LA HIPOCONDRÍACA

Carlos Almira Picazo

España

Los veía por todas partes, a todas horas. Al principio sólo era un temor vago, muy común. Yo no estaba loca.

Nunca hallaré no ya una justificación, sino una explicación de lo que ha pasado. ¡De lo que yo he hecho! Y sin embargo necesito justificarme, explicarme. Hasta ayer era una persona normal. ¿Qué es ser normal? Actuar como todos. En medio del pánico, el loco es el único que mantiene la calma. Si mi casa se hubiese incendiado, hubiese corrido como todos escaleras abajo, enloquecida, con la idea fija de salvarme, ¡hubiese matado, hubiese pisoteado y empujado como el resto, con tal de salvarme, no habría permanecido impasible; yo era normal!

Había logrado establecerme en el Juzgado de x. Siempre he tenido buena presencia (los hombres me miran), y nunca me ha agarrotado la timidez. Mi marido, Hipócrates, un venezolano alto, guapo, más joven que yo, tenía su consulta siempre abarrotada. Sólo esperaba la nacionalidad para trabajar como externo en el Hospital.

Los dos éramos ambiciosos y estábamos preparados para triunfar. Vivíamos en una urbanización de adosados, en una zona nueva a cinco minutos del centro, con jardines y piscina comunitaria. Nuestros vecinos eran abogados, profesores, médicos y gente por el estilo.

Procedo de una familia humilde. Mi padre era pocero. Mi madre, ama de casa. No tenían ni los estudios elementales. Vivíamos enterrados en un pueblo perdido y remoto. Aunque mis dos hermanos eran fuertes, murieron relativamente jóvenes con apenas un año de diferencia, primero el pequeño y luego el mayor, de leucemia y cáncer de colon respectivamente. ¡En aquella época sólo se hacían transplantes de médula en los Estados Unidos, los toreros, los cantantes y gente así!

Sobre todo la enfermedad de mi hermano pequeño me trastocó. Yo tenía cinco años y era, de los tres, la más apegada a él. Aunque fue fulminante, la viví cada minuto de cada día con una mezcla de angustia y esperanza propia de un adulto. En pocas semanas aquel niño fuerte, mocetón, incluso guapo, se consumió hasta transformarse en un esqueleto. Aún recuerdo con angustia el olor a excrementos, a medicinas, las sábanas empapadas, la falta de aire y de luz, y el silencio angosto y sofocante que reinaban allí. Cuando meses después enfermó y murió mi otro hermano, yo ya era otra persona.

La enfermedad me marcó, pues, a fuego, me abrió los ojos sobre un hecho decisivo e incontrovertible: la fragilidad de la vida en general y de la vida humana en particular. Al principio culpé a Dios, naturalmente. Era poderoso pero insensible. Poco a poco, sin embargo, racionalicé lo que había ocurrido ¡y encontré a los verdaderos culpables!

Leí mucho, lecturas impropias para mi edad, relativas a toda clase de enfermedades, todo lo que encontraba en la biblioteca del pueblo, en el Instituto, y más tarde, cuando pude matricularme en Empresariales gracias a una beca, en la Facultad y en Internet. Quería estudiar Medicina o Enfermería pero no obtuve la puntuación suficiente.

Naturalmente, sólo asimilaba una ínfima parte de lo que leía. Poco a poco se me iban quedando los nombres más corrientes. Podía hablar de dolencias comunes, mencionar algunos fármacos, reconocer el efecto pernicioso o curativo o analgésico de ciertas sustancias en el organismo. Estaba suscrita a varias revistas médicas y no me perdía ni un programa de salud (incluso los grababa). Más tarde, cuando me casé, discutía con mi marido sobre sus pacientes. Devoraba el vademécum como otros leen novelas o prensa deportiva. Lo asediaba con mis obsesiones.

—Qué linda pareja hacemos, Hipócrates y Salud.

¡Que se riera todo lo que quisiera, pero que no se le ocurriera encender en mi presencia la pipa o beberse un cuba libre o un güisqui!

¡Vivimos en una selva, con la única particularidad de que no vemos a nuestros enemigos, porque nuestros ojos son demasiado débiles, no percibimos a los monstruos y las fieras que nos rodean, que nos acechan por todas partes y a todas horas! Pero si pudiéramos ampliar su imagen, vista al microscopio, sólo a nuestro tamaño, ¡bacterias, virus, ácaros y otras alimañas por el estilo nos parecerían mucho más temibles que los tigres! ¡La tarántula más asquerosa y repugnante es encantadora a su lado! ¡Su pequeño tamaño no los vuelve más inofensivos sino todo lo contrario, mucho más peligrosos y fuertes, invencibles!

