PORTADORES

Gene Stewart

EEUU

Había venido en un vuelo desde San Bernardino y tenía tiempo libre antes del siguiente. Tomó un sorbo de café tibio, a prueba de demandas. Tenía buen sabor, del sur.

Permaneció sentado un rato en la mesa de café del aeropuerto. Observó a la gente, que se dedicaba al pasatiempo nacional: observar a otra gente. La mayoría no prestaba atención a lo que ocurría a su alrededor. Miraban embobados las pantallas de televisión, que parecían estar por todos lados. En ellas destellaban los partidos de fútbol y las noticias, mientras que los arribos y salidas se deslizaban en lentas cascadas cada cinco o diez pantallas. Todos parecían sentirse seguros, y ni los que venían apurados pensaban en lo realmente tarde que podía ser para ellos.

Otros observaban, con la boca abierta, a las llorosas mujeres, a las parejas que se abrazaban, a los niños aburridos y peleando a viva voz. También miraban a las mascotas que eran acarreadas con la misma brutalidad descuidada con que se trata a otro equipaje.

Siendo un profesional al que le pagan para observar, los examinó a todos con una breve sonrisa en su neutro rostro de banquero. Dobló su copia del International Herald-Tribune, terminó su café, apoyó esa taza de porcelana tan gruesa que podía ser usada como martillo, y se puso de pie con una recatada muestra de torpeza. Deshacerse de cualquier amenaza le salía tan natural como respirar profundo antes de apretar el gatillo.

Cuando los matones de la Seguridad Patriótica gritaron sus órdenes con gutural satisfacción, cruzó caminando el reluciente damero de baldosas a la mitad de su ritmo de paso acostumbrado y alcanzó la puerta a tiempo para ser el tercero en la fila.

—¿Lugar de origen? —ladraron, y él respondió con acento sureño:

—Nación de California.

Pasó el escrutinio superficial y eludió la brutalidad de los dedos con facilidad, expertamente. Sus armas eran tan indetectables que ni siquiera tuvo que esconderlas. De hecho, las utilizaba para dar la mano, palmear la cabeza de los niños y devolver las lapiceras caídas a las nerviosas mujeres, desacostumbradas a los empujones de los matones.

Tenía un asiento de ventanilla, pero lo cedió para que un ansioso niño de ocho años, que volaba por primera vez, pudiera buscar platos voladores entre las nubes. Aburrido, sedujo a la madre mientras el avión cruzaba el Atlántico; hacia el fin del vuelo, con sólo decir una palabra ella hubiese ido a encontrarse con él en el baño para tener una cita amorosa de gran altitud.

De todas maneras no la deseaba, y por eso nunca dijo la lujuriosa palabra que ella esperaba.

Tuvo la vaga esperanza de que no fuera el tipo de mujer que presumía de un encuentro como ése por el resto de su vida, pero sabía de sobra que, si vivía lo suficiente, entretendría a sus bisnietos con exaltados cuentos de su invención, con un tufillo de libertinaje, y esto le repugnó tanto que, como una amabilidad y mientras salía de su vida para siempre, murmuró:

—Mi novio te adoraría.

La dejó pensando en que estaba fuera de su alcance. Así era más fácil, y le ahorraba a ella la vergüenza de vivir con lo que podría haber ocurrido. ¿No ha sido este tipo de idiotez soñadora lo que llevó al mundo a un estado tan lamentable?

Ahora, la familia escucharía un cuento rematado en un "Uno nunca sabe".

Como, de hecho, ella nunca sabría.

Nueva York estaba tan humillado por su tercer 11 de septiembre nuclear como Pompeya o Herculano lo habían estado por el Vesubio. Quedaban tan pocos edificios altos que la ciudad recordaba lo que había sido en el siglo XVIII.

