DE OTROS MUNDOS

Héctor Germán Oesterheld

Novela corta

Argentina

I

UNA LUZ AZULADA, CRUDÍSIMA...


Esta es una historia que empieza con una luz enceguecedora.

Una luz enceguecedora que iluminó Quiet Creek como si un tremendo proyector de televisión hubiera sido enfocado de pronto sobre la cabaña junto al lago. Una luz enceguecedora que penetró hasta el living, recortando con increíble nitidez cada objeto, cada rostro.

Bull Rockett, el técnico más genial de esta época genial, el sabio con capacidad de comando, como lo llamaran los diarios una de las tantas veces en que todos lo dieron por muerto, apartó la mirada del tablero de dibujo donde trazaba los planos del nuevo cosmotrón.

Y, deslumbrado, quedó mirando hacia la ventana. Cerca de él, Pic, su mecánico, el hombre tornillo, el mecánico más hábil que he conocido, alzó la cabeza del modelo escala de rotor que estaba trabajando en su microtorno y se quedó parpadeando, sin comprender, totalmente encandilado. Mama Picmy, la mamá de Pic, la viejecita que nos cuida, se quedó con la bandeja de la cena en las manos como ofreciéndola a un invisible visitante.

Y yo, Bob Gordon, ex cronista deportivo, actualmente el otro ayudante de Bull para todo lo que no sea mecánica, quedé con la lapicera en el aire y me volví hacia la ventana: tan brusco fue mi movimiento que apareció un manchón redondo de tinta sobre el relato que estaba escribiendo de nuestra última aventura para la Editorial Frontera.

La luz, una luz azulada, crudísima, se apagó.

Y los cuatro quedamos en silencio, en ese silencio que siempre produce lo inexplicable...

—¿Qué fue eso? ¿Un relámpago? —La primera en hablar fue Mama Picmy.

—¿Un relámpago en una noche estrellada como esta? —fue la irritada respuesta de Pic; como a los chicos, nada lo enoja tanto como lo que no comprende.

Mientras nos precipitábamos fuera de la cabaña, los interrogantes me martillaron en el cerebro: ¿de dónde había venido aquella luz tan viva? ¿Alguna explosión cercana, acaso?

No, no era posible. No habíamos oído detonación alguna...

Sí; la noche no podía ser más despejada. No había luna, pero las estrellas ardían en toda su plenitud, más cercanas que nunca. Bajo ellas, los cerros, el bosque, el lago, aparecían más misteriosos, más cargados de sugestión.

—¡Miren allá! ¡Allá arriba!

Fue Bull quien lo avistó primero. Miramos hacia donde señalaba con la mano, y también nosotros lo vimos. A cierta altura, sobre el horizonte.

Era un plato volador, nítidamente recortado contra el cielo oscuro como una gigantesca lenteja pintada con luz fosforescente.

Estaba allá arriba como colgado, balanceándose ligeramente.

No habíamos salido aún de la sorpresa que nos produjera su aparición cuando pareció caer hacia un costado a fantástica velocidad, cambió de pronto de rumbo, en un giro imposible, y se vino hacia nosotros a velocidad vertiginosa, dejando tras de sí una estela fosforescente, azulada.

En seguida lo tuvimos directamente sobre nuestras cabezas.

En ese mismo momento dejamos de verlo, porque otra vez nos encegueció la luz deslumbradora, azulada, de poco antes.

Venía del plato volador, de su mismo centro...

Otra caída al costado, otro giro imposible, y el plato volador se alejó ganando altura rápidamente; pareció que se perdería en lo alto, pero, dando vuelta otra vez en ángulo agudísimo, y dejando siempre tras de sí la estela azulada, volvió a perder altura, planeando durante unos momentos sobre el lago. Enseguida, en rapidísimo vuelo horizontal, volvió a plantarse sobre nuestras cabezas...

Y otra vez nos bañó con aquella luz enceguecedora.

Ahora el resplandor se prolongó. Diez, veinte, treinta segundos...

¿Qué significaba aquello? Ya era algo extraordinario ver de cerca a uno de los tan nombrados platos voladores, uno de esos tan discutidos objetos que, mientras para uno provienen de algún planeta, para otros son de fabricación terrestre; pero ver a uno de ellos iluminando a sus observadores, eso era algo que hasta ahora nunca se había producido.

—Oye, Bull —preguntó Pic—. ¿Te parece que hacemos bien en exponernos así, a la luz?

Era una observación justa: ¿qué sabíamos de la naturaleza de esa potente luz con que el plato nos iluminaba?

—¿No será algún rayo dañino? —continuó Pic, protegiéndose los ojos con un ademán desconfiado de la mano—. ¿Algo así como un rayo de la muerte?

—Si se trata de algo tan serio como eso, Pic, ya es tarde para nosotros... —repuso Bull—. Y por otra parte...

Volvió a apagarse la luz, y otra vez el plato volador se alejó hacia el lago.

—Ahora va mucho más despacio... —observé.

Iba, sí, a marcha muy lenta. Muy lenta, claro está, para él: apenas unos cuarenta kilómetros por hora, en lugar de los mil y pico de las picadas anteriores...

Siguió alejándose hasta volar por sobre los cerros, y de nuevo pareció entrar en súbita actividad: pareció saltar hacia un costado, en violentísima carrera, en ángulo cerrado, otra carrera hacia lo alto, una caída en picada y otra vez encima de nosotros, otra vez la luz de su increíble reflector.

Ahora la luz no nos iluminó en forma continuada: lo hizo a pantallazos, a intervalos iguales.

—Se diría... —empecé.

—Ya sé lo que vas a decir, Bob —me interrumpió Bull mirando el plato con profunda atención—. ¡Se diría que nos está haciendo señales! ¿No era eso lo que pensabas?

—Exactamente... Pareciera como si quisiera llamarnos la atención...

Siempre sobre nosotros, empezó a perder altura.

Bajó así hasta no más de —calculo— doscientos metros. Ello nos permitió apreciar su forma circular, los cinco curiosos orificios abiertos en los bordes, a intervalos regulares, la concavidad circular que tenía en el centro, con algo así como una lente, parecida a la cúpula de plástico que ocupa el artillero de popa de una fortaleza volante. He visto muchas máquinas; he visto toda clase de aparatos científicos, de instrumentos atómicos; he visto los aviones de diseño más acabado, los cohetes, las bombas voladoras de formas más perfectas. Pero, lo confieso, no recuerdo haber visto nada semejante a aquel plato volador: tal era la impresión que producía su forma geométricamente perfecta, lo preciso al milímetro de su terminación, el fabuloso poder que se adivinaba dentro de la maravillosa simpleza de sus líneas.

Por un momento, al verlo allí casi perpendicular a nosotros, creímos todos que se aprestaba a descender.

—Parece detenido... ¿Irá a bajar? —pregunté, parpadeando rápidamente para acostumbrar los ojos al constante apagarse y encenderse de la enceguecedora luz—. ¿Será pura casualidad, Bull, que haya venido a descender justamente aquí, en Quiet Creek?

Bull no me contestó: miraba absorto al plato volador que ahora, lentamente, como con desgano, emprendía la retirada hacia los árboles; siguió apagando y encendiendo su luz, como una gigantesca luciérnaga de pesadilla.

—Deben de estar locos —fue la conclusión de Pic—. Yo no entiendo ni medio...

Estaba ya sobre los árboles, a unos tres mil metros de nosotros, cuando volvió a detenerse, oscilando ligeramente en equilibrio inestable.

—Parece un perro empeñado en que lo sigamos —fue la observación de Mama Picmy.

—Cállate, mamá... —la reconvino Pic—. Tú no entiendes nada de esto.

—Ninguno de nosotros entiende nada, Pic. La observación de Mama Picmy es bien justa: yo también pensé lo mismo. —La voz de Bull fue seria, muy seria: no se le ocultaba que en todo aquello había sin duda un gran misterio, un enigma difícilmente explicable; aquel fantástico objeto venía sin duda de otro mundo, de otro planeta donde habría de seguro otras formas de vida, otros conceptos, otras escalas de valores totalmente diferentes a los nuestros...

Volvió a perder altura y pareció rozar las altas copas de los árboles, que parecieron encenderse; no me hubiera extrañado verlas envueltas de pronto en llamas.

En ese preciso instante algo se desprendió del plato volador: algo parecido a una esfera luminosa, que lentamente descendió entre los árboles, recortando en negro sus ramas, como en una gigantesca radiografía...

Apenas desprendida la esfera, el plato saltó hacia arriba, en aceleración tan veloz como sólo he visto en cohetes. En muy pocos instantes estuvo a miles de metros de altura, un diminuto punto luminoso que huía hacia las estrellas, como ansioso por volver cuanto antes a su lugar de origen...

Por un instante flotó en el cielo el trazo luminoso de su alucinante estela, y en seguida nada, ni el menor rastro... Nada que nos recordara lo que acabábamos de ver, nada que sirviera para demostrarnos a nosotros mismos que no habíamos soñado, que no habíamos sido las víctimas de una alucinación...

—¿Volverá? —pregunté.

—No lo creo —repuso Bull—. Se fue con demasiada resolución... Lo único que podemos hacer ahora es buscar la bola luminosa que tiró... Por algo la dejaría caer...

Sí, no nos quedaba otra cosa que hacer. Ya estábamos por internarnos entre los árboles cuando Bull se detuvo:

—Lo siento, Mama Picmy —dijo con voz enérgica—. Pero usted se vuelve ahora mismo a la cabaña...

—Pero... ¡Yo también quiero ver! —se enfureció Mama Picmy—. ¡No me voy a perder la función la única vez que ocurre algo aquí mismo, en Quiet Creek! No serán ustedes tan egoístas...

—No sabemos de qué se trata —la interrumpió Bull—, y puede haber peligro. Vuélvase a la cabaña, Mama Picmy...

—¡No me vuelvo nada! —hubo obstinación resuelta a todo en la voz de Mama Picmy; no en vano era la autora de los días de Pic.

Pero Bull no estaba para discusiones: de un par de zancadas alcanzó a Mama Picmy, que ya se internaba resueltamente entre los árboles y, con movimiento rápido y seguro, la alzó en brazos, como si fuera una chiquilla.

Fueron vanos los pataleos: con paso rápido la llevó Bull hasta la cabaña, la depositó en el suelo y, sin darle tiempo a reaccionar, cerró la puerta con violencia.

—Esa cosa que cayó puede ser desde un residuo de combustible hasta una bomba atómica —le oí gruñir cuando se reunió con nosotros—. ¡Vamos, que por algo el plato volador la dejó caer!

Caminamos durante un rato en silencio. Por suerte aquella parte del bosque nos era muy conocida, y no nos costó mucho trabajo avanzar, a pesar de la densa oscuridad que reinaba entre los árboles. Además, muy pronto hubo algo que facilitó nuestra marcha: al principio fue un débil resplandor azulado; luego, a medida que nos acercábamos, la luz se fue haciendo muy intensa, hasta parecer la de una poderosa linterna.

A unos quinientos metros del misterioso objeto, Bull de detuvo.

—¿Qué pasa? —le preguntó Pic, enarcadas las cejas.

—Creo que debemos acercarnos tomando las máximas precauciones posibles —explicó Bull—. Como lo hacen los buscadores de bombas y de minas sin estallar. Yo iré hasta ella con un transmisor portátil; ustedes seguirán desde aquí, con un receptor, todas mis maniobras. Si lo que arrojó el plato volador es algo mortífero, sólo perecerá uno de nosotros: quedarán los otros para decidir lo que hay que hacer —Bull se volvió hacia Pic y agregó:— Anda y trae los aparatos, Pic. ¡Y apúrate!



II

LA ESFERA LUMINOSA


Quedamos, Bull y yo, a la espera, sentados sobre unos troncos caídos. Por supuesto que no fue una espera tranquila: allí, tras los árboles, estaba la esfera luminosa radiografiando las ramas de los árboles; no la divisábamos, pero veíamos su resplandor que nos hablaba de algo ajeno, de algo de otro mundo.

Dejé de pensar en la esfera: yo no estaba para nada de acuerdo con el plan de Bull. Y se lo dije:

—No veo por qué has de ser tú quien vaya, Bull... Creo que deberíamos echarlo a la suerte...

—No, Bob. De los dos, tendrás que reconocerlo, yo soy el más entendido en estas cosas.

—¡Pero si no sabemos de qué diablos se trata! —protesté—. ¿Insistes en no querer decidirlo por la suerte?

—Insisto —hubo fastidio en la expresión de Bull—. ¡Y no discutas más!

—Entonces lo arreglaremos de otro modo... —exclamé, incorporándome con los puños levantados—. ¡Levántate!

Me miró. Creí que no se levantaría, pero empezó a incorporarse con movimientos lentos, deliberados.

Pero en ese momento llegó Pic, con un transmisor de campaña.

—Aquí está el walkie-talkie —gruñó, poniendo en el suelo uno de esos pequeños transmisores receptores del ejército, con los que dos hombres pueden mantenerse en contacto aunque los separen algunos kilómetros de distancia.

—¿Y el otro? —se sorprendió Bull—. ¡Con un solo aparato no hacemos nada!

Ciertamente, aquello era para sorprender, porque un walkie-talkie no pesa mucho.

—¡Ya te lo voy a traer! —Evidentemente, todo aquel asunto del plato volador había puesto muy nervioso a Pic—. ¿Qué te has creído? ¿Que soy una mula para andar con los dos aparatos a la vez?

Ofendido, Pic nos dio la espalda y desapareció entre los árboles con furiosas zancadas, rumbo hacia la cabaña.

—Este Pic está chiflado —murmuró Bull—. Después de todo, los dos aparatos no pesan tanto... Le ha de fastidiar que siempre le hagamos hacer los mandados —agregó, meneando la cabeza—. En lo sucesivo repartiré mejor el trabajo.

—De acuerdo... ¡Empieza ahora mismo y déjame ir a mí a examinar lo que el plato dejó caer!

Bull me miró con enojo:

—¿Vuelves con lo mismo? ¿No te dije ya que era cosa resuelta? ¿Qué he decidido ir yo?

—Eso te crees tú. ¡Si no quieres tirar a la suerte, los puños resolverán quién va!

No había bravata ni deseo de camorra por mi parte: demasiado bien conocía la diferencia enorme que había entre Bull Rockett y yo: su vida era verdaderamente irremplazable, mientras que yo... Bueno, hombres como yo los hay a montones.

—¡Empecemos de una vez! —murmuré, ajustándome el cinto—. ¡Ponte en guardia! —Ya un par de veces yo había cambiado puñetazos con Bull. Generalmente con suerte adversa al final para mí, pero en varias ocasiones lo había tenido por el suelo. Estaba firmemente resuelto a conseguir aquella vez un knock-out terminante.

—Ya que te empeñas... —Bull estiró los brazos.

Empezamos a fintear: extendidas las izquierdas, acortamos la distancia, buscando cada uno el claro propicio.

Punteé con un largo jab, que no llegó a destino porque Bull ladeó la cabeza. Insistí, y tampoco acerté: Bull se agachó antes.

En ese momento una voz algo metálica resonó a nuestro lado:

—¡Atención! ¡Atención!

Apenas la oímos, dejamos de pelear. Era el receptor de radio el que hablaba:

—¡Atención! Esta es P-I-C, Radio Quiet Creek... A continuación comenzaremos a transmitir el desarme del objeto arrojado por el plato volador... Esta operación será ejecutada por el señor Pic, el hombre de mayores conocimientos mecánicos y electrónicos de todo el Sistema Solar...

Hubo una pausa en la radio. Bull murmuró, con tono ensimismado:

—Ya me parecía que algo raro se traía... Dejó escondido el otro walkie talkie en algún matorral antes de traer este aquí. Luego, en lugar de ir a buscarlo a la cabaña, lo recogió y se metió en el bosque para buscar la esfera luminosa... Debía haber imaginado que nos hacía trampa: ¡si algo le pasa, jamás me lo perdonaré!

—Esto sí que es algo curioso —continuó diciendo la radio, haciéndonos oír uno de los característicos resoplidos de Pic—. Se trata de una esfera luminosa, del tamaño de un queso bola... Es luminosa pero no parece irradiar calor... Voy a ver si puedo tocarla...

Una breve pausa, y luego otra vez la radio:

—¡Acabo de tocarla, y está fría, no pasa nada! Ahora voy a ver si puedo agarrarla...

Silencio.

—¡Ya la agarré! —hubo sorpresa en la voz de Pic, como extrañado de no haber saltado todavía en pedazos—. Todavía no explotó; es muy liviana, pero sus paredes son durísimas... Acá tiene como una ranura... Veré si puedo desarmarla...

Hubo en la radio un ruido como de herramientas.

—Voy a probar con un destornillador... —siempre la voz de Pic, ahora firme y segura; tener que realizar una operación mecánica apartaba de la mente de Pic la idea del peligro—. Haré palanca con él, metiéndolo en la ranura...

Otra vez una pausa.

Una pausa que me pareció larguísima, una pausa que a cada instante podía hacerse trizas con el estallido de la pequeña esfera...

Nunca, lo confieso, he sentido tanta ansiedad por aquel hombre flaco y desgarbado y gruñón y narigón que es Pic.

Mi amigo Pic... Sí, saber que estaba corriendo semejante peligro, que se las había ingeniado para arriesgarse cuando nadie pensaba que fuera él quien enfrentara lo desconocido, lo elevaba en aquel momento a la categoría de héroe. Por supuesto, si todo salía bien, si la esfera no llegaba a estallar, yo, como siempre sucede, olvidaría los sentimientos que el arrojo de Pic me suscitaba y volvería a pelearlo y a molestarlo y a discutirle como siempre; siempre pasa así con la gente a la que uno quiere.

—¿Qué haces ahora, Pic? —la voz de Bull, en la que había una mal disimulada inquietud, me sobresaltó; también él estaba preocupado.

Siguió el silencio.

Bull y yo nos miramos. Nos pusimos de pie.

—Es raro esto —otra vez la radio, con la voz de Pic odiosamente tranquila—. Algo se abrió, pero ya no cede más... Creía que había una rosca, pero no... Tiene otro sistema, un sistema de ranuras que nunca vi... Pero...

Otra vez una pausa.

Ya estábamos empezando a inquietarnos nuevamente cuando el receptor volvió a hablar:

—¡Eh! ¡Se está abriendo sola! Y empieza a zumbar... ¿La oyen?

Sí, también nosotros podíamos ahora oír el zumbido.

Un zumbido agudo, que crecía y crecía.

—¡Corre, Pic! —gritó Bull en el micrófono.

Un momento después el zumbido cesó.

—¿Y ahora? —Bull y yo miramos, perplejos.

Era un silencio completo, como si algo hubiera cortado de pronto la transmisión.

—Quizá se descompuso el receptor —aventuré.

Bull estiró la mano para sacudir el aparato, pero en ese momento...

—¡Je je! ¡Je je! ¡Je je!

—¡Es la risa de Pic!

—¡El idiota se está burlando de nosotros! —estallé.

No. Pic no se burlaba. Lo único que hacía era dar rienda suelta a sus nervios. Tenía que desahogarse...

—¡Je je! ¡Je je! ¡Ya se abrió del todo! —hubo un gran asombro en la voz de Pic—. Ya se abrió del todo... Adentro hay...

Otra vez la pausa.

Teatral, bien calculada por aquel condenado para hacernos estremecer de impaciencia.

—¡Termina de una vez! —rugió Bull.

—Adentro hay —la voz de Pic fue más plácida que nunca— algo que parece un disco... Un disco con un mensaje. Claro que un mensaje escrito en chino básico...

—¿No tiene nada más adentro? —preguntó Bull.

—No... ¿Qué esperabas? ¿Juguetes?

—¡Trae todo en seguida para aquí!

—A la orden, mi jefe.

