La llanura de las Ficciones : Libro 1 : El sueño de los Césares

CAPITULO XIV - LA MONTAÑA AZUL JUNTO AL ANCHO LAGO

Omitiré describir el viaje desde el lago de los témpanos hasta el Viedma; viaje largo, repetición de los sufrimientos que los hombres venían soportando. Sólo diré que, cuando la llegada a la tierra del Viedma, la expedición estaba al borde de la desintegración.

Cerros rojizos imponentes y poderosas columnas de basalto, como agujas, se elevaron en el horizonte. El indigente grupo siguió la marcha, ascendiendo cerros y trasponiendo la meseta basáltica fragmentada. Los trozos pétreos pendían de los cortes, sobre los arroyos, y el contingente anduvo por una hondonada, temerosa de que los colosales riscos que parecían estar suspendidos en el aire, ligeramente adheridos a una loma, se soltaran y rodaran por la pendiente. Finalmente, los excursionistas pisaron un cerro elevado y desde allí divisaron el extenso Viedma, a los pies.

—Este lago es, verdaderamente, el Viedma —sentenció Haliford, gozoso—. La fisonomía de los cerros que aquí existen coincide con la explicada por Zaldívar.

Descendieron de la meseta a la orilla del lago, por una lomada ataviada de pastos duros. El paisaje era tristísimo, estaba seco, vacío, y el día, gris y ventoso. La escasa luminosidad, pensó Facundo, era propicia para la aparición de las criaturas voladoras que habían conocido en el sur, pues aquellas parecían rechazar la luz del sol. Pero nada surgió en la lontananza.

Cuando comenzaron la caminata para rodear el lago, la oscuridad se espesó: el cielo estaba sellado por brumas cárdenas, regordetas y espiraladas. Y esta techumbre, así como la luminosidad tenue, ahondaron la tristeza que irradiaba la región; un plano pelado, cortado por cerros estériles y apenas veteado por pastizales rasos. Los vientos, ahora tempestuosos, que la Cordillera Nevada despachaba, los helaron, y así como los céfiros levantan ocres nubes de polvo cuando rozan la tierra, así despojaron a los hombres de todo reparo, de toda energía y de todo ánimo. Los cierzos batían las olas espumosas del Viedma. Los chubascos se sucedían unos a otros.

Un peñón añil, emblemático, se levantaba en el poniente, y Haliford lo reconoció: era el Chaltén o Montaña Azul[23] de los indios, el hito natural que señalaba el sitio donde se encontraba la Ciudad de los Césares, según la crónica de Zaldívar. Ahora, la mente y la voluntad de Haliford, sojuzgados por la rapacidad, sólo atinaban a movilizar su cuerpo hacia el inexpugnable alcázar de altas murallas.

Fijó el capitán el campamento a orillas del Viedma. La campaña cumplía dos meses tan solo, ¡de travesía por Tierra Adentro! La suma enorgulleció a Haliford pero hartó a su séquito. Y mayor fue la fatiga cuando, a punto de agotarse la fariña, Haliford denegó los alimentos a varios hombres que se lo solicitaron. “¡No sólo no encontramos nada que bolear en esta desolación, sino que las reservas no son repartidas —dijeron los descontentos—. ¡Ahora, aumenta nuestro hambre!”. Los hombres, chupados y de ropas maltrechas, de manos callosas y pies lacerados, sólo deseaban escuchar la voz que dictara: “El viaje terminó: volvemos a casa”. La Ciudad de los Césares no tenía ningún valor para ellos: quizá no existía, quizá el último tramo fuera más penoso que toda la ruta recorrida. Las mentes volátiles y contestatarias, decidieron, a orillas del Viedma, terminar la cruzada.

En la noche, los revoltosos se congregaron en un sitio oscuro, pedregoso, a orillas del lago, distante al campamento, para eludir la vigilancia de Haliford.

—¿Lo hacemos? —dijo Montes de Oca, con rostro crudo.

—No estamos seguros —respondió uno—. Es arriesgado. No queremos que nadie salga lastimado.

