AMOITÉ
Claudia De Bella Cuento


( to the English version )

El futuro argentino se
obstina de tal manera
en calcarse sobre el
presente que los ejercicios
de anticipación carecen
de todo mérito
.
Julio Cortázar

Echemos un vistazo al futuro.
     Veinte años, apenas, han transcurrido a partir del día de hoy: en algún momento del año 2013, una hilera de personas espera su turno para la entrevista pre-empleo en alguna de las sofisticadas agencias de búsqueda de personal que todavía, en este futuro cercanísimo mucho más complejo de lo que imaginamos, realizan una tarea que a estas alturas ha terminado de identificarse más con el comercio de esclavos que con una prestación de servicios. Los diarios ya casi no traen noticias: las agencias están copando los espacios de publicidad y también los periodísticos en su afán por presentar nuevos métodos ultra-tecnificados de selección de personal. El hecho de que la escasez de empleos sea peor que la de hace veinte años no las detiene, pues su fuente de ingresos más importante son los subsidios que les otorgan las empresas a fin de entrevistar a mil candidatos para un solo puesto. La estructura de las agencias se mantiene y crece; el que consigan o no trabajo para alguien es un mero detalle.
     Pero vayamos al lugar de la escena. Como dijimos: año 2013, agencia, gente esperando, ciudad argentina.
     Detrás del escritorio, que ya no es escritorio sino más bien un estilizado soporte para la sofisticadamente simplificada terminal de computadora, con alguna prolongación horizontal hacia un costado pensada para apoyar o acumular discos, papeles y efectos varios (veinte años no han sido suficientes para desterrar el cenicero y la taza de café), se acomoda el entrevistador, que más que entrevistar formula preguntas de rutina para luego ingresar las respuestas en el banco de datos. Se supone que la máquina sugerirá luego la sección a la que debe transferirse al sujeto, de acuerdo con las búsquedas que se estén realizando. Queda sobreentendido, por supuesto, que si no hay búsquedas en marcha, lo cual sucede con demasiada frecuencia, el postulante será derivado de todos modos a alguna sección de nombre confuso, al estilo de "Data Stock" o similar (veinte años tampoco han sido suficientes para abolir la costumbre idiota de usar un idioma extranjero para sugerir misterio o importancia), en donde el desempleado quedará sepultado para siempre en algún dispositivo de memoria bajo la impresionante fachada de una oficina alfombrada repleta de bellas secretarias.
     En este momento, el entrevistador se encuentra interrogando a una joven de aspecto moderno: cabeza rapada, túnica anaranjada, babuchas del mismo color, diminutos platillos colgando de los dedos índice y pulgar de la mano derecha (es verano y cunde la moda Hare Krishna, otrora ridiculizada, puesta en boga gracias al reciclaje que algunos representantes de la alta costura llaman creación para ocultar el hecho de que se han quedado sin ideas). El entrevistador es casi otra máquina de oficina, hablando con voz monótona. Una especie de ciborg prehistórico.
     —Nombre.
     —Romina Vanessa Castilla.
     —Edad.
     —Veintiséis.
     —Estudios.
     —Programación de computadoras.
     —Profesión.
     —Programadora de computadoras.
     —Especialidad.
     —Bueno, me especializo en programas contables, pero hasta ahora... hasta ahora sólo trabajé de operadora.
     —Especialidad: operadora —dice el entrevistador, mientras teclea la información.
     La joven no puede evitar una expresión de rencor y frustración, mientras la máquina exhibe una lista (por demás escueta) de las posibles colocaciones.
     —Hay probabilidades en tres búsquedas, pero en una no quieren mujeres. —Nuestro autómata mira a la joven con cierto desdén, como si hubiese sido él mismo el perpetrador de la exigencia. Luego prosigue, recordando que es su deber mantenerse neutral—. Para la segunda hay que estar dispuesto a radicarse en el cordón subpoblado... Usted me entiende.
     La joven hace un enérgico gesto negativo. Una cosa es necesitar trabajo y otra muy distinta es enterrarse en vida en alguna ciudadela de mala muerte, de esas que han proliferado desde que el país ingresara al Primer Mundo. No es cuestión de desprenderse así como así de las encantadoras incomodidades de la megalópolis.
     —La última —continúa el entrevistador— es un reemplazo por tres meses.
     —Y bueno... puedo probar ahí.
     —Perfectamente. Su número de postulante es el 428.
     Y prosigue el autómata, indicando con lujo de detalles los pasos a seguir para concretar la audiencia con la empresa interesada, igual que lo hizo con los 427 postulantes anteriores, uno solo de los cuales, con viento a favor y la ayuda del Altísimo, gozará del privilegio de contarse entre las filas de la prestigiosa compañía durante esos exiguos tres meses.
     Finalizado el trámite, hace avanzar al que sigue.
     —Nombre.
     —Maximiliano Rodrigo Carnatti.
     —Edad.
     —Treinta y cuatro.
     —Estudios.
     —Eh... tengo la primaria y un curso de operación de computadoras.
     —Profesión.
     —Y, no sé... Estuve trabajando en un taller, llevando los listados de repuestos en la compu...
     —Operador —interrumpe el autómata, ingresando los datos.
     No vamos a detallar el diálogo con este hombre, ni con los doce hombres y mujeres que vienen después. Baste aclarar que son personas que tuvieron fe en el futuro, que estudiaron lo que se debía estudiar, que quisieron ser parte del siglo XXI y que ahora, precisamente en el siglo XXI, se están enterando de la peor manera posible que aprender a manejar una máquina no era suficiente. Se los conoce por miles, no más indispensables en este país del futuro de lo que era una dactilógrafa años atrás: hay exceso de ellos, cualquiera puede hacer su trabajo, son lo más bajo de la pirámide laboral.
     —El que sigue —continúa en mono-tono el autovistador.
     —Yo —dice un hombre cuya edad es difícil de calcular. Los rasgos indudablemente autóctonos, la piel cobriza y sin arrugas, el pelo negro, podrían ser los de un adulto de treinta y pico.
     —Nombre —dice el entrevistómata.
     —Otazú Amoité, me llamo —responde el hombre, como si el suyo fuese el nombre más vulgar del mundo y no fuera a extrañar a nadie.
     El ciborg prehistórico no puede menos que alzar la vista. ¿Qué tenemos aquí?
     —¿Cómo dijo? —pregunta en un tono que califica al postulante de sospechoso de subversivo.
     —O-ta-zú A-moi-té —aclara el hombre.
     —¿Usted es extranjero? —Hay una gran desconfianza en la expresión del inquisidor. La frente se le arruga, cierra un ojo apenas.
     Otazú lo mira sonriente; tal vez lo compadece, tal vez es un ingenuo.
     —No, señor. Soy de acá. Soy de origen guaraní, por eso el nombre. Amoité, mi apellido, significa "más allá de lo visible" y Otazú signif...
     —¿Guaraní? ¿Los indios? —La obligada neutralidad del protociborg se va al demonio. Toda una vida de ciudadano cosmopolita le da un cierto derecho al desprecio.
     —Bueno, sí. Pero a nosotros nos gusta llamarnos aborígenes.
