La llanura de las Ficciones : Libro 1 : El sueño de los Césares

CAPITULO XXII - LA CARGA DE LOS KONAKUREF

Los hombres, aprovechando la licencia del General, se deslizaron subrepticiamente a través de los túneles y los subterráneos hasta las afueras de la fortaleza. Los Capitanes eran los vencedores de la jornada y los caballeros degustarían con celeridad su victoria. Y en ese festín estaban concentrados hacia el ocaso del día, y subían y bajaban por las torretas, y rebullían por las saeteras y las atalayas, y asomaban por las murallas almenadas. Sin embargo, había excitación, y algarabía en los hombres, y ya el aguardiente entregado por Daño causaba sus efectos. Con esta visión de una horda licenciosa, Gabriel advirtió: “Cierto es que tenemos el permiso de su líder para abandonar la ciudad. Pero en el estado en que sus soldados se encuentran no distinguirán amigos de enemigos, ni reconocerán el permiso. Debemos, por tanto, andar con cuidado, ocultándonos, tratando de no mostrar la faz”.

Así anduvieron, eludiendo los corros de indios y de soldados tétricos. A poco de ver a los recién llegados, los viajeros reconocieron el consejo de Gabriel, pues, por efecto del aguardiente y del saqueo, ya había riñas, y crímenes, y desorden.

Los excursionistas dejaron atrás los muros y alcanzaron la orilla pedregosa, sobre el ancho lago. “¡Aprisa! ¡Aprisa!”, arengaba Facundo, porque de un momento a otro el Marqués conocería el engaño. El puente se alargaba ante ellos, pero Gabriel lo invalidó para utilizarlo porque la pasarela estaba atiborrada de enanos embriagados. ¿Cómo iban a cruzar el lago? Este era el momento esperado: el del epílogo de la expedición, pero no podían cruzar el puente, ni tenían barcazas, chalupas y balsas para pasar a la otra orilla.

Entonces, de improviso, vieron una línea espumosa corriendo hacia ellos. Era un caudal de agua estimable que arrastraba dos rústicas embarcaciones. ¿Cómo era posible que tal auxilio les fuera allegado en el momento de mayor apremio? No lo sabían. Sólo escucharon un canto suave y delicado pero, excepto Facundo, los hombres no vieron unas aletas surgiendo del manto perlado del lago que desaparecieron raudamente. Unas criaturas habían llevado las balsas hasta sus pies. ¿Quién las enviaba? Pues todos postergaron las preguntas para una mejor ocasión, porque el tiempo del engaño declinaba y debían abordar las naves.

Haliford, derrumbado por el malogro de la expedición, estaba quedo, taciturno, medroso; en esos cruciales instantes pareció ceder la autoridad a los reaccionarios. Estos asumieron, sin demora, la evacuación. Ya no era titular de esa energía arrolladora que lo había sostenido durante todo el trayecto hasta la Montaña Azul; ya no emitía órdenes, ni planificaba, ni hablaba. Sólo repetía: “Estoy arruinado”. Mientras decía esto fue subido a una embarcación. Entre exabruptos los hombres abordaron los botes, y se adentraron en el lago, valiéndose de gruesas ramas (algunas con retoños) para deslizar las canoas.

En tanto, en la torre sonó una armadura en la galería que habían recorrido los escapados y, a continuación, el Paladín extinto surgió en el pozo. Portaba en su enguantada mano una espada destellante, y sus protecciones refulgían, así como su casco. Pero derruidos eran sus ropajes anticuados, que destilaban rancios olores. Y sosteniendo la centella con ambas manos, avanzó. Ingresó en la sala. Y sus ojos se desorbitaron a la vista del cúmulo de objetos preciosos que ya los intrusos habían contemplado, y creyó consumada la búsqueda que había iniciado cuando tanto él como sus prosélitos portaban un cuerpo y eran forasteros, aunque valientes adelantados.

La mente del Gran Capitán convenció a éste de que se trataba de las riquezas apetecidas. Su rostro cubierto adquirió los rasgos del vicio de la codicia, y sus manos se adelantaron, cuales garras, hacia el cúmulo de artículos. Sumergió la palma recubierta y la alzó con monedas cortadas, que tenían grabadas un año: “1773”. Eran más o menos circulares, deformes y de pésima factura, aunque de plata. No las despreció, pero esperaba encontrar pesos “columnarios”[35], reales y onzas de oro. Los halló. Pero cuando entraron en contacto con su enfundada mano, se trastocaron en polvo: los objetos no eran resistentes y brillosos, sino quebradizos como el plomo o el barro, y opacos. Y lo mismo ocurrió con cada ceca.