Todo movimiento necesita un líder. Y aunque no había acuerdo expreso en la elección de uno (pues algunos tenían miedo de reemplazar una tiranía por otra), Montes de Oca se perfilaba como el adalid de la revuelta. Uno de los hombres más allegados a Haliford era quien planeaba una trifulca en su contra. Todavía ocultaba su condición de referente.

—Pero, ¡algo debe hacerse! —impetró el contramaestre—. ¿O nos resignaremos a ser marionetas en sus manos? ¿Toleraremos el hambre que quiere imponérsenos? Pues, ¡con ustedes o sin ustedes, esta excusión terminará esta noche! —tronó—. Mañana estaremos caminando hacia el río Santa Cruz.

De improviso, oleajes espumosos blanquearon la faz del lago; hubo un estrépito de metales, un retintín de sables y relinchos inquietantes. Los hombres escudriñaron con los ojos la oscuridad que pendía sobre el Viedma y nada divisaron. Miraron hacia el interior del territorio; tampoco nada.

Entonces, del lago surgieron caballos de tonalidad azul; figuras de soberbios corceles de pelaje añil, que superaban en varios pies el tamaño de cualquier otro, cruzaban al galope el trecho acuoso que los separaba de la orilla. Tenían una cabeza prominente; sus patas eran gruesas, robustas, y su pechera, amplia y descollante; sus ancas, extensas. Sobre ellos, caballeros de oxidadas armaduras, todas desusadas, se apoyaban en una montura o plataforma especialmente diseñada, ancha en la base y más cerrada en la parte superior; llevaban botas de cuero y calzones de paño grueso, todos en deplorable estado, y cubrían la cabeza con un yelmo de hierro forjado, sin alas a los costados, el que se cerraba en los rostros y sólo dejaba una abertura en letra t en el frente. Impenetrables arneses, oscuros también, protegían la cabeza y el cuello de las bestias. Cada jinete aferraba en una mano una espada loterana igual de enmohecida que los petos, y una macana de múltiples puntas en la otra, la que hacían girar.

Se detuvo el cuerpo montado ante los dubitativos revoltosos. Las sombras exhibieron sus hojas refulgentes y sus bolas de acero con actitud amenazante, pero no golpearon a hombre alguno. Inclinaron sus cabezas cubiertas hacia los visitantes; los olfatearon, fisgonearon en los trastos dispersos por la arena. Tras convencerse de que no guardaban objetos de valor, giraron velozmente hacia el lago.

En la lejanía, apareció un antiquísimo galeón de vela, enteramente iluminado, que despedía melodías festivas; una bruma espesa lo envolvía, y se trasladaba con él. Los jinetes cabalgaron hacia el navío y, cuando lo alcanzaron, se desvanecieron. Pero el bajel, empujando ingentes cantidades de agua espumosa, apuntó su frente hacia la costa, donde estaban reunidos los forasteros. Se acercaba, más y más; a los pocos segundos, los exploradores pudieron delinear los rasgos de su casco y la luminosidad que traía los alumbró. En un santiamén había cruzado el lago desde su centro y ahora cargaba; atropellaría a los hombres y encallaría en la arena.

Pero en el momento en que iba a hacer su entrada en la playa, el barco se disipó.

Los hombres quedaron paralizados; sonaron las supersticiones de los indios, que recomendaban abandonar Tierra Adentro y alejarse de los Capitanes, de sus bestias fabulosas y de sus designios, y los reclutados coincidieron en que el viaje hasta la Ciudad de los Césares debía interrumpirse sin demora.


La expedición, ya lo dije, se derrumbaba, y el desmoronamiento fue más veloz tras la aparición de las Sombras. En la tercera noche a la vera del lago Viedma, la inquietud se arremolinó otra vez en el campamento de Haliford. Un nuevo hecho vino a agravar lo que ya era grave. A la agotadora marcha y al acecho de los Capitanes espectrales, se sumó, al final, el agotamiento de las provisiones. Por otro lado, el paisaje del lago Viedma era paupérrimo y tampoco alentaba ilusiones. Entonces, las insistencias de sus allegados, el cúmulo de desventuras así como el propio sufrimiento de las carencias, terminaron por abatir a Haliford. Lenta pero inexorablemente, las fuerzas del capitán habían sufrido un drenaje debilitador; pero, a pesar de todo, se negaba, obstinadamente, a desistir para emprender el retorno hacia la entrada del río Santa Cruz.