Poco después Pic surgía de entre los árboles, trayendo en una mano la esfera luminosa, que se había vuelto a cerrar, y en la otra un pequeño disco de color verde.

—Debiera darte la paliza de tu vida por lo que hiciste —gruñó Bull con mal fingido enojo—. ¿Ese es el sentido que tienes de la disciplina? ¡Tanto tú como Bob están a mis órdenes, y no volveré a tolerarles ninguna otra desobediencia! ¡Ni que se me discuta lo que voy a hacer! —Aquí me miró de manera significativa— ¿Entendido?

—Entendido, jefe —replicó Pic con la brevedad de un cabo que recibe una reprimenda de su sargento—. La próxima vez me rebajará usted el sueldo a la mitad, ¿verdad?

Bull le voló la gorra de un manotazo: el sueldo que Bull nos pasa todos los meses es de pesos 0,00, ya se sabe.

Si estamos trabajando con él, si nos jugamos el pellejo a su lado es porque... Bueno, no sé bien por qué. Quizá porque nos da lástima pensar que algo puede pasarle a un tipo tan especial como es Bull; quizá porque, cada vez que pensamos renunciar pensamos también en las aventuras que nos perderemos, y nos arrepentimos, y nos hacemos el firme propósito de renunciar recién a la otra aventura. Y siempre así: hoy no se renuncia, mañana sí...

—Dame el disco.

—Aquí está. Te aclaro de que eso de que es un mensaje es cosa mía. Puede ser también la cuenta del lechero... ¡Pero, oh!

Pic miró espantado la esfera que tenía en la mano, que empezaba a colorearse y pronto estuvo al rojo.

Un momento después, Pic la tiraba al suelo...

—¡Quema! ¡Se calentó de pronto!

Atónitos, los tres quedamos mirando la esfera, que se consumió con rapidez, como si fuera de celuloide, en unos pocos segundos. Lo único que quedó de ella fue un pequeño montón de cenizas amarillentas, tan livianas que el viento enseguida empezó a llevarlas.

—Esto sí que es raro... —murmuré absorto.

—No tanto, Bob —explicó Bull—. Estaría hecha de algún material que, por alguna combinación química, entraría en combustión luego de un tiempo dado... No cabe duda de que es un sistema estupendo para no dejar ni el menor rastro... Pero ocupémonos del disco, antes de que se nos queme también él.

Pero el disco no se había alterado. Nos reservaba, eso sí, una sorpresa aún mayor...

En él, claramente escrito, leímos lo siguiente:

"Bull Rockett, cuando Cronos esté en el cenit, Kirsontown".

Eso era todo.

Sibilino, pero perfectamente legible.

Bull se volvió hacia Pic:

—Se lee perfectamente bien... ¿Cómo dijiste en la transmisión que te parecía chino básico?

—¡Cuando lo saqué de la esfera parecía estar escrito por las gallinas! —se indignó Pic—. Pero ahora parece haberse aclarado...

Creí por un instante que Pic, aturdido por el susto cuando la esfera se abrió sola, se había confundido. Pero enseguida cambié de opinión y mi asombro creció.

—¡Miren el disco!

Las letras empezaban a borrarse...

—¡Así estaban cuando yo lo saqué! —explicó Pic, despavorido.

Un momento después el mensaje había desaparecido; no quedó ni la menor traza de él en la verde superficie del disco.

—Me parece entender... —explicó Bull—. Este mensaje estaba escrito con tinta "transitoria": al contacto con el aire, lentamente se hizo legible; luego la reacción química seguiría adelante y otra vez quedó ilegible... Es evidente que quien se ha comunicado con nosotros ha tomado todas las precauciones imaginables para no dejar rastros... Se diría una conspiración.

Una conspiración, sí... Pero ¿de dónde provenía? ¿Quién la guiaba?

—Bull Rockett... Mañana, cuando Cronos esté en el cenit, Kirsontown —repetí palabra por palabra el extraño mensaje, que se me había grabado a fuego en el cerebro—. ¿Tienes idea, Bull, de lo que puede significar todo esto?

—Sí, Bob... —En la frente de Bull hubo un hondo surco de preocupación—. Es, no cabe duda, el mensaje más extraordinario que jamás recibió hombre alguno. Es un mensaje que nos llega de fuera de la Tierra, del remoto asteroide de Cronos... ¿Recuerdas al doctor Yang-li, Bob?

De golpe comprendí: el doctor Yang-li era el sabio chino a quien, para salvarlo de morir en la silla eléctrica, habíamos lanzado al espacio en un cohete; lo habíamos dirigido hacia Cronos, un pequeño astro en el que era posible que existieran condiciones favorables para la vida humana.

—¡Esto significa que Yang-li está con vida! —exclamé, alborozado al pensar que el pequeño sabio chino había terminado salvándose.

—Sí. Y significa algo más, también: que el plato volador que vimos debe haber venido de Cronos con alguna misión especial... Han querido decirnos algo.

Mientras Bull hablaba, traté de comprender lo que todo aquello significaba. En otro lugar del Universo había seres tanto o más inteligentes que el Hombre... Y no sólo eso. ¡A la vez nos enterábamos de que esos seres estaban ya en la Tierra!

Miré hacia las estrellas y no pude evitar un estremecimiento. Ya no fueron para mí sólo las luminarias hermosamente lejanas que embellecían las noches: se trocaron de pronto en algo extraño, algo misterioso, algo que podía albergar vida; por un instante, las estrellas se me antojaron ojos, millones de ojos que nos acechaban.

—Oye, Bull —preguntó Pic—. ¿Qué diablos significa "Kirsontown".

—En eso mismo estaba pensando... —repuso Bull, con la mirada absorta—. Hay en todo esto algo que no anda bien: pareciera, por la forma en que han enviado el mensaje, que Yang-li quiere comunicarse con nosotros. Pero que debe hacerlo en secreto... Kirsontown —continuó— es una pequeña ciudad de Arizona, donde están instalados los más poderosos radiotelescopios del país.

—¿Radiotelescopios? —pregunté. Ya estábamos dentro de la cabaña: Mama Picmy, muy ofendida por el trato que Bull le había dado, ni siquiera apartó los ojos de la costura a la que estaba furiosamente entregada.

—Sí, radiotelescopios. Has de saber, Bob, que hay estrellas que, en lugar de luz, emiten ondas de radio... para estudiarlas se construyen radiotelescopios. Los más poderosos están en Kirsontown. El mensaje del disco ha querido advertirnos que mañana, cuando Cronos esté en el cenit, recibiremos un mensaje por los radiotelescopios de Kirsontown.

—Pero... ¿Por qué tantas vueltas? —intervine— ¿Por qué no escribir en el disco directamente lo que querían decir?

—Por ahora no lo podemos saber... Quizá Yang-li trata de comunicarnos algo muy secreto y muy importante... Quizá quien tiró la esfera desde el plato volador ni sabía siquiera de qué se trataba...

Verdaderamente, aquello era extraño, muy extraño. Porque se hacía evidente que había allí mucho más que el simple deseo de avisarnos que Yang-li estaba vivo. En todo aquello había como un presagio, un siniestro presagio.

—Prepara el "Tábano", Pic —ordenó Bull, enfrascándose en la lectura de un pesado tomo de tablas astronómicas—. Mañana temprano lo necesitaremos.

—¿Por qué tanto apuro, Bull? —pregunté.

—Porque en esta época del año —replicó Bull, hojeando el pesado libro—, Cronos ha de aparecer en el cenit de Kirsontown durante la madrugada de mañana... A ver. —Bull buscó en una tabla de apretados números—. Efectivamente, no me equivoqué: Cronos estará en el cenit de Kirsontown a las cuatro de mañana... Todavía será de noche a esa hora y será perfectamente visible a los telescopios. Quiere decir que tenemos que estar en Kirsontown por lo menos a las tres. Ya ves que tenemos que apurarnos.

Mientras Bull hablaba, miré a Mama Picmy.

Un par de gruesos lagrimones le habían caído sobre la costura, una camisa mía a la que estaba dando vuelta el cuello.

—Tenemos que irnos, Mama Picmy —dije, acercándome.

—Ya lo sé... Cuanto antes me dejen en paz, mejor —fue la respuesta entrecortada por sollozos mal reprimidos.

Bull me apartó.

—¡Si te vuelves a enojar por una cosa como ésta, sabrás de una vez por todas cómo debieron ser las palmadas que tu papá se olvidó de darte cuando eras chiquita! —exclamó, a la vez que la levantaba en vilo y le daba un par de sonoros besos en las mejillas.

—¿Te acuesto en la cama, en penitencia y sin postre? —le preguntó, sin soltarla.

Mama Picmy se le colgó al cuello, llorando a todo trapo.

—Son unos malos... Me paso la vida escuchando los relatos de sus aventuras, por todos los rincones del mundo, sin poder participar nunca en ellas... La vez que ocurre algo aquí, que podría haber vivido aunque fuera un poquito de aventura, me echan y me encierran, y encima me retan. ¿Soy una chiquilla, acaso?

—Exactamente, Mama Picmy, exactamente —Bull volvió a besarla—. Bien, sabes que lo hicimos para ahorrarte un peligro muy posible... ¿Te vas a portar bien ahora?

—Sí —prometió Mama Picmy, sollozando todavía.

—Bien. Entonces te dejo y te podrás comer el postre sin ir enseguida a la cama...

—¡Listo el "Tábano"! —anunció Pic desde la puerta.

—Perfecto. Comeremos algo y en seguida partiremos. ¡Vamos!



III

EL MENSAJE


Un par de horas después ya volábamos sobre el quebrado paisaje de Arizona...

—¿Qué crees que dirá el mensaje de Yang-li, Bull? —pregunté. Bull iba a mi lado, detrás del asiento de Pic, ocupado con el comando del avión.

—No puedo imaginarlo, Bob. Pero te confieso que no estoy nada tranquilo. Sea cual fuere la raza que habita en Cronos, ha de tratarse de seres de técnica muy adelantada. Ese plato volador lo demuestra, como también esa esfera que se quemó sola, y la escritura del disco que apareció y desapareció.

—¿Crees, Bull, que hacemos bien en guardar secreto sobre todo esto? —Era la pregunta que me había preocupado durante las últimas horas: mucha discusión nos había llevado decidir si debíamos informar a las autoridades o no del extraño mensaje del plato volador. Yo me inclinaba por dar amplia publicidad de la noticia: además de la importancia general que podía tener, venía a confirmar de un solo golpe todas las anteriores apariciones de platos voladores; pero Bull se opuso terminantemente.

—Debemos guardar el secreto, Bob, ya te lo he dicho —insistió—. Si Yang-li ha empleado tantos rodeos para mandarnos su aviso directamente en lugar de comunicarse con cualquier técnico de Kirsontown, por algo ha de ser.

—No estoy de acuerdo —empecé—. Si algo nos...

No pude continuar, porque Pic me interrumpió:

—¡Basta de charla, señores! ¡Kirsontown a la vista!

Rápidamente el "Tábano" perdió altura, y poco después nos encontrábamos aterrizando en el pequeño aeródromo de una de esas diminutas poblaciones del Oeste que apenas si son una simple parada de ferrocarril. El adormilado jefe del aeródromo estuvo por suerte demasiado dormido como para intentar oponerse a la energía de Bull: en medio minuto de conversación éste lo convenció de que nos prestara su jeep.

Y pronto estuvimos corriendo por el desierto de Arizona, por uno de esos polvorientos caminos que antaño recorrerían las diligencias, con sus conductores armados, mirando siempre al horizonte en busca de la polvareda que les anunciara la presencia de alguna banda de pieles rojas.

Media hora después llegábamos al observatorio: estaba en la alto de una meseta de esas como las que se ven en las películas de cowboys, de esas mesetas basálticas que tienen algo de torreón, de castillo, y que se alzan en medio del desierto dándole tan extraña sugestión.

El nombre de Bull Rockett fue un pase mágico que nos plantó en menos de un minuto en la oficina del director. Por suerte trabajaban allí a toda hora, y no hubo que despertar a nadie.

—¿En qué puedo servirle, señor Rockett? —nos preguntó el doctor Bery, el director. Era un hombrecillo de rostro rubicundo, sonriente detrás de anteojos de gruesa armadura negra; tenía en sus facciones abiertas una expresión ingenua, pero sus ojos, cargados de experiencia y de estudio, la desmentían.

—Necesito un favor muy especial —repuso Bull—. Deseo que me permita usar sus radiotelescopios durante unos minutos, a las cuatro de la madrugada, doctor Bery.

—Como usted disponga, señor Rockett. Ya sé que usted tiene un pase del FBI que ordena poner a su disposición cuanta facilidad técnica o científica tengan las instituciones oficiales y privadas.

Era cierto: Bull Rockett es el único hombre del país que goza de semejante pase general. Ni el presidente puede entrar con tanta facilidad en un laboratorio, o una planta atómica.

El doctor Bery nos guió a un vasto recinto de techo en forma de cúpula. A lo largo de las paredes había una hilera de paneles negros, con diales e indicadores dispuestos en orden; había en ellos la sencillez de los aparatos electrónicos, tan simples por fuera y complicados hasta la locura por dentro.

Pic se restregó las manos, encantado.

—En un minuto pondremos esto en condiciones de sintonizar hasta la audición de preguntas y respuestas que todos los días transmiten desde el infierno.

—¿Cómo sabes que en el infierno hay audiciones de preguntas y respuestas? —pregunté.

—¡Porque si no, no sería el infierno! —fue la rápida contestación.

No sabíamos en qué forma llegaría el mensaje, si como simples señales o como transmisión radiotelefónica. Bull y Pic acomodaron el circuito del más potente de los radiotelescopios para sintonizar cuanta onda llegara de Cronos.

Poco después, y cerca ya de la hora que nos señalaba el mensaje en el disco, pasamos a una de las cabinas de recepción, una habitación abundantemente iluminada, ocupada en gran parte por un gigantesco aparato lleno de diales y de interruptores; pequeños indicadores de luz roja y verde, aquí y allá, le daban un aspecto fantástico.

—Esta es la sala principal de recepción —explicó el doctor Bery—. Un treinta por ciento de las estrellas emisoras de radio han sido descubiertas aquí.

No dejaba de tener su emoción el estar en aquel lugar, en el que se captaban los ecos misteriosos e indescifrables de mundos remotos. Mundos quizá muchas veces mayores que el nuestro, mundos algunos de ellos en los cuales la inteligencia habría alcanzado ya quién sabe qué límites insospechables.

—¿Hacia qué lugar del cielo apuntarán las antenas? —El doctor Bery trató de dar a sus ojos una mirada de indiferencia.

—Discúlpenos, doctor Bery, pero nos es imposible decirle nada por ahora —sonrió Bull, en un esfuerzo por suavizar la negativa—. Se trata de una teoría que deseamos comprobar antes de darla a conocer. No quisiera adelantar nada sobre ella hasta no estar bien seguros.

—Comprendo su reserva, señor Rockett. —Los ojos viejos del doctor Bery estudiaron a Bull durante un largo instante; hubo en ellos algo de resentimiento. Y de sospecha también. Pero sus palabra no la traslucieron:

—Cuando hayan terminado, llámenme.

Quedamos solos, con todos los modernos y poderosos aparatos a nuestra disposición; la pesada puerta de la cabina, hecha con material aislante, se cerró detrás del director del observatorio.

—No creo que se haya tragado lo de la teoría. —Bull se pasó la mano por el cuello—. Este doctor Bery no es ningún tonto... Pero confiemos en que no ha de interceptar la comunicación con Cronos.

Hicimos mal en confiar en la discreción del doctor Bery, porque, en el preciso instante en que Bull decía aquellas palabras, el director del observatorio llamaba a sus ayudantes, allí fuera, en el corredor:

—¡Davis, Stocker! Conecten la cabina donde está el señor Rockett con el grabador. Deseo escuchar cuanto ellos escuchen, y grabarlo también, por si interesa a alguien más.

Los ayudantes corrieron a cumplir la orden.

—Se creen que soy un niño de pecho —murmuró el doctor Bery para sí—. Estos me ocultan algo, y no se saldrán con la suya...

Ajenos por completo a las sospechas del doctor, nos dispusimos a captar el mensaje de Cronos: faltaba ya menos de un minuto para las cuatro.

—Ya están las antenas parabólicas dirigidas hacia el cenit —habló Pic con su voz eficiente y precisa de cuando se está ocupando en algo de carácter técnico.

Decir que nos devoraba la impaciencia sería decir una vulgaridad. Y también una inexactitud. Porque no era impaciencia lo que sentíamos; era más bien angustia, una angustia indescriptible.

Como si anticipáramos que lo que nos llegaría del remoto espacio sería una mala, una desastrosa noticia.

—La verdad es que no espero nada bueno... —murmuré.

—Tampoco yo —convino Bull—. Nadie se toma tanto trabajo para dar una buena noticia.

—¡Cállense! ¡Me parece oír algo! —nos silenció Pic.

Eché una mirada al reloj: eran las cuatro en punto, la hora en que Cronos cruzaba por el cenit de Kirsontown.

—Sí, algo se oye —admitió Bull—. Pero es sólo un zumbido.

—De acuerdo, pero es un zumbido que sólo puede provenir de Cronos. —Los dedos ágiles de Pic parecieron acariciar los diales del complicado aparato—. Algo tenemos que pescar...

Débilmente, distorsionada por la distancia, una voz nos llegó de pronto desde el parlante.

—¡Atención!... Bull Rockett... Bull Rockett... Bull Rockett...

—¡La voz del sabio chino! —murmuró Bull a mi lado, temblando casi por la excitación del momento.

—Aquí Yang-li... Aquí Yang-li... ¡Atención!... Bull Rockett... Aquí Yang-li... —repitió la débil voz—. Un peligro mortal amenaza a la Tierra. Partiendo de los 78 grados de longitud Oeste y los 7 grados de latitud Sur, suban por el río y...

Abruptamente, la voz calló. Ningún sonido nos llegó, ni siquiera el zumbido de poco antes.

—¡Algo se cortó! —Por un instante pensé en los ojos viejos del doctor Bery: ¿nos estaría jugando sucio?

—No, no se cortó nada... —gruñó Pic, manipulando los diales—. El circuito sigue en perfectas condiciones. Lo que pasa es que la transmisión cesó por completo.

—¿Seguro?

—Completamente seguro, Bull... Dirigiendo la antena a una estrella, se reciben señales como siempre.

—Quizás se reanude la transmisión —intervine—. ¡Vuelve a apuntar a Cronos, Pic!

Cinco, diez, veinte minutos pasaron así. Pic probando los diales sin cesar, en incansable búsqueda de la voz que no llegaba. Bull y yo, a su lado, consumiéndonos a pesar de la inmovilidad, devorados por la tensión de la impaciencia.

—No creo que vuelva ya... —Bull puso una mano en el hombro de Pic.

—¿Por qué no? —porfió éste—. Puede haber sido un desperfecto en el transmisor instalado en Cronos. Sigamos esperando: lo pueden arreglar de un momento a otro.

Hubo súbita energía en el rostro de Bull:

—¿Esperar? —Sacudió la cabeza—. Yang-li nos ha hablado de un peligro mortal para la Tierra. ¿Y si mientras esperamos aquí ocurre algo irreparable?

Una urgencia apremiante vibraba ahora en la voz de Bull.

—Es muy probable que no haya sido un desperfecto —continuó— lo que interrumpió la transmisión. Pudo ser interferida por alguien resuelto a que no llegara noticia alguna... No olvidemos las vueltas empleadas para comunicarse con nosotros: aquí parece haber dos partidos en lucha. Uno que se empeña en comunicarse con nosotros. Otro, que trata de impedir esa comunicación.

—¿Y qué te propones hacer? —pregunté.

