EL RÍO

Carl Stanley

Argentina

Crecí junto a un caudaloso río, de aguas marrones y oscuras, tan oscuras, que si te sumergís no podés ver más allá de tus narices. En él, aprendí a nadar a la temprana edad de cinco años, pero siempre sentí recelo cuando de aguas turbias se trata.

Aunque parezca obsesivo, para mí es muy importante ver qué hay debajo. Sé muy bien que muchas personas sienten miedo a darse una zambullida, por no saber nadar, o porque tal vez algún desgraciado suceso del pasado relacionado con el agua les hizo temer perecer ahogadas.

Ni el uno ni el otro es mi caso.

Mi difunto padre, cuando yo aún no había nacido, construyó un rancho en la isla, frente a la ciudad donde vivíamos por aquel entonces. Entiéndase por rancho una cabaña hecha con madera y montada sobre pilotes de quebracho colorado, dado que en épocas de creciente, el río cubre la tierra de varias islas. Son en su mayoría construcciones de fin de semana, propiedad de pobladores de la gran urbe frontera, aficionados a la pesca o a las actividades náuticas.

Más grandes o más chicos, con muchas o con pocas comodidades, estos ranchos hacen las delicias de los amantes del río.

En estas islas, donde sólo hay sauces llorones y diversidad de aves, transcurrió gran parte de mi vida. Allí aprendí todo lo que había que aprender para ser un isleño hecho y derecho.

Aún recuerdo con nostalgia aquellas tardecitas de mate cocido y galleta bajo la galería de aquel rancho.

El nuestro era grande y cómodo, con cuatro habitaciones y su techo de zinc acanalado a dos aguas. A veces, no sólo pasábamos el sábado y parte del domingo en él, sino que permanecíamos semanas enteras, dedicados a la pesca y a pasear en canoa.

Un buen día, cuando rondaba los dieciocho años, compartí un fin de semana completo con mi amigo Ricardo, quien acostumbraba a acompañarme en algunas ocasiones. No digo que no tuviese otras amistades, sólo que él era uno de mis dos mejores compañeros.

Ya caía el sol del verano en aquella tarde de sábado cuando echamos el último lance1. Al recoger la red desde la popa de la canoa, y mientras mi amigo se hallaba a cargo de los remos, noté que ésta se ponía demasiado pesada.

—Parece que traemos algo grande... o arrastró barro del fondo —dije.

A veces, la red raspa en demasía el lecho del río, y como consecuencia, por impregnarse con aquella greda, se torna muy pesada al recogerla.

—¿No será algún pescadito bastante grande? —preguntó Ricardo.

—No, porque no siento que tironee... —contesté en medio del esfuerzo.

—¿No será algún surubí grandote? —dijo Ricardo de nuevo.

—En una de ésas... —dije.

Aquella idea de pescar algún surubí de grandes dimensiones hizo que pusiera más empeño en la tarea.

—A lo mejor enganchamos el tapón del río2 - dije.

—No vaya a ser algún raigón3 - dijo entonces Ricardo.

—No lo menciones. ¡Mi viejo me mata si se rompe la red! Y ni te cuento si nos enganchamos y hay que cortarla para liberarnos —dije.

—Bahh, qué le hacen unos metros menos —bromeó Ricardo, pues conocía bien el mal carácter de mi viejo, #el gringo#.

—¡Che, que viene pesada, carajo! —exclamé en medio de tremendo esfuerzo- ¡Ta que lo tiró!

Sabía que romper la red significaría una severa reprimenda de parte de mi padre. Pero por otro lado estaba tranquilo, porque aparentemente el tejido no estaba enganchado, sino que había atrapado algo muy pesado y que yo ahora jalaba muy lentamente y con gran dificultad hacia la superficie. Si se trataba de un raigón, lo subiríamos a la canoa, lo desenredaríamos y listo. Y en el caso de ser muy grande, lo llevaríamos a la rastra hasta la costa para liberar la red de todas maneras.

Por fin, después de un gran tesón, noté que la razón de semejante contratiempo estaba casi por emerger de las marrones aguas. Esas malditas aguas oscuras no te permiten ver de qué se trata hasta que está en la superficie.

Cuando asomó, casi me muero del susto.

Se trataba, nada más y nada menos, que del cadáver de un hombre que se había enredado en el tejido.

—¡Por Dios y todos los santos! —exclamé, soltando la red por un momento.

