FICCION BREVE (CUARENTA)

Varios Autores

SEXAJE EN LA CIUDAD

Juan Ignacio Muñoz Zapata - Colombia


Gatuña es una ciudad que cuenta con más de un millón de habitantes. En los últimos años ha registrado un elevadísimo índice de desarrollo: mejoras en las líneas del metro, servicio de paraguas en las entradas de las estaciones para fomentar la conciencia ciudadana; el lacteoducto, un servicio que lleva leche al grifo; patrullas anticaninas y control higiénico asegurado en todas las ratonerías.

Gatuña es la ciudad que casi siempre duerme y, por lo tanto, es deber y derecho de todo ciudadano aportar un átomo de sueño al gran sueño colectivo. Al medio día, la ciudad se llena de una neblina espesa y ronroneos sabrosos que contrastan con la casi inexistencia de tráfico. Eso sí, que no se crea que todo es así de aburrido en Gatuña, porque en las noches todo son cantos, maullidos y gritos relacionados con otra actividad conexa a lo onírico, pero que se puede hacer medio despierto o en completa lucidez de los sentidos.

A pesar de lo que se cree, los gatos no creen en la eternidad. Su sistema numérico sólo llega hasta ocho. Ocho son sus vidas y luego todo acaba. La cifra ocho es símbolo de perfección y es similar a un gato en la posición del loto. No se deje engañar cuando le digan que los gatos tienen siete vidas. Hay un error de cálculo por parte de la sabiduría popular: tienen siete vidas más la que llevan puesta, que quede claro. El problema para un gato es que pierde la cuenta de cuántas vidas le quedan, de modo que está condenado a vivir su vida con la misma parsimonia y frialdad de la primera vida.

Rambón es un buen chico. Vive en un piso del centro. Es muy aseado y toma todas las mañanas el metro. Llega a la fábrica, registra la calidad de la lana y da orden al jefe del sector para que se sigan produciendo pelotas. Sube a su oficina, se sienta en su escritorio y contempla el retrato de su novia. Celine es una buena chica. Trabaja en la televisión, es presentadora del telediario, quehacer muy monótono, según ella, debido a la frivolidad felina.

Rambón y Celine llevan juntos unos dos años; suficientes, declarará más tarde la gata. Sus problemas de pareja comenzaron cuando Rambón se despertaba en medio de la siesta con sobresaltos que lo llevaban a colgarse del techo. Esto molestaba profundamente a la chica. En otra ocasión fue ella la que saltó al techo porque Rambón le mordió la cola inconscientemente.

Rambón, avergonzado, explicaba que en sus sueños tenía la impresión de tener ocho patas y una sola vida. Celine salía sin pronunciar palabra e iba a jugar billar con sus amigas. Se ha visto semejante suerte como la mía, exclamaba la felina, de todos los "minous" yo me topé con el más "foutu". Y las comadres echaban a reír al son de las cervezas.

Rambón acudió a un especialista. Se acostó en el canapé y, mientras iba contando sus problemas, jugaba con una de las pelotas de su fábrica.

El médico, al terminar de oírle, dijo: "Amigo, alguien en su familia ha practicado la aracnofilia". Rambón sacudió los bigotes al escuchar esa palabrota. El médico se tomó la molestia de explicarle: "uno de sus padres o abuelos tuvo relaciones carnales con una araña y me temo que se haya trasmitido por vía hereditaria". Rambón abrió los ojos más de lo normal. "Tranquilícese, amigo, usted no se va a convertir en araña ni le van a salir las cuatro patas restantes; se pasará la vida teniendo esos sueños absurdos; eso sí, los que si pueden salir como arañas o mitad gato mitad arañas son sus hijos". A Rambón se le vino a la mente una de las escenas de la noche anterior: Celine le había comentado que llevaba cierto retraso.

Para colmo de males, camino a casa, Rambón oyó el timbre de su móvil. Era Celine con una voz dulce que lo invitaba a un café. Quién entiende a las gatas, se preguntó; anoche era un nulo, hoy soy un dios. Asistió a la cita ya con la idea de lo que iba a escuchar. Los ojos de Celine bailaban por el lugar mientras traía asuntos superfluos como anticipo de la noticia. Rambón, muy correcto, muy caballero, seguía la conversación con una sonrisa en el hocico, pero por dentro deseaba que se callara de una vez por todas y fuera al grano. El santo varón perdió la paciencia y preguntó: ¿estás embarazada?