—Ir ahora mismo con el "Tábano" al punto señalado por el mensaje de Yang-li...

—¿Sin avisar a las autoridades?

—Sin avisar a nadie, Bob. Si Yang-li creyó mejor no avisar a las autoridades, por algo sería. ¡Vamos, que no hay tiempo que perder!

Salimos de la cabina. Sentado en el corredor, el doctor Bery aguardaba.

Me pareció ver en sus ojos una expresión diferente; había en ellos, ahora, un brillo sombrío, mezcla de temor, de tremenda excitación.

¿Habría escuchado la transmisión? ¿O simplemente le sacudía la presencia de Bull Rockett, el científico famoso, que turbaba la soledad de su cabina de recepción, el santuario de su trabajo? Quizá el doctor temía por su posición; quizá veía en Bull Rockett a un supervisor peligroso, a un posible rival.

—¿Ya terminaron? —preguntó el pequeño sabio con voz cortés, algo forzada.

—Sí, doctor Bery... Muchas gracias por todo. —Bull tenía ahora demasiado apuro para andar fijándose en los matices de las miradas—. Muchas gracias por todo, y discúlpenos, pero tenemos que partir ahora mismo.

Un momento después estábamos otra vez en el jeep, corriendo por el viejo desierto de los sioux y los vaqueros... Amanecía y las estrellas parecían estar apagándose, parecían estar dándonos poco a poco las espaldas.

Mientras corríamos por el pelado paisaje, el director de los radiotelescopios de Kirsontown terminaba de escuchar una breve grabación.

Un breve grabación que reproducía íntegramente el mensaje de Yang-li desde el remoto Cronos.

—Comuníqueme de inmediato con el FBI —ordenó el doctor Bery a uno de sus ayudantes.

Aquel secreto era demasiado enorme para el diminuto doctor; tenía que comunicarlo cuanto antes a las autoridades...



IV

ESPAÑOL ANTIGUO


Una hora más tarde, ajenos por completo a que también Bery se había enterado del trunco mensaje desde Cronos, los tres volábamos en el "Tábano" en busca del lugar señalado.

Los motores del pequeño caza nos impulsaron a gran velocidad: muy pronto pasamos por sobre una línea más o menos angulosa que apareció allá abajo, a través de un claro abierto entre las nubes.

—El canal de Panamá —anunció Pic, con voz incolora.

Unos minutos más y nos encontramos surcando el espacio sobre el verde océano de la mayor selva del mundo. Estábamos encima del Brasil.

—La latitud y longitud anunciada por Yang-li corresponde a Sudamérica —había explicado Bull cuando levantamos vuelo—. Debe caer en una zona bañada por el Amazonas.

Claro, Bull tiene, entre otras cosas, un mapamundi dentro de la cabeza: miró el mapa del "Tábano" durante unos instantes y luego murmuró:

—Sí... Es en los Andes peruanos, en la vertiente que da al Amazonas. Según el mapa no hay allí otra cosa que montaña y selva. ¿No habrá en todo esto algún error?

Eso fue todo lo que se habló en el "Tábano" cuando partimos.

Cuando nos encontramos volando sobre aquel océano de verde, confieso que no sentí el menor deseo de hablar: una rara desazón me producía saber que nos acercábamos al punto señalado por Yang-li, que nos acercábamos a un punto donde, con toda seguridad, pues sino no se hubiera tomado tantas precauciones en enviarnos el mensaje, nos esperaba algún peligro cuya naturaleza ni siquiera nos estaba permitido imaginar.

Sólo se veía selva debajo de nosotros, y, allá lejos, alguna serranía, cuando Bull dio una orden:

—Bajaremos a unos treinta kilómetros del lugar señalado, Pic.

—¿A treinta kilómetros? —gruñó Pic—. ¿Por qué tan lejos?

—¡Obedece y cállate!

Rápidamente el avión perdió altura; la selva, que hasta aquel momento había sido poco más que una coloración, allá abajo empezó a presentársenos en toda su increíble inmensidad.

—Este es el río que desciende desde el lugar señalado por Yang-li —señaló Bull, indicándonos una cinta plateada, sinuosa, que aparecía aquí y allá entre las masas de verdor—. Aterrizaremos en el primer claro que aparezca, y seguiremos a pie hasta el punto señalado.

—¡Pero es una caminata de más de treinta kilómetros y por terreno quebrado! —se escandalizó Pic—. ¿Por qué tanto trabajo? ¿Por qué no aterrizamos más cerca?

—¿Olvidas que quienes están allá son los que tripulan los platos voladores, Pic? Debemos tratar de llegar inadvertidos: tenemos que explorar antes de darnos a conocer, para saber si hay o no peligro para nosotros...

—¿Y qué peligro puede haber?

—Eres el asno de siempre, Pic —intervine; no iba a perderme la ocasión de aprovecharme de la falta de imaginación de Pic—. El aviso nos llegó en forma por demás clandestina. Si quienes nos avisaron lo hicieron con tantos rodeos es porque algo temen. ¡Estamos obligados a extremar las precauciones!

Pic no tardó en encontrar un claro junto al río. Descendimos, y nos encontramos en una selva de hermosos, enormes árboles milenarios.

Cuando los motores del "Tábano" dejaron de zumbar, un silencio de templo nos envolvió.

—¡Qué lugar! —murmuré, sobrecogido por tanto silencio—. No se oyen pájaros... ¡Ni siquiera hay monos!

—Ahora estás tú —Pic aprovechó para desquitarse.

—¡Dejen de pelear y vamos! —ordenó Bull—. Cada minuto que pasa puede ser decisivo.

Dejamos el "Tábano" herméticamente cerrado y con una potente tensión eléctrica conectada al fuselaje, para quitar a las alimañas o a los salvajes todo deseo de tocarlo, y nos pusimos en marcha.

—Será una marcha bastante dura —comenzó Pic, internándose entre la maleza detrás de Bull.

—Quédate a esperar un taxi, manteca.

Pronto el ejercicio nos quitó las ganas de hablar. El ejercicio y la extraña calidad de aquella selva, distinta a todas las que conociéramos, aunque no podíamos decir en qué consistía la diferencia.

—Nunca vi una selva así... —oí murmurar a Bull, avanzando rápidamente entre los árboles. Por suerte la maleza no era muy espesa y, dando algunos rodeos, podíamos hacer rápidos progresos—. No parece haber pájaros... Ni animales.

Sí; el único rumor de aquella selva gigantesca era el del viento, murmurando a veces entre los árboles con sonido apagado pero inmenso, como que era la voz de innumerables frondas estremecidas por la brisa.

Seguimos avanzando. A cada paso la selva, con la alta bóveda de los árboles encima de nuestras cabezas, se parecía más a un templo. Un templo de pesadilla, sin fieles ni oficiantes... De pronto, Bull se detuvo:

—¡Un momento! ¡Alguno de ustedes ha visto volar algún insecto siquiera?

—Yo no —repuse.

—Tampoco yo —agregó Pic—. Aparte de Bob no he visto bicho alguno...

—Pues esto es rarísimo... —Hubo honda preocupación en la voz de Bull—. Es como si toda la vida animal de la selva hubiera sido aniquilada.

—¿Por qué lo dices? —pregunté—. ¿Acaso es obligación que haya insectos?

—Sí, Bob. Muchas de estas plantas necesitan insectos para ser fertilizadas. Éstas, por ejemplo —señaló, mostrando una flores con forma de cántaro que crecían a lo largo de una gruesa liana—, tienen un líquido azucarado para atraer a las avispas y mariposas. Y sin embargo no se ve ninguna, aunque debiera haberlas a montones, revoloteando alrededor.

—No entiendo bien lo que quieres decir, Bull —el resoplido de Pic me enfrió una oreja—. Pero, aunque estoy transpirado a veces siento frío. Lo que mató a todos los animales, ¿no podrá matarnos a nosotros también?

Ninguno le respondió. Bull y yo nos hacíamos en ese momento una pregunta análoga.

Y ninguno podía contestarla.

En ese instante mi mirada cayó sobre una cosa gris:

—¡Miren allí! —exclamé, apuntando hacia el suelo: sobre la hierba oscura resaltaba un pequeño bulto grisáceo, de contacto suave, mullido.

El cadáver de una paloma.

—Una paloma muerta. —Pic se alzó de hombros—. ¿Qué tiene de raro?

—Tiene hormigas encima... —repuse, inclinándome para observarlas de cerca.

—¡Sí! —hubo una gran excitación en la voz de Bull—. ¡La paloma está muerta pero las hormigas están vivas, bien vivas!

Resulta increíble, pero en aquel momento el cuadro de la paloma cubierta de hormigas nos pareció bellísimo. Significaba que, después de todo, había vida animal en aquella pavorosa selva.

—La paloma muerta y las hormigas vivas permiten deducir parte de lo ocurrido —empezó Bull con voz absorta—. Algo, posiblemente una radiación potentísima, ha aniquilado toda la vida animal que ha estado expuesta a ella. Los animales que, como las hormigas, no estuvieron expuestos por estar bajo tierra, se han salvado.

—Pero... —lo interrumpí, tratando en vano de buscar en sus palabras algún alivio— ¿Qué seguridad tenemos de que esa radiación mortal no se repetirá, aniquilándonos de pronto?

—Ninguna seguridad, Bob. —Bull me miró derecho a los ojos—. ¿Desde cuándo te preocupa la seguridad? Sigamos caminando.

Reanudamos la marcha. Aunque nuestros pasos no resonaban, apagados por el colchón de hojas muertas, tuve la rara sensación de que resonaban vastamente en medio de aquella soledad; tanto era el silencio de aquella especie de tumba en la que alentaban sólo los escarabajos, las hormigas, los seres de debajo de la tierra.

Nuestros cuerpos vivos aparecieron como fuera de lugar allí.

Hasta Pic se mantuvo en silencio, impresionado.

—Ya nos estamos acercando a la montaña, Bull —dije luego de más de una hora de marcha. Grandes rocas empezaban a hacerse ver entre los árboles, y el terreno empezaba a hacerse fragoso, accidentado.

La velocidad del avance se redujo; tuvimos que hacer rodeos que nos retrasaron, para evitar las rocas, los profundos barrancos que empezamos a encontrar; a cada tanto Bull se detenía para estudiar la brújula: extraviarnos en aquella selva sin vida, no poder volver alguna vez al "Tábano", sería la muerte a corto plazo.

Un farallón de negras rocas nos detuvo otra vez.

—Otro rodeo —se impacientó Pic, que empezaba a cansarse. Como buen mecánico, odiaba caminar.

Bull estudió durante unos momentos el mapa que trajera del "Tábano".

—¿A qué distancia estamos aún del punto señalado por el mensaje? —pregunté, agradecido también yo por el respiro.

—Estamos bastante cerca —replicó Bull—. Hemos avanzado más de lo que parecía. Creo que...

Un ruido seco, como de rama al quebrarse nos congeló de pronto.

Creo que sentimos lo mismo que Robinson Crusoe cuando encontró la pisada del salvaje en la isla que creía solitaria.

El ruido se repitió.

Los tres, con movimiento automático, embrazamos los fusiles ametralladoras.

Descorrimos los seguros.

—No se muevan.

Bull habló en un susurro, pero nos pareció que gritaba a voz en cuello. Tan enorme era el silencio que ahora reinaba en la selva.

Nos quedamos un momento quietos, formando parte también nosotros de aquella absoluta inmovilidad que señoreaba en la selva.

Bull fue el primero en romper el sortilegio:

—No disparen, a menos que sea estrictamente necesario —murmuró en un hilo de voz.

—Seguro que es un animal —gruñó Pic, enojado para disimular su nerviosidad.

—¡Qué sabes tú si es un animal o si es...! —Bull dejó inconclusa la frase. Sí; podía ser un animal, como podía ser también un ser como jamás vieran retinas humanas.

El ruido se repitió, mucho más cerca.

—Ocultémonos allí... ¡Pronto!

Obedecimos al instante la orden de Bull, los tres nos zambullimos en la espesura más próxima.

Nuestros movimientos fueron rápidos y sigilosos; pero no pudimos evitar que varias hojas quedaran moviéndose, revelando nuestra posición de manera inequívoca.

Un momento después sabíamos que estábamos descubiertos.

Algo me silbó por encima de la cabeza y dio con un ruido seco contra el árbol más próximo. Miré, y vi una flecha.

—Allí... —Bull señaló con el brazo extendido.

Sí, allí estaba: un rostro cobrizo, de anchos pómulos, con un tocado de plumas en la cabeza, ponía en ese momento una nueva flecha en el arco. Los arbustos impedían verle el resto del cuerpo: sus ojos, inquietos, miraban en derredor, como buscando.

Era evidente que no nos veía y que había disparado al azar, guiándose apenas por el movimiento de las hojas.

—¿Los baleamos? —preguntó Pic, preparando el fusil.

—Todavía no. Debemos ver antes a quién vamos a tirar. Retirémonos otro poco más —ordenó Bull.

Y los tres, con movimiento mucho más sigiloso que antes, continuamos alejándonos por entre la espesura. En aquel momento agradecía el entrenamiento que nos habían dado las luchas en el Pacífico Sur; el menor ruido que hiciéramos podía atraer sobre nosotros la flecha de aquel arquero que estaba allá, entre los árboles, vigilante.

Hasta que llegamos a una especie de trinchera natural, formada por tres grandes troncos caídos, podridos en su mayor parte; musgos, hongos y orquídeas crecían sobre ellos, en fantástica celebración de su larga muerte.

—Aquí podremos defendernos mejor. —Bull se parapetó entre los troncos; lo imitamos—. Esperaremos hasta ver al extraño arquero.

Pero no vimos nada.

Aflojamos algo la atención:

—Ya me duelen los ojos de tanto mirar —comenté, respirando hondo—. Oye, Bull, ¿no te sugiere nada ese flechazo que nos tiró?

—Estaba pensando en eso mismo, Bob —repuso Bull, sin dejar de mirar atentamente la espesura que nos rodeaba—. Estaba pensando que una flecha es un arma totalmente inesperada en seres capaces de volar en platos voladores y de cruzar el espacio desde Cronos hasta la Tierra.

—Bien puede ser un salvaje que escapó de la radiación —aventuré.

—¿Un salvaje que escapó de lo que sólo los insectos que viven bajo tierra pudieron salvarse? Que yo sepa, los indios del Amazonas jamás construyeron subterráneos.

—¡Pueden ser indios recién llegados como nosotros, estúpido! —La lógica de Pic es a veces una aplanadora.

Sí; podían ser vulgares salvajes. Sin embargo, los hechos demostraron algo totalmente inesperado: aquel arquero ni resultó un salvaje, ni un ser extraterrestre. Ni tampoco un blanco, por supuesto...

A todo esto, la selva, a nuestro alrededor, seguía su existencia en el más completo silencio. Por un momento hasta llegué a dudar de que nos habían disparado un flechazo, de que habíamos visto entre la maleza el rostro de un arquero.

—Empiezo a creer que lo despistamos —murmuró Bull.

Fue precisamente en ese instante cuando oímos la voz:

—Es inútil que procuréis huir. —Una voz clara, fuerte, de acento áspero, que venía de entre los árboles—. Os tenemos rodeados, y en cualquier instante podemos asaetearos a placer...

Bull y yo nos miramos, totalmente desconcertados:

—Pero... ¡Eso no es un salvaje! —exclamé por lo bajo—. ¡Recita como un actor!

Sí... Como un actor representando una obra de Lope de Vega.

Si no hubiera sido por lo trágico de nuestra situación, por lo sobrecogedor de aquel enorme escenario, todo aquello nos hubiera resultado cómico. Porque oír hablar español antiguo en aquel ambiente salvaje y en pleno siglo XX, era realmente absurdo.

—Si dejáis vuestro reducto y salís con los brazos en alto... —continuó la voz— os juro por mi honor no haceros daño alguno.

—Debe ser un mono que aprendió español por correspondencia —gruñó Pic junto a Bull—. Déjenme enviarle un rociado de balas.

—¡No, Pic! —Bull lo hizo callar con un enérgico ademán—. Nada de tiros... Es más; ahora mismo vamos a entregarnos.

—¿Entregarnos? —Lo miré despavorido.

—Sí. Es la única manera de ver quiénes son. De ver algo de todo este misterio. ¡Pronto, levántense!

No había terminado Bull de hablar cuando ya se enderezaba, en alto los brazos, haciendo el secular ademán de rendición.

La disciplina que nos hacía acatar siempre las órdenes de Bull, aun cuando estuviésemos en desacuerdo con él, se impuso una vez más. Pic y yo nos levantamos también, con las manos en alto.

—¡Nos rendimos! —exclamó Bull con voz potente—. ¿Qué debemos hacer ahora?

Bull habló en español. Otra vez volvió a oírse la voz:

—Me place grandemente vuestra cordura. Pero confirmad vuestras intenciones arrojando lejos vuestros arcabuces.

—¿Vuestros qué...? —preguntó Pic a mi lado.

—No preguntes y obedece —ordenó Bull—. ¡Tiremos los fusiles!

Quedamos desarmados, completamente a merced del capricho de nuestro extraño atacante. Esperamos todavía unos instantes, mientras en mi imaginación trataba de adivinar el aspecto que tendría. Por fin, vimos que algo se movía en la espesura, y unas curiosas figuras se abrían paso entre los árboles.

La más notable de todas era un hombre de majestuoso porte, cubierto por una larga túnica llena de complicados dibujos; una tiara de oro, adornada con plumas de colores brillantes, le resplandecía sobre la frente; los otros, los que le seguían, eran arqueros iguales al que habíamos entrevisto en la maleza. Tenían adornos de plumas en la cabeza, y todos eran de tez cobriza, de pómulos anchos, salientes.

—¿Qué clase de carnaval es éste? —gruñó Pic por lo bajo.

—¡Visten como guerreros de los incas! —murmuró Bull, absorto, sin hacer caso de la pregunta de Pic.

Parecían, en verdad, arrancados de alguna página de una historia de la conquista de América por los españoles. Durante un largo instante, los tres quedamos atónitos, subyugados por la fantástica belleza de sus vestiduras, por la tremenda sorpresa que nos producía su inesperada aparición.

De la espesura continuaron brotando arqueros, y pronto formaron dos alas que nos cubrieron con sus arcos tendidos.

Se acercaron hasta muy pocos metros, y allí quedaron, apuntándonos con sus dardos, como aguardando algo.

Hubo de pronto un movimiento en las filas de los arqueros, y un nuevo personaje apareció en escena.

Era un anciano de rostro afilado, inteligente; vestía con esplendor tal que sus vestiduras hacían aparecer oscuros, insignificantes, los tocados y adornos de todos los otros: en la enorme tiara de oro que le ceñía la cabeza resplandecían las esmeraldas, y un soberbio collar de turquesas le cruzaba el pecho; la túnica, muy blanca y de finísima lana, tenía una ancha guarda de vivos colores.

—Si en algo apreciáis vuestras vidas, extranjeros —el anciano se cruzó de brazos delante de Bull, en alto la frente, en orgullosa actitud—, responded enseguida y con verdad a mis preguntas. ¿Quiénes sois? ¿Y a qué tropa pertenecéis?

No sé de dónde sacó Bull imaginación y presencia de ánimo como para contestar. Porque de su respuesta dependía quizá que aquellas flechas apuntadas contra nosotros volasen o no hacia nuestro pechos:

—Somos viajeros extraviados —repuso con voz entera—. Hace mucho que no vemos a nadie...

La respuesta de Bull no satisfizo a su interlocutor. Pero no provocó enojo; más bien diría que en los ojos del anciano hubo de pronto una rara expresión de angustia.

—Decidme —volvió a hablar el extraño personaje—. ¿Cuál es la población más cercana? ¿Cuántos habitantes tiene? ¿Y qué guarnición?