Eché una mirada a Ricardo.

Él, por su parte, debió adivinar que algo malo ocurría.

—¿Qué es, Carlitos? ¿Qué es? ¡Decíme, che! —insistió al ver la expresión de mi rostro.

—Es un ahogado... es un ahogado... —dije con temblor en la voz.

—¡A la mierda! Pará, pará —dijo soltando los remos y luego acercándose a la popa de la canoa- ... a ver, levantá la red.

Entre los dos recogimos un poco, y el cadáver apareció nuevamente. Estaba boca abajo, su torso vestía una camisa que habría sido blanca, pero que ahora lucía un color ocre por efecto de aquellas barrosas aguas.

El cuerpo se hallaba grotescamente hinchado y putrefacto, de sus brazos se desprendían largos jirones de piel blanquecina. Su cabello, lo poco que le quedaba, recuerdo muy bien, era oscuro. Fue entonces cuando llegó hasta nuestras narices aquel olor dulzón y penetrante de la putrefacción, tan nauseabundo que por poco vomitamos.

—¡A la pucha! —exclamó Ricardo arrugando su nariz y haciendo una mueca.

Miré a mi amigo y pregunté:

—Y ahora... ¿qué hacemos?

—Qué sé yo... avisemos a Prefectura —y encogió los hombros.

Enseguida vino a mi mente la historia contada por un hombre del río, el señor #M#, bien conocido por nosotros, y que pasó por aquellas mismas circunstancias. Luego de hallar un cadáver flotando en el río había avisado a las autoridades, y después pasó por todas unas peripecias cuando lo tuvieron de aquí para allá haciendo declaraciones, una y otra vez.

#¡Me volvieron loco!#, había afirmado el señor # M# en aquel entonces.

Así se lo hice saber a mi compañero Ricardo. Pero él me dijo enseguida:

—Mirá, lo correcto es lo correcto, y este pobre desgraciado tiene derecho a recibir una sepultura decente para que su alma descanse en paz. Además, imagináte cómo lo estará buscando su familia.

—No sé, no sé... mirá lo que contó #M#, ¿y si es para problemas? Yo prefiero dejarlo boyando, que lo encuentre otro y listo —dije con mucha seguridad.

—Pero no es correcto. Te acordás cuando le hicimos la fiesta de despedida de soltero a Daniel y yo tomé #prestada# una sotana del colegio de los curas para disfrazarme de sacerdote... ¿te acordás o no te acordás lo que me pasó? —dijo Ricardo.

Cómo iba a olvidarlo. Si esa misma noche y al terminar la fiesta, por desinstalar unas luces provisorias que habíamos colocado, mi buen amigo casi muere electrocutado.

—¡Dios me castigó por lo que hice y casi me muero! —exclamó muy serio, con énfasis, elevando el volumen de su voz y ciertamente convencido de su presunción.

Me mantuve unos instantes en silencio, intentaba decidir qué haríamos con aquel cadáver.

Luego dije:

—Vamos a darlo vuelta.

Aquella terrible y morbosa curiosidad propia del ser humano se apoderó de mí.

Entonces, tironeando un poco de la red, lo volteamos hasta que quedó boca arriba. Resultó una mala idea. Sólo nos dimos cuenta cuando aquel pobre desdichado mostró lo que quedaba de su rostro.

Nos miró por un instante desde sus cuencas vacías. Su cara, hinchada, deforme y parcialmente comida por los peces, fue una visión espantosa. Faltaba parte de la carne sobre su boca y mandíbula, mostraba el hueso del maxilar con la dentadura al descubierto. Los restos de su cuero cabelludo se hallaban parcialmente desprendidos.

La fuerte impresión que nos causó fue tan terrible, que soltamos la red para que volviera a sumergirse y desapareciese de nuestra vista.

Un segundo después, dije:

—Vos pensá lo que quieras, Ricardo, pero yo lo suelto y que se haga cargo otro.

Entonces Ricardo se encogió de hombros, como diciéndome que hiciese lo que me viniera en gana.

Eché una mirada al resto de la red recogida que se hallaba sobre la canoa y dije:

—Yo no lo desenredo ni loco. Si corto la red para que se vaya, calculo que sólo perderemos unos diez metros, pues ya la levantamos casi toda. Alcanzáme el machete.

El machete siempre se lleva en la canoa cuando se pesca, y es para cortar la red en un caso de emergencia.

