EL FIN DE LA ANTIGUA RAZA

Gonzalo Geller y Héctor Horacio Otero

Argentina

I

... desde el principio, no hubo más que esa luz.

El Objeto, porque de alguna forma hay que llamarlo, pasó sobre ellos. Era imposible saber su tamaño. La luz estaba ahí, y el Objeto apenas podía entreverse. Quizás alguno de ellos gritó; no eran de gritar, pero tampoco habían visto algo semejante en todas sus vidas. Después el Objeto se fue, la luz se fue atenuando y sus vidas volvieron a ser lo que eran. Salvo por el recuerdo de la luz.

En medio de las chozas, uno de ellos alzó el primer monumento. Aquel Objeto bien podría haber sido negro, aunque era imposible saber si se veía así por la luz, o por su mismo color.

El monumento quería parecerse al Objeto, pero no era negro; era rojo sangre.

Así empezó todo.

Ellos no podían saber que el Objeto les pareció negro porque contenía en sí mismo todos los colores, así como la luz parece blanca.

No hubieran podido verbalizarlo, de cualquier modo; rara vez algún chillido quedo matizaba su lenguaje, profusamente táctil. Interiormente cada cual tenía su propia opinión acerca de la naturaleza y características de este ente y del fulgor. Pero así como no eran de vociferar, tampoco pretendían imponer sus pareceres al resto.

Ssiatem fue el primero de los siete que se atrevieron a intentar representar lo inefable. Encarnado como su pasión, quiso compartirla con su simbionte Feuva. Al acariciarla trató de transmitirle la simpleza e intensidad del escarlata; besándola con ferocidad, la espontaneidad y el salvajismo del amaranto. Todo esfuerzo fue inútil hasta que personalmente la despedazó con meticulosidad para que la violencia del bermellón cromatizara su comprensión.

En medio del perfecto círculo de chozas erigió su tótem, como un enhiesto falo de arena húmeda recubierta de madera colorada. Los demás constataron horrorizados la procedencia conyugal del plasma utilizado para teñir del material y lo miraron con reprobación.

Eran básicamente impasibles, pero no toleraban la alteración del equilibrio y la simetría; Ssiatem se apresuró a recomponerlas, quitándose la vida de inmediato.

Siempre habían perdurado en el punto exacto entre el sueño y la vigilia. Este suceso hizo que su realidad comenzara entonces a difuminarse; elevaron sus ojos al cielo y notaron que sin la luz que lo había sido todo, cada sol resplandecía con un albor diferente.

Seis torres más serían sucesivamente construidas y destruidas, cada una de un color y con un sentido distintos.

Nada volvería a ser igual.

Habían obtenido el don de la iridiscencia.


II

Fue entonces que el Objeto regresó.

"La luz viene a purificar la afrenta de Ssiatem-Feuva", dijeron los ancianos. "La no-vigilia debe ceder", dijeron los más jóvenes. Sin embargo, el miedo era más fuerte. La parálisis.

El estupor.

Odivvis-Isstemmis fue el segundo de los que intentaron representar lo inefable. Cuando la luz se fue, comenzó la masacre. Odivvis era la simbionte-hembra: había pasado semanas meditando a la sombra del monumento de Ssiatem hasta llegar a la conclusión de que lo único que podía hacer era incendiarlo. La luz del fuego de Odivvis iluminó la masacre. Los jóvenes se alzaron sobre los ancianos y comenzaron a intentar destruir los límites de la no-vigilia.

Isstemmis, que había luchado junto a los demás, volvió del lugar de los ancianos con la mirada perdida y las manos ensangrentadas. Encontró a Odivvis, el rostro iluminado por una luz que no era ya la luz, sino el fuego del monumento, y se quedó mirándola, perplejo.

Hubiera querido, hubiera debido hacer algo. Matarla. Aunque no era tan simple, y la Forma detrás de la Forma hubiera sufrido con esa simetría (hacer correr la sangre sobre la sangre, expiar la muerte con la muerte). Con lágrimas en los ojos, se acercó al fuego. Ésa fue la segunda torre, que el viento borraría.

Frente a esos ojos incrédulos, se alzaba algo incomprensible; habían obtenido el don de lo fugaz.

