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Ficciones

UN BOSQUE INSTANTÁNEO
Rodolfo García Quiroga

Cuando John Miranda regresaba a casa a las seis de la tarde de su trabajo en la proveeduría de Sam Glen, sacaba alguna caja de alimentos congelados del freezer y calentaba su contenido en el microondas. Mientras comía medallones de pollo o bocadillos de espinaca con papas fritas, aprovechaba para ver un poco de televisión. Le gustaba escuchar un noticiero local de Arizona y tal vez mirar distraídamente alguna película de acción. Vivía solo desde hacía cinco años en su propiedad a dos millas de Coopper Creek y no veía que hubiera algún programa mejor al alcance de la mano.
     John iba a cumplir sesenta años ese verano y esa noticia no le agradaba. Tampoco le gustaban mucho los domingos, porque no tenía que ir a lo de Sam y nunca había aprendido a disfrutar del tiempo libre. Hacía largas temporadas que las misas del padre Mendoza en la desportillada capilla de Coopper Creek no le contaban entre sus asistentes. A veces el sheriff Tony Romero lo invitaba a jugar a los bolos un rato en el local nuevo que habían abierto unos chicos entusiastas de Texas en Main Street. Tony Romero era un buen compañero de salidas. Hablaba poco y cuando lo hacía nunca tocaba asuntos personales. Su mujer lo había abandonado por un artista chiflado de Nueva York el mismo día en que lo reeligieron por segunda vez sheriff del pueblo y Tony no parecía sentirse demasiado afligido por la separación.
     Ese viernes de mediados de julio, John Miranda llegó especialmente agotado. El calor era terrible por esos días y los clientes lo fastidiaron bastante. Sam había tenido que viajar a Phoenix y él quedó a cargo del establecimiento. La señora Hernandez se quejó del sabor del aceite de oliva que venía comprando desde hacía seis meses atrás, Jack Larsen quiso que le devolvieran los doscientos dólares que había pagado el fin de semana anterior por una carpa de nailon para cinco personas porque decía que el material era de pésima calidad y una pareja de insoportables universitarios del Este insistieron en revolver las góndolas, buscando inútilmente un plano de carreteras del estado de Colorado.
     Cuando entró en la casa agradeció la frescura de su interior. Fue hasta el contestador automático y verificó que tampoco hoy había ningún mensaje esperándole. Decidió prescindir por una vez de los alimentos congelados y directamente sacó de la heladera una lata de cerveza negra bien helada. Tenía tanta sed y calor que el apetito había quedado relegado a un segundo lugar. Se bebió la lata entera allí mismo, y cuando la terminó la arrojó hacia el cesto de la basura como si estuviera en medio de un partido de basquetbol. Acertó y otro par de latas emigraron con él hacia el sillón del living. Se las merecía después de aquel día espantoso.
     Tomó el control remoto y encendió el televisor. Decidió que la atractiva periodista de bonitos ojos verdes no tenía nada particularmente interesante para decirle acerca de lo ocurrido ese día en Arizona y antes de que terminara el noticiero pasó sin más trámite a un canal de películas. Unos soldados corrían disparando sus ametralladoras y gritando entre las abigarradas selvas de Vietnam, pero eso ya lo había visto. Larry King comentaba algo acerca de un escándalo en Washington, pero Washington estaba muy lejos. La cerveza era una delicia. Abrió la tercera lata y se dijo que era hora de justificarse a sí mismo los treinta dólares mensuales que pagaba por el servicio de cable. Tenía un fuerte dolor de cabeza y quería algo mejor que una aspirina para superarlo. Quería algo que lo distrajese en serio.
     Apretó una vez más el botón de canales del control remoto. Una mujer de pelo negro y mirada franca le contaba a la cámara acerca de la forma en que había cambiado su vida desde que decidió comprar el nuevo y sorprendente producto de Gene Biotechnology Corporation. A John le gustó enseguida la mirada de esa mujer: le hizo acordar a la de su propia esposa, María. La mirada de la mujer que había sido su esposa. Un poco desafiante, un poco inquieta, un poco seductora. La cámara hizo un primer plano de esa mirada envuelta en una sonrisa de grandes dientes blancos.
     La mujer caminaba ahora por un estrecho sendero que serpenteaba en medio de un paradisíaco bosque de abetos, pinos, eucaliptos y cipreses. Inhalaba profunda y suavemente el aroma delicado que emanaría de aquel bosque de ensueño. Una amplia camisa blanca de lienzo permitía apenas entrever formas que se insinuaban generosas.