Así, luego de un par de minutos, había cortado el paño del tejido.

Miré a mi amigo y le dije:

—Hicimos lo mejor que podíamos haber hecho, si no... era para problemas.

—Los problemas vas a tenerlos vos con tu viejo, ahora que cortaste la red —contestó Ricardo.

—Le digo que se enganchó, probablemente en algún tronco en el fondo y... ¡vos no digás ni palabra! —respondí.

Y así fue. Después de escuchar algunas protestas de parte de mi padre, pasó un par de días, y todo quedó olvidado.

Un miércoles, diez días después, anunció mi padre, que él y mi madre habían decidido ir a pasear a las sierras de Córdoba todo el fin de semana, y que partiríamos el viernes.

Les dije que no tenía ganas, que me quedaría en casa. Y siendo ya mayorcito como era, no hubo problema alguno.

De todas maneras, sólo eran tres días, pues el lunes esperaban estar de regreso.

—Yo te voy a dejar comida preparada y llamaré todos los días por teléfono, por si surge algún problema, ¿sabés? —dijo mi madre.

—¿Seguro que no querés venir? —preguntó mi padre.

—No, la verdad es que no tengo ganas —dije.

Quedarme solo en casa me encantaba, además, podía ir y venir de juerga a mi antojo. Ya había ido a las sierras un montón de veces cuando más pequeño, pero ahora realmente me aburría.

—Sólo tenés que hacerme un favor... —dijo mi padre, mientras cargaba una valija en el baúl del automóvil el día viernes, antes de partir- ... pues casi me olvido. Andate hasta el rancho en la canoa a buscar una lata de pintura gris de cuatro litros. Una de las tres que están en un rincón en la cocina. Voy a necesitarla acá, en casa, para el martes, pues yo no me di cuenta y llevé todas para allá. ¿Vas a poder?

—Sí. Mañana mismo a la tarde, cruzo y te la traigo —respondí.

El día viernes, como siempre, invité a mi inefable compañero Ricardo.

Dijo que no podía ir porque era el cumpleaños de su madre, y con sus hermanos pensaban preparar una reunión familiar por la noche. De paso, me invitó a que concurriera cuando regresara de la isla.

A las tres de la tarde, tomé la canoa y crucé el río hasta llegar al rancho. Una vez allí y como era costumbre, abrí de par en par todas las puertas y ventanas. Era de rigor airear las habitaciones de las cabañas, porque estaban siempre muchos días totalmente cerradas. Luego, me dediqué tranquilamente a la lectura de un buen libro.

¿Para qué apurarme a volver a la ciudad donde el calor del verano se hacía sentir con toda intensidad si podía pasarla bien bajo el fresco de los árboles?

A media tarde preparé el mate cocido en la ennegrecida pava y lo acompañé con unos bizcochitos. Así transcurrió el resto del día, tranquilo y silencioso.

Antes de partir, y cuando el sol ya caía en el horizonte, se me ocurrió darme una zambullida. Caminé hasta la costa y comencé a nadar unos metros río adentro.

Estaba disfrutando plenamente de aquel día de verano. La apacible soledad de la isla embriagaba mis sentidos.

Pero de improviso, algo bajo las aguas rozó mi pierna.

Sentirme tocado por cualquier objeto en aquellas oscuras y turbias aguas me produjo ciertamente una impresión desagradable, sobre todo por la dificultad de ver de qué se trataba.

A veces era sólo un pez, otras una planta o simplemente un trozo de barba de sauce que flotaba a media agua.

Estar solo en aquellos parajes me volvió precavido, por lo que comencé de inmediato a nadar hacia la costa, a sólo unos treinta metros.

Pero cuando estaba por llegar, de repente, sin que nada me lo advirtiera, una cosa que en ese momento no pude discernir de qué se trataba, me sujetó por el tobillo derecho jalándome con fuerza hacia abajo. El tirón me hundió con tanta energía, que toqué aquel fondo barroso con ambos pies, calculo a unos tres metros.

Aterrado, con un tremendo susto, conseguí salir a la superficie y comencé a nadar a una velocidad vertiginosa hacia la costa. Cuando la alcancé, emprendí una carrera digna de competencia y hasta llegar debajo del rancho.

Allí, permanecí jadeando y descontrolado por unos minutos.

¿Que había pasado?

No lo sabía con certeza. Me había parecido que una mano me había asido de un tobillo para luego jalarme hacia lo profundo.