La voracidad del fuego empezaba a serlo todo, y en la aldea, poblada por guerreros jóvenes pero cansados, pocos fueron conscientes de que la segunda torre se alzaba y se derrumbaba frente a sus ojos.

La flamígera Odivvis había logrado reducir la primera torre hasta conformar un altar de arena vitrificada, donde los despojos del cuerpo de Ssiatem se habían mezclado con las vetas sanguinolentas en las que aún pervivía el espíritu de su amada Feuva, junto a los leños carbonizados. Fue aquí donde los jóvenes se reunieron en busca de respuestas. El primero en llegar fue Ssacoip, el sacerdote de la Forma delante de la Forma, quien había perdido a su simbionte hembra Oplab durante la revuelta.

El religioso alcanzó a presenciar la inmolación de Isstemmis, que lo conmovió profundamente. Tanto que, aunque la brisa se había llevado consigo las cenizas del guerrero, él lograba recordar que la llama que lo consumió había sido azul y deseaba transmitir ese conocimiento.

Cuando todos se encontraban en contacto, compartió las imágenes del fuego opalino, compartió sus vislumbres irisados, por el contacto del metal candente de las armas de Isstemmis con el agua que vanamente intentaba apagar tanto ardor. De cómo este color viró al ocular garzo, luego al noble azur, más tarde al pavonado y finalmente al áspero endrino.Experimentaron entonces en comunión el sufrimiento y la melancolía, la desdicha y el rechazo, la pobreza y el desprecio. Luego de ello, por orden de Ssacoip, cavaron una fosa común donde reunieron a los cadáveres y la cubrieron con una montaña de rocas; ésa sería la tercera torre. El sacerdote trató de que las piedras utilizadas recrearan la forma de sólidos geométricos, por motivos obvios, aunque sin demasiado éxito.

Los demás entendieron que había un nuevo culto, el de la Forma detrás de la Forma. El Dios eterno y ubicuo representado por la luz, revelado en la simetría y el equilibrio, había desaparecido junto a la no-vigilia. Ahora, durante el día y noche existiría un dios abstracto (representado por el Objeto negro), oculto por las formas, velado tras la asimetría y la desmesura.

Con furor iconoclástico desordenaron el círculo de chozas para reubicarlas al azar.

Pero eso no sería todo.

Preocupado por su pérdida de liderazgo y en el intento de llamar la atención, Ssacoip intercambió fluidos con Odivvis, sin realizar la simbiosis vinculante. Emulándolo, los demás rompieron por un momento sus lazos y con frenesí comenzaron a rozarse, cambiando de pareja constantemente hasta quedar exhaustos. La ósmosis permitía que el líquido atravesara las membranas semipermeables, pero no así la quintaesencia que les permitía reproducirse. A través de su nueva y orgiástica práctica, el pueblo se condenaba inexorablemente a la extinción.

A cambio, les quedaba ese placer, ese tremendo placer, esa satisfacción, las infinitas variedades.

Habían obtenido el don de la promiscuidad.


III

Fue entonces que el Objeto regresó.

Ssacoip, el que había sobrevivido a su simbionte, había profetizado el regreso del Objeto.

La Forma detrás de la Forma era una ilusión, era algo casi al alcance de sus manos, era la verdad absoluta, era todo, era algo inútil o hermoso, era casi rozar con los dedos el punto en que empieza lo infinito, era una mentira hermosa o una verdad sin fondo, era lo único que tenían. La no-vigilia había desaparecido. Aunque Ssacoip dijera que no.


Ilustración: Fraga

Aunque la vieja Unnirs dijera que no.

Ssacoip había profetizado el regreso del Objeto.

Y el Objeto regresó.

Había profetizado que sería diferente.

Y fue diferente.

Había profetizado que esta vez el Objeto los llevaría hacia lo desconocido.

La vieja Unnirs, y su simbionte Eroon enterraron a Ssacoip cerca del túmulo. Humillado, el sacerdote había sido encontrado con el puñal entre las manos, con la sangre ya fría, con los ojos ya perdidos en la luz, ciegos.

El Objeto había pasado más cerca, se había dejado ver.