Estos seres casi de otro mundo, constantemente al acecho en nuestra ropa, nuestras manos, nuestros alimentos, ¡están en el aire, en la tierra y el agua, preparando infatigables su asalto definitivo desde el borde del infierno, planean incansables nuestra agonía y tal vez nuestra aniquilación!

No comprendo cómo la gente puede vivir tranquila sabiendo esto, como sonámbulos al borde de un abismo.

Mi marido se reía de lo que él llamaba mis "aprensiones" (¿por qué no mis alucinaciones?). Me recetaba somníferos y paseos, ¡y duchas! Reconozco que tenía más sangre fría y más humor que yo. Cuando nos casamos, antes de que naciera nuestro hijo, incluso me contagió esa actitud benevolente y despreocupada, tan irresponsable pero tan buena para vivir. Pero cuando nació Pablo reverdecieron todas mis angustias a la vez. Todas mis obsesiones se concentraron en una idea fija: ¡que aquella criatura indefensa podía morir en cualquier momento!

¡Había que hacer algo, algo frente a semejantes legiones, antes de que mi hijito enfermara y muriese como tantos otros! Pablo era un niño sanguíneo, hipertónico y sano, ¡como mi hermano pequeño en vísperas de declarársele su enfermedad! Y, a diferencia de él, su organismo no estaba preparado, aún no se había formado, carecía del vigor y la resistencia suficientes para hacer frente a la lucha perdida de antemano, pero que un cuerpo adulto puede prolongar varias décadas. ¡Aún no se había fogueado en la guerra contra los demonios que ya lo acechaban!

Estos demonios están por todas partes. A fuerza de pensar en ellos, de "adivinarlos" a mi alrededor, desarrollé una percepción especial. Cada día ejercitaba mis sentidos, sobre todo la vista, que se agudizaron hasta que al fin fui capaz de detectarlos. Un día estaba en el Juzgado adonde había ido para que mis compañeros de trabajo conocieran a Pablo, cuando de pronto vi a uno de ellos agazapado tras mi mesa. Inmediatamente aparecieron los demás. Comenzaba entonces la campaña de vacunación de aquel año, y aquellos debían ser virus en desbandada, en busca de alojamiento. Quien no los haya visto como yo no puede hacerse una idea del infierno. Todas las formas imaginables se desarrollaban ante mis ojos: el bacilo en cuestión presentaba un aspecto famélico; una barriga peluda, irregular; una maraña de patas desiguales; una cabeza gigantesca rematada en un único cuerno; la cola, a diferencia de las de sus compañeros, planas y redondas, tenía forma de trompeta... pero apenas había tenido tiempo de examinarlo cuando ya había cambiado completamente, mutando hasta volverse irreconocible, alargándose y achatándose con la fluidez de un fantasma. Voló hacia nosotros, dudando todavía, cuando se dio cuenta de que lo había visto. Dio un grito y saltó por la ventana. Estuve tentada de correr para avisar a la gente que en ese momento llenaba, incauta, la plaza, pero ¿de qué hubiera servido?

Además de virus de la gripe, había allí ácaros, semejantes a caballos; hongos del papel, acéfalos y brillantes; una Legionella de panza acuchillada se arrastraba moribunda hacia el aire acondicionado. En fin, en cuanto pude, salí de allí.

Había preparado el dormitorio de tal manera que podía controlar el aire que entraba de la calle. Como aquellos seres se volvían visibles entre la luz natural y la artificial, mantenía siempre una lámpara encendida. Pronto descubrí, además, que, salvo excepciones, y a pesar de su aspecto temible, eran seres asustadizos y emprendían la fuga en cuanto se sentían descubiertos.

Más de una vez esta cualidad mía me puso en situaciones embarazosas: por ejemplo, un día en el ambulatorio, mientras vacunaban a Pablo, vi a un hombre literalmente cubierto de serpientes blancas: cada vez que tosía, escupía miles de huevos que, inmediatamente, se convertían en mariposas y se retorcían en el aire como fósforos a punto de apagarse; en otra ocasión una vecina amiga, Araceli, que tenía también un bebé, nos visitaba; de pronto una especie de garrapata gigante apareció sobre sus hombros, riéndose, con una mirada maligna y burlona.

