerró para mí de un modo absoluto. Rita había recuperado el conocimiento y el campo antitelepático que generaba era suficiente para obliterar a todos los talentos. Únicamente el scap, supuestamente ciego y mudo, logró atravesar la coraza con un claro mensaje, un mensaje que me estaba dirigido.
      —Mienten —transmitió el scap—. Yo soy tu bando. Ellos son los enemigos.
      Tengo dos o tres palabras para describir lo que siguió: espeso, turbado; un cuerpo cayendo desde cierta altura en un tanque lleno de miel. Había perdido el hilo entre laberintos de ojos ciegos, ojos que miraban sin ver. Otras tres. Pegajoso, lento, rancio. Buscó ayuda en Rita, al mismo tiempo sorprendido y feliz de que la muchacha hubiera entrado en acción, infringiendo el destino aciago que le pronosticaran. Pero Rita había desaparecido, tal vez tragada por la vorágine de talentos que fluían desordenadamente entre los cubículos, reemplazándose unos a otros, y en algunos casos sólo chocando como policías de Keystone en un viejo film mudo. Burgueño, con las manos en la cintura, ajeno por un momento al ajetreo, parecía desafiar al scap.
      —Creo que lo suyo es pura paranoia —dijo—. En realidad no puede ser algo permanente; pronto se pondrá bien y podrá volver a sus juegos.
      —¿Cómo le dice algo así? —protesté—. No es humano. ¿Pretende sacar ventaja de su confusión?
      —¡Cállese, Zurich! Usted no tiene nada que ver con nuestra guerra, desconoce los códigos; ni siquiera llegó a entrar en ella, por lo que no tiene sentido que se obstine en salir. No moleste.
      Resignado, busqué una butaca. Rita apareció de la nada y se sentó a mi lado. Puso la mano sobre mi rodilla y la apretó. El aviso me recorrió eléctricamente, pero la mente de ella seguía siendo una gran mancha de ruido.
      —No puedo leerte —murmuré.
      —Es más seguro entre dientes —respondió del mismo modo.
      Sonreí. —¿Qué son?
      —Perms, una especie de un planeta sin sol, raro, ¿no? Un planeta que vagabundea entre sistemas. Son psicos, pero de baja categoría, aunque bastante hábiles e ingeniosos. Se metieron en la guerra entre scaps y galags, sin que nadie los llamara...
      —¡No, no! —exclamé sin alzar la voz. Un grito susurrado equivale a un pensamiento en una caverna submarina. Estábamos a mitad de camino a cualquier parte, por lo que me asaltó un mal presentimiento—. Podrías ser más coherente.
      —No te va a gustar.
      —Entonces lo explico yo. Green me reclutó por dinero, diez mil. Yo impuse tu presencia como condición excluyente.
      —¡Muy gentil! —Rita me contempló como se mira al último imbécil—. Eso demuestra que no entendiste nada. Tu destino es ser la penúltima bola; sólo se trata de que estés en el lugar preciso en el momento justo; golpear en el ángulo exacto y la misión estará cumplida. A nadie le importará tu trayectoria a partir de ese momento.
      —¡Ratas! —exclamé, esta vez sin pudor. Pero la oficina había quedado vacía. Mientras hablábamos, un servicio mágico se ocupó de eliminar todo rastro de los psicos humanos y alienígenas que infectaban el lugar. Rita me miraba con atención.
      —¿Entendiste lo que dije? No llegarás al final del camino.
      —Sí, entendí. La pregunta es otra. ¿Por qué no puedo leer tu mente? Les mentí, ocultando la verdadera naturaleza de mi talento: no existe bloqueo para mi penetración.
      —Soy otra cosa —dijo Rita, escueta.
      —¿Otra cosa? ¿De que estás hablando? ¿Cuántas otras cosas que yo no conozca pueden existir?
