La llanura de las Ficciones : Libro 1 : El sueño de los Césares

CAPITULO XXIV - VISITA A LA TIERRA DE LAS MANZANAS. ARRIBO AL PAIS DE LOS COHUENCHES

Nunca recordaría Facundo el instante en que fue levantado del suelo y dispuesto en el lomo del burro; nunca recordaría el incesante traqueteo durante la marcha, ni la voz melosa de un hombre arcaico que lo animaba. Tampoco su mente retuvo las veces que ese mismo hombre le dio de beber y él bebió; de comer y él comió, o le hizo probar medicinas de desagradable sabor durante las horas de fiebre. Cuando una noche abrió los ojos, encontró a su frente el rostro conocido y benévolo del indio-blanco, quien lo había encontrado, y lo había rescatado, y ahora lo llevaba a un sitio que no conocía pero que imaginaba lejano, distante como todos los sitios de Tierra Adentro. En esa tierra nada estaba cerca; las distancias eran semanas y meses; los espacios eran centenares de millas y, de resultas, siempre el paisaje del lugar de la partida era ostensiblemente diferente al paisaje de destino.

Habló poco, y el indio-blanco tampoco hizo preguntas. Sólo dijo “come”, o “bebe esto: te pondrá mejor”, para que tomara el hediondo brebaje, o “cúbrete, porque la noche será helada”; él, sin fuerzas para oponerse, obedeció. El hombre bien habría despertado la envidia de Matosa, pues el chicuelo accedía con una obediencia que nunca había dispensado a ayo o educador alguno; a nadie, excepto a su madre y, por supuesto, a tatita. Al día siguiente, ocupó su lugar en el lomo del insoportable burro; éste, terco, proseguía con sus roznidos y el viejo, invariablemente, tras cada acceso, tomaba al bruto por la brida y forcejeaba hasta que andaba.

Pero el estado físico del mocoso empeoraba; la fiebre trepaba, la faz era pálida, mortal, y su cuerpo temblaba. Entonces, dijo el anciano: “Largo es el camino hasta Relmu-leufú y aún no recorrimos la mitad. Gran beneficio reportarían al chico las hierbas que crecen allí. Pero más beneficio le depararán las que hay en el País de las Manzanas. Y con mayor razón aún, después del Enemigo que asomó, es conveniente que viaje hasta ese reino para prevenir a su jefe, porque lo que empezó en la Llanura Misteriosa no terminó aún”. Y volviéndose al burro, le escupió: “¡Burro porfiado e incorregible! Te abandonaré aquí; conoces el camino de regreso a Relmu-leufú. Tozudo incluso por mantener tu estado de prisionero, viajarás hasta allí para sólo seguir atormentando el resto de mis días con tus gritos”. Dicho esto, subió a una piedra, emuló unos graznidos y esperó.

A la sazón, del lado de las Altas Colinas aparecieron dos figuras en el cielo; con señorío descendían y levantaban las alas mientras se acercaban al lugar. Eran dos cisnes de cuello negro y plumaje blanquecino. Su talla era mayor a la de cualquier otro cisne. El anciano les dijo: “Amigos: llévennos en sus lomos hasta el País de las Manzanas y después a Relmu-leufú, porque el niño está enfermo; el camino por tierra es largo y el pequeño no resistirá el trajín”. Los cisnes, solícitos, accedieron, y como en los tiempos de los que no había registros transportaron a Elal, según la mitología tehuelche, llevaron al pilluelo y a su tutor. Produjeron un cojín mullido con sus plumas; en una de las aves Huincalef encaramó a Facundo; en la otra, se posicionó él.

Las aves se elevaron, ganaron altura y superaron las torres graníticas, las agujas y promontorios. La Montaña Azul surgió y Huincalef contempló su cima. Los alados continuaron batiendo majestuosamente sus alas en dirección al norte, según la orden que el indio-blanco había susurrado en el oído del cisne que montaba. ¿Por qué viajaban hacia el norte si el hogar estaba en el saliente? Pues, hierbas novedosas tenía ese punto, las que iba a necesitar el anciano para sanar al muchacho. Luego, los viajeros virarían hacia el Este, donde brillaba el Mamil Mapu o “país del monte”, tierra de cohuenches y ranqueles.


Lejos, muy lejos del río Santa Cruz (tan lejos que un viaje hasta allí demandaba meses), se dilataba una marca que recibía el nombre de Neuquén. Un río del mismo nombre la atravesaba. El territorio se demoraba a los pies de la Cordillera de los Vientos y de los bosques que lo cubrían; la temperatura era más benigna, el cielo, más diáfano y había mayor presencia de humanos y superior tráfico que en el extremo sur. Tales cosas Facundo, a pesar de su languidez, las atestiguó desde el cisne. Había sido el empleo del ave lo que les había permitido cruzar la estirada franja encerrada entre las Aguas Grandes y alcanzar la marca tras apenas unos días.

