La llanura de las Ficciones : Libro 1 : El sueño de los Césares

CAPITULO XVIII - EL PASO DE HUINCALEF

Ciertamente, Facundo no disfrutó del sitio al que Gabriel lo había relegado: era ominosamente quieto. No había más ruido que el incesante que producía el río al chocar contra las piedras en su ruta hacia el norte, el de las aves o el de los vientos que, por cierto, no eran calmos. A veces, los cierzos corrían serenos y sosegados, otras veces adquirían una fuerza arrolladora; agitaban el bosque y levantaban ingentes cantidades de polvo, que se estrellaban contra la tienda que Gabriel le había cedido. Era entonces cuando sentía temor, un temor insuperable, pues creía que el mundo se venía abajo y que iba a quedar al descubierto apenas la carpa volara, si no era con él. Esto ocurrió la primera noche. Durante toda esa noche, mientras los céfiros discurrían afuera, se aferró a la idea (o mejor dicho, esperanza) de que la ventisca amainaría en la mañana, como si por un mágico efecto la luz, por el solo hecho de su luminosidad, tuviere la potencialidad de restablecer la quietud en el lugar.

No ocurrió eso. La luz se instaló bajo un cielo nubarroso, y los vientos, que parecían ignorar lo que el muchacho había trazado para ellos, continuaron, ¡más veloces que en la noche! El viento siguió ocupando el lugar de prioridad en su mente durante ese día, aún cuando el viaje de Gabriel era otra preocupación. Tampoco los vientos eran imbatibles o arrolladores: por el contrario, el medio imprimió en él la conjetura de que los bosques bien se encontraban acostumbrados y se dejaban acariciar o sacudir por ellos. Tampoco se conmoverían las agujas, ni los hielos, ni las aves. Conocía el viento zonda; no obstante el espectáculo del paraje le resultó extraño, aunque atractivo. También llovía (no copiosamente), y continuaba el viento; al rato, el sol se filtraba, pero sin que el viento y la lluvia se retiraran. Entonces, llovía con sol y con viento.

Los arco iris se multiplicaron, y puede decirse que tras avistarlos, y después de una noche y de varias horas en el día bajo esta confluencia, todo temor se disipó y se asentó el apaciguamiento.

Cuando en el quinto día el sol volvió a templar y la expedición no tornó, sintió una creciente angustia. Estaba solo y alejado de cualquier punta de la civilización. ¿Cómo regresaría al río Santa Cruz si la expedición se había desarmado? Además, hacía dos días con sus noches que no ingería un bocado, y esto agregaba mayor preocupación. Los nativos lo habían olvidado. Sus tiendas estaban a escasa distancia, pero ninguna actividad había en ellas ni tampoco las mujeres se acercaban a él para procurarle comida.

Pasó la mañana mirando el valle, pero nadie llegó por él. Las horas pasaron; pasó el mediodía y llegó la tarde, y cuando entró en su cotidiana agonía sin novedades, la esperanza declinó con las luces. Quizá la figura de Gabriel asomara en la noche, o en la mañana siguiente. De alguna manera, el ciclo del día repetía el de la existencia: las fuerzas aminoraban en el atardecer, cuando los pesares y las dificultades. Arribaría la noche, pero, más tarde o más temprano, según la estación, el clarear vendría. Y la existencia, quizá, se ajustaba a este vaivén, pero la esperanza, como la seguridad de un nuevo día, restaba siempre. Ahora esperaba que este credo se ajustara a la perfección, aunque las condiciones no podían ser más adversas si no para sostener lo contrario.

Después del alba, un hombre apareció andando por la colina. No tenía el rostro de Gabriel, ni el de ninguno de los otros (era, en principio, un absoluto desconocido), pero deambulaba por aquella soledad. Su traza era simpática, rayana con lo ridículo; no venía a pie, sino montado en un burro y a la distancia se notaba que la relación entre amo y bruto no era pacífica. Contra todos los golpes de la vara que le propinaba el viejo (porque quien se encaramaba en su lomo era un anciano), y contra todas sus abominaciones, el animal caminaba por donde quería, al paso que quería y hasta cuando quería. Se notaba que había una total disonancia entre lo que el viejo dictaba y el asno entendía, pues corría cuando el hombre le ordenaba andar lentamente; entonces, el brazo descargaba nuevas zurras, y el borrico, entre roznidos estentóreos y fastidiosos, abandonaba el sendero y andaba traqueteante entre los matorrales, lo que aumentaba la furia del conductor. Mientras ocurría esta puja, Facundo se interrogó si se trataba de un indio. Seguramente era un tehuelche, según el nombre que había escuchado de Gabriel para referirse a los indios del territorio; al menos su vestuario denotaba eso.

Facundo desconocía sus intenciones, y algún escollo iba a ser el idioma para comunicarse. Temió al principio, pues las sombras azuladas no revelaban la bonhomía o la dureza de su rostro, pálidas impresiones. Pero, ¿de qué otro modo podía figurarse las intenciones del desconocido? Acercándose a él, seguramente, hablando; pero lo primero era riesgoso, y lo segundo, improbable si se trataba de un lugareño. Mas no estaba en situación de tener predilecciones

Entonces, regocijado, y presuroso para que el sujeto no superara el pasaje sin haberse percatado de su presencia, Facundo gritó: “¡Espere!”. Y descendió la barranca hacia el sendero y corrió por él, entre los árboles, hacia el peregrino. Y grande fue su sorpresa tan pronto como tuvo el hombre a su frente y contempló que tenía verdes los ojos y que sus rasgos eran albos, y no indios. Diose cuenta de que se trataba del hombre blanco que había visto en el toldo del cacique.