Aquéllas sí que eran preguntas extrañas, sobre todo para ser dirigidas a quien se acababa de confesar como viajero perdido. Ahora no sólo los ojos, sino también la voz revelaban angustia.

—Parece aterrorizado por algo, Bull —susurré por lo bajo.

Bull hizo entonces un movimiento audaz:

—¡Hablemos claro, señor! —exclamó con voz fuerte.

Vi crisparse las manos de los arqueros, y vi cómo más de una cuerda se tendía. Pero un ademán del jefe los contuvo.

—Creo que ustedes están más extraviados que nosotros —continuó Bull, sin abandonar la firmeza de su tono.

El jefe pareció ceder algo, no sé si ante la mirada franca y sin temor de Bull o ante la angustia que lo roía por dentro:

—Tenéis razón, extranjero... Es mejor hablar, sin embargo, porque no hay un segundo que perder. ¡Andamos en busca de las fuerzas de los cristianos, para combatir al espantoso enemigo que se ha apoderado de Nahuaco!

El tono del jefe se había hecho ahora desesperado, casi suplicante.

Los arqueros bajaron sus arcos.

Aquel hombre no parecía un cobarde, todo lo contrario. ¿Quiénes serían los que lo aterrorizaban de tal manera, a él y a su pueblo?

No me atreví ni siquiera a pensarlo.

—Mejor es deciros la verdad —continuó el jefe—, porque en cualquier momento pueden llegar.

—¿Llegar? ¿Quiénes?

—¡Ellos, lo que se apoderaron de Nahuaco!

El otro personaje, el que apareciera primero con los arqueros, habló por lo bajo al jefe:

—No sigas, Amiac, no perdamos tiempo... ¿Qué ayuda puede proporcionarnos explicar el caso a esos tres hombres? Si fuesen capitanes al frente de alguna compañía, todavía. Pero son tres hombres solos. ¡Sigamos viaje, hasta hallar a alguien que pueda ayudarnos en esta emergencia!

Por un instante creí que Amiac, el jefe, se disponía a seguir el consejo del otro. Pero Bull se le adelantó:

—No nos creas sin fuerza, Amiac. Somos pocos, pero tenemos un poder destructivo más eficaz que todos tus hombres. Hazles una demostración con el fusil ametralladora, Pic.

Pic recogió del suelo uno de los fusiles y un instante después lo hacía ladrar hacia lo alto, apuntando hacia una gruesa rama; las balas, en rapidísima sucesión, arrancaron astillas hasta que, con un chasquido, la pesada rama se vino abajo. Toda la alta bóveda de los árboles pareció retumbar bajo la violencia de los disparos.

Bull se volvió hacia Amiac:

—Como ves, nuestro poder es mucho. ¿No crees que podemos defenderte de cualquier enemigo?

—No sé... Quizá... —Hubo duda en la expresión del jefe—. Os diré lo sucedido en Nahuaco y luego veremos. De todos modos, creo que aún estamos muy lejos de cualquier fuerza cristiana.

»Habéis de saber que somos descendientes de un grupo de altos prelados del Inca Atahualpa. Que, cuando la hoguera hispana consumió el gigantesco imperio Inca, se refugió con su familia en la casi inaccesible montaña de Nahuaco. Allí había una vieja fortaleza casi en ruinas. Disimulando el único paso que daba acceso a la montaña, nuestros antepasados lograron aislar su comunidad a los ojos del mundo, escapando así de la conquista.

»Durante siglos hemos mantenido los usos y costumbres propios del pueblo incaico. Aislado del mundo, nuestro pueblo ha vivido tranquilo. Y, por sobre todo, fiel a sus usos y tradiciones, que es quizá a lo más que un pueblo puede aspirar.

—Pero... ¿y el idioma que hablan? —Bull aprovechó la pausa de Amiac para preguntar—. Es español antiguo...

—Sí —repuso Amiac—. Entre los sacerdotes que huyeron a Nahuaco los había versados en el idioma de los conquistadores. En las sucesivas generaciones fue costumbre pasarse de padres a hijos este idioma, por si algún día se hacía necesario para comunicarnos con el exterior. Claro que en nuestra vida familiar hablamos el idioma de los Incas.

»Hace más de treinta años, en el cielo de Nahuaco apareció un día algo nunca visto: un pájaro de alas rígidas, que surcaba el cielo produciendo un larguísimo ronquido. Comprendimos que se trataba de alguna nueva invención del conquistador hispano, como lo habían sido los arcabuces tronadores y los caballos que espantaron a nuestros remotos antepasados, y decidimos que Nahuaco no sería descubierto ni siquiera por el aire.

»Trajimos retoños de la selva y los plantamos entre nuestras casas: muy pronto Nahuaco quedó culto bajo las copas de grandes árboles; apenas si dejamos libres algunos claros para nuestros cultivos. Nuestra vida siguió así en calma, sin incidencias; muchas veces volvimos a ver volar por nuestro cielo los pájaros roncadores del conquistador hispano, pero ya no los temíamos; ellos no podían vernos, y nunca se les ocurriría descender en medio de la selva.

»Hasta que de pronto, hace diez días, llegó el golpe. El golpe que hizo trizas una paz de siglos...

»Una mañana apareció sobre Nahuaco una rara nave que flotaba en el aire; una nave totalmente diferente a los pájaros del conquistador hispano. Durante todo el día estuvo allí arriba, como suspendida, y como vigilándonos, a pesar del techo de ramas que nos protegía... Cuando cayó la noche, lo vimos encenderse como si fuera un sol, y lo vimos marchar hacia la selva y comenzar a barrerla, en torno a Nahuaco, con una luz extraña, que coloreaba todo de rojo.

»Toda la noche la selva estuvo bajo el haz rojo de la extraña nave aérea. Al otro día, cuando el sol volvió a las pupilas de sus fieles, la nave se había marchado. Pero los guerreros que se internaron en la selva hallaron todo muerto, pájaros y animales.

»Creímos en una maldición de Pachamama, pero tres días después retornó la nave: esta vez no quedó en suspenso, allá en lo alto, sino que descendió y descendió hasta tocar tierra, junto a nuestro templo.

»De ella descendieron cuatro seres espantosos, contra los que nada pudieron nuestras flechas. Tenían una especie de arcabuz que, sin ruido alguno, derribaba a los hombres.

»Cuando volvían en sí, ya no eran hombres: su razón desvariaba, haciéndolos comportarse como chiquillos. Desistimos entonces de atacar a los nuevos conquistadores, y nos rendimos, posternándonos ante ellos.

»Nos encerraron en un subterráneo, y allí nos tuvieron. Hasta que esta mañana, no me explico cómo, dejaron abierta la puerta. Entonces aprovechamos para huir, y aquí nos tenéis, errando por la selva.

»Hemos andado sin parar, pero creo que uno de los monstruos nos sigue. A cada tanto oímos su grito, un chillido agudo como de murciélago.

Amiac calló, y un silencio pesado siguió a sus palabras. Ya era por demás fantástico que halláramos un pueblo perdido, reliquia increíble del imperio Inca. Pero esto no era nada...

Ahora nos encontrábamos con que una invasión extraña, una invasión procedente de fuera de la Tierra, los había expulsado de su reducto hasta entonces inexpugnable.



V

UN SER EXTRAORDINARIO


—¿Hace mucho que dejaron de oír al que los persigue? —preguntó Bull.

—Poco antes de dar con ustedes. Marchábamos un largo trecho por el medio del río, y eso creo que le hizo perder el rastro.

Una nube de preocupación veló los ojos de Pic.

—Hum... Fue una lástima que Pic haya disparado el fusil. Los disparos pueden haber dado una nueva pista.

En ese momento, como confirmando las palabras de Bull, un grito breve hendió el aire.

—¡Ahí está! ¡Y más cerca que nunca! —El pánico redondeó los ojos de Amiac.

El grito se repitió.

Más que grito parecía el toque de un silbato de vapor. Sonaba tan incongruente, un verdadero grito del otro mundo.

Vi que el rostro de Amiac se ponía tenso de terror. Un terror incontrolable, animal...

—¡Huyamos, Amiac! ¡Que nos alcanzan! —aulló, más que gritó, el que parecía segundo jefe de los indios, estrujando el brazo del anciano.

—Calma, calma... —Sin dejar de mirar hacia la jungla, Bull trató de contenerlos—. ¡Nosotros los protegeremos con nuestras armas!

En arranque instintivo, todos los arqueros se acercaban ahora en torno a Amiac, mirando con ojos llenos de pavor hacia la jungla. Vi que el anciano jefe dominaba sólo a costa de un gran esfuerzo su propio terror:

—No, amigo... —Amiac meneó la cabeza, y miró a Bull con ojos que parecían envejecer segundo a segundo—. Por un instante vuestras armas me impresionaron, pero ¿qué son junto al arcabuz enloquecedor de ellos?

Uno de los arqueros, lanzando un grito gutural, arrojó a un lado el arco y echó a correr, perdiéndose entre la espesura; en seguida otros lo imitaron, y en un instante la fuga fue total.

Amiac nos miró con expresión desesperada, en vano pedido de ayuda; sacudido el cuerpo por súbitos temblores, volvió a mirar a la jungla: hasta nosotros había llegado el fuerte ruido de una rama al quebrarse.

—¡Ya está aquí! —La voz del anciano Amiac fue irreconocible. Recogió con las manos la larga túnica, para no pisársela, y echó a correr con inesperada agilidad hacia la espesura, en pos de los arqueros.

Quedamos solos.

—Debimos retenerlo... —murmuré.

—Es inútil —Bull meneó la cabeza—. Habrán visto algo demasiado espantoso para poder confiar en nosotros.

—¿Y qué hacemos ahora? —Pic, instintivamente, se había colocado de modo que Bull y yo quedáramos entre él y la selva; lo comprendí, porque yo en aquello momento sentía también un impulso muy difícil de resistir: todo el cuerpo me pedía huir, escapar junto con Amiac y los arqueros.

—Te pregunté qué hacemos ahora, Bull —insistió la voz apremiante de Pic—. ¿Esperar al cuco cruzados de brazos?

Bull no le contestó en seguida: miraba hacia la selva con expresión intensa; adiviné que el cerebro le trabajaba a mil kilómetros por hora.

Otra rama se quebró, ya muy cerca.

Bull entró en acción:

—No, Pic. No vamos a esperarlo —murmuró con rapidez—. Pero tampoco vamos a escapar. ¡Pronto! ¡Vengan! Vamos a ocultarnos entre aquellas rocas.

Echó a correr hacia un costado, y Pic y yo lo seguimos.

Atravesamos un macizo de helechos, altos casi como árboles, y llegamos a una especie de colina rocosa, en cuya ladera había grandes piedras cubiertas de musgos y helechos.

—No sigan —nos atajó Bull—. Desde aquí dominamos perfectamente el claro en el cual estábamos antes.

Nos zambullimos entre las piedras y, asomándonos con cuidado, miramos hacia atrás, hacia la trinchera natural de los tres troncos caídos; estábamos ahora a unos cuatro o cinco metros del nivel del suelo, y dominábamos el escenario de nuestro encuentro con Amiac como si estuviésemos en un palco.

Bull aprestó el fusil ametralladora, asomándolo con cuidado entre los helechos que cubrían la roca que lo protegía.

—Estén listos para disparar cuando yo lo ordene —murmuró por lo bajo—. Y no se muevan, que es fundamental que no nos descubran.

Otra vez el grito de poco antes, el grito agudísimo tan parecido a un silbato... Algo se movió entre los árboles, allá abajo.

Pero no vimos nada: la maleza quedó quieta, y durante no sé cuánto tiempo estuvimos así, con la respiración contenida, doliéndonos los ojos de tanto mirar.

—¿Se habrá marchado? —pregunté en un hilo de voz.

—No... —repuso Bull—. Apuesto a que está allí. Está estudiando el claro antes de avanzar.

De nuevo la maleza se movió; alguna liana se desprendió y cayó al suelo, y por fin lo vimos: un bulto oscuro, muy grande, que avanzaba entre los árboles.

Un momento después estaba en el claro, totalmente expuesto a nuestras miradas.

Quedamos mudos por la sorpresa, ahogada la voz en la garganta. No sé cómo ninguno de los tres soltó un grito de asombro.

Porque era un ser enorme el que estaba allí, parado ante los troncos que poco antes fueran nuestra trinchera. De cuerpo casi piramidal, se sostenía sobre dos piernas muy cortas, articuladas en cuatro partes; la cabeza era más de la tercera parte del cuerpo, y terminaba en una especie de punta; tres ojos se abrían hacia delante, en una especie de morro del cual colgaba un apéndice que recordaba una pequeña trompa; la piel, recia y llena de pliegues como la de un paquidermo, aparecía cubierta por una capa de material transparente que dejaba libre los "brazos", un par de apéndices articulados también en cuatro partes y terminados en una especie de mano de muchos dedos, unidos por una membrana; una cola corta y maciza, pesada, le equilibraba el cuerpo, facilitando la posición erecta sobre las piernas tan cortas.

Todo aquello, a decir verdad, lo vi más tarde, cuando pude estudiarlo mejor; en aquel momento la sorpresa que su aparición nos causó apenas si me dejó ver otra cosa que su silueta gigantesca, de más de dos metros y medio de altura, y percibir ese aire extraterreno, increíblemente inquietante, que emanaba de todo su ser. Nadie que no haya estado nunca delante de un ser de otro planeta puede imaginar el sentimiento de furiosa aversión, de rechazo, que me produjo; cada célula de mi cuerpo terrestre gritaba su repudio hacia aquella absurda forma proveniente de algún rincón ajeno y remoto del universo.

Viéndolo allí, completamente erguido el cuerpo voluminoso y lleno de poder, cada uno de los tres ojos estudiando la espesura por su lado, en desconcertantes miradas que no se quedaban quietas nunca, comprendí plenamente todo el terror de Amiac y los suyos. Encontrarse con semejante ser había sido demasiado para aquel pueblo encerrado en sí mismo durante siglos y siglos.

—¿Qué clase animal será? —oí preguntar a Pic.

—Di, más bien, qué clase de súper-hombre —repuso Bull, atónito todavía.

Con inesperada agilidad, el fantástico ser pasó con dos pequeños saltitos por encima de los troncos caídos y se internó en la espesura, en la dirección en que huyeran Amiac y su gente.

Pero no desapareció enteramente de nuestra vista: se detuvo de pronto y lanzó al aire por tres veces su estridente chillido.

Confieso que al oírlo mis nervios experimentaron una sacudida atroz: hacían más patente, más evidente, lo terriblemente ajeno de aquel fabuloso ser.

—Empiezo a pensar una cosa —murmuró Bull con voz lenta—. No está persiguiendo a Amiac y los otros: los está haciendo huir... ¡Los está arreando!

—¿Arreándolos? ¿Por qué piensas eso?

—Porque hay demasiada agilidad en sus movimientos, Bob. A su lado, Amiac y los arqueros van a paso de tortuga. No me explico cómo no los alcanzó antes.

Era cierto; por lo poco que nos había mostrado, aquel ser, de habérselo propuesto, hubiera podido correr por la jungla con la velocidad de un tren expreso.

Pero no tuvimos tiempo de analizar su extraño comportamiento. En lugar de seguir el rastro de Amiac y los suyos, bien visible en el suelo húmedo, el misterioso ser se volvió sobre sus pasos.


Ilustración: Valeria Uccelli

Otra vez lo vimos entre los troncos caídos, y de pronto el corazón me dio un vuelco: con súbita resolución, avanzaba directamente hacia nuestro refugio.

Por un momento desapareció entre los helechos arborescentes, aunque seguimos su avance con toda claridad, por el brusco desplazarse de las frondas.

—No se muevan —murmuró Bull, empuñando con fuerza el fusil ametralladora—. Quizá siga de largo: no creo que nos haya descubierto todavía.

Los últimos helechos arborescentes se apartaron, y otra vez lo vimos, allí muy cerca, apenas a unos diez metros de nosotros. Sus tres ojos ya no miraban inquietos cada uno por su lado: los tres estaban ahora fijos en dirección a nosotros.

Un par de pasos más y se detuvo.

—¿Le tiramos, Bull? —el dedo me quemaba en el disparador—. Otra ocasión como ésta no se nos presentará.

En ese momento una voz gutural, como de alguien que hablara dentro de un embudo, se hizo oír:

—¡Bull Rockett! ¡Bull Rockett! ¡Amigo! —La voz venía del misterioso ser—. ¡Bull Rockett! ¡Bull Rockett! ¡Amigo!

Fascinado, miré como hipnotizado aquel rostro absurdo del cual brotaban, sin embargo, sonidos humanos.

—Te está llamando, Bull —gruñó Pic, con voz algo entrecortada: seguro que él tenía la garganta tan reseca como yo.

—Sí... Y se llama a sí mismo "amigo"... —murmuró Bull.

—¡Bull Rockett! —otra vez la voz—. ¡Me envía Yang-li! ¡Me envía Yang-li!

El ser calló, como esperando una respuesta. Inmóvil, rodeado por los helechos, parecía una estatua absurda, producto de la imaginación calenturienta de algún escritor demente.

—¿Salimos? ¡Viene de parte de Yang-li! —Era tanta la tensión que necesitaba hacer cualquier cosa: escapar, descargar el fusil, correr al encuentro del increíble ser, cualquier cosa, menos la inmovilidad en que estábamos.

—Quiero, Bob. Aquí estamos protegidos, sus palabras bien pueden ser una trampa.

Como si la sospecha de Bull hubiese sido adivinada, el gigantesco intruso volvió a hablar:

—No desconfíes de mí, Bull Rockett... Yo soy quien escribió el mensaje del disco, y quien lo dejó caer en tu casa...

Aquello no era una prueba concluyente de que fuera un amigo, pero no había alternativa. Teníamos que arriesgarnos si queríamos saber la sinceridad de sus palabras.

—Voy a asomarme —murmuró Bull—. Cúbranme ustedes con los fusiles: no vacilen en disparar a la menor sospecha de peligro.

—Descuida, Bull —murmuró Pic; estaba tan ansioso de entrar en acción como yo.

Bull se incorporó y miró de frente, cara a cara, al extraño ser:

—Aquí me tienes... Yo soy Bull Rockett.

—Veo que eres razonable. Pues bien, en primer lugar di a tus amigos que bajen los fusiles. Pueden dispararse y causar una desgracia.

Bull no se inmutó. Sin dejar de mirar al otro, preguntó:

—¿Cómo sabes que te apuntan? ¿Acaso lees el pensamiento?

—No, pero tengo un oído finísimo... Por más bajo que hablen ustedes, yo puedo oírlos aunque esté a cien metros de distancia: por eso descubrí tan fácilmente su escondite. Pero no perdamos tiempo: el tiempo corre veloz, y a cada momento puede suceder lo irreparable.

Lentamente, el ser se acercó hacia Bull; avanzaba con precaución, con el evidente propósito de no asustarnos

—Me envía Yang-li, elsabio que fue tu amigo durante su vida en la Tierra. Mi nombre es Tua, y formo parte de la décima expedición de Cronos a la Tierra.

—¿Décima expedición? —Hubo incredulidad en la voz de Bull.

—Sí. Las anteriores exploraron el planeta en todos los sentidos, recogiendo cuanto dato nuestros científicos juzgaron de interés.

No pude evitar un movimiento de asombro: ¿qué no hubiera dado cualquier reportero del mundo por oír aquella primicia? Por fin quedaba aclarado el tan comentado misterio de los platos voladores. ¡Los objetos que durante tanto tiempo habían apasionado e intrigado a los hombres de todo el mundo no habían sido otra cosa que naves de exploración enviadas desde Cronos!

