LA CARRERA DE SUPERVIVENCIA

Alberto Mesa Comendeiro

Cuba

Sí, es cierto. Todos los deportistas profesionales somos mercenarios.

Pero a fin de cuentas, todos trabajamos por dinero. Los artistas y los científicos también lo hacen por dinero. Y honor hay incluso entre bandidos. El dinero mueve al mundo, eso no ha cambiado.

Quizás nunca cambie.

Al final todo se hace por dinero.

Pero no era así, al principio.

Incluso para un mercenario tiene que haber algo más que dinero.

Un impulso, un propósito.

La necesidad de una meta a alcanzar.

La persecución de un sueño.

La vieja pesadilla del ser primordial que sobrevive a todos los embates del tiempo.

Y nos sostiene.

Que nos recuerda quiénes somos, quiénes éramos.

Desde el principio.

Nos obliga a detenernos.

Mirar atrás.

No de soslayo.

Sino de frente.

Y ver a ese eterno niño.

Nuestro niño.

Varado.

Perdido en una isla desolada, con toda su amalgama de deseos incumplidos. Que aún nos mira impaciente, reclamando grandes retos. Sueños incumplidos.

Con una brújula en la mano señalando al polo de siempre.

El camino a seguir.

Nos persigue siempre, con la audacia de un ángel, que es también nuestro verdugo.

Por eso se entrenan tan duro.

Por eso me entreno tan duro.

Para poder aceptar cualquier reto.

Y en cada reto me espera una agonía, lenta y definitiva, como son todas.

Ganar o perder.

Gloria o vergüenza.

El dolor físico no se compara con el temor al fracaso.

A la meta no alcanzada.

Cuántos han muerto sin llegar a la meta.

No es mi caso.

Yo siempre llego... al menos hasta ahora.

Y no ha sido por dinero.

Lo he hecho sólo para saber que estuve ahí.

Que fue real.

Y no leer la audacia de otros en diarios deportivos o libros de récord.

No basta con imaginar.

Hay que vivirlo.

Por eso tantos murieron tratando de escalar el Everest, de conquistar el Polo.

Tratando de alcanzar la cima, su propia cima.

Y desde allí mirar el mundo en su imperfecta redondez.

Para saber de un golpe que pudo haber soñado el ascenso.

La llegada.

Pero eligió emprenderlo.

Porque todo lo demás habría sido efímero.

Superfluo.

Y un hombre no es más que su voluntad por conquistar lo imposible.

Estamos en el 2020, pero la sociedad humana no ha cambiado mucho. La tecnología salvó al mundo de la catástrofe ecológica, pero no acabó con las guerras ni las desigualdades sociales. El mundo se sigue dividiendo en ricos y pobres, imperios y colonias, poderosos y oprimidos.

La tecnología no ha cambiado al mundo, pero sí al deporte.

Aunque deporte siga siendo riesgo y emociones.

Algo que ahora la tecnología nos ofrece sin límites.

Y yo soy parte de todo eso, de ese gran espectáculo que son los deportes modernos.

Porque tengo talento, lo sé.

Siempre lo supe.

Pero también he tenido que entrenar duro para eso.

Soy ese uno en un millón que lo logra.

Ése que mencionan todas las estadísticas, pero en el que nadie cree.

El gran campeón que viene de abajo. De lo más bajo, se entiende.

Y bate todos los récordes.

El héroe de las multitudes.

El orgullo de los humildes.

La esperanza de los pobres, que así llegan a creer que las oportunidades sí existen para los que saben aprovecharlas, y son audaces.

Porque el deporte se resume a eso.

Valor y audacia, de eso se trata.

Si entiendes un deporte, los entiendes todos.

Y eso que mi deporte es complicado y guarda un estrecho vínculo con las ciencias exactas. De hecho, hoy en día no existe ningún deporte que no esté altamente plagado de nuevas tecnologías.

Pero yo no necesito saber de física para jugarlo. Sólo estar en forma.

Y ser valiente.

Así ha sido en todas las épocas. Desde las olimpiadas griegas, el circo romano, los torneos de caballería medievales y los juegos olímpicos del siglo XX.

Y así seguirá siendo.

Mi deporte se denomina LA CARRERA DE SUPERVIVENCIA. Y es una mezcla de atletismo con deportes de combate. Digamos que una especie de evolución de la vieja y clásica carrera de obstáculos. Pero ahora, gracias a las nuevas tecnologías, mucho más compleja... y brutal.

Somos siempre diez atletas, entrenados para sobrevivir en climas inhóspitos y situaciones extremas. Expertos en artes marciales, en escalar, saltar, nadar, y sobre todo, en correr. Todo comienza en lo que aparentemente es un estadio normal de atletismo, con una pista de carrera común de 400 metros, pero equipada cada 20 metros con tecnología de teletransportación que nos llevará instantáneamente a algún lugar del planeta donde en ese momento están ocurriendo sucesos de mayor o menor riesgo: la erupción de un volcán, un incendio forestal, un ciclón, una avalancha, un sol abrasador en el desierto, también puede ser una selva de animales salvajes, un río con pirañas o cocodrilos, un océano con tiburones. Cualquier situación, con tal de que sea peligrosa... e inesperada.

La primera y más importante regla del juego es que una vez que comienza la carrera no podrás detenerte o quedarás automáticamente descalificado. Debes evadir los obstáculos, ya sea nadando, trepando, corriendo o saltando, pero sin dejar de moverte nunca, de lo contrario perderás. También puedes empujar, golpear o patear al contrario que se te ponga delante, siempre sin detenerte. Si tu contrario te derriba sin detenerse y tú no logras volver a ponerte en pie, también perderás.

Aunque éste es un deporte extremo, no es a muerte. Si estás a punto de morir y estás tan agotado que no puedes hacer nada por evitarlo, serás en el acto teletransportado a una zona de seguridad... y automáticamente descalificado.

Toda estrategia debe ser individual; no es válido el trabajo en equipo. Varios corredores no pueden confabularse para empujar simultáneamente a un mismo atleta y derribarlo, ni enfrentar juntos a un mismo animal peligroso, sirviendo alguno como señuelo para desviar su atención y que así puedan escapar los demás. El seguro del atleta cubre las heridas o fracturas que pueda sufrir en el camino.

Aunque no puedas verlos, ni sentirlos, sabes que los espectadores están gritando eufóricos en las gradas del estadio, apoyando a su jugador favorito.

Apoyándome en todo momento.

Aunque los espectadores no pueden teletransportarse simultáneamente con los jugadores al lugar de los hechos, tampoco se pierden ningún detalle del juego; la tecnología del estadio permite la conexión directa del satélite de la red local con las cámaras de cualquier parte del mundo. Los espectadores usan hologafas de alta tecnología, una versión de las que se emplean en las operaciones de neurocirugía: nanoproyectores que envían los elementos de la imagen directamente a la retina y de ahí a las áreas de procesamiento de la imagen en el córtex visual.

Vocación es cuando un hombre nace condicionado para una sola profesión. Yo tengo vocación, siempre lo supe. Nací para esto, soy cien por ciento atleta.

