ME IRÉ CON LAS ZORRAS

Rodolfo Schönhals Fischer

Argentina

La llamada lo sorprendió. Se encontraba en las previas a las Vísperas, esperando el enloquecedor jolgorio que se suscitaba luego.

Prestó más atención al aviso, que resonaba en su mente.

"REINA SE EQUIVOCÓ, ACUDA URGENTE A PALACIO. VISA GUBERNAMENTAL CONCEDIDA".

Juan no lo podía creer. Era su oportunidad soñada, amasada y esperada durante mucho tiempo, quizás desde que entró al servicio en Palacio.

Rápidamente abandonó su guarida y en su vehículo ascendió hasta los niveles de vuelo corrientes donde otros miles de vehículos, abejorros, zumbaban yendo y viniendo, generando un ruido infernal.

"Es increíble que yo haya ido a trabajar a través de esta maraña todos los santos días", pensó Juan, mientras activaba la visa. Lentamente y de manera automática su vehículo comenzó a ascender hasta los niveles de vuelo gubernamentales, reservados a ministros y miembros de la familia real. Una vez allí, y a diferencia del nivel obrero, el silencio era absoluto. El único vehículo en el área era su abejorro monoplaza.

Juan definió como destino el palacio real y se abandonó a las cavilaciones, dejando que su abejorro volase.

"¿Qué habrá hecho Reina? Es imposible que se haya equivocado", pensaba. "Nunca me ha dejado pasar ni un solo error desde que he estado a su servicio. Me obligó a ser obsesivamente perfecto y gracias a eso es que soy..."

Pero algo sorprendió a Juan. Las luces de las ciudades pasaban demasiado rápido. La velocidad de su abejorro era aberrante.

"Es imposible", pensó. "Este cascajo no puede volar tan rápido, llegar a Palacio me lleva veinte minutos desde mi guarida y ahora...", y no pudo terminar la frase porque su abejorro ya se encontraba atravesando el Portal Real mientras desaceleraba buscando un lugar donde estacionarse. A diferencia de las veces anteriores, cuando Juan celebraba auténticas batallas con otros empleados para conseguir una celda vacía donde alojar su vehículo, ahora no tuvo que preocuparse en buscar lugar porque los portones reales se habían abierto a su llegada. Lentamente y con seguridad, el abejorro se posó al lado de un vehículo real. Una formación de la guardia interna lo esperaba. Juan los detestaba, porque esos fanáticos sólo dificultaban su trabajo, interponiéndose entre él y Reina, analizando todo, probando todo, comiendo todo. Nada podía pasar a Reina sin que ellos lo profanasen.

"Increíble", asumió para sí. "Ahora sí estamos completos".

Con gesto marcial saludaron su arribo. Juan abandonó su abejorro y se dirigió a la formación.

—¡Señor! —gritó desaforadamente el capitán—. El protocolo exige que debemos escoltarle hasta la cámara real y protegerle con nuestras vidas.

"Grandioso, ahora este imbécil, que hasta ayer me perseguía, me quiere chupar las medias", pensó despectivamente Juan.

—De acuerdo, oficial, proceda.

Toda la formación rodeó a Juan y comenzó a marchar lentamente hacia la cámara real. Con paranoica obsesión, el capitán en persona iba por delante, corroborando que no hubiese nada que pusiese en peligro la vida de Juan. En cada esquina, ventana, o esclusas de ventilación se detenía y efectuaba los procedimientos de rigor para certificar que ese paso era seguro. Juan siempre ridiculizó este método, ya que el cortejo podía tardar media hora en hacer un trayecto de cien metros.

—Capitán, sabemos que no hay nadie, avancemos por favor —dijo, con impaciencia.

El rudo rostro del capitán se volvió violeta, mientras comenzó a vociferar cosas ininteligibles y sin sentido, hasta que por fin dijo:

—Señor, es mi trabajo cuidarlo, Señor, así que no me diga lo que tengo que hacer, Señor. Yo no le digo a usted lo que debe hacer con y para su Excelencia y además... —y dejó de vociferar, porque Reina habló.

Con suavidad y ternura, una voz potente y soberana retumbó en las mentes de todos.