     El entrevistómata decide iniciar el interrogatorio. Puede resultar divertido averiguar qué absurdos programas utiliza este indio.
     —¿Me deletrea su nombre? —pide.
     Otazú lo hace lentamente, recalcando la zeta de su nombre de pila.
     Continúa el cuestionario:
     —Edad.
     —Veintiocho.
     —Estudios.
     —Nada formal.
     —¿Qué me quiere decir con eso?
     —Es que mis padres nunca confiaron en la educación oficial. Además, después de la campaña contra la escuela pública del '98, usted sabe, no quedaron muchas escuelas gratuitas, y ellos no tenían recursos... Bueno, lo que sé lo aprendí por mi cuenta. Leyendo ¿vio?
     —¿Y qué es lo que sabe? —La voz irritada del protociborg denota su voluntad de terminar lo antes posible con esta ridícula entrevista.
     —Historia, guaraní, castellano, agricultura, algo de astronomía, geografía, filosof...
     —Pero no fue al colegio.
     —No, no como al que usted habrá ido, pero... Está bien, si quiere ponga que no tengo estudios.
     —Por supuesto —En la pantalla de definición super-plus-max aparece la palabra NO en el renglón correspondiente—. ¿Profesión?
     —Soy alfarero.
     —¿Qué cosa?
     —Alfarero. Hago cosas con arcilla. Vasijas. Platos. Jarrones.
     —¿Con qué programas?
     —¿Cómo programas?
     —Claro. ¿Usted crea sus propios programas o sólo opera la terminal?
     —Creo que usted no me entiende. No uso programas. Lo hago con las manos.
     El entrevistómata ha llegado al límite.
     —Escuchemé, señor. Esta es una agencia seria. No estamos para bromas de mal gusto. ¿A qué vino? ¿No le da vergüenza hacernos perder el tiempo a todos los que estamos acá? —La última frase va acompañada de un movimiento de mano que incluye al resto del personal de la agencia y a la hilera de postulantes, que aguardan detrás de Otazú y que por cierto están muy atentos a esta conversación.
     —Le resultará extraño, pero vine a buscar trabajo. —Otazú no parece alterado.
     —De alfarero.
     —Sí.
     —Usted no programa ni opera computadoras.
     —No, aunque leí bastante sobre el tema.
     —Si no sabe computación no puede trabajar —dice el entrevistómata—. ¡Si no sabe computación no puede trabajar! ¿Si no sabe computación no puede trabajar? Si no sabe computación no puede traba...
     A estas alturas, como hemos visto, la situación ha tomado un cariz que sobrepasa las capacidades del eficiente empleado. Se le ha bloqueado algo.
     —...jar. ¡Si no sabe computación no puede trabaj...!
     Otazú lo contempla con mirada comprensiva.
     Afortunadamente, la jefa de la agencia, atenta a todo disturbio o anormalidad, detecta de inmediato desde su oficina la repentina interrupción del normal devenir del trámite. No debe atribuirse esto a que posea una sensibilidad extrema, sino más bien al dispositivo detector instalado en la silla del autómata, que hace encender una luz en la consola de la jefa cada vez que suben los niveles de adrenalina del empleado. Es fundamental cuidar la imagen de la agencia.
     Echando un vistazo a través del divisor transparente, la jefa advierte (esta vez sí por sus propios medios) la expresión de tedio del entrevistado y la inmovilidad opresiva de la hilera de personas. Sale de su despacho y se dirige con paso rápido pero aplomado al lugar del hecho. Con una rápida ojeada evalúa la anomalía.
     —Está bien, Ortega —le dice al autovistador—. No se preocupe. Al señor lo atiendo yo.
     Ortega, que así era su nombre, sale del trance infinitamente aliviado. Se recompone, aclara la voz con una tosecita histérica y vuelve a la cómoda seguridad de sus tareas específicas.
     —El que sigue —se lo oye requerir.
     Dejémoslo continuar con sus labores, convencidos de que en dos o tres años, a lo sumo, recibirá el ascenso que merece.
     Otazú, a un ademán de la jefa, abandona la sala de recepción y sigue a la mujer formalmente vestida hasta un sillón ubicado en un salón más pequeño e íntimo que se encuentra junto a la oficina de ella.
     La mujer se sienta frente a él, con la terminal de un lado y la agenda electrónica del otro.
     —Buenos días. Mi nombre es Carolina Lusket. Soy la jefa de esta sucursal de Best-Job. Usted dirá cuál es su problema.
     Otazú explica: —En realidad yo no tengo ningún problema, salvo... bueno, que no tengo trabajo. Es que soy alfarero, como le expliqué al señor de allá afuera, y...
     —¿Alfarero? ¿Qué programas usa?
     —Ahí está el asunto. No uso programas. No lo hago por computadora. Lo hago... con las manos, a la antigua.
     La señora Lusket tiene bastante más roce que Ortega. Es una persona culta: ha leído seis novelas en su vida y se ha enterado del contenido de otras cien gracias al compacto literario que le llega una vez al mes junto con la liquidación de la tarjeta de crédito (servicio exclusivo para socios). No demostrará sorpresa, analizará la extravagancia a fondo.
     Así es como averigua que Otazú conoce la política de las fábricas de artesanías en serie; que sabe que en los museos a nadie le importa ya restaurar piezas. Pero aun así le complace la individualidad de sus trabajos y se considera apto para hacer demostraciones en instituciones educativas o tal vez para integrar el plantel de alguna universidad de estudios antropológicos. Aunque lo que más le gusta es crear. En algún momento de la charla, aclara:
     —Mis padres nunca creyeron necesario que estudiara computación. Me decían que, de necesitarla, podría aprender en cualquier momento. Para ellos, lo más importante siempre fue que yo conociera mi mundo, mis antepasados, mi historia. Tener la mente abierta para poder afrontar cualquier situación. Por eso es que...
     La señora Lusket no entiende absolutamente nada de lo que el indio está diciendo.
     La señora Lusket estudió Administración de Empresas porque su padre le había dicho que era una carrera fácil y redituable. A ella en realidad no le interesaba en lo más mínimo, pero logró recibirse sin pena ni gloria. Lo único que la ha cautivado desde su más tierna adolescencia es la figuración social, vestir la ropa más ostentosa, codearse con las personalidades más selectas, ser habitué de fiestas rimbombantes. Se regodea haciendo notar a sus allegados el escudo de una tradicional escuela privada que sus hijos portan en la chaqueta del uniforme. En cuanto a su profesión, adopta una pose entre sexy e intelectualoide que le ha dado excelentes resultados a la hora de persuadir a posibles clientes de las bondades de contratar los servicios de Best-Job. Es por eso que llegó a jefa, por supuesto. El que sea Licenciada en Administración, no hace falta aclararlo, es sólo un detalle. Tampoco influye un ápice el escaso tránsito que se verifica en sus avenidas interneuronales.
     La señora Lusket es una mujer de plástico.
