MORIR DE TRISTEZA

Hernán Domínguez Nimo

Argentina

El cuchillo se hundió con dificultad pero con menos resistencia de la que Xavier esperaba. Lo retiró y comprobó, apenas aliviado, que la hoja permanecía seca. Hizo tres incisiones más, todas inclinadas hacia adentro, hasta formar un cuadrado. Con la última, hizo palanca para extraer el trozo piramidal que había seccionado.

Como temía, el kranck seguía congelado pero se había decolorado en el centro. Todo el cargamento se estaba echando a perder. La provisión de un año para los mnanni pudriéndose sin remedio.

En una cámara de cero absoluto, como la de la nave que lo había llevado hasta allí, podría haber aguantado infinitamente. Claro, allá en el espacio era fácil. Esa, en cambio, no era más que una anticuada cámara frigorífica.

Una punzada de dolor —como si alguien le devolviera las cuchilladas— lo atacó en la cadera, del lado derecho. El viejo fantasma siempre volvía con el frío.

Se alejó rengueando, siguiendo el rastro de pequeñas nubes de vapor que él mismo exhalaba. Abrió la puerta —el temor infantil de quedar allí atrapado siempre estaba presente un segundo antes de que la puerta se despegara con un ruido de succión— y salió. No sabía para qué se molestaba en cerrar. En una semana, con mucho dos, habría que tirar todo. Si es que a esa altura tenía sentido guardarlo. Por lo que Xavier sabía —nunca había bajado a las minas— a los mnanni les gustaba atrapar su alimento vivo. Y él dudaba que alguno de los millones de kranck fuera a revivir después de haber sufrido ese descongelamiento paulatino. Como si la muerte formara parte de una cadena alimenticia, esa suerte también le iba a tocar a los mnanni.

De todos modos, cualquier intento de comprensión acerca de la naturaleza misma de los mnanni desde los parámetros humanos era infructuosa. Y no tenía nada que ver con que fuera oriunda de un planeta acuático. ¿Cómo entender a un ser capaz de fallecer de tristeza por el sólo hecho de saber que algunos iban a morir? Era una profecía autocumplida.

La tarde anterior, Cayto le había contado que ya habían encontrado varios cuerpos flotando en los recovecos del complejo de minas de Farjj. Xavier había quedado dolido después de aquella charla. Cayto no había dicho ni insinuado nada. Simplemente se había limitado a describir los cuerpos inermes, los tentáculos desparramados sobre el muelle de la mina. Cómo el color azul profundo de su piel se había vuelto traslúcido, como si el cuerpo mismo perdiera substancia, existencia.

O razón de ser había dicho Cayto, porque esos mnanni no habían muerto por falta de alimento —no aún— sino por falta de caza. De melancolía dijo el cayksine, y Xavier casi esperaba ver lágrimas resbalando por el denso vello facial de Cayto —oh, sí, los cayksine lloraban, Xavier lo había visto—.

Pero no. No había llanto. Y aunque pudiera parecer difícil, Xavier había leído un reproche velado en el rostro de osito de peluche. Casi podía imaginar su razonamiento. Por qué no, si era el mismo que él hacía. Allí, en su bodega, había toneladas de kranck. Allá, en las minas, había miles de mnanni muriendo. ¿Cómo entender que la falta de un permiso le impidiera a él dar ingreso al cargamento? ¿Cómo podía ser un papel más importante que miles de vidas? Tampoco podría entender que todo fuera culpa de uno de los suyos, el cayksine que había ejercido como embajador comerciante en la compra. Para Cayto, él, Xavier, era quien retenía el kranck, como un acaparador codicioso.

Xavier rengueó hasta la pequeña habitación que raramente usaba como oficina y se sentó para recuperar el aire. El enojo del recuerdo lo había apresurado demasiado y el filtro nasal limitaba bastante —esa era su función, claro— la entrada de la enrarecida atmósfera. Ningún terrestre batiría nunca un record olímpico allí en Cayksineé. Y él menos aún, pensó mientras se masajeaba la cadera.

Era fácil imaginar respuestas para ese reproche mudo de Cayto. Después de todo ellos, los cayksine, habían desarraigado a los mnanni de su planeta natal y los explotaban en minas inundadas artificialmente a cambio de casa y alimento. Si podía llamarse casa a túneles con toneladas de roca sobre su cabeza.

Pero Xavier sabía que los mnanni disfrutaban esa vida. Diluir paredes de roca para crear nuevos túneles y laberintos era parte del juego constante que constituía su existencia. Ninguno había siquiera insinuado querer volver a su planeta. Aquí podían jugar a las escondidas mejor que en su oriundo mar abierto. Y de paso, liberaban toneladas de cadmio para los cayksine.