Por lo imprudente, su viaje en taxi al menos resultó estimulante; a menudo pensaba que un salvaje viaje en taxi era la mejor terapia para hacer que la sangre se moviera de nuevo después de los calambres en las piernas y el aire reciclado de un largo vuelo. Tenían cierta semejanza con el corcovear de los potros y otras bravatas de los rodeos o corridas de toros del salvaje oeste. Cabeceó y dejó escapar un ronquido; eso divirtió al taxista, que preguntó:

—¿Le ponen nervioso los vuelos?

—¡Oh, sí!

Era mejor que el hombre pensara que le daba miedo volar, cuando la verdad era que hacía tiempo que no le temía a nada.

Pensó en su amada California, vacía y libre. Ninguna muchedumbre la estropeaba. Ya que todo se había hecho añicos, sólo quedaba un espacio libre, y California era él.

Suspiró por los muchos, muchos muertos.

Hizo que el negro, que mascaba escarbadientes con aroma a clavo de olor~ —y cuyo nombre era como masticar sílabas ugandesas intragables para las guerras civiles caníbales de esa nación—, lo dejara al borde de la vereda de un sector residencial tranquilo y sombreado, ubicado sobre una colina que daba a las nuevas dársenas. Contó cinco de los nuevos portaaviones Attack anclados allí, con relucientes aviones nuevos sobre las cubiertas. Le recordaban el exhibidor de una joyería.

Las casas unifamiliares y la piedra rojiza de su alrededor eran nuevas. Tenían que serlo. Cualquier estructura en pie luego de la ostentosa y sonada creación de las dársenas, cuando detonó la cabeza nuclear contrabandeada en un buque a vapor, resultaría demasiado radioactiva para habitarla.

Observó al taxi que se alejaba y hasta saludó con la mano antes de alzar su única maleta y volverse hacia las tranquilas casas. Tras caminar media manzana, reparó en el lujoso auto estacionado bajo un toldo y subió por el sendero de losetas. Golpeó la puerta principal.

Cuando la morochita lo vio, le ofreció una gran sonrisa, que transformó su belleza de franca a defensiva. Sus dientes refulgieron como un escudo.

—¿Sí?

—Oh, sí. —Se abrió camino hacia adentro y la abofeteó con fuerza antes de que ella pudiera lanzar un chillido de protesta—. Pórtate bien o te mato.

Ella palideció, excepto donde la bofetada le enrojecía la mejilla. Asintió con la cabeza.

Sabía que ella estaba húmeda. Lo sabía por la rapidez con que se había subordinado. Es probable que se quedara con su honesto marido de sabor a vainilla soñando todo el tiempo con una fantasía de violación. Es probable que él rezara mientras lo hacían, cada vez en la estricta posición del misionero. El marido sería demasiado convencional para darse cuenta de lo sumisa que podía llegar a ser ella con un hombre que supiera lo que deseaba.

Sin embargo, sin malditas ganas de sexo, una vez que ella le mostró dónde estaban las llaves del auto y otras cosas la ató, la amordazó, y la dejó en el sofá.

Condujo el sedán fuera del vecindario, encontró un centro comercial y utilizó las herramientas del marido para cambiar tres juegos de patentes después de mover cinco autos al lado opuesto del estacionamiento. Dejó el centro comercial en un anodino auto con forma de cucaracha que lucía como siete de cada diez autos en la ruta.

Un auto más barato, pero mejor camuflaje.

El viaje al D. C. fue bueno. Se detuvo unas cuantas veces para comer o hacer sus necesidades, e hizo buen tiempo. Aún mejor: su acento de Los Ángeles no había salido a la superficie ni una sola vez. Aquellas visitas a los primos del lado Este años atrás, antes de las restricciones a los viajes, estaban dando dividendos.

Cambió autos y placas de nuevo en un estacionamiento en la autopista George Washington. Entrando en la zona aislada de la ciudad, agitó su identificación falsa con fingido aburrimiento. El guardia, aburrido de verdad, lo saludó desde la entrada, mientras los otros guardias hablaban y reían en la cabina, con sus armas colgadas de sus hombros hundidos, derretidos por el calor y la humedad.

D. C. era el mismo pantano fétido del que John Wilkes Booth había escapado, luego de haber disparado al presidente Lincoln mucho tiempo atrás.