—Señores, dejen ya de pelear. Juan, deja al capitán hacer su trabajo. Antes que la prisa está tu seguridad. Te espero en mis salones privados. —Es todo lo que se escuchó.

Juan guardó silencio y agachó la mirada, mientras que los desorbitados ojos del capitán se iluminaron con una mezcla de alegría y burla.

"Imbécil, maldito hijo de...", maldijo Juan en silencio.

—Lo escuché, Señor —dijo el capitán, sin abandonar sus tareas, y prosiguió—. El servir en la guardia interna tiene sus beneficios, como por ejemplo escuchar pensamientos ajenos, beneficio exclusivo de Reina y ministros. Nosotros también podemos.

"No entiendo cómo Reina permite a un tonto como tú", replicó Juan en el pensamiento, "ya que revelas secretos de Estado a cualquiera".

—El señor se equivoca —contestó el capitán—. Reina manda y yo obedezco.

—Pero...

—El señor debe tener paciencia, ¿O acaso es una virtud de la cual adolece?

Juan sintió deseos de matarlo. Intensos deseos de verlo yacer triturado en el suelo, deseos de..., pero una inmensa carcajada de parte del capitán y sus hombres lo despertó de su ensoñación.

—Señor, usted es muy bueno en eso —dijo el capitán—. Cuéntese otro chiste así hace más amena la jornada.

—Está bien —dijo Juan—. Me rindo. —Y guardó silencio, mientras asumía que en la situación actual no podía vencer. Sólo le restaba esperar. Esperar a que el metódico y meticuloso capitán terminase su danza obsesiva. Esperar a que la formación, como un viejo tren sobrecargado, se detuviese en una estación llamada "Recámara Real". Esperar a que el capitán y su estúpida troupe se despidiesen y lo dejasen tranquilo.

Por fin, y en un tiempo que para Juan pudo haber sido la eternidad, el cortejo llegó a la recámara. Con ansiedad Juan cruzó la puerta y se sintió feliz. Ahora podía caminar con naturalidad sin que el capitán estuviese pululando y danzando a su alrededor.

—¿Reina? —llamó Juan.

—Estoy en el Museo, ven —replicó Reina.


El Museo era un gigantesco y complejo laberinto donde Reina pasaba sus momentos de ocio. Juan tomó un deslizador y se dejó llevar. El dispositivo tenía definida la posición exacta donde se encontraba Reina. El deslizador despegó del suelo y rápidamente ascendió hasta el capitel de la bóveda de la recepción. Una disimulada puerta trampa se abrió y el vehículo ingresó por la misma. Innumerables fueron las salas hexagonales que Juan atravesó, todas llenas de cosas que sólo Reina coleccionaba. Reliquias de glorias de tiempos pasados. Artefactos desconocidos y por conocerse. Reina organizaba y catalogaba el contenido del Museo. No había empleados en el Museo ni gente que lo visitase. Sólo Reina.

El deslizador se detuvo. Había llegado a la Biblioteca. Estanterías corredizas y con capacidades de compresión de materia contenían innumerables ejemplares de libros. En una mesa con antiquísimos ejemplares apilados, estaba Reina, inspeccionándolos.

Sin darse vuelta ni levantar la mirada, Reina habló:

—Este libro fue editado en el 1501 en la imprenta de Gutenberg. Es un incunable que representa un hito cultural.

Juan se aproximó a observar el ejemplar y Reina continuó:

—Observa, es un tratado teológico reformista, escrito por Lutero en latín. Si bien es un libro impreso, esta hoja tiene su retrato grabado a pluma —y sin apartar sus ojos del grabado, tomó una lupa y examinó con mayor precisión el trabajo—. Simplemente increíble —subrayó—. ¿Te das cuenta del tiempo que le llevó al artista realizar este grabado?

—No puedo calcularlo ahora, Reina, no tengo conocimiento del tema para establecer un cálculo estimativo de tiempos.

—Vamos Juan, no te estoy pidiendo que me hagas un informe de tiempos y recursos, es un simple comentario,

—Lo sé, Reina, es sólo...