Mi corazón latía sin control y yo temblaba como una hoja agitada por el viento mientras intentaba encontrar alguna explicación lógica a lo sucedido.

De una broma no se trataba, pues me hallaba totalmente solo.

Me tomó un buen rato calmarme, aunque no lo logré del todo, pues tenía los nervios de punta por aquel extraño y aterrador suceso. Pocos minutos después decidí partir lo más pronto posible y antes que se hiciera totalmente de noche, por lo que tomé la lata de pintura encargada por mi padre, cerré prontamente puertas y ventanas, y estuve listo para regresar a la ciudad.

Le di un empellón a la canoa para que se alejara de la costa, trepé sobre ella y comencé a remar corriente arriba paralelo a la costa.

Pero cuando llevaba recorridos escasos treinta metros, la embarcación se sacudió de improviso para ladearse después.

Sentí un golpe seco en la madera, y un brazo oscuro, putrefacto y abominable, emergió de repente de las aguas para aferrarse a la borda derecha.

Creí que moría ahí mismo por el susto. Mi corazón se detuvo y mi sangre se me congeló en las venas.

Lo único que atiné a hacer fue a remar con todas mis fuerzas en dirección a la costa, lo más velozmente posible.

Unos segundos después, su proa chocó violentamente contra la orilla de baja barranca, y me arrojó de la bancada de los remos.

Ya en tierra, me lancé a toda carrera hacia el rancho, a unos cincuenta metros tierra adentro. Hoy no me explico como pude hacerlo tan rápido; en un abrir y cerrar de ojos había entrado, cerrado la puerta tras de mí, y colocado la tranca interior.

Mis ojos lagrimeaban por el miedo, era presa de un persistente temblor que no lograba calmar, y mi mente, no lograba serenarse en medio de un torbellino de confusas ideas.

¿Qué monstruosa cosa había emergido de aquellas oscuras aguas para atacarme?

Pero de pronto lo recordé.

Vino a mi mente de inmediato.

¡El ahogado que habíamos encontrado con mi amigo Ricardo quería venganza!

Pero... ¿Era posible tal cosa? Los hechos estaban a la vista.

Deduje que por no haberlo recogido, dejándolo a la deriva, aquel putrefacto cadáver, probablemente nunca había sido hallado, no había recibido una cristiana sepultura, y ahora, al no encontrar su eterno descanso, regresaba en busca del culpable. Yo.

Otra explicación razonable no existía, al menos en aquel momento.

Me maldije a mí mismo por no haber hecho caso a mi amigo, cuando éste lo había sugerido en aquella oportunidad.

#De haber avisado a las autoridades, hoy se hallaría sepultado... y su alma torturada hubiese encontrado sosiego#, pensó mi atormentada mente.

Pasé media hora encerrado en la cabaña, y decidí abrir una de las dos ventanas del frente, las que daban hacia la costa, sólo para descubrir que el sol se había ocultado totalmente. La escasa claridad que aún persistía desaparecía con rapidez.

Entonces las cerré, y presentí una larga y terrorífica noche.

A tientas, encendí dos de los faroles a kerosén, pues el interior de la cabaña ahora estaba sumido en total oscuridad.

Una hora interminable transcurrió sin que escuchara el más mínimo sonido. Encerrado, sentado sobre una cama y pensando en aquella monstruosidad. Cuando deduje por fin que lo más probable era que aún me acechara allí afuera, de repente, un fuerte golpe se escuchó sobre la puerta.

Pegué un salto y me puse de pie de inmediato.

—¡¿Quién es?! —grité.

Una pequeña luz de esperanza me dijo que podía tratarse de alguna persona de la ciudad y que ocupaba una de las cabañas vecinas.

Pero nadie contestó.

Al cabo de un par de minutos, muchos fuertes e insistentes golpes sonaron, como aplicados con un puño sobre la puerta de madera.

Enseguida lo supe, estaba seguro de que era él. Estaba afuera e intentaba entrar, venía por mí.

Rejuntando el poco valor que me quedaba grité:

—¡Vete de acá, demonio! ¡Mandáte a mudar... maldito hijo de puta!

Mis ojos lagrimeaban a causa del terror descontrolado que había hecho presa de mí.

Luego de aquellos improperios lanzados a viva voz, todo volvió a la calma, pero sólo por un par de minutos. Luego comenzaron a sonar los furiosos y repetidos golpes, cada vez más fuertes.