Grande fue su desencanto cuando diose cuenta de que había sido burlado, y más grande la furia que lo acometió a continuación. De seguro, los forasteros se retiraban con las verdaderas gemas. ¡Y con su permiso! Todos los afanes de riqueza confluyeron hacia el Paladín; la ira ardió en él como una llama devoradora, porque su errática y centenaria rapacidad no iba a saciarse. Inculpó a los forasteros de sus desgracias; descerrajó un grito iracundo y su tronar atrajo a iguales príncipes ambiciosos.

El bramido superó el recinto amurallado, y ascendió hasta los cielos, y retumbó en todo el erial. Regente de las cumbres pedregosas, de las refulgencias y de los sacudimientos de la tierra, el baladro los despertó a todos. Y el Paladín resolvió extraerlos de su sueño para que interrumpieran el paso de los excursionistas y diluviaran piedras, y escupieran ríos ígneos, aunque el paraje se hundiera.

Y montó a la otra criatura, igual de proterva, y ascendió hasta la punta del torreón más alto de la Ciudad. Su cólera, como una onda expansiva, se proyectó desde la aguja al valle; agitados por este vendaval, los picos se sacudieron, y el colapso dio comienzo. Y, con voz estentórea, gritó:

—¡Qué preparen mis zafiros! ¡Qué se reúna mi séquito! ¡Traición! Montañas: derramad el flujo de vuestras entrañas sobre la tierra; fuegos sulfurosos, abrasad este paraje; picos y colosos de piedra, temblad y hundiros, y detened con vuestro diluvio de peñas el paso de los impostores, porque timaron mis caudales y, ahora, satisfechos, se alejan mofándose de mí. Cerradles el paso sin demora. Y vosotros, mis serviles, ¡desenvainad vuestras hojas y perseguidlos! Tregua: quisieron emplearla en mi contra, pero lamentarán el clarear de este día, porque será el de su ocaso, y en medio de esta tregua yo alcanzaré mi victoria. Y no mediará hidalgo, ni embajador ni mensajero para hacerles conocer mi ira, porque el Rey la llevará en persona.

Hubo un rugido y una gran confusión de ruidos pues los colosos que descansaban despertaron con motivo del clamor. Cimbró el lugar, grotescas llamas brincaron escupidas por las cumbres que rodeaban el perímetro, y el lugar se cubrió de nubosidades oscuras, cargadas; y le siguió un diluvio de cenizas y de guijarros candentes. Gran parte del medio se oscureció. Las torres de la ciudadela principiaron a ladearse, y a desmoronarse con estrépito sin par. Los muros se fracturaron, y se despeñaron, y la mítica Ciudad que había desvelado a aventureros y funcionarios de rango, inició su hundimiento.

En su derrumbe, las columnas de piedra arrastraron a algunos Caranchos y a sus montadores, los que exhalaron gritos últimos. Las agujas, y las estribaciones escabrosas y los picos se hundieron, excepto los externos, y descollantes, los que se mantuvieron rígidos y mudos. En otros, hubo fisuras, y quiebres, que fragmentaron los riscos. Los enanos, arrobados por el espanto, se dispersaron abruptamente.

Las poderosas batientes de madera de la puerta de la Ciudad estaban herméticamente cerradas bajo la arcada de piedra. En las torres, y en las almenas, y en las torrecillas reinaba un silencio de sepulcro, y nada se movía. Entonces, emergieron los Caranchos, los Caranchos Gigantes, y revolotearon por encima de la ciudadela, y al escuchar el grito de su líder, viraron hacia el lago que los forasteros cruzaban, en su rauda huida. Y el Conquistador surgió, envalentonado, rabioso de locura, por el ardid y por el fracaso de no haber dado sino con objetos irrelevantes. Convocados por él, en una última carrera desesperada, volaron los Caranchos, y se precipitaron hacia el este, para recorrer las aguas y coger a los escapados.


Devenido el paraje en un lugar infernal, los brazos de los navegadores se apresuraron. Los murallones anfractuosos y grisáceos se despeñaban desde lo alto, y diluviaban piedras al agua; agujas puntiagudas y ajadas se ladeaban, y se estrellaban en el espejo, aventando oleajes que sacudían los botes. Los relámpagos disparados por el Paladín estriaban el cielo encapotado; los hombres en las embarcaciones redoblaron sus fuerzas, y remaron, y se retorcían, y doblaban sus espaldas para apresurar el paso. El puente que Gabriel había rehusado se fracturó primero y fue arrasado después por un alud de piedras y de fuego.