—¿Por qué vive con los indios? —le preguntó el chicuelo—. ¿Tiene algo para comer?

El hombre no respondió; le mostró su perfil y azuzó al asno para que anduviera.

—¿Se dirige hacia el Oeste? —dijo, ahora.

La voz del hombre no sonó, pero la gravedad que parecía querer transmitir era abortada ridículamente por los orneos rimbombantes del asno. El viejo intentaba conservarse firme, erguido y manteniendo un silencio monacal, pero el animal hacía zozobrar esta disposición con sus rebuznes y su traqueteante paso.

—Usted habla español —lanzó Facundo, desorientado—. Lo escuché hablarlo en el toldo…

—¡Claro que lo hablo! —rompió el viejo mientras descendía del fastidiado animal.

Calló. Miró al chiquillo que sólo tenía ojos para su talega y entendió que el pobrecito llevaba días sin comer, pues los indios se habían desentendido de él. Entonces, extrajo un poco de pan y fariña. El mocoso comió de inmediato, con desesperación.

Cuando Facundo terminó, el anciano, un tanto nervioso, maniobró para alejarse raudamente y dejar al chicuelo. Pero éste lo retuvo.

—¿Va hacia el Oeste?

—No —dijo él—. ¿Estás loco? Me vuelvo a Relmu-leufú, en el País del Monte. Espaciadas son mis visitas a la Huincul Mapu, y esta vez no esperaba encontrar tanta actividad. Ya me despedí de Epumari, aunque de no haberme retirado por propia decisión, el toqui me hubiese pedido que lo haga, porque en su entorno hay quienes afirman que yo propicié la llegada de las legiones... ¡Los alrededores están atestados de enanos! Y el longkoche[31], desoyendo mis consejos, dio guerreros a esos blancos mugrientos que te acompañaban.

—¿Enanos? —gritó Facundo, aterrado.

—Ya pasaron largas filas de enanos rumbo al Oeste. Vienen más —aseguró, grave—. Algo grande se prepara trasponiendo las montañas; algo que no es conveniente para un hombre presenciar. Las Altas Colinas ya no son seguras.

De pronto sonaron chillidos, gritos característicos que identificaban a su emisor: “¡Kra, kra, kra!”.

En un árbol había una flor dorada pequeña dentro de otra más grande. Con el estrépito de chillidos y de metales como fondo, Huincalef se volvió hacia la flor, pues esta tenía la habilidad de anticipar infortunios. Y observó que la flor más grande, la madre, se cerraba y envolvía a la pequeña. Entonces, el viejo miró la lontananza y dijo:

—Un peligro se acerca; de otro modo la coñieuma[32] no se hubiere cerrado. Dicen que si alguien contempla el momento exacto de la escena, debe cavar un pozo porque hallará un tesoro... Pero no hay tiempo para eso...

A continuación, las copas de los árboles se vaciaron pues todos los pájaros, presintiendo la inminencia de un peligro invencible, las abandonaron raudamente. Facundo alzó la vista y quedó anonadado. Hizo lo mismo el indio-blanco, también turbado. Los verdes ojos del anciano escrutaron la bóveda del cielo, y notaron que la luminosidad del día había palidecido y nimbos grises taponaban las alturas. Pero no estaban desiertas: criaturas aladas de gran porte danzaban en el cielo atribulado. Aves carroñeras con tintes amarillos, de cabeza prominente y un cuerpo cubierto de un plumaje hirsuto y despeinado, amenazaban el terruño. Una legión de Caranchos, como sombras de desesperación, volaba sobre la toldería próxima. Temidos eran por los latrocinios de que eran célebres, pues despojaban de recursos el territorio que escogían y sólo se marchaban una vez que nada restaba en ellos para consumir o aprovechar.

Huincalef, entonces, exclamó:

—Llegan los Caranchos.

—¡Los conozco! —dijo Facundo—. Y, en otras ocasiones, hombres de ropas raras los montan. ¿Quiénes son ésos que viajan en ellos?

—Capitanes —evocó Huincalef, con pesadumbre—, antiguos hidalgos, adelantados y exploradores a los que la codicia esclavizó. Los reyes que moraban en castillos cruzando el Agua Grande[33] les prometieron las tierras que descubrieran. Llegaron atraídos por las historias de riquezas incalculables, de riquísimas ciudades en los que el oro y la plata rutilaban, y de vetas localizables en las montañas, en las llanuras y hasta en los ríos. Y atrajeron a otros: los arrastraron hacia el interior de Tierra Adentro. Llegaron, ávidos de fortuna, con armaduras resplandecientes, mosquetes inútiles, cascos adornados con plumas, rodelas de acero y calzones coloridos. Rastrillaron las oníricas llanuras, sin hallar nada; y revisaron los ríos de esas llanuras, pero nada reportaron sus lechos ni sus orillas. Entonces, se dirigieron hacia las montañas azules, hacia aquí.

»Tras años de travesías, unos Capitanes estuvieron remisos a seguir; otros estuvieron resueltos a continuar. Pelearon. Quien mandaba impuso sus condiciones al resto. Era el de espíritu más codicioso, y cruel, y voraz. De antemano, había elucubrado desentenderse de lo que el rey había trazado para él. De resultas, ganó el repudio para sí y para los que lo seguían. Perdieron la posibilidad de volver a España donde habrían sido apresados y juzgados con severidad. No tuvieron más remedio que perdurar en esta tierra.