Apenas los viajeros arribaron al territorio vieron a dos gigantescos pehuenes o araucarias que, cuales guardianes en línea, velaban la entrada al país. Eran colosales, estaban situados en un amplio claro y competían en altura con los picos del macizo. Se erguían erectos, firmes, superando en talla a cualquier otro ejemplar arbóreo, incluso a otros pehuenes, aunque no los había en lo inmediato. Cuales gigantes, sus enormes y gruesos brazos se elevaban hacia el cielo azul y se unían en lo alto como formando un Arco del Triunfo, una entrada acorde con el maravilloso país al que daban paso. Todo el tupido follaje, como una techumbre, se concentraba por encima de los cincuenta metros de altura, después de un largo y grueso tronco; los alargados y rígidos ramales se orientaban hacia el firmamento.

—¡Os saludo, peñi pehuenes —gritó Huincalef—, porque son los custodios del Manzanegeyú o País de las Manzanas o, simplemente, Las Manzanas, y superan en edad a todas las criaturas!

El ave se alzó por encima de los pilares y de sus frondas, y así entraron a la región. El país se les reveló claro, luminoso, brillante. Un río ancho descendía: era el Collón-Curú. En un costado, una serranía y una cascada que volcaba sus aguas en un pequeño espejo formado de la confluencia del Collón-Curú y el Yalaleú-Curú (hacen ruido las piedras). De este lago nacía otro río cristalino, el Caleufú, que cortaba a la marca en dos. En el frente, un llano verde; detrás, un bosque. Después se dilató un valle formado por dos corredores, uno de macizos de basalto y otro de picos porfíricos que asemejaban castillos medievales. En los fondos corría un río, producto de la unión de dos vertientes cuyas delgadas líneas eran visibles lejos de donde el desfiladero empezaba.

—Estamos en Caleufú, reino de los indios pehuenches —explicó Huincalef—. Esta es la tierra de Valentín Sayhueque, el Señor de los Ganados, marca que está vedada al hombre blanco y que bien se previene de hacerle la guerra. Aquí descenderemos. Descansarás y recibirás las primeras curativas, pues muchas plantas medicinales crecen en este lugar que no hallaré en el Mamil Mapu. Y aprovecharé este paso para advertir a Sayhueque sobre el Conquistador.

—Pero —preguntó Facundo—, ¿sigue siendo el Conquistador una amenaza?

—Sí. Lo que ocurrió lo demorará. Pero si tantos siglos esperó para dar el golpe, no retrocederá por este revés. Lo que vimos fue sólo la primer ofensiva. Pero vendrá una gran arremetida, y no habrá lugar en Tierra Adentro a salvo de ella, ni este país de Las Manzanas, ni Relmu-leufú, ni Leubucó.

Siguieron en vuelo. Los viajeros divisaron robles pellín, y raulíes, y lengas, y canelos y, a continuación, tras un prado, manzanales. Los había altos, y verdosos, y brillantes, y frondosos; descendió un tanto el ave que transportaba al mocoso, y así Facundo vio un explosión de tonalidades; manzanas verdes como la esmeralda, y rojas, y casi negruzcas. También la forma de los frutos era variada pues los había oblatos y oblongos. Y disímiles eran los tamaños: un poco mayores que una cereza y casi tan grandes como una toronja o un pomelo mediano. El manzano no era un árbol oriundo del Continente. Los europeos lo habían implantado. Había proliferado en la región y los indios, cultivado con especial esmero.

Las aves descendieron en un conjunto formado por diez grandes toldos. Formaban la toldería principal del regente de Las Manzanas e invariablemente Huincalef recalaba en este agrupamiento porque le satisfacía la hospitalidad de su gente. De inmediato surgieron las mujeres que reparaban los cueros de las tiendas o forcejeaban con tal o cual crío. Más allá, había corros de indios holgazanes, echados en el suelo, dormitando.

Tras el descenso, asomaron veinte corceles montados por indios de pelea que llevaban las lanzas enristradas. “En estos tiempos de desconfianzas y de enemistad —reconoció Huincalef— es inconveniente para el visitante andar por sitio alguno si no anticipó su llegada”. Los indios sujetaron.

—Buenos días, amigo —dijo Huincalef al que mandaba.

—Buenos días, che amigo —contestó aquél.