—Es sólo que no piensas en otra cosa más que en tu trabajo. Eso es positivo para mí, pero no es saludable. Te puedes enfermar.

—¿Enfermarme? Físicamente es imposible desde...

—Por Dios, muchacho. ¿Por qué haces las cosas tan complicadas? Me refería a otro tipo de enfermedad. La enfermedad del alma.

—¿Y quién se preocupa ahora por el alma? —replicó, más suelto, Juan.

—Yo, muchacho, yo me preocupo por el alma. Mi alma, y he cuidado que no se enferme, aunque la enfermé de todos modos.

—No comprendo —dijo Juan—. ¿Cómo es posible enfermarse del alma?

—Me he enfermado en cada cosecha que hemos tenido. Hemos cosechado y llenado nuestros graneros. Hemos cosechado, trabajado y llenado nuestras bodegas con vino y aceite. La felicidad de ver a mi pueblo satisfecho y feliz me ha resultado una daga envenenada que atraviesa mi alma.

—No entiendo. ¿Cómo es posible que su alma se enferme si usted habla de la felicidad que le provoca ver al pueblo contento?

—La felicidad que trae el fin de una cosecha no tiene nada que ver con lo que somos por dentro, con lo que soy por dentro y con las cosas que he permitido que se hagan por mi pueblo.

—En El Príncipe, el florentino justifica que es necesario hacer cosas non-sanctas en pos de mantener el poder y gobierno sin necesitar sentir culpabilidad ni remordimiento.

—Has aprendido bien, muchacho, a guardar el tesoro del conocimiento.

—Usted me enseñó, Reina.

—Sí, yo te enseñé durante todo este tiempo, desde que vi en tus ojos la chispa de la inteligencia, cuando eras un niño.

—Quería estar a su servicio.

—Y lo lograste —dijo, mientras disfrutaba su logro personal—. Al menos a alguien pude rescatar de esta sociedad.

—¿Qué tiene de malo nuestra sociedad? —preguntó Juan.

—¿Acaso no quieres saber en qué me equivoqué? Sabes lo que sucede si me equivoco —replicó Reina, manipulando hábilmente el diálogo.

Juan reconoció el juego y le causó extrañeza que Reina lo utilizase con él, por lo que se dejó llevar.

—Que yo sepa nuestra sociedad ha evolucionado al punto de satisfacer las necesidades de todos sus integrantes.

—Bien, no quieres conocer mi error, eres un muchacho educado —contestó Reina—. Ya lo sabrás.

—Y con cada cosecha tomamos lo más representativo que encontramos y lo incorporamos a nuestra vida cotidiana. Sí, hemos evolucionado mucho en muy poco tiempo.

—Es cierto, si consideras que robar implica evolucionar, entonces podemos considerar que hemos evolucionado. ¿O acaso no te has detenido a pensar que esas cosechas tenían o tienen dueño?

—Vamos, Reina. ¿Cómo pueden unos inadaptados que viven en guerra entre sí ser dueños de las cosechas? Digamos que en la fábula de las zorras y el cuervo, nosotros tomamos el papel de cuervos, y las zorras...

—¡Las matamos! —contestó con dureza Reina.

—¿Acaso tiene culpa de eso? Es un procedimiento de rutina. Eliminamos toda posibilidad de resistencia. Maquiavelo sugiere que el Príncipe que conquista debe deshacerse de la descendencia de su antecesor.

—Sí, eliminar el linaje sí, pero eliminar un pueblo no.

—Pero, Reina, ¿qué más da? De todos modos morirían cuando diésemos el salto —contestó Juan, y agregó—. Y usted es quien da la orden.

—Sí, y es lo que me enferma... —contestó Reina con dolor.

—Pero, ¿y su pueblo? —preguntó Juan—. ¿Acaso no lo ama?

—¡Mi pueblo! Ahí está mi equivocación, amé a mi pueblo y ése fue mi error —contestó con desazón—. Mi pueblo es...

—Su pueblo es el motivo de su vivir.

—Juan, a veces me pregunto de dónde sacaste ese cinismo, hace un rato casi te haces asesinar por mi guardia personal.