—Nuestras investigaciones demostraron —continuó Tua— que la Tierra es por demás rica en silicio. Descubrimos que es el elemento más abundante en la Tierra: forma parte principal de las arenas, de casi todas las rocas. Los desiertos arenosos de la Tierra, para nosotros fabulosos yacimientos de silicio, despertaron nuestra codicia. Porque has de saber que en Cronos la industria depende principalmente del sílice; pero los depósitos se nos están agotando, y pronto nuestras plantas industriales tendrán que paralizar sus actividades.

Tua hizo una pausa. Por un instante miré a Bull, para ver el efecto que le producían las palabras del habitante de Cronos, pero el rostro de mi amigo era una máscara inescrutable. Nadie hubiera podido decir si creía o no a Tua.

—Cuando descubrimos que en la Tierra había tanto, en Cronos se decidió explotarlo para alimentar nuestra industria ávida de silicio. Se formaron dos partidos: el de los guerreros, que quieren conquistar la Tierra por la fuerza, y el de los pacifistas, los cronos que quieren comerciar con los hombres. Cuando esta expedición partió de Cronos, el partido guerrero se había impuesto ya: su plan es aniquilar la raza humana para tener el planeta a nuestra disposición. Yo era miembro de este partido, el de los guerreros.

Los tres ojos de Tua bajaron por un instante, mirando al suelo. Volvió a alzarlos, y otra vez miró a Bull; no sé por qué, pero aquel movimiento tan simple me dijo que él era más humano de lo que su increíble apariencia hacía suponer. Me sorprendí pensando que ya no sentía hacia él la violenta aversión de poco antes.

—Luego de algunas charlas con Yang-li cambié de parecer —volvió a hablar Tua—. Ya a punto de partir, Yang-li me dio instrucciones para comunicarme contigo, Bull Rockett...

Saliendo de su inmovilidad, Bull comenzó a descender hacia Tua:

—Perdona que te interrumpa, Tua —dijo con voz enérgica, urgente—. Pero dijiste que el tiempo apremia. Emprendamos la marcha hacia Nahuaco; en el camino nos seguirás explicando.

Tua hizo un movimiento con la cabeza, como aprobando:

—¡Magnífico! Si me demoré en explicaciones era para lograr tu confianza, Bull... ¡Vamos, pues!

Nos pusimos en marcha guiados por Tua, que parecía elegir por instantes el camino más corto, más libre de malezas. Resultaba extraño, en verdad, cosa de pesadilla, diría, aquel rápido avance por en medio de la selva muerta, la selva sin pájaros ni insectos, con aquel absurdo ser proveniente de otro planeta como guía.

No sé cuánto tiempo avanzamos así; casi no tuvimos ocasión de cambiar ninguna palabra entre nosotros, pues lo rápido del avance de Tua nos obligaba a correr más de una vez para no retrasarnos.

La vegetación no tardó en ralear, y cada vez el terreno se hizo más y más accidentado. Hasta que salimos por fin al espacio abierto; estábamos ante la ladera de una montaña.

Tua no se detuvo: avanzó con firme decisión por un desfiladero salpicado todavía aquí y allá por manchones de jungla, y ocupado en gran parte por enormes rocas caídas desde lo alto.

—El propósito de Yang-li —volvió a hablar Tua, aprovechando que lo dificultoso del terreno impedía la rapidez de la marcha—, al querer comunicarse contigo, Bull, era revelarte el plan de los habitantes de Cronos.

—¿Pero, por qué no se dirigió a algún gobierno?

—Porque un gobierno hubiera atacado la base de Nahuaco... Y eso es lo que el partido guerrero desea: un ataque a Nahuaco sería considerado como una provocación por parte de los hombres, y serviría a los del partido guerrero para convencer a todo Cronos de la necesidad de exterminar a los hombres.

Ahora avanzábamos por una franja arenosa, en la que nos hundíamos. Tua, en cambio, sostenido por la cola y por los pies anchos, con membrana, avanzaba sin la menor dificultad. Ello le permitió seguir hablando:

—Yang-li tenía un plan para desbaratar el aniquilamiento de los humanos; ese plan ero lo que quería comunicarte por el radiotelescopio.

— Pero, desgraciadamente, su transmisión se interrumpió. ¿Qué crees que le pasaría?

—No lo sé. Tal vez lo descubrieron... Yo mismo no sé si a estas horas estaré sentenciado.

El primitivo sentimiento de aversión que había sentido por Tua continuaba cediendo: sus palabras lo revelaban como muy próximo a nosotros: era un idealista que luchaba por su ideal, y por él enfrentaba peligros, arriesgando tal vez la vida.

—¿Por qué te expusiste a tanto, Tua? —En aquel momento Bull estaba pensando, sin duda, lo mismo que yo.

—Porque Yang-li, el pacifista, me enseñó a comprender a los viejos maestros que hablaban del amor a la vida, del respeto a todo lo creado. ¿Por qué hemos de destruir a los hombres pudiendo comerciar con ellos?

Sí; éramos iguales a Tua ,aunque nos diferenciáramos en tantas cosas...

—¿Por qué llevar la guerra a otros planetas —continuó Tua—, pudiendo organizar una Federación de Mundos? Una Federación de Mundos en la que todos intercambiáramos los elementos que hacen falta a unos y tanto abundan en otros.

Un roca nos cerró el paso; Tua salvó el obstáculo con un rápido salto, pero los tres quedamos abajo, imposibilitados de seguirlo.

Moviéndose siempre con agilidad de ardilla, Tua buscó una gruesa rama y la tendió hacia Bull.

Bull se aferró con fuerza a ella, y Tua lo izó con increíble facilidad. Repitió luego la operación con Pic y conmigo.

Reanudamos la marcha, cada vez más entorpecida por las grandes rocas.

—Dime, Tua —volvió a preguntar Bull—. ¿Cómo hablas tan bien nuestro idioma?

—Yang-li nos lo enseñó. Son muchos los de Cronos que lo dominan ya.

—¿Por qué eligieron a Nahuaco para aterrizar?

—Nuestras anteriores expediciones la revelaron como una ciudad habitada por hombres totalmente aislados de los otros... Una ciudad ideal para hacer de ella la base inicial, la cabeza de puente para la invasión a la Tierra. Antes de descender, antes de exponernos a los desconocidos peligros de la vida animal que rodeaba a Nahuaco, procedimos a aniquilarla en su totalidad, utilizando para ello nuestra arma principal, el interferómetro vital.

—¿El interferómetro vital? ¿Qué es eso?

—Es un arma terrible, Bull. Hemos descubierto que todo ser viviente emite ondas especiales, en cierto modo análogas a las ondas de radio de nuestras transmisiones. Estas ondas pueden ser interferidas por otras similares; el interferómetro vital es un aparato emisor de estas ondas que interfieren las ondas vitales. Todo ser expuesto a las ondas del aparato encontrará interferidas sus ondas vitales, muriendo en el acto. El interferómetro se puede regular para aniquilar la vida animal o la vegetal.

Ya habíamos salido por fin del desfiladero, y ahora caminábamos por la ladera, muy arriba de la selva, que se extendía allá abajo, inmóvil en la mañana sin viento.

—¡Así que antes de descender en Nahuaco irradiaron los alrededores con el interferómetro vital!

—Sí, Bull... Uno de nuestros platos voladores voló en círculos cada vez más alejados de Nahuaco, con el emisor encendido y apuntando hacia abajo. Al cabo de una hora había aniquilado toda la vida animal en más de mil kilómetros cuadrados.

Mientras lo oía, volvía a mirar hacia abajo, hacia la selva sin animales, sin pájaros, sin insectos... Y me encontré pensando en lo que aquel monstruoso aparato podía hacer si llegaba a ser descargado sobre una ciudad... Traté de no pensar, y me concentré en el escalamiento de la ladera.

—Este trompudo habla con demasiada tranquilidad de aniquilar la vida animal —gruñó Pic a mi lado, resoplando rápidamente por el sostenido esfuerzo que veníamos realizando desde hacía horas.

—Quisiera verte a ti, Pic, explicándole nuestras "cositas". —Lo envolví en una mirada despectiva—. El napalm o la bomba de hidrógeno, por ejemplo.

Seguimos trepando, y el frío de la altura nos refrescó, vigorizándonos, como un estimulante.

—¿Y Amiac? ¿Cómo escapó? —oí preguntar a Bull.

—Yo lo hice escapar —replicó Tua, haciendo rodar hacia abajo, sin mayor esfuerzo, una gruesa piedra que podía entorpecer nuestro avance—. Lo hice huir por el río. Tuve así un pretexto para, con la excusa de perseguirlo, salir al encuentro de ustedes sin que mis compañeros sospecharan nada.

—¿Tus compañeros? ¿Cuántos son?

—Contándome a mí somos cuatro los cronos que descendimos en Nahuaco.

¡Cuatro! Creo que tropecé cuando oí la respuesta de Tua. Sólo cuatro individuos para conquistar la Tierra, para borrar del planeta no sólo la especie humana, sino toda la vida animal. ¿No sería todo aquello un monstruoso error de cálculo de los invasores?

La misma duda asaltó a Bull:

—¿Y con sólo cuatro piensan aniquilar la vida animal en toda la Tierra?

—Así es. Aunque con uno bastaría. ¡Con uno basta para manejar el interferómetro vital!

—De acuerdo —admitió Bull—. Pero ¿cómo se las arreglarán para vencer la reacción de los hombre cuando, advertidos del peligro que se les viene encima, ataquen Nahuaco con bombarderos cargados de bombas atómicas? ¿Les ha hablado Yang-li del poder de una sola bomba de hidrógeno?

—Sí, Bull, sabemos todo eso... Y sabemos también que nos será facilísimo aniquilar a los pilotos antes de que puedan siquiera acercarse a Nahuaco...

—¿Cómo lo harán?

—Toda la técnica de Cronos se ha especializado en el descubrimiento, en el estudio y en el aprovechamiento de todo lo que sea ondas. El interferómetro vital es sólo un ejemplo; el arma con que dominamos a los hombres de Amiac es otra.

—Si mal no recuerdo, Amiac habló de un "arcabuz enloquecedor".

—Sí; ése es el nombre que le dieron ellos. Para nosotros es un interferómetro cerebral. Aquí lo tienes. —Buscó algo en la cintura, y de un pliegue de la piel extrajo un pesado aparato con algo de pistola y algo de bazooka; sí, eso era lo que parecía: una bazooka de mano.

—Es un interferómetro pequeño —explicó Tua— que, en lugar de actuar sobre las ondas vitales, interfiere las ondas cerebrales, provocando la locura en la persona alcanzada. Es el arma que se usó en las guerras de Cronos: el interferómetro vital, por ser demasiado en general en sus alcances, fue prohibido hace muchos siglos. En las guerras sólo se permitió usar éste, el interferómetro cerebral.

—¿Y no tienen otras armas? —pregunté yo.

—¿Te parecen pocas éstas? En otro tiempo, cuando en Cronos había fieras, tuvimos cosas parecidas a los cuchillos y flechas. Pero, lo mismo que otras armas primitivas a explosión, sólo quedan en los museos. Por eso, para no enfrentarnos con ninguna fiera, irradiamos todos los contornos de Nahuaco antes de descender. No tenemos armas contra las fieras, pues de nada vale el interferómetro cerebral contra ellas: un animal rabioso, en pleno ataque, no tiene ninguna razón, ninguna onda cerebral que pueda ser interferida.

—Todavía no nos has dicho cómo harían para interceptar un ataque aéreo a Nahuaco.

—Creí que lo habías entendido, Bull. A más de treinta kilómetros de altura sobre Nahuaco mantenemos constantemente un plato volador; hay en él una especie de radar potentísimo, capaz de detectar cualquier fuerza enemiga cuando aún esté a muchos kilómetros de distancia. Un dispositivo automático, en el mismo plato volador, dispara contra el atacante descubierto así el haz de un potentísimo interferómetro cerebral: mucho antes de llegar a volar sobre Nahuaco los pilotos atacantes habrán perdido enteramente la razón, y ni idea tendrán de cómo se apunta una bomba, de cómo se la dispara.



VI

EL ATAQUE A NAHUACO


Más de una hora avanzamos por un sendero de animales, seguramente de llamas, siempre cerro arriba. Hasta que llegamos a un filo rocoso.

Allí Tua se detuvo, esperando a que llegáramos junto a él.

—Nahuaco —dijo sencillamente, señalando hacia abajo.

No vimos nada; sólo la ladera opuesta, cubierta por la selva.

—¿Dónde está? —se enfurruñó Pic—. No se ven más que árboles.

—Ya Amiac nos contó cómo habían hecho crecer árboles dentro de la ciudad —explicó Bull— para evitar ser descubiertos desde el aire...

—Sí —corroboró Tua—. Si nosotros descubrimos Nahuaco fue gracias a nuestro súper radar, que nos permitió atravesar la bóveda de hojas y ramas que la protegen.

Iniciamos el descenso, siempre aprovechando el sinuoso sendero pisoteado durante siglos por las llamas.

—¿Cuándo se hará el ataque contra el resto de la Tierra? —preguntó Bull con voz sombría.

—Según... Si hubiera sido por Kua, el jefe de la expedición, ya no habría sobre la Tierra ni hombres ni animales. Pero en Cronos hay todavía una fuerte opinión pacifista, a la que hay que calmar. Por eso el propósito de Kua es hacer primero un ataque parcial, disimulado, que provoque una reacción de parte de los terrestres. Luego hará creer a todo Cronos que los humanos son unos seres agresivos, seres que deben ser exterminados a toda costa.

—¿Y cuándo se hará ese ataque parcial?

—Cuando yo regrese. —Hubo en Tua un sonido que me recordó el de un suspiro—. Yo soy el encargado de aniquilar un par de ciudades desde un plato volador. Las ciudades elegidas son Córdoba, en la Argentina, y Melbourne, en Australia. El ataque provocará la reacción de los humanos y entonces Kua no tendrá ya freno: tendrá un pretexto magnífico para aniquilar la vida animal de la Tierra. Le bastará con hacer girar en torno al ecuador, a unos cien kilómetros de altura, a un plato volador provisto de un interferómetro vital. Sus ondas, que tienen un poder de penetración increíble, irán aniquilando toda manifestación de vida animal en un radio grandísimo; un par de vueltas más al mundo, a lo largo de latitudes superiores, bastará para acabar con toda la vida animal del planeta.

Un precipicio nos cerró el paso; era un abismo que daba vértigo, con el fondo, calculo, a más de quinientos metros.

El borde opuesto del abismo estaba a cosa de media cuadra. Desconcertados, nos miramos. No veíamos cómo reanudar la marcha hacia Nahuaco.

Pero Tua conocía el camino: avanzó por el borde hacia un costado, y por fin lo vimos. Había allí un largo puente colgante, que se mecía blandamente a impulso del viento.

—Este precipicio fue lo que durante tanto tiempo hizo inaccesible la ciudad de Nahuaco —explicó Tua—. La única posibilidad de franquearlo está en este puente; Amiac y los suyos, para mantenerse aislados, lo tenían siempre recogido. Pero ahora, para huir, lo tendieron; su propósito era cortarlo, pero yo me les adelanté: los espanté de tal modo con mis gritos que ni uno solo se atrevió a demorarse para cortar las lianas que lo sujetan.

»Vamos, que tenemos que estar cuanto antes en Nahuaco.

Me adelanté, y pisaba ya el puente cuando la voz de Bull me detuvo:

—No, Bob. Por ahora no vamos a seguir adelante.

Sorprendido, lo miré.

También Tua lo miró, los tres ojos fijos en él, en intensa mirada.

—Dinos una cosa, Tua... —Vi las manos de Bull apretando el fusil ametralladora—. ¿Por qué tanta prisa en llegar a Nahuaco? ¿No dijiste tú mismo que el ataque a Córdoba o a Melbourne no empezará hasta que llegues tú?

La pregunta de Bull me sacudió como un latigazo. ¿Sospechaba de Tua? ¿Sospechaba acaso que éste nos traía hacia una trampa?

Pero el cronos no titubeó un segundo: su respuesta fue lógica y segura. Por lo menos, a mí me pareció sincera:

—Es necesario apurarse, Bull, porque la paciencia de Kua puede agotarse. Y también porque los terrestres pueden descubrir algo y precipitar el desastre por no saber el riesgo. Vamos, Bull; no nos demoremos más.

Tua avanzó hacia el puente. Pero Bull siguió inmóvil, firmemente apretado el fusil:

—Dinos de una vez, Tua —preguntó de manera enérgica—. ¿Para qué nos has traído hasta aquí? ¿Acaso podemos hacer algo con nuestras armas contra los interferómetros de Cronos? ¿Acaso podemos impedir con nuestros fusiles el vuelo del plato volador?

Tua se volvió con presteza. Su rostro era absolutamente inhumano, ya lo he dicho, pero juraría que en aquel momento hubo en él una expresión de tristeza.

—Veo que desconfías aún de mí, Bull. Sé que tus armas son inútiles. Sí. Por eso mismo pienso ejecutar el único plan contra Kua. El plan que hace necesario que yo tenga a mi lado por lo menos dos o tres hombres inteligentes, resueltos a todo.

Hizo una pausa; sus tres ojos nos miraban, uno a cada uno de nosotros, como atentos a nuestras reacciones.

—En el centro de Nahuaco está el gran plato volador que nos trajo desde Cronos; los otros, el que yo debería usar contra Córdoba y Melbourne, que fue el mismo que utilicé para volar hasta tu casa, lo mismo que el que está allá arriba, completamente invisible por la gran altura, vigilando sobre Nahuaco, y otros dos más que están en tierra, fueron traídos dentro del plato grande para ser usados en viajes cortos. Pues bien, en el plato grande hay una provisión de interferómetros cerebrales como el que yo tengo. Llegaremos hasta él y ustedes se armarán debidamente. ¡Entonces sí podremos luchar mano a mano con Kua y los otros dos, si no quieren entrar en razones!

Bull acomodó el fusil: con un simple movimiento podía encañonar a Tua; también yo acomodé el mío; en cuanto a Pic, cosa rara, ya se nos había anticipado y prácticamente tenía cubierto al crono.

Si Tua advirtió nuestro estado de alerta no lo demostró. O quizá lo demostró de manera imperceptible para nosotros.

—Si el interferómetro cerebral es tan eficaz como dices —preguntó Bull, cargados los ojos de sospechas—, ¿por qué no atacas tú a Kua directamente?

—Porque antes quiero discutir con él y con él estarán los otros dos. Si intentara yo solo sorprenderlo, las probabilidades de éxito serían muy pocas, y lo que se perdería, muchísimo.

Mientras hablaba, los tres ojos de Tua se movieron, en raro cambio. Pero el resultado fue el mismo: cada uno de nosotros se encontró escrutado por una pupila.

—Para demostrarte que debes fiar en mí —continuó el crono— te diré un secreto de importancia vital para todos mis congéneres: las balas de tus fusiles muy poco daño nos harían. En primer lugar, porque nuestra gruesa piel las detendría, y luego porque en nuestro cuerpo hay varios sub-cerebros y corazones. De todos los órganos esenciales para la vida tenemos varios dispersos en distintos lugares.

Tua hizo una pausa y continuó con voz algo cansada; pensé que aquella sería su manera de expresar la impaciencia. Continuó:

—Sólo quemándonos, o haciéndonos estallar, se nos puede matar por completo. O, también, aunque no creo que ninguno de ustedes tenga fuerza para ello, estrujándonos por el medio del cuerpo: con ello se nos paraliza la circulación y morimos sin remedio en menos de un minuto; claro que es necesario apretar fuerte, muy fuerte. Un crono puede matar así a otro crono, y esa fue durante milenios nuestra forma de luchar; pero, te lo repito, no creo que ninguno de ustedes tenga fuerza suficiente para aniquilarnos así.

De nuevo los tres ojos trocaron posiciones, y de nuevo cada uno de nosotros se encontró observado por una mirada diferente.