»El líder arrastró a sus prosélitos y los adentró en las montañas. Fisgonearon en los valles, en los cañadones, en la meseta y en los bosques; escrutaron las alturas y las hondonadas, pero nunca con resultados. Conocieron, entonces, cuando la esperanza se apagaba, sobre la Ciudad de los Césares. Y el Paladín instó a su séquito a que rastreara cada palmo de Tierra Adentro, con el fin de encontrarla, “porque ingentes cantidades de oro y de plata nos reportará”. Durante veinte largos y sufridos años la buscaron, vanamente: imposibilitados de volver a sus hogares, porque eran reos, quedaron encadenados a las rocas, los dientes y las planicies insondables de Tierra Adentro. Desprovistos de sus partes blandas y ya no condicionados por las fluctuaciones que éstas podían causarles, la medida de su ambición se volvió neta, constante, permanente.

»Esa es su triste historia. Yerran por las montañas, de donde no pueden marcharse: sus armaduras se enmohecieron y sus cascos se arrumbaron; sus vestidos están desgreñados, putrefactos; pero su avidez ha crecido en contrario al deterioro de sus atavíos. Ahora, representan todo lo que significa rapiña y latrocinio. Husmean los barcos y las rukas, hasta las caravanas y los lagos, buscando metales preciosos… Mayor razón para marcharse.

Las aves giraron y aterrorizaron a todos con sus gritos. Al cabo de un tiempo, viraron y marcharon en dirección a las agujas de granito.

En cierta forma, la redada había sido sólo un anticipo de los planes de Daño. Sí; aquello había sido un anticipo, y más conveniente era encontrarse en cualquier sitio, en el norte o en el centro, cuando eso ocurriera. Así lo pensó Huincalef. Por ello, cuando el cielo estuvo despejado de merodeadores, el hombre tomó por la brida al borrico y emprendió el retorno a su tierra.


Con la marcha del anciano, con quien había improvisado una rauda relación, Facundo quedaba solo, y necesitaba contención. Tal era su soledad que aquel circunstancial pasante había ocupado por una breve fracción del tiempo del universo los profundos huecos que otros ocupantes habían dejado en su espíritu. ¿Qué hacer? ¿Se quedaría allí esperando a Gabriel? ¿Por qué no iba tras él? Quizá Gabriel y los demás habían alcanzado la ciudad y estaban seguros. Una plaza edificada era más segura que permanecer a la intemperie o en un toldo. Quizá la ciudad lo acogiere. ¡Sí, la ciudad; el bastión era un puerto de salvación, un punto cierto al que dirigirse! Y respondiendo más a una necesidad apremiante que a una figuración razonada, resolvió seguir hasta la ciudad, donde ésta se hallase. No tenía otra alternativa: o continuaba allí, solo, expuesto al hambre, esperando hombres que quizá se habían olvidado de él, o iba en busca de esas personas y de una oportunidad. A todas las hallaría en el mítico orbe. ¡Oh, el instante en que Gabriel lo viera también a él en la Ciudad de los Césares! ¡Oh, el ansiado tiempo en que emprenderían el regreso hacia la casa Casavalle, donde sería acogido como un miembro más! Tendría, nuevamente, ropas limpias, sábanas de hilo, una mesa, asados y pucheros en ella y, quizá ¡un nuevo maestro Zeballos, y otro Roca!

—¿Se marcha? —interrogó el niño.

—Si —respondió Huincalef—. He visto suficiente.

—¡Por favor! —suplicó Facundo, presuroso—. ¡No me deje! ¡Lléveme al Oeste! —y asió sus trapos.

—¿Al Oeste? ¿Qué hay en el Oeste que motive tu atracción? —contestó el viejo, igual de apurado.

—La Ciudad. ¡Hay una Ciudad!

—¿La Ciudad? —hizo un gesto de hartazgo—. ¿Viniste con otros blancos obsesionados por los Césares? Ella ya no existe; y si algo queda de la plaza, no será más que escombros.

—¡Sí existe! —replicó Facundo, entre el entusiasmo y el desconcierto—. Un libro grueso dice que está cerca de aquí. Y Haliford, y Gabriel, la vieron. Y ellos y los otros fueron hacia ella.

—Pues —acotó para deshacerse del mocoso—, si todos ellos tuvieron la loca idea de traerte y te dejaron aquí, es porque volverán por ti… Espéralos… —y giró el asno.

—Iban a regresar en cinco días —repuso—. Pero ese plazo expiró.

—Se habrán retrasado —contestó Huincalef, impertérrito.

—¡No! —gritó el chicuelo—. ¡Espere! ¡Lléveme al Oeste! ¡Debo ir! ¡Debo encontrar a Gabriel! ¡Él me llevará a su casa!

—¡Cállate! —dijo el viejo—. Este no es sitio para ti: sigue hasta el río y desciende por él hasta la Tierra Costera. O intenta llegar por tus medios a la ciudad de la que hablas.

—¡No conozco el sendero! Pero usted ha revelado conocer sobre la ciudad más que ninguno. De seguro, conoce el camino. ¡Lléveme! —insistió.

El viejo lo miró con ojos desorbitados.

—¡No seguiré las locuras de un muchacho atolondrado! —repuso, con enojo.