     También es coleccionista de arte. No porque sepa apreciarlo, claro está, sino porque una ejecutiva de su nivel de ingresos debe exhibir por lo menos uno o dos cuadros valiosos en su sala de estar, alguna escultura vanguardista en su casa de fin de semana, tal vez un reloj de la primera mitad del siglo XX colgado en la cocina. Tiene contactos en el negocio de las antigüedades, muchos de los cuales son reconocidos miembros de la Hermandad que opera en San Telmo, la misma que años atrás fuera la responsable de la desaparición de las manos de Perón y de las camisas de Menem (es curioso descubrir la variedad de artículos inusitados que puede llegar a coleccionar la gente). La Hermandad también controla desde hace mucho tiempo el siniestro mercado negro de los objetos antiguos arrebatados a desprotegidos ancianos por familiares ávidos de hacerse de algún dinero imposible de obtener por la vía laboral. Se rumorea que la Hermandad, en caso de que el anciano se resista con vehemencia a desprenderse de sus pequeños tesoros, suele proporcionar a los desesperados parientes los elementos necesarios para desprenderse del anciano.
     Mientras oye sin escuchar las palabras de Otazú (que ahora está diciendo algo sobre la dignidad guaraní y bobadas por el estilo), la señora Lusket piensa que una buena forma de sacarse al indio de encima podría ser enviarlo de cabeza a la organización homosexual más importante del país. Si no consigue ubicar sus chucherías, al menos es seguro que agradará su aspecto salvaje y masculino; ni bien logre que algún poderoso Hermano lo amancebe, tendrá el futuro asegurado. (La permanente búsqueda de la excelencia en que se halla comprometida la señora le impide despachar al indio sin más ni más. Jamás permitirá que se ande diciendo por ahí que la jefa de Best-Job, Sucursal Centro, es una incompetente).
     —...porque se imagina que si dejáramos atrás nuestras tradiciones —sigue diciendo Otazú— no nos quedaría mucho que...
     —Vea, señor Amoite —dice por fin la señora Plástico.
     —Amoité —corrige Otazú.
     —Sí, Amoité. No creo que esta agencia pueda ubicarlo en este momento aunque, desde ya, lo ingresaremos en "Info Dump" para cuando se presente alguna oportunidad.
     Otazú asiente. Hay un brillo de sarcasmo en su mirada.
     —De todos modos —continúa la jefa—, a título personal, puedo darle un par de direcciones, de conocidos míos, que a lo mejor pueden darle una mano.
     —Bueno... —dice Otazú, con poco entusiasmo.
     La señora aprieta las teclas correspondientes y la agenda electrónica escupe por un costado tres tarjetas con nombres y direcciones, que ella inmediatamente entrega a Otazú, pensando en la reunión informativa a la que debe asistir dentro de media hora en la UIAE (Unión Industrial Argento-Estadounidense), en el coctel de las siete en la sede de la Liga de Seleccionadores y en la cena de trabajo con sus colegas de otras sucursales en lujoso hotel céntrico. Le preocupa terriblemente el tema del portafolios celeste humo. ¿Combinará con los zapatos grises que piensa ponerse esta noche?
     Otazú ya está de pie, estrechándole la mano, cuando ella de pronto olvida por un momento sus cruciales problemas para decirle:
     —Ah, señor Amoité. Un consejo: le diría que haga un curso de computación lo antes posible, si es que desea conseguir un trabajo bien remunerado.
     Otazú, en vez de agradecerle la atención, prefiere mirarla largamente como se miraría a un chimpancé que trata de sacar la mano de la trampa sin soltar las bananas, se da vuelta y sale de la oficina para introducirse raudamente en el ascensor que lo alejará para siempre de la Sucursal Centro de Best-Job, gracias a Dios.
     "Indio mal educado", piensa Plastichica, antes de salir a comprarse un portafolios gris que indudablemente combinará con los zapatos.
      
      
Echemos un vistazo al pasado.
     Que es el objeto de placer y desvelo de los anticuarios.
     Hay dos clases de piezas antiguas: las genuinas y las prefabricadas. Nadie ignora que desde que existen cierto tipo de ácidos, cualquiera puede hacer envejecer una lámpara de bronce una buena cantidad de años. Diez minutos en ácido, cinco años más. Dos horas, tal vez un siglo. Algo así como una cirugía estética al revés, y la mayoría de los clientes jamás nota la diferencia. Podría alegarse que esto constituye una estafa, pero dada la pertinaz incultura del grueso de los compradores hay quienes afirman que sólo se trata de un acto de justicia. ¿Para qué arrojar margaritas a esos cerdos?
     En el barrio de San Telmo (Buenos Aires, Argentina, Sudamérica, Primer Mundo, Planeta Tierra, abajo a la izquierda) abundan, además de los locales de anticuarios, los talleres que se dedican a restaurar, y más que nada a prefabricar, estrambóticos objetos bellos, mediocres u horrendos de comprobada, dudosa o inexistente antigüedad. Gran parte de los locales y talleres están manejados por homosexuales varones, nadie sabe si por tradición o por sensibilidad artística. Ellos conforman la Hermandad.
     En una calle de San Telmo, tocando el timbre de una vieja casa colonial remozada, está Otazú. En sus manos tiene las tarjetas de la agenda electrónica de la señora Lusket.
     Son las cuatro de la tarde y el barrio bulle de actividad. Se ven muchos turistas extranjeros portando paquetes de diversos tamaños: en estas callejuelas uno puede conseguir desde un vestido del 1900 hasta una diminuta llave oxidada que tal vez abría un cofrecito perteneciente a un ignoto viajero español de la época de la colonia (o bien un cajón del escritorio de fibra premoldeada del cuñado del vendedor. ¿Cómo estar seguro?).
     Pero volvamos a nuestro protagonista, porque ya se escucha el rechinar de las bisagras de la imponente puerta de madera, ya asoma un rostro varonil desde detrás de ésta, y ya el sujeto dice:
     —Buenas tardes.
     —Buenas tardes —replica Otazú.
     El individuo lo mira con ojos inexpresivos. Está acostumbrado a tratar con gente rara, gente que daría su vida por un enmohecido baúl destartalado, por una cajita de rapé francesa o por una carta escrita de puño y letra por Mirtha Legrand.
     —¿Por qué asunto era? —pregunta sin interés.
     Otazú le entrega una de las tarjetas electrogeneradas.
     —La jefa de Best-Job, la señora Lusket creo, me mandó a hablar con esta persona.
     El portero mira el paralelogramo de cartulina.
     —¿Quién?
     —La señora Lusket. Parece que es cliente de ustedes.
     Los ojos negros del abrepuertas se dirigen al techo, en actitud pensativa. Hace memoria. Diez segundos después:
     —Sí, sí. Ya sé. —¿Hay tal vez una doble intención en la inflexión de su voz? ¿Acaso la mencionada cliente ha sido destinataria de un exclusivo objeto antiguo manufacturado a partir de una espantosa estatuilla de bazar?— Pase nomás.
     Otazú pasa. El hombre cierra la puerta con llave, signo de que aquí se maneja mucho dinero y de que algunas de las antigüedades que se venden y se compran son valiosísimas.