¿Lo entienden? Soy ágil de cuerpo y de mente despierta. Porque, al contrario de lo que todos creen, el deporte requiere mucha inteligencia, condicionada a la elaboración de las mejores tácticas y estrategias. No le temo a nada, ni a vivos ni a muertos. Y siempre estoy alerta.

¿Acaso ustedes pueden llegar a ser así?

No se ofendan, pero saben bien que no.

Que no todos pueden.

Lo siento.

Soy uno de los pocos elegidos.

Así que trataré de hacerlo lo mejor que pueda.

Por ustedes y por mí.

Ojalá eso les sirva de consuelo.

Porque ustedes son mi razón de ser. Lo que da sentido a mi profesión: el público.

A fin de cuentas, el deporte también es un arte.

Pero, ¿por qué les digo todo esto?

Para que me entiendan. Para que entiendan el gran sacrificio que esto implica, y así amen más al deporte. A este deporte mío, tantas veces calumniado e incomprendido. Acusado de brutal. ¿Qué sabrán de sacrificio quienes lo critican? Quienes nos odian y nos necesitan. Quienes se embolsan casi todo el dinero.

¿Cómo pueden hablar de honor, los que no tienen honor?

Yo soy un hombre enérgico, pero no colérico. Intrépido, audaz para enfrentar el peligro y la muerte, pero eso no me convierte en una bestia sin escrúpulos.

Yo nací pobre. La vida me ha maltratado mucho desde la infancia; tuve que abrirme camino solo, mas nunca pienso en eso. He aprendido a contenerme. He llegado a ese autocontrol a fuerza de entrenar con paciencia y rigor. Aún soy joven y tengo una vida por delante. Me queda todavía mucho por luchar; y a mis hijos, cuando los tenga, también los entrenaré duro para la vida.


*****


Siempre tenemos que tener presente por qué luchamos.

Por honor... y claro está, también por dinero.

Hoy tuve que llenar varios cuestionarios. La primera prueba de fuego. El Comité Antidopaje. Mi entrenador se encargó personalmente de supervisar todo el proceso. Se irritó mucho cuando supo que el resultado de las pruebas no estaba aún.

—¿Bueno y qué? —le digo—. Que me repitan el examen si quieren. Yo no tengo nada que ocultar.

—Olvídate de eso —me dice el entrenador, arrugando el entrecejo—. Aquí todo está en regla, créeme. Ahora lo más importante es que centres tu mente en la competencia. Lo demás, déjamelo a mí. Ya lo averigüé todo. Jamás dejarían fuera a un campeón de tu talla. Una verdadera mina de oro. Confía en mí, tu plaza está segura. Pero para ellos son muy importantes los trámites. Ya sabes, el papeleo. Vivimos en una burocracia permanente. Procura no parecer nervioso delante de ellos. Tienes que controlar aún más tu carácter. De todas maneras, la entrevista será corta... y no menciones nada sobre tu pasado. No sermonees; recuerda que un triunfador debe aparentar que lo ha sido siempre. En el éxito no hay lugar para la lástima ni para la desgracia.

—Eso no me gusta —le digo, moviendo la cabeza—. ¿Cerrar un contrato para competir en un lugar donde desde el principio tenemos que mentir? Como si ya todo estuviera arreglado de antemano.

—Como quieras —me responde, cínico, el entrenador—. Es esto o la calle. Ellos ponen el dinero y también las reglas. Bienvenido al primer mundo, amigo mío. Ésta es tu única oportunidad de entrar por la puerta grande.

—Entonces... —quiero decir algo más, pero desde el interior de una oficina gritan mi nombre.


*****


Entré en la oficina. Dentro todo fue rutina y formalidades. Pero el tiempo pasó rápido; salí enseguida.

El entrenador me esperaba afuera, inmóvil e inexpresivo, de pie, apoyado en la pared.

—Pasé la prueba, ya estoy en el equipo.

—Bien. —No dijo nada más, frío y profesional como siempre. Yo incluso lo entendí. En el fondo, ningún entrenador soporta el éxito de los atletas; ellos, que también trabajan duro, permanecen en el anonimato. Por eso creen tener la obligación de no mostrarnos afecto. Sin embargo, pese a todo su cinismo, al menos siempre contesta a mis preguntas con sinceridad.

Ya lo peor había pasado; ahora sólo dependía de mí. Traté de relajarme, pero aún me corría el sudor por la frente, de puro nerviosismo. Seguramente no hay en el mundo otra obligación más penosa que la de mentir. Y no me consuela ni siquiera el hecho de que todos en la comisión votaron a mi favor.

Nunca se habló de pago por adelantado. Recogimos nuestros papeles y nos marchamos. Apenas teníamos tiempo de empacar en el hotel para irnos al aeropuerto.


*****


Tranquilamente, tomamos té en una cafetería.

—Por favor, otro vaso —digo a la dependienta.

—¿Quiere limón otra vez?

—Claro.

Estoy completamente tranquilo. Mi entrenador, sentado frente a mí, también bebe té, pero con galletas dulces. Él puede darse el lujo; yo no. Ni siquiera el té caliente le hace efecto; está frío y pálido. No entiendo qué le pasa. Está extremadamente nervioso, como si temiera algo.

Tomaremos vuelos diferentes. Él debe llegar antes que yo para garantizar las condiciones en el estadio. Yo debo aún hacer pruebas de vestuario, hacer entrevistas y firmar publicidad. Antes de que comience la carrera.


*****


En realidad, nada me agota más que estos trámites de aeropuerto.

Eran ya más de las siete de la tarde, había oscurecido y para no desesperarme decidí examinar los papeles del contrato. En ese momento se me acercó el entrenador, que había ido a confirmar la salida del vuelo.

—Ya me llamaron para abordar, nos vemos allá... ¿Qué haces?

Me coge desprevenido leyendo el contrato. Tonto error; pensará que desconfío de él, que no creo en su capacidad para realizar este trabajo.

—¿Descubriste algo que no te gusta? Dímelo ahora que aún hay tiempo. —Noto enfado en el tono de su voz; por un momento olvida que debe tomar el avión ya o puede perderlo.

—No pasa nada, puedes marcharte en paz —le digo, y guardo otra vez el contrato en mi equipaje, derramando un poco de té sobre mi camisa con el nerviosismo.

—Bien, una última cosa: quería pedirte un favor —me dice ocupando una silla frente a mí. Es la primera vez que veo a un entrenador pedirle algo de favor a un atleta en vez de ordenárselo—. Anteayer me entrevisté con la administración de la casa de apuestas, ojalá la tierra se los trague a todos, para ponernos de acuerdo y evitar males mayores... ya sabes qué clase de gente es. Lo peor es que no creo que quedaran muy convencidos con mi propuesta. Aunque al final aceptaron mis términos, quieren de todos modos conversar contigo al respecto... así que te toca acabar de convencerlos. ¿Irás a verlos?

