Camino a Kali

Carlos Castelar

El sueño de su vida concretado delante de sus ojos: la nave plateada en la lanzadera preparada para el despegue. Todo estaba listo, lo estaban esperando. Era una manera de hacer sentir a un cadete parte importante del engranaje que iba a hacer funcionar al aparato. Lloró antes de entrar, dejaba atrás una parte de sí. Le vino a la memoria el estudio, la ansiedad antes de los exámenes, los deseos de sus padres. Todo estuvo en ese instante. Los recuerdos lo empujaron hacia la escalera.

En sus años de entrenamiento había preguntado el por qué de las escaleras para abordar las naves. Teniendo tanta tecnología a disposición, para qué tomarse la molestia de subir una primitiva escalera. Sus maestros le contestaron que cuando estuviera delante de una lo entendería. Tendría que usar su propia fuerza para subir. Ninguna energía antigravitatoria, ni un antiguo ascensor podría hacerlo, debía hacerlo él, por sus propios medios y voluntad.

Por fin entendió. Era su decisión. Ahí estaba planteada la oportunidad de abandonar, el retorno sería imposible. Arriba lo esperaba la Sensitiva de la nave, el cadete lo notó de inmediato por las pequeñas marcas en su charretera.

—Bienvenido a bordo —le dijo sonriente aunque una cara demacrada revelaba un cansancio que no tenía que ver con horas de sueño.

—Hola —dijo el cadete.

—Acompáñeme, le mostraré su habitáculo.

Caminó detrás de la Sensitiva por un pasillo con puertas a los lados. Escuchó la voz de la Sensitiva que le explicaba:

—Estamos en el piso de las dependencias de los tripulantes. Vamos hacia su cubículo para que pueda dejar sus cosas. Después recorreremos lugares más interesantes.

La habitación era pequeña. El cadete ya lo sabía y no le importaba. Podría haber habitado un lugar mucho más pequeño con tal de hacer el viaje. Su guía esperaba en la puerta.

—Cadete, luego tendrá tiempo de acomodar todo.

—Disculpe —dijo sobresaltado pensando que había sido maleducado al hacer esperar a un tripulante del rango de su guía.

—No es nada. Pero antes de partir tengo que mostrarle algunas cosas de la nave.

Sin más, el cadete se dio la vuelta y comenzó a caminar de nuevo por el pasillo. No se cruzaron con mucha gente, pensó que todos debían estar atareados antes del despegue y era cierto.

A pesar de la alegría que sentía por el privilegio de estar ahí, en su corazón sentía la presión de algo indescriptible, como una presencia que lastimaba su sensibilidad. No sabía que ese sentimiento jamás lo abandonaría en sus viajes y se profundizaría hasta niveles insoportables durante las meditaciones.

La sala de meditación estaba iluminada con una luz tenue que pintaba todo en tonos pastel. Los sonidos de las pisadas o de las toses eran atenuados por los tapices que estaban adornando las paredes. Al pie de las paredes había bancos de meditación anatómicos de diferentes tamaños. Los tripulantes de la nave fueron llegando en completo silencio y se acomodaron, las mujeres a un lado, los hombres al otro. Cada uno de los que llegaba tomaba un banco y se sentaba al azar de acuerdo a su sexo.

Permaneció de pie hasta que una mujer le sugirió que tomara uno de los bancos de meditación y que se preparara. Así lo hizo. Se puso de rodillas y colocó el banquito en sus nalgas teniendo cuidado de conservar el equilibrio. Juntó sus manos y comenzó una rutina de relajación. El movimiento a su alrededor lo distrajo al principio, pero luego pudo relajarse. A los cinco minutos llegó el capitán de la nave, se sentó al frente de los tripulantes y comenzó con la meditación.

Los sistemas de la nave estaban preparados para emitir alarmas que pondrían a toda la tripulación en movimiento ante alguna emergencia. Era importante que todos los tripulantes asistan a las meditaciones. En ellas tomaban casi todas las decisiones importantes. Además, aseguraba el equilibrio psicológico de los tripulantes, al igual que el trabajo de la Sensitiva.

La Sensitiva de la nave era la encargada de velar por el equilibrio psicológico y emocional de los tripulantes. A ella, antes que al Capitán, acudían con problemas de todos los calibres. Era la que dirimía todas las cuestiones, un juez. En algún sentido era más poderosa que el mismo Capitán, podía separarlo de su cargo si así lo consideraba necesario. En el momento de tomar decisiones que tenían que ver con la salud de los tripulantes, su voz era la más escuchada.

El cadete no se dio cuenta del hambre que sentía hasta que alguien le avisó que la comida se serviría en quince minutos. La cuestión del espacio afectaba directamente la vida de los tripulantes en distintas formas. La sala de meditación se convertía en comedor, o en cine, o en sala de juegos. Era el espacio más grande de la nave y se lo utilizaba para todas las actividades comunitarias.

En aquella oportunidad, el cadete comió junto al Capitán. El viejo era silencioso y sus palabras eran escuchadas con atención.

—¿Cuándo partimos? —dijo el cadete. Se dio cuenta de lo inadecuado de su pregunta por la manera en que lo miraron—, perdón —dijo inmediatamente.