Se había detenido sobre ellos, eclipsando sus soles.

Esta vez el Objeto no dio luz alguna.

Ssacoip, el sin simbionte, había visto en eso la señal que confirmaría sus profecías: se acercó al Objeto, se arrodilló frente a él, los demás lo imitaron. Era el fin de todas las guerras, dijo, era el verdadero fin de la no-vigilia, era el principio del viaje hacia la forma, las fronteras de la Forma detrás de la Forma.

La vieja Unnirs dijo, tiempo después, que el Objeto intentó decirles algo. Era un sonido profundo, profundísimo, un sonido que hacía que todo temblase, un sonido grave, como si los abismos pudieran hablar, como si los abismos necesitaran hablar.

Después no dijo nada más, por más que preguntaran.

Su simbionte, el viejo Eroon, que nunca hablaba, dijo una vez que eso era el don de la sospecha.

Por supuesto, todos creímos que mentía, o se equivocaba, o malinterpretaba todo, o que simplemente debió haber permanecido en silencio.


IV

Años después, cuando el viejo Eroon, simbionte de Unnirs, murió en la quinta torre, absurdo y diminuto, loco de dolor o de incomprensión o de desamparo, empezó por fin a insinuarse lo que ocultaban sus palabras.

Luego de la ida del Objeto, Unnirs-Eroon no necesitaron palabras para organizar la construcción de la cuarta torre, una torre en el sentido estricto del término. Esta vez, no tomaría la forma de un altar sanguinolento, de la leyenda de un valiente guerrero o de un lúgubre panteón.

Se constituiría, en cambio, como un medio de alcanzar las alturas y poder así estar más cerca del Objeto cuando éste volviese.

Les fue sencillo convertirse en los sacerdotes del nuevo culto, debido a que la representación de la Forma detrás de la Forma los había cambiado. Al tocar ambos el túmulo, en señal de respeto, éste se puso de color amarillo. Hasta Odivvis se tornó ambarina y se inmovilizó. Quedó así condenada a ser una estatua algo dorada, ubicada exactamente entre el lugar de la muerte de Isstemmis y la tumba de Ssacoip (es decir, entre la pasión y la lujuria).

El extraño suceso obró maravillas en la voluntad de los jóvenes que habían sobrevivido a la matanza y a la orgía posterior, quienes trabajaron sin descanso en la erección de la cuarta torre. La Verdadera Torre, la llamaban. Trabajaban bajo el tenue sol cobrizo, pero también frente la impiedad del ocroso y aún subyugados por la inclemencia de los rayos del azafranado.

Los ladrillos eran todos diferentes, cada cual amasaba el barro índigo para lograr el propio y expresar así su interioridad, su verdadero ser.

Cuando terminaron, la vieja Unnirs subió pacientemente las escaleras hasta la cúspide. Allí, de alguna manera y para sorpresa de todos los que tenían sus ojos reverencialmente posados en el cielo, se rebanó la glúpsode. Su quintaesencia comenzó a derramarse sobre la multitud reunida a sus pies. Como un rubio rocío alimonado, se posó suave y fría sobre la tez de los creyentes.

La vieja comenzó a emitir un sonido igual al que había producido el Objeto.

Se dice que el Objeto, por un efímero segundo, se manifestó ante los ojos reverentes de aquella multitud, para permitir que el alma de la Vieja Unnirs lo abordara.

Supieron entonces que habían obtenido el ambiguo don de la libertad.


V

Tras haber enterrado el cuerpo de la vieja Unnirs, Ures-Eníride fueron los sacerdotes de la Verdadera Torre.

Ya no quedaban rastros de la guerra. El don de la libertad, inesperado, dispersó a la Antigua Raza. Poblaron, dicen, el mundo. Pocos quedaron cerca de la Verdadera Torre, y menos aún siguieron manteniendo la memoria de lo que era, de lo que significaba, de lo que había sido, de lo que hubiera podido ser.

Ures-Eníride hicieron de la Torre su hogar, y de la espera por el Objeto, su culto, su cárcel, su vida.

Interminables años pasaron antes de la nueva aparición del Objeto.

En el transcurso de esos años, miles perdieron la fe.