Rambón ya ni dormía. Se la pasaba gruñendo por los tejados, que son las mejoras áreas de devaneos. Tener un hijo araña que no arañe como gato o ser un infame que le sugiera a Celine el aborto: he ahí el dilema. Y sin embargo, la chica estaba tan feliz, tan cariñosa. Venía a lamerle el cuello y el lomo y le cantaba un susurro de rorro. Decirle lo del asunto de la aracnofilia genética sería como despellejarla de un zarpazo. Entonces, sería mejor dejar que naciera lo que fuera: araña o engendro. Araña, no estaría tan mal, al fin y al cabo se les tiene por muy buenas trabajadoras en el área del aseo y la construcción. Pero, engendro, ¿sería tal su suerte que le resultara un hijo mutante? ¿Tendría que mudarse de ciudad, cambiarse de nombre y teñirse el pelo? La mala suerte tiene matices que van del color blanco hueso al negro. ¿De qué color estaba Rambón en ese momento? ¡Pero Celine tiene derecho a saber que dará luz a una cosa que es de todo menos gato!

Se lo dijo. Celine era una tigresa dispuesta a buscar en la estirpe de su novio al canalla abusador de niñas arácnidas para recortarlo en tiras de pelusa y luego de escupirlo arrojarlo al remolino de las sustancias en descomposición. Rambón tenía caídos los bigotes, ya nada le hacía gracia, los ratones en el plato habían perdido su crujiente sabor. La hembra energúmena pronunció una arenga insultante, que se puede omitir por lo larga, de la que sacó esta conclusión: cuando la criatura nazca, que me separo de ti, cabrón.

Dicho y hecho. Después de un anómalo período de gestación, el bichito llegó al mundo, un gracioso gatito con cuatro patas y cuatro colas. Celine sale con un empresario del lacteoducto. Rambón se mudó a un piso más económico y recibe a su hijo los fines de semana. Van a la feria y a los lugares públicos, sin que nadie se espante de la deformidad del pequeño; total, los gatos son tan egocéntricos que ni se fijan en esos detalles.




Juan Ignacio Muñoz Zapata nació en Pereira (Colombia, 1979) y reside en Montreal desde 1999. Actualmente prepara una tesis de doctorado sobre el cyberpunk latinoamericano y una novela de ciencia ficción.



LA MAÑANA

Luxx - Argentina


La mañana se cernía sobre él; blanca, húmeda y con un aroma que le recordaba al aire contenido en los grandes tanques de almacenamiento cuando eran abiertos después de estar años clausurados. El aroma con el que el tiempo impregna, corroe al aire de forma inigualable. Así es como se le presentaba esa mañana, cargada de recuerdos y a la vez límpida y amenazante.

Sentado cerca de una gran roca, ayudado por el perfume reinante en el aire, pensaba en tiempos pasados, era muy difícil no hacerlo: su vida presente se resumía a ello. El viento soplaba, murmurando inentendibles historias como un niño triste; de todas formas él había dejado de escucharlo hace tiempo. Ya no era sensible al movimiento, sólo importaban los distintos matices de un aroma; especialmente las brisas que surgían de repente, llevando la esencia de un olor distinto. Para él, eran los mayores indicadores de animación, de vida. El resto sólo representaba un marco sobre el cual los olores se proyectaban.

Esta mañana en particular no tenía ningún aspecto que la hiciera distinta de las demás, pero él se alegraba de haber dejado su cama. Recordar los tanques no era nada nuevo y de todas formas cualquier indicio de su vida en la fábrica era despreciable, malos recuerdos. Pero eran los que se presentaban mas frecuentemente, haciendo que el tiempo fuera un libro que leía una y otra vez, cada mañana.

