(...) maldita raza tu crueldad
araña astuta, colmillo a estrenar
(...) condenado a mirarte morder
la carne que empieza a faltarme (...)
Caballeros de la Quema
En una habitación oscura del Centro pasaban de las dos de la mañana. Ella estaba sobre él, él sentado en el sofá con los brazos extendidos en posición de víctima, él en el altar de sacrificio y ella lista para sacrificarlo porque él se lo había pedido. "¿Qué vas a hacer conmigo? Es tu oportunidad…", dijo él. Y ella, "No lo sé…". Y él, "Sólo por hoy, como en el poema, solamente ahora". Y ella, "Entonces te condeno a soportarme tres meses más". Él se rió y bajó los brazos y ella también se rió, y él reía aunque por un instante pensó que ella tenía razón: tres meses más podrían transformarse en una condena. ¿Y al final de los nuevos tres meses qué pasaría?
En las sombras, el puñal de sacrificio desciende rápido y rompe la sombra hiriendo sin matar, condenándolo a una agonía lenta de tres meses. Tres meses atado a aquel altar con forma de semiesfera y un pequeño embudo en el centro, con alimento apenas suficiente para mantenerse vivo, y ese puñal repitiendo el sacrificio noche tras noche para que la herida no cierre, para que la sangre escape espesa de la herida y moje el altar, para que la sangre más espesa aún gotee por el agujero de la piedra sobre la boca de la diosa de piedra. La diosa, poco a poco, tomará su vida, su sangre, gota por gota hasta dejarlo seco tres meses después, cuando el hechicero consiga una nueva víctima.
Frío en la espalda y un estremecimiento, luego el dolor. "¡Una araña!", dijo ella, y él tuvo miedo porque aquella noche las sombras le habían revelado la verdadera forma de la diosa que él había amado durante tres meses. Fue sólo un instante, pero en ese instante no vio a la mujer dulce de los ojos redondos sino a una araña posada sobre él, lista para el sacrificio, decidiendo si lo mataba en ese momento o lo dejaba para más tarde… Y lo peor fue que él se lo pidió, pidió el sacrificio como una suerte de broma, pero realmente la vio como una araña, y desde entonces cada gesto, cada palabra de ella tuvo un sentido oculto, una doble intención, y lo peor era que él no podía escapar. "Una araña chiquita, espero que no te haya hecho nada", dijo ella.
La caverna es oscura y la oscuridad aumenta su tormento. Han pasado tres meses y toda su sangre, gota a gota, fue absorbida por ese espantoso ídolo de piedra. Pero la tortura consiste en la extensión del proceso: pierde lentamente su sangre pero sus huesos la van regenerando en un balance que, en última instancia, lo llevará a la muerte. Y allí está cada noche la mano oscura del hechicero de la tribu y el cuchillo de sacrificio que muerde la herida para abrirla una vez más, y también el dolor intolerable en la herida. Lo peor es que el desfile de las sombras proyectadas en la cueva de piedra por las antorchas no termina al acercarse el cuchillo, cuando vuelve la oscuridad…
Las palabras de ella eran como cuchillos que removían la herida… Ella parecía no saber, si alguien la hubiese escuchado diría que realmente amaba a ese hombre como no amó a nadie, pero él lo veía todo tan distinto… "Locura, eso, sin duda. Dirán que paranoia". Ella en todo momento le había dado pruebas de fidelidad, de amor sin límites, de bondad, de celosa preocupación… Pero él no podía dejar de pensar, "si una araña se preocupa por el bienestar de su presa le pueden llamar amor, pero es otra cosa", y al mismo tiempo tampoco podía descartar la locura, "eso es lo que diría cualquiera, locura", y eso, precisamente, era lo que lo mantenía en la red: no saber si se trataba o no de locura.