—El capitán es un imbécil, lo sigo sosteniendo.

—Si no fuese por ese imbécil, a ti te habrían asesinado hace mucho ya. Te ha cuidado las espaldas desde que te elegí para que me sucedieses. ¿No te has puesto a pensar la razón por la cual en tu edificio sólo viven militares de la guardia externa e interna?

—Pensaba que era sólo coincidencia.

—Pues no, muchacho, eres mi sucesor. Hoy serás Reina, y yo, un viejo arrugado, me retiraré. Me iré.

—¿Y adónde se irá? —preguntó inocentemente Juan.

—Con las zorras actuales, muchacho.

Juan tuvo que sujetarse a la mesa porque la sorpresa lo dejó perplejo. Intentó articular palabras pero sólo balbuceaba.

—No... — dijo finalmente.

—Sí, muchacho, con las zorras.

—Pero no se puede ir allí, usted sabe que no. No vaya. No debe hacerlo —imploró Juan entre sollozos.

Reina, conmovido, extendió su mano, tomó la del muchacho y le dijo:

—Si conoces a diez personas que valgan la pena, me quedaré.

Juan pensó y contestó:

—No conozco a tantas personas que valgan la pena.

—Está bien, quizás pedí demasiado, reduzco la oferta a cinco. Si hay cinco personas que amen el arte y el conocimiento más que a sus sentidos, me los presentas y los traigo a vivir aquí conmigo.

Una lágrima rodó por la mejilla de Juan.

—No conozco a cinco personas que amen el arte y el conocimiento. No conozco a nadie que se dedique a crear. No conozco a nadie que haga crecer nuestra cultura. No conozco a nadie que estudie por el mero hecho de hacerlo. Sólo conozco adictos a las orgías públicas, a los juegos y vomitoriums. Sólo conozco adictos a los sentidos.

—¿Y dos personas? —preguntó Reina.

Juan rompió a llorar. Lloró desconsoladamente mientras despertaba de su sueño. Sabía que Reina, su único amigo, se iba para siempre.


Ilustración: Pedro Belushi

—Así es, Juan, no hay nadie que se salve en este mundo, si le podemos decir mundo. Hemos involucionado al punto de transformarnos en depredadores, en piratas. Nuestra civilización fue mal gestada desde el principio. Por alguna razón misteriosa, ningún impedido físico ni mental, ni persona fea alguna, fue trasladada a esta nave. Todos ellos quedaron en la Tierra. Tú no habías nacido todavía. Aún existía entre nosotros la familia como institución. De una vieja raza tomamos la fórmula de la belleza eterna. Fue una cosecha extraña, porque encontramos muy pocos de ellos, cansados de vivir tantos años y de no morir. Cuando incorporamos la belleza eterna a nuestro ADN la familia perdió el sentido de procrear y aumentar la raza. No la necesitábamos. Éramos bellos, inteligentes y eternos. Nuestros hombres y mujeres se esterilizaron. Se dedicaron a disfrutar del sexo en todas sus formas y colores. Y nuestra sociedad fue perdiendo el brillo, se fue transfigurando en algo amorfo en el que vivir es una condena. Todos quieren ser felices. Tienen todo y aún así no les alcanza. De otra raza robamos la tecnología de telepatía. Aprendimos a comunicarnos sin hablar. La gente abandonó el hábito de mover los labios. Le dimos muchos usos, desde militares hasta sexuales, porque de repente todos quedamos expuestos ante todos, y si en primera instancia nos avergonzábamos de nuestros pensamientos, luego nos fuimos dando cuenta de que ellos no tenían nada de particular y que podíamos fusionarnos unos con otros, tanto en mente como en cuerpo. De ese modo surgieron las orgías públicas, las cuales se realizan en las vísperas al salto.

—Usted no debe ir a ese planeta. Morirá...

