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Ficciones

LOS QUE CUSTODIAN LAS LLAVES
Ashton Wermis

para mi difunto amigo Ech-Pi-El

Hoy he decidido contar por escrito lo que me pasó hace quince años, aquí en Buenos Aires. Se preguntarán por qué después de tanto tiempo. No sé por qué; debería haberlo contado antes, por la paz de mi alma, pero más aún por la seguridad de todos. Debí confiar en alguien, cuando todavía podía ver y salir a la calle. Creo que me aterraba contarlo. Que no me creyesen. Iría a parar a un manicomio, las drogas quizás me harían más débil ante Ellos y tendría que obedecerles. Creo que también tenía esperanzas de que esto pasase, como una pesadilla, y me dejase de vuelta en mi propia vida. Intacto. Ahora, al final de mis días, es poco lo que me queda por temer y ya no espero nada. Ni siquiera la misión que los Antiguos pusieron sobre mis hombros me inquieta; antes de hacer algo así me mataría, estoy seguro. Hasta tengo preparada una manera rápida y efectiva de hacerlo.
     Me entregaron el Libro en un banco del parque Rivadavia el 2 de noviembre. Era un día de primavera, cerca de las cinco de la tarde; era agradable leer con la luz del sol. Un sol que ahora sólo imagino, pues ya no puedo verlo o sentirlo en la piel. Salgo muy poco porque dentro de mi casa puedo, en alguna medida, protegerme; y, cuando salgo, lo hago al anochecer, porque a esa hora la tiniebla confusa y las pocas cosas que aún puedo ver, no me resultan tan alarmantes.
     Estaba leyendo en la plaza cuando una sombra me distrajo por un segundo. No le di importancia y seguí leyendo. Aquella sombra se volvió real en el momento en que se sentó a mi izquierda. Lo miré de reojo; me extrañó su manera de vestir, tan poco adecuada para la temperatura de la tarde. Llevaba un sobretodo largo, gris, bastante percudido por el tiempo, una camisa y un pantalón en tonos oscuros y zapatos negros. Contrastaba penosamente con el ambiente primaveral. Respondía al perfil de los locos, a veces borrachos, que a uno se le acercan a hablar en plazas y estaciones de tren o subterráneo. Volví a sumirme en mi lectura, esperando que eso lo desanimase y no ser importunado. No hubo suerte, el sujeto empezó a hablarme.
     —Puede llamarme Oswald —dijo. No contesté, esperando que se diera cuenta de mi poco interés en hablar y desistiera.
     —Disculpe —dijo poniendo una mano en mi brazo—, puede llamarme Oswald.
     Sentí como un impacto en mis oídos; de la voz ese hombre emanaba una fuerza extraña. Inmediatamente olí, por primera vez, aquel olor indescriptible. Nada que hubiera experimentado con anterioridad se parecía a eso. La impresión que recibí en mis oídos se transformó en un golpe para mi olfato. En realidad fue una sacudida a toda mi percepción, de la que he dudado a partir de aquel momento por los siguientes quince años. Y con razón.
     —Pensé que no me hablaba a mí —dije con esfuerzo. Las palabras se atoraban porque mi boca estaba totalmente seca, ni un poco de saliva.
     —En realidad mi nombre no es Oswald, pero es lo mismo, usted puede llamarme Oswald. —Me quedé mirando a ese hombre sin comprender lo que decía. Estaba empezando a asustarme.
     —Disculpe, pero se me está haciendo un poco tarde —dije, y empecé a levantarme.
     —¡No se vaya! No he terminado de hablar con usted —algo me atornilló al banco y ya no pude moverme.
     —¿Qué quiere? —fue lo único que pude decir, asustado por la manera en que hizo que me quedara. Alguna vez había escuchado de personas que con su voz pueden dominar a los demás, pero nunca me había pasado.
     —No quiero nada de usted. Todo lo contrario: vine para darle algo que usted querría tener. —Era mentira, pero aún yo no lo sabía. Entonces continuó:— Quiero que se quede con este libro. —Sacó de dentro de su sobretodo un grueso volumen de sólida encuadernación y aspecto de mucha antigüedad—. Usted debe tenerlo. Su vida tiene sentido sólo por la existencia de este volumen.
     Me miró tratando de descubrir el impacto de sus palabras. Yo estaba medianamente repuesto de la primera impresión pero no dije nada, estaba mirando el libro. Algo indefinible me atraía en él.
     —Llevo treinta años buscando a alguien como usted. —Su voz interrumpió mis pensamientos—. ¡No se quede ahí, tómelo! —Estaba ansioso. Solamente ahora sé lo largos que deben haber sido esos años para él.
     Me entregó el pesado volumen. Mis dedos recorrieron la rugosa tapa tratando de adivinar su antigüedad. La textura de ese cuero me hablaba de tiempos inmemoriales. A partir de ese momento, no puedo describir con precisión los acontecimientos que se sucedieron sin que tuviera participación mi voluntad. Sé que abrí el cierre de metal y levanté la pesada tapa. Sé que contemplé largamente el intrincado símbolo grabado en la guarda, debajo del sello de la Biblioteca Nacional.
      No supe en qué momento Oswald se fue. Seguí sentado en aquel banco por horas. El frío me sacó de mi letargo. Ya estaba oscuro y una fina llovizna había empezado a caer y amenazaba en convertirse en aguacero. Volví a tener el dominio de mi cuerpo y dirigí mis pasos hacia el edificio donde vivo, a escasas tres cuadras del parque, caminando como un sonámbulo.
     Me tiré en el diván abrazando todavía el libro y me quedé dormido. Soñé con entidades atroces, con seres sin nombre, con los arcanos misterios que la tierra guarda en sus entrañas. En mi sueño, de las profundidades de la Tierra salía una oscuridad indescriptible, que avanzaba por todo el mundo cubriéndolo con su pestilencia.
     "Los Antiguos fueron, los Antiguos son, los Antiguos serán... ¡Iäl Shub-Niggurath! Como una pestilencia podréis vosotros percibirlos. Su mano se cierra sobre vuestras gargantas, empero no los veis; y Su morada está en el mismo lugar de vuestro custodiado umbral. Yog- Sothoth es la llave del portal, a través del cual las esferas se encuentran. El Hombre reina ahora donde Ellos reinaron alguna vez; Ellos pronto reinarán donde el Hombre reina ahora..."