—Está bien. Lo haré —le dije. El entrenador es siempre el jefe y un atleta, si confía en él, debe obedecer sin pedir explicaciones. Él bajó los ojos y se puso de pie cuando por los altavoces del aeropuerto llamaron por última vez para abordar.

—Bueno, ya me tengo que ir. Nos vemos pronto.

—Todo saldrá bien, como siempre, soy un campeón —le dije, para levantarle el ánimo.

No lo conseguí; su rostro seguía pálido.

—Sí, cómo no —me respondió, intentando sonreír, y se marchó, atravesando un mar de gente. Lo seguí con la vista hasta que las compuertas de salida se lo tragaron.


*****


Llega mi turno. En la salida a la pista está parado un hombre barbudo vestido con un traje oscuro, que me abre la puerta, respetuoso, casi servil. Mientras voy caminando me pongo la chaqueta y la gorra, me vuelvo a peinar y subo, por fin, la escalera del avión.

Hacia la gloria.

No, ahora ya no estoy nervioso.

Entro en el área de pasajeros. Es una enorme sala con innumerables filas de asientos. En algunos están sentados unos viejecitos con trajes ya pasados de moda; en otros, unos hombres gordos, colorados, con cara de no haber pasado trabajo en su vida. Hombres de negocios todos. Gente que rara vez te dirige la palabra. Miran ensimismados unas estrechas pantallas llenas de cifras.

De pie, junto a la pared, al fondo del pasillo, una bella aeromoza les habla a los pasajeros por un micrófono, con una voz tan aguda y artificial que hace gracia. Pero como nadie se ríe, yo tampoco lo hago. Es mejor no llamar la atención; nadie debe darse cuenta de quién eres. No es éste el lugar para hacer escenas. ¿Cuántos periodistas habrá aquí? Quién sabe qué pensarán de mí si me río. Me siento al fondo de la sexta hilera. Entre algunos que, por su apariencia, tienen más que ver conmigo.

Pronto me relajo. El corazón me late lentamente, como si quisiera detenerse.

Ahora sólo quiero pensar en Laura.

¿Dónde estará?

Hace ya más de un año que no sé de ella. Pese a tantos días sin verla... ¿cuántos, para ser exactos?, no la olvido. Pensé que con el entrenamiento y la concentración mental la había desalojado (momentáneamente, al menos) de mi corazón, pero la verdad es que su recuerdo sigue haciéndome vibrar y de seguro a ella también el mío, aunque piense que ya no la quiero como antes.

Laura, mi bella rubia de amplias caderas. Extraño hasta tus defectos.

¿Y si me ha olvidado? Tal vez ya se haya casado con otro.

Basta, me digo a mí mismo. Ahora no puedo pensar en eso. Si quiere casarse, que se case, que se casen todos. No puedo tener mi mente ocupada en esas cosas. Hoy se pone a prueba mi talento.

Trato entonces de pensar en mis admiradores. Fanáticos del buen deporte y las emociones. Los que pagan por verme.

Logro visualizar el estadio, las gradas, e incluso, mentalmente, atravieso las filas de asientos. Están todos llenos, puedo escuchar los gritos y la algarabía.

Euforia de masas.


Ilustración: Valeria Uccelli

Aquí todo es espontáneo y natural, pero también inusual, incluso misterioso. Las potentes luces blancas iluminan cada rincón. Hacen que el estadio se vea desde miles de kilómetros de distancia. También, por todas partes, anuncios comerciales que te agobian: gigantescos hologramas de grandes estrellas del deporte ya retiradas, y de las actuales figuras en ascenso.

Como yo.

Se espera de mí lo mejor.

Aquí me lo juego todo.

La atmósfera en las gradas es casi asfixiante: hay tanto humo de cigarros que se hace imposible respirar. Pero a nadie parece importarle. Muchos ya están tan borrachos que a duras penas logran instalarse en sus asientos, cómodos pero pequeños. Gente común de cara grotesca que de vez en cuando se contrae en una mueca. A cada momento se irritan unos a otros e intercambian palabras groseras. A veces hasta gritan exaltados y golpean al aire, amenazantes.

Ellos serán mis jueces.

Y si fallo, si cometo un error, si retrocedo, también mis verdugos.

No me perdonarán.

Me llamarán cobarde.

Los fanáticos son gente que no ha logrado nada en la vida. Que nunca se atrevieron ni se atreverían a acometer la más mínima empresa difícil, y por eso aspiran a vivir su emoción a través de mí. Esperan que sea capaz de soportar los climas más extremos y atravesar con una sonrisa por los peores peligros. Ellos, que tiemblan ante la simple idea de salir a botar su basura de madrugada (aunque sea verano) por puro miedo a resfriarse.

Ésos son los verdaderos cobardes, los que le exigen a los demás las metas que ellos no se atreven a alcanzar.

Sólo un viejo de arrogante compostura y rostro pensativo con grandes espejuelos, de vez en cuando exhorta a la turba con voz firme:

—Cálmense, por favor, ¿no ven que molestan a los demás?

Aunque nadie parece escucharlo. ¿Molestar a los demás? Se respira agresividad y hormonas, como si estuviera a punto de estallar una guerra, y todos y cada uno fueran a entrar en batalla y no a ser simples espectadores de una.

A la mayoría no le importa quién gane o pierda, siempre y cuando el espectáculo sea brutal. Pero a otros los obsesionan las apuestas. Y se lo juegan todo a su competidor favorito. Ésos suelen terminar mendigando en las calles, locos de frustración, preguntándose qué pasó, por qué la suerte les volvió el rostro.

No hay nada más sucio en el mundo del deporte que las apuestas. En ellas hay tres clases de gente: los idiotas, los hijos de puta y los locos. Gente capaz de todo por hacer fortuna. Gente que se puede dar el lujo de gastar dinero por gusto y arruinar un estado en una semana. Gente que no tiene familia, ni le importa. Son los que amañan los juegos y deciden quiénes se llevarán la victoria.

Pero, ¿quién puede detenerlos? ¿O siquiera hacerles frente? Si nadie se atreve a identificarlos, si nadie sabe cómo trabajan. Un profesional de las trampas las hace sin que nadie se dé cuenta. Entonces, ¿quién puede descubrir que se hacen trampas en el juego? Y sobre todo, ¿para qué? Si no hubiera trampas, no habría juegos, porque los que hacen el juego hacen las trampas.

Ahora que lo pienso me empieza a preocupar la actitud de mi entrenador. ¿Por qué le molestaría que revisara los documentos del contrato? Recuerdo el tono de advertencia en sus palabras. ¿Qué habrá querido decir? En realidad, no comprendo para qué tengo que ir yo a la casa de apuestas. ¿A qué clase de acuerdo tengo que llegar yo con ellos? ¿Qué tipo de vínculos tiene mi entrenador con esa gente? Tampoco lo entiendo. ¿Qué habrá detrás de todo esto? Me gustan las cosas claras; quiero entender cómo es este negocio, cuáles son las reglas, para no ser un juguete en manos de los jefes, pero ¿creerá mi entrenador que soy estúpido? ¿Que no me doy cuenta de lo que pasa?