—No estoy molesto por su pregunta, sólo sorprendido —dijo el Capitán luego de un silencio que parecía estudiado. Continuó:

—Despegamos durante la meditación, pensé que se lo habían dicho o que lo sabría de antemano por sus estudios en la academia. Ya estamos de camino a Kali. Con el tiempo, si queda junto a nosotros, se dará cuenta inmediatamente.

La comida transcurrió sin más novedades y con muy poca charla, al igual que sus primeros días de estancia en la nave.

En la nave se respetaba un día de veintiocho horas. Doce horas para el trabajo, ocho horas para dormir, ocho horas para el esparcimiento. Por supuesto, si el funcionamiento de la nave requería la atención de algún tripulante, no importaba en qué período de su día se encontrara, debía reportarse de inmediato. Para un cadete los primeros viajes complementaban su educación y el trabajo que se le asignaba era poner en práctica, con la supervisión correspondiente, los conocimientos que le impartieron en la academia.

Al comienzo, contaba con la fascinación de lo nuevo y toda su atención estaba dirigida a aprender la mayor cantidad de cosas posibles. Luego, se sumó a la rutina de la nave y los primeros síntomas del viaje se hicieron evidentes. La Sensitiva insistía en preguntarle sobre su estado interior.

—¿Cómo se encuentra esta mañana? —La Sensitiva se lo preguntaba casi todos los días.

—Bien...

—Lo noto un poco cansado —Insistió.

—Lo que pasa es que no estoy durmiendo bien, durante las últimas tres noches me costó conciliar el sueño. Pienso que es por el día de veintiocho horas de la nave —dijo el cadete tratando de convencerla.

—No se trata de eso, estoy segura. Tendrá que hablar con el Capitán.

—No, se me pasará —en ese momento pensó en las implicaciones. Tal vez no era apto para el trabajo en el espacio. Tantos años de estudio para terminar en una oficina administrativa. No entendió por qué no le daban un poco más de tiempo para adaptarse.

—Hablarás con el Capitán. Mañana a las ocho —concluyó la Sensitiva sin dejar la menor oportunidad a réplica.

Al otro día se despertó como de costumbre. El insomnio ya habitual, sumado a la intranquilidad por su encuentro con el Capitán, lo dejaron exhausto. Todavía resonaba en su cabeza la pregunta que no dejó de hacerse durante la noche: ¿qué es lo que estoy haciendo mal?

Llegó puntual, a las ocho de la mañana. Golpeó la puerta. El Capitán tenía aire solemne.

—Me dijo la Sensitiva que está durmiendo mal.

—Así es, pero se me pasará rápido... estoy seguro —y mintió—, esta noche dormí mucho mejor.

—Su estado no va a mejorar. Al contrario, cada vez estará peor. Pero no se asuste. Esperamos que pueda controlarlo pero mientras tanto lo pasará muy mal. En realidad, me alegro que su crisis sea tan prematura, concuerda con los informes de la academia: tiene usted una gran sensibilidad.

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Ilustró: Valeria Uccelli

De pronto el capitán se puso de pie y le ordenó que lo siguiera. Caminó detrás de él, sin preguntarle a dónde se dirigían, pensando en que sus preguntas serían respondidas en otro momento. Pero no fue así. Lo seguía hacia uno de los conocimientos que más le afectarían en toda su vida. Fueron hasta la parte trasera de la nave recorriendo pasillos por los que parecía que nadie circulaba habitualmente. El Capitán tecleó códigos de seguridad y abrió varias puertas que se cerraron a sus espaldas hasta que llegaron a una estancia circular. La habitación tenía las paredes desnudas y en su centro se levantaba una estructura también circular, transparente, de color muy oscuro. Al principio no pudo distinguir nada pero, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio formas que se movían en su interior. Eran como cintas de color negro que nadaban al azar. Luego de observarlas por un rato notó que sus movimientos no eran del todo azarosos, pugnaban por mantenerse lo más alejadas unas de otras y así danzaban en forma alocada. Pudo sentir la misma opresión paralizadora que durante las noches en toda su magnitud. Del cristal circular podía percibir una emanación maligna que hería su sensibilidad de una manera jamás experimentada. Esa sensación lo presionaba contra la pared de la habitación. Sintió un dolor inmenso, una pena profunda en sus entrañas. Con lo fuerte de las impresiones había olvidado la presencia del Capitán, él estaba a su lado. Lo sintió como el único nexo entre la locura y la realidad.

–Es suficiente –dijo, y dio media vuelta pero el cadete estaba paralizado. Lo tomó de un brazo y lo guió hasta la puerta por donde entraron. No tenía voluntad para moverse y sólo gracias al Capitán pudo salir de aquel lugar. Mientras se alejaban volvió a tener dominio de sí.

—Son asesinos, deformidades de mente enferma. —dijo el Capitán.

—Pensé que no existían, que eran una leyenda de los tiempos bárbaros.

—Son una realidad lamentable.

—¿Adónde los llevamos?

—A un lugar en dónde puedan matarse tranquilos, sin hacer daño a nadie más. A Kali, el tercer planeta de un sistema periférico —dijo el Capitán con profunda tristeza.

Este relato es una reescritura de un desconocido cuento de Howard Fast. Carlos dice: me pareció una buena idea desaprovechada. En realidad, es un ejercicio de escritura. Carlos tiene 43 años, trabaja haciendo diseño gráfico y vive en la provincia de Buenos Aires. Le gustan los viejos relatos de CF, los clásicos. Actualmente está escribiendo una serie de cuentos homenaje.