De todos los lugares infectos, el peor era el autobús: allí he visto seres dignos de El Bosco. Y en general, en todas las oficinas públicas (especialmente bancos y correos), hospitales, parques, estaciones, etc. La lista sería inacabable.

Como moribundos cercados en su lecho de muerte, el impotente y pequeño crucifijo en nuestra cabecera, estábamos a merced de estos escuadrones invencibles. Yo intenté quitármelos de la cabeza. Era una lucha perdida. Busqué consuelo en la religión y rezaba; iba a misa todos los días; compré agua bendita y estampas de santos para mi hijo (hasta que descubrí que estaban llenas de microbios); me encomendé a Dios y traté de resignarme con la idea de la Eternidad. Estos seres, que yo sepa, sólo se ceban con los vivos y con sus despojos. En cuanto cesa todo vestigio de vida, desaparecen. Pero me dio entonces por pensar que también allí podían existir, ¿qué sabemos de nada? Y que su presencia aquí no era sino un anticipo de horrores mucho peores que nos aguardaban en la Eternidad, ¡por el solo hecho de haber nacido! Y para eso mejor la aniquilación definitiva. ¡Ya no quería mi alma! ¡Llegué a envidiar a las piedras!

¿Qué Dios podía haber hecho semejante mundo? Renegué de la religión. Sólo tenía mis fuerzas.

Cada vez que me topaba con uno de ellos lo acometía con rabia, con furia, con lo primero que encontraba. La mayoría, como he dicho, huían en cuanto se sentían descubiertos, pero algunos me plantaban cara con una insolencia y una burla insufribles. Alguno llegó, incluso, a enfrentarme.

Mi marido y yo nos planteamos entonces la separación.


Ilustración: Ferran Clavero

Ahora vivía sola con Pablo. Estaba de baja por enfermedad. Los vecinos me rehuían, pero no me importaba. No lo llevaba a la guardería.

Un día escuché un chirrido, como si alguien abriese una puerta. El ruido venía del cuarto de Pablo. Yo estaba en la cocina. No era el aleteo habitual, el susurro de ciempiés al que estaba acostumbrada. Corrí hasta la puerta y me asomé:

Un enorme bacilo se colaba en la cuna de mi hijo, se acostaba junto a él y se disponía a abrazarlo. Me miró y se apretó aún más contra el cuerpecito del niño.

Corrí a la cocina. Cuando volví, Pablo sudaba y se agitaba en sueños, afiebrado. El meningococo había empezado a introducirse por su boca de cabeza.

Cuando me abalancé sobre él y le hundí el cuchillo de cocina en el vientre, lloraba como un niño.



Carlos Almira Picazo nació el 31 de mayo de 1965 en Castellón de la Plana, España, hace 42 años. Se doctoró en Historia por la Universidad de Granada. Y se dedicó sobre todo, a vivir de sus clases y a escribir: ensayos, novelas, cuentos y poesía. Así lleva desde mediados de los años ochenta. Hasta la fecha ha publicado: en papel, un ensayo sobre la dictadura del general Franco ¡Viva España! El nacionalismo fundacional del régimen de Franco (1939-43) (Editorial Comares, Granada, 1997); una novela heterodoxa sobre la vida y muerte Jesús de Nazaret, Jesuá (Editorial Entrelíneas, Madrid 2005); y en internet, una novela sobre el posible futuro de un país de América latina, imaginario, Todo es Noche (PROMETHEUS MDQ, #22 abril de 2007) y un centenar de cuentos y ensayos, en revistas como ADAMAR, AXXÓN, Ed. BADOSA, DESTIEMPOS, EL COLOQUIO DE LOS PERROS, CAÑASANTA, DIEZDEDOS, REMOLINOS, MAGAZINE SIGLO XXI, EL FANTASMA DE LA GLORIETA, REVESTIDOS, TIEMPOS FUTUROS, QUADERNS DIGITALS, LITERAE INTERNACIONAL, ARIADNA, LAS VOCES DE LA COMETA, etcétera. En la actualidad trabaja en una colección de cuentos y en una novela histórica sobre la antigua Roma.

Hemos publicado en Axxón: LOBO (175), EL ÁRBOL MALDITO (183)


Este cuento se vincula temáticamente con EL MITO DE LA CAVERNA, de Felicidad Martínez Herreros (159) y EL NEGRO, de Fernando Morales (160)


Axxón 194 - febrero de 2009
Cuento de autor europeo (Cuento: Fantástico : Fantasía : Realidades deformadas : Demencia : España : Español).