     —Por acá —indica a Otazú, que ahora puede ver en detalle a su interlocutor: impecable traje gris, camisa blanca, cuello abierto, sin corbata, pelo negro y cortado a cepillo, cuerpo delgado y menudo. Tiene un lunar pintado en la mejilla derecha, al mejor estilo Marilyn. Sus modales son correctísimos—. El señor Augusto está ocupado en este momento. Espérelo, por favor. Tome asiento. ¿A quién anuncio, si es tan amable?
     —Otazú Amoité. El señor... Augusto no me conoce. Es por un asunto de trabajo.
     El portero anota la información en el reverso de la tarjeta. Dedica a Otazú otra mirada, esta vez no tan inexpresiva, y luego se aleja por un estrecho pasillo. Se oye el ruido de una puerta que se abre y se cierra.
     Casi inmediatamente comienza a sonar una suave música funcional. Es un rag de principios del siglo XX ejecutado en piano, que calza como anillo al dedo a la decoración del saloncito en donde Otazú ha sido depositado: en las paredes, empapeladas a rayas rojas y blancas, hay viejas fotografías de bandas con instrumentos de jazz y los muebles también pertenecen a ese período histórico, lo mismo que la colección de sombreros que está en la vitrina. En un rincón hay un espléndido gramófono que no es de los que traen holofax incorporado. Es de los verdaderos y por su aspecto se nota que aún funciona. Otazú se toma el tiempo de mirar con detenimiento los sombreros, los bellos grabados de la bocina del gramófono y en especial una fotografía original que parece ser del mismísimo Scott Joplin, todo lo cual justifica por sí solo la doble vuelta de llave con que Marilyn ha asegurado las puertas.
     Al promediar el tercer rag —Otazú recuerda que es el "Rag de la Hoja de Arce", la primera pieza musical de la historia que vendió un millón de copias— reaparece el abrepuertas, ahora sin la tarjeta.
     —Señor —dice—, por aquí por favor.
     Otazú avanza por el pasillo detrás de su guía. A los costados, las paredes están atiborradas de fotos y partituras enmarcadas que si Otazú se dedicara a examinar descubriría que conforman una extensa colección histórica de los tiempos del dixieland.
     En la segunda puerta, Marilyn se detiene; golpea y abre sin esperar respuesta.
     —Adelante —indica.
     La sala de espera era apenas un anticipo de lo que se aprecia en la amplia oficina del señor Augusto. El empapelado a rayas rojas y blancas es el mismo, pero aquí la exposición de antigüedades es todavía más impactante. Por ejemplo, el piano que está a la derecha es un genuino Sears-Roebuck de 1904, los afiches colgados detrás del escritorio son de la Feria Mundial de Chicago de 1893, y el automóvil que se encuentra sobre una plataforma, en el centro de la habitación, es un Ford T, aunque Otazú no tiene modo de comprobar que no es una imitación. Sentado en el auto, a modo de chofer y ataviado con la indumentaria de la época, hay un maniquí de plástico con la cara de Roque Sáenz Peña.
     El señor Augusto está sentado detrás del escritorio, leyendo algo. Tiene unos sesenta años, es rechoncho, con el pelo casi totalmente blanco. Su vestimenta no condice con la decoración: luce una larga túnica violeta de batik, estilo hippie de los '60, y tiene una vincha de lana de colores con dibujos incaicos alrededor de la cabeza. La barba le llega al pecho.
     —Pase, señor Amoité —dice con voz suave.
     Otazú avanza hacia la silla cercana al escritorio. —Linda colección —dice.
     —Ah... sí —responde el señor Augusto con una sonrisa de placer—. Siéntese, por favor. ¿Le gusta?
     El señor Augusto, como vemos, no puede ocultar su orgullo. Al fin y al cabo ¿por qué iba a exhibir semejantes objetos si no para generar este tipo de comentarios?
     —La verdad, es fabulosa —contesta Otazú, sincero.
     El señor Augusto toma la tarjeta. —Así que usted viene de parte de la señora Lusket.
     Otazú asiente.
     —¿Es amigo de ella? —El anticuario hippie le dedica una mirada apreciativa, al tiempo que repasa mentalmente la lista de antigüedades falsificadas disponibles para la venta. Otazú nota que tiene un ligero toque de rimmel verde en las pestañas.
     —No, no. Fui a buscar trabajo a la agencia y me mandó acá.
     —¿Trabajo? ¿Pero para qué va a una agencia si quiere encontrar trabajo?
     —Es que hace poco vine de mi provincia, y como no conozco a nadie...
     —Ni falta que hace. No conseguiría nada aunque fuera el tataranieto del gran Sáenz Peña, aquí presente —señala al maniquí—. Hay más operadores que computadoras.
     Al oír esta frase, Otazú advierte por primera vez que desde que entrara en la casona no ha visto ni una sola de las preciadas máquinas, lo que sin duda resulta harto extraño en nuestro país ex-subdesarrollado del futuro.
     —Acá —comenta— parece que no hay ni una cosa ni otra.
     —Eso es porque no confío en la electricidad —dice el hippicuario, tajante.
     —¿Cómo? —pregunta Otazú con expresión interesada.
     El señor Augusto se explaya: —Un día, hace catorce o quince años, se me ocurrió la espantosa idea de lo que pasaría si nos quedábamos sin electricidad para siempre. Sin luz, sin televisión, sin computadoras, sin música... Sobre todo sin música. —Abre un cajón del escritorio y saca un cigarrillo; lo enciende con un fósforo y de inmediato se percibe un aroma que no es a tabaco. Otazú observa atentamente—. Yo era rockero, como se habrá imaginado. Primero Los Beatles, y después el hard, el sinfónico, el punk, el heavy, el thrash, el funky metal, el sinfo rap, el digital folk...
     —A mí me gusta el chamamé...
     —Lo felicito. Porque vea, el día de la espantosa idea tuve un sueño. Estaba en un recital de Riff, saltando y cantando, y de repente aparecía un monstruito al lado de Pappo. Todos creíamos que era algún efecto visual preparado, pero en eso el monstruito se pone a desenchufar todo y los músicos se quedan mudos. Era un bicho feísimo, que de cara se parecía un poco a mi mamá. —El señor Augusto sonríe—. Bueno, era idéntico a mi mamá... la pobrecita siempre creyó que el rock era obra de Satanás. —Se lleva el cigarrillo a la boca y da una pitada—. En fin, psicoanálisis aparte, cuando me desperté se me iluminó la mente. Entendí que mi principal fuente de entretenimiento y placer estético dependía de un fluido intangible que podía cortarse en cualquier momento, y entonces...
     —Disculpame, Augusto —interrumpe Marilyn, que hasta ese instante había permanecido de pie junto al Ford T y que ahora avanza hasta el escritorio y dice—: Voy a ver si llamó Pedro.
     —Ah, sí. Andá nomás. Acordate de preguntarle si el viejo Santillán se decidió a vendernos la cómoda.
     El portero se aproxima al hippicuario, le estampa un breve beso en la boca (para que al visitante le quede claro que este hombre ya tiene dueño) y sale de la oficina, cerrando la puerta.