—Ahí tienes, Bull, revelados los secretos de las tres muertes posibles de los cronos —prosiguió Tua—. Por el fuego, por la explosión, y por estrujamiento. No creo que ninguno de esos métodos esté a tu alcance: esos fusiles con que me apuntan tendrían que disparar muchísimos tiros antes de abatirme. Y antes yo tendría tiempo de sobra para acabarlos a los tres con el interferómetro cerebral.

Otra vez el cambio de ojos. Otra vez el cambio de miradas; era indescriptible la sensación que producía aquel cambio de ojos moviéndose independientemente, cada uno por su lado; cada vez que me miraba un ojo diferente me parecía estar siendo observado por un ser diferente.

—Ya ves: te he dicho las formas de destruirnos que existen... ¿Sigues desconfiando, Bull Rockett? —terminó Tua.

Bull guardó silencio. A él, como a mí, no sólo le desconcertaba, sin duda, aquel inenarrable juego de pupilas: mucho más impresionantes todavía eran las cosas que el crono había dicho. Porque nos revelaban que los habitantes de Cronos eran seres mucho más formidables que lo que su aspecto permitía suponer. Sólo la destrucción casi total podía anularlos, o la locura causada por sus propios interferómetros cerebrales.

—¿Pasamos al otro lado? —Hubo una nota insinuante en la voz de Tua.

Bull vaciló. Vi que, pese a toda la elocuencia del crono, no se fiaba de Tua.

Abrió la boca, pero no alcanzó a dar ninguna respuesta.

Tua se había vuelto de pronto hacia un lado, con movimiento vivísimo, endurecido el cuerpo por súbita tensión.

La pequeña trompa, debajo de los ojos, vibró furiosamente; por fin pude verle la boca, una abertura triangular, limitada por grandes pliegues de piel.

—Oigo algo —murmuró.

—¿Nos habrán visto del plato volador que está sobre Nahuaco? —preguntó Bull con cierta ironía.

—Supongo que hace mucho tiempo que los han visto. Pero no les harán nada porque vienen conmigo: los dispositivos instalados en el plato volador que está allá arriba habrán avisado a Kua que nos estamos acercando; pero para Kua mi regreso acompañado de algunos hombres es algo perfectamente dentro de lo normal: al fin de cuentas, yo salí con el pretexto de cazar a Amiac y a los demás...

»Pero no pensemos en eso ahora... ¡El ruido sigue acercándose! ¡Y muy rápido!

Sí; ahora también nosotros podíamos oírlo.

—¡Aviones! —gruñó Pic.

—Sí... Aviones pesados.

—¡Una escuadrilla, por lo menos!

Era, sí, una especie de trueno remoto el que se acercaba.

No, no era un trueno; se hubiera dicho más bien que era un ronco lamento que crecía y crecía.

—¡Por allí! —anunció Tua.

Y entonces los vimos.

Pequeños como puntos al principio, pero agrandándose con increíble rapidez, tres escuadrillas de tres aparatos cada una venían en línea directa hacia nosotros.

—Superbombarderos a chorro —Pic los reconoció en seguida—. Modificados para lanzamientos múltiples de bombas atómicas.

Hasta yo reconocí el último modelo de superbombardero de la aviación yanqui.

A ras de las cumbres, y a fantástica velocidad, la escuadrilla siguió acercándose.

Contuve el aliento: de algún modo el comando americano se había enterado de la amenaza que en Nahuaco acechaba al planeta; y resueltos a una acción decidida y a fondo, se habían empeñado en aplastar el foco de peligro. Pensé por un momento en el doctor Bery... ¿Habría sido él quien les avisara?

¿Habría sido el pequeño director de Kirsontown el hombre que echaba por tierra todo el secreto, tan cuidadosamente mantenido, de Yang-li? Porque justamente un ataque aéreo sobre la base de los cronos había sido lo que Yang-li había tratado de evitar a toda costa.

—¡Esta es una provocación como la que Kua deseaba! —También Tua estaba pensando en lo mismo—. ¡Ahora nada lo contendrá!

—¿Crees que Nahuaco resistirá el ataque atómico? —preguntó Bull con voz tensa.

Ya los aviones estaban muy cerca. Con toda claridad pudimos ver sus siluetas absurdas, de alas pequeñas, demasiado echadas hacia atrás.

—No habrá ataque —replicó Tua—. ¡Mira!

Uno de los superbombarderos se desvió.

Y se estrelló contra un cerro, enfrente de nosotros. Hubo una llamarada vivísima, y luego una enorme humareda oscura.

Los otros, como un huracán de metralla, pasaron sobre la selva donde estaba oculta la vieja ciudad-fortaleza de los incas.

—¡No los han detenido! —exclamé—. ¡Ya han de haber arrojado las bombas! —agregué, empezando a tirarme cuerpo a tierra en impulso instintivo.

Pero Bull me contuvo, tomándome por el brazo:

—No, Bob... Los aviones no tiraron nada sobre Nahuaco.

—Claro que no —corroboró el crono—. En ellos no había ningún artillero en condiciones de poner en marcha el dispositivo lanzabombas. Esa escuadrilla es ahora una escuadrilla de hombres que han perdido la razón. Todos, todos sus tripulantes han quedado reducidos a un estado peor que la inconsciencia apenas se acercaron a Nahuaco.

Las siluetas ágiles de los superbombarderos se alejaban ya, peligrosamente cerca de las cumbres.

—Como les dije —prosiguió Tua—, invisible por la gran altura, un plato volador monta guardia sobre Nahuaco. El ultra-radar puso en marcha el interferómetro cerebral automático, y ya todos los pilotos de la escuadrilla habían perdido la razón cuando todavía no habían visto siquiera la selva de Nahuaco.

Fascinado, no pude apartar la mirada de aquella escuadrilla que seguía alejándose sobre los cerros. Que seguiría alejándose hasta que algún monte se interpusiera en su camino, o que la demencia de alguno de los tripulantes lo llevara a jugar con los comandos.

Miré a Tua.

Sus tres ojos estaban fijos ahora en Bull, que seguía escrutándolo, como ávido de penetrar dentro de aquel cerebro tan extraño, tan impenetrable para nosotros.

—Veo que aún no confías en mí, Bull. Lo siento, porque no queda mucho tiempo ya. El ataque de esa escuadrilla, aunque anulado por completo, es la provocación que Kua esperaba para convencer a los cronos de que deben permitirle atacar a la Tierra.

—Quizá los cronos no son tan dueños de la Tierra como se creen. —La voz de Bull pareció venir de lejos—. ¿No se te ocurrió pensar, Tua, que Nahuaco puede ser atacado por bombarderos sin pilotos ni tripulantes, guiados sólo por radio?

Los tres ojos de Tua se concentraron sobre Bull:

—Para que hubiera un ataque aéreo sobre Nahuaco con aviones guiados desde lejos, por radio, tú y tus compañeros, Bull, tendrían que volverse, alejarse de Nahuaco. Si lo hicieran, el súper-radar del plato volador que está allá arriba, vigilando todo, avisaría en seguida a Kua. Y lo tendrías a él y a los otros persiguiéndote. O aniquilándote sin molestarse, con sólo hacer que el plato volador que está allá arriba descargue sobre ustedes, automáticamente, el haz del interferómetro vital. —La voz de Tua cobró de pronto una entonación particular—. No, amigos, no puede haber un ataque con bombarderos teleguiados. Y basta ya de charla, que no hay un segundo que perder.

Vi que Bull seguía vacilando. Y lo comprendí: éramos los únicos seres humanos que conocíamos sobre Cronos y sus habitantes, los únicos que estábamos enterados, fuera de Amiac y sus primitivos guerreros, de que la invasión a la Tierra había comenzado. Si fracasábamos, la especie humana estaba perdida.

—Esto quiere decir —Bull habló en voz lenta— que, aunque no nos hayas traicionado, ya estamos en la trampa.

—Sí, si quieres considerarlo así. Lo único que yo puedo decirte es que no te he traído a una trampa, sino que te he traído para que me ayudes a vencer a Kua y a los otros dos cronos.

—Quisiera fiarme de ti, Tua... pero necesito alguna prueba de que no me has mentido.

—Puedo darte una —Tua me pareció, no sé por qué, más alto en aquel momento—. Dispara contra mí con tu fusil ametralladora. Me dolerá mucho, desde luego, pero te servirá para comprobar que no te mentí cuando te hablé de lo difícil que es matarnos. Porque no moriré si me baleas; eso sí, procura no darme en los ojos; las balas no penetrarán en ellos, pero durante unas horas quedaré con la visión entorpecida.

La mano de Bull se crispó sobre el disparador.

Un momento después se volvía hacia nosotros y ordenaba:

—¡Vamos a Nahuaco! Ya hemos perdido demasiado tiempo. ¡Vamos!



VII

PLATOS VOLADORES


Con su agilidad de siempre, Tua fue el primero en obedecer, lanzándose con toda decisión al cruce del puente. Pic, Bull y yo lo seguimos a la carrera.

Franqueamos el precipicio, y otra vez nos encontramos caminando por un sinuoso sendero, apenas trazado en la ladera montañosa; pero ahora bajábamos, y en poco tiempo recorrimos una gran distancia.

Allá abajo, cada vez más cerca, veíamos la masa de vegetación de la selva. Todavía no alcanzábamos a ver nada de Nahuaco.

La mano de Pic me rozó el brazo:

—Oye, Bob —Pic parecía inquieto y su voz tenía una entonación chillona—: esto no me gusta ni medio... ¿No habrá en Nahuaco algún centinela?

El fino oído de Tua captó la duda de Pic al mismo tiempo que yo.

—No, Pic —repuso él por mí—. ¿Para qué poner un centinela en Nahuaco si allá arriba está el ultra-radar del plato volador? Ya les dije: mientras continuemos avanzando hacia Nahuaco, Kua creerá que todo sigue normal, que yo regreso con algunos cautivos.

Continuamos bajando; allí adelante, entre los árboles, me pareció ver una mole de piedra, una pirámide. Sí, allí debía de estar Nahuaco.

Entretanto, aunque la rapidez de la marcha obligaba a la economía del aliento, Bull no pudo con su deseo de saber siempre más:

—Oye, Tua —preguntó—, ¿cómo se explica que los rayos del interferómetro alcancen a los tripulantes dentro de los aviones?

—Las ondas del interferómetro —replicó Tua—, atraviesan cualquier metal. Sólo hay dos defensas contra ellas: el espesor de la tierra y el plástico anti-ondas. En nuestras guerras del pasado se usaron en Cronos cascos de ese plástico como defensa contra el interferómetro; un crono, con esos cascos, es totalmente invulnerable al interferómetro.

—¿Qué clase de individuos son los otros dos miembros de la expedición? —siguió interrogando Bull.

—Son dos cronos de mentalidad atrasada, elegidos porque son fieles a su partido, el de los guerreros. Ellos suspiran porque ya no hay guerras en Cronos.

"Ciertamente", pensé, "hemos tenido una suerte muy grande al contar con una aliado en la expedición. Mejor no tratar de imaginar lo que hubiera sido sin Tua".

La bajada hacia la selva fue haciéndose más y más rápida. Y no tardamos en vernos otra vez en plena jungla, caminando detrás del crono, que se abría paso a través de lianas y malezas como si fuera un tanque.

No volví a ver la pirámide que había entrevisto antes entre los árboles: la vegetación limitaba nuestro radio de visión a unos pocos metros.

Pero debíamos estar muy cerca ya, porque de pronto nos hirieron los oídos los chillidos de una bandada de papagayos. Y vimos en el aire mariposas de colores esplendentes, y allá arriba, entre las ramas de los árboles, monos que se perseguían con gritos agudos. La selva muerta había quedado atrás; estábamos internándonos en la faja de jungla que el interferómetro vital de los cronos, por su cercanía a Nahuaco, había respetado.

Tua alzó un brazo.

—Mejor reduzcamos la velocidad. Acerquémonos caminando.

—¿Temes algo? —preguntó Bull.

—Sí y no... No sé si Kua y los otros conocerán ya a estas horas el papel que yo jugué en la conspiración de Yang-li. Todo depende de la investigación que allá en Cronos esté haciendo el partido de los guerreros. Quizá me denunciaron ya ante Kua.

Continuamos marchando. Pero levemente, avanzando con gran precaución. Y por fin estuvimos ante Nahuaco.

Una formidable muralla cubierta de helechos, construida con grandes piedras encajadas con maravillosa artesanía. Por sobre ella, entra las altas copas de frondosos árboles, asomaban dos o tres macizas estructuras piramidales.

Siempre detrás de Tua franqueamos una ancha trinchera que en algún otro tiempo había sido un foso; ahora crecían en ella helechos de todas clases. Cruzamos un enorme portal de piedra, subimos una ancha escalinata verde de musgo, y por fin nos encontramos en las dormidas calles de la desierta ciudad.

—Era una ciudad bien construida. Aunque con los edificios mal aireados —fue la poco arqueológica opinión de Pic, mientras miraba con ojos recelosos las pesadas construcciones que nos rodeaban.

—Verdaderamente —asintió Tua—. Aunque es curioso: siendo los hombres tan inteligentes, han dilapidado tantos y tan grandes esfuerzos. Sobre todo en las guerras el derroche ha sido asombroso; si hubieran sido mejores administradores, los hombres podrían estar mucho más adelantados que los cronos. Ellos podrían estar ahora por conquistar a Cronos, y no los cronos a punto de apoderarnos de la Tierra.

No sé de dónde sacaba Tua ganas de ponerse a disertar; eran tan frías, tan muertas las calles de aquella momificada ciudad. Quizá, pienso ahora, lo hacía para darse ánimo.

—Ya pronto llegaremos al templo central —anuncio el crono—. Tenemos que cruzarlo para llegar al plato interplanetario.

—¿Hay algún peligro en cruzarlo?

—Sí. En el patio estarán programando el dispositivo para dirigir el plato volador que llevará la muerte por el mundo.

Un par de centenares de metros más y allí estaba lo que Tua llamaba el templo central.

Una mole casi cuadrada, con bajorrelieves tallados en la piedra; me hizo pensar en un gigantesco animal prehistórico con la piel cubierta de absurdos tatuajes.

Subimos la gran escalinata sombreada por árboles altísimos y no pude menos que recordar que, en tiempos pretéritos, las lentas procesiones del antiguo rito habían pisado los mismos escalones que ahora hollábamos nosotros.

Entramos al palacio.

—No oigo ni a Kua ni a los otros. —Tua avanzaba ahora con enorme precaución, los tres ojos escrutando con movimientos rapidísimos cada rincón, cada columna.

A pesar de lo inquietante de su actitud, el esplendor de aquella ciclópea construcción nos aturdió: no creo que ni en Karnak, ni en Luxor, haya habido ambientes más vastos y espléndidos que los que atravesamos en aquel templo. Evidentemente, el pueblo nahuaco había vivido fuera del mundo, pero ello le había permitido conservar sus tradiciones y el lujo de una civilización extraordinariamente adelantada.

Altares de piedra con ídolos extraños, pesadas columnatas, recargados adornos de oro brillando por todas partes, en las paredes, en lo alto de los altares, en el mismo piso en que apoyábamos los pies. Pero todo aquel esplendor no era para ser contemplado por nosotros:

—Ya llegamos al patio —habló Tua, con voz opaca—. Esa puerta da a él.

Ahora sí que había que extremar las precauciones; en cualquier momento podíamos encontrarnos con Kua y sus compañeros.

Deslizándonos como sombras a lo largo de las paredes, llegamos a la puerta.

Tua la abrió con infinita precaución.

—No parece haber nadie...

—¡Qué patio más raro!

Ciertamente, aquel recinto no podía ser más curioso: de forma circular, tan grande que podría contener cómodamente una cancha reglamentaria de fútbol, tenía contra las paredes una serie de templetes de arquitectura fantástica, cubiertos con retorcidas estilizaciones de animales. Y con puertas altas, cerradas con barrotes de oro.

—¿Y esas jaulas?

—La religión de Nahuaco parece que se fue haciendo más y más zoomorfa, es decir, cada vez adoraron más y más a los animales, con el correr de los siglos —explicó el crono—. En esas jaulas hay jaguares, osos hormigueros, serpientes, monos. Todos ellos eran objeto de gran veneración. Amiac era el sacerdote principal del culto.

—Un jardín zoológico... Sólo que en lugar de maníes les daban rezos —oí murmurar a Pic.

Acallé de un codazo su irreverencia y seguí a Bull y Tua, que ya se internaban en el patio. Resonaban a nuestro paso los rugidos de las fieras hambrientas por quién sabe cuántos días.

—¿Y esos aparatos? —preguntó Bull, señalando un absurdo conjunto metálico, algo así como una mezcla de órgano y de máquina de calcular, instalado junto a una de las jaulas mayores. Era un contraste increíble el que había entre los recargados templetes erigidos por la primitiva creencia de los nahuacos y aquella reluciente maquinaria de líneas distorsionadas, en la que predominaban los ángulos agudos, construida por la fabulosamente avanzada civilización de Cronos.

Porque no cabía duda de que aquella era una fabricación proveniente del planeta de Tua.

—Son para dirigir desde aquí el plato volador que irradiará la muerte sobre el planeta —Tua confirmó mi impresión—. Pero apurémonos. Si Kua nos encuentra aquí, no tendremos defensa alguna.

—¿Dónde estará?

—Ha de encontrarse aprestando el plato volador que será teleguiado; con él estarán Gao y Muy, los otros dos cronos. Porque ya parece haber terminado con los aparatos de telecontrol para dirigir el vuelo desde aquí. Apurémonos, que tenemos que llegar hasta aquella puerta.

Íbamos a echar a correr cuando un zumbido nos detuvo.

Saltamos hacia un costado y nos apretamos contra los barrotes de oro de uno de los templetes; procuramos interponer la mole de los aparatos de telecontrol entre nosotros y la puerta: el zumbido venía de aquel lado.

Pero Tua no se movió.

—Tranquilos, amigos... Ese zumbido es del plato volador; están poniéndolo en marcha.

Mientras el crono hablaba, el zumbido cesó.

Nos miramos, pero en seguida volvió a oírse, haciéndonos daño en los oídos, tan agudo era.

—Parece que están probando los motores —dijo Bull—. ¿Podremos llegar hasta el plato interplanetario, Tua? No estaré tranquilo hasta no estar armado, hasta no tener entre las manos uno de esos interferómetros cerebrales. ¿Seguimos?

No fue Tua quien le contestó, sino un sonido muy cercano, un sonido áspero, agudo, con algo de chirrido.

Nos volvimos y tuvimos que retroceder un paso.

Apretándose contra los barrotes, una enorme boa abría hacia nosotros, con furiosa desesperación, la boca erizada de filosos dientes.

—¿Y esta lombriz? —Pic se las arregló para que yo quedara entre él y los dorados barrotes.

—Es una boa, hombre... —se impacientó Bull—. Vamos, que no hay un minuto que perder. ¡En cualquier momento el plato volador puede alzar vuelo!

Pasamos junto a otra jaula: un jaguar se estrelló con fuerza contra los barrotes de oro; estaba flaco, y los músculos se le marcaban bajo la piel como cables de acero. Era un hambre de varios días lo que lo enloquecía.

Seguimos corriendo, agazapados, pegados contra los templetes del costado; la jaula siguiente estaba vacía, o así me pareció, porque de ella no salió sonido alguno. Por fin llegamos a la puerta.

De nuevo se oyó el zumbido, más fuerte, más marcado que antes.

Tua se asomó con cuidado a la salida y, luego de unos instantes de observación, nos hizo seña de acercarnos.