     —¿A quién no le han contado alguna vez historias del bosque? Ahora usted puede tener su propio bosque y hacer realidad sus mejores sueños —decía la mujer vestida de blanco, como si se tratara de un hada moderna de la televisión.
     Luego venían los testimonios de siempre. Un granjero afirmaba que gracias al revolucionario producto de Gene Biotechnology Corporation había concretado el anhelo de forestar su propiedad. Un barbudo militante ecologista, veterano de muchas causas perdidas, sostenía que el gobierno debería prestar mayor atención a las fantásticas posibilidades que se abrían para fortalecer las plazas y parques urbanos de toda la nación. Como remate, una negra gorda de Florida chillaba frente a un magnífico ciprés, con cara un poco desencajada: ¡es increíble! ¡es increíble!
     La cámara volvía a la mujer que, cómodamente sentada debajo de una glorieta señorial y portando un aristocrático sombrero blanco de alas anchas que resaltaba la finura de su cuello de bailarina de ballet, aclaraba que bastaban siete días como promedio para que se desarrollara el nutrido bosque artificial que la rodeaba. Las recientes investigaciones en el campo de las tecnologías biogenéticas permitían terminar con los largos años de espera necesarios para contar con un bosque propio. Las acciones de Gene Biotechnology habían experimentado un alza sin precedentes en Wall Street luego del lanzamiento público del espectacular producto.
     ¿Una semana decía? John Miranda se dijo que, por cierto, no era mucho esperar para tener un bosque. Recordó el momento en el que su hija Melissa le había anunciado sorpresivamente que se mudaba a Maine con su novio.
     —¿Que hay allá que nosotros no tengamos acá? —quiso saber él ante la brusca noticia.
     —Hay bosque, papá. Estoy cansada del desierto —le había dicho Melissa, mientras terminaba de meter su ropa en una llamativa maleta de lona amarilla comprada con sus magros ingresos cuidando chicos ajenos.
     —Pero los Miranda hemos vivido por cuatro generaciones en esta parte de Arizona —había replicado él, procurando darle a su voz la misma dignidad serena con la que solía repetir eso su padre. Una dignidad vieja que venía de la época de las minas y de la ley del más fuerte. La misma dignidad que había tratado de darle a esa declaración de principios cuando después de la sorpresiva boda en Tucson, sin noviazgo previo, su indignado suegro le exigió desde Jalisco que hiciera volver a su hija María a México porque él no soportaba que ella viviera entre gringos junto a un desconocido. Y cuando él fue al banco acompañado por Sam Glen y María para pedir el crédito hipotecario que necesitaba, le había explicado lo mismo al gerente atónito, porque pocos eran los que querían comprar en las soledades de Coopper Creek. Y cuando al fin añadió, con el dinero del crédito, a los siete acres de Arizona que había heredado de su padre los tres acres de la finca vecina de William Wooler, se creyó también en la obligación de repetirlo. Y entonces el viejo William Wooler tomó su dinero de la mesa, como si hubiera sufrido un insulto y le contestó que por él podía quedarse con todo el maldito Coopper Creek y con todo su maldito desierto.
     Lo que dijo sobre los Miranda y Arizona no le había servido de nada con su hija Melissa, que siguió metiendo su ropa en la maleta de lona amarilla. Como tampoco le sirvió seis años antes para retener a María, que quería una vida mejor junto al mar en algún sitio de California. Ambas lo habían dejado. Ambas habían decidido olvidarlo. Y la culpa la tenía en gran parte ese desierto, ese interminable, persistente, gigantesco, demoledor, omnipresente desierto seco de Arizona que él llevaba en la sangre y que amaba y que odiaba con igual fervor que el de sus antepasados los Miranda.
     —No importa que tan poco llueva en el lugar donde usted vive —comentaba ahora con aire doctoral un aplomado científico de laboratorio—. La estructura molecular de nuestros árboles ha sido modificada para que puedan retener el agua durante decenas de años. ¡El riego no es un problema para nuestros bosques instantáneos! ¡Y las raíces están diseñadas para extenderse al ras de la tierra, a prueba de los terrenos más duros! ¡Nuestros bosques nacen en la meseta con la misma facilidad con que lo hacen en la arena!