Una gaviota sobrevuela el borde rocoso del acantilado, su grito agudo y melancólico llega a sus oídos, sin ninguna posibilidad de ser escuchado. Él sabe que ella está allí, lleva con ella aromas de puerto, representa de forma indirecta otro recuerdo de sus días de trabajo; le recuerda a los gigantes barcos acercándose al puerto, lentamente, con la preciosa carga de uranio. De todas formas no es éste un recuerdo que le deprima, el puerto afortunadamente está atado a memorias felices, de las pocas que tiene.

La noche anterior, durante un corto momento en el que logró estar consciente, imaginó lo feliz que iba a estar cuando el momento llegara. Una alegría casi infantil lo inundó durante los pocos minutos en que pudo resistirse al embate tenebroso de los somníferos. Ahora el momento había llegado, pero no se sentía feliz, por lo menos no tanto como la noche anterior. Sentía una sensación que más podría compararse con una total levedad, con resignación, que con la alegría. Igualmente pensó que prefería este sentimiento mientras dominara sus facultades; y no la alegría medicamentada, rancia de la noche anterior.

El romper de las olas, cientos de metros más abajo, elevaba la esencia del mar hacia él. Éste era tal vez el aroma que más apreciaba. Entre todos los matices repetitivos que llenaban sus mañanas el olor a mar, puro, siempre cambiante, era el que recibía con mayor felicidad. Sólo de él podría vivir, sería alimento suficiente, pensaba a menudo. De vez en cuando, un cardumen, un tiburón muerto o desechos de alguna embarcación flotaban cerca de las rocas abajo; él aborrecía esos días. El olor no era el mismo, dejaba de ser puro.

La gaviota ya no estaba, seguramente había salido en búsqueda de los pequeños barcos pesqueros que a esta hora de la mañana se acercaban al puerto, varios kilómetros al sur. Intuyó que la enfermera ya estaría caminando para buscarlo. La brisa no soplaba, una quietud total del lugar lo invadió por completo, inundando cada parte de su ser con paz y tranquilidad. Tal vez éste sea un buen momento, pensó, como cualquier otro podría también serlo. Con mucho esfuerzo, con gotas de sudor recorriendo su frente marcada, quitó el freno de la silla de ruedas y se empujó los pocos metros que lo separaban del borde del acantilado. Mientras caía pensaba en lo puro que se sentía el aroma del mar esa mañana.


Luxx es el nombre literario de Luciano Rodríguez, argentino, nacido en Mendoza hace 28 años. Trabaja en el Observatorio Real de Bélgica, en Bruselas, estudiando el Sol y el clima espacial. Lector desde siempre de ciencia ficción, literatura fantástica en general, y cualquier cosa que caiga en sus manos, empezó a escribir cuando descubrió Axxón y su mundo relacionado. Hemos publicado en Axxón sus cuentos "NATALIA", "VACÍO" y "REBOBINADO" (dentro de la selección "82 ficciones apocalípticas").



PACLLAY

Alejandro Ferreyra - Argentina


A esos callejeros que jugaron con fuego
30/12/2004


El niño sale corriendo y el trapo lo sigue como una andrajosa capa que se queda atada a la puerta. La tela es un ala que atrapa la luz que intenta escapar de la casa. Dentro se oyen los gritos y llantos de una pareja. Golpes, corridas y sonidos de vidrios rotos. La luz dentro de la casa muere. Aún llora la mujer y las lágrimas se convierten en unas rojas lenguas que lentamente iluminan la noche. Un ratito después, tambaleando, un hombre se asoma a la puerta. Tose y entra de nuevo, sale arrastrando con torpeza un cuerpo y cae, mientras las llamas alcanzan el techo de paja seca.

Alti corre mientras las lágrimas manchan su rostro moreno, donde se arrastran los colores que lo volvieron un payaso en la fiesta de Carnaval de su pueblo, Miskymarca. Y alumbrada por la luna carnavalera Miskymarca duerme entre sueños de chicha y lámparas de colores. Descansa de la fiesta del entierro allá abajo en la quebrada. Alti corre, y se cae hacia las pequeñas luces en el fondo, la noche delante y las llamas detrás.