—Es mi decisión, Juan —contestó Reina—, y es la forma en que quiero terminar con esto. Si me quedase, tú no serías Reina y yo estaría obligado a mantener mi responsabilidad. Esta última cosecha me agotó. Cada vez es más la cantidad de cosas por hacer. Si bien antes lo hacía la computadora, el consejo provisorio sobreviviente definió un puesto que nadie quiso tomar y yo lo tomé. Se lo quitamos a la computadora porque, por un error de cálculo que nunca nadie pudo explicar, destruimos la Tierra al tomar su masa íntegra y transformarla en energía. Esa acción no estaba planificada y, sin embargo, sucedió. El impulso que nos dio la Tierra nos hizo llegar hasta Júpiter, al cual sí destruimos premeditadamente a fin de obtener los cien billones de megajoules de energía para comprimir y expandir el universo a nuestro alrededor, para saltar a nuestro próximo destino: otro planeta similar al nuestro, donde existía una raza mucho más primitiva. Decidimos eliminarlos porque eran muy belicosos, y más tarde elegimos ampliar nuestra nave, usando los recursos de ese planeta, al cual despojamos sin piedad. Mediante compresores de materia redujimos todo el botín a tamaños microscópicos, de modo que toda el agua de un planeta, todo el aire y su vegetación entraban en contenedores de espacio reducido. Cuando finalizamos las tareas ya habíamos mejorado el uso de la energía, por lo que con la masa de ese planeta pudimos saltar hacia otro.

Juan lloraba, sin miramientos ni preocupaciones. Dejaba que su alma se enfermase, tomando conciencia de lo que era y representaba.

—Fue aberrante, Juan, el modo en que nos fuimos degenerando. Con cada cosecha nos volvimos más y más ambiciosos. Civilizaciones florecientes y ricas, desvastadas por la mano del hombre. Planetas bellísimos donde hubiésemos podido vivir el resto de nuestras vidas, destruidos por la ambición obsesiva de tener cada vez más. Como una hambrienta plaga de langostas, llegábamos nosotros a los planetas, a robar su agua y aire. A robar su tecnología y ciencia. Robamos su arte. Robamos sus dioses.

»Nuestra cultura también cambió. Dejamos de producir arte. Ya nadie se preocupó por escribir siquiera un poema. No hubo interesados en aprender a pintar, dibujar. Nadie se interesó en aprender a tocar un instrumento. Todos quisieron dedicarse a satisfacer lo que no satisface. El cuerpo y su carne nos esclavizaron. El frenesí se apoderó de nosotros y aún en este lugar cometimos aberraciones inexpresables. Pasamos los días en orgías interminables y no contentos ya con nosotros, cometimos crueldades con los pueblos sometidos. La lascivia y el sadismo se hicieron pauta normal en nuestra conducta. Cada vez más gente se enroló en el ejército de invasión, por el solo placer de infligir dolor a seres indefensos.

Juan había dejado de llorar y miraba al viejo con los ojos entornados.

—Y yo, en el puesto de administrador y gerente general, me transformé en Reina, una abeja reina que comanda y dirige todas las operaciones que involucra la cosecha, desde la teledetección remota, pasando por la identificación y valuación de recursos, así como las tareas de gestión y administración de las tropas de desembarque, bombarderos, cazas, maquinaria de extracción y personal civil, etc. Todo eso pasando y ocurriendo con mi autorización. Yo he autorizado los exterminios y saqueos de planetas completos. Yo he robado riquezas y llenado este Museo con cosas que aun no entiendo. Yo he permitido que este mundo se transforme en lo que es. No voy a cargar toda la culpa sobre mis hombros, porque sé que todos somos responsables de lo que nos ha sucedido. La locura y el desenfreno nos cauterizaron la conciencia al punto de hacernos olvidar el foco.

»Querido muchacho, te dejo este legado, estos libros, este conocimiento. Yo estoy viejo. Por alguna razón la belleza eterna ha dejado de tener efecto sobre mí. No me queda mucho. Cuando pude dimensionar el destino que seguía la raza humana, decidí parar y tratar de torcer el camino, pero era únicamente yo el que lo intentaba. Secretamente en cada nueva invasión rogaba que nos encontrásemos con una civilización superior a la nuestra para que nos detuviese. Celebraba cada derrota de nuestras tropas en las campañas militares de sojuzgamiento y exterminio. Me di cuenta de que no es difícil derrotarnos, porque si bien vamos robando los artefactos de otros, carecemos de gente capacitada y creativa que se dedique a integrar y desarrollar nuevas tecnologías. Todo eso lo da, querido muchacho, el arte. Nuestra gran ignorancia nos llevará a la destrucción algún día. Cuando me di cuenta de esto, decidí formar a alguien con más vida y joven que pudiese ser la esperanza. No sólo para preservar el sentido del arte y las ciencias, sino que pudiese torcer nuestro desastroso destino.