A poco de alcanzar el centro del piélago dulce, tuvieron a los Caranchos de picos en forma de gancho y cabeza preponderante volando sobre sus cabezas, y a los costados; y a sus montadores, furiosos, pretendiendo golpearlos con sus espadas. Ni el colapso del lugar, ni los flamígeros ríos que emergían de las grietas de las torres pétreas, los amedrentaba. Y los Capitanes lucían sus herrumbrosos petos de metal, y sus volantes ocres, y airones de vistosas y tupidas plumas, y almetes sobre los troncos. Los alados descendieron sobre las rudimentarias embarcaciones y sus montadores pretendieron batir a los navegantes. Pero se mecían y temblaban, por efecto de los vientos que corrían en el paso. Otros llegaron, pasaron en vuelo rasante, con sus ropas desgreñadas y macanas de seis puntas en la enguantada mano; y encendieron los elementos, e hicieron correr ríos de fuego. Y volaron hacia las canoas mientras sometían al medio a su furia, y los volcanos se prendían, las agujas se hundían y las rocas corrían por las pendientes

Sin protección, los tripulantes, desesperados, se inclinaron y guarecieron sus cabezas con los brazos. Sólo Casavalle, en el afán de preservar a Facundo, permaneció erguido. Al fin, opuso una hoja filosa y refulgente a las bestias. Tuvo lugar una inusual batalla. Las espadas chocaron, y produjeron chispas al rozarse; los jinetes se movían, daban una vuelta y cargaban con saña. Sin pérdida de tiempo, arribó el Marqués: aferró con gesto adusto y fiero su empuñadura, cargó con la desmesurada hoja y golpeó con ella la del naturalista. Pero Casavalle, delgado y desmañado como era, sin mostrar espanto, lo afrontó. Emuló Balcarce a su compañero, y blandió su hoja, y opuso resistencia.

De improviso, Facundo avistó unas aves en la lontananza. Atravesaron los cirros y los torbellinos de humo, y se acercaron al punto. Creyó Gabriel que se trataba de nuevos merodeadores tétricos, pero pronto el mocoso los anunció. “Cóndores”, dijo. En efecto, el rey de la Cordillera Nevada, el mañque en lengua mapudungun, aquel que construía sus nidos en el filo de las montañas y en los murallones de piedra, sobrevolaba los riscos y las agujas. Con sus plumosas alas extendidas, las aves planearon: eran de tal talante los vientos que los transportaban que no necesitaba aletear. Del cóndor afirmaban los tehuelhet en su mito sobre la creación de ese pueblo, que tenían pelada la cabeza porque El’lal le había arrancado las plumas tras la negativa del ave de cederle una.

Las aves descendieron sobre los Caranchos, sus legendarios adversarios, y aunque eran menores en tamaño, poco tenían que apetecerles, pues los más grandes medían hasta tres metros. Hostigaron a las criaturas fementidas y volaron en su torno para obstaculizarles el paso y obligarlas a dar rodeos y distanciarse de las canoas. Los viajeros desconocían por qué las aves venían en su auxilio. Ignoraban quien las había remitido. Más, la estratagema les permitió alejarse del lugar y adelantar un trecho más hacia la costa.

Pero la intrepidez de los Capitanes y, en especial, de su embravecido adalid, no iba a ser detenida durante largo tiempo con estas distracciones, improvisadas para que apartaran la atención de los gringos. Dióse cuenta el preboste del hecho de que la presa se escapaba, e instó a sus compañeros a descuidar a las aves carroñeras y lanzarse hacia el linde. Alzaron sus espadas, y los que aún no las habían desenvainado lo hicieron; y azuzaron a los brutos para que surcaran el espacio con la velocidad del viento. Y antes de que los navegantes surcaran el último tramo del lago, Cazador alzó su hoja y convocó a una nueva fuerza para que se sumara a la persecución.