Hay una piedra enorme al pie de la cual viborea el sendero que baja desde el abra. Se trepa el niño payaso. Alti quiere volar y olvidar, quiere ser un cóndor y no oír más los llantos de su madre ni respirar la chicha en el aire de su tata. El agua salada cayendo de sus ojos flota en la noche, su dolor baja con él y sigue bajando.

Por la senda bajo las estrellas de plata viene subiendo un burro blanco de luna, la luna del carnaval viene durmiendo en la sonrisa del jinete. Un sombrero negro gastado de ala ancha, cubre la cara del caballero encorvado, medio dormido, medio machado, que se va yendo con el viento que lleva las cenizas que cubren sus hombros. Y así, machadito, resbala agarrando las crines, cuando Alti le vuela encima y tropieza con el sombrero, el cuello y el jinete entero.

—¿Qué le pasa, mi amigo, que anda volando así en la noche? —dice el Jinete y suelta la risa gastada, mientras se sacude el polvo que se obstina en clarear su ropa negra.

Alti, el payaso del carnaval, es un arroyito bajando a la quebrada en el deshielo.

—La mama. —Alti gime y no se acaricia la cabecita lastimada ni las manos raspadas.

—La mama, ¿y dónde anda su mama a estas horas? ¿Y el tata? Vamos, Alti, cuénteme.

Alti, se abraza al extraño, que se encorva más y se encoge.

El jinete lo sube al burro. Se agacha y alza su sombrero. El jinete de a pie toma al burro de la brida, le chista y caminan cuesta arriba por el sendero. Los cascos del burro hacen rodar algunas piedritas mientras suben.

—El tata y la mama están machaos, no saben qui hacen —gimotea Alti—. Mire allá, en ese fuego están las casas.

A Alti, el que era un ángel payaso de blancas ropas, se le deshiela el rostro moreno.

—Vamos mi amigo, tome la senda y suba al cerro, yo iré a su rancho y veré de ayudar al tata y a la mama. Vamos, el burro sabe el camino, déjelo ir tranquilo.

El Hombre le pone el sombrero negro a Alti, que está más grande ahora. Serio. Erguido sobre la montura, crece sobre el Hombre, que está encorvándose más aún. Alti talonea el burro, que acelera el paso, y se alza un poco de polvo en el sendero.

—Dígame su nombre, viajero, así rezo por usted en el viaje —pregunta Alti mirándolo por sobre su hombro. Sus ropas se visten de sombras movidas por un aire tibio, aliento del Carnaval.

—Alti, ¿rezar?... Jajajaja —se ríe gastadamente el Viejo, y sus cabellos grises flamean en el soplo que sube desde la quebrada—. El mismo que el suyo ahora...

El viento se alza más fuerte subiendo la cuesta y agita las llamas a lo lejos, donde crujen con las pajas, el adobe de los ladrillos y las piedras.

—No se ría, compadre —reclama Alti con una voz fuerte y grave ahora, el muchacho vestido de negro—. ¿Cómo se llama?

El viento sopla con más fuerza. La luna brilla clara y una sombra que desaparece con una voz antigua que ríe y se eleva.

—¡Pacllay!

El jinete del burro se aleja subiendo la cuesta, tambaleándose de sueño y chicha. El dios del carnaval se interna en los cerros, con el verano que va muriendo de tristeza.


Jueves 30 de diciembre de 2004



Alejandro Ferreyra es argentino y nació en 1965. Es Analista de Sistemas y escritor aficionado, pero antes de eso, lector enviciado de ciencia ficción, fantasía, poesía y surrealismo; estas formas de expresión son las habituales en él. Ha publicado un cuento corto en NECRONOMICÓN N°5, y está incursionando en los mitos locales que lo asustaron de niño para crear cuentos de fantasía. Le hemos publicado en Axxón: YASÍ YATERÉ (159), GRANIZABA Y OÍ CABALLOS (163), EL EXAMEN (167), VINO CAMINANDO Y BAILABA SU BRAZO (168)



TRAMPA EN LA ESCONDIDA

Guillermo Galli - Argentina


Cuidadito con querer hacer trampa en la escondida. Porque yo supe de un nene que cuando le tocaba contar, contaba: "Uno. Dos. Por cinco igual a diez" y así tomaba por sorpresa a los jugadores antes de que tuvieran tiempo de esconderse.