—¡Quiero ir a la Ciudad! ¡Quiero ver a Gabriel! —insistió con voz desagarrada—. ¡Él me prometió un hogar! ¡Quiero volver a casa!

La prolongada tensión hizo estallar a Facundo en lágrimas de histerismo y aferrarse con ambos brazos de los atuendos del viejo. Súbitamente se encontró con la cabeza apoyada en su estómago y con los nerviosos dedos revolviendo los pliegues de su ropa. Ahora las manos del anciano estaban sobre su revuelto cabello. El estallido había quebrado las resistencias de Huincalef, y lo habían dispuesto amable y afectuoso, cualidades que el infante no esperaba encontrar en él por la imagen adusta que transmitía.

Facundo quería, ardientemente, reencontrarse con Gabriel y con los demás. Estaba aterrado, cansado, hambriento, incómodo; en un niño (según la visión de los mayores) estas contingencias solían concurrir al mismo tiempo, manifestarse en conjunto, no solitarias. Y un infante tenía derecho a esto; derecho a patalear, a hacer berrinche y a encapricharse; y derecho a que los adultos soportaran sus escándalos, sus eternas quejas y sus interminables requerimientos. Pero él no parecía tener esa potestad: hacía tiempo que no era titular de esas prerrogativas. Debía, como los grandes, refrenar la lengua (hasta el estómago), no incurrir en rabietas ni en obstinaciones infundadas. Todo debía ser grave, medido, sopesado. Pero ahora, ahora había sentido ganas irreprimibles de gritar, y llorar, y echarse al suelo, porque estaba solo, y alejado de casa, y mamita y tatita no estaban. Y las personas mayores a las que se había asido, en una nueva y trágica repetición de la orfandad original, también se habían marchado.

El chicuelo estaba apoyado contra Huincalef. ¡Un guacho loco que insistía con dirigirse a la Ciudad de los Césares! Y lo hacía por necesidad, porque no había, para él, otro sitio al que dirigirse. Pero, ¿era Huincalef capaz de abandonarlo? ¿Iba a desoír las súplicas emanadas por un infante de escasos once años? Tras el primer pedido, el lado egoísta del anciano había triunfado; con gusto lo habría dejado, sin ánimo de estar pendiente de otro ser. No obstante, ahora, ahora libraba un combate interior, entre un flanco que lo azuzaba para que se desentendiera del mozuelo y otro que lo incitaba a ayudarlo.

Al fin, la sensibilidad conmovió su ser por entero: no era un hombre de conmoverse fácilmente y siempre su lado frío se imponía. Pero esta vez, quien sabe por qué motivo, no tuvo el coraje para pronunciar un “no” o un “lo siento: sigo”. Por el contrario, tuvo el deseo de ayudarlo.

—Bueno, bueno —dijo el anciano, con tono suave, mientras acariciaba su cabellera—. Irás a la Ciudad. Te llevaré a ella. Te entregaré a los brazos de ese muchacho, el de los dibujos, del que hablaste.

—¡Hay una ciudad en las montañas como dicen las viejas historias! —exclamó Facundo.

—Existe —respondió el viejo, sin rodeos—. Al menos, todos afirman eso. Conozco los pasos hacia ella.

Acalló los gritos excitados del chicuelo, lo forzó a subir al lomo del asno y tomó, de mala gana, la brida. A poco de andar tuvo el presentimiento de que no había sido la mejor decisión y que en una parte del viaje se arrepentiría de ella.


Resultaba irreal, ridículamente irreal que Facundo Borda estuviere realizando aquella travesía contraria a toda lógica, más aún cuando lo hacía acompañado de un blanco, con atavíos de indio. No era novedoso que un cristiano fraternizara con los infieles: recordó a Pedro Morán, antiguo capataz de su padre, que tras cometer un robo había escapado y de él se decía que había ido a parar con los indios pehuenches. El viejo arrastraba sus claros ropajes, tiraba con una mano del burro que llevaba las maletas y sostenía un elevado bastón con la otra. Iba invariablemente silencioso, reservado, hasta díscolo. Pero, por sobre todas las cosas, iba expectante.

La visión de su vestuario y de sus adornos (los más, coloridos) y plumas, y hasta de un pañuelo amarillo de seda ceñido al cuello, a Facundo le parecieron identificatorios, y supo el oficio del hombre en el instante en que lo oyó realizar rogativas. Aprendió que se trataba de una especie de mago, benéfico, aunque no de los que podían hallarse en la generalidad de los toldos. Y, por una extraña razón (quizá su adultez, quizá su hablada sabiduría) andando con él adquirió una nueva sensación de seguridad, la misma que le prodigaba Gabriel.

Podría aseverarse que el niño, después del naufragio de su mundo sanjuanino, buscaba desesperadamente un refugio. La noche del fuego habían sucumbido la seguridad, la ternura, la comprensión infinita. La imagen de todas las personas que había conocido, en adelante, estaban indisolublemente unida a esa noche, como si permanecieran prisioneros en ella para toda la eternidad. Sus rostros y sus existencias habían quedado congelados y suspendidos en el tiempo, en la última imagen que retuvo su mente de ellos. Y el paso de los años no alteraría, en modo alguno, aquellas instantáneas. Esa retención mental parecía tener el mágico efecto de preservarlos infinitamente tal cual los había visto en el segundo final, como un hado protector encargado de mantenerlos vivos e intactos en su memoria y, por extensión, en la realidad.