Comencé a percibir un hedor insoportable, y un poco más tarde, unos tremendos empellones hacían que las dos hojas de la puerta se arquearan levemente hacia adentro. Creo que de no haber estado la tranca colocada, de par en par se hubiera abierto. Aquellos empellones continuaron durante largos, angustiosos e interminables minutos, durante los cuales, yo permanecí temblando, con la mirada fija en ella y con el machete en la mano.

Si en algún momento cedía y el engendro penetraba, la emprendería a machetazos dispuesto a vender cara mi vida.

Pero por fortuna, la noble madera resistió todos los embates lanzados, y al cabo de un largo rato todo volvió a ser silencio.

Pensé en aquel momento que mi única vía de escape era la canoa, pero ni amarrada la había dejado en mi apuro por refugiarme; si la corriente la había arrastrado, estaba perdido.

Pensé que si fortuitamente me libraba de aquel trance, sería todo un problema explicar aquellos sucesos, pues nadie me creería, y encima, mi viejo me mataría por haber extraviado una embarcación.

La puerta de entrada tenía cerrados los postigos interiores, esto la volvía más resistente, pero no me permitía observar hacia fuera. Decidí entonces volver a abrir las ventanas del frente, con mucha cautela y con el mayor de los cuidados para no provocar el mínimo ruido. Debía saber a cualquier precio lo que pasaba afuera, es decir, dónde se hallaba aquel abominable resto humano, o si por fin, y al ver que no había forma de atraparme, se retiraba de una buena vez dejándome tranquilo

A través de ellas, a través de la noche, alcancé a divisar el terreno hacia el frente y hasta la costa, el reflejo del río, y más allá, las luces de la ciudad.

Por mucho que atisbaba en la oscuridad, no lograba localizar al desgraciado, y me inquietaba sobremanera el hecho de no saber exactamente por dónde andaba rondando. Aquella noche era particularmente calurosa, y yo, allí encerrado, había comenzado a transpirar profusamente. La sed comenzaba a acuciarme y no disponía de una mísera gota de agua.

Sin embargo, decidí alejar mis pensamientos de esos hechos, pues sumaría otro problema a mi atormentada mente. Aguardaría a que llegara la mañana y luego trataría de salir de allí a como diera lugar. Con seguridad, para el día siguiente y siendo sábado, arribaría gente a alguna de las dos cabañas vecinas y entonces me encontraría a salvo, o por lo menos eso pensaba.

En medio de mis cavilaciones comencé a escuchar que raspaban sobre la madera de la pared, sonido que fue creciendo en intensidad hasta parecer un león afilando sus garras. Maldije por no tener a mano la dichosa escopeta isleña, que por desgracia para mí, estaba en el cuarto lindero, destinado a guardar todos los trastos, redes y herramientas, y al que sólo se tenía acceso por una puerta que se hallaba bajo la galería.

Aunque a decir verdad, no sabía si era posible matar a uno que ya está muerto.

De todas maneras, calculé que si le acertaba algunas perdigonadas a corta distancia y en alguna de sus podridas piernas, seguro se la desarmaría dejándolo sin poder andar.

¿Y si no lo lograba? ¿Y sino le hacía efecto alguno? ¿Cómo matar a un muerto?

Los rasguños en las paredes continuaron a intervalos. Consulté mi reloj, y sus agujas indicaban las nueve de la noche. Esperaba ansiosamente que a la luz del nuevo día aquel engendro se marchara.

Mi oído, cada tanto, percibía el crujido de la madera y el leve sonido de sus pausados pasos en la estructura de madera, como si anduviese de aquí para allá buscando la forma de penetrar para atraparme.

Revolví entonces dentro de un pequeño armario donde mi padre solía guardar algunas herramientas de mano. Sólo encontré destornilladores, una pinza, y un serrucho de pequeñas dimensiones.

Pero de pronto se me ocurrió una idea: si podía quitar un par de tablas de la pared de madera lindera, con seguridad accedería al cuarto de trastos y por supuesto a la escopeta, por lo que sin pensarlo dos veces me aboqué a la tarea.

Comencé a hacer palanca valiéndome de los destornilladores grandes y en una junta entre dos tablas, para luego introducir con cuidado la hoja del serrucho para cortar los travesaños.