El cielo se volvió plomizo por las turbulencias lanzadas por las explosiones. Entonces, cuando los expedicionarios creyeron que habían dejado atrás a las criaturas tétricas, vieron a otras nuevos venir contra ellos. Y lo hacían en caballos azules enteramente enjaezados con gualdrapas y corazas negras. Las bestias exhalaban vapores por los hocicos, y eran de porte y dimensiones superiores a los de su género. Sus patas eran gruesas, robustas, y su pechera, amplia y sobresaliente. Del manto esmeralda habían emergido, en medio del colapso de torres y de agujas; y Cazador encabezaba la horda en un corcel de similar apariencia. Cargaron las bestias añiles y chapucearon en el agua del inmenso lago; los Guerreros, firmemente encaramados en sus aperos, refulgentes de corrosión y de argento. Portaban espadas rutilantes, cubrían sus piernas con botas gastadas y arrastraban vestuarios penosos. El casco sin ala se alzaba recto y bruñido en sus cabezas. Y los ojos de los caballos brillaban en la luminosidad carmesí que pintaba sus cuerpos.

Advirtió Facundo la carga de la caballería que venía por la retaguardia, despidiendo ruidos de aperos, arreos que golpeaban, relinchos estentóreos y bramidos encorajinados. Y vislumbró el golpe, y vislumbró la zozobra, y el derrumbe de la excursión. El paso era cerrado por la hilera de jinetes, los que parecían disputarse la prioridad de llegada, pues cada bruto corría cabeza a cabeza, sin conceder un palmo al contrincante. Una estela espumosa parecía traerlos.

—¡Rápido! ¡Empujen! —gritaba Gabriel, pero la costa aún estaba lejos.

La ristra de briosos brutos, cuyos montadores alentaban aviesas intenciones, estuvo pronto a quinientos, a trescientos y a doscientos metros de los botes. Entonces, las figuras devinieron nítidas y flamantes.

Pero la cólera del Paladín, el símil de un espíritu nefasto según los nativos, estaba fuera de su control; liberadas las energías, no había anticipado que los elementos naturales puestos en tensión podían también devorar a su propia hueste. Y conforme conmovía las torres y las agujas para que, con su caída, cortasen el paso de los bajeles, aumentaba el cataclismo, y éste podía consumir tanto a unos como a otros. Había apetecido la ciudad, pero la había destruido: ahora iba a destruir a su séquito.

De improviso, sobrevino un tembladeral que agitó las aguas, sacó el lago de su cauce y provocó decenas de desmoronamientos en el macizo circundante. El sacudón bamboleó los botes, y los expuso al diluvio de peñascos y riscos que arrojaban los picos.

Entonces, en el instante en que la histérica y atropellada hilera de caballos y capitanes se encontraba a una distancia inferior a cien metros, el lago se rasgó, y la grieta fracturó el piélago dulce en dos, por entre las embarcaciones y el tropel. Y hubo un corrimiento de tierras, y un abismo se abrió entre ambos trozos, pues el uno se había distanciado del otro, ahondando un espacio.

Oleajes espumosos se plegaron, se lamieron y discurrieron en dirección al poniente. Y las aguas que venían del Oeste, en la fracción por donde cabalgaba la horda, iniciaron una pendiente veloz, y descargaron por las paredes del pedazo de tierra, hacia los fondos del hueco. No pudieron los jinetes clavar los caballos en la línea del abismo, y algunos fueron a precipitarse, y a deslizarse con la cargada masa líquida hacia las entrañas. Desembocaron atropelladamente, se rozaron y se empujaron; algunos giraron y emprendieron la huida, y otros quedaron contemplando como las canoas, en la fracción opuesta, proseguían su camino.


El grupo alcanzó la costa, descansó y emprendió el regreso a la base del macizo, a la llanura que era su antesala. Después de varias horas de caminata, los excursionistas alcanzaron el valle, una vez más. Desde lo alto de un monte atisbaron los macizos y el peñón solitario, puntiagudo y monacal del Chalten. Gruesas columnas de humo asomaban a sus espaldas y lo envolvían, y desvanecían las siluetas de las otras torres. Era el vasto un erial ancho y de él partía un cañadón por cuyo centro corría el otro río que daba vueltas, cristalino y guijarroso. El discurrir de sus aguas, por entre las piedras, resonaba en el paraje, produciendo un canto continuo.

La aventura terminaba. Su epílogo, al fin, llegaba. Y Casavalle y Facundo creyeron entrever el retorno al Gran Lago, en el sur, y el remonte del rápido río Santa Cruz hasta su desembocadura en el este, sobre el ancho mar. El autodidacto naturalista contaba con seres amados que lo esperaban, rostros queridos que anhelaban su regreso. Facundo no los tenía.