Poco o nada podría afectarlo estando al lado de Huincalef, como nada lo dañaría si Gabriel se interponía entre el mundo y él. ¿Dónde se hallaba el joven naturalista en ese preciso instante? Tal vez, perdido como él en alguna parte de las montañas.

Después de algunas horas de marcha ascendente por la loma de la montaña, arribaron al valle y al riacho de cauce pedregoso donde había recalado el contingente al que seguían; trasponiéndolo corría un bosque cerrado, y en el frente del paraje se erguía el puntiagudo promontorio de paredes a pique, flanqueado por torres de granito. El cielo estaba despejado, el disco de la luna resplandecía y salpicaba de pintas las aguas cristalinas, y el valle se abría, ancho y cerrado por sendos cordones, hacia el norte. “La Cruz del Sur, o Melipal, en mi lengua —resaltó el viejo—. Sostienen los indios que las tres puntas que ves son las huellas de los dedos del ñandú, y la cuarta, el garrón; las dejó cuando escapó de las boleadoras que le arrojaron desde el Cielo, por su intento de querer subir a él. Y si ves con detenimiento, verás las boleadoras a su lado”. Y dicho esto, golpeó al asno. Facundo, mientras el anciano se distanciaba por el valle, se quedó mirando la vía láctea y, especialmente, la formación de estrellas del cuento. Y el alfa y beta del Centauro, o las bolas, junto a las huellas del ñandú. Y se preguntó cuántos otros relatos guardaba Tierra Adentro respecto a cada objeto, a cada vertiente, que el viejo parecía conocer al dedillo.

—¿Dé donde viene? —interrogó Facundo, entusiasta, caminando detrás del viejo.

—De muy lejos —contestó, sin retirar la vista del frente—. ¿Tú?

—De San Juan… Bueno, de Buenos Aires…

Las palabras del chico fueron interrumpidas por los rebuznes resonantes} del asno, trabado en nueva pelea con el anciano.

—¿Es una especie de mago, cuentista, o algo parecido? —dijo el doncel, arrobado—. Porque los indios hablaban de usted. Pero es blanco… Eso es raro, ¿no?

El anciano no respondió las preguntas atropelladamente pronunciadas. Era un poco de todo. También era un buen narrador. Un narrador debía ser excelente pues, careciendo su pueblo de grafía, la tradición oral era la única ruta conocida para transmitir los relatos de una generación a otra.

—¿Qué haces con estos blancos, buscadores de fortuna, tan lejos de casa? —inquirió el viejo.

—Me trajeron —contestó el mocoso, ligero—. Es una larga historia.

¡Claro que lo era! Para ser fiel a la historia debía empezar hablándole del incendio, de Funes, de la fiebre en el puerto, de Haliford, de El Carmen, de las ballenas, etc. Esto, sin obviar a su ayo, la gruesa y reluciente Matosa (¿qué habría sido de ella?), a mamita Amalia, a tatita Gervasio, a misia Mariquita, al maestro Zeballos, y hasta al odioso Roca.

—Te habrás escapado, querrás decir —dijo, severo—. Y éste no es sitio para ti. ¿Tus padres? ¡No he conocido progenitores más desamorados!

—Ellos murieron —contestó Facundo, sucinto.

Calló Huincalef ante la noticia, y se reprochó su verborragia y su falta de tino. Había ligeramente manchado la memoria de los padres del mocoso, sin reparar en que, quizá, había una razón para esa distancia. Entonces, asumió una postura más afable: hasta habría principiado con epues sobre zorros, avestruces y cigüeñas, a fin de reparar su agravio. Pero el mocoso, de dura madera, no parecía derrumbado; esto lo manifestó cuando, brioso, comenzó con nuevas preguntas. La disposición enterneció al viejo aún más.

—¿Conoce la Ciudad de los Césares?

Sabía Huincalef sobre los Césares: “cuando era niño (y de eso hace mucho tiempo), escuché hablar de ella”, dijo. Por ese vasto era dable hallar los pasos que conducían a la plaza. Conocía que, según los relatores, sus habitantes eran descendientes de escapados de antiguos naufragios; y que también las entradas habían sido largamente custodiadas por clanes de nativos para imposibilitar el acceso al recinto. Pero la afluencia de fuerzas en el Oeste era ya evidencia suficiente de que algo brillaba en ese lado; algo que las criaturas de las Altas Colinas apetecían y se disputarían con encono.

—Nunca pisé la fortaleza, pues sus guardianes y los indios no permitían el paso a los extraños —le explicó el viejo, gentil—. Tampoco la salida. Según cuentan algunas historias, sus habitantes (entre los que habría españoles, ingleses y hasta holandeses) son descendientes de antiguos náufragos, sobrevivientes de zozobras ocurridas muy al sur de aquí, en el Estrecho. Sus casas serían de piedra labrada, con tejas, y hasta abundarían de plata y de oro. La principal de las ciudades se encontraría en el centro de un lago. Otras poblaciones habría en la orilla. El clima sería tan favorable que las personas sólo morirían de viejas, y la tierra, tan fresca y tan fértil, que en las inmediaciones habría estancias, arreos, árboles frutales, cedros, pinos y cipreses. Otros refieren que sus fundadores vinieron del otro lado de la Cordillera Nevada. Como sea, vedado está el paso a los forasteros.

Facundo intentó imaginar los atavíos brillantes, los cabellos de oro y los rostros lozanos de los habitantes de la Ciudad, moradores perennes a los que sólo el inexorable paso del tiempo convertía en polvo.