Porque no sólo entreno para ganar esta carrera. El entrenamiento también me prepara para la vida. Yo estoy preparado para todo. Y todos me parecen sospechosos, aunque también sé que tal actitud es peligrosa. No se puede sospechar de todo el mundo. Aunque es muy probable que mi entrenador se encuentre ahora metido en algo muy turbio, y que yo no lo sepa. ¿Qué puedo hacer? Todavía tengo que ganar mi competencia.

Y lo haré, por encima de quien sea.

Trato de no pensar más en eso. Intentaré dormir un poco hasta llegar a mi destino...

Me despierto cuando la pantalla frente a mí anuncia que vamos a aterrizar. Me preparo para ello. Y cuando el avión al fin se detiene, me levanto y salgo por el pasillo precipitándome hacia la puerta blanca. Tras ella resuena algo, como chasquidos de metal en sordina, se oyen voces...

Al fin se abre, pero ¿estará bien que yo sea el primero? Mejor no.

Dejo pasar a varias personas y salgo después.

Resulta que aquí también me espera una multitud enardecida. Que lleva horas aguardando, sin importarle el despiadado sol del mediodía. Se agolpan alrededor de la pista: jóvenes y viejos, mujeres y niños, sobre todo niños, cuyo ingenuo entusiasmo siempre me sorprende y conmueve.

A duras penas y únicamente con la ayuda de los agentes de la seguridad logro abrirme paso a través de esa eufórica multitud. Casi me asfixio, los ojos me pican por el espeso humo de cigarro que hay en todas partes.


*****


Tuve una jornada agotadora entre agentes de publicidad y periodistas; no me dieron descanso en todo el día. Y cuando al fin pude marcharme al hotel, no logré conciliar el sueño a pesar del cansancio.

Me quedé parado en la ventana de mi habitación, en el piso 17.

Mirando la ciudad.

Tiene magia mirar la ciudad desde lo alto.

Pensar que en sus calles se mueven millones de personas que jamás conoceremos.

Millones de vidas que jamás viviremos.

Desde aquí también puedo ver el estadio.

Puedo imaginarme a los primeros madrugadores acudiendo desde ahora para tener un buen puesto en las gradas mañana. Mucho antes de que amanezca ya se habrá formado una larga, larguísima cola ante la taquilla automática que expide las entradas. Una vez que lo tengan, deberán abrirse paso entre la multitud hasta llegar al lugar donde, dentro de una cabina de cristal blindado, una mujer con un largo vestido negro de cuello alto los dejará pasar o los detendrá a su antojo. Para eso sólo le bastará con apretar un botón.

Me relaja pensar en todo ese esfuerzo.

Un buen deportista lo disfruta todo. Hasta la emoción de llegar al estadio y ver a todos haciendo cola para comprar la entrada.

Sólo para ver a sus ídolos en vivo.

Para verme a mí.

Hay mujeres bellas en la cola, como las que yo nunca tuve. Contrario a lo que todos creen, un deportista profesional tiene pocas novias en su vida. No queda tiempo para mucho más cuando se entrena duro. Se entrena y no se piensa en nada más que en la victoria. Yo también seré campeón mundial, estoy seguro. Siento que ya estoy allí, que todos me esperan, ya están anunciando mi entrada al terreno, entro con mi hermoso traje cuyos colores representan a mi equipo, a mi país, a mi gente. Voy a correr por ellos, para llevarles la felicidad...

De la victoria.

Todos se ponen de pie (amigos y enemigos) al verme entrar, y gritan de entusiasmo.

Me emocionan.

Cada jugador se coloca en su lugar. Yo soy el séptimo de diez competidores. Ya todos estamos listos: la carrera va a comenzar.

Ya todas las apuestas están hechas.

Y suena el disparo.

Todos a la vez, como si nos fuera la vida en ello, corremos impetuosamente el primer tramo de la pista. Me parece que no somos nosotros los que avanzamos, sino la pista la que gira y se nos viene encima. Un turco trata desesperadamente de adelantarnos a todos. Pero un rubio le toma la delantera. Al rubio lo deja atrás un asiático, y luego otro a ese primero. Pero yo no me preocupo aún por tomar la delantera. Mantengo el paso, a mi ritmo. Desesperarse es de principiantes. No importa quién vaya delante en el primer tramo de la carrera, sino quién llegue primero al final.

Casi inmediatamente aparece ante nosotros el primer portal de teletransporte. Yo aún no miro las caras de los rivales buscando posibles agresores, como debería hacer, sino sólo el portal, como tratando de predecir adónde nos enviarán primero.


*****


El primer lugar resulta ser la ladera de una montaña nevada entre muchas otras (los Alpes, o el Himalaya, quién sabe) en plena avalancha. Esquivo con pericia los grandes trozos de nieve que se estrellan cerca de mí. El frío es intenso, pero estoy preparado para soportarlo.

Los pies se me hunden en la nieve. El número nueve se me acerca peligrosamente, pero se ve obligado a cambiar de dirección cuando la caída de un árbol casi lo aplasta. En este lugar es muy poco probable que una agresión tenga éxito, lo mejor es salir de aquí cuanto antes. En el último momento, uno de los competidores tropieza y cae, la nieve lo cubre en parte. ¿Se levantará? No; queda descalificado.

Todos los demás superamos el primer obstáculo.

¿Qué pasará cuando yo gane? Cuando sea campeón mundial. No puedo imaginármelo. Tanta alegría.

La suerte está echada.

Para eso me esforcé al máximo. Cierto que los demás jugadores también, puedo ver el entusiasmo en sus rostros. Pero eso no me amedrentará, no prestaré la menor atención a la capacidad de mis rivales.

Porque yo quiero ganar.

¿Y si de repente tuviera esa suerte? ¿Si pudiese ser mío todo el dinero de las apuestas, como le ha ocurrido a tantos otros campeones mundiales antes que a mí?

¡Sería algo maravilloso!

Calculo mentalmente cuánto dinero podría ganar por cada apuesta...de seguro mucho más que lo que ganaría trabajando varios años.

Imagínenselo.

Ganar de una sola vez una suma correspondiente al trabajo de muchos años. Ser el campeón mundial, simplemente ir y recoger el dinero al que tengo pleno derecho.

Mucho. Muchísimo. Virtualmente, todo el que quiera.

Pero por supuesto, también puedo perder. Según las estadísticas, la probabilidad de ganar la primera vez que se participa en una competición de este nivel es bastante baja, por la falta de hábito y experiencia del jugador.

¿Y qué? De todas formas algo tendrán que pagarme. Aún me deben mucho dinero del adelanto que me corresponde. Tienen que pagarme, igualmente. Incluso si no me dejan volver a competir.

Así que... ¿Y si de repente cualquiera de mis rivales llegara primero? ¿Qué pasaría?

No puedo, no quiero pensar en eso.

Tengo que ganar.