¡Bosques instantáneos! John Miranda va hasta la heladera y toma otra lata de esa cerveza negra tan apetecible.
      La mujer de la mirada que se parece a la de María dice que si uno llama ya mismo puede tener un descuento del diez por ciento sobre el precio de compra.
     Melissa tal vez quiso decir otras cosas. Tal vez quiso hablar de una vida más plena escurriéndose entre sus días. Pero simplemente dijo, mientras sus pertenencias desaparecían para siempre en medio de ese bolso de lona amarilla de quince dólares: —Quiero otra vida, una vida con bosques, papá. Estoy cansada del desierto.
     John Miranda va hasta el teléfono y disca el número que aparece titilando en pantalla en caracteres enormes.
     Lo atiende una voz seductora como los pinos aromáticos de un bosque encantado.
     —Vivo en Arizona —dice él como si eso pudiera explicar todo. Y añade, con la voz un poco más clara:
     —Quiero dos cajas. Dos cajas.
     —Trescientos veinte dólares gracias al descuento por llamada inmediata —dice la animada voz joven que lo felicita por ser uno de los primeros en responder a la oferta.
     Y John le entrega a la lejana voz del bosque encantado los datos de su tarjeta de crédito.

El paquete llegó dos días después. Se lo entregaron en lo de Sam, porque sabían que lo iban a encontrar allí. Y cuando John Miranda volvió a su casa ese día, no entró para sacar comida congelada del freezer ni para mirar el noticiero de las seis y cuarto en su televisor de veintiún pulgadas de control remoto. Abrió las cajas y comenzó a correr por sus diez acres de desierto de Arizona, esparciendo al viento juguetón de la tarde el placer recién descubierto de sus cincuenta y nueve años, hasta que todas las innumerables semillitas instantáneas salieron de la caja, liberando su energía mágica por doquier. Esa vez John Miranda se acostó sin mirar televisión, soñando historias de duendes.

A los tres días, nerviosos plantines empezaron a crecer por toda la finca de John Miranda. Parecían un montón de polluelos verdes extraviados. A la semana, con puntualidad científica, el bosque era una súbita realidad. Los árboles habían alcanzado una altura de unos cincuenta pies como promedio. Las raíces se extendían por el suelo, lamiendo la áspera superficie, apareándose como fértiles animales ansiosos de descendencia. Las ramas se elevaban clamorosas hacia el cielo, reclamando su derecho a vivir en medio de la sequía inmemorial. Había algo de lujurioso en aquella floresta nacida de dos cajas de cartón. Por aquí y por allá surgían brotes nuevos, anunciando un brioso desarrollo vital que todavía no culminaba. John Miranda escuchó con atención algunos prometedores sonidos nuevos. Lejanísimos pájaros que nunca había soñado con ver establecidos allí se mudaban a Coopper Creek al amparo de aquel virginal y repentino espacio verde.
     Sam Glen y Tony Romero le pidieron permiso para visitar su bosque, todavía un poco escépticos. No podían dar crédito a lo que John Miranda les contaba. Habían oído muchas historias por la televisión durante su vida y habían sido decepcionados muchas veces. Cuando cerraron la proveeduría, John Miranda los hizo subir a los dos en su camioneta Ford e invitó también al padre Mendoza. Quería que bendijese aquel bosque remitido por encomienda. Iban apretujados, ansiosos y expectantes en la cabina de la camioneta.
     —Nunca he visto personalmente un bosque así antes —se sinceró el sheriff Tony Romero.
     —Yo casi ni recuerdo uno —confirmó el sacerdote—. La última vez fue cuando todavía estaba en el seminario. He pasado mucho tiempo viviendo en este lugar.
     Y un poco más tarde, mientras el padre Mendoza paseaba su incensario incrédulo frente a los árboles del bosque instantáneo nacido en el páramo de John Miranda, los tres amigos lloraron de emoción como niños que eran todavía en el fondo de sus corazones áridos.
     Luego John Miranda entró a la casa y llamó por teléfono a Melissa. Lo atendió la querida voz de su hija grabada en un contestador perdido en la belleza brava de los lagos de Maine. Belleza brava que por años no había querido devolverle ni siquiera por teléfono la gracia de esa voz.
     —Ahora tenemos bosque en Coopper Creek, Melissa. Toma el primer avión que encuentres. Quiero que lo veas.