     —¿En qué estaba? —dice el locuaz señor Augusto—. Ah, en que cuando me percaté de mi situación de estrecha dependencia de la electricidad, me aterroricé. Imaginé que la crisis energética por fin se desataba y que mi música preferida se moría sin remedio por no poder siquiera ejecutarse. La idea de quedarme sin música me parecía intolerable. Así que, con todo el dolor del alma, abandoné el rock para dedicarme a otro estilo musical que no necesitara amplificación. El folklore nunca me gustó, mucho menos el tango, y la música clásica me deprime, a no ser por Bach... así que, obviamente, opté por el jazz, y acá me tiene. Creo que hice lo correcto. Cuando las represas terminen de fisurarse y se vengan abajo, no me voy a hacer problema. Pondré mis grabaciones de dixieland en el gramófono o tocaré un rato el piano a la luz de una vela. No sabe lo libre que uno se siente cuando no depende de los enchufes... —Levanta una libreta con tapas de cuero de vaca—. Mire, ¿ve esto? Es una agenda. Para escribir. Con lapicera haciendo juego. Resulta muy útil cuando la empresa que nos provee de electricidad decide cortar el suministro de energía de la ciudad por dos o tres días, para obligar a los morosos a pagar las facturas atrasadas, y no hay computadora que funcione. La conseguí cuando remataron el museo José Hernández.
     El señor Augusto, como podemos apreciar, además de hippie, anticuario, ex-rockero y cultor del jazz en todas sus formas, es el paradigma de lo retrógrado, lo reaccionario, lo negado al progreso de la raza humana, lo pesimista y lo empecinadamente primitivo. Encima, maricón.
     —Usted me cae bien —le dice Otazú.
     Es obvio que nuestro héroe aborigen está pasando por alto peligrosamente las evidentes inclinaciones del hippicuario, puesto que ha emitido un comentario que podría ser interpretado como una insinuación abierta, lo cual nos haría temer por su integridad sexual masculina, y más específicamente por su virginidad anal, si no fuera porque el señor Augusto, con la sabiduría que dan los años, tiene muy en claro que a su visitante no le gustan los hombres. Y como no es de los que intentan a toda costa convencer a la gente de hacer cosas que no quiere hacer (excepto cuando de antigüedades se trata) y como además está realmente enamorado de Marilyn, responde a la afirmación con un humilde:
     —Me alegro que me entienda... —Luego de lo cual, y tras apagar lo que queda del cigarrillo, agrega—: Bueno, usted dirá...
     Nos ahorraremos la explicación de Otazú, dado que ya estamos al corriente de sus pretensiones. Su relato provoca en el señor Augusto diferentes reacciones que podríamos definir como de sorpresa, interés, simpatía y condolencia, en ese orden, sin olvidar que el tema de las artesanías lo retrotrae a un remoto pasado de vendedor ambulante de pulseras de cobre hechas a mano por él mismo, debido a lo cual Otazú se ve obligado a escuchar largas anécdotas al respecto, como la de una vez en que el entonces futuro anticuario y hippie en pleno ejercicio de sus funciones tuvo que pasar dos días detenido en una comisaría por el solo hecho de tener el pelo más largo que el común de la gente, o cuando debió huir a toda carrera para escapar de los perros y gases lacrimógenos de los inspectores municipales que venían a darle su merecido por vender mercaderías en las calles sin disponer de la correspondiente licencia.
     Entre una cosa y otra, la amena charla se extiende durante más de una hora, sólo interrumpida por un par de llamados de holofax a los que el señor Augusto responde con frases cortas que incluyen palabras tales como "eliminar", "sobredosis" o "seguro de vida", que hacen que Otazú, por más afinidad que sienta con ciertas actitudes de su interlocutor, no pueda evitar una sensación de inquietud.
     —Bueno, amigo Amoité —dice el hippicuario por fin—. La cosa es así: yo me dedico a las antigüedades. Lógicamente, la artesanía, si bien es algo muy loable, no encaja en esta actividad. Se imagina que en este momento en que todo se hace a máquina, las únicas cosas hechas a mano que pueden llegar interesar son las viejas.
     —Claro —dice Otazú, no muy convencido.
     —Es más, vaya comprándose un pasaje de vuelta a su provincia natal. Seguramente, allí podrá vender sus vasijas y platos, aunque sea para uso diario. ¿Acaso no hacía exactamente eso antes de venir a la ciudad? Como al interior sólo llega vajilla de cartón...
     —Bueno, no. Me dedicaba a otra cosa.
     —¿A qué, si se puede saber?
     —Changas. Trabajos ocasionales.
     —Ah —asiente el señor Augusto—, entiendo. De todas maneras, me gustaría ayudarlo. ¿No se anima a trabajar de peón? A veces tenemos que traer o entregar cosas muy pesadas y necesitamos gente corpulenta como usted. Si me deja su dirección, podría llamarlo cuando se presente un trabajo así.
     Otazú aprecia la amabilidad del hippicuario, pero no puede olvidar esas misteriosas charlas por holofax que lo han puesto nervioso, ni el rimmel verde en las pestañas del señor Augusto, por lo que concluye que comunicarle su dirección no es la decisión más acertada.
     —Le agradezco —responde—, pero la verdad es que prefiero seguir en lo mío.
     —De acuerdo. —El señor Augusto se pone de pie, para revelar unas holgadas bermudas de jean y sandalias de cuero que completan su atuendo. Extendiendo la mano, dice—: Encantado de conocerlo. Espero que tenga suerte.
     Acto seguido, el hippicuario acompaña a Otazú hasta la puerta, donde lo despide con nuevos deseos de fortuna y éxito, para luego cerrar con doble vuelta de llave y buscar a Marilyn, a fin de comentar con él la exótica visita de la que acaban de ser objeto y también para enterarse de las novedades en el caso del viejo Santillán, que a estas horas, lamento comunicarles, ya ha pasado a engrosar las filas de los difuntos, gracias a la dosis letal de falsa agua mineral con que su sobrino lo había estado cebando durante las últimas dos semanas, al solo efecto de poder vender su cómoda y tal vez la colección de boletos de colectivo con numeración capicúa que el finado conservaba desde la niñez.
     Del otro lado de la puerta, Otazú está mirando las otras dos tarjetas de Plastichica. Con firme resolución, las rompe en varios pedazos, las arroja a la pila de metro y medio de basura que encuentra en la esquina y luego se aleja, perdiéndose entre la gente.
      
      
      
Echemos un vistazo al presente.
     Que siempre ha sido una idea fija de los habitantes de estos parajes, al punto de existir, desde tiempos inmemoriales, gran cantidad de diarios matutinos y vespertinos, revistas informativas en exceso, incontables programas periodísticos televisivos y radiales, centenares de analistas de la realidad, voceros e iluminados de toda calaña que pretenden explicar lo que nadie necesita que le expliquen y, sobre todo, batallones de hombres y mujeres comunes que opinan ex cátedra sobre cualquier cosa que les venga en gana (ya sea política internacional, mecánica cuántica o el modo más seguro de transplantar una begonia) sin tener los conocimientos mínimos e indispensables para elaborar la más rudimentaria teoría acerca del tema en cuestión. En nuestro país ex-subdesarrollado del futuro, esto se llama "estar informado".