Huincalef sabía que, aunque no lo reconocieran de inmediato, iban a ser cautelosos antes de lancear a un hombre de tez clara porque la tribu estaba en paces con los gringos.

—Soy Huincalef —dijo el anciano—. Vengo de la Llanura del Misterio, donde habitan los chónik, y descendí en Caleufú pues traigo conmigo a un guacho enfermo.

Los indios se miraron entre sí, y murmuraron: “Huinka-lef, huinka-lef”.

—Sí —dijo el que mandaba—, te conocemos. Nadie es tan libre de andar por Tierra Adentro como tú: no te anuncias con chasques ni pides permiso para acercarte a los toldos, como es costumbre entre nosotros. ¿Cómo pasaste la noche? ¿Quién viene contigo? No encontrarás a Sayhueque aquí, porque ha salido a bolear.

—¿Quién manda en Caleufú, pues?

—Alumcalel —contestó el indio—. Lo hallarás en su toldo.

Los indios giraron y dejaron a Huincalef y a su prosélito.

El arribo por los cielos del anciano no inquietó en demasía a los moradores del lugar, porque bien conocían a Huincalef pues el anciano visitaba, de tanto en tanto, Las Manzanas, aunque sí desesperó a los numerosos perros que correteaban por el lugar. Hubo, sí, jolgorio, y gritos, y salutaciones, y risotadas.

Varios pares de manos acometieron el cuerpo de Facundo para descenderlo del cisne. Cuando el mocoso abrió los ojos, observó una docena de rostros pintarrajeados; tantos tintes tenían en las caras hombres y mujeres, que era imposible trazar detalles. Cejas pintadas, líneas negras sobre el entrecejo, narices perdidas bajo capas de grasa y otros detalles pintorescos. Ninguno de los hombres llevaba barba (tampoco había visto alguna en un indio de las Altas Colinas, y tampoco iba a verla en Relmu-leufú). Los rostros pintados pudieron haberlo espantado, pero estaba tan débil que no hizo ademán alguno, y permitió que lo bajasen del ave.

Estaba despierto cuando lo condujeron a un toldo; apenas entró, escuchó un alboroto de ladridos, llantos de chiquillos y gritos, pues el tugurio estaba saturado de animales y de críos que dormían en desaseada mescolanza. No retuvo la conciencia; ésta se deslizó por entre las voces de los indios que hablaban palabras raras, los susurros de las curanderas que habían acudido al toldo para probar ensalmos e infusiones, las rabietas de Huincalef que las echaba sin éxito (porque siempre volvían), el servicio de una comida abundante para el indio-blanco, el sorbo forzado de los brebajes que había preparado el anciano, y reiterados abrir y cerrar de ojos. Al final, cuando los abrió de nuevo para mantenerlos atentos un buen rato, ya era de noche.

Decidió ponerse de pie: el toldo estaba vacío. Notó que cuatro o cinco perros habían velado su descanso desde sus posiciones en un rincón, y hasta un gato había que ronroneaba. Salió al exterior; a unos cuantos pasos, la indiada se había arremolinado en torno de un fogón. Delante de los que estaban sentados había un círculo de hombres que danzaban y cantaban, mientras sonaban flautas y panderetas. Por entre los hombres descubrió a Huincalef: el viejo estaba también sentado, degustando groseramente unas piezas que le habían sido servidas en un plato que sostenía con las rodillas. Ciertamente, desentonaba por su atuendo, pues todos los presentes llevaban aros en las orejas, plumas de avestruz en la cabeza, y collares y cascabeles en el cuello y en las pantorrillas, pero el no ostentaba adorno alguno.

Ignoraba que la fiesta había sido organizada por Alumcalel, pariente de Sayhueque, en honor de los ilustres visitantes. Ese allegado se había disculpado con Huincalef porque el cacique no había podido concurrir. No obstante, por intermedio del pariente, el jefe le había hecho saber su alegría por tenerlo de nuevo en Las Manzanas. Sin embargo, también le había deslizado cierto descontento del cacique. “¿Por qué el indio-blanco, que usa nuestros ropajes y habla nuestra lengua no anticipó su llegada a mis toldos de modo de que pudiera saludarle?”, había comentado Sayhueque. Huincalef le encomendó que le transmitiera que no iba solo, que un mocoso enfermo lo acompañaba y que, por ese motivo, había descendido, sin plan, en Caleufú.