A la mañana siguiente, a eso de las cinco, un minuto antes de que sonara el despertador, lo saca del sueño la voz preocupada de Tony Romero.
     —Hay un problema, John. Roy Kelman acaba de llamarme.
     —¿Qué pasa, Tony?
     —Mira hacia la carretera y podrás verlo tú mismo.
     John Miranda mira por la ventana del living y ve varios autos detenidos frente a su propiedad. Son algunos turistas de ésos que suelen pasar por allí y también hay algún vecinos. Discuten acaloradamente entre ellos. Miran los pinos y cipreses instantáneos que han empezado a crecer en medio de la cinta del asfalto y amenazan con interrumpir el tránsito para siempre.
     John toma el teléfono y llama a los vendedores del bosque instantáneo. Recuerda perfectamente el número, porque es un número que lo ha hecho feliz.

Gene Biotechnology era una compañía eficiente. Antes de que transcurrieran dos horas de la llamada de John Miranda se presentó Jim Kearton, un ingeniero experto en biogenética. Lo acompañaba una caravana de cinco camiones, tripulados por una escuadrilla de personal especializado en desmonte forestal.
     Kearton miró con cara de sapiencia la carretera y el asfalto, que ya empezaba a ser parte del bosque.
     —Hay que neutralizarlo —dijo con cuidado acento de Boston—. Esto puede ser grave para la compañía. Un desastre, para ser más precisos.
     —¡Madre de Dios! —gritó desesperado Tony Romero al escucharlo— ¿no tiene otra solución? ¿no puede salvar el bosque?
     —Me temo que hay una ley que usted debe hacer cumplir, sheriff —le replicó el especialista, con la cara helada. Sacó el celular de su cinturón y marcó un número.
     —Procedan con equipo de emergencia. Solución final.
     John Miranda lo contempló como si fuera un monstruo surgido de la peor de sus pesadillas. Kearton le mantuvo la mirada. Estaba relativamente acostumbrado a tener ciertos problemas de aquel tipo con los clientes. La gente era muy exigente con ellos.
     —No se preocupe. Se lo compensará, señor Miranda. Tengo instrucciones precisas al respecto.
     Los obreros empezaron a descender con sus salvajes motosierras ya encendidas, cortando en mil desgarrados pedazos la paz de la mañana. Era un secreto a voces entre ellos que se les pagaba un plus por concluir las tareas antes del tiempo convencionalmente previsto. Gene Biotechnology era una empresa eficiente y quería reparar rápido sus errores: las demandas judiciales son desagradablemente costosas.
     Tres horas después el bosque instantáneo de John Miranda no era más que un recuerdo en la apacible calma de Arizona. El esqueleto de algunos troncos cortados, un sospechoso olor químico a tomates podridos y el aserrín de los árboles moribundos eran la única huella visible de su fugaz existencia.

John Miranda está sentado en el sillón del living de su casa. Es la primera vez que falta a su trabajo en muchos años. Sam Glen llamó para decirle que no vaya, que tiene franco toda la semana si quiere.
     Tony Romero acaba de irse, después de haber insultado a Kearton con la seguridad que le dan su cargo de sheriff y su popularidad en Coopper Creek.
     John Miranda tiene ante sus ojos, acaso sin ver, el cheque por cinco mil dólares que Kearton le ha entregado después de hacerle firmar un montón de papeles en letra chica.
     El teléfono suena y suena y suena, como si fuera la risotada atroz de un ogro de los bosques secretos de Maine, y quién sabe cuánto tiempo hace que ha estado sonando así. Pero John Miranda no lo atiende.

-o-

Un bosque instantáneo para John Miranda" fue publicado en la edición número 69 (03/05/99) de la revista digital Letralia.
     Rodolfo García Quiroga es abogado y nació en 1967 en General Madariaga (Buenos Aires). Graduado en 1990 en la Universidad Nacional de Mar del Plata. Es autor de la novela de ficción histórica "Los amores de Sarah Beckett", inédita, y de varios relatos. En lo relativo a sus gustos de lectura, son muy variados. El autor pondría en la lista de sus autores preferidos, sin respetar un orden estricto (que tal vez sea imposible determinar) a Borges, Kafka, Cervantes, Hemingway, Nabokov, Faulkner, García Márquez, Vargas Llosa, Salinger, Bradbury, Henry Miller, Arthur Miller, Wells, Stephen King. En 1991 el Ateneo del Rotary Club de Caballito publicó los trabajos premiados en su concurso literario anual y Quiroga resultó favorecido en esa ocasión con el primer premio en el rubro cuentos, con una historia titulada "Esperando el tren".



Ilustración de Valeria Uccelli
Axxón 110 - Enero de 2002