—¿Y qué puedo hacer? Soy sólo un muchacho.

—Juan, no quiero falsa humildad en estos momentos. Eres una persona con un inmenso potencial. Has realizado cosechas enteras tú solo y aún te ha sobrado tiempo para dedicarlo a ese pasatiempo que tienes. Crees que no lo sé, pero estoy al tanto de todas las historias y crónicas que has hecho, de las investigaciones culturales que efectuaste y de las soluciones tecnológicas que integraste. Como Reina puedes establecer un refugio de la cultura y rescatar de las garras del monstruo que yo creé a aquellos que serán la salvaguarda de nuestro mañana.

—¿Y qué le impide hacerlo a usted? —inquirió Juan, presintiendo la respuesta.

—Tal como lo presientes, yo represento una época, una etapa. Y lo que me lo impide es la conciencia, la sangre sobre mi cabeza de todas las civilizaciones que maté. Las almas de todos los seres que me persiguen en mis sueños.

El viejo se levantó de la silla y, mirando a los ojos de Juan, continuó:

—Mi tiempo ha sido. Ahora es el tuyo. Mi época terminó, ahora está en tus manos transformar el futuro. Es necesario que me vaya para que crezcas y tengas fruto, a uno, cien, y ciento por uno.

—No se vaya, por favor.

—Así no habla Reina, así hablaba Juan —replicó el viejo.

Juan guardó silencio, aceptando su destino, y preguntó:

—¿Cuándo se va?

—Antes del salto, en Vísperas —y continuó—. No te pongas así de triste. Esto es necesario. Vamos a la habitación de al lado. Tengo una cena preparada para nosotros. Mi última cena, por cierto. Hay carne de vaca de la Tierra, asada al estilo argentino, junto con verduras y unas cuantas botellas de Cabernet Sauvignon de la región de Cuyo para acompañar el banquete.

Por vez primera Juan pasó su brazo por encima del hombro del viejo, como un hijo que abraza a su padre, y caminaron juntos a la habitación contigua.


Comieron, bebieron y rieron. Hablaron de cosas que en esa sociedad no tenían sentido. Filosofaron sobre la vida y arreglaron su mundo entre copa y copa.

Cuando Juan despertó, el viejo ya no estaba. Una simple query al sistema central reveló que una nave de carga había partido al planeta, justo después de que todas las naves, maquinarias, y el personal civil y militar habían regresado.

En Vísperas Reina no celebró. El capitán de la guardia interna, actuando de vocero de Su Majestad, excusó a Reina por su ausencia, al tiempo que daba el inicio oficial a las orgías públicas.

En la biblioteca, y examinando el grabado del incunable, Reina esperó que el viejo regresase.

Con su alma envenenada, definió el rumbo al próximo planeta a saquear. Activó los campos traseros de expansión de universo y comprimió los delanteros.

Con llanto a voz pelada extrajo la energía del planeta y, con un salto interestelar, avanzó hacia su destino.



Rodolfo Schönhals Fischer nació en 1972 en Paraná, Argentina, donde actualmente reside. Es casado y padre de un hijo. Es informático y escritor. Usuario del software libre e investigador de nuevos paradigmas de desarrollo. Participa en AXXÓN en el taller Máquinas y Monos.


Este cuento se vincula temáticamente con QUE DIOS Y LA PATRIA, de Marcelo Di Marco (150), EL ÁRBOL MALDITO, de Carlos Almira Picazo (183) y LOS MUCHACHOS DE SIMMONS, de Claudio Canivilo (189)

Axxón 195 - marzo de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Ciencia Ficción : Anti-utopía : Herencia : Depredación : Argentina : Argentina).