Pero un día contó dos por cinco, y cuando abrió los ojos descubrió que los otros nenes ya estaban todos escondidos, como si de veras hubiese contado hasta diez. Asombrado y con un poco de bronca, se apoyó otra vez contra la pared y volvió a contar: ¡dos por diez mil! Cuando miró ya era de noche y su mamá lo llamaba a comer.

Al día siguiente, en la escuela, la maestra enseñó los números negativos. Durante el recreo al nene le tocó contar en la escondida. Apoyado contra la pared probó: "dos por menos mil". Abrió los ojos y descubrió que la campana del recreo todavía no había sonado. En el patio de la escuela había tanto silencio como cuando uno está terminando de contar y siente que sólo faltan los últimos por esconderse. Así se imaginó a sus compañeros, calladitos y bien escondidos en el aula con la maestra. Entonces siguió contando, contó el uno y el dos, y de inmediato lo multiplicó por un negativo, por el primer número que le vino a la cabeza, uno que había oído en las conversaciones de adultos y en el noticiero también: el quichicientos. Hizo dos por menos quichicientos.

Cuando abrió los ojos ya no estaban ni el patio, ni la escuela, ni la pared sobre la que había contado. El lugar parecía un desierto, como ésos con mucha arena que muestran en las películas, pero en vez de arena el suelo estaba cubierto de tierra seca y pastizales. Y en vez de hombres de turbante unos tehuelches con taparrabo lo rodeaban, tocándolo con ramitas y arrojándole piedras pequeñas. El nene supo que estaba en un tiempo que no era el suyo y sintió miedo. Se quiso volver. Cerró los ojos y multiplicó el quichicientos por dos. Pero al mirar descubrió que los indios seguían ahí, observándolo. Volvió a intentar varias veces, hasta que los indios se aburrieron y se fueron, y él se dio cuenta que no podía hacer trampa en un juego en el que jugara solo. Al fin y al cabo una escondida sin otros que corran a esconderse no puede ser una escondida, ni nada que se le parezca.

Junto al nene sólo quedaron algunos niños de la tribu. Trató de convencerlos para que corrieran a esconderse mientras él contaba apoyado contra un árbol. Pero los niños no entendieron el juego, en cambio le tocaban el pelo, le acariciaban el guardapolvo, y de a poquito le arrancaban los botones. Desconsolado abrazó el árbol y se puso a llorar. Así de pronto, sintió una estampida que hizo temblar la tierra. Miró hacia un costado, vio que una turba de lanzas se dirigía a la tribu levantando polvareda. Miró a sus espaldas y descubrió que los niños ya no estaban, que todos los demás indios tampoco estaban, que hasta el cacique se había escondido. Entonces volvió a aferrarse al sauce, cerró bien fuerte los ojos y contó: uno, y dos, ¡dos por quichicientos!

Bueno, el verdadero final no lo conozco. Dicen de unos antropólogos que escarbaban en un baldío de la calle Salta que encontraron un guardapolvo sin botones de seiscientos veinte años, y que entonces esta historia fue la conclusión a la que llegaron después de un largo debate.

Otros dicen que cuando el nene abrió los ojos apareció en el patio de la escuela, justo en el momento de la campana de salida, y que aun cuando el nene sólo estuvo pocas horas ausente, y que por más que sus compañeros nunca notaron esa ausencia, él jamás volvió a sentirse el mismo.

Como sea, la moraleja de esta historia enseña que los niños que hacen trampa en la escondida acaban como viajeros perdidos en el tiempo. Como eternos viajeros perdidos en el tiempo.




Guillermo Galli tiene 31 años, publicó en dos antologías de cuentos (Memorias de Soñadores, Ediciones Baobab. 2003, y Estación Lector, Editorial Dunken. 2005) y es autor de dos guiones de cortometrajes que fueron realizados el año pasado ('Frascos', de Carlos Alloco y 'La brisa del tiempo', de Hernán Tonini). Este es su primer cuento publicado en Axxón.