—Pero la Ciudad no es obra de mano europea o india —siguió Huincalef—. Fueron los enanos los que picaron afanosamente las piedras, cortaron con delicadeza el granito y edificaron la morada de los gringos.

—¿Los enanos? —preguntó Facundo, con sorpresa.

—Verdaderamente la gente pequeña era, en el pasado, un pueblo pacífico que sólo se ocupaba de las faenas que más placer les causa: escarbar la tierra buscando metales preciosos y socavar las montañas para procurarse bloques de granito. La ciudad es el resultado de una historia de traiciones y de trabajos mortificantes —dijo Huincalef, misterioso, y fijó los ojos en el doncel—. A cambio, como paga, los albañiles iban a recibir su parte del oro y de la plata que los extranjeros guardaban celosamente. Pero, en verdad, desde el génesis del acuerdo los amos no tenían intenciones de compartir su tesoro con ellos aunque los atemorizaba la numerosidad de los pequeños. Buscaron, entonces, la posesión exclusiva de un elemento por medio del cual mantener subyugados a los pigmeos hasta que terminaran la obra. Un objeto, sólo uno —y aquí sus ojos brillaron con fulgor, un fulgor que lo inquietó—: un objeto del que dependiera una muchedumbre, de modo que su dominio les asegurara indirectamente el dominio del gentío. Repararon en cada cosa que había en Tierra Adentro y en las que no había aquí, y de los cuatro elementos desecharon tres y optaron por el cuarto, porque esos seres primitivos no sabían como obtenerlo: el fuego. Te parecerá poco creíble lo que cuento, hijo, pues para ti, que eres de la ciudad, el fuego debe ser un bien muy usual y de fácil procuración, pero en Tierra Adentro, donde todo es primitivo, sus habitantes lo encienden de manera muy rudimentaria y lo guardan con celo.

»Cuando la obra estuvo terminada, la gente pequeña reclamó lo suyo por el trato, pero los Césares desconocieron su palabra y se rehusaron a compartir los metales. Por ello, estimo, la gente pequeña oyó la voz del Conquistador. Irá a reclamarle a los Césares, ahora por la fuerza, su paga por la labor.

—¿Qué estará sucediendo del otro lado de las montañas?

—Nada bueno; nada que deban ver nuestros ojos —conjeturó—. Cuando los centinelas apostados en las almenas de la Ciudad avisten el amplio lago sembrado de balsas y de canoas de enanos, no se inquietarán en demasía. Numerosas fueron las beligerancias en el pasado, contra indios e incluso contra otros españoles. El muro de la ciudadela, construido cuando la llegada de los fundadores, es extremadamente alto y de gran solidez. Eso me contaron los ancianos.

—¿Cuenta con un ejército?

—Sí, uno numeroso —aseveró—, según se dice, y está armado con cañones que apuntan hacia el lago… Pero el avistamiento de los fementidos alados, los Caranchos Gigantes, esparcirá una cuota adicional de maceración en los espíritus. Cuentan los narradores de epues (cuentos) que bien se previnieron los Césares de que nunca los Guerreros del Viento, seres de los que se conocía que erraban por el continente buscando esta Ciudad y otros tesoros, alcanzaren a descubrir el claro en el macizo, ni el ancho lago. Los batieron en las montañas y en los valles, forzándolos a retirarse; los engañaron incontables veces, y los extraviaron otras tantas. Siempre huían, o se hastiaban, y desistían de su emprendimiento pues grande es su codicia, pero endeble su empeño, consecuencia residual de los ahíncos frustrados del pasado. Mas los centinelas de la alcazaba eran conscientes de que, trasponiendo las agujas graníticas, se los encontraba, y que persistían con su búsqueda. Los Capitanes olfatean el oro como perros que husmean en los escondrijos y en las cuevas, y alientan imaginarios yacimientos de ese metal.

»Para perdurar en la llanura el Conquistador se aseguró de todos los elementos y criaturas que se reunían allí, que ninguno lo dañaría. Y en buena oportunidad lo hizo, porque cuando supieron que rondaba y que buscaba la Ciudad, los Césares encomendaron a todas las cosas y a todos los seres que ultimaran al Paladín allí donde alguno tuviere ocasión. El Conquistador se dirigió a los volcanes, incluso a los extintos, a los colosos de piedra y a las altas cumbres, a las nieves que dormían sobre ellos y a las rocas, y de todos extrajo la promesa de que ninguno le irrogaría daño. Luego se dirigió a los metales, desde el oro hasta el hierro, y éstos le hicieron el mismo juramento. Y extrajo igual compromiso de las plantas y de los arbustos, de las bestias y de los árboles, de todos excepto de dos: del águila y de la lenga, porque ésta recordaba que para construir un real el Conquistador se había valido de árboles de esa especie. En efecto, había limpiado de lengas el bosque para edificar una fortaleza, su enclave en la Tierra de las Altas Colinas. Sin arte ni cuidado había derribado a miles de hermanos para formar troncos y dejado campos pelados, sin reparar en que a la lenga le lleva muchos años crecer, tantos como la suma de la vida de varios hombres. Esa fortaleza aún existe: se encuentra en algún sitio de las montañas, y la lenga, vetusta e inmóvil, no ha olvidado la afrenta.

—Pero el árbol principal de este bosque es la lenga.