Ures-Eníride llegaron hasta el extremo de permanecer encerrados en la Torre, que pocos llamaban ya Verdadera, abrazados, rogando al Objeto que la multitud enardecida no le prendiera fuego a la Torre misma. Después, fue la distancia. La multitud no quemó la torre. Simplemente se fue alejando de ella, que era lo mismo, que era peor. Los años transcurrieron, el color rojizo del cielo fue acentuándose, la indiferencia fue rodeando a la Torre. Después vino el olvido, después vinieron las leyendas.

Hasta que Ures-Eníride hicieron el anuncio: el Objeto vendría.

Inexplicablemente, las multitudes se unieron, surgieron de la nada, llegaron desde lo inesperado. La Torre se alzaba entre ellos, sobre ellos, una presencia monumental, irreconocible, con ese aura de lejanía con que lo desconocido se presenta, con ese aura que la fe de generaciones, que el amor y el odio van dejando depositada en las cosas.

Todos esperaban al Objeto, sin saber que estaba a punto de ocurrir lo que todos recordaríamos como una matanza, una carnicería, algo trágico, inmotivado, la huella imborrable del Objeto, su incomprensible reacción.

El dolor del viejo Eroon por la pérdida de su simbionte Unnirs producía un respeto reverencial en aquellos que aguardaban. A su paso quejumbroso todos se iban apartando, creando una brecha entre la multitud, hasta formar un círculo cuando finalmente se detuvo. Intentaba decir algo, pero nadie se acercaba para que pudiera tocarlo.

Fue entonces que Eroon comenzó la construcción de la quinta torre, violeta, tan sólo con su imaginación. Gesticulaba aparatosamente mientras los otros lo observaban perplejos. Las paredes eran sólidas pues las erigió sobre su pena. Las ventanas eran tan amplias como la esperanza de reencontrarse con su otra mitad. La escalinata interna se arremolinaba, infinita como su desesperación. El viejo giraba y giraba, enclenque y minúsculo, con los brazos extendidos, ausente y loco. Nadie reía pues de algún modo comprendían lo que ocurría y sus pupilas reflejaban la tristeza liliácea.

Cuando el Objeto volvió, todos se inmovilizaron. Todos salvo Eroon, que ya no era de este mundo. Milagrosamente comenzó a pisar los escalones de ilusión, dando la sensación de flotar a voluntad. Feliz, ascendió hacia los cielos con rumbo al misterioso y ocasional visitante. Irracional y temerario, lo tocó. Y por instante tan breve como indefinible, la luz originaria retornó.

Pero el viejo tuvo razón y los miembros de la Antigua Raza intentaron huir, sospechando lo evidente; habría un nuevo comienzo.

Así como no se puede escapar del destino o del pasado, tampoco la Antigua Raza fue capaz de huir del castigo de aquello que les había dado espacio y tiempo, color y forma, pecado y redención, amor y locura, libertad e incertidumbre.

Habían querido ser por ellos mismos y tal vez, un Dios celoso de su propia obra —así lo interpretaron los supervivientes, Ures y Eníride— los había castigado por su osadía y albedrío.


VI

En realidad, no querían pensar demasiado en lo ocurrido, no querían recordar la matanza. ¿Cómo se vive en temor de un Dios que podría volver en cualquier momento y terminarlo todo, tan fugaz? Y si, por el contrario, los conducía hacia la eternidad, como algunos decían, ¿quién la soportaría? Con estas inquietudes insufribles, lograron sin embargo existir y multiplicarse durante eones, hasta que, cansados de la vida, quisieron obtener el merecido descanso final, el no ser.

Volver al sueño original, esta vez de manera inducida y voluntaria, fue la consigna. Unieron sus cuerpos en una gigantesca simbiosis naranja que cubrió toda su tierra, la manifestación material de una única conciencia. Ésa fue la sexta torre, bidimensional, plana en apariencia pero elevadamente onírica en sustancia. Una eternidad de infinitas variaciones, sin repetición posible.

Habían obtenido el don de la felicidad.