Después de disfrutar algo de la algaraza, Huincalef, con una bandeja de plata repleta de frutillas, se acercó a Facundo. “Tu semblante ha mejorado —le dijo el adulto—. Vete a dormir, porque aún estás débil, y mañana partiremos, temprano. Todavía resta mucho viaje hasta el Mamil Mapu”. El niño, obediente, accedió al pedido sin chistar. ¡Aquello que tantas veces había intentado Matosa sin resultados, ese desconocido lo lograba en cuestión de minutos! En verdad, aquellos cuidados eran confortantes: alguien volvía a ocuparse de él.


Aquella mañana, tras levantarse, Facundo se deleitó con la belleza del paraje. Había allí una cascada, y el agua, cristalina caía desde lo alto para desaguar en una lagunita. El salto levantaba un etéreo velo de niebla, en el que el naciente sol pincelaba los siete colores del arco iris. Según Huincalef, la magia de Las Manzanas hacía que los peces que nadaban en el espejo fueran parlanchines (demasiado) y que se atrevieran a desafiar la cascada, la que utilizaban como escalera para trepar hasta arriba. Habría querido arrimarse a la laguna para confirmarlo pero la voz del viejo lo acicateaba para que no se alejara de su lado. También quería ver los manzanos de los que era célebre el país y que, al decir de Huincalef, eran sumamente vanidosos y estaban en eterna competencia. El que se acercaba a ellos era testigo de sus interminables cuchicheos por quien había producido los frutos más voluminosos, más sabrosos al paladar o más coloridos. Pero debió postergar tales inquisiciones para otra ocasión, porque el mago lo instó a emprender el viaje.

Después de varias horas de vuelo, un conjunto se hizo visible en tierra. El País de las Manzanas había quedado atrás hacía tiempo para dar paso a corredores de montes bajos. Superaron estos accidentes y, a continuación, principió una meseta salpicada de promontorios y elevaciones, que después se allanó hasta dilatarse monótonamente, bajo el ardiente sol, hacia el Este. Se hizo visible un río que cortaba la llanura y junto a él, un agrupamiento de toldos y una extensa arboleda; y Facundo vio figuritas pequeñas moviéndose en lo inferior, junto a las carpas, o a campo abierto.

—Llegamos a Relmu-leufú —dijo el indio blanco—. Aquí te repondrás.

Cuando Facundo avistó el campamento de los indios, observó una incontable sucesión de toldos, que contabilizaban unos cien o doscientos. El sitio desbordaba de indios, y recibía el nombre en araucano de Relmu-leufú, que significaba, “río del arco iris”. Cuando caminó por los espacios que las separaban tuvo bien cerca aquellas rudimentarias viviendas para dilucidar el modo en que estaban alzadas. El toldo estaba formado, en primer orden, por un armazón armado con unos cuantos postes enfilados dispuestos según su altura y a diferente distancia una sucesión de la otra. Sobre este esqueleto se echaba una cubierta de pieles de guanaco adulto, untadas con una mezcla de grasa y ocre rojo, y otros cobertizos se tendían en lo interno, sujetos a los postes íntimos, a fin de separar ambientes. La cobertura se aseguraba con correas a los palos delanteros y apiñados bagajes en los costados cerraban el paso a las ráfagas heladas.

Apenas arribó, vio a un grupo numeroso de mujeres, vestidas llamativamente. Entre ellas destacaban algunas blancas, cautivas, con signos de maltratos. Desfilaron chinas envueltas en cueros que sujetaban con alfileres de madera o metal, cuyo sobrante llevaban echado para atrás o plegado sobre uno de los brazos; debajo, un traje de cuero, de bayeta, de paño u de otro género, sujeto con un cinto. Otras llevaban tejidos dos mantas; una, que ataban con una faja de lana, les cubría el cuerpo, dejando libres los brazos y la parte inferior de las piernas, mientras la otra les servía de capa. Eran gustosas de lucir alaborios, y pulseras o llancatu (sabría luego que las llamaban así en su dialecto) en las manos y en los tobillos, de cuentas; y grandes aros, cuadrados o triangulares, que denotaban ser pesados. Y estas platerías provenían de fraguas y yunques que había ahí en Relmu-leufú, en los toldos de los ranqueles, o en la Araucanía. Llevaban los cabellos largos, entrelazados en dos trenzas que les llegaban hasta la cintura. Los varones usaban un cuero envuelto en la cintura que les alcanzaba hasta las rodillas; encima, llevaban las laques o boleadoras, una cuerda de nervio de dos y media varas de extensión que enlazaba dos piedras forradas en piel de caballo. El pecho, lo tenían desnudo, o cubierto por un quillango, o una camisa.

No vio mucho más. Cansado, afiebrado, cerró los ojos, y tuvo Huincalef que alzarlo.

sigue...