—Sí. Y por ello, este bosque le causa pavor. Sería suficiente que una rama de las frondas lo tocase y le causare una herida, para hacerlo desaparecer. Todo un ejército no podría con él, pero sí una vara de éste árbol.

—El ejército del que habla opondrá pelea.

—En verdad, no tengo esperanzas depositadas en los ejércitos de la Ciudad, porque la época de gloria y grandeza de los Césares declinó tiempo ha. Los hombres del Este la prolongaron, imaginariamente, más allá de su tiempo real y para cuando el rumor se extinguió, hacía tiempo que los señores de las Altas Colinas habían decaído. Daño conoce este estado, por eso se atreve; siempre pretendió la Ciudad y vislumbro que mantiene una espera de un siglo. Sí; durante un siglo aguardó en las colinas que la raza que lo burlaba se extinguiera. Trazó cuidadosamente su plan: abandonó la búsqueda a pie para emprenderla por los aires, en el lomo de los trarü, a los que dotó, gracias a sortilegios robados a los magos, de mayor tamaño y fuerza. De otro modo, las criaturas no podrían transportar a su cohorte. Y cuando la búsqueda por aire reportó los resultados esperados, no se apresuró en atacar la plaza, pues sabía que estaba bien defendida. Como un león agazapado estuvo atento a si el tráfico aumentaba o disminuía; recabó partes respecto a si nuevas gentes pisaban la marca declamando que se dirigían a la Ciudad.

“Hace mucho tiempo que la plaza no irradia señales de vida. Sólo unas caravanas provenientes del dorado Este esparcieron que traían un cargamento valioso para los Césares y reeditaron su nombre; objetos traídos del otro lado del Agua Grande, donde moraban los antepasados de los amos de la Ciudad. ¿Qué habrán traído los fletes? Bueno, supongo que nunca lo sabré... Por todo eso creo que el Conquistador está anoticiado de esa enigmática quietud y se ha decidido a asaltar la fortaleza pues sabe que no debe dejar pasar este momento.

Y dijo a continuación, enigmático, volviendo al árido tema de la guerra:

—El Invasor no reveló sus zafiros.

—¿Zafiros? Entonces, si tienen gemas, ya acumularon una fortuna.

—No —explicó—. Hablo de caballos de tonalidad azul de tamaño superior a cualquier caballo; cubren sus soberbias cabezas, pechos y ancas con gruesas armaduras que espada alguna traspasa y sus patas son gruesas como troncos de árboles. Y caballeros de plateados arneses de la cabeza a los pies, se afirman sólidamente sobre sus lomos cuando galopan. Mil caballos, negros y blancos, serían necesarios para detener a los temibles corceles añiles que imponen espanto con su sola descripción, porque una sola de estas bestias vale diez de sus congéneres.

“Caballos azules —pensó Facundo—. Bien los conozco”.

La Montaña Azul parecía estar a sólo unos pasos. Facundo, presa de un inesperado histerismo, pretendió que el viejo se encaminare en línea recta hacia el peñón a fin de arribar a la Ciudad con celeridad. “¡Vamos! ¡Vamos! ¡De prisa! ¡Por aquí!”, gritó. Pero el anciano lo detuvo:

—¡No! ¡No! Este paso es inconveniente. Estará atestado de enanos belicosos, pululante de guerreros espectrales. Además, que no te engañen los sentidos porque en realidad todo aquí parece inmediato, accesible y no tan elevado, pero son espejismos. En verdad, el Chaltén no está tan cerca, porque restan dos horas de marcha por una pendiente empinada. El siguiente paso será peor, a través de un campo blanco, donde el suelo es inseguro. Y aunque llegáramos al lago que contiene a la ciudad, habría que cruzar el charco. Debemos, por tanto, recorrer el sendero más arduo, el que rodea la montaña…

—¿Hay otra entrada?

Huincalef dudó, pero contestó afirmativamente.

—Otra hay, conocida únicamente por algunos indios que me lo han contado, y desciende, por un costado, hasta la isla, que en realidad no es, pues se trata de una saliente. Tampoco ese paso ha sido hecho para hombres, pero los Césares lo conocían; restaba ese camino si la plaza era atacada y caía. Había uno principal, que construyeron los enanos por orden de los reyes, picando la montaña. La ruta que seguiremos rodea a la Montaña Azul: es más larga pero menos dificultosa.

Y dicho esto, echaron a andar.


Siguieron por el claro en que se encajonaba el río: un pasaje ancho y sin oscilaciones, custodiado por bosques de un lado y del otro. El riacho corría entre las piedras, y su agua era fresca, y límpida, y hasta sabrosa, pues sus fuentes se ubicaban en los hielos altos. A poco de andar, los peregrinos chocaron con grandes bloques, algunos del tamaño de una morada de hombre, que les hizo interrogarse cómo habían ido a depositarse allí. Parecía (elucubró la imaginación de Facundo) obra de gigantes. Ignoraba que habían sido transportadas por los glaciares hacía miles de años, cuando éstos dormían en la zona. De esa inmemorial presencia quedaban los ventisqueros que atestiguaban a cada paso; los glaciares habían sido recluidos en las cumbres o en los lagos, tras la última y perdida batalla contra los vientos y la temperatura ascendente.