VII

Hasta que el Objeto reapareció por última vez y se posó sobre ellos para constituir la séptima torre, la verde, final. En aquel momento —si se puede hablar de "momento"— la Antigua Raza no tenía ya historia, o su historia estaba despedazada, pacientemente desmenuzada en lo que cada uno podía o quería recordar, o en las apariencias que el Otro Sueño les daba, les prometía, les dejaba de dar.

No se sabe cuánto duró el Otro Sueño, y es imposible saberlo.

Se sabe, sí, que transcurrieron eternidades, y que no importa nada más. Se sabe que la Torre final marcó el fin del Otro Sueño. Se sabe que el Objeto, como un pálido dios sin importancia, se fundió con la Antigua Raza, de alguna forma, sin que nadie haya entendido qué era el Objeto.

La Antigua Raza apenas recuerda su despertar.

Recuerda, sí, con una nostalgia feroz, el Otro sueño, así como antes había tratado de no recordar el Sueño Original. Poco a poco, algunos fueron reconstruyendo las antiguas chozas, labrando los antiguos campos.

Otros nunca reconstruyeron nada.

Iridiscentes, promiscuos, suspicaces, libres, felices, se dedicaron a vagar por el mundo, sin apenas tocarlo, unidos o separados espontáneamente, como si el viento, como si algo los empujara o los dejara de empujar, como si la vida no les perteneciera, o todo lo contrario, como si la abrazaran con furia, con algo más allá del simple amor, como si no pudieran hacer otra cosa.

Los Primeros, los que construyeron chozas y labraron campos y fundaron dinastías y produjeron guerras, los que abrazaron la historia antes que a nada en el mundo, adoraron al Objeto, el oscuro objeto que ahora, de una manera indescifrable, formaba parte de ellos, los unía inexplicablemente en esa monumental soledad colectiva, en ese ansia por construir, por destruir, por regresar a la ya oscura tradición de los simbiontes, resistiéndose ya al lenguaje de la piel, del que sin embargo no podrían liberarse jamás: los Primeros aceptaron los dones, adoraron la Séptima Torre, dieron sus vidas por mantener algo que, oscuramente, sospechaban era su identidad, aquello que latía detrás de todas sus tradiciones, aquello que los hacía ser lo que eran.

Los otros, los que recorrieron el mundo, iridiscentes, promiscuos, suspicaces, libres, felices, fueron desapareciendo de a poco.

Algunos dicen que se extinguieron, pero lo dicen porque es cómodo, porque es más fácil suponer que recibieron alguna especie de castigo por no fundar ciudades, por no abrazar la historia, por no recordar de la misma manera el Culto del Objeto, por olvidar la unión con un simbionte, por unirse entre ellos, sin más memoria que sus pasos, sin cadenas, sin rastros, sin nombres.

Otros dicen que ellos están, todavía, en alguna parte, y que son lo que queda de la Antigua Raza, los últimos portadores del Otro Sueño, los que todavía permanecen en la No-Vigilia. Dicen que no aparecen porque no somos capaces de sentirlos, o dicen, simplemente, que tuvieron un último don, un último y precioso don, el del olvido.



De Gonzalo Géller hemos publicado en Axxón: DIFERENCIAS CULTURALES (174), ÚLTIMAS PALABRAS (180), FRENTE AL ESPEJO (180)

Héctor Horacio Otero nació en Buenos Aires en 1966. Estudió Historia en la Universidad de Buenos Aires. Publicó una novela corta juvenil de género fantástico, Aguada, el nacimiento de un guerrero (2004) y cuentos de ciencia ficción en diversos medios (CUÁSAR, ALFA ERIDIANI, NGC 3660, LUNATIQUE, etc.). Ahora tiene su propio blog.

Hemos publicado en Axxón: RÍO CHICO (179), SERENDIPIDAD, en co-autoría con Carlos Devizia (188)


Este cuento se vincula temáticamente con EL HOMBRE DE LAS ALGAS, de Antonio Peláez Barceló (184), EL SABLE FUGAZ, AL FILO DEL VIENTO, de Jesús Ademir Morales Rojas (185) y FUERA DEL RÍO, LEJOS DEL MAR, de Alexis Javier Winer (153)

Axxón 191 - noviembre de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Eventos Extraños : Adoración : Evolución : Argentina : Argentino).