No había podido evitar sentir la tragedia que representaban el muñón del Washington Memorial y la cúpula rota del Capitolio. Ésta última parecía como si un enorme pterosaurio hubiera salido de su huevo, mientras que el primero era un fálico chiste sobre la castración. La que alguna vez fuera una gran ciudad había perdido sus pretensiones. Estaba en ruinas, sin restos de altivez.

De alguna manera, las ruinas en llamas de la bahía de Los Ángeles, arriba de las cuales el cartel de Hollywood todavía se erguía orgulloso aunque herido, eran mucho más inquietantes. Los Ángeles había sido una autentica pérdida, no un mero símbolo.

Ningún monumento público nuevo haría más bonito al D. C., tampoco. Ningún blanco nuevo para atraer el fuego de los terroristas, así es como pensaban. Parecía cobardía. Y el Lincoln Memorial, invisible tras los muros de piedra y cercas de acero, arrodillado como si estuviera sitiado, como efectivamente lo estaba. Absolutamente vergonzoso, pensó.

Vivir encogido por el miedo no era vivir en absoluto.

El espejo de agua de la piscina del paseo era ahora una zanja llena con la basura de varios saqueos. Lo peor había sido el Smithsoniano saqueado por una multitud enardecida por alguna victoria o derrota deportiva. Habían destruido incontables centenares de valiosos artefactos y exhibiciones.

Al Spirit of Saint Louis, el avión de Lindberg, lo habían abollado y arrojado nariz abajo dentro de un sumidero cerca del muñón del Monumento a Washington. Parecía un juguete descartado.

De modo que así estaban las cosas, pensó; en estos días, ¿quién tiene tiempo para diversión?

Se concentró en encontrar su objetivo.

Ahora el gobierno invisible se movía todo el tiempo, de un sitio oculto a otro, asegurándose de no reunir un grupo de más de diez líderes a la vez. El Congreso se telecomunicaba, cada uno de los pocos Senadores o Representantes telefoneaba desde su ciudad capital. Para decapitar al gobierno se necesitarían cientos de golpes precisos y exitosos, coordinados al segundo. Las comunicaciones se mantenían gracias a una mezcolanza de métodos, que iban desde correos y mensajeros hasta micro-estallidos encriptados algorítmicamente y ocultos dentro de las señales y ruidos de los canales abiertos. Se elevaban globos y se los bajaba en otros lugares, para servir de estaciones repetidoras.

Él sabía todo esto por los noticieros, películas de suspenso y su reciente entrenamiento. Necesitaría un poco de suerte para alcanzar su objetivo, pero tenía algunas cartas.

En primer lugar, su primo querría verlo.

Los vínculos familiares son fuertes.

Cómo era que el molesto de su primo, que estaba más interesado en pedos luminosos, surf y jugar fútbol americano —dentro y fuera del campo— que en cualquier estudio o situación política, había llegado a ser Presidente era un enigma para él. Los días que habían compartido en el colegio lo habían convencido de que ese imbécil terminaría dependiendo de la riqueza familiar.

Por supuesto, eso era exactamente lo que había sucedido, pero por un irónico giro, con inesperadas consecuencias para el resto de la humanidad.

Imaginaba que su primo constituía un buen figurón, si no un completo títere, por ser al mismo tiempo bonito y desechable.

Acercarse a semejante figurón se simplificaba con entregar un telegrama, pero éste era un mensaje tan importante que no podía ser confiado a medios más habituales.

Sólo con acercarse al Presidente, simplemente con estrechar su mano, se lograba la meta que su gobierno quería:

—Te podemos tocar.

Mientras se detenía a ofrecer su identificación a otro guardia de control, sacudió la cabeza, preguntándose cómo se había derrumbado el mundo hasta el punto de que los mensajes se entregaran de manera clandestina y sin palabras. Pensó que tener miedo de hablar era una situación que podía terminar matándolos a todos.

Y sin embargo, las palabras siempre los habían traicionado, y las acciones hablaban con más fuerza. Él lo entendía sobremanera.