Me imagino la cara radiante de Laura al verme llegar con una medalla al cuello, y poner sobre la mesa el fajo de billetes, diciéndole:

—Puedes hacer con este dinero lo que quieras. Puedes comprarte ropa de marca. Puedes comprarle a cada uno de tus familiares los regalos que quieras. Puedes comprar provisiones para el invierno. Puedes comprar en el mercado carne, jamón y quesos para comer sabroso todos los días.

Y todavía quedaría dinero, por primera vez sobraría.

Yo cogería algo para mí, claro. Pero sólo un poco. Mis padres no trabajarán ya más. Es hasta vergonzoso que aún trabajen a su edad y vivan en tan malas condiciones. No puedo permitir que sigan así de ninguna manera. Al fin podríamos arreglar nuestra casa, que realmente está en muy mal estado.

Pero por ahora sigo en la carrera.

Ya estamos entrando en el segundo tramo. Segunda teletransportación. Ahora estamos en la orilla de un río ancho y de corriente veloz que entre nubes de niebla se precipita en una inmensa catarata (quizás el Niágara, el Salto del Ángel...) Tenemos que atravesarlo a nado, sin que la corriente nos arrastre y nos haga caer en el abismo. Uno de los atletas desacelera, casi se detiene. ¿Se dará cuenta de que no puede? Sí, era eso... otro que abandona la competición.

¿Y yo, podré? Claro que podré. Me han entrenado especialmente para esto y tengo piernas excelentes. Corro, tomo impulso, me zambullo y avanzo nadando a tal velocidad que parece que camino sobre las aguas. Otro contrincante trata de hacer una complicada maniobra para hacerme perder el ritmo, pero no es tan hábil como yo en las aguas y me alejo de él sin dificultad. Ya nadie puede alcanzarme. Ya voy a terminar otro tramo de la carrera, fácilmente.

Ya vuelvo a pensar en la victoria.

Ya me veo marchando tranquilamente a casa y llevándole todo el dinero a Laura.

¡Ah, cómo se pondrá de contenta!

Sin darme cuenta, aparto la vista del estadio y emocionado concentro mis ideas en ella.

Querrá saber cuánto dinero he ganado, y cómo. Tendré que contárselo todo en detalle.

No, mejor no, se preocuparía demasiado, quizás hasta crea que hago trampas, que tengo algún tipo de vínculo con los mafiosos del mundo de las apuestas, que siempre tratan de "arreglar" cada juego.

No, por supuesto que Laura no deberá saber nunca cuánto dinero gané en realidad. Incluso es mejor dárselo por partes en vez de todo de un golpe. Ella, de tanta alegría, compraría todo tipo de chucherías, cuando lo mejor es limitarse a comprar sólo lo imprescindible.

En primer lugar, hay que comprarles a los niños zapatos para ir a la escuela. Luego, ropas a todos, y, desde luego, a mis padres.

No estuvo bien que yo anduviera bien vestido y mis hermanitos se quedaran sin buenos abrigos para el invierno.

Del primer sueldo que gané compitiendo en torneos menores, Laura no pudo ahorrar casi nada. Las deudas eran muchas. Pero al menos por un tiempo pudimos comer un poco mejor.

Ahora, si yo ganara en esta competición mundial, todo cambiaría de golpe. Pero a mi bella Laura no debo darle todo el dinero de una vez. Así tampoco tendré que mentirle sobre la cantidad ganada. Ojalá nos alcance para vivir tranquilos, ya de una vez y por todas, pues yo no creo que vaya a correr más.

Voy a competir sólo esta vez... o quizás, en caso de que sea muy necesario, en una segunda ocasión. ¿Y si me veo forzado a jugar una tercera? Mientras más se juega, más posibilidades hay de ganar...

Y también de morir.

Los accidentes ocurren todos los días, y más aún en los deportes extremos. No me preocupa eso. Pero sí el bienestar de los que dependen de mí. Mis seres queridos, que son muchos.

¿Es que no podré parar de correr nunca? ¿Quién sabe?

Ya estamos en el tercer tramo. ¿Qué peligro nos tocará ahora?

Vaya. Pradera africana... y una estampida de ñus.

¡Esto sí que es un reto! Extremadamente peligroso, a pesar de que nos teletransportaron bordeando el rebaño, no en el mismo centro, y avanzando en el mismo sentido que la inmensa migración de herbívoros.

De todos modos, no podemos evitar tropezar con algún que otro animal asustado. Me abro camino entre toneladas de carne que huyen, a puro golpe y patada. Lo importante es mantener el ritmo del rebaño. Casi pierdo el equilibrio un par de veces, sería terrible; caer equivale a ser arrollado por millones de pezuñas. Pero no, me recupero.

El atleta ruso, un hombre alto y fornido, hace gala de su gran fuerza cargando uno de los terneros ñus, y lo lanza sobre mí. Pero calcula mal la distancia, y el animal cae a mis pies. No me detendrá: cruzo por encima de él en un espectacular salto del tigre, rompo caída y en un segundo estoy otra vez en pie, corriendo sin parar. No importa cómo caes, sino cómo logras levantarte. Y no detenerte nunca.

No tiene la misma suerte el atleta ruso, que por el gran esfuerzo realizado no consigue mantener el equilibrio sobre la marcha y cae al suelo. Dos ñus pasan sobre él antes de que los observadores tengan tiempo de teletransportarlo a un sitio seguro. Ojalá no tenga heridas graves... Sea como sea, está descalificado.

Uno menos.

Cada paso que doy aumenta mis expectativas de victoria.

También he superado el tercer tramo.

¡Yo seré el campeón!

¿Quién lo duda? Que tiemblen mis rivales. Puedo sentir el calor de los aplausos y la gente que me aclama, me late con fuerza el corazón.

Yo ya gané y me voy a casa...

Embriagado con estos pensamientos, olvidé ir a acostarme en la cama, y me quedé dormido de pie, recostado en la ventana...


*****


Al otro día, siento que alguien me llama. Aún soñoliento, entreabro los ojos. Veo a una mujer de pelo negro que se me acerca con mucho contoneo de caderas. Trae en sus manos algo que extiende hacia mí.

—Tome, este mensaje es para usted —me dice, lacónica, y se pone a hacer sus labores ignorándome por completo. Me pongo de pie y leo el mensaje: La dirección del hotel le solicita que pase por la carpeta para que reciba instrucciones.

¿Instrucciones? ¿Qué quiere decir esto? Si ya todo está dicho. ¿Habrá algún cambio a última hora? ¿Problemas con el pago? No pienso negociar nada a estas alturas. Yo sólo quiero el dinero que me corresponde. Tengo derecho, yo soy el que más se sacrifica.

Ahora recuerdo las palabras del entrenador en el aeropuerto y su sospechoso nerviosismo. Me enfurezco conmigo mismo. He sido un tonto, no debí dejarlo marchar sin aclararlo todo allí mismo. ¿Quién sabe qué tratos habrá hecho a mis espaldas?

Rojo de la ira, me quito la camiseta y tiro el mensaje sobre la cama. Tengo el tiempo justo para ducharme, vestirme y bajar a desayunar algo antes de ir a ver qué quieren esas ratas.