     Quizás ha sido esta manía por la noticia fresca lo que ha inspirado a las autoridades de Buenos Aires (Argentina, Sudamérica, Primer Mundo, etc., etc.) a convertir un tercio del obelisco (monumento primordial, distintivo e irreemplazable de la ciudad) en un constante proveedor de información. Expliquémoslo así: divídase imaginariamente la gigantesca estaca en tres partes, tómese el tercio central, revístaselo con una pantalla de definición super-plus (el presupuesto no dio para una superplus-max) en sentido envolvente, háganse correr por la pantalla los textos o imágenes que se desee... y se conocerá la razón por la cual hay tanta gente en las plazoletas circundantes, mirando hacia arriba y comenzando a sentir un penetrante dolor en las vértebras cervicales, o tantas personas caminando a paso vivo alrededor del tótem fundacional para leer la frase más rápido y poder enterarse antes de lo que tanto les importa (molesta costumbre ésta, que ha obligado a las autoridades a construir una especie de pasarela de mano única rodeando el monumento para mantener en un mínimo la ocurrencia de accidentes por colisión).
     Lo que las autoridades y su típica ineficacia municipal no han previsto es que la pantalla convexa de trescientos sesenta grados resulta un estrepitoso fracaso a la hora de transmitir los goles de la jornada. En este caso, los observadores, para no perderse detalle, no tienen más remedio que ponerse a correr en todas direcciones, a la par de los jugadores. Una comisión vecinal ha solicitado al intendente que los partidos de fútbol se transmitan siempre en cámara lenta (lo cual aliviaría en gran medida las alocadas carreras alrededor de la mole vertical por parte de los esforzados simpatizantes del popular deporte), pero el intendente, con su habitual soberbia, ha declarado no comprender las causas del reclamo, visto y considerando que la Municipalidad a su cargo ha puesto al alcance de toda la ciudadanía una nueva variedad de fútbol interactivo, que es incuestionablemente única en el mundo y que, sin lugar a dudas, será copiada por los demás países del Primer Mundo a la brevedad, no siendo esta la primera vez que ocurre algo así con un invento argentino, circunstancia que debería henchir los corazones nacionales de orgullo y patriotismo. En otras palabras: no piensa hacer nada.
     La inauguración de esta atracción informativa trajo aparejada la instalación de numerosísimos y precarios puestos de comida y bebida, no sólo en sus inmediaciones, sino también en cualquier sitio desde donde la pantalla sea visible, lo que constituye una importante cantidad de cuadras de las avenidas Corrientes y 9 de Julio. Muchos de ellos se han ubicado ilegalmente en las ruinosas canchas de paddle abandonadas, que se habían construido en la zona para esparcimiento de los oficinistas y empleados de comercio en su hora de almuerzo y de los transeúntes en general en cualquier hora que tuviesen libre (desde que la Argentina obtuvo el campeonato del mundo, el deporte que está de moda es la natación virtual).
     Justamente, Otazú se encuentra en este momento junto al acceso a lo que otrora fueran las dos canchas de Rainbow Paddle, que ahora se han convertido en el restaurante al aire libre Rainbow Choripán (fue imposible encontrar la traducción inglesa de la palabra que denomina al famoso emparedado de chorizo), que consiste básicamente en una cabina de expendio bastante pringosa y diez o doce mesas metálicas, mitad blancas y mitad oxidadas, con sillas haciendo juego, completándose el desalentador panorama con los desperdicios (servilletas de papel grasientas, botellas rotas, trozos de pan a medio masticar y chorizos pisoteados) que tapizan el suelo y que los clientes que salen van arrastrando consigo hasta la vereda, la cual, por esta razón, está tan llena de basura como el interior del restaurante.
     Otazú mira a su alrededor. En la pantalla del obelisco están pasando un aviso comercial, dos jóvenes con aspecto ganador que ponderan las bondades de un curso de computación que dura tres meses y que es el requisito curricular mínimo para permitirse aspirar a cualquier trabajo. Ahora la imagen muestra a un estibador del puerto, interpretado por un hermoso y fornido rubio de peinado impecable, ojos celestes y piel bronceada, que calcula en su computadora personal el peso máximo que deberá cargar el día de hoy según su curva de biorritmo. Vuelven a aparecer los jóvenes triunfadores, para mencionar la dirección y el número de holofax del Instituto Sudamericano para la Enseñanza de la Computación Aplicada a Fines Laborales y Extra Laborales (I.S.E.C.A.F.L.E.L.) y los horarios de atención al público. Con una sonrisa, Otazú recuerda una de las Leyes de Murphy que a su padre le encantaba recitar, la que decía "Toda persona puede equivocarse, pero para confundir bien las cosas es necesaria una computadora", y luego aparta la vista y se pone a estudiar detenidamente el piso. Luego de examinarlo unos instantes, barre con el pie la basura de dos metros cuadrados de vereda e inmediatamente tiende sobre la zona despejada una manta negra algo raída. Los peatones, indiferentes pero entrenados en evitar obstáculos, esquivan ahora el cuadrado negro que está en el piso sin siquiera mirarlo, lo que permite a Otazú comenzar a armar su equipo con tranquilidad.
     Porque Otazú ha traído su equipo, la sencilla parafernalia de su arte: arcilla, resinas, piedras, un calentador que funciona con energía solar, una placa de metal, dos tablas de madera, una botella con agua.
     Se sienta en el suelo en posición de loto y comienza la ceremonia. Primero enciende el calentador (en realidad tendría que hacer una fogata, pero sabe que en la ciudad eso no está permitido). Después coloca las piedras sobre la placa de metal, y ésta sobre el calentador. Luego ubica una de las tablas, la más larga, frente a sí, sobre la manta negra. La otra tabla, la que es cuadrada y de sesenta centímetros de lado, se la pone sobre las piernas, a modo de mesa de trabajo. Toma la cantidad de arcilla suficiente y amasa. La técnica ancestral que utiliza es la espiral: forma rollos de arcilla que va acomodando a un costado de la tabla, como pequeñas serpientes de coral esperando el momento adecuado para el ataque; cuando ha hecho todos los que necesita, toma uno y comienza a enroscarlo, para construir primero la base y después, poniendo cada vuelta de arcilla encima de la anterior, el cuerpo, y por último la boca de la vasija. A continuación, empareja la cara exterior del recipiente con las manos y arcilla diluida, para luego barnizarlo con resina. Las piedras ya están alcanzando la temperatura adecuada. El siguiente paso es colocar la vasija sobre la tabla alargada que está apoyada en la manta. Dentro de media hora, la pondrá boca abajo encima de las piedras calientes para que se termine de secar. Mientras tanto, hace tres vasijas más, de diferentes tamaños.
     Y no se detiene. Las vasijas húmedas forman una prolija hilera sobre el tablón. Ocho, secándose al calor de los pasos, ya que pedir algún rayo de sol sería una locura. Tres, secándose boca abajo sobre las piedras, todas parecidas, pero radicalmente distintas gracias a los toques sutiles de originalidad que Otazú sabe darles.