—¿Señor, puede tener la gentileza de estacionar allí y venir conmigo?

—Seguro. ¿Puedo entregarle un mensaje al Presidente?

El rostro del guardia permaneció impasible.

—No estoy informado del paradero del Presidente, señor.

Movió la cabeza, afirmativamente.

—Sí, entiendo. Sólo avísele que su primo Jim, desde su hogar en California, necesita verlo por un asunto de vida o muerte.

El joven guardia levantó un teléfono celular y habló con los ojos entrecerrados. Cuando se abrieron de forma desmesurada, fue obvio que sería escoltado a la brevedad al lugar donde se encontraba el Presidente.

Jim estrecharía la mano de su primo mientras le hablaba de los portaaviones y otros barcos de guerra que había visto en las nuevas dársenas de NY. No era necesario que lo tocara, pero él lo haría porque así había sido educado y por impulso de su largo entrenamiento.

Por supuesto, Jim representaba otra clase de portador.


Ilustración: Fraga

La suya era una infección terminal con una cepa de estafilo III, que era lenta pero irreversible. Es probable que cualquiera que estuviera a un metro de distancia de él cayera contagiado en una semana o dos, para morir un par de semanas después. No se conocía tratamiento. Muchos se suicidarían antes de sufrir los últimos efectos; los órganos fallaban y se convertían en una gelatina que goteaba por los orificios corporales.

Era como si tus entrañas, derretidas, fluyeran por todos los orificios de tu cuerpo.

Sin embargo, su gente en el viejo hospital militar de San Bernardino tenía una cura. Era limitada, pero mantendría vivo a cualquiera que la recibiera a tiempo. Se lo habían prometido y esperaba que no fuera teatro político.

La verdad es que no le importaba si le habían mentido. La cura no venía al caso. Él nunca la vería.

Para cualquiera que llegara a contagiarse de estafilo III no había escapatoria. Sólo era necesario estar cerca de un único portador, y ése podía ser cualquiera. Todos.

Y una vez que su primo, el Presidente de este grupo de estados desguazado pero todavía poderoso, hubiera sido infestado, Jim sonreiría y le entregaría el ultimátum que permitiría que su gran Nación de California se encontrara por fin en pie de igualdad con el mundo, al que había pertenecido por tanto tiempo.

—Primo —le diría—, hablemos sobre terminar del todo con la guerra.

Y qué elección le quedaría a este Presidente títere, cuando finalmente se diera cuenta de que podía haber portadores en todas partes.

En todas partes.


Título original: Carriers
Traducido por Graciela Lorenzo Tillard, © 2007



Gene Stewart nació el día del 146 aniversario del nacimiento de Charles Dickens (7 de febrero de 1812) en Altoona, Pennsylvania, EEUU. Comenzó a escribir a los ocho años y fue publicado por primera vez a los tres años de comenzar su carrera. Se casó en 1980, cuando su esposa acababa de incorporarse a la Fuerza Aérea de los EE.UU. Durante los 22 años siguientes viajaron por todos los Estados Unidos, conociendo los desiertos de Texas, las playas de la costa de Mississippi, los pantanos de Georgia, los valles de Ohio y las praderas y las altas llanuras de Nebraska. También pasaron una larga temporada en Japón y Alemania. Su familia incluye tres hijos y un par de vivaces terriers. En la actualidad vive en el medioeste norteamericano, dedicado a la escritura de una novela. En Axxón publicó el cuento "Nosotros mismos" (168).


Este cuento se vincula temáticamente con "LA INTELECTUALIDAD LIBERAL", de Luke Jackson (168), "CUANDO LOS ADMINISTRADORES DE SISTEMA GOBERNARON LA TIERRA", de Cory Doctorow (176) y "DISNEYLANDIA", de Alejandro Alonso (109).


Axxón 179 - noviembre de 2007
Cuento de autor norteamericano (Ficción especulativa : Terrorismo : Ataque bacteriológico : EE.UU : Estadounidense).