DÍPTERO MUSIDO

Felipe Rodríguez - México


Su madre la depositó sobre materia orgánica con sus casi ciento cincuenta hermanos cuando eran unos huevecillos. Alrededor de doce horas después ya era una larva parecida a un gusanito blanco. Complicados fenómenos de histolisis e histogénesis la transformaron en pupa y, finalmente, alcanzó su estado perfecto. Voló. Su cuerpo estaba diseñado para ello: alas de superficie membranosa doble, cabeza elíptica, prominentes ojos compuestos por cientos de celdas, seis largas patas con uñas y ventosas y un aparato bucal en esponja que permitía lamer las sustancias de que se alimentaba... para eso volaba. La búsqueda del sustento, sin embargo, era una actividad peligrosa para ella y sus congéneres; al menor descuido podría -como sucedió- caer en las trampas enemigas: una descarga eléctrica, gases venenosos, redes confeccionadas con telas orgánicas, extremidades pegajosas o el simple golpe con un periódico doblado y se convertía, literalmente, en una mosca muerta.


De Felipe Rodríguez Maldonado, mexicano de Saltillo, Coahuila, hemos publicado "Tara 2011" en Axxón N° 140, "S.J." en Axxón N° 149 y ""El Cristo Atrapado" en Axxón N° 147. Felipe es periodista en Saltillo. Fue antologado en un volumen del Premio Estatal de Cuento Julio Torri y quedó finalista del Premio Kalpa de Ciencia Ficción en México.



SIN TÍTULO

Jesús Ademir Morales Rojas - México


Sabía que te hallabas en ese bosque de figuras vacías, que se desplazaban sin sentido alguno por los espacios vastos de aquel piso cubierto de espinas metálicas. Bajo la luz artificial permanente, de las bóvedas inmensas, aprendí a identificar cada gesto incipiente de dolor de esos maniquíes, apenas expresivos. Así reconocí los tuyos propios. Una ocasión que el azar, en tales mudas corrientes de siluetas, te trajo a mi cercanía, intenté hablarte, pero justo en eso las púas del suelo laceraron mis pies descalzos. Cuando me recuperé, por fin, la configuración de las blancas siluetas era otra de nuevo. Y en aquella dimensión clausurada ya nunca pude volver a hallarte. Y luego, no mucho después, yo mismo me extravié.


ECOS

Jesús Ademir Morales Rojas - México


... no sé cuánto estuve encerrado en aquel cuarto oscuro poblado de ecos. Periódicamente me rociaban con luces extrañas y líquidos de raro sabor. En algún momento abrieron una zona de la celda. Entonces me asomé: sólo había allí un horizonte de sombras, y las quietas olas de un mar metálico. Salí. Anduve vagando sobre las aguas durante mucho, mucho tiempo. Hasta que el tedio me sofocó hasta la muerte...


Jesús Ademir Morales Rojas nació en la Ciudad de México en 1973. Cursó estudios de Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México e Historia del Arte en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Dice el autor: "En el fondo, soy un feliz autodidacta de librerías de viejo". Hemos publicado en Axxón su cuento ARDILLA (181) y su artículo ALIEN, EL EXTRAÑO SER QUE HABITA EN NOSOTROS (181)



ME NIEGO ROTUNDAMENTE

Jonathan Minila - México


—En primer lugar —susurró la mujer— la vida no debería terminar.

Él, a su lado, asomado discretamente por el filo del muro hacia el salón que estaba al final del pasillo, la escuchó sin voltear a verla. Estaba inquieto, con el rostro seco de un llanto interrumpido.

—La vida no termina —contestó al fin, cortante.

La mujer, totalmente abatida, se deslizó por el muro hasta quedar sentada en el suelo. Luego, como si su voz viniera de todas partes, respondió.

—La mía sí.

—Pero la vida sigue —replicó él, aún con los ojos clavados en la gente de negro que rezaba.

La mujer trazó una desoladora sonrisa, y habló como si lo hiciera para ella misma.

—¿La vida sigue? —hizo una pausa—. Luego de mi muerte no quedará nada...

—Queda mi vida —volteó él, enojado, recargándose en el muro—. La de ellos, la de muchos otros.