En plena tarea me hallaba, cuando un nuevo sonido llegó a mis oídos; me detuve abruptamente en lo que estaba haciendo para escucharlo mejor.

—¡Por Dios! —exclamé.

Era el sonido de las chapas acanaladas de zinc que cubrían el techo y que probablemente crujían porque alguien trataba de arrancarlas.

#Éste se quiere meter por arriba#, pensé de inmediato, ¿pero por dónde y cómo?

Recordé entonces que en el exterior había quedado una escalerilla corta que tenía normalmente varios usos.

Valiéndose de la misma, él trataba de vulnerar el techo para meterse dentro. De inmediato me trasladé hasta la otra habitación, para con pavor descubrir que estaba forcejeando, intentado retirar una de ellas, la cual se hallaba ya parcialmente desprendida y dejaba un espacio a través del cual se veía el negro cielo estrellado.

—¡Mandate a mudar, hijo de puta! —grité a todo pulmón.

Me sentía aterrorizado e impotente.

En un rapto de coraje, tomé la escoba que estaba en un rincón, y con un trozo de fuerte hilo, rápidamente sujeté una filosa cuchilla de cocina al extremo de su palo. Luego, parándome sobre una silla para alcanzar, comencé con furia a lanzar estocadas hacia aquella abertura del techo.

Cada vez que sentía que la cuchilla penetraba, probablemente en la corrompida carne, un escalofrío me recorría el cuerpo. Luego, un líquido marrón oscuro, viscoso y de olor nauseabundo, comenzó a chorrear hacia adentro y también a deslizarse por el palo de la escoba. El asco y repulsión que sentí fueron tan atroces que arrojé mi improvisada arma hacia un costado.

Después de aquella improvisada defensa de mi parte, aparentemente desistió de penetrar por aquel sitio, y todo fue silencio de nuevo. Estaba exhausto y mis nervios al borde de un colapso. La sed ahora me acuciaba implacable y la garganta me ardía.

Sabía que debía salir de alguna forma, pero no se me ocurría la manera de hacerlo. Aquella cosa trataba a toda costa de atraparme, según creía yo, para arrastrarme hacia las profundidades del río o simplemente para terminar con mi vida.

De pronto una nueva idea se me ocurrió.

Intentaría salir a través de una de las ventanas del frente, caminaría por la saliente y estrecha cornisa de madera, y rodearía la cabaña hasta asomar a la galería. De esa forma podría atisbar dónde se encontraba y qué estaba haciendo aquella monstruosidad.

Así, abrí una de las ventanas, y luego de rasgar el mosquitero me deslicé hacia el exterior. La tarea no resultó fácil, dado que la saliente periférica medía escasos treinta centímetros.

Con la espalda pegada contra la pared externa, paso a paso fui avanzando con muchísimo cuidado; si caía, el porrazo desde más de cuatro metros de altura probablemente me dejaría en malas condiciones y entonces sí sería atrapado.

Unos minutos después, y esperando verlo al acecho, asomé mi cabeza sólo apenas por una esquina y desde donde podía observar totalmente la galería.

Con sorpresa descubrí que no había nadie a la vista. Luego de asegurarme bien de ello, decidí avanzar al descubierto. Calculaba que si aparecía de repente, podría volver a desplazarme por la cornisa exterior y sin que él pudiera hacer lo mismo para seguirme dado lo hinchado y voluminoso de su cuerpo.

Nada, no se hallaba a la vista.

Con prisa y nervioso, tomé el llavero que estaba en mi bolsillo, trataba de no producir ningún tipo de ruido, y abrí el candado del cuarto de trastos para penetrar rápidamente en él cerrando luego la puerta desde el lado de adentro.

La oscuridad era total; me llevó un buen rato desplazarme a ciegas, tomar la escopeta, pero hallé sólo un cartucho.

¡¿Donde diablos estarían los otros que con seguridad había?!

Momentos más tarde me hallaba yo buscando al muerto viviente para meterle un tiro.

Por fin, y al no localizarlo desde arriba de la cabaña, decidí hacerle frente al destino y bajar para buscarlo.

La escalera de acceso al rancho estaba compuesta de dos tramos en ángulo recto, con un descanso hecho de losa de hormigón en el medio y peldaños hechos con tablas.

Bajé sigilosamente el primero de ellos, y de repente, cuando me hallaba en el descanso, lo vi.