      Por toda respuesta, Rita muestra su verdadera apariencia: ya no es una muchacha sino un apretado tulipán, con los pétalos sesgados como paneles de acero. Observo hipnotizado que la pulida superficie es recorrida por una pulsación lenta, irregular que desemboca en una ávida, creciente dilatación. Al abrirse como una flor, muestra complejos sistemas microscópicos, órganos artificiales de calidad y precisión insuperables. Me siento caer desde gran altura. Los estambres son antenas receptoras de las señales emitidas por una entidad superior, nacida en un planeta que gira en torno a una estrella que no es el Sol, y que en este momento se halla suspendida a diez mil kilómetros de la Tierra, espiando nuestros movimientos. Rita-tulipán recibe un trillón de terabites en un nanosegundo. Esa información comprimida explica el origen, naturaleza y finalidad del Universo; se necesitarían eones para decodificarla, pero la entidad se compadece de nosotros y condensa y resume el contenido. El Universo, dice, no tiene objeto, es producto del azar. Es cíclico, dice. Las dimensiones del Universo, dice, se anudan, entrelazan, complementan formando un continuo consecutivo en el que principio y fin, adentro y afuera, pasado, presente y futuro carecen de sentido. ¿Eso es todo? Poco más. Las criaturas que lo habitan son malformaciones del espacio y el tiempo, accidentes sin propósito ni razón. ¿Esta guerra? Esta guerra es inútil, como cualquier otra, como todos los actos individuales o colectivos de las criaturas que infectan el Universo. Scaps, humanos, galacs, perms. Los actos, pasiones, vidas, muertes de trillones de especies no tienen importancia para el Universo, Dios, si lo desean, en última instancia. Luego, la entidad calla. No necesita tiempo, pero se apiada de nosotros y produce una pausa antes de ejecutar la fase siguiente.
      Los estambres se transforman en pinzas. Actuando con celeridad y eficacia, me sujetan, me inmovilizan, aproximándome a la corola, que se cierra paulatinamente. Un estambre sufre otra transformación: ahora es un escalpelo. Las pinzas me ubican en posición y el escalpelo se desliza por mi vientre, trazando una línea perfecta que rueda por la cintura, dibuja la espalda, se une en el ombligo y se muerde a sí misma. Cuatro estambres, convertidos en mandíbulas, sujetan las extremidades, otros dos rodean el cuello. Halan en direcciones opuestas y dividen el cuerpo en dos, separando la mitad superior de la inferior. Una forma toroide, una dona violeta con manchas rojas, ve la luz por primera vez. Es un coci-dí. La entidad superior me obsequia ese conocimiento. ¡Es increíble! He alojado un coci-dí en mi interior, gobernando mis actos, manipulándome. Ahora, cortado en dos por el escalpelo de la entidad superior, aunque no privado de la capacidad para percibir el entorno, asisto a la segunda fase del proceso. Los estambres mutan una vez más, convirtiéndose en instrumentos aptos para tratar con la morfología del coci-dí. Abrazaderas, buriles, marras, cuñas, escoplos. Ya sé lo que sigue, por supuesto. ¿Quién es el operador solapado, hundido en las profundidades del coci-dí? ¿La entidad superior, acaso? No me permito pensar tonterías. En el interior del coci-dí habita una rugosa perla negra, un garbanzo capaz de tragar la luz circundante. Se llama a sí mismo Freber.
      —No es el último —susurra Rita. ¿Rita? Hemos recuperado la realidad consistente. Han desaparecido el tulipán de pétalos acerados y los estambres cortantes de la entidad superior. Pero no Freber.
      —Aquí, desde el interior de Freber —dice un pensamiento filoso, enfocado como un láser hacia el centro de mi glándula pineal—. Soy Uno, el indivisible.
      —¿Terminará esto alguna vez? —Observo a Rita. Estamos sentados en butacas gemelas, las manos enlazadas como alas de tórtolas.