Allí estaba, gigantesco y dominante en la neta precisión de sus líneas, con el azul de su metal brillando al sol como una brasa, el plato volador interplanetario que había venido desde Cronos. Era grandísimo, por lo menos de más de trescientos metros de diámetro; tenía capacidad de sobra para llevar cuatro o cinco de los platos voladores menores, como el que había evolucionado sobre Quiet Creek.

—¿De dónde viene el zumbido? —preguntó Bull, junto a Tua—. ¿Del plato volador interplanetario?

—No, viene de más atrás. De allí, de aquel otro plato.

Miramos por debajo del plato volador, que estaba apoyado sobre una especie de trípode de patas cortas, y vimos otros dos platos voladores, mucho menores, desde luego, a unos cien metros de distancia.

—Tenemos suerte —murmuró Tua—. Podemos entrar al plato volador interplanetario sin ser vistos; Kua y los otros parecen demasiado ocupados con el otro plato. ¡Vamos!

En dos o tres saltos inverosímiles, Tua llegó hasta la pequeña escalinata apoyada en la escotilla inferior del plato volador.

Nosotros corrimos tras él en un rápido sprint.

—Subamos —indicó Tua—. No hay un segundo que perder: el plato volador que será teledirigido, por el zumbido que hace, estará listo dentro de muy poco.

Todo lo que nos había sucedido desde aquel instante en que un destello atrajera nuestra atención, allá en el lejano Quiet Creek, había sido tan extraño, tan fantástico, que casi no experimenté asombro a subir aquella breve escalera y penetrar en aquel recinto de paredes extrañas, curvadas en ángulos extraños, absurdos, como a ningún constructor terrestre se le ocurriría jamás fabricar. Todo era metálico, frío; había luces pálidas, tornasoladas, a cada tanto; en la coloreada semipenumbra aparecían aparatos curiosos, de función y manejo totalmente inexplicable para nosotros.

—¿Qué dices de esto, Pic? —murmuré absorto al oído de Pic.

—¿Qué quieres que te diga, estúpido? Digo ¡oh! Y nada más...

Sin hacer ruido, pero con pasos rápidos, avanzamos detrás del crono.

—Es raro que dejen el arsenal sin centinela...

—No tanto, Bull —explicó el crono—. No hay nadie a quien temer y, además, ningún hombre podría emplear nuestras armas.

Atravesamos varios recintos y corredores, a cual más fantástico. Me parecía estar ya en otro mundo, un mundo extraordinario, sí, pero frío, frío y hostil.

Por fin descendimos por una escalerilla de algún material plástico.

—Por aquí se va al arsenal. —Tua bajó por ella con la agilidad de siempre—. Cada uno se armará con dos interferómetros cerebrales, por las dudas... Pero...

—¿Qué pasa?

—Es raro que no haya luz aquí. Debería estar iluminado...

Bajamos tras él y avanzamos a tientas: reinaba la más completa oscuridad.

Tua se detuvo.

Tan bruscamente que chocamos contra él.

No alcanzamos a preguntarle nada.

Porque una luz blanquísima nos encegueció.

Allí, delante de nosotros, dos seres semejantes a Tua nos apuntaban.

Dos cronos con las cabezas recubiertas por cascos transparentes, esféricos.

Nos apuntaban con dos interferómetros cerebrales.



VIII

INTERFERÓMETROS CEREBRALES


—Adelante, Tua... Haz pasar a tus compañeros —dijo unos de los cronos.

Bull y yo cambiamos una rápida mirada: pero no teníamos chance de defendernos; estábamos en poder de aquellos cronos.

Por un instante de rabia loca pensé que Tua nos había traicionado.

Los interferómetros cerebrales estaban asestados contra él. Y en él se concentraban los tres ojos de cada uno de los cronos.

—Te esperábamos, Tua —gruñó el que hablara primero—. Siempre supimos que eras un traidor.

Pero en aquel momento Tua demostró una velocidad de reacción increíble; se agachó con rapidez y dio un tremendo salto de costado, que lo zambulló directamente detrás de una hilera de bloque cúbicos, de color negro.

Relampagueron hacia él los haces de los interferómetros cerebrales, pero no le acertaron: anduvo demasiado rápido.

Bull se volvió:

—¡Ya!

Prácticamente nos tiramos de cabeza detrás de otra hilera de bloques, en el lado opuesto al elegido por Tua.

—No asomen la cabeza, o el interferómetro los quemará —recomendó Bull, quitando el seguro del fusil.

Un momento después oíamos la voz de uno de los cronos:

—Es inútil que intentes huir, Tua. Tu interferómetro nada podrá contra nuestros cascos antiondas, bien lo sabes. Y, en cambio, nosotros podemos hacerte perder la razón en cuanto te veamos.

Era evidente que los cronos ni se acordaban de nosotros como posibles enemigos; nos consideraban seres inferiores, y sabían que nuestras armas nada podían contra ellos.

Ése fue su error.

—¿Por qué preparas el fusil —susurré al oído de Bull—, si sabes que no les harás nada?

—Eso crees tú... —En seguida agregó, gritando a todo pulmón—: ¡Atención, Tua! ¡Te voy a preparar el camino!

Rápidamente, bajando otra vez la voz, me dijo al oído:

—Cuando yo te avise, empieza a gritar... Con ello harás que los cronos miren hacia aquí.

Antes de que pudiera objetarle nada, se apartó de mi lado y corrió agazapado hacia el otro extremo de la hilera de cubos.

Desde allí me hizo señas con la cabeza.

Iba a gritar, pero Pic, que había oído también la orden de Bull, se me adelantó:

—¡Atención, Tua! —gritó como si lo estuvieran matando— ¡Voy a tirar una bomba de espanta-trompudos! ¡Tápate los oídos!

No nos asomamos para nada, pero no nos costó mucho adivinar lo que sucedía del otro lado de los cubos: hasta nosotros llegaron los pasos pesados de los dos cronos que se acercaban.

Confieso que los oí acercarse con pavor indecible. Cuando estuvieron a pocos metros, mi mente pareció detenerse: un solo destello de los interferómetros cerebrales y nuestra razón quedaría anulada para siempre.

Miré a los lados, pero no había lugar para ocultarse. Un momento más y los dos cronos estarían asomando por sobre los cubos, con sus interferómetros cerebrales listos para vomitar su haz de locura.

Me aplasté todo lo que pude contra el cubo, pero así y todo lo vi aparecer: uno de los cascos de plástico, cubriendo una de aquellas absurdas cabezotas. Y en seguida la boca ominosa de un interferómetro cerebral.

Ya los teníamos encima.

Fue entonces cuando el fusil ametralladora de Bull ladró en breve ráfaga.

El casco de plástico anti-ondas del crono saltó hecho pedazos.

No pude contener la curiosidad, y me asomé: también el otro crono había quedado con el casco hecho pedazos; los dos, fuera de sí, descargaban los interferómetros hacia el lugar desde donde Bull había disparado; pero éste había alcanzado a guarecerse a tiempo.

Los dos cronos saltaron hacia él, resueltos a llegar hasta su escondite.

Pero al segundo salto cayeron de rodillas.

Del otro extremo del recinto llegaba ahora hasta ellos el fulgurante haz del otro interferómetro...

El interferómetro de Tua, que los atacaba aprovechando la diversión proporcionada por Bull. Privados de la protección de los cascos, los dos cronos recibieron la descarga del terrible aparato con toda su potencia.

Quedaron en el suelo, postrados, gimiendo curiosamente.

Tua se acercó, balanceándose con cierta torpeza. Quizá así se manifestaba la nerviosidad, la tensión del momento de lucha vivido.

—Creí que estábamos perdidos —murmuró de manera entrecortada—. Gracias a ti, Bull...

Puso la dos manos en los hombros de Bull; los tres ojos del crono se clavaron en los de Bull con una intensidad desconocida hasta aquel momento. Agregó:

—Me has salvado la vida, Bull.

—Un momento... —Lleno de aprensión, Pic miraba de reojo a los dos cronos, que seguían en el suelo, los tres ojos de cada uno fijos en el mismo punto, como absortos en un problema de ajedrez—. ¿No son peligrosos estos dos?

—No —repuso Tua—. Ya no hay nada que temer de ellos... Es curioso, pero al perder la razón por obra del interferómetro cerebral todos los seres inteligentes, sean cronos u hombres, adquieren de pronto una mentalidad absolutamente animal. Hasta se los puede domesticar.

—Quizá tú también, Tua, puedas ser domesticado.

Nos miramos con sorpresa.

Miré a Tua, y lo vi con el cuerpo congelado, los tres ojos mirando sin ver hacia adelante.

—Tira al suelo tu interferómetro, Tua... Y ustedes, humanos, dejen caer las armas.

El interferómetro de Tua cayó con ruido metálico. Nos miró de costado:

—¡Obedezcan, pronto! —ordenó, con voz que trasparentaba angustia—. ¡Obedezcan o los queman!

El fusil ametralladora de Bull cayó al suelo.

Pic y yo dejamos caer los nuestros.

—Bien —volvió a hablar la voz—. Suban ahora, y cuidado con intentar cosas raras. Que yo no soy un dormido como Gao y Muy.

Nos volvimos y caminamos hacia la escalerilla que poco antes descendiéramos. Entonces lo vimos: estaba allá arriba, en el borde de la escotilla, cubriéndonos con un interferómetro cerebral. El crono también tenía la cabeza protegida por el caso de plástico antiondas; la capa que le protegía el cuerpo era de color rojo, lo que hacía aún más siniestro su aspecto.

—Es Kua —murmuró Tua junto a Bull—. Debí prever que el ruido del fusil se impondría al de los motores que estaba probando y que eso lo atraería hacia aquí.

—Aun sin los disparos del fusil hubiera venido, Tua —me pareció que había sarcasmo en la voz de Kua—. Me extrañó la demora de Gao y Muy en dar cumplimiento a la misión que les había encomendado. Porque has de saber, Tua, que yo conozco desde hace rato tu traición.

A todo esto, el cerebro me funcionaba a velocidad máxima. Pero sin resultado: habíamos derrotado a dos habitantes de Cronos con sus armas, pero eso pudo ser gracias a una serie de circunstancias que no se iban a repetir. Empezando por los fusiles, que habíamos tenido que dejar.

Sin cesar de apuntarnos, Kua vigiló nuestro ascenso.

—¡A poco de irte tras Amiac, nos llegó una transmisión especial desde Cronos, Tua! —Era evidente que Kua gozaba con explicar todo aquello—. El bando de los pacíficos ha sido puesto fuera de la Ley. El doctor Yang-li fue declarado traidor. Y se descubrió también tu traición, Tua. El partido guerrero gobierna ahora en Cronos, ¡y cuando yo regrese, seré el jefe supremo!

Salimos de la escotilla y, siempre cubiertos por el interferómetro, recorrimos otra vez los tortuosos corredores y los alucinantes recintos del plato volador interplanetario.

—La conquista de la Tierra es sólo la primera. Uno a uno iremos conquistando a los demás mundos —Kua hablaba con voz tensa, rápida, en la cual, no sé por qué, me pareció advertir un tono falso. Como si hablara para aturdirse, para engañarse—. Los platos voladores de Cronos visitarán hasta los confines de la galaxia, y cada crono podrá llegar a ser dueño y señor de varios planetas. ¡Y todo gracias a Kua, el fundador del imperio Cronos!

Llegamos hasta la escotilla que daba al exterior, y nos hizo bajar por la pequeña escalerilla.

Mientras nos alejábamos del plato volador, miré de reojo a Bull: apretados los labios, muy brillantes los ojos, era evidente que su mente hacía esfuerzos por encontrar una salida salvadora, una escapatoria a la trampa en la que habíamos caído. Pero no me hice ilusiones: todos los triunfos estaban del lado de Kua. Aun si alguno de nosotros, arriesgaba todo, lograba escapar, ¿qué podía hacer, totalmente inerme, contra aquel ser fabuloso armado del arma quizá más terrible que jamás hubo en la Tierra?

No, nada podíamos hacer. Sólo verlo manejar los aparatos que borrarían de la superficie terrestre toda manifestación de vida animal. Y esperar, luego, a que resolviera sobre el destino que nos reservaba a nosotros.

Kua nos hizo franquear, siempre vigilándonos, la puerta que daba al gran patio del templo. Al pasar a su lado le oí murmurar, siempre con una modulación raramente inquieta en la voz, como nunca la oyera en Tua, ni siquiera en los momentos más difíciles: "Suerte que yo solo puedo hacer cuanto resta. El plato que lleva el interferómetro ya está listo".

Sí, pensé cuando volvía a entrar al extraño patio de los templos jaula, ya estaba todo listo. Listo el aparato de radio para guiar al plato volador, listo en interferómetro vital que éste llevaría, listo todo para apagar la vida animal en la Tierra.

Kua avanzó hasta la jaula que estaba junto a la del jaguar; la jaula que, poco antes, me pareciera vacía.

Abrió sin esfuerzo la puerta de pesados barrotes de oro:

—Desde aquí presenciarán ustedes mi labor.

Entramos, y entonces los vimos: acurrucados contra las paredes, los ojos dilatados por el terror, las manos apretadas contra el pecho en instintivo ademán de terror, media docena de ancianos nahuacos se apretaban contra la piedra, como en vano y desesperado intento de huir.

—No les teman. —La voz de Kua resonó detrás de nosotros mientras cerraba la puerta—. Son los nahuacos que no pudieron huir detrás de Amiac por estar enfermos, o por tener las piernas demasiado debilitadas por la edad para lanzarse a través de la selva. El traidor Tua hizo todo lo posible porque también estos fueran llevados, pero ellos mismos se opusieron a retrasar con su presencia la marcha de los demás.

Luego sus tres ojos de clavaron en Tua:

—Quizá te sorprenda, Tua, que aún no te haya enloquecido con el interferómetro. Pero, anulados Gao y Muy, tú eres el único testigo de lo que ahora haré. En cuanto a tus compañeros, lo mismo que los nativos de Nahuaco, ya te imaginarás lo que les espera. Servirán para los estudios de nuestros sabios, allá en Cronos.

Claro, para él éramos un poco más que cobayos. Cobayos de una especie rara, que servirían para preparar sobre ellos sesudas monografías de laboratorio.

Kua nos dio la espalda y marchó hacia los aparatos de telecontrol, ubicados a unos diez metros de nuestra jaula; podríamos ver perfectamente todo lo que haría.

—Hemos perdido, Bull. —Hubo desolación en la voz de Tua—. Cuando ya nos creíamos con la victoria en las manos. Ahora Kua accionará los telecontroles y por radio hará que el plato volador ya preparado alce vuelo; lo hará remontarse hasta cincuenta o cien kilómetros de altura y lo hará viajar luego hacia el ecuador.

Los cuatro, como fascinados, mirábamos desde la reja de oro al crono, que se ubicaba ya frente al tablero de control.

—Después —continuó Tua—, cuando sus rayos ya no puedan afectar a Nahuaco, Kua, siempre por radio, hará que se encienda el interferómetro vital. Y entonces el plato volador irá barriendo la Tierra con sus ondas de muerte. Caerán las gaviotas sobre el mar y el tránsito en las ciudades se detendrá. Los labradores, en los campos, se derrumbarán junto a sus arados, los cazadores, en medio de las selvas, verán caer el antílope que están por cazar, y en seguida la nada será también para ellos.

Tua hablaba como si estuviera recitando un viejo cuento infantil. Y, sin embargo, aquello era la segura profecía de lo que muy pronto sucedería.

Pero, ni aun en esos momentos de derrota la mentalidad técnica de Bull dejó de trabajar.

—Oye, Tua, ¿por qué instalaron aquí los controles. ¿No era más cómodo ponerlos junto al plato interplanetario?

—No —repuso Tua—. La masa metálica de éste afectaría la transmisión.

Entretanto, con movimientos precisos, como aprendidos en larga práctica, Kua ponía en marcha los telecontroles.

Una angustia creciente empezó a apoderarse de mí: en nuestras manos había estado el evitar el desastre total, el salvar la vida de nuestro planeta. Pero habíamos llegado demasiado tarde. Ya nada podíamos hacer; habíamos fracasado en nuestra misión, no habíamos estado a la altura de la confianza que Yang-li, el pequeño sabio chino, depositara en nosotros. Reproches, remordimientos, quejas contra mí mismo por lo que pude hacer y no hice, empezaron a martirizarme.



IX

KUA


Desde el aparato de telecontrol nos llegó la voz de Kua:

—Este es un momento histórico para nosotros, los cronos. ¿No te parece, Tua? Me pondré en comunicación con Cronos para avisar al gobierno...

Movió una palanca y hubo en sus ojos un brillo de orgullo, de tremendo orgullo ante el éxito, ya al alcance de su mano.

—Con esa palanca se ha puesto en contacto radial con Cronos —explicó Tua a mi lado.

Delante del aparato, Kua comenzó a hablar en un idioma totalmente incomprensible para nosotros; un instrumento que debía hacer las veces de altoparlante le contestó con gran claridad, pero siempre en aquel idioma incomprensible para nosotros.

Bull, Pic, Tua y yo escuchamos la extraña conversación como fascinados.

Pero algo debió andar mal en todo aquello.

Porque vimos vacilar a Kua, como si hubiera recibido un mazazo.

—¿Qué le dijeron desde Cronos, Tua?

—¡Déjame oír, Bull! ¡Todavía no terminó!

Tuvimos que tener paciencia, y aguardar a que el remoto locutor concluyera su transmisión. Cuando, por fin, el aparato enmudeció, las manos de Tua se aferraban con fuerza a la reja.

—¿Qué dijo? ¡Por favor! —lo urgió Bull.

—¡Dijo que en Cronos ha cambiado la situación política! —explicó Tua—. ¡Que el partido pacifista se ha adueñado del poder! ¡Qué Yang-li ha sido rehabilitado! ¡Y han dado orden a Kua de regresar inmediatamente! —Tua hablaba de manera atropellada, visiblemente excitado—. Ordenan a Kua volver a Cronos sin intentar la menor agresión contra los hombres, aunque éstos lo hayan provocado. ¡Ya sabía yo que a la larga se impondría la cordura en Cronos!

Nos miramos, sin atrevernos a aceptar la maravillosa realidad que aquello representaba.

Era el fin de la pesadilla, era la salvación de la Tierra, la liberación para nosotros. Era la victoria, cuando ya ni nos atrevíamos en ella.

—¡Suéltanos, Kua! —exclamó Tua con acento de triunfo—. Ahora soy yo aquí un representante del gobierno. Acabas de oír lo que dijo la radio.

Kua se volvió hacia nosotros, y sus tres ojos, más desconcertantes que nunca, saltaron de uno a otro.

—No... No... Yo no oí nada... —le oímos murmurar—. No hay cambio de gobierno...

¿Desvariaba Kua? ¿Lo había afectado alguna radiación del interferómetro cerebral? ¿Qué sentido tenían sus palabras? Pronto, muy pronto, íbamos a saberlo.

—Un desperfecto me impidió escuchar la noticia de Cronos, ¿sabes, Tua? —Kua se acercó a nuestra jaula—. Y por eso, en un juego del destino, yo no recibí la orden de no aniquilar a los hombres. ¿Sabes, Tua?

Kua llegó hasta menos de un metro de Tua, y los dos se miraron, con toda la intensidad de sus ojos.

—¡Seguiré adelante con la destrucción de la especie humana! —exclamó Kua—. ¡Pasaré a la historia de Cronos como el primer conquistador de mundos!

—No te hagas ilusiones, Kua... Se sabrá la verdad.

—¿Y cómo va a saberse? Tú eres el único testigo, y te enloqueceré cuando termine con los hombres.

Tua retrocedió espantado. Todo aquello era demasiado monstruoso. Por la locura de un solo ser trastornado por su inmenso poder, la vida de un planeta entero iba a ser apagada como la llama de una vela: de un solo soplo.