Estaba como a unos veinte metros de distancia y sobre el terreno del frente de la cabaña. Parado, quieto, con su mirada de ojos vacíos vuelta hacia el río.

Permanecí unos minutos esperando a que se moviera, pero no lo hizo ¿Qué estaría meditando su descompuesto cerebro?

Bajé lentamente el último tramo de escalera e hice pie sobre la tierra húmeda. Agazapado como un soldado me le acerqué en silencio, y cuando estaba a cinco o tal vez seis metros de él, monté el gatillo de la escopeta que dispararía mi único cartucho.

Pero aquel mínimo sonido hizo que el monstruo se volteara.

¡Ay, madre de Dios, qué momento, cuando estuve frente a frente con aquella criatura!

Sin demorar ni un segundo tironeé del disparador, y un fuerte trueno sonó, iluminando la noche con el resplandor del fogonazo.

Al instante di media vuelta y corrí sin voltear para ver el resultado de tremendo escopetazo; trepé la escalera, retorné a caminar por la cornisa, y luego me colé a través de la ventana por donde había salido para refugiarme nuevamente en el interior de mi cabaña.


Ilustración: Ferran Clavero

Minutos más tarde, estaba yo prisionero de nuevo, cuando lo divisé parado sobre el terreno del frente.

Esta vez, como una amenaza, alzó uno de sus brazos y lanzó un gemido gutural y lastimero que nunca podré borrar de mi memoria. Luego, volteó y se marchó a paso muy lento, arrastrando sobre aquella tierra isleña lo que quedaba de sus torturados pies. Alcancé a ver cómo se sumergía en las oscuras aguas hasta perderse de vista.

La mañana me encontró durmiendo, aún encerrado dentro de la cabaña. Me despertaron los trinos de los pájaros y el sonido del motor de una lancha.

Pegué un brinco de la cama, abrí la puerta y salí a la galería.

En el piso de madera aún se hallaban las horribles huellas de sus pies desnudos y embarrados, como mudos testigos de aquel macabro visitante.

Cuando hasta la costa llegué, aún con el arma en la mano, pegué un brinco de alegría al ver que la canoa se hallaba aún arrimada a la orilla, donde yo la había dejado el día anterior.

Más tarde, luego de cerrar todo con llaves y candados, volví a la ciudad y a mi casa. Nunca conté a nadie lo sucedido, excepto a mi amigo Ricardo, pues sabía que él sería el único en creer aquella odisea escalofriante que yo había vivido.

Él, luego de escuchar mi estremecedor relato, simplemente dijo:

—¡Viste, te lo dije! Lo que es correcto, es correcto.

No comentó nada más.

Poco tiempo después, mi padre vendió nuestra casa, aquella cabaña isleña, y nos mudamos a las sierras de Córdoba.

Donde las aguas son claras, transparentes, y sobre todo, muy sobre todo, se puede ver lo que hay debajo de ellas.


NOTAS DEL AUTOR:
1 - Se denomina lance, a desplegar la red hasta que ésta haya recorrido aproximadamente toda la longitud de lo que más o menos es zona de pesca, acompañando luego a ésta con la canoa y siempre río abajo.
2 - Broma de pescadores.
3 - Se llama raigón un tronco, trozo de árbol o a veces un árbol completo, que podrida su madera por tanto flotar a la deriva, pierde su flotabilidad y suele ser la desgracia de los pescadores, ya que rompe sus redes o se engancha en ellas de tal manera que hace imposible liberarlas.



Carl Stanley (seudónimo) nació en Rosario, Argentina, hace más de cincuenta años; es amante del río Paraná y de las novelas de aventuras. Pasó su infancia entre el bullicio del centro y las islas frente a la ciudad, donde su padre tenía una cabaña a un par de cientos de metros del viejo faro de Rosario, (hoy desaparecido). Su afición por la literatura novelesca lo impulsó a escribir sus dos primeras novelas, En la ruta del sol y Kram.

Hemos publicado en Axxón: EL EXTRAÑO CASO DEL SEÑOR WILSON (187), ALCIDES (189)


Este cuento se vincula temáticamente con LOS PIRATAS FANTASMAS, de William Hope Hodgson (178), EL EXTRAÑO CASO DEL SEÑOR WILSON, de Carl Stanley (187), y EL SACRIFICIO, de Dimitris G. Vekios (184)


Axxón 190 - octubre de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico : Terror : Fantasma : Horror : Argentina : Argentino).