     Desperté bañado en sudor. Inmediatamente recordé a Oswald y me pareció haberlo visto dentro del sueño que empezaba a olvidar. No quería guardar esas imágenes en mi memoria. Era imposible evocar toda la secuencia sin volverse loco. Al cabo de un rato lo único que podía recordar era que en el sueño también estaba el libro, y el libro estaba contra mi pecho. Un impulso de destruirlo, de deshacerme de él, surgió en mi interior. Pensé en el balcón de mi piso trece, me levanté, me preparé para lanzar el libro al vacío. Llegué hasta la ventana, aparte las cortinas, pero no pude ir más allá.
     Mirando las estrellas de una noche despejada, con el libro pegado al pecho entre mis brazos, sentía una fuerza sobrenatural que me estaba uniendo al vetusto volumen. Mientras lo sujetaba en esa posición un figura se recortó en el cielo, ocultando por un momento las estrellas, una figura más negra que el cielo que tenía por fondo. El fresco del viento nocturno me parecía cálido comparado con la frialdad que emanaba de la entidad que estaba viendo.
     Aún ignoraba los horrores que esperaban encerrados entre las pesadas tapas, encuadernadas con piel que no era exactamente humana, la manera en que Ellos trabajan para adueñarse de nuestro planeta, sus métodos innominables, sus abyectos aliados en el mundo. Sólo sabía una cosa en ese momento: nunca más iba a poder mirar las estrellas sin sentirme mal, sin el miedo de ver recortarse contra ellas la sombra entre las sombras, la figura del Mensajero de mis pesadillas.
     No sé durante cuánto tiempo pensé sobre lo que podía hacer. Todavía no sabía que el libro estaba obrando una transformación. Me obsesioné tanto que leí una y otra vez cada página, relatos, predicciones, cánticos y diagramas, y esa misma obsesión aceleró la transformación. Pero cuando empecé a sentir la urgencia de actuar, me resistí. Me negué a usar las fórmulas, a abrir la puerta. Llevo quince años negándome a escuchar Su llamado. Pero esa resistencia tiene un precio.
     El precio se pagó. Mi vista fue desapareciendo de una manera caprichosa. Veo sombras y formas vagas, de objetos y personas, como a través de una niebla espesa. A veces lloro, pensando en mis libros. Toco los lomos, trato de reconocerlos. Hay algunas cosas, unas pocas, que veo con quemante claridad. Hay un solo libro que puedo leer toda vez que quiera, ése, el Libro. También puedo ver las estrellas pero, sabiendo lo que sé, detesto mirarlas.
     Ellos esperan. Son pacientes porque están seguros de mí. Hace tiempos inmemoriales les quitaron la capacidad de trasladarse a su antojo y la única manera en que pueden volver es que alguien, de este lado, los invoque. Ahora yo soy el poseedor de la llave. Sé donde está la puerta y como abrirla. Sé que no soy libre, pero una parte de mí se siente responsable. Esa parte me habla de hombres en mi misma situación que lograron engañarlos y retrasar el momento. Pero yo no tengo la voluntad necesaria para seguir oponiéndome. No para siempre. Por eso planeé mi propia muerte. Por eso escribo esto. Ya no aguanto más.
     Pero hoy sucedió algo extraño que me dio una última esperanza. Salí a comprar mi magro sustento, tanteando mi camino. Y, de repente, a través de todo el ancho de la calle, contra toda lógica, lo vi. Un hombre de mediana edad, de aspecto cansino y lentes, leyendo un libro en la mesa junto a la ventana del bar de la esquina. Lo vi claramente.
     Mañana voy a ir a buscarlo, aunque sé que no va a ser fácil cruzar la calle. Voy a tratar de darle el libro. Quizás es alguien como yo, alguien que podría abrir la puerta. Me pregunto si Oswald me habrá visto así, sentado en el banco del parque, con esa claridad única, entre las penumbras que deben haber llenado su mirada. No sé si voy a conseguir que lo acepte. Pero tengo que intentarlo.  


Ashton Wermis

El profesor Ashton tiene 78 años y una extensa experiencia en los mitos de Cthulhu. Es graduado en la Miskatonic University en la ciudad de Arkham, EE.UU. Desde hace 40 años reside en Buenos Aires y cada viernes, en nuestro taller, trata de hacernos creer en la existencia de arcanas entidades.


Axxón 108 - Noviembre de 2001