El futuro, entonces, acabada la campaña, abrió un gran interrogante para el muchacho. Retornaría a Buenos Aires (eso era seguro), verdadero polo de atracción en torno del cual giraba el universo nacional, y desde ese centro tornaría a San Juan. Debía volver. ¡Mamita vivía! Al menos, eso había revelado la biblioteca. Guardaba la postrera esperanza de que Gabriel lo llevara consigo. En efecto, ansiaba más que nada en el mundo que el selecto miembro de la familia Casavalle lo acogiera como un huésped, de la misma manera que se recibía a un pariente pobre o a los desvalidos. ¿Se habría olvidado el joven de su promesa? No. La confirmó cuando cruzaban el paraje: “Ya arreglamos que vendrías conmigo, ¿no?”. Y esta corroboración lo colmó de gozo; un hogar lo esperaba más allá de la Tierra Misteriosa, un hogar donde habría rostros afectuosos y mujeres hacendosas, un techo paterno seguro y manjares en la mesa. Esa iba a ser la primera escala en el viaje a San Juan, donde Amalia esperaba.

Los hombres descendieron al valle y allí acamparon para pasar la noche. Paradójicamente, ahora que la expedición concluía, el medio les regaló dos guanacos para comer. Una abundancia que no habían conocido cuando la ida. Esto y la perpectiva de que la empresa había terminado, puso a los hombres de buen ánimo. Estaban risueños, y hasta algunos volvieron a las chanzas alrededor del fogón. Además, se pensaban libres de la turba. De seguro, el hundimiento del hueco y de la ciudad había acabado con ella. La Llanura del Misterio estaba libre del flagelo.

Pero por alguna razón, mientras el grupo encendía el fuego, montaba los parapetos y recogía agua, Facundo, andando por la orilla del río, tuvo la impresión de que el Conquistador estaba de pie. “No es tan fácil poner fin a los días del Conquistador —le había dicho Huincalef—. Hace casi trescientos años que mora en estas Tierras de las Altas Colinas, para no haberse vuelto resistente a muchas cosas. Y no olvides que cada cosa que hay aquí prometió que no le haría daño”.

De improviso, acudieron quejidos y bramidos, prefacio de otro latrocinio. Los forasteros viraron, y detectaron a las bestias aladas volando a marcha sostenida por el desfiladero, sobre el río que daba vueltas, y flanqueando las agujas que se levantaban a los lados. De todas partes aparecían y el cañadón los encauzaba como un conducto que traía un cúmulo de agua. Y el Marqués los dirigía, y los azuzaba a volar cada vez más ligeros, y a aprovechar las corrientes de aire para planear.

Cazador —exclamó Balcarce.

Volvieron los cóndores, y surcaron el cielo, y merodearon a los atacantes; algunas criaturas se apartaron del grupo para enfrentarlos. Y danzaron en desigual entrevero en las alturas, pues los caranchos eran de porte considerable, y hacían hasta dos o tres veces el tamaño de los cóndores. Estos no exhibieron amilanamiento alguno, y los arrostraron con gritos y el despliegue de sus alas, porque así asumían un tamaño muy superior. Pero la prolongación de ese pasatiempo resultaba inútil, carente de entidad para disuadir de marcharse a los Caranchos Gigantes.

Asomó en el plano, entonces, un anciano de blanca y lacia cabellera, y tez clara. Puso su mirada en el atolón que se erguía en el Oeste. Vestía unos atuendos harapientos y maltrechos, de colores claros; un pañuelo de seda amarillo ceñía su garganta y un sombrero de ancha ala, tomado de algún blanco urbano, se encaramaba en su cabeza. Y Facundo lo reconoció, y sintió un repentino y embriagador gozo. ¡Huincalef! El indio blanco, que había partido hacia el Mamil Mapu, estaba ahí. Había interrumpido su fuga y regresado: eso atestiguó Facundo en razón de su fatiga y del burro tozudo cuyas riendas sostenía otra vez. No lo montaba, sino que había llegado a pie, con el bruto cargado de maletas y enseres. El hecho arrobó al muchacho, a pesar del peligro perentorio, y lo hizo aventar todos los juicios que había pronunciado sobre él.