Con una insurrección golpeando la puerta, unos escasos consejeros se congregaron por segunda vez en torno al otrora brioso capitán. Querían que decidiera la interrupción del designio. Del resto de los expedicionarios, algunos estaban complotados. En tanto, quienes intentaban mantenerse leales soportaban una fidelidad medrosa y debilitada, y apoyaban cualquier resolución que pusiera fin a la larga travesía.

—El resultado de la campaña ha sido un desastre, capitán —le impuso Montes de Oca—. No restan provisiones, ni hallamos alimento suficiente en estas soledades. Además, ayer en la noche volvieron esos soldados de uniforme anticuado, montados en caballos de una extraña tonalidad. ¡Caballos de color azul! ¿En qué otro lugar del mundo los hay?

—Los hombres están disgustados —acotó otro, Robustiano Balcarce—. Hay voces de que una buena porción piensa escapar. Pero algunos, de buena gana, le pondrán fin a la excursión empleando sus brazos y sus armas, si no se los satisface con premura. Si esta noche no informa que desistió de alcanzar la Cordillera, la mañana iluminará un campamento amotinado, y el regreso le será impuesto. Además, la presencia de esos soldados de otra época tiene aterrados a todos.

—No mantendremos la calma por mucho tiempo —vaticinó un tercero.

Impelido, Haliford se sintió como hostigado por fieras hambrientas. Vacilaba entre retroceder, lo que sería del agrado de su séquito, y seguir hacia el Oeste. La duda lo castigaba ahora, ¡ahora que los tesoros de la Ciudad se hallaban a un paso! Ahora que habían pasado dos meses desde que habían puesto un pie en el territorio; ahora que los bosques y los promontorios pétreos eran visibles, y que el soberbio y emblemático peñón se divisaba. La retirada significaría la perdida irremisible de las riquezas y su ruina personal.

—¡Vuestros lamentos me hastiaron! —espetó Haliford, contrariado—. ¡Gimen como niñas que se aferran de mis faldas! Piden que tornemos a la bahía, a El Carmen, cuando las agujas, y las torres que flanquean la Ciudad buscada, son visibles. La fama de Darwin y de Fitz Roy se agosta amargamente a vuestro lado…

—Capitán —dijo uno, colérico—: ¡la situación es sumamente grave! Los hombres están convulsionados: el pánico se ha desparramado y es imposible contenerlo. El descontento aumenta; ya no quedan provisiones; los ropajes están vueltos jirones; y el país, de resultas, es pobre en su generalidad. ¿Albergará este territorio misérrimo un sitio donde abunden el oro y la plata?

—Pues, les prometo participar de la riqueza que encontremos —cedió Haliford.

—Es insuficiente, y tardío —aseveró Montes de Oca—. El hambre cabalga por las tierras del norte, del sur y del este. En los hogares que dejamos, de seguro las mujeres claman por el regreso de los esposos, y las madres, del de sus hijos. En esos ranchos no quedan más que viejos y mujeres para ocuparse de las labores en los campos, y ambos no son lo suficientemente fuertes. Los indios vecinos, por otra parte, nos son hostiles. Y para todos estos males, la Ciudad no puede reportar ningún remedio. Debe terminar la excursión, capitán, pues ya no contamos con recursos para continuarla, y aún de proseguirla, sucumbiremos en lo interno.

—Debe comunicar que el viaje ha terminado —dijo Balcarce—. El mero informe aplacará las inquinas, pues hasta a nosotros nos alcanzará la trifulca porque los belicosos nos creen en juntas con usted.

—Ahora me piden que pacte con revoltosos y agitadores —repuso Haliford— para que salve sus pellejos.

La acuciante descripción convenció a Haliford de que no había otra salida, en lo inmediato, que la de convenir una tregua con los insurrectos y comunicar, sin demora, el conato de la expedición, aunque esto fuera contrario a su voluntad. Entonces, ordenó a los presentes que esparcieran la novedad.