—¡Es mentira! —gritó la mujer cubriéndose el rostro—. Cuando cierre los ojos todo habrá terminado.

Él, angustiado de que alguien la hubiera escuchado, se asomó rápidamente al pasillo para verificar la reacción de la gente en el salón, los pocos dolientes que alcanzaba a ver desde ahí, todos de espaldas bajo el marco de la puerta. Voltearon como si hubieran estado esperando la oportunidad para poder desviar, por un instante, la mirada.

Nada.

Cuando volvieron los ojos al lugar que la mujer debería estar ocupando, se dirigió de nuevo a ella.

—¿Qué no te has dado cuenta? —preguntó el hombre con los ojos clavados en la pared de enfrente—. Velos a ellos... a mí... estamos vivos; nada ha terminado.

—Aún no he cerrado los ojos —la mujer se contuvo para que sus palabras no se convirtieran en otro grito.

De nuevo el silencio flotó entre ellos y los rezos se escucharon como no lo habían hecho hasta ese momento. Él comenzó a llorar y tomó con ternura la mano de la mujer. Luego, con el llanto quebrándole las palabras, le habló por primera vez desde que la había encontrado en la oscuridad, mirándola a los ojos.

—Los cerraste en mis brazos... —le dijo con un esfuerzo que casi le costó la vida. Hizo la pausa precisa para que una lágrima recorriera su rostro y cayera entre sus los dedos entrelazados; luego continuó:—. Ya estás muerta, María.

—¡No, no, no! —se paró ella, desesperada, y golpeándose en la cabeza con los puños cerrados comenzó a caminar sin sentido—. Jamás creí escucharte decir eso.

Él la alcanzó para abrazarla.

—Disculpa —le dijo—. Es que esto que está pasando... no es normal.

La mujer se separó de él.

—¿Qué no es normal? —contestó mirándolo a los ojos—. No sabes lo que dices; a nadie le gusta la muerte. El problema es que todos la aceptan, pero yo no, ¿entiendes? YO NO.

El tiempo se detuvo. El cuchicheo de los rosarios se extendió sobre ellos como si quisiera devorarlos y él intentó abrazarla de nuevo; fue imposible. Estaban destrozados, muertos los dos.

—¡No me toques! —gritó la mujer—. ¡ME NIEGO ROTUNDAMENTE A LA MUERTE!

Los rezos se apagaron al instante. La mujer cayó al suelo de rodillas y él, sin importarle ya que alguien hubiera escuchado el grito, se hincó también para abrazarla. Le besó la boca, los ojos, la nariz, como cuando eran novios; luego, como entonces, quedó hipnotizado con el hermoso color de sus ojos. Las lágrimas siempre le habían dado un brillo especial a su mirada, como si de ahí pudiera nacer cualquier sueño. Ojalá se hubieran quedado así por siempre. Sin embargo en el pasillo... los pasos... las voces...

—¿Y ahora... qué hacemos? —le susurró ella al oído.

—Si no quieres morir, amor, no tienes por qué hacerlo —contestó él sintiendo sus labios—. Yo les explicaré.

Los pasos se acercaron y los murmullos cada vez eran más fuertes. Alguien se adelantó y encendió la luz de donde se encontraban.

Todos los corazones se aceleraron, como nunca lo habían hecho, menos uno que estaba quieto y marchito.

—Tienes razón, princesa mía —susurró el hombre antes de sentir una mano sobre su hombro—. Si cierras los ojos todo terminará. No lo hagas... no los cierres nunca.


Jonathan Minila es escritor mexicano, colaborador de algunas revistas y administrador del sitio El pájaro azul. Ha publicado en "El ateje", revista de literatura cubana, Revista Norte/Sur, Toluca, México, "Ojopelao", Venezuela, Revista "Y sin embargo" No. 14, España, Revista "PICNIC" No. 19, Revista "Opción" No. 146, Revista "Yuku Jeeka" No.49, Revista "Archipiélago" No. 57, de México. En Axxón publicamos su cuento "UNA GOTA" (182).



Axxón 183 - marzo de 2008
Ilustrado por Valeria Uccelli
Cuentos breves de diversos autores (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios temas).