Huincalef se horrorizó de inmediato según avistó las criaturas y a los Capitanes hostigándolas para que apresuraran el vuelo. Y las bestias carroñeras se aproximaban, más y más, y el contingente de desgraciados se arremolinaba junto a las piedras, con rostros desarticulados. Echaron los viajeros a rodar, dominados por el pánico, hacia los montes pedregosos. Entonces, el anciano cruzó el llano con inusual destreza para su edad, se aproximó a los excursionistas y les recomendó ascender las colinas. Con un semblante remozado que ya no traslucía el pánico que había presenciado el chicuelo cuando la separación, dirigió a Facundo una mirada reanimadora. Un atisbo que destellaba bonomía, pero también coraje; aquel coraje cuya falta le había reprochado el mocoso. Pero ahora el indio-blanco había vuelto para reparar el abandono.

Huincalef observó al inminente tropel con ojos desorbitados, pero a los segundos emergió de su éxtasis, se recompuso y desplegó la acción. Se plantó a la vera del río que daba vueltas, de cara al desfiladero por donde venía la falange que cargaba. Llamó a continuación a los cóndores, diciendo: " Regresen. No se arriesguen. Cumplieron valerosamente su misión. Sus esfuerzos son loables, aunque fútiles" . Al verlo platicar con las aves, Facundo entendió que el viejo las había enviado; también por su intervención las balsas habían cruzado el lago hasta los pies de los que pretendían escapar. Mientras tanto, los viajeros, resbalando y rodando, ascendieron una loma, aunque sin seguridades de que esa medida los pusiere a salvo. ¿Qué más daba trepar una colina, o correr por el valle, cuando los Capitanes montaban los Caranchos? No sabían por qué el viejo los había conminado para que treparan la cuesta, pero obedecieron. No vislumbraban otra salida.

Tan pronto como Huincalef tuvo próximos a los guerreros, reparó en si los forasteros se habían puesto debidamente a resguardo. No todos lo habían logrado aún, pero no restaba más tiempo. En la otra fracción, la adversaria, el Paladín descubrió, desde su elevada posición, al hombre detenido en el centro de un erial abierto, y aprestó su espada loterana.

—¡Ah! —exclamó el Rey—. ¡Huincalef! De modo que tú estabas con ellos. Pues, ya escuché de ti muy lejos. Más adelante, cuando me arrojase sobre la chusma que te rodea en el País del Monte, iba a reconocer tu faz y tú, la del Rey. Pero me libraré de ti antes de lo pensado.

—¡No dejaré que abandones la Llanura del Misterio para que puedas saltar a Tierra Adentro! —gritó el anciano, furioso.

—¿Podrá un anciano donde el tiempo no ha podido? Porque he corrido más allá de las horas: se acumularon como monedas sonantes y, sin embargo, aquí estoy.

Entonces, Huincalef alzó el cayado que traía y convocó a las sumpall, seres mitológicos, mitad pez y mitad mujer, que moraban en los fondos de los ríos. El río, a continuación, adquirió un inusual caudal, y sus aguas se agitaron, e hirvieron; y asomaron aletas dorsales las que desaparecieron y doradas cabelleras, que también se hundieron. Y la visión extasió a Facundo, oculto detrás de una roca, pues reconoció que iguales seres habían remolcado las balsas.

A la sazón, soplaron vientos impetuosos, furiosos, que corrieron a través del desfiladero, desembocaron en el llano y golpearon los ropajes del brujo. Y los céfiros se enturbiaron, se arremolinaron a su frente y formaron un torbellino sobre el agua. Y levantaron su caudal, y proyectaron el contenido del río hacia los aires. Y el tornillo dio vueltas, cargado de cardúmenes de peces.

La columna alcanzó una altura insondable y golpeó a las criaturas voladoras. Las envolvió, las hizo girar y las aprisionó en el maremagno de aire y de agua que tulaba a gran velocidad. Y la espiral se inclinó hacia atrás, chocó contra el suelo y arrastró su carga por el lecho del río, en sentido inverso, llevándose a los Caranchos Gigantes y a sus fementidos Capitanes, incluso al Conquistador.

Desapareció la recia columna, el río tornó a la serenidad anterior y todo vestigio de los dilapidadores fue borrado. Los cóndores, serviles a Huincalef, rondaron sobre su cabeza, a gran altura, hasta que el hombre los despidió, diciéndoles: " Vuelvan, amigos, a sus hogares. Porque otra misión no tengo para encomendarles" . Y las aves enfilaron hacia las montañas elevadas.

sigue...


[35] Monedas españolas acuñadas entre 1767 y 1772. [↑volver]