Tres meses no, seis. Tres meses más ha dicho, o eso entendió él. ¿Por qué? ¿Acaso no pudieron encontrar una víctima nueva? Seguramente eso, piensa él en la oscuridad, y sabe que tiene más tiempo porque la herida ahora es menor, los cortes son más breves, es menor la cantidad de sangre para la diosa. "Me hacen durar hasta que encuentren a otro…". El único consuelo que ha guardado durante todo este tiempo ha sido la esperanza de la muerte al finalizar los tres meses, la muerte como una forma de escape. Pesadilla no, es peor que una pesadilla, porque a causa de su debilidad duerme casi todo el tiempo mientras sus huesos fabrican más sangre para la diosa, y cuando él duerme sueña con la diosa y el cuchillo y las manos del hechicero y las sombras de fuego, y cuando despierta ve a la diosa, al cuchillo y las manos del hechicero, ve las sombras de fuego y además siente el dolor, y revive en él el deseo de que el dolor se detenga…
Eran la pareja perfecta: ella jamás le gritaba, él nunca discutía con ella, estaban de acuerdo en casi todo y, cuando no era así, aceptaban que pensaban distinto, que no podían ser idénticos. Y lo peor, pensaba él, era verlos siempre juntos; la pareja perfecta, más que simpatía despertaban envidia y rencores. "La pareja perfecta", pensaba, "la presa y el cazador, tres meses más". Pero lo que lo perturbaba no era esa forma encubierta que él veía en ella, detrás de ella, sino la pregunta: "¿Para qué? ¿Qué es lo que realmente quiere?". Si fuera una diosa querría su sangre, pero era una araña, una araña con apariencia humana cuya verdadera esencia sólo él podía percibir.
Además de la debilidad y de los sueños y del dolor de la agonía, queda el ruido de la sangre espesa que, luego de deslizarse sobre el altar, cae sobre el ídolo de piedra. Peor es no entender por qué, para qué. ¿Por qué no le ofrecen toda su sangre a la diosa de una sola vez? ¿Por qué ese refinamiento en la tortura? Si fuese una araña querría su sangre, pero es un ídolo de piedra caprichoso y cruel, una piedra con forma de diosa, una diosa que sólo el hechicero parece ver como tal, un inmundo pedazo de piedra regado con su sangre.
Encender un cigarrillo es un lujo que pocas veces le dan en este altar, y una vez más aparece la mano blanca con el cuchillo para abrir la herida y las sombras se dibujan en el techo blanco y juegan con las manchas de humedad. Ya no pregunta por qué lo tienen ahí, no pregunta por qué todas las noches le clavan ese cuchillo tan fino como una aguja y le reemplazan la sangre por algo que lo hace dormir, que lo hace soñar con la diosa de piedra, con la mujer que fingía amarlo, con la mujer que él mató en defensa propia. "Es mentira, como dicen, que ella era inocente": él la vio, faltaban unas horas para que se cumpliera el plazo y él hizo lo que pudo. "Una presa debe defenderse", piensa ahora mientras sus ojos vuelven a cerrarse y lo depositan en el altar de la diosa-araña-mujer-piedra donde siempre es de noche, mientras sus ojos se cierran y le niegan la ventana, el parque con los otros internos reposando al sol, el jardín, la verja del hospital y, a lo lejos, la calle, y más lejos todavía un mundo que ha dejado de pertenecerle.
* * * * *

—Quiero dedicarle este número a Jorge Korzan por considerarme joven...
—Jaaaaaa... Buenísimo. ¿Te considera joven? ¿Qué tiene ese muchacho en lugar de ojos?, ¿el dos de oro?
—Cortála, imbécil.
—¿Por qué nos peleamos todo el ander?
—Vos empezaste...
—No, vos...
—No, vos...
—No, vos...
Y así siguieron hasta el próximo Ander. Adiós.
Quiero que sepas, Gimena, que te llevás un pedacito de mi corazón al cielo, y desde este lugar que es mi casa, el Ander, decirte... Nunca te vamos a olvidar Natalia y yo, donde quieras que estés. Simplemente hasta luego.
Axxón 114 - Mayo de 2002