     Una anciana que luce un harapiento vestido se detiene a mirarlo por espacio de unos minutos, con la nostalgia en los ojos. Pasado un momento de vacilación, arroja a la mesa de trabajo de Otazú, como si de una limosna o donativo se tratase, un bono jubilatorio por valor de pocos centavos (desde que se ha decidido que las jubilaciones son una carga para la sociedad, los trabajadores deben adquirir durante sus años productivos una cantidad suficiente de bonos que les permitan subsistir durante toda la vejez) y luego reanuda su marcha.
     En la pantalla circular se informa la temperatura (21 grados), la hora (14:45), la cotización del dólar moneda nacional en los mercados mundiales, las noticias de última hora (siete asaltos a mano armada en la última media hora, un anciano de apellido Santillán encontrado muerto en su domicilio en avanzado estado de descomposición, cinco ganadores de la raspadita "Truco y Generala", la quiebra de otra librería, el incendio de otro villorio miserable, la nueva cara que se hizo hacer el Ministro de Justicia) y otra vez la temperatura (21 grados).
     Las vasijas siguen erguidas en perfecta formación sobre la tabla, sobre las piedras, sobre la manta las que ya están terminadas, dignas, humildes, ignoradas y expectantes. Igual que Otazú.
     Ahora bien, no seremos tan ingenuos como para creernos que Otazú continúa pasando desapercibido eternamente. No puede ser así, ya que constituye un elemento inusual, apostado en la vereda sin motivo aparente, que tarde o temprano ha de llamar la atención, no porque lo que esté haciendo realmente le importe a alguien, sino porque es el único que lo está haciendo en toda la calle, y en todo el barrio, y en toda la ciudad. Ya se sabe que el ojo humano, a la inversa del oído, siente una especial atracción por la novedad, por cualquier estímulo que difiera de lo que está acostumbrado a percibir. Y para confirmarlo, no tenemos más que percatarnos de ese individuo que se ha detenido a la vera de la manta, y que parece estar debatiéndose entre dirigirle la palabra al artesano o derribar de un puntapié todas sus vasijas (si bien al ojo humano lo atrae la novedad, hay ciertos ojos humanos a los que lo nuevo sólo les produce irritación). Como se trata de uno de esos patoteros que creen que la calle les pertenece, esos que al caminar empujan a los demás peatones sin miramientos, y que al conducir un vehículo no tienen la menor consideración por los demás ocupantes de la vía pública, y que al ver pasar a alguna mujer bonita lanzan comentarios soeces y proposiciones aberrantes, y que jamás dicen por favor o gracias, opta por una actitud intermedia, es decir, por tocar disimuladamente con el pie una de las vasijas terminadas hasta hacerla caer y quebrar (el energúmeno, como todos los de su especie, es también un cobarde, por lo cual ejecuta esta operación de modo tal de no quedar en evidencia), para luego dirigirse a Otazú con estas palabras:
     —¿Y esto qué mierda es?
     Otazú, que ni siquiera ha levantado la vista al escuchar el ruido de la vasija al romperse, mira ahora al antropoide con ojos serenos. El sujeto lleva encima todo el aparataje ultramoderno que cualquier ciudadano del Primer Mundo que se precie debe transportar consigo doquiera que vaya: televirtual, audioradar, compuplaca, memotarjeta, diagnopulsera, agenda electrónica y, por supuesto, el infaltable moviholofax, además de otras cuatro o cinco cosas que sólo las personas más actualizadas sabrían decir para qué sirven. Algunos de estos elementos cuelgan del cinturón, otros los lleva en los bolsillos de su chaqueta antibalas (prenda insoslayable para todo aquel que quiera circular sin peligro acarreando tantos codiciables artículos electrónicos); el audioradar lo tiene en la cabeza y el moviholofax en la mano derecha, sin contar las diversas antenas que se proyectan desde distintos lugares de su vestimenta, como por ejemplo la microsatelital (lo último de lo último) que tiene atada con una correa al antebrazo izquierdo. Otazú no necesita más que unos segundos para saber con exactitud qué es lo que debe responderle:
     —Son contenedores manoformados con minerales arcillosos y detríticos de la mejor calidad, totalmente silicoaluminosos, con óxidos hidratados de hierro que les dan su color característico.
     —¿Qué? —pregunta el patotero modernoso con los ojos desorbitados.
     —Son contenedores manoformados con minerales arcillosos y detríticos, le digo, totalmente silicoaluminosos, con óxidos hidra...
     —¿Silico qué?
     —Silicoaluminosos. —Otazú se pone a amasar otra porción de arcilla.
     —¿Sílice? —repregunta el sujeto.
     —Sí, algo así —contesta Otazú sin mirarlo.
     El energúmeno podrá no comprender nada, pero es una persona "informada" (ver más arriba) y por lo tanto tiene la vaga idea de que todo lo que tiene sílice es, por definición, algo avanzadísimo que realiza múltiples y maravillosas funciones.
     —¿Y para qué sirven? —indaga.
     —Bueno... —le responde Otazú, dejando de lado sus tareas para clavarle una mirada socarrona—. ¿Para qué usaría usted un contenedor manoformado silicoaluminoso?
     —Ah... —exhala el modergúmeno con complicidad—. Sí, sí... Claro.
     Advertimos de este modo que el individuo no tiene ni la menor noción de la utilidad que pueden tener los contenedores manoformados silicoaluminosos, pero que la astucia de Otazú ha logrado interesarlo en sus artesanías, al punto tal que el antropoide ya está comenzando a lamentarse por haber roto intencionalmente uno de los artefactos y a sentirse francamente dispuesto a adquirir alguno de los mismos (los ejemplares humanos pertenecientes a esta tipología pueden llegar a morir de angustia ante la evidencia de que no poseen todos los aparatos que hay en el mercado). En cuclillas, y contemplando con fascinación la hilera de vasijas, pregunta:
     —¿Y cuánto valen?
     Otazú mira la pantalla del obelisco. Están mostrando tomas seleccionadas de la boda de una cantante con un polista, quienes ingresaron a la iglesia montados en sendos corceles criollos y que luego partieron hacia el salón de fiestas en un coqueto palanquín cargado por los más fieles empleados del padre del polista, disfrazados de egipcios (los afortunados que poseen un empleo fijo no están como para hacerle ascos a las órdenes del jefe). Según se informa, entre los regalos recibidos por la pareja, se contaban ciento setenta juegos de cazuelas, algunos repetidos.
     —Ciento setenta dólares moneda nacional —dice Otazú.
     El modergúmeno, ahora otra vez de pie, no puede creer lo que oye. El precio es una bicoca, considerando lo que tuvo que pagar por el audioradar (uno de los artículos más económicos de la canasta electrónica). Sin mayores dilaciones, pregunta:
     —¿Acepta memotarjeta?
     —Disculpe —replica Otazú—. Sólo efectivo.