Cayto decía, admirado, que era la raza más infantil e inocente del universo. Y Xavier tenía que reconocer que los de su raza habían generado una empatía maravillosa con los mnanni. Disfrutaban verlos jugar tanto como ellos el juego.


Ilustración: Pedro Belushi

No tenía con quién hablarlo, pero era muy extraño ver a una raza de seres, tan parecida a lo que un humano considera su primer juguete, que no supiera lo que es jugar. Por eso jugaban a través de los mnanni. Era una especie de simbiosis que iba mucho más allá de la extracción del cadmio. Un resultado feliz e inesperado de su presencia en Cayksineé. Por lo menos para los cayksine más puros.

El sonido del llamador.

Encendió la pantalla. Eran tres cayksine. No reconoció a ninguno. Abrió la puerta igual, aunque por un momento se imaginó como la primera víctima de la primera revuelta en la historia cayksine.

—Buenas tardes, Xavier Santana —dijo el que iba al frente.

Las diferencias físicas entre un cayksine y otro se daban sobre todo en la contextura —uno de los que no había hablado era casi tan alto como Xavier— y en el color y textura del pelaje. A pesar de que ya era capaz de distinguir diferencias significativas en sus rostros —ojos más pequeños, más o menos juntos, los prominentes orificios nasales más o menos abiertos— no podía evitar simplificar y pensar en ellos en función del pelo.

Los dos de atrás —los guardaespaldas— tenían colores apagados, uno marrón, el otro de un ocre apagado. Xavier habló mirando sólo al que obviamente era el jefe, de pelaje color óxido:

—Buenas tardes. ¿Con quién tengo el placer?

Por lo general, esas fórmulas anticuadas de la Tierra, traducidas al cayksine, provocaban un estallido de carcajadas nasales. Sólo el de pelo café dejó escapar una risita, hasta que el anaranjado lo miró, mostrándole los dientes. Luego volvió a mirar a Xavier, que pensó que nadie podría nunca convencerlo de que aquello había sido una sonrisa.

—Antes que nada, permítame presentarnos. Caynsay, Caytanáa, y mi nombre es Caylosaa —dijo el anaranjado, señalándolos uno por uno.

Xavier asintió, pero sabía que iba a olvidar los nombres en unos minutos. La raíz inicial los volvía demasiado iguales fonéticamente.

—Sabemos que es usted un hombre muy ocupado, Xavier Santana. ¿Existe la posibilidad de que nos sentemos cómodamente en una mesa... —el cayksine sacó una botella de un morral que llevaba colgado de la espalda—... a disfrutar de una copas de delicioso sasané?

El invite lo tomó por sorpresa. También la botella de licor. No sólo porque era caro: el alcohol no era bien visto entre los cayksine.

Xavier se dio cuenta de que se moría de ganas de tomar esas copas.

—Claro. Por qué no. No estoy tan ocupado estos días —dijo, y se arrepintió al instante—... Bueno, salvo por esto del cargamento... un verdadero problema...

El anaranjado volvió a sonreír y a provocarle escalofríos.

—No se preocupe. Sabemos que no es una cuestión suya.

La palabra cayksine bien podía significar culpa. Xavier prefirió pensar que no.

Los guió hasta la pequeña mesa de la oficina. Allí se sentaron.

—Nos preguntaba al principio quiénes éramos, ¿verdad?

Xavier asintió, mirando el licor con avidez. El cayksine —¿cuál era su maldito nombre?— había llenado vasos para sus dos compañeros, pero dilataba el siguiente.

—Supongo que no le interesaba tanto saber nuestros nombres sino qué somos —el anaranjado sirvió por fin el vaso y se lo alcanzó—. Somos lo que se dice... un pedazo del pasado.

—¿Perdón? —dijo Xavier.

—Mineros, Xavier Santana. Somos mineros —repitió el naranja—. O por lo menos lo fuimos alguna vez. Hasta que alguien decidió que no servíamos y trajo a los moluscos.

A Xavier no le agradó oír esa palabra. Cayto le había dicho que era la forma despectiva que usaban los descontentos con la presencia mnanni. Se paró y caminó hasta el indicador de temperatura de la cámara, sólo para evitar mirar al anaranjado mientras contestaba.

—Tenía entendido que la minería tradicional cayksine ya no era productiva, que por eso habían acordado traer a los mnanni.

El silencio que siguió fue tan denso como el insoportable sonido nocturno de una ritara del bosque. Café y Ocre se miraron, pero ninguno habló. Anaranjado se sirvió un vaso pero lo dejó enfrente suyo, como si fuera parte de un protocolo.