—Reflexiona un momento, Kua. —Hubo súplica en la voz de Tua—. ¡Vas a matar por el solo placer de matar!

—¿Te parece poco? ¿Te parece poco sentirse dueño de todo un mundo? ¿Te parece poco lo que será visitar luego las ruinas? Dentro de diez minutos el plato volador levantará vuelo... ¡Y la vida animal en la Tierra comenzará a apagarse!

No lo sé bien, pero de la garganta de Kua brotó un sonido burlón, que quizá sería como la carcajada de esos seres. El sonido de los motores del plato crecía.

En ese instante alguien se movió a mi lado: era Bull, que no pudo contener un impulso de ira, de profundo horror:

—¿Qué te pasa? —pregunté.

—Tengo que salir de aquí —rugió—. ¡Pronto, Bob! ¡Tengo que salir!

—Pero... ¿qué piensas hacer?

—¡Matar a Kua! Matarlo es la única manera de detenerlo. ¡Si puedo salir de aquí, lo haré!

Tua lo miró. Y me pareció que había compasión en sus tres ojos.

—¿Cómo lo harás, Bull? No tienes armas: ya te he dicho que no lo matarías ni siquiera con un fusil ametralladora. Ni aunque tuvieras un interferómetro podrías hacerle nada: ¡tiene puesto el casco anti-ondas! Además, no te daría tiempo a nada: apenas te vea, te enloquecerá.

La situación era desesperada. Iba a cometerse ante nosotros un crimen planetario y nada podíamos hacer. Pero Bull sufría más que nosotros: estaba tan habituado a imponerse que, sin duda, la certeza de su derrota lo trastornaba.

Sin embargo, había en su exigencia una energía impropia de un desvalido.

—¡Debo salir de aquí! ¿Me entienden? ¡Si consigo salir, yo sé cómo vencer a Kua! ¡Sé cómo vencerlo, aunque esté armado con todos los interferómetros de Cronos!

Tanta energía hubo en Bull, y a la vez era tan siniestro lo que habíamos oído hablar a Kua, que Pic y yo nos sentimos contagiados por su prisa por salir.

Sin perder un segundo, nos pusimos a estudiar la prisión en que nos hallábamos; los barrotes de oro, las paredes de piedra, el piso...

—Los barrotes de oro se podrían cortar —murmuró Pic—. Pero eso nos llevaría media hora por lo menos.

—Las paredes parecen macizas —dije yo, tanteando con cuidado el fondo de la jaula.

—No todas —dijo una voz desde un rincón.

Miré hacia allí, y vi a un viejo nahuaco, de cuerpo esquelético pero de mirada firme, entera.

—Esta jaula tiene una pared débil —dijo el anciano—. ¡Tan débil que sería fácil abrir un boquete!

—¿Cuál es?

El anciano se levantó y caminó hasta una de las paredes laterales; lo vi señalar una pequeña grieta abierta en el muro:

—¡Esta es¡ Pero no os aconsejo utilizarla como evasión...

—¿Por qué?

—Acércate y compruébalo por ti mismo...

Pegué el rostro contra la grieta y se me encogió el corazón: vi las pupilas llameantes, las fauces entreabiertas, espumosas de baba, del jaguar hambriento.

—¿Comprendes por qué no te habrá de servir? —preguntó el anciano con cansado sarcasmo—. Ese jaguar no come desde hace cinco días.

Sí, por allí era imposible salir.

Pero no... ¿quién dijo imposible? Verdad que no teníamos armas, pero teníamos puños, ¡qué diablos! Bull pedía una salida, y aquel era el único camino; si había que luchar con el jaguar, no importaba: para eso estábamos nosotros, para abrirle paso a Bull.

—¡Una salida, Bull! —exclamé—. ¡Vengan!

Todos me rodearon, y miraron a la grieta, desde la cual, apagados, llegaban los ronquidos del jaguar hambriento.

—Parece fácil sacar esas piedras, que están sueltas —expliqué—. La jaula de al lado ha de estar cerrada con cerrojo simple, fácil de abrir desde adentro para un hombre.

—Pero, ¿y el jaguar? —Bull me miró como si me hubiera vuelto loco.

—¡El jaguar es cosa nuestra! —repliqué—. Abriremos la pared, y seguro que entrará aquí... Tú aprovecharás y pasarás a su jaula. Así podrás salir.

—¿Cómo se las arreglarán para luchar contra el jaguar?

—Eso es cosa nuestra, te lo repito. Encárgate tú de Kua, que con él tienes de sobra.

Corrían los minutos, el zumbido del plato volador que alistaba Kua crecía, y Bull no tuvo otra alternativa que aflojar. Pic y yo nos pusimos a trabajar con prisa febril, y pronto tuvimos abierto un boquete lo bastante grande como para que la hambrienta fiera se hiciese ver.

Lo hice retroceder golpeándolo con un piedra y aprovechamos para aflojar un grueso bloque.

Quedó un espacio suficiente como para que Bull pudiera pasar.

Y por supuesto, no fue Bull quien lo franqueó primero.

El jaguar...

Con un salto ágil, sinuoso, entró a nuestra jaula y corrió hasta los barrotes: desde allí nos miró con los ojos inyectados en sangre.

—¡Apúrate a pasar al otro lado, Bull! —grité.

—Pero, ¿cómo harán con el jaguar? —Bull todavía vaciló.

—¡Apúrate! —rugí.

Bull no vaciló más y desapareció por el boquete.

Me llené de aire los pulmones: ya habíamos hecho salir a Bull, ¡ahora teníamos que enfrentar las consecuencias!

—Nunca me gustaron los gatos —gruñó Pic.

Pegado el abdomen contra el piso, gruñendo furiosamente, el jaguar se dirigió hacia nosotros: lo vi hacerse un ovillo, pronto a saltar.

Tenía los ojos clavados en Tua.

Me le anticipé; creo que jamás un jaguar embravecido se vio atacado de semejante manera.

Lo tomé por sorpresa, y conseguí aferrarlo por el cuello.

No sé bien lo que pasó después; sólo sé que un dolor terrible me desgarró el pecho y que mis manos estrujaban con cuanta potencia eran capaces el duro tubo de la tráquea del jaguar.

No sé tampoco cuánto duró aquel vertiginoso forcejeo, ni cuánto tiempo estuve así, tratando de contener la violencia poderosa de aquel animal. Sólo sé que, cuando el jaguar estaba a punto de escapárseme, una fuerza súbita, incontenible, me lo arrebató de entre los brazos.

Era Tua, que apretaba el jaguar por la mitad del cuerpo con sus manazas de múltiples dedos.

La fiera manoteó, arañando terribles heridas en la cabeza y el cuerpo del crono, pero Tua no aflojó. Siguió apretando, apretando, hasta que nos llegó un crujido como de maderas quebrándose.

Los miembros del jaguar cayeron exánimes a los costados: estaba muerto, aplastado por la terrible presión.

Tua se me acercó, chorreando una linfa de color blanquecino por las heridas.

—¿Estás herido, Tua? —Al levantarme, sentí los músculos flojos. Tenía la ropa empapada en sangre.

—Sí —repuso Tua—. Pero pasará pronto. Nuestras heridas curan enseguida, y sin cicatriz.

—No creo que tu herida —dijo Pic, a mi lado— tenga tiempo de curar, Tua. Mira...

Nos volvimos y nos encontramos con los tres ojos de Kua, que nos miraban del otro lado de la reja; tenía el interferómetro en posición, listo para disparar:

—Creí que eran tan locos como para querer huir —murmuró como acento despectivo—. Pero veo que la pared se ha venido abajo y han tenido visitas.

Respiré aliviado. Kua creía que el jaguar se había pasado por accidente a nuestra jaula.

Sin darnos cuenta bien aún de lo que pasaba, lo vimos bajar el interferómetro y volverse, alejándose otra vez hacia los aparatos de telecontrol. Le oímos murmurar todavía:

—Estos humanos son raros. Saben que les quedan apenas unos minutos de vida, pero son capaces de hacerse pedazos para vivirlos hasta el fin.

Muy poco tiempo me duró el alivio. Porque en seguida pensé en Bull.

¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Qué habría hecho mientras peleábamos con el jaguar?

Los minutos corrían implacables, y era necesario que se apurase, que encontrase una solución.

—Kua no notó la desaparición de Bull —oí resoplar a Pic, aliviado—. ¿Qué planes tendrá Bull?

—Quizá corrió al plato interplanetario para apoderarse de algún interferómetro —repuse.

—Imposible: no sabe manejarlo —negó Tua.

—Habrá ido a sabotear el plato volador —propuso Pic.

—Entonces fracasará —el crono bajó los ojos—. El plato tiene los motores en marcha: eso significa que está herméticamente cerrado. ¡Nunca podrá abrirlo sin las herramientas adecuadas!

—¡Ya sé lo que hará! ¡Habrá ido a buscar uno de nuestros fusiles, para destruir a balazos los telecontroles! —Desesperados, tratábamos de encontrar alguna hipótesis que no fuera destruida por Tua. Pero también aquella lo fue.

—Tampoco podrá... Al primer disparo, Kua contraatacará y lo enloquecerá con el interferómetro cerebral. Adiós todo, entonces.

Entonces, ¿no nos queda chance ya? Si Bull no podía sabotear el plato volador ni los telecontroles, si nunca podría dominar a Kua, ¿qué le quedaba por hacer? Sentí que las palmas de las manos se me humedecían.

—Ignoro cuál será la idea de Bull —dijo Tua—, al insistir tanto en escapar. Pero no creo que logre nada: ¡la especie humana está sentenciada ya!

Sí, cualquier cosa que Bull intentara, aún con probabilidades de éxito, llegaría tarde. Porque Kua terminaba ya de manipular los telecontroles.

Una luz se encendió sobre su cabeza, arrancando reflejos fantásticos a su rostro inescrutable.

—Esa luz significa que los conductores han alcanzado la temperatura debida —explicó Tua—. Moviendo esa palanca, Kua pondrá en marcha el dispositivo de la muerte.

Como haciendo eco a las palabras de Tua, Kua apoyó una mano sobre la palanca.

Nada lo detuvo: la bajó, y un zumbido aún más fuerte nos vibró en los oídos.

—Con eso ha hecho alzar vuelo al plato volador que lleva al interferómetro vital —el tono de Tua no podía ser más sombrío—. Dentro de dos minutos el plato volador estará ya a más de cien kilómetros de altura, en posición para irradiar la muerte sobre la Tierra. Entonces Kua moverá la otra palanca, y todo habrá terminado: el interferómetro vital entrará en funcionamiento y la vida se apagará por doquiera vaya el plato.

Dos minutos...

Ciento veinte segundos...

Nunca creí que pasaran tan rápidamente.

—¡Está por bajar la otra palanca! —murmuró Pic, con la voz estrangulada.

Sí, con movimiento lento, preciso, la mano de Kua se apoyaba ya en la otra palanca.

La vimos crisparse, cerrando los múltiples dedos sobre el acero.

Pero algo distrajo su atención, y la mano no bajó la palanca.

—¿Qué le pasará? —pregunté—. ¿Por qué se habrá detenido?

—Ha oído un ruido —repuso Tua—. Yo también lo oigo. Un ruido de algo que se arrastra.

Desde donde estábamos no podíamos ver de qué se trataba, pero veíamos a Kua.

Lo vimos volverse, muy abiertos los tres ojos, fijos en el suelo, hacia un costado, agrandados por algo muy parecido al espanto humano.

¿Qué amenaza se acercaba a Kua?

¿Sería Bull?

Si él era, no había contado con el oído finísimo de los habitantes de Cronos. Y acababa de pagar su error.

Porque Kua, con ademán resuelto, echó mano del interferómetro y descargó repetidos haces hacia abajo, hacia un costado.

—¿Contra qué lo descargará? —La duda era atroz.

—Algo raro pasa... —La voz de Tua sonó muy rara—. El interferómetro no parece hacer efecto contra el enemigo que se le acerca.

Así era: Kua seguía disparando el interferómetro, y nada.

Ahora también yo oía el ruido que se acercaba. Un ruido de algo áspero, arrastrándose sobre las losas del piso.

¿Qué significaba aquello? ¿Había encontrado Bull alguna inesperada defensa contra el despiadado interferómetro, que con un solo destello de sus ondas extinguía la inteligencia mejor dotada?

Un grito gutural, de indescriptible terror, escapó de la garganta de Kua. Y entonces su atacante entró en nuestro radio de visión:

—¡La boa! ¡Bull soltó la boa! —exclamó Pic, despavorido.

Sí. Bull había buscado un aliado contra el que nada podían las ondas del interferómetro cerebral.

Fascinado, Kua no podía apartar los ojos del enorme ofidio.

Como un resorte que se dispara, el reptil saltó de pronto con ímpetu terrible. El interferómetro cerebral de Kua cayó al suelo, mientras el crono caía hacia atrás, tumbado bajo el impacto de la recia cabeza del ofidio, que lo tumbó como un puñetazo.

Vimos aparecer a Bull, precipitándose sobre el interferómetro.

Y vimos a la boa enroscar con rapidez increíble sus anillos en torno al cuerpo del crono.

—¡Pronto! —ordenó Bull—. ¡Salgan por la jaula del jaguar! ¡Quizá podamos salvarlo todavía!

Nos precipitamos a ayudar a Bull. Éste atacaba con una gruesa piedra a la boa, que seguía aprisionando en abrazo mortal el cuerpo de Kua. Una y otra vez golpeamos la cabeza del reptil, hasta reducirla a papilla.

Pero demasiado tarde. Ya Kua estaba sin vida.

—La boa estaba hambrienta. —Hubo consternación en la voz de Bull—. Nunca creí que atacaría con tanta furia.

—¿Cómo se te ocurrió pensar en la boa? —pregunté.

—Recordé la palabras de Tua, allá en la selva. Él dijo cuáles eran las maneras de matar a un crono. Por eso pensé en la boa; ya ves que no estuve errado. Pero, te lo confieso, mi idea se reducía a quitarle el interferómetro; nunca pensé en matarlo.

—No te aflijas, Bull... Mejor así: de todos modos, sufrió muy poco.

Nos volvimos hacia Tua, y allí lo vimos, ocupando ahora el puesto de Kua en el comando de los telecontroles.

—¿Qué hace allí? —preguntó Bull.

—Estoy trayendo de vuelta el plato volador con el interferómetro vital. Es un artefacto con el cual no se debe jugar.

—Lo será, pero a veces las armas simples son las mejores —murmuró Pic, que meneaba la cabeza, fijos los ojos en el cuerpo de Kua—. Si este trompudo hubiese tenido en la cintura una vieja y saludable hacha, nada le habría pasado.



EPÍLOGO


Así concluyó aquella pesadilla que se anunciara en Quiet Creek, apenas unas horas antes, cuando un inesperado resplandor entrara por nuestra ventana.

Ahora teníamos que despedirnos de Tua; lo habíamos ayudado a preparar para el largo viaje el plato volador, que ya estaba con los motores en marcha, zumbando como un gato satisfecho.

—Gracias por todo, Bull —Tua puso las manos sobre el hombro de Bull—. Yo me comprometo a que los cronos no vengan nunca a la Tierra en busca de silicio. Creo que podremos conseguirlo también en la Luna. Pero...

Hubo inquietud en los tres ojos del crono, cuando agregó:

—¿Y vuestro gobierno? ¿No estará por atacar otra vez a Nahuaco?

—Ya los detuvimos —replicó Bull.

Mientras nosotros estábamos ocupados ayudando a Tua, Pic adaptó el transmisor de uno de los platos voladores chicos para comunicarse con el FBI y les explicó lo que pasó.

—Por ahora no intentarán un nuevo ataque; lo hizo a tiempo, porque, con lógica bien militar, estaban a punto de enviar sobre Nahuaco veinte escuadrillas de diez aviones cada una; con eso estaban seguros de vencer.

—Menos mal que no atacaron —Tua puso el pie en el primer peldaño de la escalerilla que llevaba al interior del plato—. Adiós, Bull. Convence a tu gobierno de que, cuando vean algún vehículo raro en la atmósfera terrestre, no tienen que atacarlo porque sí, sin averiguar antes quienes van adentro. Porque pueden matar, inadvertidamente, a algún campeón de la paz interplanetaria y desencadenar quizás alguna espantosa guerra cósmica. Adiós Bull.

—Adiós, Tua.

Luego me tocó el turno a mí:

—De ti no me olvidaré —Tua me puso la mano en el hombro—. Si alguna vez llegas a Cronos, tendrás en mí un hermano: siempre recordaré que, luchando por la paz, tu sangre y mi linfa se derramaron juntas. Adiós, Bob.

—Adiós, Tua.

El último fue Pic.

—Adiós, Pic.

—Adiós, trompudo.

El crono se volvió y trepó los escalones.

Un dispositivo automático recogió la escalera y cerró la escotilla detrás de él. El plato volador quedó herméticamente cerrado.

Nos apartamos. Y un par de minutos después el plato volador tomaba altura, dejando tras de sí una estela luminosa. Muy poco después era sólo una saeta de luz en el cielo.

Una saeta volando hacia Cronos, hacia el doctor Yang-li, el remoto líder de la paz entre los mundos.

—Adiós, Tua. ¡Valiente Tua!

Regresamos a través de la selva hasta nuestro avión y allí encontramos a los nahuacos de Amiac: fascinados por el formidable aspecto del "Tábano" e intimidados por el contacto eléctrico aplicado al fuselaje, habían decidido establecerse allí, bajo la protección de aquel nuevo ídolo caído, sin duda, del cielo.

Bull les explicó todo lo ocurrido, y entonces decidieron volver a los viejos muros de Nahuaco.

Ahora podían reincorporarse a su vida de siempre, sin ser importunados por extraños invasores. Y allí siguen ahora, adorando a los animales y siguiendo el curso fiel de los astros.

Claro que ignoran que, entre tantos puntos luminosos que arden en la noche, hay uno que se llama Cronos.



Publicado por primera vez el 15 de enero de 1957 (y nunca reeditada, que nosotros sepamos) dentro de la serie Bull Rockett de Editorial Frontera, Buenos Aires, Argentina. Publicado en Axxón con la autorización del nieto del autor, Martín Oesterheld.




Héctor Germán Oesterheld nació en 1919. Estudió y se graduó en la carrera de geología. Fanático de H. Melville y Joseph Conrad. A partir de 1950 comienza a escribir guiones de historietas y relatos de aventuras. Publicó en las revistas "Misterix", "Hora Cero", "Frontera", entre otras. Sus personajes más conocidos son Sargento Kirk, Bull Rocket, Ernie Pike, Sherlock Time y Mort Cinder, pero El Eternauta es, sin dudas, la creación que le ha dado un lugar entre los maestros de la historieta, y le permitió superar ampliamente el género. Apareció por primera vez en 1957, en la revista "Hora Cero Semanal" con dibujos de Solano López. A principios de la década del setenta, Oesterheld se incorporó a la organización Montoneros. El 27 de abril de 1977 fue secuestrado por un comando militar en La Plata. Estuvo detenido en Campo de Mayo y en una cárcel clandestina de La Tablada. Se cree que fue asesinado en Mercedes en 1978. Sus cuatro hijas también están desaparecidas. Se puede leer una biografía mucho más completa en su entrada de la Enciclopedia de la Ciencia Ficción y Fantasía Argentina.


Este cuento se vincula temáticamente con "LA ASOMBROSA HISTORIA DE ENRIQUE Y EL HORROR TENTACULAR DE VENUS", de Víctor Conde (107), "LA MUERTE DEL CAPITAN FUTURO", de Allen Steele (165), "LINAJE", de Bruce McAllister (175) y "HÉROE, LA PELÍCULA", de Bruce McAllister (177)


Axxón 180 - diciembre de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Aventura: Invasiones: Extraterrestres: Argentina: Argentino).