Sin embargo, el día fijado para el retroceso, cuando los subalternos se presentaron en la carpa de Haliford para recibir las directivas, el capitán desconoció su compromiso. Sin amedrentarse, con tono seductor, les informó que contramarcha alguna habría. Por el contrario, dijo: “La Montaña Azul que indica dónde se encuentra la Ciudad de los Césares está próxima; después de dos meses de marcha es de locos volver la espalda al peñón de granito para retroceder hasta el río Santa Cruz. Y en cuanto a la escasez de provisiones —prosiguió, fraterno, como parte del ardid para evitar la defección general—, tengo informes fidedignos de que en el Oeste hay bosques y copiosa madera, y que abunda de animales para bolear. Sobre esta escasez pesa una sentencia: acabará prontamente”. “¿Dónde se asientan tus informes? —interrogó Montes de Oca, con desafío y desconfianza—. ¿En tu libro?”. “Indios hay entre nosotros —atestiguó, con astucia—, conocedores del territorio, quienes aseguran que diferente es el paisaje en las altas cumbres. A su boca debo estos partes y no a la traza de la mano de un español. ¿Olvidan acaso que ya conocimos esa abundancia cuando navegamos el lago donde los témpanos flotan?”.

La oratoria del capitán, la que acompañó con ademanes y gesticulaciones propias de un actor, desvaneció las resistencias débiles y postergó las arraigadas. Más allá de la magistratura con la cual lo habían investido los hombres de Buenos Aires, algo obraba a favor de Haliford, un factor quizá psicológico, y era su monopolio real de la autoridad: una concentración que aún no había sido contrarrestada por los subversivos mediante su aglutinamiento en torno de otra figura. Montes de Oca podía, a diario, acuchillar a Haliford por la espalda con sus conspiraciones, pero no lograba que los descontentos depositaran en sus manos la dirección de sus personas. Estaba dispuesto a recurrir al crimen para frustrar la expedición, extremo que no era del agrado de todos, y que revelaba bastante sobre su persona. Los disconformes con la opción que representaba el contramaestre alentaban una esperanza en Casavalle. Lo estimaban un hombre cauto y una voz autorizada que el Gobierno escucharía si el alzamiento se producía. Pero carecía de la firmeza de carácter que sí tenía Montes de Oca, además de que nunca les había dejado entrever que planificaba disputarle el mando a Haliford.

Tras una nueva marcha, el grupo arribó a la antesala de un valle ceñido por montes resecos; allí las montañas se hacían más elevadas y principiaba la sucesión de árboles. El vasto estaba flanqueado por montañas puntiagudas, cortadas algunas transversalmente. Ése era el macizo de las agujas graníticas, marca que señoreaba, sin rival, el monte Chalten o Montaña Azul. Era un cono añil que destacaba entre sus hermanos. Se lo visualizaba entrando apenas al territorio, y hacia donde la vista se dirigiera, aparecía, mudo, incólume. También había un valle que el río que daba vueltas[24] cortaba, y que en este punto se unía a otro que venía del Oeste[*]. Era un pasaje ventoso, apenas moteado por algunas lengas de escasa profusión, y matas ralas. Los montes que flanqueaban el ingreso eran áridos, bajos, pero los que se aglutinaban en los fondos estaban cubiertos por un bosque que trepaba por las cuestas. Trasponiendo estos se llegaba a un valle —según Zaldívar—. Superado el corte surgía un monte: en su cima, se alzaba la Montaña Azul.

El grupo, fatigado, desembarcó en el claro y avistó el monacal peñón resaltando sobre el firmamento. El día decaía y las sombras se apoltronaban en el lugar, pero no borraban la silueta del Chaltén, pues tanto de día como de noche, era visible, excepto cuando las nubes lo ocultaban.

sigue...


[23] Este es el cerro Fitz Roy, así renombrado por Francisco P. Moreno en 1877. [↑volver]

[24] Este río es llamado “Río de las vueltas”. [↑volver]


[*] El lugar geográfico aquí descripto es donde se encuentra el pueblo El Chaltén. En este punto nace el río de las Vueltas, en tanto el afluente del Oeste es el río Fitz Roy [↑volver]