     El antropomorfo no se preocupa. Su sueldo como asesor del consejero del consultor de la comisión parlamentaria para la actualización trimestral de los salarios de los diputados le permite disponer de ese dinero en el acto. Para ser exactos, ese monto representa una cuarta parte de lo que lleva en el bolsillo, o mejor dicho representaba, porque acaba de entregarle a Otazú la cantidad solicitada, y éste a su vez ha puesto en manos de su cliente uno de los contenedores manoformados silicoaluminosos (o vasijas de arcilla), que el modergúmeno está ahora admirando con embeleso, mientras se abre paso a los empellones entre la multitud, para seguir su camino hacia no sabemos dónde.
     Detengámonos un instante en lo que acaba de suceder. Es obvio que una persona ligeramente inteligente y de mediana cultura (de las que, aunque ustedes no lo crean, todavía existen algunas en nuestro país del futuro), jamás habría caído en la treta de Otazú. No se descarta que nuestro sorprendente y autóctono protagonista tuviera en mente una presentación alternativa de su producto, para ser empleada con otra clase de clientes, pero el hecho concreto es que esas personas ligeramente inteligentes y de mediana cultura nunca se habrían molestado en preguntar qué eran las vasijas (lo habrían sabido) ni en considerar la posibilidad de comprarlas (dadas las endebles condiciones socioeconómicas, los gastos superfluos son algo que muy pocos elegidos pueden permitirse), todo lo cual habría llevado los industriosos intentos del aborigen a un fracaso seguro. Por suerte para Otazú y para nuestra historia (que de lo contrario hubiese tenido un final deprimente), la lógica del absurdo vigente en todos los ámbitos de la nación primermundista que nos ocupa vuelve a triunfar sobre el raciocinio y el sentido común, de la manera que a continuación se detalla:
     El patotero modernoso comenta a sus amigos (otros tantos modernosos como él) de la nueva adquisición que ha incorporado a su bagaje multimedia, y sus amigos, aunque no llegan a captar muy bien de qué modo podría ser de utilidad el contenedor manoformado (igual que no llegan a captar del todo bien cuáles son las aplicaciones de muchos de los aparatos electrónicos que poseen), en los días subsiguientes van desfilando por el puesto de Otazú y comprándole más vasijas de las que cualquiera de nosotros habría soñado, todas al riguroso precio de ciento setenta dólares moneda nacional. Al mismo tiempo, los clientes fijos de Rainbow Choripán, que ya han tomado nota de la presencia de Otazú (nuestro protagonista ha tenido el buen tino de armar su puesto todos los días en el mismo sitio), observan con curiosidad las transacciones comerciales que se desarrollan junto a la manta negra, y algunos de ellos (los que disponen de dinero y además son igualmente fanáticos de la modernidad) también compran. Y hacen correr la voz, lo que atrae a más clientes.
     Las modas son así. Nadie sabe bien en qué momento comienzan, ni quién las fomenta. A veces alguien trata de imponer un producto eficiente, barato y bonito, y la sociedad lo rechaza. Otras veces, un artículo mal hecho, de uso complicado y de apariencia desagradable puede constituir el furor de la temporada, del año o de la década. Convengamos en que las vasijas de Otazú poseen el valor intrínseco de lo folklórico, de lo histórico, de lo rústico, y que nos cae bien que se hayan convertido en un suceso de ventas, a pesar de quienes las compran (que, por supuesto, nunca sabrán apreciar semejantes cualidades y jamás serán capaces de concebir siquiera que tales cualidades puedan existir). Es innegable que, como sucede con todas las modas, también surgen personas que rechazan las vasijas de Otazú, pero no representan ningún problema, puesto que con la abundante cantidad de aparatomaníacos que habitan en la ciudad alcanza y sobra para que el negocio prospere.
     Y prospera bastante. Seis meses más tarde, encontramos a Otazú, no en la calle sobre su manta raída, sino en un local céntrico, muy bien ubicado, que ha podido comprar con sus ganancias. Ya no fabrica los contenedores manoformados silicoaluminosos en serie, sino que los entrega sólo a pedido (lo que ha encarecido su valor a mil dólares moneda nacional), siendo sus principales clientes las más prominentes personalidades de la política, el deporte y el espectáculo. Son muchos los que están tratando de crear un programa que reproduzca los sutiles toques de imperfección de las vasijas de Otazú, para fabricarlas en masa, pero hasta ahora nadie ha sido capaz de lograrlo.
     Un año después, Otazú se ha instalado en tres pisos de uno de los más importantes edificios de oficinas de la ciudad. Hay muchos empleados, cada uno con su computadora, que manejan los asuntos de rutina de la empresa. En la pared detrás del escritorio de Otazú hay un holocuadro de su padre, un anciano de mirada altiva que preside el despacho con majestuosidad. Debajo de éste, pueden leerse las siguientes palabras (si es que uno sabe guaraní, pues en ese idioma están escritas): "En el país de los operadores, el artesano es rey".
     Ninguno de los doscientos cincuenta aprietateclas que trabajan para Otazú se atrevería a discutirlo.


Echemos un vistazo a la verdad.
     Que no tiene pasado, presente ni futuro, sino que simplemente depende del que la conozca y quiera mantenerla oculta, o del que no la conozca y desee descubrirla.
     La verdad de esta historia es la siguiente:
     Otazú, como tal vez se hayan dado cuenta a estas alturas, no es sólo un artesano de una etnia casi extinta, sino una persona de amplia formación y de profunda inteligencia. Si el país primermundista en el que le ha tocado vivir ya es bastante aniquilante para el ochenta por ciento de la población, lo es mucho más para los escasos representantes aborígenes que han logrado sobrevivir hasta el siglo XXI, debatiéndose entre siglos de humillación, hambre y desprecio por un lado, y tradiciones, costumbres y estilos de vida milenarios por el otro. Desafortunadamente, las únicas armas para combatir el sistema siguen siendo las que el mismo sistema ha creado, y que con cierta habilidad pueden muy fácilmente ser vueltas en su contra. Aunque podría ser considerada como el abandono de los principios éticos de nuestra filosofía personal, esta manera de luchar es la única que a través del tiempo ha conseguido implantar cambios reales en la sociedad.
     De esto hablaba Otazú en su pueblo, pero a nadie lograba convencer. Le exigían pruebas. Y las dio. Es posible que, de ahora en más, los guaraníes les den algunas sorpresas a los habitantes de nuestra nación del futuro. Lo que ocurra después es una verdad que por el momento quedará sin revelar.
     Y en cuanto al relativo bienestar que, por comparación, reina en nuestro país del presente... echemos un vistazo a nuestro alrededor. Es posible que lleguemos a la conclusión de que, si el futuro argentino se obstina en calcarse sobre el presente, alterar el presente es una necesidad que parece revestir cierta urgencia. O algo así.
     A lo mejor, quién sabe, logremos que el ejercicio de anticipación que acabamos de leer resulte, con los años, por completo equivocado y definitivamente carente de todo mérito.
     Lo cual representa un verdadero drama para un escritor de ciencia-ficción (no vamos a negarlo), pero, bueno... ¿Habrá posibilidades de que, cuando llegue el momento (si es que llega), la autora pueda acogerse a los beneficios de la vista gorda?


Echemos un vistazo a la vanidad...

(c) Claudia De Bella