*****


Casi inconscientemente apreté el puño cuando me dirigí hacia la carpeta, después de desayunar; allí no había prácticamente nadie, ni tampoco en el lobby del hotel. Me esperaba un hombre maduro con espejuelos, que no sé por qué me pareció conocido. Él, al parecer, también me reconoció en el acto.

—Al fin se decidió a bajar —me dijo sonriendo maliciosamente—. Hace rato que lo espero.

—¡Mire qué bien! Acabo de llegar y resulta que ya hay alguien que espera por mí —le respondo con ironía y me rompo la cabeza tratando de recordar dónde lo he visto antes.

—Usted tiene serias dificultades financieras, me parece —suelta, sin más preámbulos.

—¿De dónde saca eso? — le pregunto, casi groseramente.

—Del poco dinero que gastó en su desayuno.

—¿Y eso a usted qué le importa? —Casi me abalanzo sobre él para golpearlo, pero me contengo; no vale la pena, podría ser un provocador contratado por un rival. O por los periodistas. A la prensa amarilla la fascinan todos los chismes y escándalos que nos involucran a los atletas de la carrera.

—Cálmese —me dice, levantando las manos y acomodándose los espejuelos sobre su fina nariz—. Mi intención era sólo ayudarle. Ya sabe que el dinero no le alcanza a nadie, y como no puede tener la absoluta certeza de que ganará la carrera...

—No veo de qué forma puede usted ayudarme, ni qué ganaría con eso. —Algo en mi actitud parece inquietar al hombre que vuelve a acomodarse los lentes en la nariz.

—¿Para qué tantas preguntas? En la vida no es bueno saber demasiado. Puede confiar en mí... yo solo quiero ser su amigo, créame.

Inmediatamente recuerdo de dónde lo conozco: es aquel hombre de traje y corbata que una vez fue a presenciar mi entrenamiento. Recuerdo que estuvo largo rato conversando con mi entrenador, y parecía como si estuvieran discutiendo y no se pusieran de acuerdo.

Entonces no lo vi muy bien a la distancia, pero aún así ahora estoy casi seguro de que era precisamente este hombre. Debe ser una especie de ejecutivo en el negocio de las apuestas.

Ahora, con un gesto idéntico al que hizo cuando conversaba con mi entrenador, saca una billetera de piel negra del bolsillo interior de su saco gris.

—Le puedo prestar dinero por un plazo indeterminado. Sírvase y no se inquiete. Sólo le pediré a cambio que escuche mi propuesta.

¿Hasta qué grado de humillación puede llegar un hombre por dinero? No lo sé, ni pretendo averiguarlo. Hoy se pone mi talento a prueba y nada más me importa. A mí nadie me intimida, y no pretendo hacer relaciones con un tipejo que me extiende dinero. A mí, al campeón, como si fuera su lacayo. Claro que entiendo de qué va todo esto...

—¡Váyase al carajo! —le grito, perdiendo por un instante cualquier sombra de autocontrol, y todos en la sala vuelven la cabeza hacia mí.

No debí haber llamado la atención de esa forma. Me dejé llevar por la ira. Así se lo facilito todo a mis enemigos. En efecto, el hombre aprovecha mi reacción para cambiar la situación a su favor.

—No es necesario que grite, con violencia no se va a ninguna parte —me dice, entre calmado y ofendido, como si fuese él quien tuviese la razón—. Yo de buena voluntad sólo le propuse un préstamo. No veo nada indecoroso en ello...

No lo dejo terminar su discurso. Muy perturbado, doy media vuelta y, atravesando todo el salón, me dirijo a la salida.

Ahora sí que me encuentro en una situación difícil, más difícil que cuando competí en un torneo serio. En mi vida nunca hubo una situación tan apurada como ésta. Nunca se sabe en qué terminará todo. La vida siempre supera nuestras expectativas. Un año atrás, durante mi entrenamiento, el entrenador y yo nos reíamos de los atletas que se venden por dinero.

En aquel momento, ambos despreciábamos a esa clase de gente por su avaricia. Y ahora resulta que él también se ha contagiado. ¿Cómo pudo ocurrir?

¿Tal vez fue por algo que no es dinero? ¿Por mí? ¿Quizás me tiene envidia? ¿Quizás él también fuera un atleta fracasado, resentido en el fondo?


*****


Atravesé el amplio portal del hotel en dirección al parqueo, donde, supuestamente, me esperaba el transporte que me llevaría al estadio.

Pero nadie me esperaba allí. Tampoco vi ni rastro de los demás jugadores. ¿Se habrían ido todos ya?

Ahora que lo pienso, es extraño que en todo el día no me hubiese acosado ningún periodista, que no hubiese fanáticos pidiéndome autógrafos y queriendo retratarse conmigo. Es imposible que nadie supiera que me encontraba en este lugar.

A la vista sólo estaban las mujeres de la limpieza, barriendo el suelo y recogiendo la basura. En todo el inmenso parqueo apenas había autos.

En contra de mi voluntad tuve que volver al hotel. Nada más sería cosa de entrar un momento, averiguar qué pasaba, e irme enseguida. Aunque ahora, por alguna oscura razón, me molestaba tener que volver a entrar allí. Traté de no preocuparme demasiado, de todas maneras no se atreverían a empezar la competición sin mí. Había mucho dinero en juego. Y faltaba todavía bastante tiempo antes de que comenzara la carrera, o al menos eso creía. Por si acaso, no estaría de más averiguar la hora.

Recorrí lentamente el camino de regreso y volví a entrar al salón que ahora estaba un poco más concurrido. Quizás hasta demasiado. Allí realmente no se podía respirar. Había tanto humo de cigarro que molestaba. Había también un intenso olor desagradable, incluso insano, que nunca hubiera asociado con este tipo de lugares lujosos. Los rostros de las personas estaban lívidos.

Por un instante se me antojaron difuntos que tras resucitar, se reunían para tramar algún plan siniestro...


*****


Voy hasta el final del salón y miro la hora en un inmenso reloj antiguo, con caja de madera de alta calidad, barnizada, y un gran péndulo de metal.

Sí, aún queda mucho tiempo para que empiece el juego. Estaba en lo cierto.

Respiro aliviado, pero la calma me dura poco cuando recorro con la vista el lugar y no encuentro a nadie, ni siquiera al hombre con el que discutí hace un momento.

¿Será posible que nadie pueda explicarme qué es lo que pasa? ¿Será necesario que me quede dando vueltas por aquí otra media hora... o hasta que venga alguien a buscarme? ¿No estaría bien que me marchase antes, yo solo, por mi cuenta?

Miro otra vez el reloj y me acuerdo de lo que siempre decía mi padre: "No está bien llegar tarde a ningún lugar, a no ser que se presente un problema serio".

No sé si considerar el encuentro con ese parásito que intentó sobornarme como un problema serio. Es extraño que no insistiera más, y aún más extraño que luego desapareciese así de repente. Es extraño también que a estas alturas mi entrenador no haya hecho lo imposible por contactar conmigo.

A algo le teme, cuando no quiere dar la cara.

Es un cobarde, que me deja todos los problemas.