      —Es parte de la guerra —responde ella, enigmáticamente—. ¿Te diste cuenta, al iniciarse el combate, que nos estamos haciendo cargo de realidades alternativas, ajenas a nuestra experiencia? ¡Cuidado!
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      Desprevenido, siento que la ola me sacude, me arrastra. El desplazamiento sólo puede medirse en unidades combinadas, ya que todo el continuo espacio-temporal ha sido afectado. Comprendo la analogía de las muñecas: una dentro de otra hasta agotar el infinito. No obstante, una última muñeca debe ser indivisible. Ínfima, casi teórica, oscilando en el límite entre lo sí y lo no existente. El presente también es un punto capaz de contener a todo el pasado. El futuro será, por lo que en este instante no existe. Y aún así es capaz de incluir el presente, punto fluctuante, cuanto de eternidad. Debo decírselo a Rita: el conocimiento es poder; dura menos tiempo que el salto de una partícula a otro plano de realidad, pero el que lo posee alcanza la victoria.
      —No —dice Rita—. Ahogado.
      —¿Ahogado? —El edificio ha quedado vacío; las luces apagadas y las máquinas detenidas proveen una configuración casi irreal. ¿Qué puede parecerme irreal, a esta altura del relato?
      —Ahogado —repite Rita, a mi lado—. Tablas.
      —¿Tablas? ¿Me he esforzado tanto para lograr unas míseras tablas?
      Un hombre bajo, de manos pequeñas y ademanes vacilantes, se acerca hacia mí. Se detiene y permanece callado un minuto, rígido, como si ignorara la línea siguiente de un guión. Tendremos serios obstáculos para comunicarnos, advierto al instante. A las tres y treintiuno de la madrugada me permito cualquier tontería.
      —Es extraño —dice finalmente—. He estado soñando con usted.
      —No me fastidie —replico. Enciendo un cigarrillo.
      —Sé que esto lo agota —insiste. Luego vuelve a su oscuro silencio.
      —Lo hago por dinero. —Capto los pensamientos de una mujer acodada en el balcón de un edificio próximo; es prometedor. Sólo debo deshacerme del hombre—. Pero ya tengo demasiado, y no creo que su guerra valga la pena. —Antes de que el hombre logre descubrir que he movido los brazos, le aprieto el cuello con una mano y le aferro los tobillos con la otra. Tiro. Separo. Un hombre idéntico, pero más pequeño, salta del interior hueco e insiste, reanudando la cantilena.
      —Estoy en condiciones de financiarlo, sea lo que fuere —dice el hombre—. A mí no me importa el dinero, puedo gastar cualquier suma. Ellos pagan lo que sea, si el material es de buena calidad.
      Repito la operación, doce, mil veces. Los últimos hombres son más pequeños que hormigas. Las medias carcazas dotan al paisaje de una textura fantasmal. Rita, riendo, me alcanza una lupa y dos pinzas de filatelista. Con mucho cuidado separo uno más. Podría ser un ángel, pero no lo es. Repite su discurso, inaudible ya, con obstinación. Parece que hay una guerra en alguna parte y que el Universo no tiene propósito, pero no estoy seguro de que haya dicho eso. Rita se ríe, y sin que yo logre impedirlo, aplasta al último hombre, el indivisible, con el taco de su bota.



Sergio Gaut vel Hartman

Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires en 1947. Es un autor muy prolífico, que ha publicado numerosos relatos en revistas de todo el mundo. Es autor del libro de cuentos Cuerpos descartables, Minotauro, (1985). Fue creador y director de la revista Sinergia y posteriormente director de la revista Parsec. En Axxón hemos presentado en el número 67 un especial dedicado a él, más los cuentos "Crías de esturión", Axxón-69, "Náufrago de sí mismo", Axxón-60 "Encubridor", Axxón-100, "Disfraz", en Axxón-123. Más datos sobre Sergio en la enciclopedia.



Axxón 129 - agosto de 2003
Ilustró: Valeria Uccelli

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