La sucesión de peñascos (o morenas) no se interrumpió, sino que aumentó. Un hilo de agua asomó para desaguar en el río por entre un aglomerado de bloques que obstaculizaba la visión de lo que se alzaba en los fondos. Creyó Huincalef que si había un cauce el mismo obraba de ruta hacia el interior del macizo. ¡Sí: estaba agitado por el ferviente deseo de acabar con ese viaje sin demora! Encararía cualquier atajo que terminara la empresa sin dilación.

Resolvió conocer la naciente del riacho, pero sólo era posible llegar hasta ella después de superar la sucesión enfilada de bloques y farallones que dormitaban en el nivel bajo del pasador. De tal porte eran las piedras que superaban en altura a un hombre normal. Obligó a Facundo a trepar a ellas para andar a saltos. De una pasaban a otra, y así sucesivamente, adentrándose en el desfiladero. Después anduvieron tambaleándose y meciéndose en las alturas, corriendo el riesgo de despeñarse. Se aproximaron más y más a la hondonada que se abría en los fondos. A su frente ya se visualizaba la lengua de un glaciar que descendía a través de los peñascos, todo mellado y plegado. Al fin, la pareja traspuso la hilera de bloques y se halló ante una laguna encerrada, por cuyas aguas deambulaban los témpanos que el ventisquero liberaba.

El cúmulo de agua se encontraba en una depresión aprisionada por elevaciones recubiertas de pedregullo; un hueco que tenía como única salida el pasaje atisbado de peñascos colosales. Los desprendimientos de hielo naufragaban por la laguna y encallaban en la orilla guijarrosa. En la vera descansaron los pasantes. Facundo se entretuvo con las rocas glaciares pues no había tenido nunca ocasión de tener una en su mano. El río pétreo que se deslizaba era estrecho. La incómoda ubicación del glaciar (cayendo por una ladera) así como el hecho de que reinara solitario sobre un reservorio de agua al que sólo se llegaba después de eludir los centinelas de piedra, le causó fascinación. El sol, benévolo y radiante, reflectaba en las rocas y en el manto acuoso, y calentaba el sitio.

Para cortar camino Huincalef inició la faena de trepar la cuesta, pero notó la inestabilidad de las piedras que se derramaban por las paredes. Se aproximaron al ventisquero; la masa sinuosa de hielo estuvo próxima, al alcance de un pie o de una mano. La oscuridad cayó en el paraje: les había demandado toda la jornada rodear la laguna, subir hasta el macizo y no despeñarse en la intentona. El murallón pétreo destelló tonalidades azuladas y grises cuando la caída de la noche, y el brillo ancho de la luna ingresó por el hueco que se abría, en lo alto, entre las moles de roca, para derramarse sobre el hielo.

Huincalef puso un pie en la lengua sólida; no se percató de inmediato que la misma sufría continuos desprendimientos. Precediendo al guacho, pisó el techo del glaciar; apenas lo hizo el bloque en que se apoyaba se fracturó, se ladeó y cayó al agua. El estrépito conmovió el sueño de las piedras circundantes, y éstas empezaron a temblar, y a anunciar su desmoronamiento. Había logrado Huincalef aferrarse a una aguja cuando el resquebrajamiento, y no demoró en soltarla y asentarse en una pasarela estrecha que pendía del macizo en el instante en que inició el alud. Pero aunque había evitado este peligro, debía abandonar el sitio para evitar ser arrastrado cuando la caída de las otras piedras. Los peñascos se flotaron, se empujaron, y unos presionaron a otros e inició el rodamiento general hacia el fondo.

Los exploradores, jadeando, resbalando y aferrándose a cuanto promontorio asomaba, emprendieron el camino inverso. Delinearon el círculo para alcanzar el punto seguro de la entrada. Esquivaron las piedras, anduvieron a saltos hasta que pisaron un bloque que se entendía firme. Pero el mocoso trastabilló cuando cruzaban el corte: entonces, la mano oportuna de Huincalef sujetó la de Facundo y lo tuvo pendiendo en el vacío. Debajo de los pies del muchacho, las rocas rodaban y arrastraban a otras.

Al fin, llegaron a la entrada, la misma donde iniciaba el camino de bloques, y allí avistaron el arremolinamiento de las piedras en la vera y el epílogo del derrumbe. Casi iracundo (porque su pretensión de cortar camino había resultado un fiasco), Huincalef decidió volver al río y seguir su cauce hacia el norte.

En el ocaso, alcanzaron el sitio donde el valle doblaba en curso hacia el Oeste. A su frente se alzaban nuevas agujas y picos, y un cielo atrabiliario; ahora debían seguir por el valle del río hacia el poniente, pues Huincalef afirmaba que ese era el camino hacia el interior del macizo y la Ciudad. Pero en la última etapa de la caminata, el viejo se debatió, renuentemente, entre el ferviente deseo de emprender el regreso y proseguir para depositar al mocoso en manos afables; en cuanto a lo primero, también oscilaba entre las excusas que podía explicar al muchacho para no traslucir cobardía. Los agradecimientos del mocoso le molestaban, pues el anciano, ante una persona tan inocente y confiada, se pensaba cobarde, y mezquino, y desleal. Se sintió impulsado por el ardiente deseo de confesar que lo abandonaría. El chico estaba equivocado: él no era ni tan bueno ni tan valiente como pensaba. Y si lo conducía a la ciudad era por un arrebato efímero del que bien se arrepentía.

sigue...


[31] Jefe de la gente. [↑volver]

[32] Su significado es “niña milagrosa”. [↑volver]

[33] Océano. A veces, tiene el significado de “lago” cuando es ancho. [↑volver]