Sus problemas, que deben ser graves. Terribles.

Y quiere arrastrarme a mí con él.

En verdad, no sé qué hacer.

Sumamente apesadumbrado, me paseo lento entre los asientos del lobby, miro distraídamente a los huéspedes del hotel y no puedo dejar de pensar en cómo, casi sin razón, me conduje tan groseramente hace un rato en el salón. Maldita sea.

Lo peor es que no puedo hablar con nadie acerca de esto. El más mínimo escándalo puede destruir mi carrera.

Como ya ha destruido la carrera de tantos otros.

¡Qué tonta fue mi actitud! Cuánto me avergüenzo ahora de ella.

Pero sigo pensando que es extraño que nadie me haya identificado, incluso que nadie se acercara a...

—¿No te aburres ahí tan solo?

Aún perturbado por mis pensamientos, me vuelvo. Puede que no sea a mí a quien se dirige.

Ante mí se encuentra un hombre extraordinariamente alto, fornido, vestido todo de negro, de rostro pálido y huesudo. Me mira y veo que sus ojos brillan como los de un asesino en serie que acaba de encontrar a una nueva víctima.

—¿No me conoces? —pregunta y parece que los ojos quieren saltar de sus órbitas. Seguro que está loco. De la comisura de los labios le brota una especie de espuma.

—No —respondo simplemente, y, sin saber por qué, un sobresalto se apodera de mí, recorre todo mi cuerpo como un impulso eléctrico que paraliza mis músculos y me deja momentáneamente inerme. Es como si fuera un muñeco de trapo al que de repente hubieran vaciado de todo su relleno.

—¿Tú no eres Pablo, el atleta más pobre de todo el tercer mundo? —lo dice tratando de sonar de la forma más despectiva posible.

Demoro en responder. No puedo hacerlo. Se me corta la respiración de tanto asombro. Jamás estuve en una situación como ésta.

—Te estoy preguntando si eres Pablo. ¿Estás sordo?

—Sí, soy yo. ¿Y qué es lo que pasa? —le respondo por fin, y siento una vacilación humillante en mi voz. No entiendo qué me pasa.

—Para ser alguien que aspira a ser campeón de un deporte extremo como el que practicas tienes tremenda voz de mujercita. —No le encuentro sentido a nada de esto que está pasando. ¿Quién es este hombre? ¿Quién está detrás de él? ¿Qué pretende con esta intimidación? ¿Adónde quiere llegar? ¿Espera de mí algún tipo de sometimiento?

Si es eso, qué equivocados están.

Nunca antes en la vida me había ofendido nadie tanto como en este brevísimo instante. Sentía desprecio por mí mismo, por dejarme amedrentar. ¿Por qué de repente me había asustado tanto? ¿Acaso me va a comer vivo este loco con cara de asesino en serie?

Que se atreva nada más a intentarlo y verá lo que pasa.

He tenido que lidiar con tipos peores en peleas callejeras, antes de dedicarme al deporte. Si de esto se enteran en mi barrio me echan de allí en el acto. Yo tengo una reputación que debo mantener. No puedo regresar como un cobarde.

No es lo que todos esperan de mí.

Han depositado en mí su confianza y no puedo decepcionarlos. Después de que tanto se han sacrificado para que yo salga adelante.

El loco sonríe maliciosamente como si leyera mis pensamientos.

—¿Qué quiere? —le pregunto al fin, más o menos como debería haberlo hecho desde el principio, con energía, seguro de mí mismo, retador.

—Salgamos de aquí, acompáñame un momento a otro lugar. Yo te voy a mostrar lo que quiero...

Lo lógico habría sido no obedecerlo, sino exigirle que me mostrara lo que quisiera allí mismo. Pero entonces podría pensar que tengo miedo.

—Vamos —reiteró, como si fuera una orden. Traté de ignorarlo... pero lo seguí para ver qué pasaba.

Nos deslizamos por una puerta trasera sobre la que brillaba un letrero rojo: Salida de Emergencia.

Me invitó a pasar adelante, y ambos bajamos por una estrecha escalerilla de metal. Luego caminamos por una especie de sótano, donde todo estaba oscuro. Sólo nos ilumina una pobre luz amarilla. Al fondo del lugar, una especie de buró, rodeado por varias siluetas que no puedo distinguir bien por la escasa luz.

Algo brilla. ¡Son unos ojos que me miran aún más despiadadamente que los del loco hace un rato! De pronto se encienden más luces. Ahora lo veo todo.

Ahora lo entiendo todo.

De golpe.

Una voz ronca, como de ultratumba, pero que no obstante conozco y entiendo perfectamente, me dice:

—¡Las apuestas están en tu contra! ¡Hemos decidido que tienes que perder la carrera!

Retrocedo, siento algo presionando en la espalda, y recuerdo al loco que está detrás de mí. Giro rápidamente, en fracciones de segundo, y golpeo sin piedad con el canto de la mano lo que sea que me apunta a la espalda, y simultáneamente lanzo una fuerte patada tratando de alcanzar su rostro con la punta del zapato. No, esa maniobra no me la enseñó nadie, acaba de surgir aquí mismo, de la desesperación. Es una de las cosas que nos hace especiales.

Pueden llamarlo el extra de los campeones.

Derribo de espaldas a mi agresor. Siento que algo salta de su mano y va a caer a la escalera; una pistola, eso era lo que me apuntaba a la espalda. Ahora brilla en el suelo. Corro hacia ella, pero alguien del grupo dispara sobre mí. Me lanzo al suelo para evitar las balas.

Ruedo sobre mí mismo y se me abalanza otra vez el loco, quiere impedir que agarre la pistola... pero en vano. Estoy lleno de la audacia de la desesperación. Llego al arma antes de que nadie pueda evitarlo.

Lástima que nunca hasta ahora tuve un arma de fuego en mis manos. Armas blancas sí, todas las que se pueda imaginar. No en balde crecí en los barrios bajos.

Allí la ley es que los valientes pelean con los puños. Las pistolas son para los cobardes, porque permiten herir de lejos.

El loco resopla forcejeando por arrebatarme la pistola. Rodamos de nuevo, sus ojos se inyectan más aún de rojo. Debe estar dopado con algo. Vuelvo a patearlo, ahora con más saña... pero nuevos disparos me lo impiden.

Pistola en mano, salto a parapetarme tras la pared, junto a la escalera, respiro hondo para recuperar el aliento, el aliento es muy importante. A ver, aquí está el gatillo, pero está trabado, estas cosas tienen un seguro, lo he oído decir, debe estar... ¿Dónde está?

En la penumbra, escucho a alguien quejarse y blasfemar.

Y también algo que me defrauda profundamente.

—¡Pablo, no seas estúpido! Es mejor llegar a un acuerdo por las buenas. Ellos son los que tienen el poder y los que deciden quiénes deben ganar, nosotros no podemos hacer nada. ¿Qué pasa? ¿No reconoces a tu entrenador?

—No conozco a nadie —digo sin pensar, aferrando con fuerza la pistola que no logro disparar, aún sabiendo que lo mejor hubiera sido callar para no revelar mi posición.