—Eso es estúpida propaganda de cayksine débil, Xavier Santana. Pero usted no tiene por qué estar al tanto de cómo son las cosas verdaderamente en nuestro planeta.

Era difícil afirmarlo con ese idioma complicado, pero a Xavier le pareció que había un énfasis muy particular en la palabra cayksine "nuestro". Se sentó, se sirvió un trago generoso y volvió a llenar el vaso de anaranjado. De pronto comprendió que el conflicto no estaba relacionado con los productos en estado de putrefacción que aguardaban en el frigorífico. En realidad, era evidente que al anaranjado le importaba muy poco si los envíos llegaban a tiempo o no. Como el cayksine no bebía, alargó la mano para apoderarse del licor.

Anaranjado volvió a mostrar los dientes. Si definitivamente era un remedo de la sonrisa humana, Xavier le rogó mentalmente que no volviera a intentarlo.

—Al principio, le dije que sabíamos que el embargo del cargamento no es cosa suya. La aprobación del permiso de comercio exterior se perdió. Un error de sistema —el cayksine insistió con su sonrisa—. Que no fue casual, claro.

Xavier se quedó helado, incapaz de moverse o decir algo. La enormidad de lo que el cayksine había dicho, desgranándolo en la charla como un comentario

(¡casual, sí, casual!)

lo atontó.

—Bueno —continuó anaranjado—, ahora queremos que sea asunto suyo. El permiso está por llegar. Hoy mismo quizá. Pero si nadie lo recibe, es como si no llegara, ¿verdad Xavier Santana?

Xavier sólo tenía ojos para la sonrisa siniestra del cayksine. Apenas una vaga conciencia de que los tres lo miraban, fijo, esperando una respuesta,

(¿una respuesta? ¿hizo alguna pregunta?)

un asentimiento. Imágenes de mnanni flotando, inermes. Cayto y su mirada de reproche mudo. El pedazo de kranck descolorido...

(¡Dios mío, estoy encerrado con tres ositos de peluche mafiosos!)

—Sabemos cosas de usted, Xavier Santana. Sabemos que esa cojera no tiene nada que ver con un trabajo en el puerto espacial. Sabemos de su participación activista en la rebelión lunar —otra vez esa sonrisa—. Nadie tiene que enterarse, claro. Nadie tiene manera de saberlo, porque todos los que estamos aquí vamos a cuidarnos muy bien de repetir lo que se dijo esta tarde. Usted no duraría un segundo en su puesto si llegara a saberse. Y nosotros no queremos eso, ¿verdad?

La visión de esos dientes desnudos lo acompañó un rato muy largo después de que los tres visitantes se hubieran marchado.

Xavier lo había pasado muy mal cuando llegó a Cayksineé. Verdaderamente mal. Quienes lo habían recibido le habían dado un trato maravilloso, pero Xavier no podía desprenderse de una sensación de malestar continuo, de inseguridad, como si estuviera en el universo equivocado. Le había llevado tres años perder esa sensación. Sentir que volvía a tener los pies sobre la tierra. Pensar que estaba en un lugar conocido, al que podía considerar su hogar.

Esta visita había socavado los cimientos de esa seguridad. Otra vez sentía que estaba en un lugar al que no pertenecía. Que había creído conocer pero del que sólo había arañado la superficie. ¿Cómo había creído poder entender un planeta y una raza nuevos en tan poco tiempo, si una vida no le había alcanzado para entender a los de su propia raza? La mente humana tendía a simplificar lo que no conocía. A uniformar. Como si todos los cayksine tuvieran que pensar igual...

No sabía qué iba a hacer. La conciencia hablaba muy claro. Pero él no era un héroe. Quizá, cinco años atrás...

Pero ya no era el mismo. El sufrimiento, el encierro, lo habían cambiado.

Se quedó ahí, sentado, llenando el vaso una vez más mientras esperaba que el receptor de mensajes sonara. Quizá en ese momento sería capaz de tomar una decisión.



Hernán Domínguez Nimo es un asíduo colaborador de la revista. Hemos publicado de él más de una decena de cuentos. Fue finalista del 1er concurso Internacional de cuentos organizado por Axxón con "El dueño del barrio". Su cuento "El Guasón" aparece en el Anuario 1 de Axxón. Se pueden conocer más datos de este autor en la Enciclopedia de la Ciencia Ficción y Fantasía argentina.


Este cuento se vincula temáticamente con "Kaishaku", de Yoss (142), "El primer viaje de la Argonauta", de Yoss (132), "Linaje", de Bruce McAllister (175) y "Encuentro fallido", de Miguel Hoyuelos (161).


Axxón 178 - octubre de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Contactos : Argentina : Argentino).