Pero ya tendrán una idea de dónde estoy, aproximadamente. Tengo que moverme rápido. Hago un veloz reconocimiento del lugar: una puerta corrediza en la distancia podría ser un escape. Llegar hasta ella no será fácil.

Pero no veo otra opción.

Me desplazo un poco en la oscuridad para estar más cerca de mi salida.

Veo, en un rincón, al loco que se sostiene el brazo derecho, quejándose de dolor. Su cara también está ensangrentada. Eso debe doler.

—Bueno, basta ya, Pablo, sal y dame la pistola —me grita el entrenador, fingiendo toda la seguridad de que es capaz, aunque yo que conozco bien su manera de hablar siento temblar su voz. ¿Será que me teme?—. Se acabó la broma. Anda, dámela a mí. —Se separa lentamente del grupo y extiende la mano derecha hacia donde cree que aún estoy, sin dejar de hablarme.

—De todas maneras, vamos a quedar bien en todo esto, y nos van a pagar mucho dinero. ¿No es eso lo más importante? Confía en mí, como siempre lo has hecho.

—¡Vete a darle consejos a tu madre! —le grito, con toda la fuerza que la ira me permite.

—¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loco, Pablo? ¿No querrás a estas alturas de tu vida jugar al héroe? Pon los pies en la tierra, piensa en los tuyos.

La rabia, el dolor insoportable por tanta humillación, me aturden por un momento. ¿Será posible que el gallina de mi entrenador, un hombre que en el fondo siempre respeté, se metiera en líos con mafiosos de las apuestas, y que me haya vendido a mí para poder salvarse? ¿Qué cree que pasará si no le doy la pistola?

Pues que venga y lo compruebe.

—¡Yo me las he visto con canallas más duros que ustedes! —grito otra vez, y me contengo para no lanzarme sobre él y ponerme al descubierto. Eso es lo que quieren, que revele mi posición. Mejor espero a que se acerquen...

Mi entrenador sigue avanzando y hablándome, pero ya no lo escucho. Sólo estoy atento a sus movimientos. Un poco más... todavía no es seguro...cuando está ya lo suficientemente cerca, tiro de su brazo extendido hacia mí, lo cojo por el cuello, le pongo la pistola en la sien y salgo de detrás de la pared, caminando erguido.

—¡Bajen las armas! —grito con autoridad. Por un momento el silencio es total. A empujones trato de avanzar en dirección hacia la puerta corrediza—. ¡Bajen las armas o disparo! —Si supieran que no tengo la menor idea de cómo usar la pistola. Ahora apunto el arma hacia ellos. Porque acabo de comprender que, al parecer, la vida de mi entrenador no vale nada, no es negociable...

Entonces tampoco la mía lo será, de seguro.

El entrenador aprovecha mi distracción para pegarme un codazo en el costado, desequilibrándome momentáneamente. Justo el momento que necesitaban todas las armas de mis enemigos para romper el silencio, casi al unísono.

Pero, como por milagro, ningún proyectil me alcanza. Esquivo la siguiente andanada de disparos tirándome al suelo y rodando hacia la oscuridad.

Pierdo el arma en la caída pero salgo ileso. No así mi entrenador, que cae herido. Me olvido de él al instante. Y evalúo la situación.

Son demasiados. Por lo visto, mi única esperanza sigue siendo huir. Y esa puerta corrediza, infinitamente lejana.

Ellos lo saben y siguen disparando, tratando de poner una barrera de fuego entre mi salvación y yo.

Me tomo unos segundos para concentrarme. Visualizo la puerta corrediza. Y de pronto, sin pensarlo más, corro hacia ella, bajo una lluvia de balas.

Logro avanzar largos metros sin ser tocado, por un instante acaricio incluso la esperanza de atravesarla ileso, pero cambio de opinión cuando un proyectil me impacta en el hombro. El destino de un hombre puede decidirse en segundos, en el deporte o en la vida.

Sin embargo, sigo sin querer someterme a la derrota.

Sin aceptar el fracaso.

Recupero el paso. Ignoro el dolor, el odio me da fuerzas para seguir.

Ahora estoy en el último tramo de la carrera. De mi propia carrera de supervivencia. Y como siempre creí, no voy a perder, no.

No puedo perder.

Hace apenas unas horas, esto era un juego, siempre fue sólo un juego.

Pero ahora es real.

Si logro llegar hasta la meta, ya todo estará hecho y nada más importará.

Siento que mi público aplaude.

Ya casi llego a la meta.

En casa todos me esperan.

Ya casi llego a la meta.

Desde allí, Laura abre los brazos y salta de alegría, viene a abrazarme.

¡Yo seré el campeón!

¿Quién lo duda?

Pero no llego, otros disparos me alcanzan, me sacuden, esta vez sí me derriban. Caigo al suelo, tan cerca de la puerta que al rodar casi la toco. Aún no me rindo, trato de levantarme. Siento mis ropas húmedas, debe ser la sangre, tengo que estar perdiendo mucha. Pero ahora no tengo tiempo de pensar en eso.

Sólo me importa incorporarme.

Para seguir corriendo, hacia la meta.

¡Ellos no saben con quién se están metiendo!

¡Con un verdadero campeón!

Los brazos me fallan y vuelvo a caer.

Sigo sangrando.

Sigo furioso.

Alzo la vista y los veo.

Se acercan.

Ya están aquí.

Vienen por mí.

Desde el suelo, les muestro el puño. No puedo hacer mucho más.

—No se atrevan a tocarme —murmuro, desafiante e intento golpear, aunque sea al aire...

Siento que las fuerzas me abandonan.

Mi vista se empieza a nublar. Se me hace difícil hasta respirar. Casi no siento que alguien me sostiene por detrás.

—Les digo que me suelten o se arrepentirán. —Mi voz es débil pero firme, y sin embargo, no sirve de nada.

Me cogen por los hombros. Me llevan casi arrastrándome por el suelo ante su jefe.

—¡Ya me las pagarán algún día! —logro decir entre vahídos, balbuceando.

Lo último que distingo antes de desmayarme es la sonrisa de triunfo de mis enemigos.

Definitivamente, creo que he perdido la carrera.

Y esta vez, para SIEMPRE.



Alberto Mesa Comendeiro, ganador del Premio Guaicán 2005 por el relato Fantasmas inocentes, es de La Habana, Cuba. Un cuento suyo, Almacén de cataratas, fue incluido en la antología "Reino Eterno" (Ed. Letras Cubanas 2000).

Hemos publicado en Axxón: FANTASMAS INOCENTES (159), HUÉSPEDES DEL BASURERO (163)


Este cuento se vincula temáticamente con EL NÚMERO UNO, de Hernán Domínguez Nimo (165), EL INCIDENTE "JOHNSON-MUÑOZ", de Gabriel J. Gil Pérez (192) y EL REÑIDERO, de Alejandro Mariatti (191)


Axxón 195 - marzo de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Ciencia Ficción : Deporte : Teletransportación : Apuestas : Cuba : Cubano).